Quizás en otoño - Consuelo López-Zuriaga - E-Book

Quizás en otoño E-Book

Consuelo López-Zuriaga

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Beschreibung

La vida de Claudia Figueroa, brillante abogada dedicada a la defensa de los derechos humanos, dará un giro radical cuando a Mauricio, su pareja, reportero de guerra y escritor, le diagnostican un cáncer terminal. Claudia deberá tomar importantes decisiones que afectarán a lo que, hasta entonces, habían sido su vida y sus ambiciones. Sin mapa ni brújula para afrontar la devastación de la enfermedad y la incomprensión de la muerte, iniciará un camino en el que se debatirá entre: el miedo a la pérdida del hombre al que ama, la ruptura con su vida anterior y la constatación de que nunca volverá a ser la misma.  ¿Logrará sobrevivir a esta experiencia o naufragará en la nostalgia y el desconcierto por lo que fue y ya jamás será?  Sobre el telón de fondo de las desigualdades que amenazan al mundo actual, esta novela habla de cómo la vida se ilumina o se oscurece, en función del sentido que le demos a la muerte. El último suspiro de esta aventura que somos es decisivo.

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Quizás en otoño

Consuelo López-Zuriaga

 

 

A Pablo, por llevarme a los Montes Azules Y en memoria de Eloísa Hernández Gil

Hay que aprender a atisbar la luz. Sus inflexiones. Sus fugas y sus filtraciones.

Balthus

1 Un círculo rojo como un disparo

Si hace tres años me hubieran dicho que mi vida iba a cambiar de esta manera, no lo habría creído. Regresaba a casa después de un año trabajando en México y, sin saberlo, estaba a punto de iniciar un recorrido que concluiría con el fin de lo que, hasta entonces, había sido mi vida. Era la tarde del 1 de septiembre de 2015. El vuelo de Iberia 6400 estaba aproximándose a la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas. Había pactado con Mauricio esta separación porque significaba una buena oportunidad profesional para mí, y de paso, daría algo de oxígeno a nuestra relación. Llevábamos ya casi diez años juntos y aunque nos seguíamos queriendo, estábamos en ese punto en el que si te descuidas, la aridez marital acaba convirtiendo tu vida en un desierto.

En verano habíamos ido juntos a Oaxaca de vacaciones. Mauricio vino en junio y el viaje nos hizo recuperar algo del entusiasmo inicial. Recorrimos el Zócalo y el mercado Juárez, nos emborrachamos con la alquimia de los moles y el mezcal, y acabamos en las playas de Huatulco. Lo cierto es que aquella separación, más que la antesala de un divorcio, como cabría esperar, fue el tiempo de descanso antes de que comenzara el último acto de nuestro matrimonio. Y, por extraño que parezca, aunque estábamos a más de nueve mil kilómetros, diez horas de vuelo y siete de diferencia horaria, hacíamos lo posible por evitar que la distancia se interpusiera, irreversiblemente, entre nosotros.

El piloto anunció el aterrizaje y la azafata recorrió el pasillo del avión revisando los cinturones de los pasajeros. Plegué la mesa y guardé el libro en la mochila, me puse los zapatos y unas gotas de perfume en el cuello. Sentí los pies hinchados y giré los tobillos varias veces como si necesitara prepararme para aterrizar con firmeza en una realidad que aún desconocía.

Al atravesar la puerta automática y acceder a la zona de llegadas del aeropuerto, vi al instante el pelo canoso y ondulado de Mauricio entre la gente. Volvió a gustarme. A sus cuarenta años, seguía conservando un aire intrépido. Era de esos hombres con pinta de acabar de cruzar el Serengueti o de embarcarse con Peary rumbo al Ártico. Levantó el brazo enérgicamente mientras yo maniobraba con las maletas, en medio del tumulto.

—¡Claudia!

—Hola, cariño. —Nos fundimos en un abrazo. Sentí el olor de su cuerpo, que tan bien conocía, mezclado con el del aftershave.

—¿Qué tal el vuelo?

