Quiero ser negra - Antjie Krog - E-Book

Quiero ser negra E-Book

Antjie Krog

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Beschreibung

El estilo de la obra de la autora, la estructura de su relato, son poco convencionales. Quiero ser negra articula en sus capítulos tres motivos diferentes cuya relación crece y se intensifica a medida que avanzamos en su lectura. El primero aborda la violencia y la represión policial, también la violencia ciudadana, en el país sudafricano. En el segundo, Krog narra la historia del rey Moshoeshoe I, y con él la historia de Lesoto, la condición de sus costumbres, la naturaleza de sus valores, tan diferentes de los occidentales. En tercer lugar, la propia vida de la autora en Berlín, su conciencia de la vida europea, de la cultura occidental, de un mundo completamente distinto, y la necesidad de integrarse en la sociedad a la que pertenece: "Quiero ser negra" es un deseo que no llega a satisfacer, pero que está en el horizonte de su existencia.

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Quiero ser negra

Traducción de

Amaya Bozal

www.machadolibros.com

Antjie Krog

Antjie Krog

Quiero ser negra

La balsa de la Medusa, 227

Colección dirigida por

Valeriano Bozal

Título original: Begging to be Black

© Antjie Krog, 2009

© de la traducción, Amaya Bozal Chamorro, 2020

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]

ISBN: 978-84-9114-344-4

Índice

Nota

Agradecimientos

PRIMERA PARTE. UNA LARGA CONVERSACIÓN: PRIMERAS PERCEPCIONES Y ALGUNAS COSAS NUNCA ESCUCHADAS

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

SEGUNDA PARTE. COMPRENSIONES, ALGUNAS, ASUMIDAS; OTRAS, INCOMPRENDIDA

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

TERCERA PARTE. UNA LARGA CONVERSACIÓN: ¿EN QUÉ CONTEXTO?

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Bibliografía

Glosario

Notas sobre las fuentes

A Petrus

Nota

Quiero ser negra recoge y reconstruye antiguas y nuevas historias, filosofías conocidas y menos conocidas, así como muchas otras conversaciones. Estoy en deuda con muchas personas y textos, pero las (malas) interpretaciones y el (mal) uso de todo ello sería solo mío, en un esfuerzo por entender lo que decimos y hemos dicho sobre nosotros mismos y los demás, en las largas conversaciones entre negros y blancos habidas largo y tendido en este país. Mi compromiso no es con los individuos, sino con los textos que se producen en culturas específicas. Como todo se filtra por mi propia memoria, cultura e interpretación subjetiva, a menudo utilizo nombres y lugares ficticios, también he evitado las notas a pie de página, aunque las citas aparecen en una lista bibliográfica al final del libro.

Tampoco es esta una biografía del rey Moshoeshoe I; tan solo me he centrado en descripciones de partes de su vida que contribuyen a las conversaciones que he intentado trazar.

Partes del texto han aparecido en una breve novela afrikáans, Relaas van ‘n Moord (traducida al inglés por Karen Press), en Umama, editada por Mariom Keim, libro del año en el Wissenschaftskolleg zu Berlin, 2008, así como en diversas revistas académicas acreditadas, locales e internacionales.

Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a Kopano Ratele y Nosisi Mpolweni, que continuaron con las pacíficas conversaciones que Sandile Dikeni comenzara muchos años atrás; también a las duras y desafiantes conversaciones, así como su generoso apoyo, con Ingrid de Kok y Tomy Morphet. Quiero agradecer el paciente compromiso del filósofo Paul Patton durante mi estancia en Berlín, así como su idea acerca de cómo utilizar los textos conversacionales en este libro; a Yvette Christiae, que fue quien empezó todo, y a Roz Morris, que me ayudó a terminar. Gracias también a Nomfudo Walaza, Sipho Mbuque y Hlonipha Mokoena, por compartir su habilidad para formular temas particulares de manera inolvidablemente sucinta; a David Ambrose de Lesoto, así como a Stepehne Gill y su maravilloso equipo del museo de Morija, por su ayuda, y finalmente, a mi querida compañera en Lesoto, traductora, entrevistadora y entrevistada, Mannini Mokhothu.

Estoy en deuda con la Universidad de Western Cape, STIAS, en Stellenbosch, y especialmente con el Wissenschaftskollege zu Berlin, cuyo beneficioso entorno y su gran apoyo me permitieron abordar con mayor profundidad la filosofía africana al tiempo que me dejaban espacio para «probar» parte de mi pensamiento con mentes maravillosas. Una palabra especial de agradecimiento a la Biblioteca de Wiko y a todos los alumnos de 2007/2008, que enriquecieron mi estancia y pensamiento inmensamente: he utilizado material de algunos de los coloquios de Randolph Nesse, Robert Pearlman y Raphael Rosenberg; también, algunas conversaciones en nuestra «Mesa del Tercer Mundo» agudizaron mi conciencia sobre los peligros del esencialismo y las posibilidades del cuidado.

Mi más sincero agradecimiento a Ivan Vladislavc y Tim Xouzens por sus cuidadosas lecturas y sugerencias, a Robert Plummer por su paciencia editando la obra de una autora cuya lengua materna no es el inglés. Y, como siempre, gracias a mi marido, John.

Antjie Krog

Septiembre de 2009

Vosotros, todos vosotros, no tenéis que reconciliaros conmigo, sino con lo que yo significo... El viaje hacia el futuro pasa por aceptarme, a pesar de mí mismo, en el mapa del mundo donde se inician los viajes hacia la realización humana.

Njabulo Ndebele, The Cry of Winnie Mandela

Primera parte

Una larga conversación: primeras percepciones y algunas cosas nunca escuchadas

Capítulo I

Un disparo retumba. Un hombre cae hacia delante, sus manos tendidas hacia un taxi aparcado muy cerca.

Alguien grita.

Los transeúntes se dispersan en todas direcciones. Los taxistas de la parada cercana se agachan bajo el volante. Otro disparo más y el hombre cae sobre el asfalto, su maletín se abre. Brotan regueros de sangre de su hombro lacerado, mientras se arrastra hacia el ansiado vehículo. Logrará alcanzarlo, pero una figura con pasamontañas sigue sus pasos. A zancadas, como impulsado por un resorte, se detiene de pie ante él.

El hombre herido se gira y alza la mirada.

Por su firmeza, la pelvis en perfecto equilibrio, los brazos enfundados en sendas mangas rojas, que descienden con una gracia extraña, la pistola apuntando a su frente, el herido lo sabe: es el final.

Un tiro de gracia. El hombre herido mueve la cabeza en el último momento y la bala que lo mata no sale de su cuerpo: penetra en el hueso frontal del cráneo, dos centímetros por encima del ojo, y sale cuatro centímetros detrás del oído izquierdo, donde queda atrapada entre el cráneo y su negra piel, formando un pequeño bulto.

Rápidamente, el asesino se quita el pasamontañas, enrolla la pistola en él y, con extasiada energía, huye corriendo –acompañado de otro hombre– lejos del cuerpo y hacia la estación, esquivando taxis y espectadores aterrorizados.

* * *

Es 25 de febrero de 1993 –seis y cuarto de la mañana, en Kroonstad.

De lo ocurrido, nada sabemos. Serenos, tras nuestros ejercicios de respiración profunda, J. y yo enrollamos nuestras esterillas de yoga y llamamos a nuestros hijos, que juegan con otros niños en el jardín de la casa donde impartimos nuestra clase semanal. Conducimos hacia la tienda local a comprar leche y pan. Saludo a la mujer que trabaja en la máquina cortadora de pan pero, en vez de la charla habitual, baja la mirada y desaparece entre los estantes. Más tarde, en la caja, escucho su voz en una agitada conversación, al fondo, donde se almacena la leche fresca.

