Quien habla y quien calla - Chiara Valerio - E-Book

Quien habla y quien calla E-Book

Chiara Valerio

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Una de las voces más singulares y magnéticas de la narrativa italiana contemporánea. Scauri, la última ciudad del Lacio, no es bella ni fea, pero posee una gracia desordenada. Aquí llegó Vittoria en los años setenta, con Mara de la mano. Se dice que la adoptó, se murmura que la secuestró. Nadie lo sabe con certeza. Vittoria, con una risa primero grave y luego aguda, era una mujer distante y afable, acogedora y evasiva. Nunca discutió con nadie, nunca cambió de peinado. El pueblo no la comprendía, pero se sentía atraído por ella. Y un día, la encuentran muerta en la bañera. Un accidente absurdo, un final improbable. El pueblo lo acepta, como se aceptan las fatalidades inexplicables. Pero Lea Russo no. Abogada, esposa, madre de dos hijas, mujer ajetreada, Lea siempre había sentido una gran fascinación por Vittoria. Y ahora, frente a su ausencia, no se conforma. Quiere comprender qué se oculta detrás de esa muerte y, sobre todo, quién fue realmente esa mujer. Así comienza una búsqueda que es también una deriva. El pasado de Vittoria se abre como una herida antigua, y cada descubrimiento empuja a Lea hacia un territorio donde avanzar es arduo y volver atrás, imposible. En Quien habla y quien calla todo se desplaza: los afectos, las memorias, las verdades y los enigmas. Los silencios del presente y el estruendo del pasado conviven en una novela que respira como respiran los pueblos: entre lo dicho y lo callado, lo sabido y lo sospechado.

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Seitenzahl: 293

Veröffentlichungsjahr: 2025

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«La verdad es que, a fuerza de coleccionar cosas, plantas, de todo, acaba uno poco a poco por querer hacer lo mismo con las personas».

Micol Finzi-Contini

«Nunca nos controlamos del todo».

La triunfanteTeresa Cremisi

Las niñas, tras bajar del coche, echaron a correr y ni siquiera se despidieron de nosotros.

De pie en la puerta, mi madre las abrazó y me sonrió, levantando la barbilla como si me dijera No te preocupes.

Luigi había arrancado antes de que yo pudiera lamentar o arrepentirme de haber aceptado la invitación para pasar un fin de semana en Ponza, en una casa desde la que se veía el puerto.

La travesía en ferri desde Formia fue agradable, y la tarde del viernes, cálida. De un calor húmedo. Y, de hecho, el sábado y el domingo por la mañana, antes de marcharnos, el aire estaba cargado y parecía que iba a llover, aunque al final no había llovido. Paseamos un rato, comimos y nos dimos un chapuzón. Luigi no, decía que el agua estaba fría. Aunque no fuera verdad. Simplemente prefería escuchar la cháchara sentado en las mesas del bar del puerto.

El domingo por la noche, al regresar a casa, acosté a las niñas, estuve hojeando la edición vespertina de Il Golfo, la hoja mimeografiada ciclostil de las dos parroquias, y me fumé un cigarrillo.

Si no leí la noticia de la muerte de Vittoria fue porque antes de irme a dormir nunca leo las esquelas ni los anuncios inmobiliarios.

El lunes por la mañana, en el despacho, mientras intentaba convencer al ferretero y a su mujer de que no presentaran una denuncia después de que su hijo menor se llevara la peor parte en una pelea, Cristina, mi secretaria, entró en la habitación para avisarme de que una mujer insistía en hablar conmigo por teléfono. Pedí disculpas y me levanté por discreción. Era Mara.

Vittoria murió ayer por la mañana, me dijo en un tono suave, sosegado, era una llamada de cortesía. Sé que le gustabas y que ella te gustaba a ti.

También había llamado a otros amigos.

No fui capaz de preguntarle nada. Pensé en mí misma, viva, en Ponza, mientras Vittoria moría en Scauri.

Un accidente, había aclarado Mara. Un accidente en la bañera, repitió, y su voz se fue apagando sílaba tras sílaba. Le aseguré que iría a visitarla y ella, sin darme las gracias, antes de colgar el teléfono, me dijo Está aquí, en casa, el entierro es pasado mañana.

De regreso a la habitación, seguí hablando con el ferretero y su mujer, sin apartar la vista de la cerradura de la puerta que de vez en cuando se dejaba ver por detrás de sus cabezas, que se balanceaban en el ímpetu del relato. Él se expresaba casi a gritos, parecía como si le hubiera sentado mal que su hijo se hubiese llevado la peor parte.

