Pulpería Quilapán - Rocío Areal - E-Book

Pulpería Quilapán E-Book

Rocío Areal

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La Pulpería Quilapán es un proyecto gastronómico cultural que rescata la identidad del ser argentino. Situado en el barrio de San Telmo, Ciudad de Buenos Aires, cumplió diez años en 2022. A modo de aniversario, este libro repasa no solo los inicios del proyecto sino los hallazgos y avatares de la histórica casona que la alberga; un camino transitado en paralelo a los acontecimientos nacionales que marcaron cada época. De esta manera, pasado y presente se conjugan y conjuran, con vistas a un futuro sustentable e inclusivo, respetuoso de las tradiciones y el patrimonio. Abrimos, pues, las puertas de un espacio diverso, capaz de permear las fronteras entre el campo y la ciudad, y en donde todos los tiempos y voces encuentran su lugar.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 139

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Rocío Areal

Pulpería Quilapán

Historias de pulperos en Buenos Aires

© 2023. Senda Florida

España

ISBN 978-84-19596-65-9

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

A todos los pulperos

Índice

Preámbulo | 6

Cronología | 7

Plano de la casona colonial | 8

Pulpería, mojón criollo | 9

Manifiesto de la pulpería Quilapán | 13

El retablo pulpero: la empanada, el horno de barro, el vino patero y el payador | 14

El rey francés de la Araucanía y la Patagonia y el cacique Quilapán | 22

Una historia constructiva: llegan los franchutes y se enamoran | 27

Los supervivientes planos del tesoro | 30

Gaceta de la Historia - 1806Noticia del día | 34

Bienvenidos a la pulpería Quilapán | 63

El museo pulpero, un museo viviente | 74

Costumbres argentinas, costumbres de la pulpería | 91

Empresa B, jugando en primera | 99

Bibliografía | 107

Agradecimientos | 108

Preámbulo

En 2022, celebramos nuestros diez años de existencia con un agradecimiento a todos nuestros colaboradores y parroquianos. Muchos paisanos le contaron que siempre estuvimos. Si el amor es eterno, este podría ser el caso; ya que nuestro papel es el de amar Argentina. Del locro hasta la chacarera, con un vino patero de por medio.

No le vamos a contar quiénes somos y adónde vamos, pero sí cómo vivimos. Tenemos el deseo de compartir nuestro espíritu pulpero y acompañar una visión crítica y abierta de nuestra pulpería.

Cronología

Plano de la casona colonial

Pulpería, mojón criollo

Uno, dos, tres, ya… ¿Qué es lo primero que se le viene a la cabeza ante la palabra “pulpería”? ¿Acaso alguna forma de nostalgia? Mojón ineludible de nuestras pampas, las pulperías parecen evocar una esencia y un espíritu que ya no está. Como si se tratasen de una suerte de museo, cuyo patrimonio de anécdotas o realidades resultan, incluso, comunes para el inconsciente colectivo: riñas, guitarreadas, filosos duelos de labia, naipes o tabas, siempre a la orden del juego y alcohol a troche y moche. ¡Universo de “vagos y malentretenidos”! Pero mucho más también. Porque cuando el verde llano se extendía inmenso allí estaba ella: alto de los altos.

La pulpería era, al fin y al cabo, el único lugar de encuentro para el gaucho que domaba las pampas, luego de andar con su soledad a cuestas durante días y hasta meses. De allí que haya constituido un universo propio, con ejemplares únicos en su tipo. De hecho, ¿sabe cuál ha sido una de las primeras pulperías instaladas en suelo nacional? Nada menos que aquella inaugurada en 1580 por Ana Díaz, una de las mujeres que acompañó a Juan de Garay en su empresa de fundar Buenos Aires (¡y que es parte del inmenso cuadro sobre la fundación de Buenos Aires que pintó José Moreno Carbonero!). Viuda ella, se cree que, oriunda de Paraguay, fue una de las 232 personas a quienes Garay benefició con el reparto de tierras. Se le asignó el lote número 87, aquel que ocupaba la para entonces lejana esquina sudoeste de Florida y Corrientes. ¿Qué nos cuenta?

