Reencuentro con su pasado - Abby Green - E-Book
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Reencuentro con su pasado E-Book

Abby Green

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Beschreibung

"Todo el mundo tiene un precio, Darcy. Yo te he dicho cuál es el mío, ahora dime cuál es el tuyo". La secretaria Darcy Lennox sabía lo exigente que podía ser su multimillonario jefe, Maximiliano Fonseca Roselli. Su fiera ambición era bien conocida, pero casarse con él para que se asegurase el contrato del siglo iba más allá del deber. Max, un hombre al que no se le podía negar nada, se mostró imperturbable ante su reticencia a contraer un falso matrimonio. En su mundo, todos tenían un precio y estaba decidido a convencerla para que revelase el suyo. Pero, después de un apasionado beso, Darcy descubrió que la apuesta era mucho más alta de lo que ninguno de los dos había imaginado.

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Seitenzahl: 195

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Abby Green

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Reencuentro con su pasado, n.º 2528 - marzo 2017

Título original: The Bride Fonseca Needs

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas porHarlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9299-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Vaya, vaya, qué interesante. La pequeña Darcy Lennox en mi despacho, buscando trabajo.

Darcy intentó disimular su disgusto por la irritante, pero nada desacertada, referencia a su estatura. Al mismo tiempo, tenía que luchar contra el asalto a sus sentidos que provocaba la proximidad de Maximiliano Fonseca Roselli, de quien lo separaba solo su impresionante escritorio. Pero no era fácil porque seguía siendo tan devastadoramente atractivo como siempre. Más aún porque era un hombre, no el crío de diecisiete años que recordaba. Exudaba sexualidad como un efluvio invisible, pero embriagador, haciéndola pensar absurdamente que bajo el aspecto de seres civilizados en realidad solo eran animales.

Era mitad brasileño, mitad italiano, de pelo rubio oscuro algo alborotado y lo bastante largo como para dejar claro que le importaba un bledo lo que pensaran los demás. Aunque le había importado lo suficiente como para convertirse en uno de los multimillonarios más jóvenes de Europa, según una importante revista económica.

Darcy imaginaba que muchas mujeres estarían encantadas de observar cada uno de sus movimientos, pero notó algo nuevo en sus casi perfectas facciones y lo dijo en voz alta sin poder evitarlo:

–Tienes una cicatriz.

Iba de la sien izquierda hasta el mentón y le daba un aspecto aún más misterioso y sombrío.

Él arqueó una ceja de color rubio oscuro.

–Parece que no has perdido tu capacidad de observación.

Darcy se puso colorada. ¿Desde cuándo era tan grosera como para referirse al aspecto físico de otra persona?

Maximiliano se había levantado para saludarla cuando entró en el palaciego despacho, situado en el centro de Roma, y empezaba a sentir calor con el traje de chaqueta. Estaba ardiendo bajo la mirada de color ámbar que la había cautivado desde la primera vez que lo vio.

Él cruzó los brazos sobre el pecho y, a su pesar, los ojos de Darcy se clavaron en los marcados bíceps, que parecían a punto de hacer estallar la camisa. Aunque llevaba un elegante pantalón oscuro, no parecía muy civilizado y su mirada era demasiado perceptiva, demasiado cínica para ser amable.

–¿Y qué hace una alumna de Boissy le Château buscando trabajo como secretaria?

Antes de que ella pudiera responder, añadió, con tono despectivo:

–Pensé que te habrías casado con un aristócrata europeo y habrías tenido un montón de herederos, como las demás chicas de esa anacrónica institución.

Inmóvil bajo la mirada dorada, Darcy lamentó haber pensado que sería buena idea solicitar el puesto, publicado en un selecto boletín. Y odiaba tener que reconocer que, en el fondo, había sentido curiosidad por ver de nuevo a Max Fonseca Roselli.

–Solo estuve en Boissy un año más que tú –Darcy vaciló al recordar a Max golpeando a otro chico y la brillante mancha de sangre en contraste con el blanco de la nieve–. Mi padre sufrió graves pérdidas durante la recesión, así que volví a Inglaterra para terminar mis estudios.

