Refugiados climáticos - Miguel Pajares - E-Book

Refugiados climáticos E-Book

Miguel Pajares

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Beschreibung

Se calculan mil millones de desplazamientos por causas climáticas en los próximos años. Este es el primer libro que analiza y trata de resolver esta crisis. Un atlas sobre los impactos y las migraciones de la crisis ecológica.Una propuesta sobre la urgencia de cambiar las políticas globales. La Covid-19 nos ha mostrado lo vulnerables que somos cuando la naturaleza responde a los daños que le hacemos. Sin embargo, la amenaza que ha supuesto está en una escala muy inferior a la que representa el cambio climático. Lo que este trae consigo es la desertificación de grandes zonas, la pérdida de enormes extensiones de cultivos, la disminución del agua potable disponible, la subida del nivel del mar y unos huracanes cada vez más destructivos. Todo ello producirá importantes movimientos de población, tanto desplazamientos internos como migraciones. Este libro muestra la dimensión de los impactos climáticos y analiza en profundidad los desplazamientos y las migraciones climáticas que ya están produciéndose y las que pueden producirse en las próximas décadas. Un análisis que está hecho región por región, centrado en varias regiones de África, de Asia y de Latinoamérica. Además, el libro se adentra en el dilema sobre la consideración de refugiadas que han de tener las personas que huyen de los impactos climáticos, y formula propuestas, tanto para la lucha contra el cambio climático, como para la gestión de las migraciones.

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Refugiados climáticos. Un gran reto del siglo xxi

CICLOGÉNESIS 13 | RAYO VERDE

Refugiados climáticos

Un gran reto del siglo xxi

Miguel Pajares

Prólogo de Cecilia Carballo

Un atlas sobre los impactos y las migraciones de la crisis ecológica. Una propuesta sobre la urgencia de cambiar las políticas globales.

Primera edición: noviembre 2020.

Copyright © 2020 Miguel Pajares

© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2020

Diseño de la cubierta: Tono Cristòfol

Ilustración de la cubierta: © Назарій / Adobe Stock, 2020

Producción editorial: Xantal Aubareda y Sandra Balagué

Corrección: Gisela Baños

Diseño ebook: Víctor Sabaté (Iglú de libros)

Publicado por Rayo Verde Editorial

Gran Via de les Corts Catalanes 514, 1r 7a, Barcelona 08015

Clica sobre los iconos para encontrarnos en las redes sociales

http://www.rayoverde.es

ISBN: 978-84-17925-36-9

THEMA: RNT, LBBS, JFFD

La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para su uso personal.

Tabla de contenido

Nota de la editora
Prólogo
Introducción
1. Lo hemos puesto en marcha y no lo estamos frenando
Gases de efecto invernadero
Suben las temperaturas
El mundo toma conciencia del cambio climático. Los acuerdos para combatirlo
¿De cuánto CO2 estamos hablando?
No lo estamos parando
¿Por qué no se toman las medidas necesarias para detener el cambio climático?
2. Los efectos del cambio climático
Unos efectos que ya son apreciables
Deshielo y subida del nivel del mar
Destrucción de hábitats costeros, ciudades y países
Tempestades más dañinas
Lluvias torrenciales e inundaciones
Sequías y desertificación
Escasez de agua dulce
Desaparición de especies animales
Inseguridad alimentaria y hambre
El reparto desigual de los impactos climáticos
3. Movilidad humana y crisis climática
La movilidad de las personas en el mundo
Desplazamientos internos medioambientales y climáticos
Migraciones climáticas: algunos aspectos previos
Conflictos bélicos y crisis climática
El rol de las grandes ciudades costeras tropicales en las migraciones climáticas
4. Migraciones climáticas. África, Asia y Latinoamérica
África: un continente muy castigado por la crisis climática… y algo más
África Occidental
África Oriental
Norte de África y Oriente Próximo
Asia del Sur
Sudeste Asiático
China y Pacífico
América Latina y Caribe
5. Refugiados climáticos
La magnitud de las migraciones climáticas hacia el 2060 y después
Migrantes climáticos: ¿deben ser considerados refugiados?
La dimensión migratoria dependerá de las políticas climáticas
Un marco legal para los refugiados climáticos y una buena gestión de las migraciones climáticas
La otra opción es matarlos
Reflexiones finales. Otro futuro es aún posible
Epílogo
Agradecimientos

Nota de la editora

La bibliografía de este libro es muy extensa y hemos decidido trasladarla a la página web de la editorial. Además, añadiremos allí contenidos adicionales que pueden ser de vuestro interés.

http://www.rayoverde.es/bibliografia-refugiadosclimaticos/

Prólogo

«Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.»

Gabriel García Márquez,

Cien años de soledad.

El planeta y la sociedad contemporánea deben estar preparados para una gran oleada de personas que se mueven en contra de su voluntad. Se producen movimientos forzosos de población originados por virulentos incendios forestales, el aumento del nivel del mar, la falta de agua dulce, la creciente salinidad de los acuíferos, las inundaciones, la mayor recurrencia de tifones, ciclones, huracanes... o la destrucción de cultivos en muchas regiones del planeta (África, sur de Europa, Centroamérica…). Esta será la realidad de muchas de las tragedias a las que asistamos durante los próximos años.

En el mundo existen migraciones forzadas por motivos ambientales y climáticos que se han dado y se dan a todas las escalas, ya sea local o planetaria. En pleno siglo xxi reconocemos que existen y han sido analizadas al albor de una crisis socioambiental global y civilizatoria que no hace más que agravarse.

Esta obra analiza la cuestión de los refugiados climáticos desde una perspectiva personal, desde los ojos de alguien que ha dedicado su vida al estudio y la mejora de las condiciones vitales de aquellas personas que dejan atrás una historia, un país, una región, una familia y una vida. 

Este texto se ocupa de las limitaciones que, a la hora de definir la figura de refugiado, migrante o desplazado por causas del calentamiento global, derivan de la discusión política sobre quién debe hacerse cargo de las responsabilidades surgidas de estos movimientos poblacionales. Se trata de dificultades políticas y económicas más que semánticas, ya que estos conceptos no son especialmente complicados de definir. Si no se han clarificado ya en la comunidad internacional se debe a la existencia de un conflicto político evidente.

Hace apenas un año, en diciembre de 2019, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (CDH) emitió un dictamen que supuso un avance con relación a lo anteriormente expuesto. En él se afirma que una persona refugiada o desplazada por causas climáticas o por desastres naturales no puede ser enviada de nuevo a su lugar de origen si con ello se pone en riesgo el ejercicio de algún derecho fundamental, como es el derecho a la vida.