Lea, el otro le tiró una botella de cerveza y gracias a Dios que no le dio en la cabeza, pues lo habría matado, le pasó rozando, ¿te das cuenta? Riccardo no es un cobarde, así que se le acercó y le lanzó un puñetazo y él lo esquivó y le rompió la nariz de un cabezazo. No fue un accidente.

No fue un accidente repitió Anna, la madre. Es necesario corregir estos comportamientos cuando todavía se puede, añadió, girándose molesta de repente, para averiguar quizá en qué estaba tratando de concentrarme por detrás de su cabeza.

Un accidente en la bañera, pensé, y volví a ver a Vittoria con su andadura tintineante, sus ojos ni oscuros ni claros, de un color denso, con un vestido de lino azul claro, sin mangas. La veía caminando por la acera, deteniéndose frente a los escaparates y sacudiendo la cabeza. Nunca supe cuáles eran sus sentimientos hacia esos objetos. Hablaba, divertida, de cosas de las que uno no podía o no debería reírse. De la gente que se ponía los cuernos. De los que se construían capillas mortuorias bifamiliares encima del cementerio. De los que tropezaban. De las personas en sillas de ruedas bloqueadas por barreras arquitectónicas. ¿Te das cuenta del nombrecito? Barreras y punto.

Yo tenía presente la bañera en la que había muerto, había estado muchas veces en casa de Vittoria, era imposible no percatarse de ella porque la puerta de entrada, después de la perspectiva de un largo pasillo, daba directamente al baño, al final del cual, bajo una ventana de cristales amarillos y verdes, estaba la tina. Los cristales de las ventanas eran de un ajedrezado irregular, cuadrados y rectángulos, y el suelo y el revestimiento de las baldosas, de un negro brillante.

La casa había sido reformada a principios de los años setenta, cuando Vittoria se mudó a Scauri con Mara. Todos conocíamos la bañera, y estaba claro que llamaba la atención por esos azulejos negros. Al menos eso me había asegurado Enrico, se lo había preguntado, quién sabe por qué, tal vez cuando hicimos las obras en casa. Enrico suministraba sanitarios y mayólicas a todo el sur de las lagunas Pontinas, hasta pasado Fondi, y era tío de mi marido. Estaba segura de que, en esa casa, hasta donde yo podía recordar, nunca había habitado nadie.

Desde que Vittoria vivía allí, siempre estaba abierta, se entraba por el jardín y ya en el patio se respiraba un aire alegre, gente charlando, perros persiguiéndose, gatos saltando sobre las mesas y arreglándose las uñas en los árboles. También había un pavo real, Patrick.

Así había sido cada vez que yo había ido, desde el primer día. Para mí y para todos, porque, cuando aún no habían terminado de arreglar la casa, celebraron una fiesta, el cumpleaños de Mara. Yo no estuve, me lo contaron. Todos habían hablado de aquello.

Un pequeño edificio con ciertas pretensiones, pero en decadencia, una planta baja y otra superior, con una bonita entrada, en via Romanelli, y un pequeño jardín que en veinte años se había vuelto exuberante. Vittoria conocía bien las hierbas, leía sobre jardines y caminaba mucho, podía caminar hasta el Redentor, donde estaba la estatua de Cristo. Incluso leer sobre jardines, según la responsable de la papelería donde Vittoria encargaba los manuales, era algo muy particular. Particular en el sentido de extraño. Por lo demás, nosotros teníamos huertos y parterres, los jardines estaban en las casas de los señores. O pertenecían al municipio. El de la villa del general Nobile era un jardín, y el parque municipal con las atracciones detrás del quiosco de helados de Sayonara también, pero público.

Cuando llegaron, nadie les hizo demasiadas preguntas, tal vez porque nadie se dio cuenta de que su intención era quedarse aquí. Vittoria había empezado a trabajar en una farmacia, Mara había abierto una pensión y unos baños para perros y gatos cuando a nadie se le ocurrían cosas así. Ni siquiera sé si esa actividad era legal o cuál era el régimen fiscal, pero acudía mucha gente a curiosear y porque a todo el mundo, antes o después, le hace falta que alguien cuide a un perro o a un gato durante unos días.

Eso es lo que me pasó a mí también, en diciembre de 1974.