No hago nada, sé bien que intentar traspasar las barreras raciales en una ciudad de provincias no siempre es fácil –ni para un blanco ni para un negro–. J. pone las viandas en el asiento trasero y le ofrece a William una bolsa de gominolas.

Conducimos hacia casa, parecemos lo que realmente somos –una familia de clase media, razonable y acomodada, en una pequeña ciudad de provincias–. Durante los momentos más álgidos del apartheid, decidimos conscientemente vivir entre los pobres y compramos una casa cerca de la vía del tren. Cuando nuestra hija salió de un cumpleaños un domingo y llegó a casa angustiada, pues la habían empujado en la calle hacia una bakkie forrada de banderas de AWB, al grito de «hija de terrorista», decidimos enviarla lejos, a un internado en Bloemfontein.

No siempre es fácil saber cómo vivir una vida correctamente. Que el apartheid está mal es algo relativamente evidente, pero cómo vivir contra el apartheid es una cuestión más difícil, porque hasta la decisión más nimia tiene consecuencias complejas. Salir y entrar del extrarradio sin permiso para acudir a reuniones, manifestaciones y talleres causa tensión en casa. A veces, J. me llama «La Gran Guardiana de la Moral», que juzga cualquier decisión familiar como un privilegio de blancos, explotadores y, por tanto, injustos. ¿Deberíamos ir a ver el montaje de Lohengrin en Pretoria? Por supuesto que no: ¡el dinero que le pagan a la soprano, traída desde Sudamérica, podría cubrir el suministro eléctrico de nuestro distrito durante un año entero! En nuestra casa, hasta la elección entre un café tostado o natural adquiere tintes políticos, dice J. A veces, él también le da la vuelta al argumento: como él trabaja duro y tiene clientes ricos, su mujer se puede permitir el lujo de poner su coche, su fax, su teléfono, su casa y su vida a disposición de los oprimidos.

Así que, permítanme describir de nuevo ese momento. Un momento muy preciso en el que algo terrible acaba de suceder, pero todavía no lo sabemos y, solo al mirar hacia atrás, nos damos cuenta de cuán protegidos, afortunados e inocentes éramos en aquel momento, en el coche, transitando por calles conocidas, donde habíamos crecido (pero, como siempre que comienzo esta historia, siento que me hundo –como si mi cerebro perdiese la capacidad de mantener su integridad física, de mantener una cierta coherencia en torno a esta historia, como si mi ser se dispersara en la narración–). También sé que, cuando llegue al final de este relato, completamente agotada, todavía me preguntaré: ¿qué habría sido lo correcto? –y el terror, el terror real del desconcierto moral, se perderá entre las palabras.

Prosigamos: regresábamos de yoga. Nos detenemos ante nuestro garaje con la leche y el pan. Cuando salimos, Reggie nos mira desde el porche. Me sorprende, pues no he visto su coche aparcado frente a la casa. Me río: «¿has llegado tan alto en política que te han traído en helicóptero?

Caminamos hacia el porche de entrada, donde Reggie y otros tres hombres permanecen de pie.

«Necesitamos que nos llevéis», dice. No me presenta a los demás –lo cual no es raro, porque a menudo le acompañan personajes casuales o figuras políticas que necesitan permanecer de incógnito.

«¿Queréis un café o un refresco?», ofrece J.

«No, gracias», dice Reggie. «Tenemos prisa.»

Viendo que todavía está bastante oscuro, J. dice que les llevará él mismo.

«No», dice Reggie, «tengo que hablar con tu mujer».

Me meto en el coche, con Reggie al frente y los demás hombres detrás. Comienzo a dar marcha atrás y, justo cuando estoy a punto de salir del garaje, Reggie dice precipitadamente, «tira esto por mí», y me tiende una camiseta roja.

Abro la ventanilla y la tiro en un contenedor de ropa usada que tenemos, para que la gente del barrio la reutilice. Conduzco y giro por Voortrekker Road. Reggie me cuenta que Regina, su mujer, no está bien, me pregunta si puedo recomendarle un psicólogo «bueno» en Welkom: «¡ya sabes cómo son los médicos en Kroonstad!». Tras haber estado en aislamiento durante cuatro meses en el año 76, Regina tiene crisis nerviosas y todavía lucha con las consecuencias.

Le hablo de su hija mayor, Winnie, que cursa noveno en Brentpark High, donde yo doy clase. Recientemente, la han nombrado capitana de hockey. «Ningún otro mediocampista adelanta como ella», digo. «Salvo su padre…»

Reggie se ríe, complacido por el comentario.

En el cruce me dice, «mejor llévanos a Maokeng». Giro a la derecha, hacia el barrio negro, en vez de a la izquierda, hacia Brentpark, el área mestiza. Conducimos. El hombre de atrás comienza a hablar en sesoto. Parecen enfadados. Reggie dice algo, también en sesoto, que les tranquiliza.

De pronto, nos adelantan unos coches de policía –todos parecen llevar el walkie-talkie pegado a la boca–. «Dios mío», digo, «la policía se pone histérica cuando quiere».

Reggie apacigua a los hombres sentados detrás. «Este es un país libre», dice ahora en afrikáner, «podemos decir lo que queramos; podemos ir donde queramos».

Me detengo en la tienda de Tau. Todo el mundo está fuera y reparo en mis pasajeros por primera vez. Más tarde, sin embargo, solo recordaré a un hombre negro, alto, con una bolsa de papel, y a otro bajito, de pelo más largo y ojos amarillo-verdosos.

Regreso. En casa, J. esta ocupado haciendo tostadas. Salgo a cortar unas rosas: Porcelain, Duet y una gran Just Joey color crema. J. se topa conmigo en el pasadizo, alza mi mano con el ramillete de rosas y baila conmigo su nueva cinta de Harvest Moon:

When we are strangers

I watched you from afar

When we were lovers

I loved you with all my heart

Me besa en el cuello y nuestras manos se entrelazan entorno a las rosas y la fragancia del jazmín. De alguna parte, me llega una frase: «’n haag van bloed» –un macizo de sangre–. Me voy y la escribo, el comienzo de un nuevo poema. Nuestro hijo menor está sentado a la mesa haciendo los deberes. El teléfono suena. «Dónde está Reggie», pregunta una voz. «El Wheetie está muerto y la policía está buscando a Reggie.» Respondo que no lo sé y cuelgo.

«Algo sangriento ha ocurrido», le digo a J., y cojo la camiseta del garaje. «Quemémosla.»

«No hagas nada», dice J., «hasta que no sepas lo que sucede».

No discuto. J. está bastante enfadado. Hemos pasado un par de meses especialmente difíciles. En la oficina se preguntaban qué tipo de proyectos iban a tener, si la mujer de uno de los socios colaboraba con los que ponían en peligro la vida de los únicos que, efectivamente, requerían los servicios de un arquitecto. Algunas semanas antes, se habían publicado unas fotografías en el periódico local, donde yo aparecía junto a Reggie en una manifestación, afirmaban que incitábamos a niños inocentes a participar en eventos que ponían en peligro sus vidas.

El jueves de la semana anterior, tras dejar las bolsas en el maletero, algo en el techo del coche me llamó la atención. Hojarasca, pensé. Después, entré en pánico. ¡El coche se está deshaciendo como una blik ! J. se pondrá furioso. A menudo se queja de que no cuido su viejo coche lo suficiente. Entonces, simultáneamente, el olor acre del ácido me golpea la nariz mientras contemplo una pintada en negro que pone AWB en la puerta.

En la comisaría me ignoran. Tras unos minutos de espera, intento dirigirme a un policía que simplemente me mira. «Haai meneer ?»

Sin quitarme la vista de encima, grita a los de atrás: «Aquí está.» A lo que alguien contesta: «¡Esperemos que no ande buscando protección policial!» Risas por todas partes. Y después, de nuevo, gritan desde atrás: «me dijeron que era un maldito Mazda, ahora dicen que es un Alfa Romeo», y se ríen.

