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LA OSCURIDAD ACECHA. LA MUERTE SE ACERCA. EL DESTINO DE LOS MEDIORREINOS ESTÁ EN SUS MANOS. Contra todo pronóstico, Althea Zoltaire ha superado su iniciación, pero los mediorreinos se enfrentan a un mal que amenaza con devorarlos y ella aún debe prepararse para convertirse en una auténtica guerrera. A su lado, Wilder Hawthorne, la Mano de la Muerte y el espadachín más temido de Thezmarr, no parará hasta prepararla para la batalla, aunque eso quiebre su espíritu. Convertido en su mentor, Wilder puede sentir la tormenta crecer dentro de ella, y su propia magia responde a ese llamado. La siente en la sangre, grabada en los huesos, y le consume como un fuego salvaje. Pero ese mismo deseo amenaza con destruirles. Y mientras ambos se embarcan en una lucha mortal para evitar que el mundo caiga en la oscuridad, también lo hacen para salvarse el uno al otro. Continúa el romantasy épico que ha conquistado a los fans de las sagas De sangre y cenizas y Powerless.
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Seitenzahl: 693
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Profecía de los mediorreinos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Agradecimientos
Título original inglés: Vows & Ruins.
© del texto: Helen Scheuerer, 2023.
© de la traducción: Xavier Beltrán Palomino, 2025.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: octubre de 2025
REF.: OBDO992
ISBN: 978-84-1098-904-7
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Para los verdaderos campeones de Thezmarr: mis lectores.
«A LA SOMBRA DE UN REINO CAÍDO, EN PLENA TORMENTA,
UNA HIJA DE LA OSCURIDAD EMPUÑARÁ UNA ESPADA
EN UNA MANO Y CON LA OTRA REGIRÁ LA MUERTE.
CUANDO LOS CIELOS SE OSCUREZCAN,
EN EL FIN DE LOS DÍAS, EL VELO CAERÁ».
LA MAREA CAMBIARÁ CUANDO ELLA DESENVAINE LA ESPADA.
UN AMANECER DE SANGRE Y FUEGO.
A lo largo de las tres últimas semanas, el área de entrenamiento, manchada de sangre, se había convertido en el hogar de Thea, del mismo modo que la rabia que la recorría se había convertido en su himno.
«Chica. Alquimista. Escudera. Mujer. Guardiana. Aprendiz. Asesina de espectros. Heredera».
Cada una de esas descripciones le había provocado un ardor fulgurante y se había terminado evaporando como si de cenizas se tratara mientras se esforzaba por obtener el único título que le importaba: el de espadachina.
La piedra del destino que reposaba sobre su corazón era un duro recordatorio del poco tiempo del que disponía para alcanzar su sueño. Dos años y medio. Un mero parpadeo en toda una vida. Una gota en el océano. Iba a tener que hacer que mereciese la pena.
Thea blandió la espada con la mano surcada de cicatrices, deleitándose con el peso del acero auténtico y con el modo en el que cortaba el aire a su antojo. Se movió trazando un círculo de depredador alrededor de su oponente e ignoró el dolor que le latía en las costillas y la extraña sensación de hormigueo de dos nudillos magullados e hinchados.
—No te puedes pasar el día entero bailoteando a mi alrededor, Thea —exclamó Torj Elderbrock, el Asesino de Osos, con su propia espada en alto.
Desesperada por deshacerse de la inquietud que sentía en su interior, Thea atacó, girando liviana sobre los pies y lanzando una estocada precisa hacia el costado expuesto de Torj, arrancando un resplandor plateado bajo el sol de la mañana.
El espadachín la bloqueó sin problemas. El impacto de ambas espadas vibró por todo su brazo, un recordatorio de la fuerza que las furias le otorgaban y que Torj mantenía bajo control durante sus sesiones de entrenamiento.
Pero no sabía que no era el único que intentaba contener sus habilidades.
Casi nadie sabía que debajo de la piel de Thea acechaba la magia, y tampoco el caos que era capaz de desatar. El relámpago indómito le cantaba mientras combatía. Como un canto de cirena de las viejas profundidades, la atraía hacia el gran poder que podía invocar con la punta de los dedos. Ni el reconfortante peso del acero en la mano ni el dolor persistente de sus músculos conseguían apaciguar el crepitar de magia que la atravesaba por dentro.
—¡Vamos, Thea! —la animó Kipp con entusiasmo desde el exterior al tiempo que se apartaba el pelo cobrizo de los ojos con una sonrisa.
Cal la alentó con un silbido desde donde estaba, magullado y ensangrentado tras haber peleado también.
—Te cargaste un puto espectro sombrío. Puedes con él.
—En realidad, era un segador —lo corrigió Thea.
Ante los ánimos que le daban Cal y Kipp, la culpa floreció en medio de un mar de ira. Se habían pasado las últimas semanas intentando hablar con ella, pero Thea no podía decirles gran cosa, pues ni ella misma se entendía del todo.
Thea giró la espada y se recolocó preparándose para volver a atacar, con su tótem de guardiana atado al brazo derecho; el símbolo de las dos espadas cruzadas brillaba a la luz del sol cuando le hizo un corte rápido hacia arriba a su mentor temporal.
Era «temporal» porque su mentor de verdad, Wilder Hawthorne, la Mano de la Muerte y el guerrero más infame de todos los mediorreinos, la había abandonado.
La temporada que pasaron juntos fue una época difusa y acalorada que culminó en el descubrimiento de quién era ella en realidad…
Una heredera desaparecida de Delmira. Una portadora de tormentas.
Y justo entonces él había dejado claros los límites que los separaban.
Después de liberar su magia de tormentas en lo alto de los acantilados y desmayarse, Thea se había despertado en la cama de Hawthorne, donde el espadachín la contemplaba fijamente con expresión indescifrable. Durante apenas unos segundos el tiempo se detuvo entre ambos, como si una pieza de un rompecabezas hubiera encajado en su sitio al fin.
Y, al cabo de unos pocos minutos, Hawthorne desapareció sin mediar palabra.
Thea no había visto al muy sinvergüenza desde entonces.
Ningún entrenamiento, independientemente de lo mucho que se esforzara, conseguía aplacar su ira. Bullía dentro de ella, enmarañándose con su magia y amenazando con derramarse en su vida como una riada de llamas. Thea deseaba ser una espadachina más que nada. Y Wilder había jurado guiarla y ayudarla a prepararse para el Gran Rito.
La había abandonado cuando ella más lo necesitaba.
Por no hablar del otro fuego que también había prendido en su interior. El deseo que sentía por él ardía con la misma intensidad, incluso entonces. Daba igual lo que hiciera para sofocarlo.
Thea odiaba a Hawthorne por ello.
Tras soltar una exhalación, se defendió y volvió a atacar, esta vez haciendo una finta hacia la derecha y golpeando con una serie de estocadas brutales.
—Bien —concedió Torj mientras le apartaba la espada.
Pero Thea ya había anticipado el gesto. Se extrajo una estrella de acero de la bota y, con un movimiento de muñeca, la lanzó.
La estrella arrojadiza atravesó el aire y clavó la manga de Torj a un árbol cercano.
—Te he dicho que esta vez solo usaríamos espadas —gruñó el guerrero, con los ojos azules más oscuros por el enfado.
—Tengo que aprovechar cualquier ventaja —contraatacó Thea. A lo largo de los años que se pasó entrenando en secreto, había perfeccionado un conjunto único de habilidades, y pensaba utilizar cualquiera de ellas, o todas al mismo tiempo, para conseguir lo que quería.
Torj tensó los músculos para arrancarse la estrella de la manga rota con la misma facilidad con la que se quitaría de encima una pelusa.