Esta afirmación subyace a lo largo de todo el libro. Poner la vida en el centro y defenderla implica cuestionar el sistema productivo existente y denunciar las injusticias de un modelo de crecimiento que subordina los intereses de las personas y el planeta, y que vulnera sus derechos frente a la mercantilización de las actividades económicas. 

Ese dictamen del CDH resultó novedoso por ser la primera vez que un órgano de las Naciones Unidas vinculaba los efectos del cambio climático con la obligación de proteger el derecho a la vida. Como consecuencia, en casos muy extremos de degradación medioambiental, la devolución de una persona a su país de origen podría suponer una violación del artículo 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP). Este argumento es el que utiliza el autor para defender la necesidad de avanzar hacia el reconocimiento del término refugiado climático.

Si las personas no tienen asegurados sus medios de vida, quedan expuestas a numerosos riesgos, lo cual incrementa su vulnerabilidad frente a los efectos adversos del cambio climático. 

Existen muchas situaciones que ilustran esa idea. Por ejemplo, la probabilidad de que un país entero quede sumergido por el incremento del nivel del mar puede hacer que las condiciones en ese territorio se conviertan en incompatibles con el derecho a la vida, antes incluso de que esa probabilidad se materialice.

La ausencia de alternativas de subsistencia referida anteriormente también exacerba el vínculo entre la experiencia del conflicto violento y el cambio climático. En este sentido, se constata que la reducción de las formas de vida y la lucha por las tierras menos productivas está en el origen de gran parte de los conflictos de este siglo. 

Solemos observar como los Estados en crisis son países que generan migrantes tanto políticos, como económicos y ambientales, y muchas veces no es fácil distinguir claramente unas causas de otras. Así, es habitual que personas que se ven obligadas a desplazarse por degradación ambiental, aunque sea parcialmente, no se refieran a esta cuando exponen sus razones para desplazarse y hagan hincapié en los motivos socioeconómicos (aunque la pobreza y el desempleo estén generados, en gran parte, por degradación ambiental). Y es que, en economías basadas en la subsistencia diaria en zonas con fuerte estrés ambiental, un aumento de los precios de los productos básicos puede empujar a la migración.

En este momento, un poco más de la mitad de la población del planeta vive en áreas urbanas, pero el Banco Mundial estima que, a mediados de siglo, lo hará el 67 por ciento. En solo una década, cuatro de cada diez residentes urbanos, dos mil millones de personas en todo el mundo, vivirán en barrios marginales. El Comité Internacional de la Cruz Roja advierte que el 96 por ciento del crecimiento urbano futuro tendrá lugar en algunas de las ciudades más frágiles del mundo, que ya afrontan un mayor riesgo de conflicto y tienen gobiernos que son menos capaces de lidiar con ellos. Algunas ciudades serán incapaces de asegurar su supervivencia. Este es, por ejemplo, el caso de Addis Abeba, donde el Banco Mundial ya ha sugerido que, en la segunda mitad del siglo, muchas de las personas que huyeron allí se verán obligadas a trasladarse de nuevo, dejando la ciudad a medida que la agricultura local se agota.

La mayoría de los migrantes forzosos no quieren abandonar su casa, su tierra. Gran parte de ellos van haciendo ajustes paulatinamente para minimizar el cambio en sus vidas. Primero se mudarán a un pueblo más grande o a una ciudad. Solo cuando esos lugares les fallen, tenderán a cruzar las fronteras, emprendiendo viajes cada vez más arriesgados. Se inicia entonces el proceso de «migración gradual»: dejar una aldea por la ciudad resulta bastante difícil, pero cruzar hacia una tierra extranjera supone reconocerse vulnerable a nuevos contextos políticos y sociales, algo complejísimo.

Actualmente existen dos posibilidades, bien reconocer que el impacto del cambio climático en millones de personas está ahí, tiene consecuencias visibles y hay que remediarlas, bien blindar nuestras fronteras sabiendo que países, regiones, medios de vida… están llamados a desaparecer y con ellos sus habitantes.

Cecilia Carballo

Introducción

Aún hay gente que alberga dudas sobre el cambio climático, o sobre su carácter antropógeno, o sobre las dimensiones que tiene… Disipar esas dudas es muy conveniente para hablar sobre las migraciones climáticas, no solo para entender su génesis, sino también para decidir qué respuesta política se les ha de dar. Hemos de tener claro si el cambio climático lo estamos provocando los humanos, y si es así al cien por cien o también están interviniendo causas naturales.

En el capítulo 1 veremos que la ciencia es concluyente: los humanos somos plenamente responsables del cambio climático que estamos viviendo. Esto no significa que no siga habiendo titulados y políticos que nieguen el cambio climático o su carácter antropógeno, un negacionismo que difunden miles de sitios web. Determinadas empresas, medios de comunicación y think tanks están consagrados a sembrar dudas, lo cual sigue obligando a muchos científicos a dedicar ciertos esfuerzos a rebatir sus argumentos. En el 2016, a la vista de lo que decía Donald Trump, entonces candidato a la presidencia de Estados Unidos, 375 miembros de la Academia Nacional de Ciencias de ese país, entre los que había treinta premios Nobel, publicaron una carta en la que decían: «Queda ya fuera de toda duda que el problema del cambio climático causado por el ser humano es real, serio e inmediato, y que este problema plantea riesgos importantes relacionados con nuestra capacidad para prosperar y construir un futuro mejor; riesgos para la seguridad nacional, la salud humana y la producción de alimentos».1 Y, cuando Trump llevaba medio año en la presidencia, se produjo otro hecho revelador: tres organismos de su Gobierno (la NOAA,2 la NASA3 y la NSF4) realizaron un informe conjunto sobre el cambio climático (NOAA, 2017a) y, antes de someterlo a la aprobación oficial, lo filtraron a la prensa. Su objetivo fue evitar que el presidente obligara a cambiar las conclusiones, pero con ello mostraron que, aunque Trump tratara de restar importancia al cambio climático, quienes se dedican a estudiarlo dentro de la Administración estadounidense no se la restan en absoluto.

