Reflexiones sobre crisis, economía y Estado para mis amigos - Xavier Sánchez Delgado - E-Book

Reflexiones sobre crisis, economía y Estado para mis amigos E-Book

Xavier Sánchez Delgado

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El conocimiento sobre aspectos económicos y financieros de la población española es menor que en los países de nuestro entorno. Este hecho impacta significativamente en la manera como abordamos determinadas decisiones y en cómo juzgamos lo que sucede desde la política y desde el aparato del Estado. Este ensayo hace un recorrido sobre los acontecimientos, ideas y tendencias que se han producido en España y otros países occidentales desde la gran recesión de 2008 y que se han asumido como hechos incuestionables, sirviendo como trampolín a una progresiva e irrefrenable intervención estatal en nuestras vidas, especialmente en el plano económico, y que este libro pone en cuestión con un lenguaje llano y directo, sin excesivos tecnicismos, acercando las reflexiones del autor a un amplio espectro de lectores.

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Reflexiones sobre crisis, economía y Estado para mis amigos

Xavier Sánchez Delgado

© Xavier Sánchez Delgado

© Reflexiones sobre crisis, economía y Estado para mis amigos

Febrero 2024

ISBN papel: 978-84-685-5836-3 ISBN ePub: 978-84-685-5835-6

Depósito legal: M-6999-2024

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

Paseo de las Delicias, 23

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Dedicado a mis padres, que me ayudaron a formarme como persona.

A mi esposa e hijos, a los que debo mi felicidad.

A mis hermanos, con los cuales he compartido lo mejor de mi infancia.

Pero, sobre todo y especialmente, a aquellos que considero mis amigos cercanos, íntimos, a los que me gustaría ayudar a cuestionar algunas de sus convicciones, aunque fuera en lo más mínimo.

Por último, y sin ápice de duda, a los socialistas de todos los partidos.

Índice

Prefacio

PRIMERA PARTE

1. Lehman, ‘subprime’ y los sesgos cognitivos

2. Codicia

3. La ilusoria rueda de la felicidad

4. De las cajas y el AVE

5. El juego del Monopoly®

SEGUNDA PARTE

6. Maldito capitalismo

7. La falacia de la tarta

8. Eliminar la pobreza… por decreto

9. Gobierno, Estado y lo público

10. Todo es gratis

11. ¡Control de precios ya!

12. Nuestros padres y la riqueza de los países

13. ¿Mejores políticos?

14. La crisis infinita

15. De youtubers y Ferrovial

16. Izquierdas y derechas

TERCERA PARTE

17. La respuesta, ¿los nórdicos?

18. El caso sueco

19. Conclusiones

Prefacio

La única función de la predicción económica es hacer que la astrología parezca algo más respetable.John Kenneth Galbraith, economista canadiense

No es un crimen ser un ignorante en ciencia económica, que es, después de todo, una disciplina especializada, además considerada por la mayor parte de la gente como una ciencia lamentable. Pero sí es totalmente irresponsable tener una opinión radical y vociferante en temas económicos mientras que se está en ese estado de ignorancia.Murray Newton Rothbard, economista estadounidense

La justificación última de este libro se puede sintetizar en dos expresiones latinas que me parecen ilustrativas de cuáles son las pretensiones de este breve ensayo. A saber: sapere aude y sapientis est mutare consilium. La primera se traduce como «atrévete a saber», y la segunda como «es de sabios cambiar de opinión». Estas expresiones conducen, como pretendo desarrollar a continuación, a los objetivos finales que, en caso de llegar a cumplirse cualquiera de ellos en el lector, incluso aunque levemente, cubrirían ampliamente el propósito que persigo.

El primer objetivo se refiere no a otra cosa sino al deseo y la voluntad de conocer, de descubrir, y este ensayo pretende apuntar modestamente en esa dirección, nunca como término de ese proceso, sino más bien como inicio. El segundo se refiere a la capacidad de modificar nuestras opiniones, que no es algo común y, de hecho, requiere de gran esfuerzo de voluntad personal, ya que no todos somos como Groucho Marx, el famoso humorista, que en una de sus frases célebres afirmaba: «Damas y caballeros, estos son mis principios. Si no les gustan, tengo otros». Modificar nuestras convicciones cuando pensamos que se han demostrado equivocadas o bien que los hechos apuntan a conclusiones que disienten de lo que nosotros creíamos firmemente requiere de un gran esfuerzo al que muchos no estamos dispuestos o simplemente no somos capaces de acometer. Estas dos son, pues, las premisas esenciales de este ensayo: que el lector se anime a descubrir, y por tanto a aprender más allá de los modestísimos límites de este texto y que quizá llegue bien a corregir (o, por el contrario, a reafirmar el sentido opuesto de lo que aquí exponemos) sus opiniones o quizá incluso a mudarlas completamente a raíz de los razonamientos que esta lectura (u otras que el lector inicie a partir de aquí) pueda provocar.

El origen de este libro se gestó durante el encierro del covid-19. A muchos les dio por la repostería, a otros por el bricolaje y a otros por echar mano de la cerveza. Al final, todos empleamos el tiempo en algo, conforme a nuestro propio interés y posibilidades. Digamos que el mundo entero se puso a matar los largos días de encierro forzoso de la mejor manera posible. Incluso, antes de plantearme escribir una sola línea, concebí este ensayo como un libro dirigido a personas a las que considero cercanas, mis seres queridos, familiares, amigos y conocidos a los que, de forma espontánea, nunca o raramente se les ocurriría ir a buscar un libro que tratase, aunque fuera remotamente, de las recientes crisis económicas, el papel de nuestros Estados y otras reflexiones sobre los tiempos recientes que nos ha tocado vivir. Por tanto, este libro va dirigido, en primer lugar, a todos ellos; y en segundo, a cualquiera que quiera aproximarse a algunos de los acontecimientos, con cierta base económica, que hemos ido padeciendo desde el año 2008.