—Si quieres que te siga entrenando junto a los demás, debes hacer caso.
Thea sabía que estaba siendo injusta y que el Asesino de Osos había sido más que generoso al interceder y aceptar guiarla junto a Cal, su propio aprendiz, y a Kipp, el amigo inseparable de ambos. Pero Torj no conocía su secreto. No sabía la clase de devastación que Thea era capaz de infligir al reino. No sabía que entrenarla era peligroso.
«¿Dónde demonios se ha metido Hawthorne?».
Torj pareció presentir la causa de su turbación y soltó un sonoro suspiro, sin duda alimentado por el humor de perros de ella y sus interminables preguntas.
—Hizo una promesa. Volverá cuando pueda. Sabe que tu entrenamiento es responsabilidad suya.
—¿Seguro que lo sabe? —masculló Thea.
—Sí.
—Pues lo demuestra de una forma muy curiosa.
—Basta de quejas, Zoltaire —replicó Torj—. Si tienes tiempo para protestar, tienes tiempo para pelear con más de un oponente. —Hizo señas hacia Cal—. Te toca. A ti también, Kipp.
Thea estiró los hombros doloridos y alzó la barbilla en un gesto desafiante. «Estupendo». Ansiaba ese reto; lo necesitaba, incluso. Era lo único que conseguía mantener a raya la tormenta.
Sus amigos pusieron una mueca al acercarse, con las espadas en la mano. Llevaban semanas ya siendo objeto de la obsesión de su amiga por el entrenamiento, y los tres lucían suficientes heridas para demostrarlo. Pero era Thea quien nunca se rendía. Era Thea quien insistía en seguir, aun cuando estaban sangrando y hechos trizas en el suelo.
Si no podía entrenar con Hawthorne ni hablar con Wren, iba a pulir su rabia hasta que se transformase en su propia arma.
El nombre de su hermana resonó en su interior como el tañido de una campana. Thea no había visto venir la traición, y el nudo que se le había formado en el pecho no se había aflojado desde entonces. Tan solo se había tensado más para avivar la tempestad que se gestaba en su interior.
Thea respiró hondo y miró a sus oponentes, decidida a dominar los nuevos golpes que Torj le había enseñado. El guerrero de pelo rubio les dirigió un asentimiento y Thea se abalanzó para atacar. Sus pasos eran precisos, la distribución de su peso resultaba impecable. Desde la iniciación, casi nunca había bajado la espada, y había invertido todos los instantes en los que no entrenaba en prepararse para luchar.
Y se notaba.
Cubierta de sudor y dolorida, giró la espada de nuevo por encima de la cabeza y atacó primero a Cal. Su amigo levantó el escudo a tiempo, justo cuando Kipp giró detrás de ella. Thea ignoró la cara de cansancio de su compañero, que confirmaba que no reconocía a la guerrera que gruñía delante de él y que no dejaba de avanzar, asestar estocadas y cortes con todas sus fuerzas, y esquivar golpes mientras Cal se situaba al lado de Kipp.
Thea se dijo que era lo correcto, que sus amigos necesitaban que fuera dura y feroz si también pretendían mejorar. Los mediorreinos necesitaban a más guerreros de élite, más que nunca.
En el caso de Kipp, su constitución fibrosa y sus extremidades largas no lo ayudaban. Mientras que Cal era esbelto y musculoso, él no contaba con la fuerza proporcionada por las furias ni con la agilidad de un espadachín. Todavía no.
Y por eso Thea no dudó. Por eso no les puso las cosas fáciles. Arremetió contra los dos y les obligó a cederle cada vez más terreno.
Olvidó el dolor y la fatiga. Su ira, su magia y su ambición se unieron para formar una poderosa fuerza al enfrentarse a los dos. Se sumió en el ritmo del combate hasta que el mundo se desvaneció, hasta que las palabras de advertencia de Torj sonaron distantes, como si se las dirigiera a otra persona.
—Basta, Thea… ¡He dicho que basta!
Pero estaba cautiva en el reto del enfrentamiento.
—Ya es suficiente, Thea…
Ella apenas se fijó en las nubes de tormenta que se congregaban en el cielo.
—¡Zoltaire, es una orden!
Apenas reparó en el sudor que le caía por la cara ni en las expresiones horrorizadas de sus amigos. Siguió luchando lanzando una estocada tras otra, ensuciándose las botas de tierra y con el viento golpeándole la cara.
El sonido del acero le insuflaba vida. Notaba su canto en lo más hondo del alma. Era un bálsamo que calmaba el relámpago que le recorría las venas…
De pronto, otra espada bloqueó la suya.
El impacto le sacudió los huesos y la mandó hacia atrás. Algo había cambiado.
Cegada por la necesidad de ganar, por la desesperación de ser digna de acometer el Gran Rito, se puso en pie de nuevo, con la visión totalmente roja.
Una vez más, su ataque fue bloqueado con fuerza.
Pero esta vez Thea supo por qué. Su agarre se aflojó y su arma cedió al estamparse con la otra.
«Acero naarviano».
La espada de un guerrero.
El arma bloqueó su estocada sin problemas, inmovilizó la suya y la envió al suelo.
Una segunda hoja presionó su cuello. Un beso frío. La promesa de un derramamiento de sangre.
A lo lejos, en algún punto, un relámpago restalló.
—Te han dado una orden, alquimista —comentó una voz grave e imponente.
Thea la habría reconocido en cualquier lugar. La había alejado del abrazo de la muerte, había susurrado su nombre sobre sus labios, le había roto el corazón de distintas formas…
Unos ojos plateados se clavaron en los suyos, y Thea se quedó sin aliento.
La Mano de la Muerte se cernía sobre ella, con su poderoso cuerpo enfundado en una armadura negra de la que goteaba un líquido rojizo.
En contra de toda razón, a pesar de toda la furia que sentía, esa viva melodía le atravesó los huesos cuando Wilder Hawthorne se inclinó hacia ella y le murmuró:
—¿O ahora debería llamarte «princesa»?
Ver a Thea lo sacudió hasta lo más hondo de su ser. No solo por la tormenta furibunda en sus ojos verdes grisáceos, sino también por cómo había cambiado. Llevaba la cabellera dorada recogida en la trenza de siempre, pero su rostro bello y fiero estaba demacrado, magullado y golpeado. Wilder vio que se había dislocado dos de los nudillos heridos y, si bien Thea se movía con fluidez, ponía cara de dolor cuando se giraba. Sin duda, se había hecho daño en las costillas.
No había cuidado de sí misma.
El estado en el que se encontraba le recordó al shock de verla enfrentarse al segador en el bosque Sangriento, al instante en el que estuvo a punto de morir y él le ordenó que se quedara a su lado.
«No te atrevas a rendirte ahora», le había dicho.
Un relámpago había partido el cielo y había atravesado al segador, pero no había sido suficiente. El puto monstruo le había puesto las zarpas encima y, con toda su maldad, le había desgarrado la piel por encima del corazón, una promesa de un destino peor aún que la muerte.
Wilder no había dudado lo más mínimo en darle su frasco de aguantial de Aveum. Si buscaba una buena razón para usarla, ahí la tenía, y no se arrepentía de nada.
Esperaba que las tres semanas que se había mantenido alejado de ella sofocaran el incendio que ardía en su interior, pero no había tenido tanta suerte. El fuego se prendió de nuevo, más feroz que nunca, como un golpe en el pecho, en cuanto posó los ojos en ella.
Y, de pronto, se puso furioso con Thea.
—¿Se puede saber qué demonios te has hecho? —exigió saber. Le traía sin cuidado que Torj y los otros dos guardianes pudieran oírlo. Era lo único que podía hacer para no lanzarse a estrecharla entre los brazos.