En el capítulo 2 veremos los efectos concretos de la emergencia climática. Hablaré de la subida del nivel del mar y la destrucción que provocará, del incremento de la magnitud de las tormentas, de las sequías y la desertificación, de la pérdida de recursos hídricos y la escasez de agua potable, de la reducción de nuestra capacidad para producir alimentos… Los impactos de la crisis climática están ampliamente relatados en ese capítulo porque cada uno de ellos va a influir (está influyendo) en la pérdida de hábitats, lo que inevitablemente genera desplazamientos de población. Si usted no es una persona familiarizada con los estudios sobre el cambio climático, tengo que advertirle que ese segundo capítulo le causará inquietud. La pandemia de la COVID-19 nos ha mostrado lo vulnerables que somos cuando la naturaleza se revuelve contra los daños que le causamos y, sin embargo, su capacidad devastadora está en una escala muy inferior a la del cambio climático. La amenaza que ha supuesto la pandemia no es existencial, la del cambio climático sí lo es. La COVID-19 ha matado a mucha gente, pero, a la postre, los supervivientes desarrollan anticuerpos contra el coronavirus. Contra el cambio climático no hay anticuerpos; si no lo revertimos, sus efectos serán imparables. E implacables. El 16 de abril de 2019, Greta Thumberg se dirigió a un grupo de eurodiputados en la Comisión de Medio Ambiente del Parlamento Europeo y les dijo que deberían entrar en estado de pánico, como si estuvieran viendo arder su propia casa. Creo que ese capítulo dejará claro que esa es realmente la emergencia que la crisis climática le plantea hoy a la humanidad.

El capítulo 3 aborda la movilidad humana que está produciéndose en el mundo, así como los desplazamientos internos medioambientales que se dan ya. Veremos que los datos disponibles sobre movilidad medioambiental son los referidos a los desplazados por fenómenos de generación rápida, tales como los huracanes, las lluvias torrenciales y las inundaciones, pero apenas hay datos sobre los desplazados por fenómenos de generación lenta, como las sequías y la desertificación, y, sin embargo, son los que generan mayores desplazamientos internos, si bien quedan ocultos entre lo que se conoce como «movilidad de las zonas rurales a las urbanas». En ese capítulo 3 también haré una aproximación a la relación existente entre la crisis climática y los enfrentamientos armados, así como al rol de las grandes ciudades en los procesos que van a seguir las migraciones climáticas.

En el capítulo 4, el más extenso, analizo los impactos climáticos y las migraciones que estos van a provocar en varias regiones del planeta: Sahel y África Occidental, Cuerno de África y resto de África Oriental, Norte de África y Oriente Próximo, Asia del Sur, Sudeste Asiático, Asia Oriental y Pacífico, y, finalmente, América Latina y Caribe. No están todas las regiones del planeta que sufrirán los daños del cambio climático, pero sí las que pueden interesarnos más desde el punto de vista de las migraciones climáticas. De cada región, expondré los impactos climáticos que ya está sufriendo y cómo se irán acrecentando, los conflictos bélicos que se dan en sus países y la relación que tienen con la crisis climática, las migraciones actuales (y en qué medida son ya climáticas) y las que podemos prever para el futuro. Mostraré que, de momento, son mucho más importantes los desplazamientos internos que las migraciones climáticas, y veremos que las migraciones que ya se dan son principalmente entre países de la misma región; sin embargo, el análisis de cada región dejará claro que dentro de unos años comenzará a producirse un punto de inflexión a partir del cual las migraciones climáticas deberán salir de esos territorios.

El capítulo 5 y último comienza con una reflexión sobre la magnitud global que pueden tener las migraciones climáticas hacia el año 2060, basada en todo lo que se ha visto en el capítulo anterior. Después se trata un tema controvertido: ¿los migrantes climáticos deben ser considerados refugiados? Explicaré por qué defiendo ese término (el título del libro es la primera muestra de ello), pese a que las organizaciones internacionales de apoyo a los refugiados se inclinan por no utilizarlo, y entraré en el debate sobre el marco legal que ha de desarrollarse para su protección.

Ese capítulo 5 contiene también un conjunto de reflexiones y propuestas sobre mitigación y adaptación. El futuro no está escrito y, dependiendo de la premura y la magnitud de las medidas que adoptemos para frenar el cambio climático (mitigación), tendremos unas magnitudes migratorias u otras. Igualmente, las migraciones dependerán de las medidas de adaptación al calentamiento global que se implementen en los países que más lo van a sufrir (lo están sufriendo) y de las aportaciones económicas que para ello esté dispuesto a hacer el mundo rico.

El capítulo concluye con un apartado de enunciado provocativo. De las decisiones que ahora tomemos depende el tipo de sociedad que tendremos dentro de unas décadas, y hemos de tomar decisiones tanto en lo que se refiere a la emergencia climática como en lo relativo a la gestión de las migraciones. Por delante tenemos opciones que pueden ser radicalmente diferentes y que pueden dar lugar a sociedades también profundamente distintas.

1.Lo hemos puesto en marcha y no lo estamos frenando

Gases de efecto invernadero

En la historia geológica de la Tierra ha habido muchos cambios climáticos, gran parte de los cuales han sido de dimensiones muy superiores (o enormemente superiores) al que ahora estamos viviendo. Hasta este, todos se habían producido por causas naturales, tales como los cambios en la órbita de la Tierra alrededor del Sol, los cambios de la actividad solar, las variaciones de la dinámica orbital Tierra-Luna o el impacto de meteoritos de grandes dimensiones. En el actual período Cuaternario (últimos 2,59 millones de años) en el que aparecieron los humanos (género Homo) sobre la Tierra, hemos pasado por diversas glaciaciones, o períodos glaciales, y otros tantos interglaciales. El último período glacial se inició hace unos 115 000 años y concluyó hace unos 12 000 años, de modo que el Homo sapiens se expandió por el mundo durante esa etapa.

Ahora vivimos en un período interglacial al que denominamos Holoceno, en el que llevamos esos 12 000 años (más o menos) y en el que se desarrollaron las civilizaciones humanas. En este período también ha habido varios cambios climáticos, pero la mayor variación de su temperatura media global anual está produciéndose ahora, de modo que estamos viviendo el mayor cambio climático del Holoceno (Hansen y Sato, 2011: 19). Para la historia geológica de la Tierra, este será uno más (como dije, los ha habido de magnitudes muy superiores, y muchos), pero no así para los humanos que la poblamos. Este cambio climático nos pilla con una población que se acerca a los 8000 millones de personas para las que resultará fatídico, como creo que quedará probado en el próximo capítulo. Y lo insólito es que, a diferencia de todos los anteriores, este cambio climático lo hemos provocado los humanos.