Inopia financiera

No deja de ser significativo el hecho de que el grupo de mis familiares y amigos que considero más cercanos carezcan prácticamente del más mínimo conocimiento sobre economía, ahorro o inversión. Según el estudio Financial Literacy Around the World, publicado por The Standard & Poor’s Ratings Services Global Financial Literacy Survey, en el año 2014, el porcentaje de adultos con cierto conocimiento financiero en España era del 49 %. Este indicador en Holanda alcanza el 66 %, el 71 % en Suecia, el 68 % en Canadá, el 64 % en Australia y el 71 % en Dinamarca. Este estudio contempla el conocimiento financiero mediante la evaluación de cuatro conceptos fundamentales relacionados con la toma de decisiones financieras: tipos de interés, interés compuesto, inflación y diversificación de riesgos.

De forma más reciente, la Encuesta de competencias financieras (ECF) del año 2016, publicada por el Banco de España, evalúa los conocimientos financieros en España, de nuevo, sobre los conceptos de inflación, tipo de interés compuesto y diversificación del riesgo. Las preguntas sobre estos son ampliamente utilizadas internacionalmente, lo que permite comparar estos indicadores entre países.

La primera pregunta, relativa a la inflación, es la siguiente: «Imagine que cinco hermanos reciben un regalo de 1000 €. Si comparten el dinero a partes iguales, ¿cuánto obtendrá cada uno?

A continuación, se formula la siguiente pregunta: «Imagine ahora que los cinco hermanos tuvieran que esperar un año para obtener su parte de los 1000 €, y que la inflación de ese año fuese del 1 %. En el plazo de unos años serán capaces de comprar…».

Las posibles soluciones a esta segunda pregunta son:

A.Más de lo que podrían comprar hoy con su parte del dinero

B.La misma cantidad

C.Menos de lo que podrían comprar hoy

Un 58 % de los encuestados responde correctamente, el 33 % responde incorrectamente y un 9 % responde que no lo sabe. En las cuestiones que atañen al interés compuesto y la diversificación, el porcentaje de encuestados que responden correctamente es respectivamente del 46 % y el 49 %.

Si solamente incluimos el grupo de universitarios en el cómputo de las tres respuestas, los porcentajes de respuestas correctas son: 70 % acerca de la inflación, 53 % en la pregunta sobre el interés compuesto y 60 % en el caso de la diversificación del riesgo. Como ven, no es para tirar cohetes.

Veamos estos datos de forma comparada en relación con algunos de los países de nuestro entorno más cercano en la tabla adjunta. Los datos muestran el porcentaje de respuestas correctas sobre el total de personas encuestadas.

País

Pregunta sobre inflación (% de respuestas correctas)

Pregunta sobre interés compuesto (% de respuestas correctas)

Pregunta sobre diversificación del riesgo (% derespuestas correctas)

Francia

59 %

54 %

75 %

Italia

48 %

33 %

37 %

Portugal

55 %

41 %

73 %

Bélgica

73 %

50 %

56 %

Alemania

71 %

53 %

65 %

España

58 %

46 %

49 %

Como se puede observar, nuestros resultados son mejores que los de Italia y similares a los de Portugal (con excepción de la última pregunta), pero se encuentran sensiblemente por debajo de Francia, Bélgica o Alemania. A tenor de estos resultados y los mencionados anteriormente en el estudio Financial Literacy Around the World, creo que podemos convenir en que no tenemos excesivos motivos para mostrarnos exultantes, al menos si nos comparamos con los países de nuestro entorno geográfico más cercano, y ello, desde luego, siempre y cuando interpretemos los resultados de estos países como notables.

Más recientemente, la UE ha publicado su informe Monitoring the level of financial literacy in the EU, que comprende el período entre marzo y abril de 2023. Dicho informe trata cuatro aspectos: el nivel de educación financiera, la educación digital financiera, la resiliencia financiera e inclusión y por último el asesoramiento de inversión recibido de un banco, aseguradora o asesor financiero.

El primero de los aspectos mencionados, el nivel de educación financiera, es evaluado mediante un indicador global de conocimiento financiero (overall financial literacy score) que está formado por otros dos indicadores: el financial knowledge score (conocimiento financiero) y el financial behaviour score (comportamiento financiero).

El conocimiento financiero incluye cinco elementos: la relación entre rentabilidad y riesgo en una inversión, el impacto de la inflación, el valor de la diversificación en la inversión, interés simple y compuesto y el impacto de los tipos de interés sobre los bonos.

El comportamiento financiero, a su vez, permite al encuestado evaluar su conducta en tres áreas frente a una decisión de compra: si puede considerar detenidamente una compra en base a su capacidad, si monitoriza y controla sus gastos y, por último, si fija objetivos financieros a largo plazo y se esfuerza por alcanzarlos.

Con posterioridad, el indicador final (overall financial literacy score) agrupa las puntuaciones de 0 a 10 en tres grupos: alto (entre 9 y 10), medio (6 a 9) y bajo (igual o inferior a 5).

Todos los países de la UE que conforman el estudio se hallan, pues, agrupados bajo el sistema referido. Más allá de los aspectos meramente técnicos de dicho estudio, lo que nos interesa particularmente es tener una perspectiva de saber dónde estamos. Pues bien, desafortunadamente para nosotros, el resultado no es muy distinto al publicado algunos años antes por el Banco de España. Estamos en el furgón de cola de los 27, junto con Rumanía, Letonia y Portugal.

