Queridos fanáticos - Amos Oz - E-Book

Queridos fanáticos E-Book

Amos Oz

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«Tres ensayos que no han sido escritos por un investigador ni por un experto, sino por un hombre comprometido que, en ocasiones, también tiene sentimientos encontrados».Amos Oz ¿Qué es el fanatismo? ¿Está su germen en cada uno de nosotros? ¿Por qué intentan convencernos de que la situación es «irresoluble»? ¿Qué es tener «derecho a la tierra» y por qué hay que ejercerlo? ¿Cuál es el núcleo central del judaísmo desde su origen hasta nuestros días? ¿Y acaso resulta incompatible con la democracia y el humanismo? El elemento predominante en los textos recogidos en Queridos fanáticos (basados en una serie de conferencias pronunciadas por el autor a lo largo de su larga trayectoria) es el tono de urgencia, de consternación y, sobre todo, de pleno convencimiento en la posibilidad de un futuro mejor. Con su habitual lucidez, este detractor declarado de la palabra «irreversible» arroja una esclarecedora mirada tanto sobre los más controvertidos hechos históricos como sobre los más candentes temas de actualidad, aventurando incluso, siempre desde la sensatez que incorpora a todas sus propuestas, una salida a un conflicto que lleva demasiado tiempo cuestionando a la humanidad entera.

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Edición en formato digital: marzo de 2018

 

Título original: / Shalom Lakanaim

En cubierta: fotografía de © Visual Spectrum / Stocksy United

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Amos Oz, 2017

All rights reserved

© De la traducción, Raquel García Lozano

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17308-63-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prefacio

Queridos fanáticos

Luces, no luz

Sueños de los que Israel debería librarse pronto

Agradecimientos

 

A mis nietos, Din, Nadav, Alon y Yael, con amor y respeto.

Este libro ha sido escrito sobre todo para vosotros.

Prefacio

Tres ensayos que no han sido escritos por un investigador ni por un experto, sino por un hombre comprometido que, en ocasiones, también tiene sentimientos encontrados.

El hilo conductor de los ensayos es mi deseo de echar un vistazo personal a algunos temas muy controvertidos en nuestro país que considero de vital importancia.

En estos ensayos no se pretende describir todas las posturas de cada controversia, exponer todos los elementos que componen el paisaje ni, por supuesto, decir la última palabra, sino sobre todo demandar la atención de aquellos cuyas opiniones son distintas a las mías.

 

AMOS OZ

Queridos fanáticos

 

 

Basado en una serie de conferencias que impartí en la Universidad de Tubinga, Alemania, en el año 2002, que se publicó en un pequeño libro titulado How to Cure a Fanatic1 y que se tradujo a decenas de idiomas. El ensayo aparece aquí por primera vez en hebreo, reelaborado, ampliado y actualizado.

 

¿Cómo curar a los fanáticos? Salir a perseguir a una banda de fanáticos armados por las montañas de Afganistán o por los desiertos de Irak y las ciudades de Siria es una cosa, y luchar contra el propio fanatismo es otra bien distinta. No tengo ninguna propuesta nueva respecto a las guerras en las montañas y en el desierto, o a las persecuciones por el ciberespacio. Lo que hay aquí son algunas reflexiones sobre la naturaleza del fanatismo y sobre las formas de refrenarlo.

El ataque contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, así como las decenas de ataques contra los centros de las ciudades y contra lugares abarrotados de gente en distintas partes del mundo, no tienen su origen en la ira de los pobres hacia los ricos. La brecha entre ricos y pobres es una injusticia ancestral, pero la nueva ola de violencia no es solo, ni sobre todo, una reacción contra esa brecha. (Si así fuese, los ataques terroristas procederían de los países africanos, los más pobres, y se dirigirían contra Arabia Saudí y los Emiratos del Golfo, los más ricos de todos).

Esta guerra se libra entre los fanáticos, que están convencidos de que su fin justifica los medios, y todos los demás, que piensan que la vida misma es un fin y no un medio. Esta es una batalla entre los que afirman que la justicia, sea lo que sea eso a lo que se refieren cuando dicen «justicia», es más importante que la vida, y los que consideran que la vida misma se antepone a muchos otros valores.

 

 

Desde que el investigador Samuel Huntington definió el actual campo de batalla mundial como una «guerra de civilizaciones» que se libra fundamentalmente entre el islam y la cultura occidental, se ha propagado por muchos lugares una imagen racista del mundo que muestra un enfrentamiento entre «salvajes terroristas» orientales y «personas civilizadas» occidentales. No lo expuso así Huntington, pero esa es la impresión habitual que han provocado sus palabras.

