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¿Podría él encontrar a la pequeña? Mac Sullivan se había prometido dos cosas: no dejarse atrapar por los problemas de los demás, ni por las mujeres. Y todo había ido bien hasta que Linda Carr le pidió que encontrara a su sobrinita. Habiendo sido policía durante tanto tiempo, Mac sabía lo que había que hacer en un caso así... Pero ¿qué debía hacer con los peligros que entrañaba una búsqueda de ese tipo junto a una mujer tan bella y vulnerable a la que deseaba con tal fuerza? Mac sabía que no podía negarse; una niña se había perdido y su promesa ya no importaba, tenía que encontrarla. Pero ¿podría al menos cumplir la otra promesa y mantenerse alejado de Linda?
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Seitenzahl: 168
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Catherine Spencer
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Promesas incumplidas, n.º 1403 - junio 2017
Título original: Mackenzie’s Promise
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9695-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
El día que se llevaron a su hermana en una ambulancia a la Unidad Psiquiátrica del Hospital Lion’s Gate, Linda decidió hacerse cargo del asunto. La policía ya había tenido su oportunidad y, hasta donde ella sabía, sin el menor resultado. No podía permanecer de brazos cruzados con un bebé desaparecido hacía siete semanas y una hermana refugiada en el peligroso mundo de los tranquilizantes.
Linda no la culpaba. Ella misma había pasado incontables noches sin dormir. Así que podía imaginar el atroz sufrimiento de la madre desde que le anunciaron que su hijita recién nacida había sido secuestrada de la sala cuna del hospital, ni más ni menos que por su propio padre.
No era de sorprender que Kirk Thayer hubiese apelado a esa medida extrema. Todos sabían que siempre había tratado a June con una sorprendente falta de moderación, especialmente tras enterarse de su embarazo. Esa fue la razón principal por la que ella se había negado a casarse con él. Pero nadie podría haber imaginado que Thayer llegaría a tal extremo.
«Traeré a tu hijita a casa. No debes preocuparte por nada. Lo único que tienes que hacer es ponerte buena para que puedas cuidarla bien. Yo me haré cargo de los demás», le había prometido la mañana siguiente a su hospitalización.
–¿Y cómo te propones conseguirlo? –preguntó su amiga Melissa mientras cenaban en su restaurante favorito, en la parte oeste de Vancouver–. El hecho de ser una auténtica chef de cocina no te habilita como detective privado. Ya se sabe que Thayer abandonó la ciudad el mismo día que robó a la niña, y lo más probable es que haya vuelto a Estados Unidos. En este momento estará en cualquier lugar y, dada su mentalidad impredecible, creo que vas a necesitar la ayuda de un experto.
Linda movió la cabeza de un lado a otro.
–No«un» experto «el» experto. ¿Te acuerdas del artículo que me enviaste a Roma? ¿Ese que escribiste sobre el policía rebelde que se marchó del Cuerpo porque se negaba a someterse a sus formalidades burocráticas?
Melissa la miró con incredulidad.
–No me digas que te refieres al huraño Mac Sullivan, el ex gran detective, ahora recluido en la costa de Oregón.
–Sí, al mismo.
–Pero Mac Sullivan no es el hombre apropiado. No te va a ayudar, ni siquiera atenderá tus llamadas telefónicas. Es la criatura más obcecada que habita la tierra, y sé de lo que hablo. No sabes lo que me costó entrevistarlo para el artículo.
–No me importa. Cuando se trata de encontrar a personas desaparecidas, él es el experto. Casi clarividente, de acuerdo a tu artículo. Estoy dispuesta a quedarme sentada ante la puerta de su casa hasta que me atienda si es necesario. No puedo permanecer de brazos cruzados contemplando cómo mi hermana se convierte en el fantasma de la mujer que una vez fue.
–No te voy a contradecir. La última vez que estuve en el hospital apenas la reconocí. Está en los huesos. ¡Y esos ojos extraviados! –dijo con un suspiro–. Así que dime cómo puedo ayudarte.