Había discutido con mi madre y no quería pedirle que se quedara con Madama, mi perra. Mi madre no aceptaba que se hubiera acabado esa época en la que los perros y los gatos o eran animales callejeros a los que, de vez en cuando, se les daba un poco de comida —pero no mucha, no fuera a ser que se apegaran a ti— y que corrían el riesgo de acabar embestidos por un coche un día sí y otro también, o bien eran escobas o azadas animadas, herramientas de trabajo. Los perros servían de guardia; los gatos cazaban ratones; las gallinas daban huevos; las vacas, leche y carne; al cerdo lo mataban una vez al año, y yo tenía que lavar las tripas para embutir salchichas y salami. La idea de un animal de compañía no le entraba en la cabeza. Si no habla, ¿qué compañía es?, objetaba mi madre con cara de mal humor mientras barría el suelo de la cocina. Yo misma, para ella, era una herramienta de trabajo y, en mi condición de mujer, el bastón de su vejez. Un bastón animado. Ni siquiera quería que aceptara la beca después de la universidad. Le’, ponte a trabajar que t’hai ’a spusa’, tienes que casarte.

Mi madre habría dejado a Madama fuera de casa durante tres días. Yo no quería casarme, quería seguir estudiando y hacer una escapada de dos días para ir a ver a Luigi, que estaba haciendo la mili, pero no sabía dónde dejar a la perra, así que Alba, mi mejor amiga, me sugirió la pensión de Mara. Ella nunca había estado, pero le habían hablado de ella en el tren de Roma. Así te sentirás más tranquila, de lo contrario, mientras estés con Luigi no dejarás de pensar en Madama. Alba siempre ha sido una mujer práctica.

Me gustaba Luigi, llamaba a Madama «falsa loba», era oficial de complemento del ejército en un lugar perdido de la provincia de Salerno, un nido de víboras.

El jardín de la casa donde vivían Mara y Vittoria no era tan bonito como ahora, la azotea plana aún no era una terraza, no tenía barandilla, pero era evidente que alguien ya le prestaba atención y había empezado a encargarse de él a diario. En apenas unos meses todo había comenzado ya a volverse exuberante. El alojamiento y los baños no estaban de moda, los veterinarios se ocupaban principalmente de gallinas y ovejas, vacas y cerdos, y conejos si acaso. Los conejos, en especial, son animales delicados.

El Redentor, donde Vittoria había recogido plantas y flores que luego trasplantó al nivel del mar, era un pico de los Aurunci, el monte Altino, que recibía ese nombre por la estatua de Cristo.

Que habían venido para quedarse estaba claro, porque la dueña de la farmacia, una señora muy distinguida de Livorno, se había enterado por una amiga de que la casa de via Romanelli no había sido alquilada, sino comprada por Vittoria, y que Mara no era hija suya, a pesar de haber registrado la propiedad a su nombre. Lo había contado el notario una mañana en el bar Italia, mientras comentaba otra sucesión, hilarante a su juicio, de una casa en la zona de Vindicio para la que había sido complicado encontrar al menos a un heredero, una casa preciosa a la que, al final, el heredero había renunciado en favor de un amigo de su tío, el propietario. Pero en qué sentido era amigo, eso nadie sabía decirlo. Quizá porque la palabra «Vindicio» llevaba de inmediato a la palabra «Formia», que avivaba enseguida en el corazón de los lugareños el provincialismo contra el pueblo situado a menos de diez kilómetros al norte, esa información, jugosa en sí misma, de que Mara no era la hija no había generado chismorreo alguno. Había seguido siendo kárstica. Agua que discurre bajo los pies de los habitantes de Scauri como el río Capo d’Acqua, que había sido soterrado y que desde el Parque de las Truchas hasta el mar solo era visible en breves tramos. Y en esos breves tramos los niños recogían renacuajos y los guardaban en frascos de conservas. Renacuajos que a veces soltaban en el río, donde se convertían en ranas pero más a menudo morían.

Aquel día de Madama, al verme fuera de la puerta con un perro anciano, una mujer con pelo oscuro justo por encima de los hombros vino hacia mí sonriendo. Con un movimiento rápido y decidido de cabeza, había liberado su ojo derecho de un mechón de pelo. De ojos no claros pero llenos de luz, llevaba un sombrero de paja que había visto días mejores, pantalones holgados, un jersey blanco de punto trenzado y empuñaba una podadera. Mi madre también trabajaba la tierra y tenía su propia elegancia, pero Vittoria parecía haber salido de las páginas de la revista Oggi, donde de vez en cuando yo leía reportajes sobre la realeza en el exilio. Parecía una princesa árabe en una finca de la campiña toscana. Y, sin embargo, detrás de ella solo se veía un edificio en no muy buen estado. Un jardín desordenado y el enlucido agrietado. Había pertenecido a la familia Nocella, que antes del incidente del caballo poseía todas las tierras desde la Apia hasta las vías del ferrocarril.