Al gobierno de Israel, por ejemplo, le resulta muy cómodo apoyarse en esa versión de spaghetti western, porque le permite insertar la lucha del pueblo palestino por su derecho a liberarse del yugo de la ocupación israelí dentro de ese repulsivo «vertedero» del que salen constantemente fanáticos asesinos musulmanes que cometen atrocidades por todo el mundo.

Muchos olvidan que el islamismo radical no tiene el monopolio del fanatismo violento: la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York y otras masacres que han seguido ocurriendo en distintas partes del mundo no implican necesariamente las preguntas ¿Occidente es bueno o malo?, ¿la globalización es una bendición o un monstruo?, ¿el capitalismo es algo abyecto o evidente?, ¿el laicismo y el hedonismo son esclavitud o liberación?, ¿el colonialismo occidental se ha acabado o solo ha adoptado una nueva forma?

A todas estas preguntas se pueden dar distintas respuestas, incluso antagónicas, sin que ninguna de ellas sea una respuesta fanática. El fanático no discute. Si algo le parece mal, si tiene claro que algo está mal a ojos de Dios, su obligación es erradicar de inmediato esa abominación, aunque para ello tenga que asesinar a sus vecinos o a todo aquel que se encuentre casualmente por los alrededores.

 

 

El fanatismo es mucho más antiguo que el islam. Más antiguo que el cristianismo y que el judaísmo. Más antiguo que todas las ideologías del mundo. Es un elemento intrínseco a la naturaleza humana, un «gen malo»: los que dinamitan clínicas donde se practican abortos, los que asesinan a inmigrantes en Europa, los que asesinan a mujeres y niños judíos en Israel, los que en los territorios ocupados por Israel incendian una casa con una familia palestina dentro, los que profanan sinagogas, iglesias, mezquitas y cementerios, todos esos se diferencian de Al Qaeda y del Daesh en el alcance y la gravedad de sus acciones, pero no en la naturaleza de sus crímenes. Hoy día suele hablarse de «crímenes de odio», pero tal vez convendría precisar y utilizar el término «crímenes de fanatismo»: ese tipo de crímenes se perpetran casi a diario también contra musulmanes.

Genocidio, yihad y cruzadas, inquisición, gulags, campos de exterminio y cámaras de gas, sótanos de tortura y ataques terroristas indiscriminados, nada de eso es nuevo, y casi todo ocurrió cientos de años antes del ascenso del islamismo radical.

A medida que las preguntas se vuelven más difíciles y complicadas, también aumenta el ansia de más y más personas por obtener respuestas sencillas, respuestas de una sola frase, respuestas que señalen sin ninguna duda a los culpables de todos nuestros sufrimientos, respuestas que nos aseguren que, si aniquilamos y exterminamos a los malvados, al instante desaparecerán todos nuestros problemas.

«¡Todo es por culpa de la globalización!», «¡Todo es por culpa de los musulmanes!», «¡Todo es por culpa de la permisibilidad!», o «¡Por culpa de Occidente!», o «¡Por culpa del sionismo!», o «¡Por culpa de los inmigrantes esos!», o «¡Por culpa del laicismo!», o «¡Por culpa de los de izquierdas!». Todo lo que tienes que hacer es eliminar lo que sobra, señalar con un círculo al que para ti es el auténtico demonio, y luego matar a ese demonio (junto con sus vecinos, o con todo aquel que se encuentre casualmente por los alrededores), y así abrir de una vez por todas las puertas del Paraíso.

Para cada vez más personas, el sentimiento colectivo más fuerte es un sentimiento de profundo desprecio: desprecio subversivo hacia el «discurso hegemónico», desprecio occidental hacia Oriente, desprecio oriental hacia Occidente, desprecio laico hacia los creyentes, desprecio religioso hacia los laicos, un desprecio general, ilimitado, que surge como un vómito desde las profundidades de cualquier tipo de desdicha. El desprecio general es uno de los componentes de cualquier fanatismo.

Tomemos, por ejemplo, lo que hace como medio siglo surgió como una idea innovadora y apasionante, la idea de la multiculturalidad y de la política de identidades, y que rápidamente se convirtió en muchos lugares en una política de odio identitario: lo que empezó con una expansión de horizontes culturales y emocionales ha ido deteriorándose hasta llegar a una situación de cerrazón, de aislamiento, de odio al otro, en resumen, una nueva ola de desprecio al prójimo y de fanatismo que va creciendo desde distintas direcciones.

 

 

Tal vez mi infancia en Jerusalén me preparó para ser una especie de experto en Fanatismo Comparado. En los años cuarenta del siglo XX, en Jerusalén había bastantes mentes abiertas. Pero también había multitud de profetas, redentores y mesías. Hasta el día de hoy, casi cualquier jerosolimitano tiene una fórmula propia para una salvación instantánea. Evidentemente, como en la vieja canción sionista, muchos dicen de sí mismos que están en Jerusalén «para reconstruirla y ser reconstruidos en ella», pero entre ellos hay bastantes judíos, musulmanes, cristianos, revolucionarios, radicales, reformadores del mundo, que no han venido a Jerusalén para «reconstruirla y ser reconstruidos en ella», sino, posiblemente, para crucificar o ser crucificados en ella.