Al empezar a hablar, noté el efecto de la pastilla que me había tomado para dormir en el avión. Estaba un poco aturdida pero feliz. Regresaba a casa. Pronto salimos del aeropuerto y nos incorporamos a la autovía. La perspectiva de la avenida de América con Torres Blancas, al fondo, siempre me recordaba a Madrid. El edificio circular parecía un gigantesco árbol de hormigón que anunciaba mi llegada a territorio conocido. Sus balcones de madera, encaramados a los enormes cilindros grises, eran la puerta de entrada a lo que había sido mi vida, una vida que estaba a punto de naufragar, aunque ni Mauricio ni yo pudiéramos imaginar el alcance de lo que iba a suceder.

 

El número 6 de la calle José Marañón era un portal con una escalera de mármol, un gran espejo y dos sofás setenteros de cretona verde. Estaba en una zona tranquila que aún conserva edificios señoriales y árboles centenarios, en el barrio de Chamberí. Juan, el portero, acudió en cuanto nos vio bajar del coche para ayudarnos con el equipaje. Hacía ocho años que vivíamos allí. Mauricio había heredado el ático cuando murió su padre y después de tirar algunos tabiques, lijar el gotelé, acuchillar la tarima y llenarlo de libros, conseguimos hacerlo nuestro. Lo mejor de la casa era la terraza. Estaba llena de plantas que Mauricio cuidaba con esmero: las fotinias anunciaban la primavera con sus brotes rojos, el bambú nos protegía de las miradas indiscretas del vecino y los jazmines y las lavandas nos traían el olor del campo al corazón de Madrid.

—¿Quieres una copa de vino? —dijo desde la cocina mientras yo abría las maletas y amontonaba la ropa sucia en el suelo.

Tomé la copa y di un pequeño sorbo mientras recorría descalza la casa. Sentía el placer de volver a lo conocido cuando ya te has saciado de aventura y el cuerpo añora regresar al nido. Mauricio había comprado margaritas blancas, como yo solía hacer cada sábado, y las había colocado en el salón. Se había esforzado para que mi mundo pareciera intacto. Cada objeto permanecía inmutable como si el tiempo se hubiera congelado y el año que había estado ausente nunca hubiera existido.

—¿Tienes hambre? ¿Preparo algo de picar y me cuentas?

—¡Estupendo! Voy a darme una ducha mientras tanto.

Entré en el baño. Me acerqué al espejo y me pasé el dedo por el contorno de los ojos dibujando un semicírculo. Mi rostro acusaba el cansancio del viaje. Me quité la ropa y observé mi cuerpo desnudo. Acababa de cumplir los cuarenta y no había tenido hijos. No estaba mal pero tampoco era una belleza, aunque, según mi madre, no me sacaba ningún partido. Prefería los vaqueros y los jerséis grandes, no solía maquillarme y usaba zapatos planos. No había nada más patético que una mujer titubeante sobre unos tacones de diez centímetros, y mi única sofisticación eran unas gotas de perfume. Las piernas largas, las caderas estrechas y la melena castaña, algo anárquica, todavía me conferían un aire juvenil, aunque ya asomaran algunas canas y aquello tuviera los días contados. Abrí el grifo de golpe, entré en la ducha y el agua templada arrastró aquellos pensamientos creando un remolino con la espuma del gel. Me enrollé el pelo en la toalla haciéndome un turbante y me puse el albornoz.

Al abrir el armario del baño, algo llamó mi atención. Sobre una de las baldas había un frasco de plástico. Tenía una tapa roja. Era lo único que alteraba la inmutabilidad de las cosas en mi ausencia y parecía alertar de que algo había podido cambiar o iba a hacerlo en las próximas horas. Estaba vacío. Lo cogí y vi que se trataba de esos botes que se compran en la farmacia para los análisis de orina. ¿Por qué estaba en nuestro armario? ¿Qué hacía allí?

—¡Claudia, date prisa! Se nos enfría la cena.

Salí del baño con la imagen de la tapa roja clavada en la retina, una mancha violentando la pulcritud del baño blanco.