Me preguntaba si sería posible dejarles la perra durante un par de días y cuánto cuesta. Eso fue lo que le dije, sin darle siquiera los buenos días de cortesía.

Vittoria, sin dejar de sonreír, me contestó Antes que nada, pase y tome asiento, ¿quiere un vaso de agua, un café? ¿Sirope de tamarindo?

Sin esperar respuesta, puso una mano en mi brazo, luego se encaminó hacia la entrada, dejó la podadera sobre una mesa de hierro y, quitándose el sombrero, entró en la casa. Tenía un corte de pelo correcto pero pretencioso. En el patio, una mesita con dos sillas. En el umbral se dio la vuelta, como para enfocarme, e inclinó la cabeza, mientras yo desviaba la mirada, sonrojándome, y observaba mi jersey en busca de alguna mancha.

Al cabo de unos minutos salió acompañada de dos chicas, volvió a ponerse el sombrero, me saludó cortésmente tocándose el ala, podadera en mano, y regresó a donde la había encontrado. Había cierta marcialidad en sus gestos. Una cortesía marcial, y algo de agitación, de movimiento, como un capitán de barco.

Mi abuelo se tocaba el ala del sombrero en señal de respeto o despedida. Luigi, después del juramento, me había enviado una foto con el uniforme de oficial, gorra con visera, se notaba que tenía los ojos claros a pesar del blanco y negro. Siempre me han gustado los ojos claros. Creo que lo primero que me encantó de Luigi fue el azul verdoso de sus ojos. Son los hombres los que se quitan el sombrero.

Conocía a una de las dos, Filomena había sido compañera mía en primaria, era la hija del sepulturero. Al verme, no había hecho el menor gesto de cortesía, al fin y al cabo, hacía mucho que no nos veíamos. A la otra nunca la había visto, parecía una muñeca. Pelo rubio recogido en trenzas tan largas que daban dos vueltas alrededor de su cabeza. Llevaba unos vaqueros de campana desteñidos, una camisa muy colorida y gafas rectangulares de hueso. Era muy guapa. Había acercado sus manos al hocico de Madama.

Hola, soy Mara. ¿Se porta bien esta señora?, me dijo.

Sí, se porta bien, pero es un poco incontinente, contesté apresuradamente dirigiéndome a Filomena, quien fingía no conocerme, o eso me pareció.

Soy Lea, ¿te acuerdas de mí?

Sí, sí, íbamos juntas a primaria, pero a ti se te daba bien, Le’, no he vuelto a verte en la playa. Se echó a reír.

Es que voy a las rocas con mi hermano mayor.

Tampoco se te ve por ahí.

Será por los horarios, fui al instituto a Formia, a la universidad a Nápoles, entre autobuses, trenes, estudiar y ayudar a mi madre en casa, en fin.

Ya te he dicho que se te daba bien estudiar, Le’, ¿y ahora qué haces?

Preparo el examen para ejercer la abogacía.

Virgen santa, ¿ya con un título y no te vas a casar?

No sé por qué, antes de contestar me volví hacia Vittoria, quien, distrayéndose de las hojas, se me quedó mirando con curiosidad. Tenía las manos por encima de la cabeza, con una sostenía una rama y con la otra podaba. Las rosas trepadoras, dijo alzando la voz, son resistentes, pero hay que orientarlas o, de lo contrario, no pasan de arbusto.

Sí, Filomena, tengo novio, pero ya habrá tiempo para casarnos, mientras tanto voy y vengo a Roma, he obtenido una beca en la Universidad Pro Deo.

Bajé la mirada y me encontré con la de Madama, que, con la lengua fuera, me miraba fijamente como pidiéndome permiso para irse. Me miraba a mí y luego a un perro tumbado bajo un árbol, así tres o cuatro veces.

Son trescientas liras al día, había dicho Mara, comida, alojamiento y cepillado, si quieres puedes dejarla ya, no parece que vaya a escaparse, y se rio, pero no de forma chabacana como Filomena, sino cristalina. El arroyo del Parque de las Truchas sobre Monte d’Oro cuando los peces saltaban. Una piscifactoría de agua dulce en un pueblo costero. También había una piscina con toboganes. Y un bar restaurante.