Para justificar lo que acabo de decir he de hablar de los gases de efecto invernadero. Se trata de un tema sobradamente conocido, pero en este libro prefiero dejarlo bien sentado porque es la base de lo que viene después. Los principales gases de efecto invernadero, es decir, los que atrapan calor, son (aparte del vapor de agua) el dióxido de carbono (CO2), el metano (CH4), el óxido nitroso (N2O) y el ozono (O3). Sobre la concentración de los tres primeros en la atmósfera, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) ha dicho que la que existe ahora no tiene precedentes en los últimos 3 millones de años.5

El efecto invernadero de estos gases se debe a que reducen las radiaciones de calor terrestre que escapan hacia el espacio, ya que tienen la capacidad de absorber la radiación infrarroja terrestre, y esto es lo que eleva la temperatura.6 El incremento del CO2 es el principal responsable del calentamiento. Lo que ahora sabemos es que ese incremento tiene que ver con las actividades humanas producidas a partir de la industrialización, cuando comenzó a quemarse el carbón para dotar de energía a la industria manufacturera y el transporte. En 1712 Thomas Newcomen inventó la máquina de vapor, y en 1775 James Watt la perfeccionó para su utilización en la industria, de modo que entre finales del siglo xviii y principios del xix la máquina de vapor se impuso de manera generalizada para dotar de movimiento a la maquinaria de la industria manufacturera, que hasta ese momento dependía de las norias de agua; al transporte marítimo, que hasta ese momento dependía del viento, y al nuevo transporte terrestre (el ferrocarril). Las postrimerías del siglo xviii son, por tanto, el momento en el que se inició el consumo generalizado de combustibles fósiles por parte de la industria y el transporte. El primero fue el carbón, ya que era el que alimentaba a las máquinas de vapor, pero más tarde, con la invención del motor de combustión interna en la segunda mitad del siglo xix, se añadiría el petróleo, y también el gas (metano, principalmente) con diversos usos. Los tres producen CO2 en su combustión. También emitimos metano (CH4) y, aunque su cantidad en la atmósfera es muy inferior, su efecto invernadero es unas veinticinco veces superior al del CO2.7

El CO2 que emitimos actualmente como resultado de las actividades humanas supone el 76 % del efecto invernadero; el CH4, el 16 %, y el N2O, el 6 %. Ese 76 % que corresponde al CO2 se reparte en un 65 % que procede del uso de combustibles fósiles y otras actividades industriales y un 11 % que procede de las actividades agrícolas, ganaderas y forestales (y otros usos de la tierra), de modo que el predominio de los combustibles fósiles en el efecto invernadero es claro (OMM, 2016: 8). Sin embargo, esos usos de la tierra son también importantes, pues al sumar sus emisiones de CO2 con las de CH4 y N2O, supone el 23 % del total de las actuales emisiones. Los suelos son sumideros de CO2, (por la fotosíntesis de las plantas), pero también son emisores (por la descomposición bacteriana de la materia orgánica y otros procesos), y el cambio que se ha hecho de su uso en los últimos siglos, y más en las últimas décadas, por la deforestación, la agricultura industrial y la ganadería industrial, ha aumentado su acción emisora (IPCC, 2019a: 7, 11). Volveré sobre los usos del suelo en el último capítulo.

Veamos la cantidad de gases de efecto invernadero que hemos emitido como resultado de las actividades humanas. Utilizaremos el término CO2-e (CO2-equivalente), que incluye el CO2 y los demás gases de efecto invernadero (cuantificados por su potencial invernadero como si fueran CO2). Según dijo el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC, por sus siglas en inglés), lo que habíamos emitido desde el inicio de la industrialización hasta el 2010 eran unas 2000 Gt (gigatoneladas)8 de CO2-e. Pero de estas, más de 1000 Gt se emitieron desde 1970, es decir, tanto como en los dos siglos anteriores. Las emisiones habían ido creciendo año tras año hasta el 2010, y así han seguido después. Más adelante ahondaré en ello.

Suben las temperaturas

El crecimiento de las emisiones de gases de efecto invernadero se ha traducido en un incremento de las temperaturas, sobre todo desde 1970, y de manera muy especial desde el 2000. La Sociedad Americana de Meteorología dijo que entre el 2001 y el 2016 tuvimos quince de los dieciséis años más calurosos de la historia (AMS, 2017a: 11). Y así seguimos, ya que en septiembre del 2019, la OMM también dijo que los últimos cinco años (2015-2019) habían sido los más calurosos desde que se tienen registros (WMO, 2019a: 5).

La subida de la temperatura media anual a nivel mundial es lo que llamamos «calentamiento global». Uno, dos, tres o cuatro grados centígrados de calentamiento global comportan escenarios tan diferentes que el consenso internacional se ha centrado en evitar que superemos un calentamiento de 2 °C respecto a la era preindustrial, e incluso uno de 1,5 °C. A las personas no habituadas a los análisis climáticos les puede parecer que tres o cuatro grados de calentamiento no son gran cosa; al fin y al cabo, entre los días más fríos del invierno y los más cálidos del verano puede haber, por ejemplo en España, 40 °C de diferencia, y entre el día más cálido de un verano y el del verano siguiente o anterior también puede haber una diferencia de varios grados; sin embargo, esas diferencias ocasionales, estacionales y latitudinales apenas cambian la temperatura media anual del conjunto del planeta, que en los últimos 11 000 años ha oscilado entre los 14 y los 15 °C (aunque por regiones las variaciones hayan sido mayores). El calentamiento global de un grado centígrado alcanzado en el 2015 es un hecho insólito desde el nacimiento de la agricultura y las civilizaciones humanas. Ese grado ya alcanzado está afectando a la frecuencia, la magnitud y la duración de las olas de calor, a la severidad y la duración de las sequías, a la intensidad de las lluvias torrenciales, al deshielo y la subida del nivel del mar, a la fuerza de los huracanes… En el próximo capítulo veremos que los impactos del calentamiento global son ya muy graves en algunas zonas del planeta, que el escenario de un calentamiento de 2 °C es devastador, y el de un calentamiento de 4 °C, pavoroso.

Pero ¿está probado que la emisión antropógena de gases de efecto invernadero sea la única causante del actual calentamiento global? Los científicos nos dicen que así es. Veamos por qué.

El CO2 de la atmósfera no comenzó a medirse con precisión hasta 1958,9 pero analizando las capas profundas del hielo de la Antártida y Groenlandia (cosa que se hace extrayendo largos cilindros verticales de hielo y analizando cada tramo) puede saberse tanto la temperatura como la proporción de CO2 que había en la atmósfera en el momento en el que se formó cada capa. En cada núcleo de hielo pueden verse dos cosas: una es la proporción del isótopo 18 del oxígeno (18O) en las moléculas del agua, lo que nos permite saber la temperatura reinante en el momento en el que se formó ese hielo.10 La otra es la proporción de CO2 en las burbujas de aire que quedaron atrapadas en él. Así pueden correlacionarse los dos parámetros: el nivel de CO2 y la temperatura.