—¡Eres un sol! ¡Menuda cena!

—Ahora siéntate y cuéntame cómo han ido las cosas por México desde que fui a verte en vacaciones.

Me acomodé en el sofá mientras Mauricio servía un revuelto de boletus con pasas y rellenaba las copas de vino.

—Ya sabes cómo es México. Intenso y excesivo si lo comparamos con la mansa y predecible Europa.

—¿Conseguiste entender el país?

—Dejé de intentarlo. Y fue lo más inteligente, créeme. Jamás se logra.

—Así que... ¿empezaste a vivirlo?

—Empecé a dejarme llevar por su energía inexplicable.

—¿Y conseguiste amarlo?

—Como se ama a una pantera. Te hechiza su poder y el secreto de su belleza. Pero sabes que, en cualquier momento, podría destruirte de un zarpazo.

La pregunta de Mauricio me hizo retroceder en el tiempo y volver a lo que un año antes me había llevado hasta allí: un contrato de trabajo. Human Rights Action quería implantarse en el país y abrir su sede regional para Latinoamérica en Ciudad de México. Buscaban un directivo con experiencia en derechos humanos y que fuera extranjero para poner en marcha el proyecto. No me lo pensé. Era la oportunidad de conocer los escenarios del futuro. Por aquel entonces estaba convencida de que los países emergentes con su capitalismo salvaje, sus democracias imperfectas y sus sociedades radicalmente desiguales, eran el mundo que nos esperaba.

—Y al final, ¿cuál ha sido el balance?

—Una buena experiencia —dije pensativa—, aunque lo que nos llega ponga los pelos de punta.

—¿Te refieres a lo que nos cuentan sobre narcos, corrupción, feminicidio, violencia e impunidad?

—Todo eso es cierto, sucede. No se puede negar. Hay más de cuarenta mil personas desaparecidas. Yo viví lo de Ayotzinapay el asesinato de los cuarenta y tres estudiantes convulsionó el país. Pero hay algo más —dije, haciendo una pausa y cogiendo la copa de vino del borde de la mesa—. La resistencia de esa gente procede de un lugar indescifrable. Existe una conexión con lo invisible y una concepción de lo posible completamente diferentes a lo que aceptaríamos en Europa.

Mauricio sabía muy bien de lo que hablaba. Conocía México. Había vivido en Colombia varios años y recorrido Latinoamérica de norte a sur.

—Por cierto, te he traído un regalo.

Rompió el papel con cuidado y miró la cubierta del libro con asombro y emoción. Fue directo a la primera página, se puso las gafas lentamente y comenzó a leer con esa entonación dramática que ponía cuando leía en voz alta. Me encantaba oírle, parecía un actor.

—Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó...».

Cerró el libro y se hizo un silencio entre nosotros. Lo rompí deliberadamente y, al hacerlo, tuve la sensación de estar conjurando una amenaza que, sin saber por qué, presentía cernirse sobre nuestras vidas.

—Es una edición especial para el aniversario.

—¡Qué maravilla! ¡Mira las ilustraciones! Me encanta. Ven —dijo tendiéndome los brazos.

Me acerqué y comenzamos a besarnos. El olor de su cuerpo me excitaba y una corriente eléctrica recorría mi piel. Hacía tiempo que no sentía la calidez de sus manos acariciando mis caderas. Me desabroché la camisa del pijama y su lengua lamió mis pezones desnudos. Notaba su erección mientras mis muslos se abrían buscándole con un deseo creciente. Sobre la mesa, junto al sofá, permanecía el libro. Entre gemidos y susurros alcancé a ver la ilustración que ocupaba la portada. Xólotl, el divino perro, ligado a los rituales de los mexicas, y al Quinto Sol presenciaba nuestra escena de amor desde sus trazos gruesos, dibujados con tinta roja y negra sobre el papel rugoso. El dios del ocaso de los espíritus nos observaba desde un lugar desconocido que aún resultaba inexplicable. Agarrados de la mano, descalzos y medio desnudos, besándonos con urgencia, avanzamos por el pasillo como si fuera la primera vez. Caminamos unidos por el magnetismo del deseo aplazado, hasta que la silueta de nuestros cuerpos desapareció en la oscuridad del dormitorio.