«Perdón, mevroutjie», dice entre risas, «no podemos hacer nada –ha habido una reunión de AWB en Kroonstad esta noche».

Solíamos aceptar este tipo de agravios, porque entraba dentro de la particular lógica de seguridad policial antes de 1990, pero lo que no podemos entender es, por qué se han intensificado realmente tras la liberación de Mandela y la legalización del CNA. ¿Qué está ocurriendo en esta miserable ciudad de provincias?

El Congreso Nacional Africano no es ilegal, discuto a menudo con J.; el gobierno actual está negociando con el CNA y reconoce los objetivos por los que lucha. F. W. de Klerk está hablando de paz y elecciones. Pero no tengo explicación ante lo que parece una brecha estructural entre lo que el gobierno está diciendo y lo que sus agentes están haciendo en las zonas rurales.

Por otro lado, para los camaradas de la ciudad está tan claro como la luz del día: así son los bóeres. «Nunca cambiarán.»

«¡Estás equivocado!», le digo a Reggie, «los bóeres tienen que haber hablado con el CNA mucho antes de que tú y yo nos hayamos enterado siquiera. No son estúpidos; saben que la represión política ya no es defendible. ¡Lo que vivimos en Kroonstad es simplemente racismo local, aislado y sin verificar!»

Y ahora, aquí estoy, sujetando la camiseta roja entre mis dedos. «Si la quemamos, nunca la habremos tenido y nadie puede acusarnos de nada.»

«¡Y qué harás cuando cuatro personas, tras haber sido torturadas por la policía, digan que te dieron esa camiseta!»

«¡Si tan solo supiera qué ha pasado con el Wheetie!»

El Whettie es el líder de los Three Million Gang, dirige un reinado de terror abierto en Kroonstad. Cualquier cosa que ocurra en cualquier lugar de la ciudad siempre acaba con alguien murmurando: Three Million. Hace un año, pasaron de ser mero rumor cuando un organizador del CNA en Free State volvía tarde, de noche, de nuestra propia casa: Terror Lekota me había pedido, por favor, si yo podía mecanografiar una lista de nombres y delitos –gente que había sufrido a manos de la banda–. Mecanografié más de doscientos nombres, con su delito correspondiente al lado. El organizador nos dio el número de fax del ministro de Justicia y pidió a J. que enviara la lista al día siguiente, junto con una carta firmada por el propio Lekota. En un par de semanas, el Wheetie fue acusado de varios delitos, pero muchos de ellos fueron postpuestos, otros se sobreseyeron porque los documentos habían desaparecido y otros cayeron por su propio peso porque mucha gente estaba aterrorizada ante la idea de testificar contra él.

En aquella época, me mostraron un panfleto donde se anunciaba que una rama de Inkhata se iba a establecer en la ciudad negra al domingo siguiente.

«¡Pero si aquí no hay nadie que hable zulú!»

«Ese es el asunto», dijo Denzil Hendricks, director adjunto en Brentpark High. «Sabemos que la gente de Three Million se ha unido y que el Wheetie es ahora su líder –y que todo está muy bien organizado por la policía.»

«¿Pero por qué iba la policía a estar detrás?, pregunto.

«Todos los enfrentamientos entre Three Million y la CNA se han convertido de pronto en enfrentamientos políticos, ya no tienen nada que ver con la venganza o la delincuencia.»

Devuelvo la camiseta al contenedor y voy a la cocina a hacer una ensalada, mientras J. ayuda a William con sus deberes. Ambos estamos inusualmente silenciosos, como si nuestros pensamientos no quisieran imaginar posibles escenarios. Mi marido es un hombre con la cabeza bien puesta, pero mientras da vueltas sin cesar durante la noche, sé que estoy, que estamos, metidos en el lío más grande que probablemente pueda imaginar.

A la mañana siguiente, dejo a nuestro hijo más pequeño en la guardería y conduzco hacia Brentpark High. En el cruce principal, leo el titular de un periódico: «mujer blanca en la cárcel por los asesinatos de una banda». Mi pie se paraliza sobre el acelerador. Conduzco hasta la escuela aturdida. Todo el mundo está de pie en pequeños grupos y las clases han sido suspendidas. Busco al director adjunto.

«¿Dónde está Denzil?»

«¿No lo sabes?», dice alguien, «le detuvieron anoche porque ayudó a Reggie en el asesinato del Wheetie».

Poco a poco, me van contando diferentes versiones enfrentadas de los hechos. Alguien dice que Reggie encargó a su primo, un miembro de la MK, de dieciocho años, que le pegase un tiro al Whettie. Denzil los llevó en coche hasta Selborne Aquare, cerca de la parada de taxi. Allí detuvo el coche, Reggie abrió el maletero y los tres hombres se bajaron. Uno disparó contra el Wheetie, que iba elegantemente vestido y se dirigía a la parada de taxis, tras su enésima aparición en el juzgado. El primer disparo erró. El segundo le dio en la espalda. Ante el cuerpo caído, el chico de la MK se inclinó sobre él y le disparó dos veces en la cabeza, a bocajarro. El asesino iba enmascarado y vestía una camiseta roja, que se quitó tras disparar, y huyó entre la multitud. El hermano del Wheetie le sostuvo la cabeza mientras la sangre manaba por su boca. El francotirador desapareció entre la muchedumbre.

Otros dicen que no, que Denzil y los demás habían estado siguiendo al Wheetie durante tres días, pero que nunca estuvieron lo suficientemente cerca como para disparar. El chico de la MK comenzó a impacientarse. Otros, sin embargo, dicen que los tres hombres, algunos dicen que dos, algunos dicen que solo uno, con una camiseta roja, regresaron al coche donde Reggie y Denzil estaban esperando, como si nada hubiese sucedido. Subieron al coche y Denzil se los llevó ante la atenta mirada de los cientos de pasajeros que esperaban en la parada de taxi. La policía detuvo a Denzil y todavía está buscando a los demás.

Y ahora nadie va a ir a la escuela, porque la policía está enredando de nuevo con el CNA.

«¿Y la mujer blanca?», mis labios apenas pueden pronunciar las palabras.

Su nombre es Cecily Shahim, me informa alguien, y ha sido arrestada por suministrar armas a Reggie y los demás, además de traer al chico de la MK desde Johannesburgo.

Mi cabeza da vueltas. Escucho cosas allí y allá, pero es como si me hubiera encogido por completo dentro de mi cuerpo. Mi cerebro trata de imaginar exactamente en qué estoy involucrada. Voy al baño y vomito. Entro en la cafetería, compro tabaco y un vetkoek –pero no puedo comer nada–. Fumo. Me siento en el aula, sola, tratando de pensar qué es lo que está sucediendo. Cuando el coro de la escuela decide ensayar, los acompaño con el piano. Contemplo mis dedos como si los viese por primera vez.

Suena el timbre. Conduzco hacia casa. Voy y me siento en el columpio del pasadizo. Me quedo allí durante horas, hasta que J. llega a casa del trabajo. Creo que, en realidad, no he pensado en nada. No tengo miedo. Tan solo me quedo sentada, esperando.

* * *

Conocí a Reggie Baartman en 1985. Fue un año malo para los activistas –también para los arquitectos–; J. luchaba por mantener la cabeza fuera del agua. Como nuestros tres hijos mayores ya iban a la escuela, metimos al pequeño Willian en una guardería y yo comencé a dar clase en una escuela de formación para profesores negros en Kroonstad. Mi primer proyecto era llevar a los estudiantes a una producción de Julio César, de Shakespeare, en una escuela secundaria del distrito. Antes de la representación, un estudiante me susurró amablemente: «el camarada Reggie Baartman está sentado ahí delante».