No mencionó que había estudiado en un colegio público, más agradable que el opresivo ambiente de Boissy.

Max dejó escapar un suspiro de conmiseración.

–¿Así que Darcy no llegó a ser la más bella del baile en París, con las demás chicas de la alta sociedad?

La referencia al exclusivo baile anual de las debutantes hizo que apretase los dientes. No, ella no había sido la más bella de ningún baile. Sabía que Max no lo había pasado bien en Boissy, pero ella no había sido su enemiga, todo lo contrario. Se le encogió el corazón al recordar algo que había ocurrido en el colegio. Darcy había visto a dos chicos sujetando a Max, mientras otro lo golpeaba en el estómago. Sin pensar, se había lanzado sobre ellos gritando: «¡Parad ahora mismo!».

–No –respondió–. No fui al baile en París porque estaba ocupada estudiando para conseguir un título en Idiomas y Empresariales por la universidad de Londres, como podrás ver en mi currículo.

Que estaba sobre su escritorio.

–Ya –murmuró Max.

Aquello había sido un terrible error.

–Cuando supe que estabas buscando una secretaria pensé que sería una buena oportunidad, pero no debería haber venido –Darcy se inclinó para tomar su maletín del suelo.

Él la miraba con el ceño fruncido.

–¿Quieres el trabajo o no?

Darcy pensó que quizá no debería ser tan impetuosa, pero la enfadaba que el atractivo rostro de Max no la dejase pensar con claridad. Como siempre.

–Pues claro que quiero el trabajo. Necesito un trabajo.

Max arrugó la frente.

–¿Tus padres lo perdieron todo?

Ella dejó escapar un suspiro de irritación. Estaba dando a entender que buscaba trabajo porque su familia no podía mantenerla.

–No, afortunadamente mi padre pudo recuperarse. Pero lo creas o no, me gusta ganarme la vida por mí misma.

Max emitió un bufido de incredulidad y Darcy tuvo que morderse la lengua. No podía culparlo por pensar eso, pero al contrario que las demás alumnas del colegio, ella no esperaba que se lo dieran todo en bandeja de plata.

Esos ojos hipnotizadores estaban clavados en ella y Darcy tuvo que tragar saliva. Se sentía en desventaja con su pelo oscuro sujeto en una coleta, su diminutiva estatura y una figura rotunda que ya no estaba de moda. Había dejado de intentar adelgazar años antes, pensando que debía aguantarse con lo que tenía.

Max le preguntó:

–¿Hablas italiano?

Darcy respondió en ese idioma:

–Sí, mi madre es romana, así que soy bilingüe desde niña. También hablo alemán y francés. Y mi mandarín es aceptable.

Él miró su currículo y luego volvió a mirarla a ella.

–Aquí dice que has estado en Bruselas durante los últimos cinco años. ¿Vives allí?

Darcy encogió el estómago, como para protegerse de un golpe. La verdad era que no tenía un hogar fijo desde que sus padres se separaron cuando tenía ocho años. Desde entonces había ido de un colegio a otro, de un país a otro, cambiando constantemente debido al trabajo de su padre y a las relaciones sentimentales de su madre.

Había aprendido que la única constante en su vida, lo único de lo que podía depender, era ella misma y su habilidad para forjarse un futuro que le aportase seguridad.

–No tengo casa en este momento, así que puedo trabajar donde quiera. O donde esté mi trabajo.

De nuevo, Max clavó en ella su incisiva mirada y Darcy apretó los labios, insegura al pensar que podría estar comparándola con las esbeltas modelos con las que aparecía fotografiado en las revistas. A su lado, midiendo un metro cincuenta y siete, ella parecería un elefantito. En momentos de debilidad había comprado las revistas de cotilleos en cuya portada aparecía para leer el lascivo contenido. Porque era lascivo.

Cuando vio las fotografías de Max en una cama con dos modelos rusas había tirado la revista a la papelera, disgustada consigo misma.

De repente, él le ofreció su mano.

–Tendrás un periodo de prueba de dos semanas, empezando mañana. ¿Has encontrado alojamiento?