 

La mañana del 2 de septiembre hacía un sol radiante. Había dormido casi diez horas seguidas. Cuando me desperté, Mauricio estaba preparando un zumo de naranja en la cocina. Entré en el baño y, de nuevo, vi el frasco con la tapa roja dentro del armario. Su presencia volvió a inquietarme.

—¿Te he despertado con el ruido?

—Qué va —dije mientras le daba un beso y me recogía el pelo, sujetándolo en la nuca con un lapicero.

Nos sentamos en la terraza, el café negro y el zumo de naranja consiguieron espabilarme. Sentía una felicidad apremiante como si fuera a agotarse en el próximo latido y hubiera que bebérsela de un trago y hasta la última gota. Me levanté acercándome hasta la barandilla. ¡Cuánto había echado de menos aquella vista! Las mansardas de pizarra del palacete parisino de la calle Manuel Silvela alternaban con las molduras neoclásicas de los edificios de enfrente, y las copas de los árboles dibujaban el trazado de las calles con una raya verde sobre el asfalto. Volví a la mesa, y sin pensarlo mucho, pregunté:

—¿Y ese frasco que hay en el armario del baño? Me ha extrañado verlo ahí.

—Tengo que hacerme unos análisis —respondió Mauricio, quitándole importancia al asunto y con pocas ganas de seguir hablando del tema.

—¿Te encuentras mal? —pregunté acelerándome y anticipando una angustia que no tardaría en llegar.

—No te preocupes —dijo, agarrándome la mano—. Seguro que no es nada. Los años... que no perdonan.

—¿Estas enfermo? —insistí machacona y consiguiendo hartarle.

—Te digo que no es nada, Claudia.

—¿Cuándo tienes la cita con el médico?

—Hoy.

—Voy contigo.

—No hace falta. No seas pesada.

Y no fui. Sin embargo, no iba a conformarme con aquella explicación. Mi intuición me decía que pasaba algo. Aquel frasco con la tapa roja había traído un viento premonitorio del que no podía escapar. Esa misma noche, después de cenar y cuando estábamos en el sofá, aproveché para volver sobre el asunto.

—¿Me lo vas a contar ahora?

—¿Otra vez, Claudia? Mira que eres insistente —dijo incorporándose de mala gana y dejando el mando de la tele sobre la mesa.

En la pantalla, los mapas de isobaras anunciaban bajas presiones y un cambio brusco en las próximas horas.

—Creo que tengo derecho a saber qué te pasa, ¿no?

—Si no te lo digo, es por no preocuparte inútilmente. Aún no sé nada. Es pronto para sacar conclusiones —contestó.

Se hizo un silencio incómodo y viendo que no iba a darme por vencida comenzó a hablar.

—La mañana del 28 de agosto, por primera vez, detecté un color rojizo en la orina. Todavía era pálido pero inquietante. Recuerdo el momento porque una extraña luz blanquecina inundó el baño. No le di mucha importancia y pensé que serían piedras en el riñón. El urólogo, después, lo llamó hematuria y me mandó unos análisis y otras pruebas.

—¿Y por qué no me dijiste nada entonces?

—Déjame acabar, Claudia —dijo, a punto de perder la paciencia.

—Esta mañana he recogido la muestra en el bote que había en el armario del baño y la he llevado al hospital —hizo una pausa, me miró y continuó hablando—. El doctor Ballesteros, el urólogo —aclaró—, me ha explicado las causas más habituales por las que la orina se tiñe de sangre. Ha barajado varios escenarios y ha insistido en que no hay que ponerse en lo peor —volvió a mirarme y esbozó una sonrisa tranquilizadora—. Antes de aventurar cualquier diagnóstico, es imprescindible tener el resultado de todas las pruebas. Hay que esperar.