El climatólogo de la Universidad de Columbia James Hansen (uno de los impulsores del estudio del cambio climático en la NASA) analizó la correspondencia que se ha dado entre los niveles de CO2 y las temperaturas en los últimos 800 000 años, y comprobó que se producía una perfecta correlación entre ambos parámetros: cuando los niveles de CO2 estaban altos, también lo estaba (y en la misma proporción) la temperatura (Hansen y Sato, 2011: 2, 9).11 Hansen explica que la subida de las temperaturas había precedido siempre a la del CO2, y que ello se debe a que el punto de partida de cada episodio de calentamiento había sido el incremento de la radiación solar: esta calentaba los mares y los suelos congelados (permafrost), y de ambos se liberaba CO2. Después, ese CO2 liberado a la atmósfera contribuía a que continuara incrementándose la temperatura.

Con lo dicho ya sabemos la pregunta que nos toca hacer: ¿podría ser que el actual incremento de la temperatura se debiera también a una intensificación de la radiación solar, y que esta haya contribuido al incremento del CO2 atmosférico por haberse liberado de los océanos y del permafrost, de lo que se desprendería que el actual calentamiento global tuviera también causas naturales?

Es importante responder a esa pregunta, entre otras cosas, porque los negacionistas del cambio climático se apoyan mucho en la tesis de que «es el Sol, y no los gases de efecto invernadero, lo que está cambiando el clima» (en Norteamérica hay incluso vallas publicitarias en las carreteras que afirman tajantemente ese supuesto, firmadas por una entidad llamada «Amigos de la Ciencia»).12 Y, además, si realmente hubiera causas naturales (añadidas a nuestras emisiones de gases de efecto invernadero) que estuvieran favoreciendo el calentamiento global, no seríamos totalmente responsables de él, y tampoco estaría del todo en nuestras manos la posibilidad de frenarlo con medidas contra las emisiones.

La radiación solar que entra en la Tierra depende tanto de los cambios en la órbita terrestre y la inclinación del eje como de los cambios del Sol (ciclos solares); ambas cosas pueden favorecer el inicio de una etapa de mayor radiación y, en consecuencia, de calentamiento. ¿Está pasando ahora algo de eso? Lo que nos dicen los científicos es que esos cambios orbitales y de radiación solar no se han dado durante el actual calentamiento global, ni, de hecho, durante toda la era industrial, es decir, que ahora no se dan unas condiciones de incremento de radiación solar como para que se produzca una etapa de calentamiento. El ya mencionado informe del 2017 realizado por tres organismos de la Administración de Estados Unidos (la NOAA, la NASA y la NSF) afirma que «no existe una explicación alternativa convincente para el actual calentamiento global que no sea la acción humana, ya que los cambios interanuales de la radiación solar solo han podido influir de forma marginal en el último siglo y no hay evidencia de otros ciclos naturales que hayan podido influir sobre el cambio climático» (NOAA, 2017a: 14).

Y, por lo que se refiere a las últimas décadas, las de mayor calentamiento, los cambios en la radiación solar han sido de disminución. La radiación solar funciona de forma cíclica con un período de oscilación de unos once años, es decir, cada once años hay un pico de radiación. El máximo que se dio en torno a 1980 fue parecido al de 1990, pero el que se dio en el 2001 fue ligeramente inferior, y el siguiente se retrasó hasta el 2015 y fue notablemente menor. Los ciclos solares a partir del 2003 han resultado ser significativamente más débiles que los anteriores (Hansen et al., 2016: 9), lo que deja claro que la actual fase de calentamiento global no puede explicarse invocando a la radiación solar. También el IPCC afirma que la radiación solar observada entre 1978 y el 2011 indica «que el último mínimo solar fue inferior a los dos anteriores» (IPCC, 2013a: 14). En definitiva, las variaciones de radiación solar en las últimas décadas habrían favorecido el enfriamiento y no el calentamiento.

Con lo dicho hasta aquí parece que queda suficientemente razonada la afirmación de que el actual cambio climático es antropógeno. Es responsabilidad de los humanos por completo. No insistiré más en ello, pero no hemos de perderlo de vista en un libro en el que vamos a hablar de las migraciones climáticas y nos va a interesar si hay responsabilidad política en las causas que las provocan. Sobre tal responsabilidad van precisamente los próximos apartados.

El mundo toma conciencia del cambio climático. Los acuerdos para combatirlo

Las evidencias científicas de que está produciéndose un aumento global de la temperatura media de la Tierra, y que ello se debe a los gases de efecto invernadero que estamos emitiendo desde el inicio de la industrialización, no son de las últimas décadas. Como explica Andreu Escrivà, algunos científicos habían relacionado el nivel de CO2 y la temperatura en el siglo xix, y en 1930 se hablaba ya de calentamiento antropógeno del planeta (Escrivà, 2018: 30-36); pero fue en los años sesenta y setenta cuando esas evidencias tomaron fuerza. Lo hicieron en buena medida de la mano de climatólogos como Syukuro Manabe, de la Agencia Estadounidense de la Atmósfera y el Océano (NOAA), o James Hansen, de la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA), aunque otros muchos climatólogos se sumaban al convencimiento de que el cambio climático era un hecho real y que su naturaleza era antropógena, como lo hacían las grandes agencias meteorológicas.

En 1979 tuvo lugar la primera conferencia mundial sobre el clima de Naciones Unidas, y casi diez años después, en 1988, se celebró en Toronto la Conferencia Mundial sobre la Atmósfera Cambiante, en la que ya se recomendó recortar un 20 % las emisiones entre ese año y el 2005. También en 1988 se creó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). Sin embargo, el primer tratado internacional (jurídicamente vinculante) no llegaría hasta 1992, cuando se celebró la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro y se aprobó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Esta convención vino después de que el IPCC presentara en 1990 su Primer informe de evaluación, en el que se reflejaban las investigaciones de cuatrocientos científicos y se afirmaba que el calentamiento atmosférico de la Tierra era real y que los Gobiernos debían tomar medidas concretas para frenarlo.

Así que 1992 pudo haber sido el año en el que los Gobiernos de todo el mundo, y en particular los de los países más industrializados y contaminantes, tomaran las medidas necesarias para detener el cambio climático. Si lo hubieran hecho, este libro (como tantos otros) no se habría escrito, porque hoy no tendríamos un futuro tan amenazador como el que tenemos, pero lamentablemente no lo hicieron.