Darcy parpadeó. ¿Estaba ofreciéndole el puesto mientras ella pensaba en rubias amazonas tiradas sobre su torso? Estrechó su mano y, de repente, experimentó una oleada de calor cuando los largos dedos envolvieron los suyos.

Pero él apartó la mano bruscamente para mirar su reloj con gesto impaciente.

–Pues… sí. Tengo un sitio en el que puedo alojarme durante unos días –respondió, pensando en el humilde hostal en uno de los distritos más turísticos de Roma.

–Estupendo. Si te quedas, buscaremos algo más permanente. Ahora tengo una reunión, pero nos veremos mañana a las nueve en punto. Entonces te lo explicaré todo.

–Muy bien. Hasta mañana entonces –Darcy se dirigió a la puerta, pero se volvió antes de salir–. No haces esto porque nos conocimos hace años, ¿verdad?

Él la miró con gesto impaciente.

–No, Darcy. Eso es una simple coincidencia. Eres la persona más cualificada para el puesto, tus referencias son impecables y, después de soportar a un montón de candidatas y hasta candidatos que parecen pensar que seducir al jefe es un requisito para conseguir el puesto, será un alivio trabajar con alguien que conoce los límites.

A Darcy no le gustó que descartase tan sumariamente su capacidad de seducción, pero antes de reconocer lo inapropiado que era ese pensamiento salió del despacho para no meter la pata.

Max miró la puerta cerrada, extrañamente inmóvil durante unos segundos. Darcy Lennox. Su nombre en la lista de candidatos para el puesto había sido una sorpresa inesperada, como lo había sido el vívido recuerdo de su rostro en cuanto leyó su nombre. Dudaba que pudiese reconocer a algún otro excompañero, aunque Darcy y él ni siquiera estaban en el mismo curso.

Sin embargo, tan pequeña y sencilla como era, le había impactado. Y eso era algo poco habitual en un hombre que solía apartar a la gente de su vida sin el menor remordimiento, fuesen amantes o socios que ya no le interesaban.

El recuerdo de esos ojos enormes y azules, en contraste con la piel bronceada, heredada de su madre italiana, seguía grabado en su mente.

Molesto consigo mismo, Max se pasó una mano por el pelo, alborotándolo aún más. Estaba agotado desde que volvió de su viaje a Brasil unos días antes y, francamente, sería un alivio trabajar con alguien que no lo viera como un reto similar a escalar un Everest sexual.

Darcy Lennox exudaba sentido común y seriedad. El hecho de que fuese alumna de Boissy, aunque hubiese tenido que dejar sus estudios, significaba que conocía su sitio y nunca se saltaría los límites. Al contrario que su última secretaria, a la que una mañana había encontrado esperándolo en su sillón, vestida solo con una de sus camisas.

Intentó imaginar por un momento a Darcy haciendo eso, pero lo único que podía ver era su circunspecta expresión, el serio traje de chaqueta y el pelo apartado de la cara. Lo invadió entonces una sensación de alivio. Por fin una secretaria que no lo distraería del contrato más importante de su vida; un contrato que lo convertiría en un contrincante serio en el competitivo mundo de las finanzas.

En realidad, aquello era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo. Darcy no llamaría la atención mientras realizaba sus tareas de manera eficaz. Su currículo dejaba claro que estaba más que preparada.

Levantó el teléfono para hablar con la secretaria temporal y le dijo con sequedad:

–Despide a los demás candidatos, la señorita Lennox empieza mañana.

No se molestó en hablar del periodo de prueba de dos semanas, tan seguro estaba de haber tomado la decisión correcta.

 

 

Tres meses después

 

–¡Darcy, ven aquí ahora mismo!

Darcy puso los ojos en blanco mientras se levantaba, alisándose la falda. Cuando entró en el despacho y lo vio paseando de un lado a otro frente al escritorio maldijo el aleteo que sentía en el corazón siempre que lo miraba.

Emanaba energía, virilidad. Decidió pensar que su reacción era la misma que sentiría cualquier mujer normal ante un hombre con ese carisma.