En el caso de Holanda, que lidera el ranking, el 28 % de los encuestados se agrupan en el grupo de alta puntuación (obtienen entre 9 y 10 puntos). En cuanto al resto, por mencionar solo algunos de los países con mayor porcentaje en el grupo de alta puntuación, tenemos: Dinamarca, 27 %; Alemania, 24 %; Bélgica, 20 %; Irlanda, 19 % y Francia, 17%. En el caso de España, solamente el 13 % de los encuestados obtiene una puntuación entre 9 y 10 puntos. En cuanto al grupo que puntúa más bajo (igual o inferior a 5 puntos) un 22 % de los encuestados en España se encuentra en dicho grupo. Solamente Letonia, y curiosamente Finlandia, tienen un porcentaje mayor (24 % y 27 %).

No cabe extenderse mucho más en esta cuestión. En resumidas cuentas, el conocimiento financiero de una buena parte de la población de España es significativamente bajo en comparación con nuestros vecinos de la UE.

Asesores financieros

Entre el colectivo de profesionales dedicados al asesoramiento financiero, este es un lamento recurrente, aunque es conveniente mencionar que no todo el presunto asesoramiento financiero lo es, en realidad. Para todos aquellos que optan por dejarse aconsejar por la banca tradicional de este país, es conveniente señalar que, la mayoría de las veces, aquellos que con tanto tesón los asesoran desde cómodos sillones de oficinas de la banca oligopolista de la que gozamos, situadas en las esquinas de las calles más céntricas, se limitan a colocar a diestro y siniestro los productos del propio banco que les paga el sueldo. En definitiva, son más vendedores que asesores, y la colocación de productos obedece mucho más a los intereses del propio banco que a los intereses del cliente. Esta es ciertamente una particularidad de nuestro sistema bancario, con históricamente una gran proliferación de oficinas, tendencia que hoy se revierte a marchas forzadas, a desesperación de la gente más mayor, dadas sus lógicas dificultades para adaptarse a la digitalización del negocio bancario. Los bancos, y antiguamente las malogradas cajas, han ocupado tradicionalmente, pues, este espacio de supuesto asesoramiento.

En mi grupo más cercano de amistades hay dos ingenieros, un cámara profesional, el propietario de un comercio, un licenciado en Estadística y un diplomado universitario en Topografía. Es cierto que no han cursado carreras universitarias —los que las han cursado— relacionadas con la economía o con las finanzas, pero esa no es la cuestión. La cuestión es que probablemente ni siquiera ellos, los universitarios, disponen de un conjunto de conocimientos mínimos para entender cómo funciona la economía, qué es el ahorro y la inversión, o cómo se relaciona la primera con los dos siguientes. El lector podrá pensar que no tienen por qué, y en cierto modo podrá tener razón, pero a mi entender se trata de un conocimiento muy relevante en nuestra vida diaria, en nuestro futuro y en el de nuestros hijos.

La trayectoria curricular escolar en nuestro país y en muchos de nuestro entorno contempla asignaturas como Lengua, Geografía o Historia. No pretendo ahora poner en tela de juicio la necesidad de dichas asignaturas o de cualquier otra, pero creo que podemos convenir en que, para nuestra vida adulta, puede ser tan o incluso más necesario entender mínimamente qué es y por qué existe la inflación, qué es un préstamo hipotecario o un préstamo personal, o por qué los precios de los inmuebles se han desplomado; o, por el contrario, por qué la escalada de precios de estos parece a veces no tener fin. En este sentido, una buena parte de la población carece de los más mínimos conocimientos. Esta ignorancia no solo puede impactarnos profundamente a nivel personal en nuestro proyecto vital, sino que tampoco nos permite juzgar con criterio los fenómenos que suceden a nuestro alrededor desde el punto de vista económico. Ni que decir que, además, no tenemos las mínimas herramientas necesarias para someter a examen las vacuas proclamas políticas cuando estas atienden a la ¿positiva? marcha de la economía merced de la excepcional capacidad política.

Con turbadora y ridícula frecuencia, los políticos son tan ignorantes en economía como lo es el propio ciudadano de a pie, para nuestra desgracia. No hay que ser excesivamente avispado para darse cuenta de dicha evidencia, especialmente cuando las declaraciones provienen de alguien no involucrado directamente con la cartera ministerial de Economía o Hacienda.

En definitiva, como el lector podrá convenir conmigo, el conocimiento es poder y, en este caso, la ignorancia es gasolina para aquellos que, ostentando el poder político, desean conservarlo o alcanzarlo y no reparan en manipular o falsear acerca de la marcha de la economía, ya en positivo o en negativo, frente a nuestra completa incapacidad para juzgar adecuadamente la veracidad de dichas palabras.

En este sentido, vale la pena considerar detenidamente el intencionado equívoco cuando algunos altos representantes del gobierno insisten en que «la inflación está bajando». Para que quede claro, si la inflación baja, ello significa que los precios siguen subiendo, pero a un ritmo menor. Una bajada real de los precios no sería sino deflación, cosa que no ocurre, es muy poco frecuente y presenta también importantes problemas. Sin embargo, jugar hábilmente con las palabras permite lanzar un mensaje falsamente tranquilizador a la audiencia. Esta, por supuesto, no es una circunstancia esporádica ni involuntaria.

Las consideraciones anteriores son verdaderamente importantes. El desconocimiento respecto a estos temas es un lujo que sencillamente no nos podemos ni debemos permitir y que, sin embargo, es descorazonadamente palpable a la luz de todo lo que ocurre en el ámbito político y en la propia opinión pública. No poder sojuzgar adecuadamente a nuestros supuestos servidores públicos mediante la lupa que proporciona el conocimiento provoca que la ineptitud, la mediocridad o, mucho peor aún, la falsedad y la mentira, se conviertan en protagonistas de las decisiones políticas que afectan dramáticamente nuestras vidas. ¿Cómo podemos sino desenmascarar las falsas promesas, las excusas inverosímiles o las absurdas justificaciones de sus decisiones? ¿Qué defensa podemos tener, si no, frente a su omnímodo poder?