 

Aún era pronto para conocer el diámetro del cráter que estaba a punto de abrirse en nuestras vidas. En el baño, la luz había dejado de ser blanquecina y en mi memoria solo existía aquel frasco de plástico con la tapa roja, colocado en el armario. Una mancha rompiendo con violencia la pulcritud del blanco. Un círculo rojo como un disparo.

2 La ruta imposible a Gaza

Ayer desde Jerusalén, y por tercer día consecutivo, intenté regresar a Gaza. Tras la fugaz evacuación en la que me vi involucrado el pasado lunes, después de los violentos incidentes que grupos de la Yihad islámica provocaron por el centro de la ciudad, he intentado a diario atravesar Erez Crossing Point, el único puesto fronterizo entre Israel y este pedazo de tierra palestina acorralado frente al mar.

Sus colegas le llamaban Mauro. Cuando escribió esta crónica desde Jerusalén tenía treinta años y llevaba unos cuantos recorriendo los escenarios más conflictivos del planeta. Desde pequeño, había sentido una gran fascinación por los mapas, lo que le llevó, precozmente, a querer saber qué había detrás de aquellas representaciones del mundo dibujadas sobre el papel. Ser nómada era su aspiración y no tenía la menor intención de perseguir lo que, para el común de los mortales, se entiende como «estabilidad». Pronto empezó a viajar de mochilero por rutas insólitas que preparaba minuciosamente y con escaso presupuesto —su padre, un juicioso abogado del Estado, no estaba por la labor de financiar aventuras—. Se inició de adolescente con un viaje a pie por las Alpujarras en homenaje a Gerald Brenan y a su Laberinto español, y acabó cubriendo las guerras, las hambrunas y las catástrofes de la última década. Así comenzó a escribir: guiándose por lo que veía, por lo que sentía y por lo que le contaban. Escribir sobre aquellos lugares que no venían en los mapas se convirtió en su objetivo. Era una forma de desafiar el imaginario del poder, las convenciones de la cartografía y también, por qué no, la vida.

Al pie de las alambradas, esta vez sí, las soldados hebreas enfundadas en trajes de combate me van a dar el paso. Entonces comienzo una travesía que me traslada de Israel a la franja de Gaza como de un lado a otro del cuadrilátero. Solo unos pocos extranjeros —conseguida la autorización— podemos dar los pasos siguientes, y, aun así, no resulta fácil. El cruce está vedado desde hace meses para los palestinos. Nadie se mueve hacia fuera o hacia adentro de esta ratonera, salvo los sabuesos de la prensa o los peones de la ayuda humanitaria.

Así era Mauricio. No se rendía. Iba por la vida cruzando checkpoints sin saber cuál sería el último. Tenía instinto para salir de las ratoneras y ni era tan cínico como los tíos curtidos en las cloacas del mundo ni tan idealista como los que nos dedicábamos a salvarlo. Él bregaba con la guerra y con todas sus miserias, con la adicción del que vive en el límite y, a la vez, intuye que no sobreviviría en ningún otro lugar.

 

Mauricio y yo nos conocimos en el otoño de 2005. Hacía ya trece años. Él acababa de llegar de la franja de Gaza. Entonces trabajaba para World Press y, a pesar de ser un hombre de acción —de esos que no se quitan el chaleco de bolsillos y las Timberlandscurradas ni para dormir—, tenía un punto de melancolía que, a primera vista, se traducía en una combinación de arrogancia y timidez. Eso, unido a que era un hombre apuesto —por no decir que arrasaba—, hacía el cóctel explosivo. Yo, por el contrario, no estaba entonces en mi mejor momento. Atravesaba una etapa turbulenta. Acababa de regresar de Ruanda. Había estado trabajando en el noroeste del país, cerca de Ruhengeri, con una pequeña ONG que llevaba a cabo proyectos con mujeres rurales. Muchas de ellas habían sido víctimas de brutales violaciones durante el genocidio y a su pobreza se unían la estigmatización por parte de la comunidad y el trauma psicológico que arrastrarían hasta la muerte. Por aquel entonces —como decía— yo andaba bastante confusa. Me debatía entre salvar el mundo y mi deseo de ser Kapuściński. Quería escribir sobre aquellas vidas desde la habitación de un hotelucho, con un ventilador renqueante, una caja de Primus bien frías y unas vistas inigualables sobre el lago Kivu.