Hay una conocida enfermedad mental que, en la jerga médica, se ha ganado el nombre de «síndrome de Jerusalén»: las personas respiran el aire de las montañas, penetrante y «puro como el vino», y acto seguido se ponen a incendiar una mezquita, a dinamitar una iglesia o a destruir una sinagoga, a matar a infieles o a creyentes, «a erradicar el mal del mundo». Aunque lo cierto es que, por lo general, los enfermos con el síndrome de Jerusalén se conforman con desnudarse, trepar a una roca y empezar a profetizar.

Los que profetizan son muchos, y de lo más variopintos, aunque tal vez solo unos pocos los crean. El denominador común de todos ellos es que tienen el impulso de aplicar alguna fórmula sencilla de salvación, y a veces también de señalar a los malvados de cuya presencia debe ser purificado el mundo para adelantar la redención. La propia redención, para la mayoría de ellos, puede comprimirse sin ninguna dificultad en un eslogan de dos o tres frases.

 

 

Durante mi infancia en Jerusalén, yo también era un pequeño fanático sionista-nacionalista, ferviente, entusiasta y con el cerebro lavado. Estaba ciego a cualquier argumento que se apartase lo más mínimo del relato judío-sionista que nos contaban casi todos los adultos. Estaba sordo a cualquier razonamiento que desafiase ese relato. Como todos los niños del barrio de Kerem Abraham, yo también arrojaba piedras contra los vehículos británicos que patrullaban nuestras pequeñas calles. Mientras les lanzábamos piedras, les gritábamos a la cara casi todo el vocabulario inglés que conocíamos: British go home!!! Todo eso ocurrió en 1946 o 1947, al final del Mandato británico en Jerusalén, en la época de la verdadera Primera Intifada, nuestra intifada, la de los judíos contra la ocupación británica (aunque, quizá, ese es un pequeño ejemplo de la ironía de la Historia).

 

 

En la novela Una pantera en el sótano, conté cuáles fueron las experiencias que en mi infancia me llevaron de repente a descubrir que en el mundo, algunas veces, las cosas tienen dos caras, que hay conflictos que no se pueden pintar en negro y blanco. El último año del Mandato británico, cuando tenía unos ocho años, me hice amigo de un policía inglés que hablaba hebreo antiguo y que se sabía casi de memoria toda nuestra Biblia. Era un hombre gordo, asmático, emotivo, y tal vez también un poco confuso, que creía fervientemente que la vuelta del pueblo judío a su antigua tierra anunciaba la redención del mundo entero.

Cuando mis amigos se enteraron de esa relación, empezaron a llamarme traidor. Con el tiempo fui encontrando consuelo al pensar que, para los fanáticos, traidor es todo aquel que se atreve a cambiar. Los fanáticos de cualquier clase, de cualquier tiempo y cualquier lugar, aborrecen y temen los cambios, y sospechan que los cambios no son más que una traición originada por motivos oscuros y sórdidos.

El niño-narrador de Una pantera en el sótano se introduce en el relato siendo un fanático sionista, con un febril sentido de la justicia, pero al cabo de unas dos semanas descubre con gran asombro que en el mundo hay cosas que, en efecto, se pueden ver de determinada manera, pero que también se pueden ver de otra forma completamente distinta. Con ese descubrimiento, el niño del relato pierde su inocencia infantil, pero a cambio experimenta el ensanchamiento del mundo y también el primer indicio de bondad femenina.

Por si esas maravillas no fuesen suficientes, el niño del relato también logra cierta especialización en el ámbito del fanatismo comparado. Se da cuenta de que, muchas veces, el odio ciego hace que los que odian desde ambos lados de la barricada sean casi idénticos.

No, el término «fanatismo comparado» no es ninguna broma: tal vez ha llegado el momento de que en todas las universidades, en todos los colegios, en todas las instituciones educativas se impartan dos o tres cursos de fanatismo comparado, porque el fanatismo se está imponiendo aquí, en Israel, y en muchas otras partes del mundo, en el Este y el Oeste, en el Norte y en el Sur. Y, por supuesto, no se trata solo del islamismo fanático: en diversos lugares están surgiendo en estos tiempos peligrosas oleadas de fanatismo religioso cristiano (en los Estados Unidos, en Rusia, en algunos países del este de Europa), turbias oleadas de fanatismo religioso judío, oscuras oleadas de nacionalismo separatista que odia a los extranjeros en Europa Occidental y Oriental, y una creciente marea de racismo en más y más sociedades.