Incluso para cualquiera sin mayor conocimiento sobre economía puede ser meridianamente claro que buen número de declaraciones y medidas políticas guardan gato encerrado. Solo cabe prestar cierta atención a la cuidadosa selección de las palabras, su aire técnico pero al mismo tiempo difuso y la repetición de determinados mensajes, convenientemente azucarados, en clave de eslogan. Las creencias importan y mucho. Estas devienen en verdades inquebrantables cuando no se cuestionan, cuando se repiten como un eco, mansamente, una y otra vez, y en cada repetición adquieren más categoría de hecho incuestionable. De este hecho, el profesional político suele ser muy consciente.

Creo firmemente que atesorar cierto grado de conocimiento económico no solamente nos permite disponer de una guía en nuestras decisiones vitales, sino que además es un eficaz antídoto para no caer presos de cantos de sirena de cualquier variopinta forma de populismo, ya venga de izquierda o de derecha, que han irrumpido con fuerza en una gran diversidad de geografías en tiempos recientes, incluyendo, desde luego que sí, la nuestra propia. Desafortunadamente, esta cuestión, aunque pueda ser escuchada con cierta frecuencia entre economistas y profesionales financieros, raramente o nunca es defendida desde la política. La ausencia de esta materia en los currículos educativos de la educación primaria o secundaria puede tener diversas causas, pero no podemos evitar pensar que puede que simple y llanamente sea más conveniente que el ciudadano medio carezca de un conocimiento que puede llegar en algún momento futuro a incomodar a la clase política. Sea esto cierto o no, dicha ausencia no conduce sino a una minusvalía de nuestra capacidad colectiva de construir un mejor futuro para todos nosotros.

Economistas y políticos

Quizá sea conveniente preguntarse si nuestros políticos están bien asesorados, esto es, si dentro de sus equipos económicos, principalmente en los ministerios de Hacienda y Economía, hay profesionales expertos y contrastados. No puedo tener una respuesta fundamentada sobre este particular, por tanto, solo puedo especular con lo que me dice mi propio sentido común. ¿Y qué me dice? Me dice que sí, que la respuesta debería ser rotundamente afirmativa, que desde luego existen reputados y capacitadísimos economistas y de criterio independiente en España que podrían perfectamente estar en los equipos asesores de estos ministerios. Bien, entonces, ¿qué sucede, pues? ¿Es que estos economistas no asesoran adecuadamente a los gobiernos sobre cómo y qué se debe hacer?, ¿sobre cuál es el camino correcto para sacar nuestra economía del atolladero? Caben, cuando menos, dos respuestas a esto: la primera respuesta es que estos economistas no estén integrados en estos equipos, por no alinearse ideológicamente con los fines de los políticos. Es decir, no son de la cuerda de los políticos de turno. La otra es que simplemente no sean escuchados a pesar de sí formar parte de dichos equipos o que sus propuestas sean directamente ignoradas, soslayadas, recortadas o convenientemente olvidadas en un cajón. La razón no sería otra que sus recomendaciones de cambios no se adecuaran a los deseos del gobernante o al líder del partido político de turno, a lo que ellos consideran el tiempo político adecuado, que la adopción de dichas propuestas y su puesta en práctica les podría suponer una automática pérdida de popularidad frente a sus votantes o, en el peor de los casos, comprometer los resultados de las próximas elecciones. En estas circunstancias, el papel del asesor económico está altamente comprometido. Mucho más allá de lo referido anteriormente, resulta incluso fácil adivinar que el papel de ciertos altos responsables del gobierno —en lo económico— es, las más de las veces, un papelón. Asumiendo los preceptos del partido de gobierno, salen a hacer declaraciones difusamente técnicas y siempre moderadamente optimistas (no en exceso, ya que ello podría llevar a la falsa conclusión de que no tocará al ciudadano de a pie hacer un «esfuerzo en el bien de todos» más tarde o temprano). Permítame el lector enumerar algunos de los enunciados que seguro le serán familiares por haberlos escuchado no una vez, sino decenas: «Nuestro crecimiento es robusto», «Se genera empleo neto», «La inflación se está moderando», «Los indicadores macro son positivos», «El turismo se recupera», etc.

La realidad es que cuando lo que realmente importa es la fotografía, el titular, la complicidad o la connivencia con determinados colectivos afines y sus propios intereses a corto plazo, al día siguiente, durante la próxima semana o en un mes…, ¿importa realmente lo que pueda suceder a largo plazo, asumiendo que los cambios económicos de calado siempre consumen un período largo antes de que sus efectos sean perceptibles? ¿Es relevante en términos políticos lo que pueda ocurrir a cuatro, cinco o seis años cuando las elecciones más próximas están apenas a unos cuantos meses vista?

La percepción que nos puede quedar es que la economía, para el poder político, es una circunstancia más bien molesta por la aleatoriedad aparente de la misma, que puede ensombrecer, alterar sus planes o afectar su popularidad. Cuando las cifras publicadas son positivas, se presentan como éxitos del gobierno; cuando no lo son tanto, se presenta la botella medio llena; y si directamente son negativas, siempre se puede buscar algún chivo expiatorio o distraer a la opinión pública con cualquier otra noticia o anuncio. Desafortunadamente, los incentivos de nuestros gobernantes, los tiempos políticos y el devenir de la economía no solo no giran a la misma velocidad, sino que es posible incluso que giren en sentidos opuestos.

Nuestra responsabilidad

En consecuencia, lo que aquí se defiende es la autorresponsabilidad individual frente al falso paternalismo estatal. Este es un elemento que considero absolutamente necesario. No quiere decir otra cosa que ser capaces de poder interpretar y ser conscientes —sin ser expertos, obviamente— de cuál es nuestra realidad económica, sea cual sea, y poner a nuestros políticos, independientemente de su color, frente al espejo. Sapere aude.