—He estado entrenando. —Thea entornó los ojos, con los nudillos pálidos al sujetar más fuerte la empuñadura de la espada.
—¿Entrenando? —Wilder soltó una oscura carcajada, cuya dureza convenció a Torj, Cal y Kipp para que se alejaran de la zona de entrenamiento y dejaran que el mentor y la aprendiz aguantaran solos la tormenta que se avecinaba.
Wilder volvió a fijarse en el estado de Thea, y la rabia se desató en sus entrañas.
—Hay una forma correcta de entrenar, y no es terminar de esta guisa.
—¿Y de quién es la culpa? —le escupió Thea.
—Tuya. Teniendo en cuenta todo lo que has hecho para llegar hasta aquí, pensaba que te lo tomarías un poco más en serio. Pensaba que te darías cuenta de que debías fortalecerte, no destrozarte.
—No estoy en absoluto destrozada. —Thea levantó la barbilla, desafiante.
—Tus nudillos dislocados y tus costillas rotas sugieren lo contrario —repuso Wilder con frialdad—. Creía que habías aprendido la lección cuando eras una escudera. Hay días para descansar y días para pelear.
—Hay que pelear todos los días cuando la muerte está cerca de ti. —Thea dio un paso hacia él con los ojos en llamas.
—La muerte está cerca de todos, princesa. De una manera o de otra. No servirás a nadie si te desplomas porque una costilla rota te ha perforado un pulmón. ¿Y esos nudillos? Como no se curen, podrías terminar haciéndote daño permanente en la mano.
Wilder vio cómo Thea cogía aire y cómo se debatía entre su temperamento y la verdad que contenían sus palabras.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste un plato decente? —prosiguió. Todavía no había acabado con ella—. Me refiero a una ración entera.
—Ya como.
—No lo suficiente. Y no me hagas hablar de tus movimientos. ¿Qué es lo que estabas haciendo? —insistió señalando hacia la zona de entrenamiento—. ¿Así es como peleas?
—Estaba ganando.
—Estabas siendo un desastre. Sin disciplina. Y lo peor de todo es que estás lejísimos de donde deberías estar. Yo me entrenaba en otro nivel totalmente distinto…
—Seguramente porque tu mentor se dignó de verdad a formarte y no salió huyendo por ahí.
De pronto la tenía tan cerca que Wilder sintió el calor que irradiaba su cuerpo. Pudo oler la tormenta sobre su piel, un mar violento con matices de bergamota. No pudo evitar recorrerle las curvas con la mirada, curvas que no había venerado lo suficiente durante el poco tiempo que habían pasado juntos.
Por todos los dioses, no estaba preparado para librar esa batalla.
—¿A dónde te fuiste? —le preguntó Thea—. ¿Qué era tan importante como para que tuvieras que largarte sin despedirte después de todo lo que vivimos y lo que descubrimos?
Wilder apretó la mandíbula. No había querido alejarse de su lado. Sin embargo, debía comprobar que no había más segadores concentrándose ni sedientos del poder de ella, y que no se había corrido la voz de que había una mujer con rayos en la sangre. Por eso la había dejado en su cabaña y había viajado hasta el desgarro del Velo más cercano en busca de monstruos y de secretos.
Los encontró a montones.
—Mi paradero no es asunto tuyo —le respondió finalmente.
Thea cogió aire y apretó los dientes mientras negaba con la cabeza. Era un gesto que parecía denotar una lúgubre satisfacción, como si Wilder acabase de darle la razón.
—Conque así es como quieres que sea lo nuestro, ¿no? Que seamos maestro y aprendiz y ya está. ¿Como si no hubiera pasado nada?
Que las furias se apiadaran de él. Su mente regresó al momento en el que la recostó en el árbol del bosque Sangriento y le metió la polla mientras ella gritaba su nombre, cada embestida más excitante que la anterior.
—Sí —respondió entre dientes.
—Pues deja de mirarme así —soltó Thea.
—¿Así, cómo?
—Como si me hubieras visto desnuda.
Wilder no pudo contener el rubor que le tiñó las mejillas, pero se armó de valor y desenfundó la espada.
—Si has entrenado tantísimo y tus heridas son tan insignificantes —dijo con la voz peligrosamente grave—, veamos de qué eres capaz.
La mirada de Thea habría podido intimidar a un hombre más débil, y Wilder no la culpó. De hecho, se alegraba de que estuviese enfadada. Quizá así le arañaría la cara en lugar de la espalda…
Thea se colocó en la postura de inicio, con los pies separados y las rodillas flexionadas.
Wilder no esperó. Y atacó. Conteniendo la fuerza bruta que le habían entregado las furias, soltó un golpe tras otro, con la esperanza de demostrarle lo mucho que debía mejorar aún, lo mucho que todavía debía aprender siendo guardiana, y que había límites en lo que podía conseguir en tan poco tiempo. Tuvo cuidado con sus nudillos hinchados y con el dolor que sentía en el costado. Cuando no fuese tan testadura, él le enseñaría la importancia de cuidar de uno mismo, pero sabía que a esas alturas ninguna palabra lograría penetrar la dura coraza.
Thea bloqueó todos sus golpes. Wilder sintió cómo a ella le temblaban los músculos con el esfuerzo de pararlos, pero era rápida y ágil, incluso al avanzar él y obligarla a recorrer todo lo ancho de la zona de entrenamiento.
Cuando Thea se movió, Wilder presenció cómo su piedra del destino se liberaba de la prisión de la camisola.
—Te vi lanzarla por el acantilado —murmuró con el ceño fruncido.
—La piedra encontró la manera de volver hasta mí. —Thea embistió con la espada.
—¿Cómo? —Wilder la bloqueó y le lanzó un veloz contraataque.
—Estaba encima de la mesa después de que te marcharas —dijo con los dientes apretados.
—¿Cómo es posible? —Esquivó una nueva estocada.
—El destino.
—¿Y optaste por ponértela? ¿Sin saber…?
—No eres quién para juzgar mis decisiones.
Wilder sentía la furia que manaba de ella en oleadas. Esa rabia avivó su ira y su deseo. Los sentimientos enfrentados se enmarañaron como una droga insaciable a medida que combatían, formando una imagen plateada borrosa y arrancando chispas a sus aceros.
Por encima de ellos, las nubes espesas que se habían acumulado ante el sol de la mañana estallaron.
El cielo se desató y comenzó a llover.
Ninguno de los dos cedió.
Wilder se movía por pura memoria muscular, con los pensamientos consumidos por ella. Cada golpe, cada estocada de la espada alimentaba la tensión que latía entre ambos. El agua salía despedida de sus armas y extremidades al combatir bajo el chaparrón.
Wilder bloqueó un espadazo violento, no apartó su arma de la de ella y la obligó a retroceder. Los talones de las botas de Thea se hundieron en el barro que se había formado.
—Dime una cosa, «mentor». —Thea siseó la última palabra como si fuera un insulto—. ¿Qué motivo tienes tú para estar tan cabreado?
El acero producía sonoros chasquidos entre ellos, que retumbaban en las montañas que los rodeaban.
Wilder se dio la vuelta, con el rugido de la sangre en los oídos mientras giraba la espada, y lanzó una estocada horizontal desde su costado más fuerte al más débil de ella hasta hacerla trastabillar.
—¿Que qué motivo tengo yo para estar tan cabreado?
Thea se le abalanzó torpemente. Él esquivó el golpe y se adelantó para bloquear el siguiente e inmovilizar la espada de ella con la suya.