El fanatismo en casi la totalidad de la sociedad israelí judía, en todos sus colores y formas, llegó aquí con los judíos de Europa. Del este de Europa nos llegó el fanatismo revolucionario de la generación de los pioneros fundadores, que se empeñaron en moldear de nuevo a todo el pueblo de Israel, e incluso en borrar las ricas y diversas herencias patrimoniales de todos aquellos que llegaron desde distintos lugares de la Diáspora, para hacer crecer con brazo tendido a «un hombre nuevo». De Europa nos llegó también el fanatismo nacionalista con el culto al militarismo y con todo tipo de delirios sobre la grandeza imperialista. De Europa llegó también el fanatismo ultraortodoxo, que se encierra en un gueto fortificado y se defiende de todo aquello que es diferente.

Mientras que los que llegaron de países musulmanes trajeron con ellos una herencia ancestral de moderación y de relativa tolerancia religiosa, y la costumbre de vivir en buena vecindad con aquel que es diferente.

Efectivamente, el fanatismo «europeo» en todas sus variantes está acabando ahora ante nuestros propios ojos con la moderación de los judíos procedentes de países musulmanes.

Como ya se ha dicho, tal vez una de las razones de las crecientes oleadas de fanatismo sea el ansia cada vez mayor de soluciones sencillas y aplastantes, de una salvación «de golpe». Otra razón es que todos nosotros nos vamos alejando de las atrocidades que ocurrieron en la primera mitad del siglo XX: parece que, sin pretenderlo, Stalin y Hitler inculcaron en las dos o tres generaciones siguientes un profundo terror a cualquier extremismo y una cierta contención de los impulsos fanáticos. Durante varias décadas, gracias a los grandes asesinos que conoció el siglo XX, los racistas se han avergonzado un poco de su racismo, los que rebosan odio han refrenado un poco su odio, y los fanáticos que quieren arreglar el mundo han tenido un poco de precaución con sus revoluciones. Tal vez no en todas partes, pero sí al menos en algunos sitios.

Durante los últimos años, parece que ese «regalo» de Stalin, de Hitler, de los militaristas japoneses, está llegando a su fecha de caducidad. La vacuna parcial que nos pusieron está perdiendo su efecto. El odio, el fanatismo, el desprecio por el otro y por el diferente, el asesinato revolucionario, el ansia de «machacar de una vez por todas a todos los malvados mediante un baño de sangre», todo eso vuelve a levantar cabeza.

 

 

El fanatismo no es únicamente propiedad de Al Qaeda y del Daesh, de Jabhat al Nusra, Hamás y Hezbolá, de los neonazis, los antisemitas, los devotos de «la supremacía blanca», los islamófobos, el Ku Klux Klan, los Jóvenes de las Colinas2 y del resto de los que derraman sangre en nombre de sus creencias. Esos y otros fanáticos por el estilo son conocidos por todos. Los vemos cada día en las pantallas de los televisores despotricando, agitando puños iracundos frente a los objetivos de las cámaras, gritando a los micrófonos consignas incendiarias de todo tipo. Esos son los fanáticos visibles. Mi hija, Galia Oz, dirigió hace unos años un documental que se emitió en la primera cadena, un retrato exhaustivo y aterrador sobre las raíces del fanatismo y sus manifestaciones en la clandestinidad judía.

Pero hay otras clases de fanatismo, menos evidentes y menos visibles, que son frecuentes a nuestro alrededor y a veces también en nosotros mismos. Incluso en la vida cotidiana de sociedades normativas y de personas a las que conocemos bien, afloran a veces manifestaciones, no precisamente violentas, de fanatismo. De cuando en cuando nos podemos tropezar, por ejemplo, con opositores fanáticos al tabaco que reaccionan como si casi hubiese que quemar vivos a quienes se atreven a encenderse un cigarro en su presencia. O fanáticos vegetarianos y veganos que a veces parecen dispuestos a devorar vivos a los que comen carne. Algunos de mis compañeros en el Movimiento por la Paz me condenan furibundamente solo porque tengo una postura distinta sobre la forma más conveniente de establecer la paz entre Israel y Palestina.

Por supuesto, no todo aquel que alza la voz a favor o en contra de algo es sospechoso de fanatismo, y no todo aquel que protesta airadamente contra la injusticia se convierte en fanático por el hecho de protestar. No todo aquel que tiene posturas tajantes puede ser acusado de tendencias fanáticas. Ni siquiera cuando expresa sus opiniones o sus sentimientos a voces. El volumen de tu voz no te define como fanático, sino sobre todo tu tolerancia o intolerancia hacia la voz de tus oponentes.