El caso es que para el revolucionado año 1810 existían ya en la provincia de Buenos Aires (incluida la actual Ciudad Autónoma de Buenos Aires) unas quinientas pulperías.1 Las hubo rurales y urbanas (la Reina del Plata llegó a ser una de las ciudades coloniales con mayor cantidad de pulperías por habitante, con un promedio de una cada noventa, allá por 1813). Pero también las hubo volantes, capaces de “itinerar” entre pago y pago. Es decir, carretas que, cargadas de bártulos y provisiones, recorrían las pampas a la búsqueda de clientes tan nómades como ellas: cazadores, pescadores y demás autodidactas del comercio que, de buena gana, aceptaban entrar en el juego del truque. ¡Imagínese, pues, lo que para un lacero significaba tomarse una ginebrita en medio de los llanos! Así fue como, entre caña y demás alcoholes, las pulperías volantes tuvieron rienda suelta por más de cincuenta años.

Siglo y moneda a pedir de borrachines, pero años también al servicio de avivados peones que, ante el afán de conseguir un cigarrito, se hacían de algún cuero de sus patrones para cubrir la paga. ¡Y qué decir de los precios bajos ofrecidos por los pulperos de turno! De allí que Juan Manuel de Rosas decretara la prohibición de las pulperías volantes en 1831, poniendo punto final a tal “desbande”. Sólo que, para entonces, pulperías urbanas y rurales habían evolucionado ya al punto de convertirse, muchas de ellas, en flor de almacenes. Abastecidas hasta los dientes, los terratenientes que acudían a ellas no sólo procuraban indumentaria, alimentos e insumos varios, sino también incorporar soldados con los que defender sus campos. Y ni le digo si de política iba el asunto: la pulpería era, sin dudas, el sitio ideal para que los punteros se hicieran de los votos necesarios.

Como verá, la pulpería era un verdadero polirrubro, mas no sólo de mercancías, sino también de funcionalidades. Todo parecía suceder, debatirse, decidirse, compartirse, vociferarse o susurrarse en las pulperías. Cualquier analogía con los queridos cafés de Buenos Aires no es ninguna coincidencia.

Así la historia, si algo tenía la pulpería, era frescura. La frescura propia de esa sociabilidad tan cotidiana como espontánea que ella misma generaba, aunque con una particularidad muy propia. El acto comercial que era, a la vez, fin y excusa de acudir a la pulpería terminaba siendo también una suerte de recreo popular. Y de ahí los cruces generados en ella; el crisol social y étnico que ofició de caldo de cultivo para roces y tensiones de todas magnitudes y colores, en tanto la pulpería se presentaba como un espacio común, con “normas” y valores compartidos entre los disímiles personajes que desfilaban por ella. ¿Será que la pulpería fue, al fin, un espacio de comunión? ¿Puede así desprenderse del imaginario popular que, más que enaltecerla, acaba condenándola? Vaya si los hechos imposibilitaron redactar la respuesta a historia viva, pues la circunscripción de venta de alcohol a cafés, confiterías, hoteles y demás reductos decretada en 1857 por la municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires limitó a la pulpería a otros rubros. De modo que sus parroquianos comenzaron a reemplazarlas por otros sitios en los que socializar en torno a la bebida y la diversión: los cafés y salones de baile. La vieja y querida pulpería no acabó siendo más que un almacén venido a menos, hasta perecer en su ya distorsionada esencia. Sin embargo, con todo lo dicho, ¿no cree, pues, que vale la pena recuperarla en su más fiel identidad? Si así lo siente, ¿qué espera para sumarse a nuestras filas? Entre a nuestros pagos sin golpear y sea parte.

Manifiesto de la pulpería Quilapán

El retablo pulpero: la empanada, el horno de barro, el vino patero y el payador

La memoria tiene el poder de las imágenes, de evocar la historia en postales desordenadas, antojadizas. Y así, en imágenes, pasajes se convierten en paisajes; instantes, en escenas que alguna vez supieron tallarse en piedra, madera o mármol. Sólo que cuando a dichas imágenes sobreviene un sabor, un aroma, una voz, un calor, ya no hay piedra, ni madera, ni mármol capaz de contener aquello, de representarlo. ¿Será que, es posible, la historia se cristalice en lo orgánico de lo vivo? Así se lo preguntan dos paisanos, de pie frente a un retablo en el que la vida late; en donde se cuece, se paladea, se versa y se brinda. Se comparte, así como las miradas de este par sobre lo que ante ellos se erige. Sin más sacralidad que la fe en indistintos sentires, divinidades y rostros, sin más altar que una mesa consagrada a reunir, los atributos del retablo pulpero son mucho más que imágenes, y así lo entienden quienes hasta él han llegado. ¿Cómo? Tal vez atraídos por el calor del horno de barro, la poesía hecha música de los payadores, el aroma de la uva recién pisada o el sabor sin fronteras de las empanadas. Quién le dice, por todo a la vez…