—¿Te refieres a más allá de esta situación en la que nunca quise encontrarme? —Las palabras brotaron sin cesar—. ¿Te refieres a más allá de que Osiris me obligase y se aprovechase de que te defendí para usarlo en mi contra?
Thea estaba jadeando, pero él no se detuvo. Un puño de furia se cerró a su alrededor.
—¿O te refieres al hecho de que tenías tan mala opinión de mí que imaginaste que te había rechazado al conocer la verdad sobre tu piedra del destino y sobre tu linaje? Y ahora que vuelvo te encuentro…
Thea se abalanzó de nuevo, pillándolo por sorpresa y obligándolo a retroceder.
—Pero es que es justamente lo que hiciste, bastardo. Te fuiste. Y me abandonaste, joder.
Esas palabras le perforaron el corazón y le dejaron un arrepentimiento amargo en la lengua. Pero Wilder no pensaba disculparse ni correr el riesgo de reducir la distancia que había puesto entre ambos. Esa distancia era positiva. Esa distancia era segura.
Se sumieron en una nueva acalorada ronda de golpes y estocadas, levantando barro con las botas por la rapidez de los pasos.
Wilder bloqueó un espadazo brutal y adelantó un pie para ponerle la zancadilla.
Thea cayó de espaldas en un charco.
Sin embargo, la sensación triunfal de Wilder fue efímera, ya que Thea era rápida, más de lo que recordaba. En un abrir y cerrar de ojos, sacudió las piernas y le lanzó una patada sorprendentemente poderosa que lo golpeó detrás de las rodillas. Wilder cayó.
Antes de que se diera cuenta, Thea se le arrojó encima y lo apresó bajo su cuerpo. Se sentó a horcajadas sobre su cintura y le colocó la punta afilada de la espada en el cuello antes de inclinarse hacia delante, con sus pechos agitándose encima del suyo.
—Eres un desgraciado.
—Lo supiste desde el principio —gruñó él. La tensa espiral de deseo se desenredó al concentrarse en todos los puntos donde se tocaban, en la fricción entre sus cuerpos y en el calor de ella, que lo envolvía.
Wilder notaba el frío roce del acero sobre la piel. Tragó saliva mientras contemplaba a Thea, deleitándose con sus caricias, a pesar de la violencia. Se le puso la polla dura como una roca; no había manera de negarlo.
Ella lo fulminó con la mirada. Estaba muy cerca, tanto que a él le entraron ganas de arriesgarse a hacerse un corte en el cuello con la espada de Thea para levantar la cabeza y…
Thea bajó la vista hasta su boca y se mordió el labio inferior con la respiración claramente entrecortada. Se le entrelazaban la rabia y la excitación.
En ese preciso instante, a Wilder le dieron igual las promesas que se había hecho. Le dio igual que fuera su mentor y que ella no solo fuera su aprendiz, sino una princesa perdida de los mediorreinos. Quería posar los labios sobre los suyos, quería…
Thea lanzó a un lado la espada y lo besó.
Que las furias se apiadaran de él. Ese era el motivo por el que llevaba semanas sin dormir. Eso era con lo que había fantaseando día tras día desde que se separaron.
Se le escapó un grave gemido gutural al abrir la boca. Ambas lenguas se rozaron y le sujetó el labio inferior con los dientes. Wilder la besó con fervor, desatado, desinhibido, conteniendo el instinto ensordecedor que le pedía desnudarla y follársela en el barro.
Se impulsó contra su cuerpo y maldijo las capas de ropa que había entre ambos, en busca del calor húmedo que desprendía Thea. Le apretó la espalda y la estampó contra su erección. Un gimoteo brotó de la garganta de ella antes de que arrimara los pechos a su torso. Estaban hambrientos, desesperados por devorarse el uno al otro. Aquellas tres semanas habían sido las más largas de su vida.
Wilder se incorporó, la sentó en su regazo e interrumpió el beso solo para bajarle por el cuello con los dientes, saborear el sudor y la lluvia, y regocijarse con el gemido de placer que profirió Thea. El deseo lo inundó y la necesidad de tomarla en aquel exacto instante creció hasta consumirlo por completo. Le puso una mano en un seno sobre la camisa y sintió el pezón duro sobre la palma; ella jadeó.
—Wilder…
Por todos los dioses, le encantaba que pronunciara su nombre. Le provocaba una vibración en el pecho, una tormenta incluso…
Thea se levantó de encima de él. El frío lo envolvió cuando ella recogió la espada del suelo, la enfundó y se alejó de él como si le quemase.
—No podemos —dijo con la respiración agitada—. Lo dejaste clarísimo en el armario escobero. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas de lo que me dijiste?
«Si insistes en aceptar ese estúpido nombramiento, que así sea. Seremos mentor y aprendiz, nada más. Lo que ocurrió en el bosque Sangriento fue un error. No volverá a suceder, alquimista».
Wilder se puso en pie al instante. Se alisó la ropa y se recolocó la polla.
—Me acuerdo —murmuró. Parpadeó bajo la lluvia y se maldijo a sí mismo y su falta de control. Era un espadachín de Thezmarr, joder, y se había desmoronado. Nada más volver, a pesar de todas sus promesas y sus buenas intenciones, se había desmoronado. Y en medio del área encharcada de entrenamiento, nada menos. Cualquiera podría haberlos visto.
Pero no pudo evitarlo… Cuando se trataba de Thea, no podía evitarlo.
—Tienes razón. No tendría que haber pasado. —Se obligó a decir esas palabras y apartó la vista para no mirarla y ver el rubor de sus mejillas y cómo le subía y le bajaba el pecho—. Ha sido un error.
—Supongo que lo puedes añadir a tu lista —repuso Thea con amargura—. Cada día que pasa es más larga.
Wilder se pasó los dedos por el pelo. Él jamás la incluiría en ninguna lista de errores, pero quizá fuese mejor que no lo dijera. Respiró hondo para serenarse y se recompuso antes de hurgar en el bolsillo y tenderle un trozo de pergamino manchado de sangre.
—¿Qué es esto?
—Ejercicios para entrenar con pesas y meditaciones que debes hacer.
—Eres increíble —masculló.
Wilder no pudo evitar responderle con algo que ya le había dicho en el pasado.
—No tienes ni idea de cuánto.
Mientras intentaba recobrar el aliento, Thea examinó las instrucciones con el ceño fruncido.
—Algunas de estas posturas se parecen más a un baile que a una práctica de combate.
—Yo no bailo. Yo mato. Y tú también lo harás. —La miró a los ojos sin pestañear—. Vas a entrenar duro. Y bien.
—Ya he estado entrenando duro.
—Conmigo no. —Se aseguró de que quedaba claro lo que insinuaba: lo que había experimentado Thea hasta el momento no era nada. El entrenamiento a manos de los maestros del gremio tan solo había sido el principio. Su rabia volvió a aflorar al pensar en lo descuidada que había sido y en que no se hubiera preocupado de los nudillos dislocados. Él mismo se los pondría en su sitio si soportase la idea de hacerle daño—. Necesitas ir a ver a un sanador enseguida. Si vamos a vivir juntos…
—¿Qué? —Thea palideció.
—Esta noche, después de cenar, te vas a mudar a la cabaña.
—No haré tal cosa.
—Los aprendices comparten aposentos con los maestros.
—Cal sigue viviendo en la fortaleza —argumentó Thea.
—Porque Torj también vive ahí —gruñó Hawthorne—. Yo no vivo en la fortaleza ni me apetece. Por lo tanto, te mudarás a la cabaña. Y, si vamos a vivir juntos en mi casa, obedecerás mis normas.
Wilder sintió el estallido de un relámpago en ella. Vio su mirada incrédula con un brillo desafiante.
—Eres tú la que tanto ansiaba ser una aprendiz. Pues esto es lo que hay, princesa.