Tras la entrada en vigor de la Convención Marco en 1994, los países que la firmaron se han reunido anualmente, en lo que se denomina Conferencia de las Partes (COP). El tercer encuentro, COP3, se celebró en Kioto en 1997 y en él se adoptó el Protocolo de Kioto (concluido en el 2001 en La Haya y en vigor desde el 2005), que estableció nuevos mecanismos institucionales, incentivó el desarrollo de medidas de reducción de emisiones y creó el mercado internacional del carbono. Pero Estados Unidos no lo ratificó, Canadá se retiró después y China, que pronto se convertiría en el mayor emisor, no participaba, como tampoco India y Brasil. Además, Rusia y Japón no intervinieron en Doha (la prolongación de Kioto hecha en el 2012), de modo que no tardó en quedar claro que se requería un nuevo acuerdo global y así llegó el de París del 2015.

La Conferencia de las Partes celebrada en París en el 2015 (COP21) alumbró el «gran acuerdo» que llevaba años buscándose. Allí se estableció que a finales del siglo xxi no debería llegarse a los 2 °C de calentamiento global respecto a los niveles preindustriales (lo que ya se había dicho en la COP15 de Copenhague del 2009) y que se tomarían medidas para no superar 1,5 °C. Ya se disponía del Quinto informe de evaluación del IPCC, en el que los científicos advertían de que un calentamiento de 2 °C comportaba riesgos muy elevados, y los gobiernos tomaron nota de ello para acordar que harían lo posible para no superar 1,5 °C.

El Acuerdo de París fue un gran logro internacional y su redactado contiene un valioso compendio de buenas intenciones, pero ¿hasta qué punto sirve para obligar a llevar a cabo las medidas acordadas? Leyendo su texto encontramos artículos como el 4.2, que dice: «Cada Parte deberá preparar, comunicar y mantener las sucesivas contribuciones determinadas a nivel nacional que tenga previsto efectuar. Las Partes procurarán adoptar medidas de mitigación internas con el fin de alcanzar los objetivos de esas contribuciones»; o el 4.19, que indica: «Todas las Partes deberían esforzarse por formular y comunicar estrategias a largo plazo para un desarrollo con bajas emisiones». Este es el tono de todo el articulado, hecho a base de expresiones como: «las Partes deberán», «procurarán», «intentarán», «se esforzarán», «lo que cada Parte tenga previsto»… El libre albedrío de las partes (los Estados) tiene un peso enorme en todo el texto del acuerdo, así que no es difícil señalar cuál fue la principal carencia del Acuerdo de París, pero volveré sobre esto después de repasar lo que está ocurriendo con las emisiones de carbono.

¿De cuánto CO2 estamos hablando?

En Copenhague (2009) se dijo que no deberíamos superar un calentamiento de 2 °C respecto a la era preindustrial; en París (2015) se dijo que, a ser posible, no deberíamos exceder 1,5 °C; pero ya sabemos que eso depende del CO2 que echemos a la atmósfera. Así que la pregunta es: ¿cuánto podemos echar? o, más bien, ¿cuánto tenemos que no echar? Antes dije que hasta el 2010 habíamos emitido ya unas 2000 Gt de CO2-e, de las que unas 1000 fueron emitidas entre 1750 y 1970 y las otras 1000 entre 1970 y 2010. Así, ¿cuánto más podemos emitir?

Los científicos ya nos lo han dicho. El IPCC afirmó en el 2013 que para no superar el calentamiento de 2 °C sería necesario limitar a unas 2900 Gt las emisiones acumuladas de CO2-e desde 1870 hasta el 2100 (IPCC, 2014a: 10). O sea que, redondeando, la ecuación es mil, mil y mil. Mil que emitimos antes de 1970, mil que emitimos entre 1970 y el 2010, y mil que podíamos emitir del 2010 al 2100.

A ver… ¿En los noventa años que van del 2010 al 2100 hemos de emitir más o menos el mismo CO2-e que el que se emitió en los cuarenta años anteriores, mientras el crecimiento económico y demográfico continúa? ¿Lo habían entendido bien los gobiernos que suscribieron el Acuerdo de París? Y atención: las 1000 Gt emitidas entre 1970 y 2010 no se emitieron al mismo ritmo: la media es de 25 Gt por año, pero en el 2010 se estaban emitiendo ya cerca de 50 Gt por año (IPCC, 2014a: 5). A este ritmo, bastaban veinte años para superar el margen que nos dieron los científicos, es decir, en el 2030 estaríamos ya fuera de juego. El IPCC lo confirmó en el 2018, señalando que para no superar el calentamiento de 1,5 °C el margen de emisiones para lo que quedaba de siglo ya no era de 1000 Gt sino de 580 Gt (IPCC, 2018b: 16). ¿Qué se dijo al respecto en el Acuerdo de París? Lo que se dijo, exactamente, fue que el punto máximo de emisiones debería alcanzarse «lo antes posible» (artículo 4 del Acuerdo). ¡Inquietante indefinición!

¿Qué ha pasado con las emisiones en los últimos años? Desde que el IPCC dijo en su Quinto informe de evaluación que ya estábamos acercándonos a las 50 Gt anuales, las emisiones han sido mayores cada año. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente nos da los datos: en el 2016 emitimos 51,9 Gt de CO2-e (UNEP, 2017: xv),13 en el 2017 fueron 53,5 Gt (UNEP, 2018: xv), en el 2018 fueron 55,3 Gt (UNEP, 2019: xiv). En el 2019 también aumentaron, aunque menos: un 0,6 %, según un informe preliminar preparado para la COP25 de Madrid referido solo al CO2 (Friedlingstein et al., 2019: 1812). Así que hasta la pandemia del coronavirus sufrida en el 2020 las emisiones seguían creciendo. La caída de emisiones en este año será la mayor jamás registrada, pero ha sido debida a la drástica disminución de la actividad económica inducida por la pandemia y no nos asegura ningún cambio de tendencia.

Sintetizando: el límite que nos dio el IPCC fue una emisión de 1000 Gt de CO2-e entre el 2010 y el 2100, pero en los primeros diez años (entre el 2010 y el 2020) se han emitido más de 500 Gt (a razón de más de 50 Gt anuales), de modo que como mucho nos quedarían otras 500 Gt para emitir en los próximos ochenta años (del 2020 al 2100). Pero, a la vista del ritmo de los últimos años, será difícil que en el 2030 no hayamos emitido ya todo el volumen de gases de efecto invernadero que el IPCC nos dio como límite para todo el siglo xxi.