Mientras contemplaba su rostro de perfil, el estudiante me daba todos los detalles: Reggie era miembro de una conocida familia de color en el norte de Free State. Su padre, Oom Simon Baartman, regentaba una cafetería en Brent Park. La policía les había acosado, dijo el estudiante, desde el mismo día en que Oom Simon pintó en las puertas de vidrio de su cafetería: «Amarás al prójimo como a ti mismo.» Reggie conducía varios taxis en Brentpark. Sin embargo, no pude deducir nada por la gorra que llevaba calada hasta los ojos, la camiseta dada la vuelta con el lema «Creemos en la Unidad» a la espalda. Parecía un hombre como todos los demás.

Me preguntaba qué hacía él en esta representación, sentado en un banco bajo el sol abrasador de un patio de una escuela negra en Maokeng, con un elenco disfrazado con diversos desechos de las basuras de las casas blancas. Un muchacho vestido con una túnica y el candelabro pronuncia las famosas palabras:

Libre nací como César, e igualmente vos.

Ambos hemos sido tan bien alimentados como él

y de la misma manera,

podemos soportar el rigor de los inviernos.

¡Y este hombre ha llegado ahora a ser un dios,

y Casio es una miserable criatura

que ha de inclinarse humildemente si César se digna a hacerle un

ligero saludo!

Detrás del orador se arremolina la multitud, identificada en nuestros textos como Ciudadanos, Guardas y Turba, vestidos con sábanas, batas, trajes de comunión y de novia de diversos períodos de riqueza blanca. Los Conspiradores visten cortinas de los años sesenta, atadas con cuerdas, y cuchillos de plástico del Wimpy sujetos en el costado.

A un lado, en un banco escolar, Calpurnia espera su turno con un vestido marinero. El único escenario es una pequeña mesa de formica, donde se encuentra una jarra de Oros, tazas de poliestireno y un plato lleno de plátanos. Después de cada monólogo, cada actor toma un pequeño refrigerio. Durante la profecía, Porcia permanece con el puño en alto.

¡Sangre y destrucción serán tan comunes

Y las escenas de muerte tan familiares,

Que las madres se contentarán con sonreír

Ante la vista de sus hijos descuartizados

¡Por las garras de la guerra!

* * *

Al fin J. llega a casa. Hace café mientras le cuento lo que he oído del asesinato del Wheetie en la escuela.

«Tienes que ir a la policía y entregarles la camiseta roja», dice. «Quien calla, otorga.»

«No puedo hacer eso. Estaría colaborando con la misma gente que siempre ha sido enemiga de los activistas, la gente que más nos ha acosado.»

«No seas tonta. Por supuesto que ellos ya saben que llevaste a Reggie y compañía a Maokeng y que tienes la camiseta. ¿Ante quién quieres hacerte la heroína?»

«No tiene nada que ver con el heroísmo; tiene que ver con lo que es correcto. ¿Acaso está justificado ir en contra de tus camaradas en la lucha y colaborar con la policía?»

«Mi querida esposa, no tienes elección. No te han dejado absolutamente ninguna elección. Si no vas a la policía tú misma, irás a la cárcel y, en el nombre del Señor, no me vengas con ideas glamurosas sobre la cárcel ni me conviertas en un maldito Breyten1.»

«Eres tú el que no entiende nada. Esto no tiene nada que ver si la cárcel es glamurosa o no, ni si me da miedo ir a prisión; el asunto es, ¿estoy preparada para ir a la cárcel por esto? Y no tengo ninguna pista de qué es “esto”. ¿De qué estamos hablando realmente?»

«Estamos hablamos de asesinato. Si no acudes a la policía, eres cómplice de asesinato, así de simple.»

De pronto, el mundo se derrumba ante nosotros. No como metáfora o expresión idiomática, sino que nos aniquila, violentamente, como un hecho consumado.

«Olvidas que he apoyado la lucha armada del CNA», digo.

«Me da la impresión de que tus camaradas y tú estáis tan atrasados como esta ciudad», replica J. «¡Ya no estamos en 1990! Hasta el CNA ha abandonado la violencia.»

«Puede, ¿pero acaso el asesinato del Wheetie no es algo político? Ahora es miembro del Inkhata, ¿recuerdas?»

«Sabes tan bien como yo cuál es la causa de todo.»

«¡Eso no importa!»

«Por supuesto que sí. Tú misma me dijiste que el Wheetie pilló a Mishack con su mujer. ¡Se trata de sexo, no de política! ¿O pretendes que crea que estoy realizando un acto político cada vez que hago el amor con mi mujer, simpatizante del CNA?» Me agarra del brazo. «Jirre, querida, no tienes tiempo para decir tonterías…, ¡tienes que afrontar esto!»

«¡Qué piensas que estoy haciendo! Es un ajuste de cuentas, no puedo apoyarlo; ¿pero quién dice que no es la propia policía la que está detrás de todo esto? Esta acción aislada podría acusar convenientemente a todos los miembros problemáticos del CNA como sospechosos de asesinato.

«Sea lo que sea lo que decidas, todos nosotros, y eso me incluye a mí, también a cada uno de nuestros hijos, tendremos que ser capaces de vivir con ello.»

«Gracias. Ya lo sé. Es una decisión moral, ¡pero hasta qué punto se puede tomar una decisión moral en un contexto inmoral!»

J. eleva la mirada al cielo. «Deja de soltar kak. No se trata de una decisión moral; has infringido la ley de este país y te pueden acusar de cómplice.»

«¿Y si te digo que las leyes de este país no tienen ninguna legitimidad? ¿No adaptarías entonces tu decisión individual, idependientemente de su importancia, a instancias de una estructura moral más alta?

«¡Jesús! ¡De qué estás hablando! ¿Te estás escuchando? ¡Una estructura moral más alta!» Se tapa el rostro con las manos y susurra: «¡Dios mío, ayúdame!»

Me invade una rabia repentina. «No sé nada de nada de este asesinato; lo único que sé es que me han utilizado, me han engañado y se han aprovechado de mí, utilizando los principios básicos de la lucha. A) el asesinato del Whettie no tiene ningún efecto anti- apartheid; de hecho, solo confirma que los negros piensan que no pasa nada por matar a otros negros. B) no me consultaron. C) simplemente me ordenaron. D) no han hecho el más mínimo gesto para explicar la denominada política que hay detrás de todo esto. E) estoy totalmente hundida en la mierda por un plan de aficionados en el que un puñado de hombres querían probar delante de cientos de viandantes cuál de ellos era más poderoso. Y esto solo es una parte. Han acabado con mi libertad, han anulado mi confianza como ser humano, han puesto en tela de juicio mi inteligencia y a mi familia por la causa –¿pero acaso vale para otra cosa una familia blanca, mimada y sentimental?»

J. se enciende un cigarrillo. «Bien, ya empiezas a pensar con cordura.»

«¡Calla! No quiero tener nada que ver con todo esto. No tiene nada, absolutamente nada que ver conmigo. ¡Soy el cebo, nada ni nadie va a venir a decirme lo que debería o no debería hacer –y eso te incluye a ti también!»

J. asiente. «No te estoy obligando a tomar una decisión concreta. Lo único que digo es que yo soy el único que estará a tu lado hasta el final; soy yo el que estaba sentado a tu lado anoche, cuando Reggie llamó; soy yo quien va a lidiar con todo esto los próximos meses –y no te engañes, ¡a los periódicos les va a encantar! ¡Lo único que te estoy diciendo, son las opciones que creo que tienes! Que tu mujer vaya a la cárcel por un patético, “¡oh, a ver quién es el negro más fuerte de todos!”–, oye, eso va a ser muy difícil para mí. No cambies el blanco de tu ira –no soy yo, son los que denominas camaradas quienes no te han dejado elección.»