–Quiero que averigües dónde vive Sullivan actualmente.
–No es necesario. Sé que vive en la misma playa de Trillium Cove.
–Nunca he oído hablar de ese sitio.
–Queda entre Bandon y Coos Bay. Es un lugar exclusivo, para gente acomodada y solitaria. Si estás decidida a encontrarlo, te sugiero que utilices ese discreto aire sofisticado que te caracteriza. El pueblo es muy pequeño y las calles no tienen nombre. Desde el correo te diriges al oeste por un camino de grava. Su casa queda al final de ese camino. Y cuando lo encuentres, no lo presiones.
–¿Por qué no? Esta es una emergencia y el tiempo es esencial. ¿Qué tiene de malo hablarle abiertamente?
–Mac Sullivan no es un hombre que admita presiones. Durante la breve entrevista que nos concedió, quedó claro que su primera prioridad es acabar el libro que está escribiendo sobre el perfil de un criminal, y no acepta nada que lo distraiga de su objetivo; aunque admitió que muy de vez en cuando colabora como asesor de la policía.
–Hará una excepción cuando le explique lo sucedido. Tiene que…
–Él no tiene que hacer nada. Es un hombre que valora mucho su intimidad y su libertad para elegir la forma en que emplea su tiempo.
–Se hará cargo del caso cuando sepa la cantidad que estoy dispuesta a pagar por sus servicios.
De nuevo, Melissa negó con la cabeza.
–Sucede que también es asquerosamente rico. No, cariño, para que se interese por tu caso tendrás que adoptar un método más sutil y ser muy persuasiva…
–¿No querrás decir que tengo que seducirlo, verdad?
–No exactamente; pero sugiero que ablandes su ego con armas femeninas.
–¡No! –replicó con firmeza. Durante los años de aprendizaje había despachado con igual energía tanto a renombrados chefs como a restauradores de cinco estrellas. Y no iba a ceder ante un vanidoso ex policía de provincia–. Dejando a un lado principios éticos, no dispongo de tiempo para esa clase de juegos.
–Linda, sé que eres la persona más recta que he conocido, pero lo que ha sucedido en tu familia es terrible, así que tienes que hacer lo que esté en tu mano para devolverle la hija sana y salva a June y hacer que Kirk Thayer comparezca ante la justicia.
Tras un profundo silencio, Linda dejó escapar un suspiro.
–Me temo que tienes razón. Si puedo obtener la ayuda de Mac Sullivan mediante lisonjas, tendré que hacerlo.
–Te deseo suerte porque la vas a necesitar.
Incluso a mediados de agosto, tras semanas de calor y tiempo seco, el agua estaba muy fría. Lo suficiente para que Mac practicara surf con traje isotérmico. Necesitaba el vigorizante desafío de las grandes olas para despejar las telarañas de su cerebro y prepararse para otro día de trabajo dedicado al nuevo libro.
Esa mañana, el ejercicio de surf fue más duro que otros días y exigía toda su atención, de modo que no notó que una persona había invadido su espacio privado de la playa hasta que casi chocó con ella al salir del agua con fuertes pisadas.
Todavía medio cegado por el reflejo del sol en el agua, Mac detectó que era una mujer solo por la voz. Era una voz clara, cultivada y autoritaria, que lo abordó cuando se preparaba a subir los escalones que lo separaban de la casa, con la tabla de surf bajo el brazo.
–¡Mire por donde va con esa cosa! ¡Casi me corta la cabeza!
–Por si no se ha dado cuenta, se encuentra usted en una propiedad privada, señora.
–¿Y cómo podía saberlo?
Él indicó los letreros clavados en los troncos de unos pinos inclinados al borde de una duna no demasiado alta.
–Pudo haber intentado leerlos, suponiendo que sabe hacerlo.
–Estaba enterada de que carecía de trato social, pero nunca imaginé que era un completo Neardenthal.
–Bueno, ahora que ya lo sabe, ¿por qué no se vuelve por donde ha venido y me deja gruñir en paz?