—¿Has subido a los Virunga?

—Estaba trabajando, no haciendo turismo.

Aquellas fueron las primeras palabras que Mauricio y yo intercambiamos la tarde en la que nos conocimos en Madrid, durante una mesa redonda sobre Palestina.

—Así que te has venido de Ruanda sin ver Los Montes de la Luna. Gran error.

«¡Otro que, nada más conocerte, te dice lo que tienes que hacer!», pensé rebotada, pero me contuve y solo respondí: «Eso lo dejo para Stanley», justo en el momento en el que la moderadora del coloquio se lo llevaba del brazo atravesando la multitud. Me quedé con la duda de si me habría oído, pero no tardaría mucho en comprobarlo.

El salón de actos del Instituto Cervantes, en la calle Alcalá, estaba abarrotado. El edificio de las cariátides imponía, dejando ver su opulento pasado de sede bancaria reconvertida en templo de la cultura. La mesa redonda sobre el conflicto árabe-israelí y la situación humanitaria en Palestina había congregado a periodistas, gente del mundillo humanitario, analistas especializados en la zona y algún diplomático con experiencia en la región.

Mauricio subió al estrado y se sentó junto al resto de los ponentes: un embajador, un miembro del Comité Internacional de la Cruz Roja y una profesora de relaciones internacionales de la universidad de Georgetown. Cuando empezó a hablar, su voz llenó por completo la sala. Arrancó con una cita de Tucídides y, a continuación, arremetió contra las guerras justas.

Era elocuente y apasionado, persuadía con sus argumentos y miraba directamente a la audiencia. Con cada palabra sentí cómo se desmoronaba mi resistencia inicial —«yo y mi debilidad por los hombres inteligentes», pensé mientras dilucidaba cómo ganar la partida y recomponer un mal comienzo.

Pero no hizo falta. Exactamente, tres días después de nuestro primer encuentro, recibí en la oficina un ejemplar de En busca del doctor Livingston: viaje al centro de África. En la primera página había una frase escrita con tinta verde y letra minuciosa: Espero encontrarte pronto. Firmado:Henry Stanley.

 

No tardamos en encontrarnos. Una semana más tarde Mauricio y yo cenamos en el Naomi, un restaurante japonés situado en la calle Ávila, en pleno Cuatro Caminos. Yo nunca había estado en Japón, pero, según él, era lo más parecido a la genuina comida japonesa que podías encontrar en Madrid. Cuando llegué me sorprendió la fachada del local. Nada hacía sospechar que estabas ante un restaurante japonés, más bien parecía un bar de tapas andaluz. Un pequeño alero de teja roja daba cobijo a una ventana enrejada y adornada con macetas; al lado, un rótulo de plástico verde y negro —bastante cutre, como de baretode toda la vida— anunciaba: Masa Naomi. Restaurante Japonés. «Un principio desconcertante para nuestra primera cita», pensé. No sabías si se trataba de una fusión cool, solo apta para gente viajada y adicta a lo último, o sencillamente que el capricho del destino había decidido poner a una modesta familia nipona a cocinar en un bar de Tetuán.

El interior tampoco defraudaba. Estaba en las antípodas de los espacios japoneses dominados por el lujo de la sobriedad, el orden y el silencio del minimalismo zen. El Naomi era decididamente barroco —o castizo, según se mire—. En un espacio ruidoso y diminuto se abarrotaban láminas de peces colgadas en las paredes, una geisha de porcelana dentro de una urna, sillas de escayrojo, una barra atestada y, enfrente, un tatami para comer a la japonesa.