—Tantos son los años que tendríamos que desandar a la par de la empanada para encontrar su origen que ni los números en positivo nos alcanzarían. Pues resulta que esta buena moza ya se jactaba de empanar rellenos desde antes de Cristo. Que si en Persia, que si en Grecia… Siempre a orillas del Mediterráneo, como a punto de zarpar a nuevos puertos bajo las bondades de la masa philo. Pero lo suyo sería hacer buenas migas con el desierto, asomando como la preparación ideal con la que saciar ragúes y recorrer grandes distancias. Porque si de algo sabe la empanada, es de hacer caber el mundo barriga adentro, y sin que su repulgada terminación deje escapar una pizca de sabor a su andar. Y eso que el suyo fue un periplo complicado: a rayo partido y pies hundidos en las arenas de Oriente. Cuando no, fuego cruzado mediante, pues su primer coqueteo con Occidente sucedió durante las Cruzadas. Pero déjeme decirle, paisano amigo, la llegada a la península ibérica, el peaje de buena parte de nuestro bagaje europeo, conquista española de por medio, se sucedió a galope del islam. Más precisamente, en las alforjas de los jinetes musulmanes que, durante la Edad Media, habrían de arribar al, por ellos bautizado, Al-Ándalus. Pariente de las famosas fatay, la empanada nuestra de cada día ya era entonces gaucha por estas tierras. ¿Acaso no hablamos de “jinetes de las pampas” cuando hablamos de gauchos? Sólo que nada de verde por un lado ni por otro, sino estepas áridas, montes y arena. Eran tiempos de conquistas políticas y religiosas, por lo que nada mejor que la empanada para atravesar geografías feroces, en trayectos durante los que, por días, se conservaba en buen estado, íntegra y con la practicidad a flor de masa al momento de ser devorada. De allí que, ya en suelo español, la muy sabrosa no tardó en echar raíces, nacionalizándose, incluso, de modo muy parecido al que por estos pagos la conocemos, aunque en versión un poco más pequeña: las empanadillas.

—No me diga nada. Lo demás debe haber sido historia repetida: primero los conquistadores, luego los inmigrantes.

—Así como lo dice. En oleadas de épocas, la empanada encontró suelo fértil donde germinar en este lado del gran charco, que no era ninguna resaca. Adaptando su relleno a los ingredientes de cada región y desentendida de sometimientos, la empanada resultó ser una aliada: en tiempos de independentistas, era bocado corriente de mercaderes, por lo que no se extrañe al encontrarla en los capítulos de la historia grande a nivel nacional. Basta con contarle que una tal Juana Manuela Gorriti tuvo que huir a los pagos bolivianos de Tarija en tiempos rosistas… ¿Y cómo sobrevivió? Vendiendo las empanadas que portarían su apodo: “la Salteña”.

Sin embargo, aunque las hay cordobesas, santafesinas, santiagueñas, tucumanas, sanjuaninas y tantas más en una lista tan extensa como la propia Argentina, la empanada es, en definitiva, una sola. Y es que, diferencias aparte, la empanada siempre parece devolvernos a la mesa propia, ¿no cree? A la historia no vivida pero contenida, ahí, como bajo las faldas de la identidad nacional. Al sabor de casa, a lo nuestro.

—Ya lo creo, estimado. Le digo más, a veces se me da por pensar que, por sobreexpandirse, la verdadera necesidad del ser humano ha sido regresar a lo primitivo. ¿No es desde lo más pequeño y básico que todo se construye?

—¿Un regreso a las fuentes, como se dice?