Los recuerdos se arremolinan en mi mente. Aquella vez en que un pez gordo del CNA asistió a una manifestación en Kroonstad. Un camarada me pidió que ayudase a las mujeres a preparar la comida que se serviría después. Necesitaban manteles, copas, flores, etc. Esto significaba que iba a perderme la manifestación para poder arreglar las cosas en casa para que los hombres comiesen. Protesté, pero quedó claro que los líderes precisaban lo mejor de lo mejor –yo tenía copas apropiadas y rosas en mi jardín–. Cuando los hombres llegaron en coche, entre nubes de polvo, servimos la mesa, les dimos refrescos, cambiamos los platos, los rellenamos y limpiamos –nosotras, pequeñas mujeres haciendo las tareas propias de nuestro sexo.

También recuerdo cómo supe cuándo empezó la enemistad entre el CNA y el Whettie, tres años atrás. Conocí a Mishack cuando se fundó el Maokeng Youth Congress, en abril de 1989, en la iglesia católica y romana de Seeisoville. Me habían pedido que asistiera para que la policía no entrara en acción. La nave estaba repleta de jóvenes desocupados, sucios y pobres, entre ellos había bastantes que, en otras circunstancias, podrían haberse calificado como tsotsis ocasionales. Todos querían subir al escenario y hablar. Se traducía del inglés al sesoto y viceversa, algo que en principio pensé que era por mí, al ser la única persona presente que no hablaba sesoto, pero entonces me di cuenta de que los camaradas estaban, en realidad, haciendo retórica con su propio inglés. Las primeras pronunciaciones furiosas de «cupatalissssmo» al final se tradujeron como, más o menos, «capitalismo». Uno tras otro, con una voz profunda que me recordaba al poeta oral y activista Mzwakhe Mbuli, gritaban: ¿por qué perder el tiempo…?, y todos gritaban al unísono, «cuando ya nos han arrojado a los caimanes».

De pronto, la gente se alzó y alguien gritó: «¡Abajo P. W. Bohta!»; todos saltaron y empezaron a golpear el suelo con los pies: «¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo!» Fuera, la policía cercaba el edificio.

Otro joven gritó: «¡Estamos hartos de pan y agua; queremos comida buena! ¡Queremos vaqueros de Calvin Klein! ¡Queremos lo mismo que vosotros! ¡Que vosotros!» Todos cantaron «Seis pies bajo tierra»; la melodía se suavizó como un canto fúnebre, mientras se pronunciaban en voz alta los nombres de los asesinados por la violencia política en Kroonstad. Después, cantaron «América, te odiamos y despreciamos por lo que nos has hecho».

«Es hora de que entiendas la política local», me dijo Mishack. Estábamos fumando fuera mientras otros «redistribuían» el resto de mi tabaco. «El CNA aquí se divide entre los Young Lions –es decir, nosotros: los jóvenes, con Reggie Baartman como líder– y al otro lado los viejos de la FA, de la difunta Fundación Africana. Nosotros, los Young Lions, hemos iniciado una revolución, llamamos al boicot, organizamos manifestaciones.» Resopló con fuerza. «Pero estos blancos bastardos no quieren que nos manifestemos» –le dijeron a Reggie–: «aquí todavía sabemos cómo hacer que un kaffir siga siendo un kaffir. Instigamos el boicot al consumo, a la escuela, el impago de los servicios, etc. La FA, por otro lado, son los llamados respetables. Ya eran miembros del CNA hace años –son gente educada, con buenas carreras, buena reputación y, de hecho, no quieren tener nada que ver con la forma en que estamos llevando la lucha–. La mayoría van contra nosotros y más de una vez nos la han metido doblada.»

Unas semanas después, Mishack llamó a mi puerta, vestido con un chubasquero, gafas de sol y muy alterado, llevaba puesto un viejo salacot. Le reconocí al segundo, a pesar del evidente disfraz. Quería huir de la ciudad y que le diera cincuenta rands.

«Un salacot, por Dios, Mishack…, se te ve a la legua.»

«Por eso mismo, pensarán que no soy yo», contestó imperturbable.

«¿Puedo llevarte a la parada de taxis?»

«No, el taxi que voy a coger no atraviesa la ciudad.»

«Pero todos los taxis atraviesan Kroonstad.»

«Este no. Viene de Steynsrus y da la vuelta por Rooiwai y Koopies.»

Sospechaba que mentía, pero estaba muy ocupada tratando de ver cómo explicar a J. que iba a salir en mitad de la noche para dejar a alguien en la solitaria carretera de Koppies.

«¿Le conoces?», me preguntó J.

«Sí, es un miembro del COSAW, como yo.»

«Gots vrou.» Mi marido asintió y me dio cincuenta rands.

En el coche, Mishack me contó que estaba huyendo. El Wheetie quería matarle. El Wheetie, explicó tras ver que yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando, era un líder importante de una banda llamada Three Million y que operaba en la ciudad negra.

«¿Y por qué te quiere matar el Wheetie?»

Se rio suavemente en la oscuridad. «El Wheetie me ha pillado con su mujer. Me he ocultado un par de días, pero Reggie piensa que debo desaparecer porque el Wheetie ha jurado vengarse de los Young Lions del CNA. Ya ha amenazado a Reggie.

«¿Y me haces conducir de noche por esa mierda?» Estaba furiosa.

«Te pido ayuda como amiga, no como camarada.»

Notas al pie

1 Se refiere a Breyten Breytenbach, conocido pintor, autor sudafricano y activista anti- apartheid, que pasó más de siete años en prisión y fue liberado en 1982. N.T.

Capítulo II

«He aquí, Moshesh», me dijo Krotz.

Con estas palabras, registradas aquella nevada mañana del 28 de junio de 1833, el rey de los basuto entró en la historia occidental escrita .

El rey me dirigió una mirada majestuosa a la par que benevolente. Su perfil, mucho más aquilino que el de la generalidad de sus súbditos, con la frente amplia, unos rasgos firmes y regulares, sus ojos un tanto cansados, o eso parecía, rebosaban inteligencia y dulzura, me causó una profunda impresión. Sentí que me encontraba ante un hombre superior, educado para pensar, para dirigir a los demás y, sobre todo, a sí mismo.

Moshoeshoe no pudo saber, como tampoco Eugène Casalis, un misionero francés de apenas veinte años y con ínfulas de escritor, que, con el tiempo, la mayoría de los textos históricos sobre el rey incluirían esta descripción de su primer encuentro.

En algunos momentos, el retrato que hace Casalis se lee casi como una poesía amorosa:

Parecía que tenía unos cuarenta y cinco años de edad. La parte superior de su cuerpo estaba perfectamente modelada, algo gruesa, pero sin obesidad. Admiré las gráciles líneas de sus hombros y la finura de sus manos. Había dejado caer descuidadamente en torno suyo un largo manto de pieles de pantera, tan suaves como la más rica tela, cuyos pliegues cubrían sus rodillas y pies. Como único ornamento, llevaba en la frente una diadema con cuentas de vidrio, con unos penachos de plumas prendidos, que planeaban hasta su cuello. En el brazo derecho llevaba un brazalete de marfil –emblema de su poder– y aros de cobre en las muñecas.

He vivido bajo el hechizo de este párrafo desde el mismo día en que lo leí, hace muchos años, arrobada por la imagen susurrante de las «pes» de los «penachos de plumas prendidos, que planeaban». La sólida majestuosidad de las cuentas, de la piel de pantera, el marfil y el cobre, cuerpo y rodillas, la vulnerabilidad del delicado movimiento de las plumas que descienden planeando hasta el cuello. Supongo que es, en parte, esta revelación audaz de una reluciente fragilidad, la que me ha mantenido pegada a la vida de Moshoeshoe desde entonces.

El relato de Casalis también es ejemplo de un dilema muy concreto de la representación colonial: cómo presentar las cualidades admirables, dignas e incluso envidiables, observadas en la gente de color, de forma que no vaya en contra de la idea de su pronta y urgente necesidad de conversión y civilización.