La economía, aunque intenta emplear recursos similares a las ciencias exactas, raramente puede proporcionar respuestas como las de la física o las matemáticas a los problemas que plantea. Las razones son múltiples, pero entre ellas existen algunas muy relevantes. Un elemento de estudio fundamental en la economía es la propia conducta del ser humano y esta, por definición, es muy difícilmente predecible. Distamos mucho de ser electrones o moléculas. La segunda es la gran cantidad de variables que pueden impactar en la economía y que muchas veces son difícilmente medibles y mucho menos alteradas a voluntad. La tercera es que no es posible disponer de un laboratorio donde realizar experimentos controlados y así validar o refutar teorías a partir de estos. Los economistas intentan predecir el futuro, pero las más de las veces de lo único que disponen es de los datos del pasado (en el mejor de los casos). Viene a ser como conducir mirando por el retrovisor. Siendo esto así, y como probablemente el lector haya escuchado alguna vez, esto de la economía va por familias: neoclásicos, keynesianos, marxistas, austríacos, monetaristas… No todos los economistas se alinean necesariamente y de forma exclusiva con una de estas, al tiempo que sí pueden incorporar determinados cuerpos de conocimiento de alguna de ellas que pueden estar más ampliamente aceptados por toda la comunidad. Aun así, no siempre es fácil que se pongan de acuerdo en el diagnóstico de los problemas, por tanto, resulta difícil que proporcionen recetas iguales, ni siquiera similares, cuando no directamente antagónicas.

Adicionalmente, existe un problema añadido sobre la ciencia de la economía y es, como ya he anticipado, el estrecho vínculo con la política, e incluso, si se quiere, más allá, con la misma geopolítica. Cualquier interpretación, y no digamos ya acción, tiene siempre una derivada lectura política. Este vínculo es poco menos que una maldición, ya que siempre, y digo siempre, la interpretación de cualquier dato económico podrá leerse en clave política. Es obvio que datos sobre crecimiento, paro o inflación son acicates para la popularidad, bien en positivo o en negativo, para cualquier gobierno, incluso más allá de su propia responsabilidad real sobre estos datos.

Pero se puede llegar más lejos, ya que en la manufactura de dicho dato puede intervenir la acción política —desde luego, interesada—. Un ejemplo es el dato de inflación, cuyo impacto conocemos todos bien en nuestra vida diaria. Pues bien, el cálculo de dicha inflación se modificó a principios del año 2023 por parte del INE1. El peso de la cesta de productos y servicios que integran el dato calculado se ha ajustado, pero el resultado de dicho ajuste, curiosamente, es que el cálculo de la inflación es más bajo hoy que utilizando el método anterior. Quizá estos datos sean hoy más representativos de la realidad que antes, o quizá no, pero estaremos todos de acuerdo con que, por lo general, puede ser más conveniente para un gobierno —poco importa su color— que este dato sea bajo. Puede que nos estemos haciendo pobres por efecto de la inflación, pero como todos sabemos, «ojos que no ven…». En este sentido, quizá podamos hacer como alguien sobre quien un amigo me habló una vez. Su receta contra la subida del precio de la gasolina era sencilla: siempre poner exactamente la misma cantidad de dinero, en este caso, diez euros. Imagino que la frecuencia con la que ponía sus diez euros de gasolina se incrementaba en el mismo lapso, pero para él no parecía que esa fuera una circunstancia importante.

Otro lamentable y reciente ejemplo en nuestro país es la burda manipulación de los datos de paro mediante el imaginativo tratamiento de ciertos desempleados como fijos discontinuos. No merece mayor explicación que un simple deseo de retorcer y manipular los datos sobre una realidad dolorosa para la ciudadanía y al mismo tiempo perjudicial para los intereses de aquellos que nos gobiernan. Por último, en este caso por omisión, el clamoroso olvido en cualquier foro público como que, a pesar de que la afiliación a la seguridad social asciende (fecha de 2023) y ello es celebrado con gran alborozo, el número de horas trabajadas totales desciende frente a años anteriores. En definitiva, más gente trabajando, cierto, pero menos horas efectivas de trabajo. Llevando el razonamiento al extremo, para exponerlo con mayor claridad, podríamos tener a toda la población empleada apenas unos minutos al día y así podríamos alegrarnos de la altísima afiliación a nuestro sistema de la seguridad social, a pesar de que la totalidad del tiempo de trabajo generado fuera muchas veces menor. Nada o casi nada, pues, a celebrar.

Es importante mencionar que en absoluto los contenidos de este libro se tratan de forma exhaustiva y técnica. Este ensayo es, en el mejor de los casos, puramente divulgativo. También sería imposible que fuera de otra manera, tanto por la extensión que requeriría de no ser así, que podría abarcar tantos libros como capítulos tiene este, como por el amplio y profundo conocimiento que demandarían (del que carezco).

Soy consciente de que algunas reflexiones serán de poco o ningún agrado a determinados lectores. Aun siendo esto inevitable, espero que, sin embargo, el ensayo pueda proporcionar a este tipo de lector puntos de vista alternativos o, cuando menos, que considere debatibles.

El ensayo se agrupa en tres partes que incluye, en primer lugar, distintos aspectos de los acontecimientos derivados de la gran recesión del 2008 en España, la crisis inmobiliaria, la caída de las cajas de ahorros y la irremediable expansión del gasto público. La segunda parte aborda reflexiones generales sobre el capitalismo, la deuda, el concepto del dinero, la riqueza y la pobreza de los países, el papel de los Estados, los precios y su control, así como reflexiones acerca de opciones políticas opuestas pero que comparten la esencia de proponer como solución a todos los males un mayor estatismo. La tercera parte pretende realizar una aproximación a otros países occidentales —concretamente, a los países nórdicos—, entender las diferencias con nuestra realidad y comprender qué es lo que nos separa y qué nos puede acercar.