—Algo así. Aunque más bien, diría yo, un regreso a la fuente universal. Se sorprenderá si le cuento qué simboliza el horno de barro, por cierto, también dueño de un largo camino. Imagine que su aparición nos conduce a unos doce mil años atrás, cuando los sabores ni siquiera eran lo suyo. Para entonces, el horno de barro se destinaba en Oriente a la cocción de cerámica, mientras que los alimentos no aparecen en su haber hasta cinco mil años después, de la mano de las civilizaciones mesopotámicas asentadas en las orillas del Tigris, Éufrates, Nilo y compañía. Coincidiendo no de forma azarosa con el origen de la elaboración del pan, promediando el siglovi a. C. surgen los primeros hornos panaderos: algo así como una campana terrosa en cuyo interior se encendía fuego para, después, cocer “tortas de trigo” al abrigo de ese calor remanente. Todo muy simple hasta aquí, ¿verdad? Pero espere, que la cosa no termina aún. Adoptado en Pakistán y la India en sentido vertical (el famoso horno “tandoor”), no es sino en Grecia que adquiere carácter frontal. Luego, ni lentos ni perezosos, los romanos recogerían el guante sin mayores evoluciones, aunque avivando su destino universal: se encargaron de expandir su presencia a lo largo y a lo ancho del imperio.

—Todo un sobreviviente a los siglos…

—Es que todo lo que tiene de rústico también lo tiene de cumplidor. Vea usted, el propio barro es el que absorbe el calor para liberarlo luego, una vez que el fuego se apaga, prolongando el calor de las llamas hasta dos horas después de su ardor. Así la historia, al no intervenir residuos gaseosos propios de la combustión (da igual se trate de leña, carbón o gas), el horno de barro nos regala una cocción pareja y descontaminada, amén del ahumado que las diferentes maderas pueden generar. De modo que la temperatura lo es todo. O casi. Pues, para que el calor “devuelto” sea suficiente, es necesario “retirar” el fuego en la temperatura justa: 400-500 grados. Y entonces sí, sólo hay que dejar que el muy ducho “haga”. Claro que no todo es mera practicidad, y aquí es donde la simbología hace de las suyas. Figurado como un vientre materno, su asociación a la fertilidad también involucra al pan nuestro de cada día. Pues es en su seno que este se gesta, se cuece, crece y sale transformado en alimento universal que fue, es y será.

—Parece que la cosa no es muy distinta en este siglo xxi. No, al menos, en los pagos de Defensa 1344, donde el horno de barro más grande de la ciudad concibe el propio pan y tanto más. Al calor de la historia, que su llama sólo se extinga por una buena razón: ¡que empiece la cocción!

—¡Y que la vendimia de cada abril en el patio de la pulpería empiece su función! Porque, si hay pan, que no falte el vino. Eso sí, el más antiguo y natural de todos. Y el que mantuvo su primitivo proceso de elaboración: el de pisar uvas… ¡pero con los pies! Ocurre que el vino patero remonta sus orígenes al siglo xvi, cuando los colonizadores comenzaron a afincar viñas en cada nuevo asentamiento americano. Por lo que, a básicos recursos, la elaboración del vino pedía “meter la pata”, y en el mejor de los sentidos. ¿La técnica? Pisar las uvas sobre cuero de vaca y recolectar el mosto resultante, el cual iba a parar a tinajas de barro para dar su fermentación y genial transformación: la del jugo natural en el tan sagrado vino. Así de simple, sin ningún tipo de filtrado más que la propia decantación. Elemental a más no poder, sí, pero no por ello menos válido: reemplazando el primitivo cuero animal por cubetas y “calzando” las “patas” con botas, se sorprenderá si le digo, el vino patero aún mantiene su método y vigencia.

—Como para no, con lo artesanal que ha resultado el don…

—Al 100%, paisano. Fermentado de modo completamente casero, el patero es un vino con “cuerpo”, de sabor delicado y bajo contenido de alcohol. Esos son sus rasgos, algo así como su marca registrada.

—Vaya, pues, si nuestros pies pueden dejar huella, incluso en cuanto se disfruta al paladar.

—Vaya, entonces, si nuestros pies no sólo dejan huella, sino que de los caminos no se borran al andar. Así como tampoco a nuestra voz se la lleva el viento. Porque vivita y coleando puede permanecer en el tiempo. Y que lo diga si no la garganta de todo buen payador…