La camarera me llevó hasta nuestra mesa sorteando clientes y fuentes de comida que salían a buen ritmo de la cocina. Por fin, al fondo, divisé a Mauricio esperando. Estaba sentado sobre el tatami, descalzo y con un vaso de sake en la mano. En cuanto me vio, alzó el vaso, inclinó la cabeza y me invitó a sentarme haciendo un gesto de bienvenida. Desde mi 1,70 la perspectiva de Mauricio sobre el tatami resultaba algo ridícula, pero no era el momento para los análisis despiadados. Dejé los zapatos bajo la tarima y me encajé como pude en la mesita a ras del suelo.

—¿Qué te parece si pedimos unas berenjenas al miso, un toro picante y el katsudon? La salsa te va a encantar.

Acepté la propuesta y, acto seguido, di un sorbo de sake. Me entró bien, estaba muy frío y yo necesitaba entonarme para rebajar la tensión.

—Cuéntame, Claudia, ¿vuelves pronto a Ruanda?

—No. Ya acabé la misión y, además, la Unión Europea está empezando a retirar la financiación para el proyecto, así que no creo que sigamos trabajando allí.

—¡Lástima! Siempre la misma historia, ¿y qué pasa con esas mujeres?

—Un desastre, te puedes imaginar... Ni siquiera sé si la propia asociación sobrevivirá. Y tú ¿regresas a Palestina? —pregunté con curiosidad.

—No, aquello también se acabó. Ahora estoy pendiente de ver cuál será el próximo destino. Pero seguro que no tarda en salir algo.

—¿Cuántas noches al año duermes en tu casa, aquí en Madrid?

—No sabría decirte —contestó riéndose—, pero, en total, no llegarán a tres meses.

—¿Y no sientes que no perteneces a ningún lugar?

—De momento no. Todavía no he encontrado «eso» a lo que me gustaría pertenecer. Aún me compensan el trajín y la adrenalina de esta clase de vida.

—O sea, que eres un yonqui.

Las berenjenas con salsa de miso llegaron a la mesa. Eran dos láminas negras y brillantes que destacaban sobre el rectángulo blanco de la fuente. La carne melosa se deshacía en la boca y la untuosidad de la berenjena, fundida con la potencia salada del miso, producían un intenso estallido en las papilas.

—No sabría decirte si estoy tan enganchado... pero, de momento, no quiero hacer otra cosa. Siento que estoy donde quiero estar. ¿Y tú?

—Yo soy una eterna buscadora.

—¿O una eterna insatisfecha? Hay una gran diferencia...

Me quedé pensando si en realidad existía esa diferencia de la que hablaba. Al fin y al cabo, la insatisfacción era lo que siempre me había impulsado a buscar. Perseguía otra experiencia diferente cuando el reto había sido superado. Y así, encadenando una tras otra, siempre me encontraba en una eterna búsqueda sin un aparente destino final.

 

Salimos del Naomi sin ganas de irnos a casa. La noche estaba empezando y era evidente que nos gustábamos. Había conexión y nuestros universos giraban en la misma órbita —solo habría que acompasarlos—. Madrid vibraba y cualquier garito nos servía para tomarnos una copa. Después del segundo gin-tonic, el cuerpo empezó a imponerse sobre las palabras. Mauricio me agarró la mano y me miró fijamente. Sus ojos verdosos tenían algo turbador y el pelo castaño le caía sobre la frente en un desorden perfecto.

—¿Nos vamos a mi casa?

—¿«Esa» en la que solo duermes tres meses al año?

—¿Y a ti quién te ha dicho que vamos a dormir?

El taxi enfiló la Castellana y se detuvo en la calle Argensola frente a un portón verde oscuro con unos tiradores de bronce. La luz anaranjada de una farola iluminaba a duras penas la acera. Entramos en el portal y subimos unos cuantos peldaños hasta llegar al ascensor. Era antiguo y de madera y tenía una puerta de hierro forjado con unos tallos ondulantes. Al entrar, nuestros cuerpos quedaron frente a frente y, sin más, nos besamos. Mauricio dio al séptimo y ascendimos, abrazados como dos enredaderas, dentro de aquella jaula de hierro y cristal.