Gracias a las furias que Wilder se había marchado. Si Thea se hubiera quedado junto a él bajo la lluvia, no sabía si discutiría con él, si se lo follaría o si haría las dos cosas. El corazón le martilleaba en el pecho, acompasado con el ardiente latido que le palpitaba entre las piernas.
Wilder Hawthorne tenía el mismo aspecto fiero que siempre, con la mandíbula afilada cubierta de barba oscura y la piel morena llena de suciedad por el viaje. Era tal cual había sido cuando se enfrentaron juntos al segador: temible, mortal… Suyo.
Thea expulsó esa idea de su cabeza. El espadachín nunca había sido verdaderamente suyo. Al tenerlo debajo, sin embargo, apuntándole al cuello con la espada y encima de tantos músculos duros, ni un solo pensamiento se había quedado en su mente.
De repente, rememoró las horas previas a la prueba de iniciación, cuando agarró la flecha al tiempo que Hawthorne la follaba contra el árbol, con su cuerpo hermoso y tatuado desnudo bajo la luz de la luna. El placer, y algo más profundo, la atravesó cuando Wilder se movió dentro de ella y gimió su nombre sobre sus labios.
«Una vez no ha sido suficiente, Thea… —le había gruñido después de provocarle un orgasmo desgarrador que la había dejado temblando—. Ni de lejos, vamos».
Mientras recogía sus cosas, le hervía la sangre. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a dejarla tirada y regresar al cabo de tres semanas con tantas órdenes? ¿Y pretendía que vivieran juntos? Por el amor de los mediorreinos, ¿a qué jugaba?
Puso una mueca al enfundar la espada con más vigor del que pretendía y se contempló los nudillos hinchados. Hawthorne había dicho que estaban dislocados.
La verdad fuera dicha, Thea ni siquiera recordaba durante qué sesión de combate ocurrió. Las últimas semanas se emborronaban formando una larga sucesión de ejercicios con la espada y con el arco, reuniones de estrategia y entrenamiento de resistencia, durante la cual procuró olvidar todo lo demás. Había asumido el papel oficial de guardiana de Thezmarr como le correspondía: se entregó al entrenamiento, a los ejercicios y al aprendizaje del arte de la guerra. Era la primera mujer que ocupaba el cargo de guerrera del gremio en casi dos décadas, y no pensaba desperdiciar la oportunidad. Formar parte de Thezmarr era mucho más que un estilo de vida; era una cultura, una religión.
Thea flexionó los dedos con indecisión al comenzar el camino de vuelta a la fortaleza y soltó un gruñido de dolor al darse cuenta de la restricción de movimiento y del moratón azul y verde. Cuando la lluvia amainó y el sol de mediodía alcanzó el cenit, el instinto le pedía que fuese a buscar a Cal y a Kipp para sumarse a los ejercicios que estuvieran intentando dominar, pero… Por todos los dioses, odiaba que Hawthorne tuviera razón. Si la hinchazón de los nudillos seguía creciendo, o si la punzada de dolor de las costillas empeoraba, no sería útil para nadie, y menos aún para sí misma.
Por lo general, acudiría a Wren para asuntos como ese. Farissa, la maestra alquimista, le había enseñado a su hermana todos los trucos de sanación habidos y por haber, y las furias sabían que Wren se había ocupado de curarle un buen montón de rasguños a lo largo de los años. Pero esos días quedaron atrás. Cuando llegó a la fortaleza, Thea se dirigió hacia la biblioteca.
Malik, el antiguo espadachín y hermano de Hawthorne, estaba como de costumbre sentado en su butaca delante del fuego.
—Hola, Rompeescudos —lo saludó Thea. El gigante levantó la vista del cinturón de piel que estaba trenzando y le sonrió de oreja a oreja.
Dax, el perro de Malik, sacudió la cola desde el lugar que ocupaba a los pies de su dueño.
Thea se desplomó en una silla enfrente de ambos y levantó la mano herida.
—Supongo que no puedes hacer nada al respecto, ¿no? —le preguntó.
Malik se la quedó mirando con ojos distantes al principio antes de coger la manita de ella en la suya, que era enorme, y negar lentamente con la cabeza.
—Tenía que intentarlo. —Suspiró Thea—. Supongo que tendré que ir a la enfermer…
Se oyó un sonoro crujido, seguido por un dolor cegador.
—¡Joder! —exclamó Thea echándose hacia atrás—. Que las putas furias se apiaden…
Se oyó otro crujido, y se le escapó un grito gutural cuando un nuevo calvario se adueñó de su mano.
Pero al poco sintió alivio.
Sentía un hormigueo, pero el dolor inicial ya se había esfumado.
Movió los dedos con cuidado. Seguían un tanto agarrotados y doloridos, pero el rango de movimiento ya no era tan restringido.
Malik le apretó suavemente la mano para impedir que los siguiera flexionando.
—Nada de moverlos durante un tiempo, ¿eh? —infirió ella.
Malik volvió a negar con la cabeza mientras se ponía de pie y rebuscó en el cesto de fajina y leña que había junto a la chimenea.
Thea se dio cuenta de que una gota de sudor le bajaba entre las escápulas al recostarse en la silla.
—Me podrías haber avisado —masculló.
Su amigo la ignoró, regresó a su butaca y le tendió una mano.
A regañadientes, Thea alargó el brazo y vio que el gigante le colocaba un palo recto contra uno de los dedos heridos y se lo ataba con la piel que había usado para trenzar el cinturón. Repitió el proceso con el segundo dedo herido.
Cuando terminó, Thea alzó la mano y examinó aquel ridículo entablillado.
—¿Qué diantres voy a poder hacer con esto así?
Malik sonrió.
—Deberías esforzarte un poco más con tu sentido del humor, amigo mío —resopló Thea, pero le dio un apretón en el brazo a modo de agradecimiento—. Supongo que me obligará a entrenar con la mano más débil.
Después de que Hawthorne se marchara, después de que le hubiese prometido que lo afrontarían todo juntos y de que la abandonara cuando ella más lo necesitaba, fue a Malik a quien recurrió Thea. El gigante había sido su pilar desde que se ganó el tótem de guardiana, incluso después de darse cuenta de que él había sabido quién era ella en todo momento.
«Un día me dijiste: “Ten cuidado con la furia de alguien de Delmira”. Ahora sé que soy delmiriana —le había comentado Thea—, pero no sé qué significaba lo otro, Mal. ¿A la furia de quién te referías?».
Malik había extendido el brazo hacia la daga, su daga, que ella llevaba en la cadera, y le dio un par de golpecitos en la empuñadura.
Por alguna razón, el gesto la había consolado en medio de un mar de cólera. Igual que las palabras desconocidas que estaban talladas en el filo del arma: «Muerte gloriosa, leyenda inmortal». En ese momento y lugar había prometido que, con los pocos años que le quedaban de vida, era el sueño por el que lucharía.
Malik el Rompeescudos la observaba desde la butaca con un velo de cariño en los ojos. Su expresión era muy distinta, muy reveladora comparada con la de su hermano.
Thea enarcó una ceja con los dedos palpitándole levemente.
—Por si hace días que no te lo digo… Que sepas que tu hermano es un completo imbécil.
Malik esbozó una radiante sonrisa.