El primer paso era retratar al rey como una excepción: tiene que parecer noble, majestuoso y benevolente, como es el caso de Moshoeshoe, pero su pueblo, sin duda, no es así. Comparado con «la generalidad de sus súbditos», era un «hombre superior». Thomas Arbousset, el misionero que acompañó a Casalis, escribió que Moshoeshoe tenía «un profundo deseo de mayor conocimiento» que sus súbditos y que, «al contrario que estos», estaba interesado en explorar su país, descubrir el origen de los ríos y las ocultas mesetas. Separar a un hombre excepcional de la cultura y sociedad que le habían producido fue, a menudo, el primer intento de apropiación colonial.

En este pasaje tan conocido de Casalis también subyacen las diferentes formas en que estas dos fuerzas, un rey africano y un misionero europeo, se preparaban y se presentaban para su primer encuentro. Moshoeshoe no se sentaba en un trono, en una roca o en una choza; no estaba de pie, tampoco exigía que le llevaran, sino que esperaba con las piernas cruzadas sobre una esterilla, a campo abierto, con su pueblo en pie formando un semicírculo tras él. Al estar bien informado, Moshoeshoe sabía exactamente lo que estaba haciendo: se sentaba con las piernas cruzadas sobre una esterilla –¿de qué otra forma podía parecer menos rey para un occidental?–. Es difícil causar impresión sentado en una esterilla mientras todos los demás están de pie. ¿Qué pensaba que ocurriría después? ¿Quería que Casalis se arrodillase, que se sentara en el suelo frente a él, que compartiese esterilla o que reptara sobre su estómago hacia él, como tenían que hacer los visitantes ante Shaka1? Hubo un momento en el que ambos cruzaron sus miradas, comprobando cómo había planeado el otro su encuentro, antes de comenzar una «larga conversación».

Casalis también preparó la primera impresión que quería causar al rey de los basuto: llegó sin presentes. Varios encuentros similares se habían sucedido desde la llegada de los blancos a África del Sur, que solían llevar espejos, cuentas y toda una variedad de tristes abalorios para atraer al rey o al jefe de turno y que les permitiese establecerse en la zona.

Pero el encuentro entre Mohoeshoe y Casalis había comenzado con un pie bien distinto: el rey había dado el primer paso pidiendo a los misioneros que se unieran a su reino, sería él quien determinase los códigos y reglas que considerase adecuados.

* * *

El joven Casalis, muy inteligente y de devoción excepcional, venía de un entorno donde la Iglesia proporcionaba la única oportunidad de educación y movilidad ascendente. En aquellos días, ser misionero era una forma mediante la cual los jóvenes brillantes podían huir de entornos empobrecidos y el encasillamiento en una clase sin futuro. Tras años de estudio, de oración y de realizar diversas tareas, Casalis se encontró embarcado, junto al igualmente joven Thomas Arbousset, como misionero acompañante, en un barco que se dirigía hacia África del Sur, al servicio de la Sociedad Evangélica Misionera de París (SEMP). Con ellos iba Constant Gosselin, algo mayor, como una especie de misionero encargado. Transcurría el año 1832.

Cuando llegaron a Ciudad del Cabo, escucharon de su huésped, el conocido Dr. John Phillips, controvertido por su defensa pública y efectiva de los derechos de los «hotentotes», bosquimanos y esclavos, que las instalaciones de la misión habían sido destruidas por hordas de vecinos cercanos bastante hostiles. Tras esperar en casa de Philips durante unos meses, decidieron viajar al interior, confiando en que formaban parte de un plan de salvación divino.

Resulta asombroso pensar cómo estos tres hombres, sin un acuerdo fijo con alguna misión ya establecida, cogieron un barco en el cabo oriental, se hicieron después con un carro de bueyes, un arriero y, simplemente, marcharon hacia el norte, no solo creyendo que formaban parte de un plan divino, sino que el propio Dios les proveería hasta que su plan les fuese revelado.

Viajaron durante muchos meses y, por el relato de Casalis, da la sensación de que, llegado un momento, cuando acababan de cruzar el río Orange, entraron en una espiral de desesperación. ¿Y si Dios no respondía? ¿Y si estaban malinterpretando su Voluntad? ¿Cuánto tiempo tendrían que continuar sin derrumbarse? Así que, cuando el jefe de los griqua, llamado Adam Krotz, se acercó para decirles que un rey estaba pidiendo realmente la presencia de algún misionero, saltaron de alegría. ¡Dios había hablado, por supuesto que lo había hecho!

Por tanto, visitar a Moshoshoe no solo era ir a ver a un rey africano, sino también cumplir un plan divino. En la famosa descripción de Moshoshoe, Casalis celebra, por un lado, este particular encuentro enfatizando la belleza del físico del rey, su evidente poder intelectual, su sorprendente aristocracia y su sencillez de movimientos; pero, por otro, tenía que retratarle como un pagano en cueros, con una piel de animal, necesitado de Dios y de conversión –el digno buen salvaje–.

Pero como Moshoshoe les había elegido a ellos, ofreciendo un objetivo a sus jóvenes y febriles vidas, era evidente que convertir al rey sería equivalente a añadir el diamante más valioso a la corona de Dios. Sin embargo, hasta el mismo día de su muerte, el alma de Moshoshoe fue considerada por todas las misiones asentadas en Lesoto como el último trofeo. La conversión de miles de súbditos basutos no valía ni la mitad que la conversión de este rey de belleza suprema.

* * *

Peter Seboni, cuya tesis sobre Moshoshoe se basa en una larga lista de fuentes orales halladas en Lesoto, abre su relato con una historia incómoda sobre la ambición desbordante del joven Moshoshoe: «tenía una idea desde muy joven. Deseaba ser reconocido como un hombre de alto estatus y que se le obedeciese sin cuestionar nada». Esta ambición adoptó una forma terrible: «por un lado, se decía que siendo un niño había matado a cinco muchachos que le habían enfurecido por no obedecer sus órdenes. Quería infundir respeto y ser reverenciado».

Es una historia desagradable. ¿Cómo reconciliar a un asesino delincuente con el heroico rey fundador? Bien fueran cinco o tres muchachos, ya fuesen niños o jóvenes, lo que no cambia en las diferentes versiones basadas en fuente orales es la ambición descontrolada de Moshoeshoe por ser obedecido y reverenciado – todo, producto de una fuerte individualidad con una tendencia que podía describirse mejor como arrogante, violenta y megalómana.

Moshoeshoe, llamado Lepoqo (guerra) en su nacimiento, era el hijo mayor de Mockhachane, el cabecilla débil e irascible del pequeño clan sin importancia de los bamokotedi, que vivía en lo que hoy es el norte de Lesoto. Al abuelo de Moshoeshoe, apodado Peete porque hablaba sesoto con acento xosa y, por tanto, parecía tartamudo («peetepeetepeete»), le preocupaba particularmente cómo criar a un muchacho obsesivamente ambicioso en una comunidad donde la supervivencia dependía de las interconexiones y la cooperación. Criar a un chico tan beligerante podía llevar a ataques de venganza dentro del clan, que supondrían el fin del muchacho, así como del propio clan.

Cerca de allí vivía el cabecilla de un clan mucho más importante y poderoso, el rey y sabio Mohlomi. Había viajado profusamente por toda África y era toda una celebridad en la época, conocido por su sabiduría en asuntos políticos, diplomáticos y filosóficos, por sus poderes para provocar la lluvia y sanar, basados en una aproximación científica a la enfermedad y a un fuerte rechazo a los poderes de la brujería. Peete decidió llevar al chico ante Mohlomi, y eso, según varios autores, tuvo un efecto calmante sobre él. Fue el comienzo de una larga amistad.