Abrió la puerta. Avanzamos por el pasillo besándonos y, sin encender la luz, nos precipitamos sobre un colchón que había en el suelo del salón. En la penumbra ya nada podía detenerme. Me quité los vaqueros. La luz de la farola entraba por el balcón iluminándole el torso y los hombros desnudos. Me gustaba su cuerpo y me excitaba su olor. Le acaricié. Se dio la vuelta y bajándome las bragas me besó el pubis. Mi vientre se contrajo y su cuerpo se transformó en un océano de placer en el que me sumergí, hasta que la luz del sol me despertó.

No sabía qué hora era y estaba algo resacosa después del sake y los gin-tonics. Noté el cuerpo de Mauricio junto al mío. Todavía dormía. Me incorporé sobre el colchón y eché un vistazo al salón desde el suelo. Aquellos treinta metros cuadrados eran un caos. Junto a la puerta, había una escalera llena de restos de pintura reseca y, en un rincón, se alineaban unos cuantos cubos de pintura blanca, al lado de un recipiente con brochas y rodillos flotando en aguarrás. Apenas había muebles. Las estanterías estaban cubiertas por un plástico para evitar que los libros se mancharan. Y entre más montones de libros, algunos cuadros y numerosas cajas de cartón, sobresalía la mandíbula de un pez sierra. La espina dentada se erguía sobre una peana de madera dominando el campo de batalla como los soldados alzando la bandera en Iwo Jima.

De repente, un ruido me sobresaltó. Era el sonido de una llave girando en la cerradura de la puerta. Estaban abriéndola. Me puse la camiseta a toda prisa y desperté a Mauricio.

—¡Alguien está entrando! ¡Levántate! —Y le zarandeé mientras escuchaba unos pasos aproximándose al salón.

—¡Joder, se me había olvidado! ¡Los pintores!

Me vestí a toda prisa y él salió al pasillo en calzoncillos.

—¡Buenos días! Pues sí que han madrugado hoy...

Me hice una coleta y aprovechando que los pintores estaban cambiándose en la cocina, cogí el bolso y me fui hacia la puerta.

—Espérame en el bar de abajo y desayunamos juntos —susurró mientras me besaba en el cuello.

Al rato, apareció con el pelo mojado y cara de sueño.

—¡Vaya amanecer romántico! —se disculpó.

—Yo lo que tengo es un hambre bestial.

—¿Tostadas con tomate y pincho de tortilla?

—Y un cortado: largo de café y bien cargado.

Aquella noche empezamos a enamorarnos. Hablamos de ir juntos a recorrer el mundo. Entonces me contó que siempre había querido escribir sobre esos lugares que no venían en los mapas y yo le confesé que quería ser Kapuściński. Sobre su mesa tenía un montón de mapas en los que marcaba itinerarios con rotuladores de colores. Aquellos trazos eran ríos de tinta que serpenteaban entre cordilleras y llanuras, y cruzaban fronteras hasta desembocar en el océano de los deseos escritos en papel.

 

Después de aquella noche Mauricio desapareció. Durante dos semanas, que a mí me parecieron siglos, no tuve noticias de él. No sabía dónde estaba ni si lo iba a volver a ver y aunque me reconcomía la incertidumbre, no quería dar el primer paso y llamarlo. Si él era libre y volaba, yo también. El jueves, como todos los jueves, había quedado a comer con Alejandra. Nos conocíamos desde niñas, habíamos sido compañeras de clase en el Liceo Francés y nos entendíamos muy bien.

Durante la universidad nuestros caminos se separaron. Mientras yo me fui de cabeza a la facultad de Derecho, empujada por la tradición familiar —aquello de pertenecer a un linaje de juristas ilustres marcaba lo indecible— Alejandra o Álex, como la llamaba casi todo el mundo, empezó Historia del Arte. Su padre era un conocido arquitecto con un prestigioso estudio en Madrid. Vivían en un chalé de una planta en el parque del Conde de Orgaz, con espacios diáfanos y un amplio salón distribuido en dos niveles. Su casa era otra historia. Acostumbrada al estilo notaría