Siendo honestos, el libro aporta algunas interpretaciones, no exentas de subjetividad, todo hay que decirlo, y en cambio deja en el aire muchas otras cuestiones. Mi ánimo es que el lector, familiar, amigo, conocido o conciudadano, sea capaz también de planteárselas, de la misma manera que hace el que suscribe estas palabras, y que pueda llegar incluso a elaborar sus propias respuestas a partir de sus indagaciones y lecturas ulteriores. En definitiva y como he apuntado al principio: sapere aude y sapientis est mutare consilium.

Este, pues, es el origen de estas páginas y su finalidad.

1 Instituto Nacional de Estadística

PRIMERA PARTE

1. Lehman, ‘subprime’ y los sesgos cognitivos

Un banco es un lugar que te presta dinero si puedes probar que no lo necesitas.Bob Hope, artista estadounidense

Un banco es un lugar en el que prestan a usted un paraguas cuando hace buen tiempo y se lo piden cuando empieza a llover.Robert Lee Frost, poeta estadounidense

Cuando en el 2008 —aproximadamente— estalló la famosa crisis financiera, mi sentimiento al respecto fue, como la mayoría de lo que experimentamos todos nosotros, una mezcla incredulidad, perplejidad y pavor a partes iguales. En nuestra ensoñación ignorante y fruto de las interminables y rimbombantes noticias al respecto, el mundo entero estaba en jaque debido a que unos codiciosos financieros de Wall Street habían puesto a la humanidad al borde del precipicio, vendiendo su alma por miles de millones de dólares. Era el principio del fin. Era la hecatombe.

La sucesión de acontecimientos es bien conocida… Cae Leman Brothers y el mundo aguanta la respiración. Para el Homo sapiens corriente europeo, sin embargo, la impresión inicial era que aquello quedaba lejos, que las hipotecas subprime, la caída de Fannie Mae o Freddy Mac, la intervención del gobierno federal de Estados Unidos y un largo etcétera, eran el resultado de las mentes enfermizas, pero muy creativas, que habían hecho estragos en los EE. UU. mediante productos financieros altamente especulativos, auténticas bombas de relojería…, pero que el Atlántico proporcionaría la conveniente seguridad para que todo esto no llegara a la vieja Europa…

Pero no fue así.

Al poco tiempo, todo el mundo hablaba de la famosa prima de riesgo. Todo el mundo conocía el diferencial, día a día, con el bund (bono) alemán. En ese momento, «prima» empezó a tener un significado totalmente distinto al que conocíamos hasta entonces. Nadie sabía muy bien qué significaba, pero todo el mundo entendía que era poner a España y al resto de países deudores de la UE a los pies de los caballos. Los mercados eran probablemente los culpables. Estos también alcanzaron entonces una cierta denominación misteriosa, malévola y brutal… Los mercados eran un leviatán descomunal y sin control capaz de poner en jaque a países enteros simplemente por mero capricho. Ya puestos, esto salpicó a las famosas agencias de rating2, a las que se puso en la picota porque empezaron a corregir —a peor— los riesgos de empresas y países. Y claro, las agencias de rating también eran culpables… Formaban parte de una forma confusa, y a modo de muleta, del leviatán de los mercados.

Fue francamente divertido escuchar a los políticos de todos los colores hablar de la solidez de nuestros bancos y de lo protegidos que estaban nuestros queridos ahorros en las cuentas bancarias de nuestros inestimables bancos y cajas. ¡Allí está vuestro dinero, a buen recaudo!, podrían haber exclamado. Cuando se asomó el problemilla de la malograda Caja de Castilla La Mancha, nos dimos cuenta de que —¡oh, sorpresa!— nosotros también teníamos, entre nuestros probos ciudadanos, mentes retorcidas que habían podido gestar nuestra particular y muy peninsular crisis subprime o, de forma más castiza, crisis delladrillo que, sin duda, es una expresión más familiar en nuestras latitudes. Empezaba nuestra propia fiestecita particular, de mucho menor escala que la estadounidense, pero no por ello menos entretenida.

La pobre Grecia afloró como la cenicienta europea, como el país pario que nadie quería, con una deuda que crecía sin control y que era a todas luces incapaz de pagar, especialmente a los nerviosos bancos alemanes, llenos de cabo a rabo de deuda soberana griega. Se le abría a Grecia la puerta para salir de la UE de mala manera, y detrás, al parecer, había otros alumnos también poco aplicados, como España, Portugal o Irlanda.

Este contexto más o menos conocido por todos fue el detonante de una curiosidad —llámela el lector, si desea, malsana— por intentar entender el asunto: qué es lo que había sucedido, cuál había sido el origen, qué había de cierto y qué no en los titulares de los periódicos y las grandilocuentes declaraciones políticas. En definitiva, por qué sucedía lo que sucedía y por qué personas y países enteros sufrían las devastadoras consecuencias de todo aquello. No tengo la exclusiva de esta inquietud y es fácil deducirlo solamente repasando los economistas que más o menos han triunfado a raíz de la crisis… Se han convertidos en autores de bestsellers, casi a la altura de Stephen King. La crisis del 2008 ha dado mucho que hablar y otro tanto sobre lo que escribir y, definitivamente, es una buena noticia que el gran público se haya interesado y haya leído sobre economía, finanzas, crisis, burbujas y todo lo relacionado con lo acontecido.