Trescientas liras no era poco, pero podía permitírmelo y quería demostrarle a mi madre que era independiente, al menos económicamente, y también fastidiarla.

Incluso los peces de piscifactoría saltan, me dijo Luigi el día antes de marcharse a la mili. Luego me besó. Y su bigote no me había molestado. Se había producido un accidente en la piscina del Parque de las Truchas. Un niño quedó paralítico. En invierno las piscinas están vacías. ¿Son feos los arbustos?

Lo que provocó que los Nocella perdieran sus tierras y casas fue también un accidente. El caballo mató de una coz al patriarca, la mujer se quedó con siete hijos y tuvo que ir vendiéndolo todo trozo a trozo. Por suerte cosas que vender no les faltaban, otras personas ni eso, se murmuraba en las casas de los pescadores, cerca del acantilado. Otras personas solo pueden venderse a sí mismas y ni siquiera les alcanza para salir adelante.

Un accidente en la bañera, seguía oyendo, como en una radio olvidada encendida, mientras esperaba en Lu Rusticone mi turno para comprar una pizza. Los lunes cenábamos pizza. Un accidente en la bañera, se repetía en la calle.

Abogada Russo, ¿se ha enterado de lo de Vittoria?, un accidente en la bañera.

Carmela, que trabajaba en Ernesto Bruno, la mercería frente a Lu Rusticone, me miraba con curiosidad, pero yo no tenía nada que contarle más allá de la llamada telefónica de por la mañana. Sí, un accidente en la bañera, me oí repetir, y luego seguí hablando.

Mara me ha llamado esta mañana para decírmelo, ayer estuve fuera, el funeral es el miércoles.

Y pensar, abogá, que yo me tropecé con ella ayer por la mañana en las rocas, y como siempre Vittoria se zambulló y estuvo nadando durante más de media hora, serían las siete o las siete y cuarto, y pensar, abogá, que en cierto momento creí que se había ahogado, no volvía, pero luego la vi, más allá de la boya, y hasta levantó el brazo, y cuando volvió me dijo que se había detenido en la Madonnina para ver Ischia.

¿Es que podía verse Ischia el domingo por la mañana?

Y hasta Mondragone y Ponza, un día diáfano, como una lupa.

¿Y luego?

Y luego nada, abogá, nos tomamos un café en Lo Scoglio y esperamos a que se le secara un poco el pelo, estaba alegre, bromeando, como siempre, me dijo Sabes, Carmela, todos los días deberían ser como este. ¿Qué quieres decir?, le pregunté, porque solo habíamos hablado de la pelea con botellas de la otra noche, pero ella no me respondió, se quitó los zapatos, tal vez le había entrado algo de arena, los sacudió en las patas de la mesa y dejó el dinero del café. Y ya ve, no en el mar, abogá, se ahogó en su bañera. Y, por cierto, ¿sabe algo sobre los que se zurraron?

Sí, los padres de Riccardo vinieron a poner una denuncia, Riccardo tiene la nariz rota.

Lo que quieren es pasta, abogá, ese Riccardo es ’na cap’ ’e nient’, un cabeza de chorlito.

Perdóneme, Carmela, me toca a mí y las chicas me están esperando.

Perdóneme usted, abogá, buenas noches y recuerdos al profesor. El hijo del ferretero es largo de manos, acuérdate del follón de Semana Santa, abogá.

Todos los días deberían ser así, me repetía preguntándome ¿Así, cómo? ¿Qué quiso decir Vittoria? Luigi, que no parecía interesado en la vida del pueblo, pero lo sabía siempre todo, me había dicho que Mara no estaba en casa cuando Vittoria regresó el domingo, había ido a sacar de paseo a los dos grandes daneses del concejal Comi. Mara llegó a Spigno a pie, pasó por Santa Maria y luego, cansada, hizo autostop y regresó con uno de la tienda de bombonas de encima de la cuesta. Cuando entró al baño a lavarse las manos, se encontró a Vittoria bajo la superficie del agua, desde el pasillo no podía vérsela, ¿entiendes?, pero no gritó, la levantó y la besó.

Perdona, ¿y tú cómo sabes eso?

Ambos nos habíamos girado para asegurarnos de que las niñas, que lo escuchaban todo y lo repetían todo, estuvieran distraídas de verdad con la pizza.

Perdona, Luigi, ¿y tú cómo lo sabes?

