Regalo mortal - Heather Graham - E-Book
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Regalo mortal E-Book

Heather Graham

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Beschreibung

Caer iba a pasar la Navidad entre desconocidos, ya que había tenido que viajar a Newport, Rhode Island, desde su Irlanda natal para ocuparse de los cuidados médicos que precisaba el millonario Sean O'Riley, y una vez allí se encontró viviendo una vida que ni siquiera podía imaginarse. Pero el dinero no podía ocultar la tensión que palpitaba entre la joven mujer de O'Riley, su paranóica hija, la excéntrica tía del dueño de la casa y la pareja de servicio que se ocupaba de la propiedad. En la mansion también se encontaba el detective privado Zach Flynn, investigando la desaparición del socio de Sean. Decidida a ayudarle a solucionar el caso, Caer se vio envuelta en un misterio que enlazaba los sucesos del pasado con el destino de la familia…

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Seitenzahl: 423

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2008 Heather Graham Pozzessere. Todos los derechos reservados. REGALO MORTAL, Nº 274 - mayo 2011 Título original: Deadly Gift Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Mira son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-324-4 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa

Es un enorme placer para nosotros recomendar la trilogía de los hermanos Flynn, un emocionante thriller paranormal que la crítica y el público norteamericano han considerado una de las mejores series de nuestra autora bestseller.

Noche mortal, Atracción mortal y Regalo mortal cuentan la historia de tres hermanos que trabajan al servicio de la ley, y que por motivos personales o profesionales deciden dejar su trabajo y abrir una agencia de detectives privados. Estos hombres lógicos, que emplean métodos científicos en sus investigaciones, tendrán que abrir su mente a lo oculto al enamorarse de unas bellas mujeres vinculadas al mundo espiritual.

Heather Ghaham ha situado las historias en Halloween, Acción de Gracias y Navidad, y en las ciudades de Nueva Orleans, Salem y Newport respectivamente. Los acontecimientos especiales de estas fechas y la descripción de estas ciudades cargadas de tragedia y esplendor, se une a la emoción propia que suscita la historia romántica, que se desarrolla intrínsecamente ligada a los peligros a los que se enfrentan nuestros protagonistas.

Si ya habéis leído alguna de sus novelas, sabéis que Heather Ghaham mantiene el suspense hasta la última página de sus libros, si no conocéis a esta autora, pronto descubriréis a una de las mejores escritoras del género.

Los editores

Inhalt

Prólogo

Kapitel 1

Kapitel 2

Kapitel 3

Kapitel 4

Kapitel 5

Kapitel 6

Kapitel 7

Kapitel 8

Kapitel 9

Kapitel 10

Kapitel 11

Kapitel 12

Kapitel 13

Kapitel 14

Kapitel 15

Kapitel 16

Kapitel 17

Kapitel 18

Kapitel 19

Epílogo

Promoción

Prólogo

Bahía de Narragansett, Rhode Island

El mar era algo hermoso, y estar en el agua sólo podía compararse a estar en el paraíso.

El viento le rozaba las mejillas; no tardarían en ponérsele rojas. Era un día de invierno y en la costa de NewPort, Rhode Island, el mar podía parecer engañosamente sereno. A Eddie Ray le encantaba el mar en invierno, con sus cambios de humor. Y no es que fuese un inconsciente, porque nunca se había metido deliberadamente en tormentas peligrosas, pero en más de una ocasión había guiado un barco con los vientos portantes del noreste, con sus olas profundas, las ráfagas e incluso el frío que acarreaba la lluvia densa que solía acompañarle y que calaba a un marino hasta los huesos.

¡Pero aquel día estaba resultando simplemente perfecto! El aire frío y penetrante y la temperatura cerca de los cinco grados. Una suave brisa, suficiente para inflar las velas y hacer avanzar al Sea Maiden, lo propulsaba sobre el agua casi como si flotase por encima de su superficie. Aquella era su embarcación favorita, hasta el punto de que había llegado a tatuarse su nombre en el brazo.

No hubiera sido necesario sacarla a navegar aquel día. Era un sesenta pies y nadie de aquellos nuevos ricos que ganaban pasta en la city y que luego llegaban a Rhode Island con los bolsillos llenos deseando presumir la habría sacado a navegar para un solo pasajero.

Un pasajero bastante extraño, la verdad.

Sentado al timón, Eddie miró a su alrededor. Había recogido a su pasajero a las doce en punto, tal y como se lo había pedido, pero le había advertido que tendrían que regresar a puerto a las dos y media porque su socio Sean y su esposa saldrían a las cuatro de la tarde para Irlanda, y quería estar presente para despedirlos. Y es que era una ocasión muy especial: Sean no había vuelto desde hacía años al país que lo vio nacer.

Su último viaje había sido al Caribe con Amanda, su nueva mujer. La mujer «trofeo», como la llamaba Kat, la hija de Sean. Claro que si un hombre se casaba con una mujer con la mitad de años que él tenía que esperarse algunas puyas. Y es que Sean O’Riley siempre le había recordado a uno de esos piratas de la antigua escuela, de los que salían en las películas, héroes osados y decididos que conseguían mantener la paz en su hogar como en el mar se enfrentaban a los vientos: las piernas abiertas y firmes sobre la cubierta para no perder el equilibrio y los brazos en jarras a la altura de las caderas.