Una de las cosas que podemos aprender a lo largo de la vida es que, para el común de los mortales, entre los que por supuesto me incluyo, es necesario dotar de un cierto nivel de explicación a cualquier fenómeno histórico, económico o social que nos sorprenda, generalmente alejado de nuestro entendimiento común. Más que necesitar entender qué es real, requerimos de una explicación que parezca consistente, fácil, que las más de las veces responde a los llamados sesgos cognitivos. Dicho de otro modo, que atienda a nuestra manera particular e individual de entender el mundo y que además no nos requiera un gran esfuerzo intelectual. Necesitamos tener un porqué, aunque este tenga poco o incluso ningún fundamento. El lector entenderá el símil sobre este particular cuando nuestros antiguos escuchaban un trueno o una tormenta y lo achacaban a la ira de un dios enfurecido. Es más que probable que las ciencias de la conducta dispongan de algún término para este fenómeno. Y es lógico que sea así, dado que las más de las veces no disponemos ni del tiempo, ni de los recursos ni del conocimiento suficiente para prestar toda la atención que cualquiera de estos acontecimientos puede requerir, y tampoco son temas que aparentemente afecten de forma inmediata nuestra ajetreada vida cotidiana, nuestro trabajo o nuestras relaciones de amistad.

Sin embargo, la experiencia nos puede llevar a entender que dichos acontecimientos —guerras, crisis económicas y sociales o cualquier otro suceso que pueda impactar en nuestras vidas— responde a causas muy complejas y las más de las veces en absoluto evidentes. No es más que una reacción completamente humana intentar explicar de forma simple cualquier hecho que rompa nuestros esquemas de entendimiento. Frente a un fenómeno sorprendente y lejano intentamos proporcionar una respuesta, una explicación sencilla y que nos parezca más o menos consistente, que nos permita ordenar nuestro particular mundo de las ideas y nos libere del sufrimiento de asumir que no sabemos qué ocurre ni encontrar explicación alguna sobre por qué ocurre algo extraordinario, terrible o imprevisible. Asumir los preceptos de los titulares de los periódicos o determinadas corrientes de opinión, vengan de donde vengan, también es un recurso socorrido que nos permite liberar nuestra conciencia de esta incertidumbre.

Recuerdo bien cuando era niño y preguntaba a mi padre sobre quiénes eran los buenos en una película bélica o un western. Casi siempre, mi padre me contestaba que ninguno. Yo simplemente no podía entenderlo. Unos malos y otros buenos, un orden del universo simple, pero a todas luces inexacto. La guerra de los Balcanes, Irak o Siria, el 11S, la invasión de Afganistán, el Brexit, la guerra en Ucrania, el conflicto entre Israel y Palestina o la crisis subprime… Cualquiera de estos acontecimientos queda alejado de nuestra realidad cotidiana y sobrepasa nuestra capacidad de entendimiento. ¿Por qué nos asolan tamañas desgracias? Resulta terriblemente complejo de entender quiénes son los talibanes, por qué ocurrió el 11S o por qué muchos países europeos se hallaban al borde de la quiebra en el período 2008-2011.

En una ocasión, tuve la oportunidad de trabajar durante unos días con unos israelitas. Eran tipos amistosos, aunque desde luego culturalmente nos separaba un mundo. Recuerdo que comentando la famosa retirada de las tropas de Irak por parte del malogrado Zapatero al poco de iniciar su mandato, ellos dieron por sentado que, después de los terribles atentados de Madrid, España simplemente tenía miedo del terrorismo y esa era la razón fundamental de la retirada de tropas españolas de Irak. Esto, como a cualquier persona que haya vivido en España y que conozca nuestro particular y poliédrico carácter, me causó asombro. Desde luego, era cuando menos una explicación en absoluto plausible para mí, pero ellos parecían realmente convencidos y, en su lógica, aquello parecía una causa perfectamente razonable. Pero el motivo de mi sorpresa no fue ese, sino más bien cómo aquello —más allá de las razones que presentaran sus medios de comunicación— había encajado con sus sesgos ideológicos y habían dado aquella explicación por buena, sin ningún atisbo de duda. Y podemos concluir que había cierta lógica en su error, ya que, en su contexto vital, su historia y al albor de sus complejas relaciones con sus países vecinos en el Medio Oriente, esto hacía que, probablemente, a algunos miles de kilómetros de aquí, dicho modo interpretar lo sucedido en España no fuera en absoluto una necedad.

2 Las agencias de rating son entidades privadas cuya función principal es dar una valoración del riesgo de crédito de una compañía o producto financiero (como, por ejemplo, deuda soberana). Las más conocidas son Moody’s, Fitch Ratings y Standard & Poor’s.

2. Codicia

Orgullo, envidia, avaricia: estas son las chispas que han encendido los corazones de todos los hombres.Dante Alighieri, poeta italiano y autor de la Divina comedia

Es capitalismo todo lo que tocamos y respiramos.Manuel Vázquez Montalbán, novelista, creador del detective Pepe Carvalho

Volvamos a la crisis del 2008. Hace algún tiempo, durante el encierro forzado por la pandemia, tuve la oportunidad de asistir a una presentación en línea para asesores, profesionales e interesados en el mundo de la inversión, sobre los efectos de la famosa gripe española. En esta interesante conferencia se invitó a un reputado historiador, buen conocedor de dicho episodio histórico, para que diera una charla al respecto. La idea que subyacía era que los asistentes —como he comentado, muchos de ellos gestores financieros— tuvieran una mejor perspectiva del posible impacto de la crisis del covid-19 bajo el prisma de una crisis pandémica similar tiempo ha.

Una de las cosas que me sorprendió fuertemente de nuestro bien documentado historiador fue que habló de pasada de los tiempos actuales —imagino que en relación con la crisis del 2008 y los complejos años posteriores— como una época donde la codicia se había impuesto en nuestras vidas y cuyo impacto había sido devastador. En su disculpa, diré que sus palabras no fueron tan claras y que posiblemente estas podrían matizarse en gran medida, aunque ese me pareció ser el mensaje esencial.