–No te quedes ahí, entra de una vez.

Darcy había aprendido que la forma de lidiar con Max Fonseca Roselli era tratarlo como a un semental arrogante. Con el mayor respeto y atención, pero con mano firme.

–No hay necesidad de gritar –dijo con expresión calmada–. Estoy al otro lado de la puerta.

Entró en el despacho y se dejó caer sobre un sillón, mirándolo y esperando instrucciones. Debía admitir que, aunque sus maneras dejaban mucho que desear, trabajar con Max era la experiencia más emocionante de su vida. Era un reto seguir el ritmo de su rápido intelecto y había aprendido más de él que en todos sus otros trabajos juntos.

Poco después de empezar a trabajar, Max la había instalado en un lujoso apartamento cerca de la oficina por un alquiler ridículo. Pero él se había negado a escuchar sus protestas diciendo:

–No necesito preocuparme porque vivas en una zona mala, pero sí necesito que estés disponible para trabajar en cualquier momento, así que es por mi conveniencia tanto como por la tuya.

Darcy no había podido protestar. La había instalado donde era accesible para él, no por consideración. Le daba igual que estuviera sola en una ciudad que no conocía tanto como debería, considerando que su madre era romana.

Trabajaban hasta muy tarde, incluso algunos sábados, y su ética profesional era intimidante.

–¿Cuál ha sido la respuesta de Montgomery?

Darcy no tuvo que mirar sus notas.

–Vendrá a Roma con su mujer la semana que viene. Y quiere que cenéis juntos.

Max hizo una mueca.

–Maldita sea. Estoy seguro de que ese viejo disfruta alargando el momento de la firma todo lo posible.

Aquello era inusual, desde luego. La mayoría de la gente que trataba con Max sabía que no debía negarle lo que quería.

–Montgomery no cree que yo pueda manejar su patrimonio. Soy un desconocido, no tengo sangre azul y, lo peor de todo, no estoy respetablemente casado.

«No, desde luego que no», pensó Darcy, recordando el reciente fin de semana que Max había pasado en Oriente Medio, visitando a su exótica amante, una famosa modelo. Irracionalmente, lo imaginó con un montón de hijos exóticos de ojos dorados, pelo oscuro y largas piernas.

–Darcy.

Se puso colorada cuando la pilló perdida en sus pensamientos. Trabajar con él todos los días debería haberla inmunizado, no haber empeorado la situación, ¿no?

–Es solo una cena, Max, no una prueba –comentó, intentando recuperar la calma.

–Pues claro que es una prueba –replicó él, con tono irritado–. ¿Por qué crees que quiere presentarme a su mujer?

–Tal vez solo quiera conocerte mejor. Después de todo, vas a manejar una de las fortunas más antiguas e ilustres de Europa, el legado de su familia.

Max soltó un bufido.

–Montgomery ya me habrá catalogado como posible candidato. Un hombre como él no tiene más que hacer en la vida que divertirse jugando con los demás como si fueran simples peones.

Se pasó una mano por el alborotado pelo, un gesto ya familiar, y Darcy se quedó sin respiración durante un segundo. Y luego, furiosa por esa reacción, dijo con tono exasperado:

–Pues entonces… –hizo una pausa, preguntándose cómo debía describir a su última amante y escogió la opción más diplomática–. Lleva a Noor a esa cena y convence a Montgomery de que la vuestra es una relación estable.

Él la miró con expresión horrorizada.

–¿Llevar a Noor Al-Fasari a cenar con Montgomery? ¿Te has vuelto loca?

Darcy frunció el ceño. Tontamente, se alegraba de esa reacción.

–¿Por qué no? Es tu amante, una mujer preciosa e inteligente…

Max hizo un gesto con la mano.

–Es mimada, petulante y avariciosa. Además, ya no es mi amante.

Darcy tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su reacción ante esa bomba. Evidentemente, las revistas aún no tenían esa información, y Max no solía confiarle sus secretos.

–Es una pena. Parecía una chica encantadora.

Max esbozó una sonrisa burlona.