¿Qué dijo el IPCC en el 2013 sobre la situación que se dará, en cuanto a calentamiento global, si superamos, en poco o en mucho, esas 1000 Gt de emisiones de CO2-e que nos aconsejó no superar entre el 2010 y el 2100? Lo que el Grupo Intergubernamental de Expertos hizo fue dibujar cuatro escenarios. Al primero lo llamó de mitigación, o escenario positivo, y es aquel en el que no habremos superado dicha emisión. Solo este escenario nos permite confiar en que nos quedaremos por debajo de los 2 °C de calentamiento global. Después dibujó dos escenarios intermedios en los que la temperatura podría subir a 3 °C y, por último, señaló el peor escenario, en el que la temperatura subiría 4 °C o más (IPCC, 2013a: 23). Veamos en qué escenario estamos.

No lo estamos parando

Hasta ahora he hablado de gigatoneladas de CO2-e, pero la forma habitual de indicar la cantidad de gases de efecto invernadero que hay en cada momento en la atmósfera es por su proporción en el volumen de esta, y se utiliza la expresión partes por millón (ppm). En la era preindustrial, la proporción de CO2 en la atmósfera era de 280 ppm; y puede que en los últimos 2,6 millones de años nunca se pasara de 300 ppm (Hansen y Sato, 2011: 4). Pues bien, cuando Keeling comenzó a hacer mediciones precisas en 1958, encontró una proporción de 315 ppm. Ese año ya habíamos superado una concentración de CO2 que no se había producido desde que apareció el género Homo en la Tierra. Dos décadas después, en 1979, cuando se realizó la primera conferencia sobre el clima de Naciones Unidas, eran ya 336 ppm. Los científicos no tardarían en advertir de los peligros que implicaba superar las 350 ppm, sin embargo, estas se alcanzaron en 1988, justo cuando se celebraba en Toronto la Conferencia Mundial sobre la Atmósfera Cambiante, en la que se recomendó recortar un 20 % las emisiones antes del 2005. Si los gobiernos hubieran cumplido ese objetivo, la concentración de CO2 en la atmósfera no hubiera seguido creciendo, pero no lo cumplieron, y lejos de ralentizarse lo que ocurrió fue que creció más deprisa. En 1992, cuando tuvo lugar la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro y se aprobó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, se había subido a 356 ppm. Como dije más atrás, ese debería haber sido el momento de inflexión, pero, bien al contrario, en los años siguientes las emisiones crecieron a mayor ritmo, y así llegamos al 2015, año del Acuerdo de París, en el que superamos las 400 ppm.

Sobre el hito alcanzado de las 400 ppm, el secretario general de la OMM, Petteri Taalas, dijo que «la última vez que la Tierra experimentó una concentración de CO2 comparable a la actual fue hace entre 3 y 5 millones de años, cuando la temperatura era de 2 a 3 °C más cálida y el nivel del mar estaba entre 10 y 20 m más alto que ahora».14

Esta es la realidad: la concentración de CO2 en la atmósfera no ha dejado de crecer y ningún acuerdo climático ha servido, de momento, para detener ese crecimiento. Y así seguimos: la media anual del 2016 fue de 404,2 ppm, la del 2017 de 406,5 ppm, la del 2018 de 408 ppm y la del 2019 de 410 ppm.15 En junio del 2020 se alcanzó, según comunicó Greenpeace, otro máximo: 417 ppm,16 y ello pese a la brusca reducción de la actividad industrial que se produjo en los meses anteriores causada por la COVID-19.

Ningún sector económico estaba reduciendo sus emisiones antes de la COVID-19, y menos que ninguno el de los combustibles fósiles. Este estabilizó sus emisiones en el 2015 y el 2016 en 32,1 Gt (dato que se refiere solo a emisión de CO2 por consumo de combustibles fósiles, no incluye otras fuentes de emisión ni los otros gases de efecto invernadero), pero en los años siguientes volvió a incrementarlas: en el 2018 llegaron a 36,6 Gt y en el 2019 subieron ese 0,6 % mencionado más atrás.

Sobre la disminución de emisiones producida en el 2020 por el coronavirus,17 la propia Agencia Internacional de la Energía advirtió ya en marzo de su escaso valor como tendencia de futuro, ya que los efectos económicos de la COVID-19 podrían amenazar la acción climática a largo plazo. La inversión en energías renovables podría verse dañada, más aún cuando la pandemia llegó a situar los precios del petróleo en sus niveles más bajos de las dos últimas décadas. El director ejecutivo de la AIE, Fatih Birol, dijo que esa caída de las emisiones a corto plazo «podría ser seguida por un repunte en el crecimiento de las emisiones a medida que la actividad económica aumente».18

Más allá de lo ocurrido durante la pandemia, lo que nos muestra el crecimiento de la concentración de CO2 en la atmósfera producido en los años anteriores es que no estamos en la senda de frenar el cambio climático; más bien seguimos avivándolo. Y según lo que se retrase el inicio de la reducción sostenida de las emisiones, la duda que se plantea es si servirá para detenerlo. Muchos científicos llevan tiempo advirtiéndonos de que unas concentraciones altas de CO2 en la atmósfera pueden llevar a que el calentamiento siga avanzando sin necesidad de que se añadan más gases de efecto invernadero.

Hay quienes dicen que confiemos en el desarrollo de las técnicas (futuras, algunas rayando la ciencia ficción) de reducción de la energía solar absorbida en el sistema climático. Entre las hipotéticas técnicas de geoingeniería que están barajándose, algunas tienen como objetivo reducir la radiación solar que llega al suelo terrestre. Se trataría, por ejemplo, de ensuciar lo suficientemente la atmósfera como para que llegue menor radiación solar al suelo (como ocurre en una erupción volcánica), o colocar grandes espejos en el espacio para que repelan la radiación, o partículas (aerosoles como los óxidos de azufre) que hagan la función de espejo, o cosas similares. Pero, acerca de ese tipo de tecnología, el IPCC dice que «si se implantase, entrañaría numerosas incertidumbres, efectos colaterales, riesgos y deficiencias» (IPCC, 2014a: 25).