Por Franca, ya sabes que va los domingos a su casa a limpiar después de la misa de las once. Acababa de dejar su bolso en la entrada y lo vio todo, se acercó y al ver lo que había pasado se puso a gritar. En ese momento llamaron a la ambulancia, aunque obviamente ya no había nada que hacer.

Pero ¿cómo ha sido?

Se ahogó en la bañera.

¿Le han hecho la autopsia?

Por supuesto, Tommaso se la ha hecho y ha encontrado agua en los pulmones.

¿Cómo es posible?

Lea, no lo sé, es una fatalidad. Franca jura que, desde la entrada, con la puerta del baño enmarcando la escena, parecía el beso de Blancanieves y el príncipe, ya sabes que tiene nietos pequeños y ahora solo ve dibujos animados.

Las niñas se habían comido toda la pizza mientras veían La bruja novata. No se habían lavado las manos. Las pequeñas huellas grasientas de dedos en el sofá de cuero sabían a la pizza que yo no había probado. Desde que llegó a casa el aparato de vídeo, las peticiones de juguetes se habían convertido en peticiones de cintas. Luigi tenía la capacidad de comprar juegos para él que las niñas percibían como juegos para ellas. Los científicos llevan una vida de niños. Coleccionábamos las cintas de vídeo que traían l’Unità y laRepubblica. Películas clásicas. Películas del Oeste. Más tarde, encerrada en el baño fumando, miraba la bañera. Sentada en el borde escudriñaba el fondo como si pudiera revelarme lo que le había pasado a Vittoria. ¿Cómo es posible que una nadadora experta, alguien que se lanza al mar en invierno y en verano, muera ahogada en la bañera de su casa? Un accidente, abogada. Una fatalidad, Lea. Todos los días deberían ser así.

Abriendo Il Golfo de la tarde anterior, buscando lo que debería haber visto y no había visto, había leído Nuestra amiga Vittoria ha sufrido un accidente en su casa. Una caída quizá, una fatalidad acaso. La lloramos juntos ahora y para siempre. La fatalidad, una vez más.

¿Los peces amarillos antideslizantes protegerían a las niñas?

Al día siguiente, en el despacho, me estaba esperando Angelo, el ferretero. Me había dicho que estaba preocupado por Riccardo, a quien ya le apodaban Ariete en la plaza. Es lógico, si en lugar de dar el cabezazo lo recibes, qué vas a esperar. Angelo me había dado una instantánea desenfocada y movida en la que se veía a alguien que tiraba algo a la playa, y parecía, efectivamente, una botella. Reconocí las sombrillas azules del Lido Oriente, cerradas y reservadas como capullos, y los espigones frente a la playa libre. Una persona de pelo rubio y rizado, corto, con camiseta y bermudas, plausiblemente un chico, aún más plausiblemente Riccardo.

La foto la había tomado alguien por detrás de él, el que lanzaba la botella estaba de frente. Un rostro irreconocible, pero de rasgos regulares, un polo claro, un jersey azul sobre los hombros, pantalones largos, probablemente mocasines, pero no se le veían, tenía los pies cortados.

Era él quien había empezado, estaba claro. Angelo seguía hablando, pero yo no lo escuchaba. A lo lejos, en la orilla, una sombra de la tarde, estaba Vittoria, menos borrosa que el resto, captada dando un paso, su habitual paso tintineante, un vestido sin mangas, una blusa anudada a la cintura, casi como un fajín, el pelo que desde hacía algún tiempo se había dejado canoso y le sentaba bien, con la cabeza en alto, algo delante de la cara, unas gafas probablemente, se las había quitado y las tenía sujetas de una patilla en la boca. Balanceándolas entre los dientes. Lo hacía a menudo. Nunca se había teñido el pelo, y cuando la miraba, yo pensaba que haría lo mismo.

¿Qué hora era?, le pregunté al padre de Ariete.

Antes de cenar, las ocho, las ocho y media, abogá, ¿le viene bien la foto?

¿Quién la sacó?

Un amigo de mi hijo, al que le regalaron una Polaroid por su cumpleaños, pero saca las fotos borrosas, es ‘nu sciem’, un tarado.

No creo que sirva de ayuda, pero déjemela, ¿están seguros de que quieren seguir con la denuncia? Son dos menores de edad.

Abogada Russo, soy padre, no quiero que Riccardo crezca con la idea de que uno puede pegar a alguien o recibir un golpe sin consecuencias.

Angelo, quiero que quede claro que así nos adentramos en un camino que conllevará una mancha en los antecedentes penales de un menor, de varios menores tal vez.