–Porque… –dijo y se calló de inmediato.
Sus grandes ojos eran de un tono azul verdoso, como el color del mar junto a la costa. El cabello rubio, como un halo de rizos cortos, enmarcaba el rostro en forma de corazón. Boca sensual y resuelta, un hoyuelo en la barbilla. Delgada, piernas torneadas, estatura media, en torno a los veintiséis años, quizá más joven. Una mujer tensa y nerviosa.
Observó todos esos detalles no porque ella le importara, sino porque había sido entrenado para observar. Once años en el Cuerpo de Policía marcaban a un hombre, incluso aunque hubiese entregado su placa.
–«Porque» no es una razón.
Ella se miró los dedos enlazados con excesiva firmeza.
–Siento haber entrado sin permiso. De veras que no me fijé en los letreros.
–Están claramente a la vista.
Ella guardó silencio un momento y luego consiguió dirigirle una obsequiosa sonrisa.
–Tal vez no los vi porque estaba cautivada observándolo en la tabla de surf. Usted es sorprendente.
–Eso ya me lo han dicho mujeres bastante más sutiles que usted.
Completamente sonrojada, Linda lo miró como un niño sorprendido al hacer una travesura.
–No estoy intentando coquetear con usted.
–Claro que sí, aunque no lo hace muy bien. ¿Por qué no suelta lo que tiene entre manos y así terminamos antes?
–Necesito su ayuda. Han robado al bebé de mi hermana y ella está muy mal. Ha sido su propio padre.
Mac reprimió un suspiro y se volvió a mirar el mar encrespado.
–Probablemente se la ha llevado durante el día. Volverá a casa cuando tenga que cambiarle los pañales.
–No. Usted no lo comprende. No es el marido de mi hermana y no viven juntos. Robó a la pequeña del hospital cuando solo tenía un día, hace casi dos meses, y desde entonces no hemos sabido nada de él.
–¡Santo Dios! Hace mucho tiempo que debió haber avisado a la policía.
–Lo hicimos –dijo ella. Su tono autoritario había dado paso a algo bastante cercano a la desesperación–. Pero ya han pasado siete semanas, señor Sullivan, y no se ha obtenido el menor resultado.
–¿Y qué la hace pensar que yo puedo hacerlo mejor?
–Su reputación lo atestigua.
Él apartó otra vez la mirada, incapaz de garantizar nada a esos ojos que lo miraban esperanzados.
Muchas cosas no lograban conmover a Mac, pero un recién nacido arrancado de los brazos de su madre, ni más ni menos que por el mismo padre, le tocaba un punto débil que el tiempo no lograba curar.
–No ha hecho sus deberes –dijo sin la menor emoción en la voz–. De haberlos hecho, bien sabría que me retiré del servicio hace tres años. Pero me complacería darle las referencias de algunos investigadores que se harían cargo del caso.
–No los quiero a ellos. Lo quiero a usted.
–Pierde el tiempo. No puedo ayudarla.
–¿No puede o no quiere?
Mac giró en redondo, con el llanto del niño perdido aún en su mente.
–Mire, señora…
–Carr. Linda Carr. Y el nombre de mi sobrina es Angela. Seguramente ya no se parece a la foto que le hicieron horas después del nacimiento. Su madre no sabe si ha crecido, si la cuidan bien, si gana peso. Ni siquiera sabe si todavía está viva.
–Si el padre la ha secuestrado, lo más probable es que sí. ¿Qué razones tendría para hacerle daño?
–¿Y qué razones tuvo para robarla?
–Probablemente sus relaciones con la madre no eran buenas.
Linda asintió.
–Sí. Se habían separado dos meses antes del nacimiento de Angela.
–¿Es el primer hijo de su hermana?
–Sí, pero el segundo de Kirk. Tiene uno de su primer matrimonio. Pero raramente lo ve porque el niño vive con su ex esposa, que regresó a Australia tras el divorcio.
–Tal vez eso lo explica todo. Posiblemente el tipo temía que también le negaran el acceso a su hija.