–Elijo a mis amantes por muchas razones, pero nunca las he elegido por ser «encantadoras».

No, las elegía porque eran las mujeres más bellas del mundo y porque podía tener a quien quisiera.

Darcy no podía apartar la mirada de sus ojos, atrapada por algo inexplicable… pero entonces sonó el teléfono. El sonido rompió el intenso e incómodo contacto visual y, temblando, alargó una mano para responder.

–Es el sultán de Al-Omar –dijo luego.

–Muy bien.

Darcy se levantó con cierto alivio y salió del despacho mientras escuchaba la profunda voz de Max saludando a su amigo y uno de sus clientes más importantes.

Cerró la puerta y se apoyó en ella un momento. ¿Qué había querido decir con esa mirada? Lo había pillado a menudo mirándola con una expresión indescifrable, y cada vez que ocurría su pulso se aceleraba tontamente.

Volvió a sentarse tras su escritorio, enfadada consigo misma. Sería una tonta si pensara que Max la miraba con algo más que interés profesional. Además, ella no quería que la mirase de otro modo. No pensaba arriesgar el mejor trabajo de su vida mirándolo como lo hacía en el colegio, cuando estaba encandilada por él.

Max cortó la comunicación y se levantó para mirar por la ventana, inquieto. Desde allí tenía una impresionante vista de las antiguas ruinas de Roma, algo que solía calmarlo. Pero no en aquel momento.

El sultán Sadiq de Al-Omar había renunciado a su soltería para sentar la cabeza, uno más en su reducido círculo de amigos. La conversación había terminado cuando su esposa entró en el despacho con su hijo, a quien había oído reír alegremente. Sadiq le había contado que estaban esperando un segundo retoño y parecía muy feliz.

En otra ocasión le hubiera tomado el pelo, pero algo en esa tangible felicidad lo había hecho sentirse extrañamente vacío.

Recordó entonces la reciente boda de su hermano en Río de Janeiro. Después de una vida entera separados, el legado de unos padres divorciados que vivían en distintos continentes, su hermano y él no tenían una relación muy cercana. Pero había ido a la boda, más por una cuestión de negocios compartidos que por cariño fraternal.

Si tenía algo en común con su hermano, aparte de los genes, era el arraigado cinismo. Pero ese cinismo había desaparecido de los ojos de Luca desde que conoció a su esposa.

Max suspiró, intentando apartar ese recuerdo. Maldita introspección. ¿Desde cuándo se sentía vacío? ¿Y desde cuándo perdía el tiempo pensando en su hermano y su nueva esposa?

Siguió mirando por la ventana, con el ceño fruncido. Él era un solitario; lo había sido desde que tuvo que buscarse la vida siendo muy joven porque no tenía a nadie más que a sí mismo.

Y, sin embargo, tuvo que admitir con cierta irritación, que sus amigos y su hermano hubieran sentado la cabeza estaba empezando a dejarlo en minoría. Ir a cenar con Montgomery y su mujer no le apetecía nada y, además, estaba seguro de que el escocés querría aprovechar la oportunidad para demostrar que no estaba capacitado para hacer el trabajo.

Pensó entonces en la sugerencia de Darcy de llevar a su examante a la cena. Pero, por alguna razón, no era el rostro de Noor el que veía sino los ojazos azules de Darcy. Y cómo se había ruborizado cuando le dijo lo que pensaba de tal sugerencia.

Se encontró comparando a las dos mujeres y pensando que no podrían ser más diferentes.

Noor Al-Fasari era sin duda una de las mujeres más bellas del mundo. Y, sin embargo, cuando intentaba recordar su rostro le resultaba imposible.

Y Darcy… Max frunció el ceño. Le sorprendía reconocer que, aunque no era una belleza espectacular como Noor, Darcy era algo más que guapa o atractiva.

Y, siendo justo, su trabajo no era promocionar su belleza. De repente, se encontró preguntándose cómo sería vestida de modo más atrayente y sutilmente maquillada para destacar esos enormes ojos y esos labios rosados.