El regreso de Hawthorne había traído consigo un fervor casi insaciable por ganar, por demostrarle que se equivocaba, por vencerlo. Y por eso Thea deambuló por los pasillos que sabía que frecuentaba Wren. Su hermana llevaba semanas intentando quedar con ella e insistiéndole para que aprendieran a controlar su magia, pero Thea estaba demasiado enfadada como para verla. Y, si bien Wren era la última persona a quien se lo confesaría, estaba realmente desesperada por hacer buen uso de su poder. Por la noche, con la piedra del destino como única compañía, cerraba los ojos e imaginaba la potente magia de portadora de tormentas que lanzaría contra sus adversarios, contra cualquier obstáculo que la aguardase en el Gran Rito. Ya le había ayudado a derrotar a un segador rheguld; ¿qué más sería capaz de hacer con aquella habilidad en la punta de los dedos?
Con una esperanza provisional floreciéndole en el pecho, Thea llegó a los aposentos de su hermana. Llamó a la puerta, que se abrió casi de inmediato, y se encontró delante de un par de ojos de color verde grisáceo que le resultaban muy familiares.
—¡Thea! —Su hermana se echó hacia delante para cogerle los brazos y tirar de ella hacia el interior de la habitación.
En un acto reflejo, Thea se zafó de Wren y observó la expresión dolida de su hermana.
—Pensaba… —comenzó a decir Wren—, pensaba que esto significaba que me habías perdonado…
—Paso a paso. —Tensa, Thea se aclaró la garganta.
—Muy bien —repuso Wren antes de impostar un matiz de alegría en sus palabras—. ¿En qué te puedo ayudar?
—Quiero… quiero saber más cosas sobre mi…, nuestra, magia. —Se humedeció los labios—. Quiero aprender a controlarla, a utilizarla.
—¡Llevo esperando este día muchísimo tiempo! —Wren estaba muy contenta y fue a coger su capa, que colgaba de un gancho junto a la puerta.
Thea se mordió la lengua y se abstuvo de señalar que ese día habría llegado mucho antes si Wren no la hubiera engañado a conciencia.
—¿A dónde vamos?
—A ver a Audra.
—¿Ahora?
—Pues claro.
Por la confianza de la que hacía gala Wren, Thea supuso que su hermana y la bibliotecaria lo habían hablado muchas veces, pero contuvo el enfado. No importaba siempre y cuando Audra supiera cómo ayudarla. Con sus consejos, Thea sería la primera espadachina portadora de tormentas en recorrer los mediorreinos.
Wren ya tiraba de ella con impaciencia por el pasillo. Se detuvo delante de otra puerta y golpeó la madera con los nudillos.
—¿Qué pasa? —preguntó Audra al abrir la puerta antes de pasar los ojos hasta las dos hermanas—. Ah. Sois vosotras.
—Estamos preparadas, Audra —le anunció Wren con entusiasmo—. Thea quiere aprender…
—Bueno, pues no os quedéis ahí como un pasmarote. Entrad, rápido. —Audra las hizo pasar a la habitación. El vestido gris le ondeaba sobre los tobillos, y llevaba las dagas ceremoniales atadas a la cintura, como siempre. Se giró hacia Thea—. Ya era hora.
Thea se cruzó de brazos, a la defensiva.
—¡Conque tú también lo has sabido siempre!
—Tan solo lo sospechaba —respondió Audra con calma, como si el tono acusatorio de ella no la hubiera afectado lo más mínimo.
—¿No se te ocurrió que a lo mejor merecía la pena que me contaras tus sospechas?
—Cuanto más tiempo pasaras sin saberlo, más tiempo estabas protegida. Delmira no fue un reino demasiado bien visto en su etapa final. Y, cuando Wren descubrió la verdad, pensé que era ella quien debía contártelo, no yo.
Wren se revolvió incómoda antes de volver a tender un brazo hacia su hermana.
—Thee, tienes que perdonarme. Lo hice por ti.
—Si te ayuda a dormir por las noches, me alegro por ti —bufó.
Audra se aclaró la garganta.
—Sería mucho más fácil si trabajarais juntas.
—Pues habérselo dicho a ella antes de que me mintiera, antes de que usara alquimia conmigo durante años y años. Y, en todo ese tiempo, Wren, me dijiste que no pensara en quién era nuestra familia, que era una gente horrible por habernos abandonado. Y tú sabías quiénes éramos.
—A ver, es que al parecer era una gente horrible. Y, además, ahora que lo sabes, ¿qué has hecho con esa información? —contraatacó Wren—. ¿Acaso has investigado o algo? ¿Te sientes mejor ahora siendo huérfana thezmarrense?
—Estoy aquí, ¿no? Estoy preparada para aprender, preparada para controlar mi magia.
—Ahora que sirve para tu objetivo —le reprochó Wren.
Thea dio un paso hacia ella con los puños apretados. La furia que sentía era una bestia que vivía en su interior, que se revolvía por su cuerpo exigiendo librarse de sus cadenas. Y lo peor de todo era que no estaba enfadada solo con Wren, sino también consigo misma. ¿Qué había hecho con esa información? Había estado demasiado asustada como para investigar su historia familiar, había sido demasiado cobarde como para descubrir siquiera cuál era su verdadero nombre por temor a que se separase de la versión de sí misma que tanto esfuerzo le había costado forjar.
En la cabaña de Hawthorne vio un libro: Un estudio sobre los linajes reales de los mediorreinos… Wilder lo había dejado abierto, prácticamente enseñándole la página en cuestión. Sin embargo, Thea lo cerró y lo alejó de sí, incapaz de reunir el valor necesario para leerlo. Desde entonces, vivía a la sombra de ese volumen.
—Ya basta —terció Audra con suficiente rotundidad para que las dos jóvenes le prestaran atención a ella—. No estoy aquí para resolver riñas entre hermanas. Estoy aquí porque las dos necesitáis ayuda. ¿O vais a negarlo?
La magia de Thea respondió comenzando a hervir bajo la superficie y detrás de los ojos le nació cierto dolor. Ya casi no dormía, acechada por las pesadillas en las que aparecía el segador del bosque Sangriento y por la visión que la cercanía de la muerte le había mostrado. Esa misma visión regresaba a ella en aquel preciso instante…
El patio chamuscado olía a sangre y a brezos.
En los adoquines yacían cuerpos inertes. Un líquido carmesí se filtraba en la tierra mientras las ruedas de un carruaje volcado seguían girando, de cuyos barriles destrozados salía hidromiel a borbotones.
La oscuridad había caído sobre Thezmarr, y en el centro había una niña de pelo cobrizo, que no tendría más de seis años, que seguía agarrándose a un collar de flores secas y a una pequeña daga de acero naarviano que le apuntaba al desbocado pecho.
«Anya».
La niña pequeña cuyo nombre propio tañía como una campana familiar y espeluznante en los confines de su mente. Era rarísimo lo que el monstruo le había enseñado. Thea se estremeció al recordarlo y se obligó a visualizar otra cosa: imágenes de sí misma esgrimiendo un relámpago en el Gran Rito, más fuerte de lo que había sido nunca.
Finalmente, miró a Audra a los ojos.
—No lo negaré.
La bibliotecaria se subió los anteojos por la nariz y asintió con la cabeza.
—Estupendo. ¿Y tú, Elwren?
Wren también asintió.
—Necesito ayuda —repuso con voz rota.
Thea tuvo que reprimir la necesidad de ir con ella. Siempre habían estado las dos solas, juntas contra el mundo. Odiaba la idea de que su hermana padeciera, sufriendo sin tener a Thea a su lado. Pero Wren había roto algo entre ambas, y Thea había estado en la más absoluta inopia, así que se quedó donde estaba, aunque a su hermana le cayera una lágrima por la mejilla.
—Muy bien —siguió diciendo Audra—. Hoy aprenderemos la historia de los portadores de tormentas, de vuestra familia. En nuestra próxima sesión iremos a algún lugar seguro donde podamos permitirnos llevar a cabo una lección más práctica…
—¿No podemos empezar hoy con la lección práctica? —la interrumpió Thea al pensar en cómo podría usar esas habilidades en sus sesiones de entrenamiento privado.