–Realmente no me preocupa lo que él temía, señor Sullivan –replicó, otra vez en tono autoritario–. Lo que me preocupa es que mi hermana está al borde de un colapso mental. Y me preocupa un bebé a merced de la dudosa piedad de un hombre claramente desequilibrado. Y creo que si tiene una pizca de compasión, usted también debería preocuparse.
–No puedo cargar sobre mis hombros los problemas del mundo –replicó hastiado–. Ya tengo suficiente con luchar contra mis propios demonios. Lo más que puedo hacer por usted es sugerirle que contrate a alguien especializado en localizar personas desaparecidas, y si ese hombre se marchó hace dos meses, mejor será que lo haga cuanto antes.
Mac no se quedó a esperar las razones de Linda para hacer caso omiso al consejo, y tampoco le dijo que, a medida que pasaba el tiempo, menos posibilidades había de recuperar a la pequeña, porque él no pensaba implicarse en el asunto.
Para subrayar el hecho, se alejó hacia la casa con su tabla bajo el brazo, con la seguridad de haberla convencido de que su decisión era irrevocable.
Completamente desanimada, Linda lo vio marcharse.
¿Por qué Melissa no le había advertido que Mac Sullivan no era un hombre común y corriente, que tenía el rostro de un ángel caído y el cuerpo de un dios, que su voz era como la melaza, oscura, rica y agridulce?
Disgustada consigo misma, Linda sepultó la cara entre las manos. Había sido muy tonta al cifrar esperanzas en él sin haberlo visto antes.
Había llegado allí pensando que estaba preparada para todo y descubrió que no lo estaba para nada: ni para el interminable viaje de casi dos días, aferrada al volante desde Seattle a Olympia, ni para la sinuosa carretera de la costa de Oregón, llena de turistas. Y definitivamente, tampoco para un encuentro con Mac Sullivan.
Y allí estaba, en un trozo de playa solitaria entre el océano salvaje y las altas dunas de arena.
De pronto, la fatiga se apoderó de ella, su indignación se suavizó y las lágrimas amenazaron con desbordarse de sus ojos. Durante todo el viaje había ensayado su entrevista con Mac Sullivan. Pero se había sentido fascinada antes de abrir la boca, embelesada ante su imponente presencia y su aspecto autoritario.
La imagen de su hermana, con la mirada dolorosamente vacía, se vio vergonzosamente eclipsada por la imagen del hombre saliendo del agua, sus magníficos hombros y las largas y poderosas piernas, por los cabellos oscuros y los brillantes ojos grises azulados en su rostro bronceado.
El sol se ponía lentamente en el horizonte y el aire estaba muy fresco. Linda se sentía exhausta. Necesitaba la cómoda habitación de un hotel, un baño caliente, una buena cena y dormir.
Pero ya sabía que en Trillium Cove no iba a encontrar esas cosas. El único hostal de allí no disponía de alojamiento y tampoco había restaurantes.
Su habitual fortaleza se vino abajo. La pena y la frustración de las últimas semanas finalmente habían agotado sus fuerzas. Abatida, presa de un profundo desaliento, apoyó la barbilla sobre los brazos cruzados alrededor de las piernas y se puso a contemplar con la mirada vacía el desolado horizonte.
¡Maldita sea! ¿Cuánto tiempo iba a estar sentada allí como una sirena varada en la playa esperando que la marea la devolviera al mar?
Irritado, tanto con ella como consigo mismo, Mac se reclinó en el asiento de la terraza y bebió un trago de whisky. Normalmente, una copa de Jack Daniel y una perfecta puesta de sol eran todo lo que necesitaba para sentir un completo bienestar.
Normalmente, cuando no había una mujer desesperada que le estropeara el paisaje. Alzó la copa y miró el líquido ambarino iluminado por la luz del sol al atardecer. Un poco más de alcohol y caería en las suaves brumas de un estupor impenetrable. Aunque hacía mucho tiempo que había aprendido que, pasados los efectos benéficos, tendría una resaca impresionante y los mismos problemas que había intentado eludir. Esos pensamientos lo llevaron a concentrarse en la mujer sentada en su trozo de playa.