En principio, todo iba bien. Por sus diversos nombres, podemos ver cómo Lepoqo evolucionó hacia Tlaputel (Energético) y a Lekhema (Apresurado), hasta el reconciliador Letlama (Unificador), el nombre que recibió en sus ritos de iniciación. Un día, tal y como todavía se cuenta en los libros de texto de Lesoto, Letlama estaba arreglando el tejado de la choza de su madre. Al mirar a su alrededor, vio un hermoso rebaño pastando junto al poblado cercano del jefe Ramonaheng. Rápidamente, llamó a su compañero, Makonyane, que más tarde sería el general de sus ejércitos, y cazaron las reses con tanta rapidez y limpieza que nadie se percató. Hubo de componerse una canción de gesta con el silbante sonido -sh, que indicaba dicha rapidez, la forma suave, sucinta y sinuosa en que se había llevado a cabo la cacería:

Ke’na Moshoeshoe Moshoashoaila oa ha Kali

Lebeloa le beosteng Ramonaheng litelu.

Soy el Afilado Esquilador, el Rasurador de Kali (Monaheng)

La hoja de barbero que afeitó la barba de Ramonaheng.

Desde ese día, el nombre de Lepoqo se convirtió en Moshoeshoe (Afilado esquilador), pronunciado Mo-shwe-shwe, del cual vino la distorsión occidental Moshesh.

Moshoeshoe se casó, tuvo hijos, vivía junto a su padre, el jefe Mokhachane, pero finalmente irrumpió su ambición todavía con mayor virulencia. Seboni escribe: «sus ansias de megalomanía le hacían parecer como si estuviera mentalmente enfermo». Según Peete y Mockhachane, tenía que curarse de su «locura». Moshoeshoe fue enviado de nuevo junto a Mohlomi, pues tanto su padre como Peete esperaban que el viejo sabio le diera tratamiento médico y algún talismán. Pero el autor L. B. J. Machobane piensa que Moshoeshoe deseaba de forma evidente que le guiara para el liderazgo y cita fuentes que indican que, con Mohlomi, llevó a cabo un entrenamiento intensivo en liderazgo que duraría un período de tiempo aún más largo del encuentro habitual que sugieren los historiadores en general. En lo que sí están todos de acuerdo es que, bajo las enseñanzas de Mohlomi, Moshoshoe cambió radicalmente. El joven entendió con claridad que, para ser un gran líder, su actitud tenía que cambiar: Motse ha o na sehlare; sehlare ke pelo (el poder no se adquiere con medicina; la medicina está en el corazón).

Tras el entrenamiento, que debió incluir celebraciones y un pago con ganado, Mohlomi restregó su frente contra la de Mosholoshoe en un gesto de bendición, que significaba el traspaso de sabiduría del anciano al joven.

¿Qué fue lo que Moholomi le contó a Moshoeshoe para que su personalidad y la manera en que percibía el liderazgo cambiasen tanto? Según un relato, Mohlomi dijo que, si las reglas de un jefe no estaban basadas en paz, justicia y ‘ botho’ (humanidad), el liderazgo no soportaría las dificultades de gobierno: incluso, si así fuese, nunca aportaría beneficio a nadie. «Si alejas a la gente de ti, inspirándoles miedo y matando, entonces, ¿a quiénes vas a gobernar? La experiencia que tengo como jefe... me ha dejado una clara evidencia de que el jefe se convierte y permanece como jefe solo por la voluntad del pueblo, por su reconocimiento y apoyo.»

Tras la visita, dice Seboni, Moshoeshoe, «[lo] puso en práctica con su increíble inteligencia y creciente sabiduría».

La primera prueba de la nueva sabiduría adquirida de Moshoeshoe provino de su propio padre. Mockachane, todavía jefe de los bamokotedi, se negaba a proteger a un grupo que había dado caza al ganado de otro jefe y ahora buscaban asilo con urgencia. Mockachane había reunido a los hombres y su clan exigía que se les diera muerte y se distribuyera el botín entre todos. En ese momento, Moshoeshoe decidió entrar en el lugar de reunión: señaló que el jefe de estos saqueadores tenía habilidades valiosas como productor de lluvia, curandero y guerrero. Mockhachane haría mejor dejándole libre junto a sus hombres y devolviéndole el ganado, algo que diría mucho de los bamokotedi como seres humanos y, por tanto, aportaría fuerza y enriquecería al clan. La sugerencia fue recibida con «un grito de aprobación».

Sin duda, era el momento de que Moshoshoe se convirtiese en jefe por derecho propio. Abandonó la tribu de su padre y se trasladó a Butha-Butha, una montaña muy escarpada que la tribu de Shaka, en Natal, pronto invadió, atrapándole en las Highveld. La temida guerrera Manthatise y su ejército, formado en violenta respuesta a los grupos de emigrantes que huían de Shaka, invadieron el río Caledon alrededor de 1821, destruyendo todo a su paso. Moshoeshoe se resguardó con su gente y su ganado en una gran cueva, donde pensaron que podrían estar a salvo. Tras el primer ataque de Manthatise, al que sobrevivieron de milagro, decidieron subir todavía más arriba de las montañas. Tuvo lugar otro ataque, que Thomas Arbousset describiría más tarde según la historia que le contó el propio rey: «Moshoeshoe… se hizo cargo de la batalla, dando consejos, inspirando a sus soldados, animándolos con sus gritos y blandiendo su jabalina. Mientras, llevaba sobre los hombros a su hijo Molapo. Mamohato, la reina, llevaba a Mashopa en el pecho y uno de los oficiales del rey agarraba a la princesa Tsoamathe de la mano.» Tras derrotarles, Moshoeshoe se dio cuenta de que tenía que buscar un lugar seguro para él mismo y el gran número de personas que había acumulado a su alrededor.

Eligió un lugar que, con el tiempo, iba a representar su extraordinaria habilidad para percibir la esencia de un problema y resolverlo de forma inesperada. Volvió a elegir otra montaña, pero una discreta, que ni siquiera lo parecía desde la distancia. Se alzaba a unos cientos de metros del valle circundante, con un cinturón de riscos perpendiculares a unos doce metros de altura, a los que se accedía solo por seis pasos. La cima proporcionaba unos diez kilómetros de buenos pastos y, al menos, ocho buenos manantiales. Estratégicamente, era una elección excelente, pues le permitía proporcionar resguardo y sustento a su creciente número de seguidores sin tener que recurrir a la guerra y la fuerza. Unas tres mil personas fueron a vivir a la montaña y, a lo largo de los años, aparecieron varios poblados al pie de la misma. Era Thaba-Bosiu, la Montaña de la Noche, porque se dice que, durante la noche, se hacía aún más alta. También se creía que el polvo nunca se posaba sobre las ropas o pies de quienes caminaban por ella, porque todo en ella formaba parte de Moshoshoe.

En los años venideros, Thaba-Bosiu sufrió varios ataques, pero ni siquiera los esfuerzos más serios por conquistarla, el de Matiwane (1828), el de Korana (1831), de Mzilikazi (1831), de Sir George Cathcar (1852) o de Boshof de la República de Free State (1858), lo lograron. «Esta montaña es mi madre», diría Moshasohe a los misioneros: «si no hubiera sido por ella, habríais encontrado estas tierras totalmente deshabitadas».

El traslado de Butha-Butha al abrigo de la montaña tuvo lugar durante la noche. Mientras Moshoshoe y su pueblo avanzaban a través de la hierba alta, pronunciadas quebradas y al menos cinco cursos de ríos, hasta llegar a Thaba-Bosiu, ocurrió lo increíble. Los rigores de la Lifaqane habían llevado a algunos pueblos al canibalismo. Un grupo de caníbales que vivían en la zona, atraparon al abuelo del rey, Peete, lo mataron y se lo comieron.