Lea, el chico que tiró la botella es de Roma, esa gente no puede venir aquí a comportarse como matones con mocasines, y además ¿qué tío de verdad lleva mocasines?, e jamm’, venga, hombre, es como comer helados de fresa. Esta gente piensa que puede quedar impune incluso cuando pudo acabar en tragedia, no en una fractura de nariz; de todos modos, se lo preguntaré a mi mujer. Pero de verdad, abogá, ¿a ti se te ha ocurrido alguna vez tirarle una botella a nadie?

Cuando Angelo se fue, llamé por teléfono al instituto de Luigi, los martes solo tenía dos horas y luego se quedaba en el laboratorio, estaba segura de que estaría al tanto de eso que llamaban el follón de Semana Santa que Carmela había mencionado la noche anterior mientras estábamos en la fila de la pizza. Y, en efecto, como siempre, esa capèra, esa portera que es mi marido lo sabía todo.

Para empezar, el follón de Semana Santa eran dos follones.

Riccardo, con sus primitos Andrea, de seis años, y Alessandra, de ocho, entra en la sacristía porque el padre Michele acaba de abastecer de vino la iglesia. Su intención era robar algunas botellas para emborracharse con los amigos en Sieci, en la zona de la chimenea. Distraído por la posibilidad de hacerse también con las hostias no consagradas y buscando a tal objeto un saco, una bolsa, una funda de almohada, se aleja de sus primitos y se interna en los cuartuchos de la rectoría llenos de vino vertido en botellas de Coca-Cola. Los dos niños no bebieron la suficiente cantidad de alcohol como para alertar a Riccardo, pero sí la suficiente como para que unas horas más tarde los encontraran en la conejera mordiendo las orejas de los conejos. Los conejos se pusieron nerviosos, los primos cantaron de plano, Riccardo tuvo que devolver el vino y ayudar en misa durante todo el verano.

El segundo follón era más grave porque quedó claro que el de los primitos no era el primer robo de vino y mucho menos de hostias. Algunos decían que Riccardo y sus amigos vendían vino y pan supuestamente bendecidos a sectas satánicas de la otra orilla del Garigliano. Otros contaban que se reunían también en las montañas de Spigno. Riccardo había confesado que la idea de los robos se le había ocurrido en la iglesia de la Immacolata, porque desde el campito de fútbol se accedía directamente al sótano.

Scauri tenía dos iglesias, Sant’Albina y la Immacolata, una en la plaza al pie de la cuesta, viniendo de Formia, la otra en la plaza propiamente dicha, en el semáforo del cruce que, como todos los cruces de Scauri, conducía de un lado al paseo marítimo y del otro a la calle de la estación.

Vittoria podría haberse convertido en una de esas curanderas que se encuentran en los pueblos y parecen no tener oficio ni beneficio, pero viven en plena naturaleza, no solo en la humana. Nunca quiso serlo, a pesar de poseer una gran intuición en los diagnósticos y de que todos le preguntaran de todo. Su vida parecía tranquila, permanecía en la farmacia las horas que debía y pasaba el resto del tiempo caminando, nadando, leyendo libros de botánica y cultivando el jardín. Le gustaba que hubiera gente en casa y jugar a las cartas. Me interesan las plantas terrestres y las plantas celestes, decía riéndose.

Mi madre había buscado durante años los males del cuerpo, junto con mi padre, con un péndulo, no eran fulleros, simplemente muy religiosos, y pensaban que la religiosidad era un flujo, una especie de líquido inodoro e incoloro que ellos eran capaces de detectar, anudar y desatar.

El péndulo era negro. Liso. Baquelita tal vez. Una forma extraña, entre un corazón y un cucurucho de helado, una bellota. Mis hijas también jugaban con el péndulo sobre el vientre del gato y una vez lo usaron como strummolo, la peonza de madera que de vez en cuando vuelve a ponerse de moda. Mi madre tocaba madera y levantaba la vista al cielo.