Con una mirada rabiosa, notó que no había movido un músculo desde hacía media hora. Con la cabeza y los hombros inclinados, parecía hundida en la más palpable de las tristezas. Lo que más lo irritaba era que, aunque no tenía ninguna obligación de atenderla, no podía olvidar el problema que la había llevado hasta allí.
Si se tratase de otra cosa, la habría despedido sin pensarlo dos veces. ¿Pero un indefenso niño desaparecido? Habría que ser muy indiferente para darle la espalda a un problema como ese.
Él contaba con los medios para ayudarla: buenos contactos, conocimiento y experiencia. Sin embargo, más que nada, era el miedo lo que lo hacía vacilar. Miedo a que, finalmente, lo único que le devolvieran a la madre fuera un diminuto cofre blanco con los restos de su bebé.
No podía pasar por lo mismo otra vez.
Muy inquieto, empezó a pasearse de un extremo a otro de la terraza. Finalmente, echó una última mirada a la playa. Estaba desierta. No había un alma en el amplio espacio de arena que él llamaba su «patio trasero». La mujer había renunciado. Bueno, al fin podría cenar en paz y con la conciencia tranquila. ¡Gracias a Dios!
La cocina daba al sudeste, con un patio bajo la puerta de cristal que dejaba entrar la luz del sol por las mañanas. Allí guardaba la barbacoa. Había sacado la carne del frigorífico cuando de pronto oyó que golpeaban suavemente la sólida puerta de roble con la aldaba de bronce.
Mascullando unos cuantos juramentos, cruzó la sala de estar hacia el vestíbulo, ya resignado a lo que lo esperaba afuera.
–Por favor –fue todo lo que ella pudo decir cuando él abrió la puerta, y Mac se sintió perdido. Perdido en la ardiente y sombría mirada de esos ojos más azules que verdes a la luz del atardecer. Y perdido por esa sencilla súplica, más elocuente que un torrente de palabras.
–Tenía que haberme dado cuenta de que no podía esfumarse en el aire –dijo mientras la hacía entrar con un gesto.
Pálida y temblorosa, Linda estuvo a punto de desfallecer. Mac la sostuvo por un brazo. Le impresionó el contacto de la piel, extremadamente fría. Y también quedó impresionado por su fragilidad.
–¿Cuándo fue la última vez que comió algo sólido?
Linda se encogió de hombros con indiferencia.
–No lo sé. Supongo que la noche pasada.
Con otro juramento, la condujo hasta el sofá junto a la chimenea.
–Siéntese –ordenó mientras le cubría los hombros con un chal tejido por su madre.
Ella se arrebujó en la tibieza de la prenda y parpadeó. Tenía las pestañas más largas que había visto en su vida. Mascullando nuevos juramentos, encendió la chimenea. Cuando las llamas cobraron fuerza, fue a la cocina a preparar un ron caliente.
Cinco minutos después, volvía a la sala de estar.
–Tome.
Pero ella se había quedado dormida con la cabeza sobre el brazo del sofá y las piernas recogidas bajo el cuerpo, como un bebé.
Mac dejó el vaso sobre la repisa de la chimenea, añadió más troncos al fuego y luego puso los ojos en blanco.
Se había acostumbrado a su cómoda soledad, en la que era responsable solo de sí mismo. Sin embargo, aún contaba con la suficiente humanidad para sentirse conmovido por el problema de esa mujer.
Un bebé había desaparecido. Y él, más que nadie, sabía muy bien lo que esa dolorosa carga representaba para una persona. También sintió miedo porque no podía olvidar la tristeza y fe con que lo había mirado.
–¡Santo Cielo! ¿Por qué yo? –rezongó mientras se dirigía a la cocina.
Acto seguido, abrió bruscamente la puerta del refrigerador en busca de otro filete.
No podía engañarse. Le gustara o no, ella iba a quedarse allí.