No podemos ni imaginar el terror que este incidente pudo causar en aquella gente que avanzaba tropezando en la oscuridad, en pequeños grupos dispersos. Cuando los seguidores de Moshoshoe atraparon al líder de los caníbales, Rakotsoane, y a los que se habían comido a Peete, todo el mundo esperaba que el rey ordenase su asesinato –especialmente a la luz del papel decisivo que el anciano había jugado en el desarrollo de su nieto–. Pero Moshoeshoe hizo algo inesperado y extraordinario. Dijo que el cuerpo de los caníbales contenía ahora el cuerpo de su abuelo y que matarlos sería una deshonra para la tumba de Peete. Por tanto, ordenó que los funerales y ritos fúnebres tradicionales tuvieran lugar sobre los caníbales, lo cual suponía que había que esparcir el contenido de los intestinos del ganado sobre sus cuerpos. Después, les ofreció más ganado, les ordenó que dejaran de comerse a la gente y les permitió vivir cerca de la corte real.

Era algo nunca visto. La lógica detrás de la decisión de Moshoshoe resultaba especialmente desarmante: matarlos solo les habría convertido en parte de la gran borrachera de sangre de Shaka, Manthatise y Mzilikazi, que estaba devastando la zona. Al enfatizar la interconexión digestiva entre los caníbales y Peete y, a través del abuelo, también con él como rey, abría la posibilidad del cambio. Mediante rituales, ganado y un lugar de cobijo, los caníbales podían cambiar de hábitos y regresar a su lugar en el ámbito de la humanidad, del que su comportamiento de devoradores de humanos les había expulsado.

El incidente, más que otra cosa, hizo evidente las bases de la estrategia de Moshoshoe: no era amable ni demostraba debilidad, sino que detentaba la fuerte convicción de que la protección, el cuidado y la verdad desataban poderosas energías en beneficio de la comunidad. Y así, la gente conquistada, empobrecida, cazada o perseguida en cualquier parte, que huían de Shaka y otros agresores, solos o en pequeños grupos, llegaban hasta el pie de la Montaña de la Noche para experimentar la benevolencia de la que tanto habían oído hablar, convirtiendo a los basuto en un grupo de rica diversidad.

Adaptando la descripción de Napoleón como «hijo de la Revolución», Seboni llama a Moshoshoe, «hijo de la Difaqane». La idea de que el canibalismo forma parte de la propia historia es tan incómoda como el relato de que Moshoshoe había matado a unos muchachos, pero, de nuevo, desestimarla supondría reducir la escala de posibilidades a las que se enfrentaba e infravalorar el pleno significado de su creciente sabiduría.

Durante una expedición para encontrar la fuente del río Orange, muchos años después, Moshoshoe, que viajaba con su séquito y el joven Arbousset, insistió en pasar la noche en una cueva entre el pueblo conocido como los «caníbales reformados». Al escribir sobre este encuentro, Arbousset llega claramente a las más altas cotas de su imaginación. Describía al líder, Ramantsoatsane, como «un hombre delgado, esbelto, pálido y horrible», que les contó cómo había llegado la gente al canibalismo: los más lentos, hambrientos y temblorosos eran presa fácil para los animales salvajes, que a menudo no los devoraban por completo. Entonces, los restos se cocinaban y se ofrecían como carne extra a aquellos que estaban más enfermos. «Una vez la habían probado», dijo Ramantsoatsane, «la encontraban excelente». Cuando uno camina solo por la pradera, buscando desesperadamente bulbos u hojas para comer, ve a una persona, la derriba y sin tardanza sus miembros estaban «hirviendo en una olla…, ahora es cuando siento especial vergüenza de mí mismo. Miro mis extremidades y tiemblo. ¡Qué!, me digo, ¡nos estábamos comiéndonos a nosotros mismos!»

Aunque Moshoshoe les alabó por haber abandonado el canibalismo, reafirmando su promesa de que nunca volverían a pasar hambre mientras él fuese rey, Arbousset encontró que dormir entre ellos era bastante inquietante. Tuvo pesadillas con la Revolución francesa; recordaba cómo uno de los antiguos caníbales se lamía lentamente el dedo y limpiaba la sartén de Arbousset, otro se llevaba su olla a la boca exclamando, «qué hermoso “vaso”», y un tercero hincaba el diente a la grasa de un rabo de oveja como si fuera un trozo de pan. Todo esto prueba que no habían perdido por completo sus gustos anteriores.

Pero la decisión de Moshoshoe de apoyar a estos caníbales enviaba importantes señales de cambio y aceptación que, según Daniel Kunene, dieron lugar posteriormente a algunos poemas elogiosos sobre el rey:

(Lepoqo ke Thapisi, ho thapisa

O thapititse bitla la rr’ae-moholo.)

Lepoqo es un encantador, pues encanta

Encanta la tumba de su padre.

(Letlama ke Makgwape, oa kgwapela,

O kgwapetse kgongwana e le mohatelo.)

Letlama es un fuerte Domador, rodea fuerte con sus piernas,

ciñe fuertemente con sus piernas a un joven buey sin domesticar.

Kunene dice las palabras ho thapisa, que significa «encantar, domesticar la naturaleza salvaje de», dando una imagen del rey sentado con fuerza y domesticando al buey salvaje de los turbulentos primeros años de los basuto. La palabra encanto, con su significado de atraer y conseguir, resume la técnica de Moshoeshoe: ni fuerza ni violencia, sino convencer a la gente con una domesticación cuidadosa, pero firme.

Según el consejo de Mohlomi, Moshoeshoe también intentó poner límite a ciertas prácticas destructivas de la brujería, sobre todo la idea de que las brujas podían «olfatear» a la gente. (Algunos biógrafos constatan erróneamente que el rey estaba en contra de la brujería, pero sería más correcto decir que estaba en contra de determinados aspectos de esta, porque es cierto que, a lo largo de toda su vida, se vio rodeado y consultó regularmente a curanderos y adivinos tradicionales.) Cuando su séquito lapidó a una mujer acusada de brujería, el furioso rey los mandó llamar y les echó una reprimenda: «en mi infancia, recibí el nombre de Lepoqo (disputa) porque nací en el momento en que estaban discutiendo en el poblado de mi padre sobre una persona acusada de brujería…; nunca he matado a nadie salvo en el campo de batalla. Esta es la primera vez que los buitres tienen que comerse a alguien en mi propia casa… ¡Escuchadme bien! No permitáis que nadie se atreva a venir y decirme: “¡me han embrujado!” ¡Que jamás vuelva a pronunciarse esa palabra en mi presencia!»

Moshoeshoe estableció unas fórmulas prácticas para vivir en paz con los jefes vecinos y muchos de ellos se presentaron voluntarios para abandonar su liderazgo, permitiéndole urdir una nueva nación que seguía creciendo paulatinamente. Extendía una mano en señal de amistad a todo aquel que se le acercase.

Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no bastaba con reunir a la gente y cuidar de ella. Necesitaba nuevas estrategias para crear y mantener un espacio seguro, donde la gente pudiera formar una comunidad sin violar los límites que les unían. Se propuso construir lo que Seboni denomina «una base ética y unos valores eternos», para unir a la gente de forma próspera y sostenible. Ya fuese porque estaba imbuido de la sabiduría del sabio Mohlomi o porque en la práctica se daba cuenta de lo que ya sabía la gente, Moshoeshoe comenzó a asegurar un espacio para que su comunidad viviese su vida diaria dentro de una corriente creativa de acontecimientos que permitían que todos «se construyeran» en relación a los demás. Gracias al ganado, la tierra, el trabajo y el matrimonio, entretejió toda una red de pequeñas y grandes relaciones.

Lo importante de los logros de Moshoeshoe, afirma Seboni en su tesis, fue el impresionante espectro de medidas que introdujo para crear un espacio humano para que la gente pudiera vivir. Estas medidas, todas ellas pensadas para lograr una paz y prosperidad duraderas, descansaban en tres principios fundamentales: sacar a la gente de la pobreza, estabilizar la zona mediante la diplomacia e involucrar a todo el mundo en decisiones que afectaban a la vida de todos.

La primera estructura era una especie de plan Marshall para mejorar las vidas de los pobres y destituir a quien llegase a Thaba- Bosiu. Moshoeshoe instituyó el sistema de mafisa