Quería ir a casa de Vittoria pero no sabía qué decirle a Mara. Los días de asueto hacían que me sintiera culpable. De no haber ido a Ponza, probablemente me habría tropezado con Vittoria como todos los sábados por la mañana comprando pastas en Vezza o Morelli. Nos reíamos de la costumbre de comprar pastas para el almuerzo del sábado. El domingo es el día de descanso del estómago, decía. Los domingos, cuando Vittoria volvía de la playa, según contaba Franca, que iba a limpiar la casa porque los demás días estaba ocupada, se quedaba en el jardín, en el patio si llovía, bajo la acacia si hacía sol, leyendo, podía quedarse allí toda la tarde, o eso por lo menos era lo que decían los Nocella, que le habían vendido la casa y vivían en la única otra propiedad que habían podido conservar, al otro lado de la calle. El domingo, sobre las seis de la tarde, Vittoria se levantaba y abría la verja para que quien tuviera que dejar el perro o el gato supiera que podía entrar, y en ese momento, normalmente, se formaba un pequeño grupo de personas que se tomaban una copa de vino o una cerveza. Tampoco faltaban nunca siropes de menta y tamarindo. A Vittoria le gustaba la cerveza durante el día, por la noche solía verla beber vino, no mucho, no creo que se emborrachara. Siempre había algo para beber en su casa. Antes de la pensión para perros y gatos de via Romanelli, el único alcohol con el que se relacionaban las mujeres era el etílico o puro, que servía para limpiar cristales y desinfectar raspaduras y achaques en las rodillas de los niños. O para confeccionar licores de limón y nueces que se guardaban en casa para ocasiones especiales, bodas y funerales, y para visitas de familiares de fuera.

La acacia de Constantinopla era el árbol bajo el que Madama había pasado su primera estancia con Mara y Vittoria. Hasta entonces nunca había sabido el nombre del árbol, ni, una vez que lo supe, me había acostumbrado a que un árbol llevara el nombre de una ciudad o de una virgen. Algunos la llamaban «mimosa tímida», porque si pasabas los dedos por las flores rosas, se cerraban, otros, «mimosa japonesa», porque las flores tenían el color de los pétalos de cerezo. No era ni lo uno ni lo otro. Ni siquiera era una mimosa. Con el paso del tiempo, la planta había acabado dando nombre a la casa. Y desde la casa, el nombre se había extendido a toda la calle. Nos poníamos de acuerdo para vernos en Constantinopla. En verano, cuando llegaban turistas nuevos, este hábito creaba confusión en las indicaciones callejeras o en las citas entre los chicos. El cine está en la paralela a Constantinopla. Da la vuelta por Constantinopla, que llegas antes. Después de las seis en Constantinopla no hay sitio para aparcar. Ese tipo de cosas. Vittoria se divertía, decía que le gustaba vivir en Constantinopla, y tal vez viniera de verdad de Constantinopla, por lo que sabíamos.

Cuando llegaron Mara y Vittoria pensamos que habían salido de una comuna. Unos años antes habían intentado fundar una en Scauri, detrás del Monte d’Argento, pero el proyecto acabó naufragando. Principalmente a causa de los huesos que encontraron al cavar el pozo. Al principio se decía que eran de la época romana. Pero no, eran de la guerra, de la segunda. El proyecto de la comuna había naufragado porque, según se decía, uno de los fundadores había reconocido a su abuela entre aquellos huesos mezclados como en un mikado.

Ahí estaba la calavera de mi abuela, así lo repitió en el bar.

Vio la calavera de su abuela y la calavera le habló, ese era el rumor que corría.

¿Pero abuela por parte de madre o de padre?, preguntaba la gente.

¿Y qué decía la calavera?, insistían.

Alguien propuso una recogida de firmas para que las parroquias dejaran de organizar representaciones. Todos se sentían como Hamlet con la calavera en la mano.

Se decía que Vittoria había adoptado a Mara. Que la había secuestrado, como a los niños que llegaban junto al circo o los gatos que desaparecen cuando el circo levanta la carpa y desmonta las jaulas. Se decían muchas cosas y muchas más se callaban. Se decía que Mara, con esos colores de alemana, pero esa alegría en sus movimientos, era hija de nazis huidos a Sudamérica, a diferencia de Kappler y Reder, a quienes les había caído una condena en Gaeta. Se decía que los padres de Mara habían muerto y que Vittoria se había encargado de ella.

Lo cierto era que, cuando se las veía desde el paseo marítimo caminando por la playa rodeadas por los perros que Mara sacaba a pasear, y Mara se soltaba las trenzas y daba algunos pasos de baile delante de Vittoria, con vueltas y medias vueltas, lo cierto era que la naturaleza de ese hacerse cargo, de esa adopción, ya no estaba tan clara. El pelo rubio, las caderas que se balanceaban al ritmo de una música que ninguno de nosotros podía oír. Un rapto, en definitiva. ¿Pero en qué sentido? Vittoria balanceaba la patilla de las gafas, sosteniéndola entre los dientes.