—No.
—¿Qué vas a saber tú de la magia de las tormentas? —saltó Thea, irritada.
—Soy bibliotecaria —repuso Audra con sequedad—. Lo sé todo.
—No es por eso —se aventuró Thea—. Hay algo más.
—Veo que no conoces el significado de mi nombre. —Divertida, Audra soltó un resoplido.
—¿Por qué iba a conocerlo? —Thea frunció el ceño.
—El nombre de Audra ha pasado de generación en generación por todas las mujeres de mi familia. Significa «tormenta».
—¿Y eso? —A Thea se le erizó la piel—. ¿Por qué te pusieron un nombre con ese significado?
Wren contemplaba a Audra atónita. Thea experimentó una ligera satisfacción al verlo. Por fin había algo que su hermana desconocía.
—Soy descendiente de las tutoras que enseñaban a la estirpe delmiriana. —La mujer las observó con ojo crítico, como si estuviera valorando si eran dignas—. Soy la nieta de la tutora que enseñó la magia de las tormentas a vuestros padres.
—¿Qué? —se sorprendió Thea—. Pero eres…
—¿Una bibliotecaria? —terminó Audra la frase con frialdad.
—Una guerrera —la corrigió—. ¿Cómo…?
—Los detalles son irrelevantes. Lo que importa es que soy la única persona con alguna noción de conocimiento acerca de cómo podéis invocar y controlar vuestro poder. —Hizo señas hacia el rincón más alejado de la estancia, donde había acumulado decenas de libros en montañas inestables sobre una mesa enorme—. Para nuestras clases de historia y teoría, estaremos aquí.
Por primera vez desde que llegó, Thea miró alrededor y se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde se encontraban.
—¿Dónde estamos exactamente?
Audra soltó un sentido suspiro.
—En mis aposentos privados. Seguro que no hará falta que te diga que estas sesiones son confidenciales. ¿Comenzamos?
Sin esperar a que le contestaran, deslizó un libro de aspecto familiar hacia las hermanas. Era el tomo que vio en la cabaña de Hawthorne, con una estrella garabateada junto a una lista de miembros de familias reales. Sin embargo, la lista terminaba sin ramificarse con los hijos de la pareja reinante. La estirpe había muerto, o así era como se había documentado.
—Procedéis de una larga estirpe de poderosos portadores de tormentas. Vuestros padres, el rey Soren y la reina Brigh, de la familia Embervale…
A Thea se le revolvió el estómago. No era una Zoltaire. Ni siquiera sabía de dónde salía ese apellido, nunca lo había preguntado.
Era una Embervale.
Igual que Wren.
Elwren Embervale. Althea Embervale… No sonaba bien. No sonaba a ella.
—… poseían una de las magias más potentes que han aparecido jamás en los mediorreinos —prosiguió Audra—. Se comentaba que su magia se sentía por los reinos y provocaba tempestades espantosas en tierras muy lejanas.
Thea recordó el estallido de un rayo en la punta de sus dedos, cómo lo invocó para golpear al segador en el bosque Sangriento, y de nuevo cuando casi partió el cielo por la mitad en lo alto de los acantilados situados junto a las montañas negras.
¿Su magia también se había sentido en otros lares?
—Cuando hace treinta años el reino de Delmira quedó reducido a ruinas, la culpa recayó en el rey Soren y en la reina Brigh. Eran unos tiranos que pretendían controlar y someter al resto de los reinos. Como consecuencia, su propio reino sucumbió a las fuerzas oscuras del otro lado del Velo unos años antes de que nacierais, pero no antes de que los reyes Embervale envenenaran la mente del rey y la reina de Naarva. Estos siguieron los pasos de vuestros padres y adoptaron la misma sed de poder que ellos, que acabó provocando su caída también.
Thea notaba un regusto agrio en la boca. Durante años se había preguntado de dónde procedía, se había preguntado si provenía de una familia de combatientes. Se había imaginado a un padre guerrero, a una madre blandiendo una espada… Pero jamás había sopesado una posibilidad tan lúgubre. Era la hija de unos tiranos, una verdad que se oponía a su sueño eterno de convertirse en una defensora de los mediorreinos.
Audra se detuvo para que asimilaran sus palabras antes de seguir hablando.
—Hay cosas que debéis conocer, como leyes, protocolos y demás, antes de tomar una decisión en relación con vuestro futuro.
—Yo he investigado un poco —comentó Wren con impaciencia, recorriendo con las manos el árbol genealógico de los Embervale que aparecía en el libro que tenía justo delante—. Sé que, si un heredero de un reino caído se da a conocer, el resto de los reinos están obligados a ayudar en la reconstrucción hasta sentarlo en el trono en pos del equilibrio de los mediorreinos.
—¿Qué? —A Thea se le heló la sangre.
Wren continuó, sin dejar de pasar los dedos por el linaje escrito.
—Pero antes de que cayera Delmira no se anunció el nacimiento de ningún heredero real ni ninguna línea de sucesión oficial.
—Con un reino derruido o no, sois portadoras de tormentas —dijo Audra—. Es innegable que sois las auténticas herederas de la familia Embervale.
Wren pasó la mirada de su tutora a Thea, con gesto nervioso.
—¿Eso significa que podemos recuperar el reino? ¿Que Thea puede reclamar el trono de Delmira?
Thea estaba convencida de que lo había entendido mal. Era imposible que su hermana, la amante de la alquimia, estuviera valorando una idea tan ridícula, ¿verdad? Wren era demasiado lista.
Para su sorpresa, Audra mostró más paciencia de la habitual.
—Aunque esa ley exige a los reinos que ayuden a los herederos en la reconstrucción, no es tan sencillo. El reino de Delmira es famoso por ser la oveja negra de la historia de los mediorreinos… Y los hijos de los adversarios no suelen ser aclamados.
A Thea le zumbaban los oídos.
—Pensadlo. —Audra no había terminado—. ¿Qué reyes actuales querrán invertir su dinero y sus recursos limitados en la reconstrucción de un reino que puede que vuelva a intentar derrocar el suyo?
—Me parece que intentas convencernos para que mantengamos nuestra identidad en secreto… —Wren profirió un gruñido de frustración— y para que nos ocultemos.
—Eso es cosa de las herederas de Delmira y demás. Solo intento convenceros para que seáis inteligentes —les advirtió Audra.
Wren se giró hacia Thea con los ojos brillantes, como si no hubiera oído ninguna de las advertencias de Audra.
—Piensa en lo que puede significar, Thee. Imagina lo que podrías cambiar… Podrías conseguir que las mujeres guerreras regresaran a Thezmarr. O iniciar un gremio de guerreras por tu cuenta. Reclamar tu trono, nuestro reino, y luego…
—¿Qué trono? ¿Qué reino? —Thea negó con la cabeza, incrédula, con un tenso nudo en el pecho—. No me interesa ser la heredera de un reino caído. No deseo gobernar tierras que se pudren y albergan a enjambres de espectros sombríos. El único motivo por el que he venido hasta aquí es para dominar mi magia y así poder ser una espadachina más fuerte, para mejorar como protectora de los mediorreinos.
Se hizo entre ellas el silencio.
Transcurrieron varios segundos que amplificaron la quietud antinatural que las rodeaba.
En el estómago de Thea se desplegó un manto de temor.
—¿Qué pasa?
—Althea… —dijo Audra con amabilidad.
La amabilidad no formaba parte de la naturaleza de Audra. Aquel tono precavido bastó para que se sobresaltara y se mordiera con fuerza el interior de las mejillas.