También se habla de las técnicas de extracción directa del CO2 de la atmósfera, pero el coste del proceso industrial necesario para ello ha sido ya calculado: recoger una tonelada de CO2 costaría entre 94 y 232 dólares sin contar transporte y almacenamiento (Keith et al., 2018). Si hacemos la media y consideramos 160 dólares por tonelada, recoger una Gt costaría 160 000 millones de dólares, y recordemos que estamos echando a la atmósfera 55 Gt de CO2-e cada año. Recoger solo 4 Gt costaría más que el presupuesto general del Estado español para el 2019. Es obvio que por mucho que pudieran mejorar las técnicas de extracción del CO2 de la atmósfera, el coste de una extracción suficiente como para que hubiera una mitigación real no sería asumible de ninguna manera. Únicamente podemos pensar en esas técnicas como complemento de otras muchas acciones.

La mejor forma de extraer parte del carbono acumulado en la atmósfera es a base de forestación, reforestación19 y utilización de prácticas agrícolas más capaces de captar carbono que las actuales, algo que tiene límites, como muchos científicos han advertido. Hay cierto consenso científico en la idea de que no seremos capaces de lograr un balance negativo si no se reducen rápida y drásticamente las emisiones (Hansen et al., 2016: 3). Por tanto, además de replantear a fondo las prácticas agrícolas y forestales, hay que centrar los esfuerzos en la reducción drástica del uso de combustibles fósiles. No hay alternativa a eso, lo cual nos lleva de nuevo a hablar del Acuerdo de París.

La Cumbre de París del 2015 llegó después de más de dos décadas en las que los gobiernos no habían dejado de firmar acuerdos para limitar las emisiones, pero estas no habían cesado de crecer. Si a partir de 1992 los gobiernos hubieran cumplido los acuerdos que adoptaban, el proceso de reducción de las emisiones podría haber sido gradual, pero no lo habían hecho, y en el 2015 se necesitaban ya medidas extraordinarias, cambios revolucionarios. La Cumbre de París fue calificada por científicos y activistas como la última oportunidad de hacer frente de verdad a la amenaza que supone la crisis climática, y para todos estaba claro que lo fundamental era desarrollar una estrategia para pasar con rapidez a un modelo energético totalmente renovable. En el 2015 los combustibles fósiles proporcionaban el 86 % de toda la energía que se consumía en el mundo (BP, 2016: 41), y lo que se necesitaba era acercar ese porcentaje a cero en unas pocas décadas,20 es decir, definir una estrategia para dejar de quemar combustibles fósiles y llegar a un sistema energético 100 % renovable (o casi). Pues bien, ¿qué dice el Acuerdo de París sobre los combustibles fósiles? Después de todo lo que he ido exponiendo, quizás a usted, lectora o lector, le resulte difícil creer la respuesta que voy a dar a esa pregunta: no dice nada. Los combustibles fósiles no fueron mencionados ni una sola vez en el texto del Acuerdo de París. Se acordó reducir las emisiones, pero sin hacer mención a lo que las provoca: curioso artificio.

Tras el acuerdo, los gobiernos debían informar de sus compromisos sobre reducción de las emisiones, pero en los años siguientes se vio que estos eran del todo insuficientes para detener el calentamiento global por debajo de 2 °C en este siglo. En el 2016, la Agencia Internacional de la Energía analizó esos compromisos y concluyó que en el 2040 el sector energético aún estará echando a la atmósfera 36 Gt de CO2 por año (IEA, 2016: 3), o sea, como ahora. En el 2017 los analizó el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y dijo que solo contenían una tercera parte de la reducción necesaria (UNEP, 2017: xiv). También el Centro Tyndall para la Investigación sobre el Cambio Climático dijo que, con esos compromisos, en el 2035 habríamos alcanzado ya el calentamiento de 2 °C, y afirmó que para cumplir con el Acuerdo de París era necesario estar reduciendo ya las emisiones un 12 % cada año (Anderson et al., 2017), algo que no solo no está ocurriendo ahora, sino que puede que tampoco suceda en el 2040, como advirtió la AIE.

En el 2018, el IPCC dijo que hacia el 2030 las emisiones deberían haberse reducido ya en un 45 % (respecto a las del 2010) y hacia el 2050 las emisiones netas tendrían que haberse reducido a cero, y advirtió de que las contribuciones nacionales comprometidas hasta el momento por los gobiernos están muy lejos de eso y nos conducen a un calentamiento de 3 °C (IPCC, 2018b: 14, 24). El PNUMA, en un nuevo informe, se reafirmó en lo que dijo el año anterior (UNEP, 2018: xiv), y un estudio de IRENA (Agencia Internacional de Energías Renovables) llegó a los mismos resultados (IRENA, 2018: 8). Y a una conclusión similar llegaron tres centros académicos, el Climate Interactive, el Ventana Systems y el Instituto de Tecnología de Massachusetts, al analizar los compromisos presentados por todos los países: el calentamiento que se corresponde con ellos, si se consuma el crecimiento proyectado del PIB mundial y se cumple el crecimiento demográfico previsto para este siglo, es de 4,2 °C.21

Los informes presentados a la COP25 de Madrid del 2019 afirmaron cosas muy parecidas. Uno de Climate Transparency mostraba que en todos los sectores, producción de energía, transporte y construcción, crecían las emisiones (Climate Transparency, 2019). Otro del Stockholm Environment Institute y otros organismos afirmaba que, según la producción planificada de combustibles fósiles, la emisión anual de CO2 en el 2030 será de 39 Gt, que es superior a la actual y está 21 Gt por encima de la senda para mantener el calentamiento en este siglo en 1,5 °C (SEI et al., 2019: 4). Y otro del PNUMA mostraba esa misma brecha, pero en CO2-e (que incluye también los demás gases de efecto invernadero), y decía que con las actuales dinámicas en el 2030 estaremos emitiendo 60 Gt anuales y cumpliendo los actuales compromisos serán 56 Gt, o sea, 32 Gt más de las que deberíamos estar emitiendo. La caída de las emisiones en el 2020 por la pandemia del coronavirus puede reducir esa proyección de emisiones para el 2030, pero sin un cambio global del sistema productivo, la brecha seguirá siendo enorme. El PNUMA afirmaba que, de seguir como hasta ahora, vamos a un calentamiento en este siglo de entre 3,4 °C y 3,9 °C, y que cumpliendo a rajatabla los actuales compromisos de los gobiernos vamos a 3,2 °C (UNEP, 2019: 26-27). Finalmente, en agosto del 2020, la revista de la Academia de Ciencias estadounidense Proceedings of the National Academy of Sciences, publicó un estudio que señalaba que, pese a la disminución de emisiones ocurrida durante la pandemia, con las actuales políticas podríamos estar en el peor escenario de los dibujados por el IPCC, escenario que nos llevaría a un calentamiento en el 2100 de entre 3,3 ºC y 5,4 ºC (Schwalm