Horrorizado, se encontró pensando en su voluptuosa figura mientras salía del despacho unos minutos antes. Podría engañarse a sí mismo pensando que había estado centrado en la conversación con su amigo, pero en realidad sus ojos habían estado clavados en cómo la falda lápiz se pegaba a sus generosas caderas y cómo el fino cinturón de cuero negro destacaba una cintura tan pequeña que seguramente podría abarcarla con una sola mano.

El vello de su nuca se erizó. Era casi como si la presencia de Darcy hubiera ido creciendo en su subconsciente durante los últimos meses. Y, como para cimentar tan inquietante revelación, su sangre se desplazó hacia una parte de su anatomía que estaba portándose de forma descontrolada.

Atónito, se dejó caer en el sillón, temiendo que Darcy entrase en el despacho y lo pillase en ese momento de enajenación.

Era el recuerdo de su examante lo que había precipitado esa falta de control, se dijo. Tenía que ser eso. Pero cuando intentaba pensar en Noor, con cierta desesperación, lo único que podía recordar eran los gritos, junto con el caro jarrón que le tiró a la cabeza, cuando le dijo que su aventura había terminado.

Sonó un golpecito en la puerta y Darcy asomó la cabeza en el despacho.

–Me voy a casa, en caso de que necesites algo.

Y así, de repente, la sangre de Max se inflamó como nunca. Era como si se hubiera abierto un dique y lo único que podía ver era su brillante pelo castaño apartado de la cara. Y sus provocativas curvas. Los pechos altos, generosos, que empujaban la camisa de seda, la estrecha cintura, las femeninas caderas, los firmes muslos, las piernas bien torneadas de tobillos finos. Y todo eso en una mujer que medía menos de metro sesenta. Cuando él nunca había encontrado particularmente atractivas a las mujeres bajitas.

Ni siquiera iba vestida para seducir; al contrario, era el epítome del estilo clásico y recatado.

Sin embargo, lo único que deseaba en ese momento era acercarse a ella y estrecharla entre sus brazos. Y, siendo un hombre que no estaba acostumbrado a controlar sus deseos cuando se trataba de las mujeres, Max se sintió desorientado.

Qué demonios… ¿se estaba volviendo loco?

Darcy frunció el ceño.

–¿Ocurre algo, Max?

–No, no pasa nada.

–¿Entonces por qué me miras con esa cara?

Max pensó en la cena con Montgomery y su mujer, imaginándose entre ellos haciendo de carabina. Y en ese momento tomó una decisión.

–Estaba pensando en la cena con Montgomery.

Darcy enarcó una ceja.

–¿Y?

–Tú iras conmigo –anunció Max.

Ella lo miró, sorprendida.

–¿Crees que es apropiado?

Por fin, Max pudo controlar su recalcitrante reacción y se levantó, con las manos en los bolsillos del pantalón.

–Sí, creo que es apropiado. Tú has trabajado en este contrato conmigo y te necesito para controlar la conversación y para que seas amable con la mujer de Montgomery.

Ella no parecía convencida.

–¿No crees que tal vez otra persona sería más…?

–No quiero seguir hablando del asunto. Irás conmigo a esa cena y no hay nada más que decir.

Darcy lo miró con esos ojazos azules y, por un momento, casi mareado, Max sintió como si pudiera ver dentro de su alma. Por suerte, el momento se rompió cuando ella se encogió de hombros.

–Muy bien. ¿Necesitas algo más?

Max se imaginó abriendo la blusa para ver sus pechos envueltos en un sujetador de seda y tuvo que hacer un esfuerzo para responder:

–No, puedes irte.

Por suerte para él, Darcy salió del despacho sin decir nada más.

Max se pasó las dos manos por el pelo, frustrado. En otras circunstancias, esa extraña reacción sería una señal clara de que debía buscar una nueva amante, pero lo último que necesitaba mientras negociaba con Montgomery era ser el centro de cotilleos y especulaciones de la prensa.

De modo que, por el momento, tendría que controlar el deseo que despertaba en él su eficaz secretaria; una situación imposible que seguramente algún dios habría orquestado para divertirse.