Audra deslizó una mano por la mesa hacia ella.
—No puedes ser una portadora de tormentas y una espadachina al mismo tiempo.
Thea se echó hacia atrás y observó boquiabierta a la bibliotecaria.
—¿Cómo?
—Las leyes de los mediorreinos están blindadas. Una persona que haya nacido siendo portadora de tormentas no puede emprender el Gran Rito. Es una ley que lleva siglos en vigor. Un espadachín no puede mostrar ninguna preferencia hacia un reino en concreto.
Thea parpadeó lentamente, sintiendo náuseas.
—Pero eso es… —Fue incapaz de terminar la frase.
—Vas a tener que elegir, Thea —le dijo Audra. Cualquier matiz efímero de empatía se había esfumado. La voz afilada de la mujer estaba revestida de autoridad y de orden.
Thea seguía negando con la cabeza. Le temblaban las manos y los pies amenazaban con fallarle.
—No puedo.
—Es tu deber.
—Thea, la magia forma parte de ti. —Wren alargó un brazo hacia ella—. No puedes negar quién eres. Eres una heredera…
La familiar tormenta de furia creció en su interior. Thea retiró la silla y se encaminó hacia la puerta.
—Ya os lo he dicho. No me interesa gobernar un reino en ruinas.
Y se marchó. No pensaba ceder.
Wilder estaba encorvado sobre una mesa en la biblioteca, justo delante de Malik, con un mar de libros abiertos entre ambos. Su hermano observaba con suma atención una página con diagramas de juegos de pies, trenzando cuero con los dedos de forma distraída, con su perro Dax acurrucado a sus pies.
Wilder se quedó mirándolos durante unos instantes con una punzada de arrepentimiento. Malik había sido la primera persona que tuvo que soportar su ira cuando se enteró de la verdad sobre Thea.
«Tú lo sabías… Lo sabías cuando le diste la puta daga hace seis años —le había chillado—. Por todos los dioses, incluso se lo dijiste, ¿verdad? ¿Qué fue lo que le dijiste cuando Enovius te tenía entre sus garras? ¿“Ten cuidado con la furia de alguien de Delmira”? Y luego me diste a mí el maldito libro. ¡Por el amor de Dios, Mal!».
Malik se había pasado todo el rato sonriéndole, y Wilder no tuvo más remedio que dejarlo correr. Jamás sabría cómo Malik había averiguado esa información con respecto a las hermanas Zoltaire. Tan solo le quedaba confiar en que, como él, Mal siempre buscaba lo mejor para Thea.
Al presentir la atención de Wilder, su hermano levantó la vista, y un destello de reconocimiento le cruzó el rostro. Como si acabase de tomar una decisión, el amable gigante se metió una mano en el bolsillo y extrajo un pergamino arrugado.
Wilder se recostó en la silla y suspiró.
—¿Ahora también me abres el correo?
Malik no parecía molesto en absoluto.
Wilder cogió el pergamino y lo desenrolló para leer el contenido; se dio cuenta de que seguramente lo mejor era que Malik hubiese recibido ese mensaje, en lugar de cualquier otra persona del gremio. La misiva procedía de su contacto en Naarva —Dratos el Despierto, como él mismo se llamaba—, que le informaba de encontronazos con monstruos por el reino caído.
«Mantenlos alejados de la isla del sur», le decía.
—¿Lo has leído? —Wilder agitó el pergamino delante de Malik.
Mal no respondió, pero inclinó un poco la cabeza, así que Wilder supo que sí.
—Dratos sobreestima mi influencia.
Malik emitió un gruñido a modo de asentimiento antes de dar golpecitos a uno de los libros que estaban delante de su hermano.
—Ya lo sé, ya lo sé —repuso este al tiempo que hacía una pelota con el papel y lo lanzaba sobre las ascuas resplandecientes de la chimenea, viendo cómo ardía.
Examinó la abrumadora cantidad de libros que ocupaban la mesa. Habían estado urdiendo un plan de entrenamiento para Thea. Hasta el momento, habían combinado lo mejor del currículo oficial de los guardianes y sus propias lecciones de aprendizaje y habían elaborado un programa agotador, pero que le daría a Thea la mejor oportunidad si se celebraba un Gran Rito que pudiera desafiarla.
Era ya bastante tarde. Wilder recogió los pergaminos en los que habían trabajado y dejó a su hermano y a Dax junto al fuego, temiendo la reunión del consejo que iba a empezar en breve. Siempre las había odiado y por lo general inventaba alguna excusa de que debía ir a alguna parte cuando le pedían que asistiera a una. La misiva que entregaron en su cabaña, sin embargo, había afirmado que aquella reunión era de asistencia obligada.
Estaba tan ensimismado en sus pensamientos sobre el informe que en teoría debía presentar que chocó con alguien al doblar una esquina.
Era Thea.
—¿Qué haces? —le preguntó mientras se guardaba los papeles en el jubón. Pero, al mirarla a los ojos, supo que ocurría algo. Si bien Thea siempre erguía la barbilla y lo observaba con aire desafiante, en esa ocasión apartó la vista.
Wilder se concentró en las tablillas que le envolvían los dedos. ¿Por eso estaba tan molesta? ¿Un sanador le había dicho que no podría luchar hasta que se curara?
—¿También te han visto las costillas?
—Sí.
Era mentira. Wilder se percató al instante y se cruzó de brazos.
—Te lo voy a volver a preguntar. ¿Te han visto las costillas?
Prácticamente la oyó apretar los dientes.
—No.
Wilder la cogió del brazo y tiró de ella hacia la habitación más cercana. Un taller que nadie utilizaba. Tras cerrar la puerta, se giró.
—Enséñamelas.
—No puedes hablar en serio.
—¿Alguna vez me has visto bromear sobre tu bienestar?
Tras fulminarlo con la mirada durante unos segundos, Thea soltó un grito ahogado de frustración, se levantó la camisa con las manos y se arrancó la tela que le rodeaba la cintura para mostrarle el costado.
—Mira. ¿Contento?
Wilder ladeó la cabeza e inspeccionó los moratones con una mueca. Se inclinó hacia delante, se mordió el labio inferior y le rozó la piel con suma suavidad.
Thea respiró temblorosamente por su caricia.
Con cuidado, le aplicó presión sobre las costillas y la miró para analizar su reacción.
—Estoy bien —masculló ella.
—No eres quién para juzgarlo. —Prosiguió el examen. No había hinchazón, pero le escrutó el rostro en busca de indicios de sibilancia o de dolor—. Ni tampoco eres famosa por tu sinceridad.
Thea se sonrojó, y lo hizo más cuando Wilder ascendió con la mano para retirar la cinta que le ceñía el torso y explorar las costillas que estaban más cerca del pecho.
La sangre le rugía en los oídos, pero procuró hablar con tono desapasionado.
—¿Tienes tos? ¿Te cuesta coger aire?
—No —contestó ella, a pesar de que los dos eran conscientes de que parecía estar sin aliento.
—Tienes que cuidarte. Tienes que mantenerte sana para que, cuando te entrene, no te destroce.
—Nada me puede destrozar, espadachín. —Se le dilataron las pupilas—. Y mucho menos tú.
—¿Eso crees? —Notaba la piel de Thea caliente bajo los dedos, con piel de gallina en el costado.
—¿Has terminado ya de sobarme? —le soltó.
Hawthorne bajó las manos y dio un paso atrás; se negó a sonrojarse y esperó que Thea no se diera cuenta del efecto que tenía en él.
—¿Has terminado ya de mentirme?
Ella no contestó.
Wilder suspiró y le señaló las costillas.
—Están magulladas, pero no rotas.
—¿Ves? Estoy bien.