Más allá de que podamos estar de acuerdo o no con dicho diagnóstico, y asumiendo que las palabras del renombrado historiador eran un simple comentario sin mayor importancia, cabe preguntarse qué razón habría para que, en nuestro tiempo, la codicia se hubiera impuesto en nuestras vidas en mayor medida que en tiempos pasados. Quizá en otros tiempos la codicia no fuera un defecto humano generalizado. Quizá en los tiempos sobre los que el historiador era experto no hubiera fenómenos como la crisis subprime que él asociaba —y muchos de nosotros entonces— con la codicia exacerbada de una pandilla de financieros sin escrúpulos. Si eso fuera cierto, quizá en otros tiempos la bondad, la generosidad o la lealtad fueran virtudes más generalizadas y quizá la codicia responde hoy solamente a nuestro mundo actual, un mundo donde solo el dinero cuenta y donde todas las virtudes son subyugadas, sometidas y aplastadas al poder omnipresente del dinero y de las finanzas que dominan cosas, personas, sociedades y países. Esta y no otra es la reflexión, hasta las últimas consecuencias, que podría hacerse de dichas bienintencionadas, casuales, palabras de nuestro buen historiador.

Toda esta línea de pensamiento no nos es ajena en absoluto. Cualquier lector puede haberse identificado con dichos razonamientos en algún momento. Es relativamente fácil encontrar foros de opinión, conversaciones de café, medios de comunicación o personas corrientes que expresan lamentos similares, sosteniendo quizá que tiempos pasados fueron mejores. El propio papa de Roma se ha referido explícitamente a la codicia, en diversas ocasiones, como origen de una gran diversidad de males que afectan a nuestras sociedades en unos términos que probablemente suscribirían muchas personas, independientemente de que sean católicas o no.

Sin embargo, ¿es realmente posible pensar que una virtud o un defecto de la raza humana sea más o menos prolífico a lo largo de los tiempos?, ¿son la bondad, la lealtad, la misericordia o el respeto y, al contrario, la codicia, la envidia o la soberbia —cual pecados bíblicos— frutos solamente de nuestro tiempo? Creo que el sentido común nos dice que no tiene por qué. Difícilmente podemos ver que sean parámetros que puedan medirse a lo largo del tiempo, si es que hay manera humana de medirlos, y no parecería que estos pecados, o sus opuestas virtudes, fueron más o menos habituales entre nuestros antepasados. No me cabe duda de que nuestro historiador carecía de dicha medida. ¿Pudiera ser entonces que el crack del 29 fuera fruto, entonces, de la misma codicia, o quizá nos queda demasiado alejado y las razones fueron otras? ¿Fue la revolución francesa, la guerra civil española o el experimento comunista en los países del Este nacidos de estos u otros pecados humanos los que llevaron a sus respectivas sociedades casi al colapso? ¿Podemos entonces libremente relacionar estas virtudes a épocas de bonanzas y, por el contrario, nuestros defectos a sucesos terribles en nuestras sociedades? ¿Ha sido entonces la codicia y nada más lo que nos ha puesto en la situación actual, y es contra la cual debemos prevenirnos y combatir activamente, extirpándola de alguna manera de nuestro ADN?

Si rebuscamos en esta línea de argumentos, podemos llegar a preguntarnos qué provoca que, en un momento concreto, la codicia se convierta en el veneno que corrompe nuestra economía. ¿En qué instante se desparrama en el conjunto de actores que intervienen en la economía con la capacidad de socavarla? O, de forma mucho más simple, ¿por qué ahora y no antes? De esta manera, quizá deberíamos preguntarnos si existen ciertas condiciones que explican por qué se dispara la codicia provocando la crisis de 2008 o cualquier otra venidera en el futuro. Sea cual sea la línea de razonamiento que escojamos, difícilmente podemos evitar reconocer los signos de debilidad de este argumento. Si asumimos que la codicia es simplemente uno más de los defectos intrínsecos de la naturaleza humana, nada parecería indicar que esta deba manifestarse por sí misma y en un momento puntual de forma más exacerbada y, por tanto, provocar mayores y devastadoras consecuencias sobre nuestras sociedades. Y si, sin embargo, insistimos en la idea de que esta se manifiesta peligrosamente en una época determinada, entonces deberíamos asumir que debe haber alguna razón —o razones— que influyen en que se desate furiosamente.

En definitiva, por más que pueda parecer un argumento en apariencia plausible, no deja de ser en extremo simple y, en el mejor de los casos, desacertado. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que, como creencia falaz, ha tenido una instrumentalización de manual.

Codicionomía

En fechas mucho más cercanas y a raíz del doloroso despertar de la inflación tras el fin de la pandemia del covid-19, hemos leído acerca de lo que sería una versión actualizada de la cosmovisión anterior, de nuevo fundamentada en la codicia. Esta es la que se ha venido denominado greedflation desde el mundo anglosajón y que, traducida a nuestro idioma, vendría ser así como «inflación por codicia». El objetivo final de este ocurrente término no difiere en exceso del propósito descrito anteriormente en este capítulo, que no es otro que demonizar al capitalismo, a los mercados y, por ende, a los mismos empresarios, acusándolos de codiciosos y de estar, de nuevo, detrás de la crisis inflacionaria reciente.

Según esta explicación, el repentino crecimiento de la inflación estaría determinado por la codicia empresarial. Poco o nada se puede argumentar de forma consistente siguiendo esta lógica acerca de por qué existen y han existido diferencias abismales en la inflación entre países, como por ejemplo en Venezuela, donde la inflación supera de largo el 100 % anual en el año 2022, o en Sudán, con un más de un 200 %, mientras que en Suiza está alrededor del 3 % o en Noruega en un 7.5 % a fecha de hoy3. Quizá puedan entonces aducir que estos son casos extremos buscados ex profeso, pero incluso así difícilmente podemos construir un argumento con que justifiquemos que los empresarios noruegos son el doble de codiciosos que los suizos, o bien que los empresarios venezolanos son la mitad de codiciosos que en Sudán (ello asumiendo que quede algún empresario con la suficiente capacidad y voluntad de sobrevivir en dichos países).