Últimamente Kat pasaba bastante tiempo fuera dedicada a hacer carrera en la música. Lo cierto era que era buena, y se sentían muy orgullosos de ella. Pero Sean era un desastre viviendo solo. Necesitaba tener a alguien con él, a ser posible una mujer que se ocupase de todos los detalles que él no se interesaba por atender. La madre de Kat había muerto hacía ya bastante tiempo, y ahora que la hija había abandonado el nido, Sean necesitaba compañía, aparte de la que le hacía su tía soltera Bridey, la anciana más encantadora del mundo, y de Clara y Tom, que se ocupaban de mantener en condiciones la vieja casona. Por otro lado estaba también Marni, la esposa de Cal, que era su socio más joven, y que siempre estaba dispuesta a hacer de anfitriona cuando Sean necesitaba recibir a alguien por negocios. Pero su amigo seguía necesitando a alguien más, y ése era el hueco que había llenado Amanda.

Para él, lo que hiciese feliz a Sean era siempre bueno. Y si Amanda le hacía feliz, entonces él también lo era… aunque fuese incapaz de explicarse cómo podía serlo con ella. Al final no le había quedado más remedio que imaginarse que debía ser una dinamo en la cama, ya que un calamar tenía más inteligencia que ella y ni siquiera se molestaba por agradar a Kat, que era la niña de los ojos de su padre. Y es que aparte de ser socios, eran grandes amigos. Habían navegado por los océanos de la vida juntos, soportado calmas y tempestades, lo bueno y lo malo, la alegría y la tragedia, de modo que si Sean estaba disfrutando de aquel viaje en particular, se alegraba por él.

Y en la Navidad que se acercaba tenía pensado hacerle el regalo que su amigo llevaba toda la vida esperando.

Habían leído todos los libros, habían revivido la historia desde antes de la revolución en busca de pistas mientras juntos levantaban su negocio de alquiler de barcos y Sean se esforzaba por mantener en pie la casona que su abuelo había construido.

Eddie sonrió de pronto. Sí, desde luego eran amigos.

Y saber que tenía el mejor regalo del mundo para su amigo le hacía feliz.

Pero por el momento… se contentaba con disfrutar sabiendo lo que le aguardaba dentro de unas semanas.

Se alegraba de haber aceptado aquella salida aunque el pasajero resultara ser un tipo bastante raro, envuelto en un enorme jersey y con una trenca que le quedaba un par de tallas grande. Le había dicho, sin tan siquiera la sombra de una sonrisa, que se llamaba John Alden. Era un nombre bastante común en Nueva Inglaterra, lo cual le había hecho preguntarse si sería descendiente de los primeros peregrinos. Por su aspecto, nadie lo diría. Era un tipo bajito, con un gracioso bigote, más bien mostacho, unas gafas de montura gruesa y tamaño generoso y un modo de hablar que a Eddie le recordaba a un terrier: esos perrillos luchadores incapaces de aceptar las limitaciones de su propio tamaño y dispuestos a enfrentarse incluso a un mastín. Pero el dinero de aquel terrier era tan bueno como el de cualquier otro y Alden había pagado por un crucero de dos horas entre las islas, más allá del estrecho, en la bahía. Sin problemas.

Conocía aquellas islas como el dorso de su mano, incluidos sus secretos.

Se preguntó si aquel hombrecillo sabría algo de su historia; si habría oído contar alguna vez las historias de los revolucionarios de Rhode Island.

Lo que era de barcos no parecía saber demasiado. Si uno decidía alquilar una embarcación como el Sea Maiden era porque se trataba de toda una belleza y porque quería navegar desplegando velamen en un día como aquél, y volar dejándose llevar por la brisa.

¿Y qué era lo que le había pedido el tipo aquél? Que plegase las velas y navegasen a motor.

Bueno… para gustos se hicieron los colores.

Miró su reloj. Llevaban ya un rato navegando entre las islas y ya iba siendo hora de volver. Quería llegar a tiempo de despedir a Sean y disfrutar de la fiesta. Kat estaba ya en casa preparando la Navidad. Qué cara se le iba a quedar cuando viera el regalo que le había preparado a su padre. Tocaría al piano las canciones tradicionales de Navidad y algunas más que había escrito ella, y todos cantarían juntos, él con su espantosa voz de barítono y Sean con la de tenor. Y Bridey, a pesar de su edad, con su hermosa voz de soprano. Tomarían café irlandés bien cargado y coronado de crema batida, y Sean y su esposa florero les contarían anécdotas de su viaje al Caribe.

Pero primero tenía que volver a participar en la fiesta de despedida.

¿Dónde se había metido el pasajero? Mejor dar ya la vuelta y enfilar el camino del puerto. Seguramente estaría en proa para disfrutar de las vistas, ya que el timón se hallaba a popa. Desde luego en el camarote no estaba porque había cerrado la escotilla de proa. Podría haber querido llevarse al Sea Maiden él solo, pero no iba a permitir que un desconocido entrase en la cabina. Había demasiados documentos oficiales y pertenencias personales, ya que era el barco favorito de la flota.

—¡Volvemos ya! —le gritó—. ¡Como le dije antes, he de estar en un sitio esta tarde!

Tenía que pasarse por casa y darse una ducha para estar presentable en la fiesta y demostrarle a esa rubia-jarrón que si se arreglaba podía estar tan bien como el que más.

—¡Eh!, ¿me ha oído?

Nada.

Frunció el ceño. El cielo empezaba ya a teñirse de negro. En invierno la noche avanzaba con rapidez, casi como si fuese el aleteo de un enorme pájaro cuya sombra se cerniera sobre la tierra en silencio.

Iba a ir en su busca cuando volvió a sentarse, atónito.

—¿Pero qué demonios…?

En un principio se sintió muy confundido. Sí, bueno, el tío era raro, pero… —¿Qué… Hizo ademán de ponerse en pie. Él no era un enclenque, y aunque su físico no resultara llamativo, llevaba toda la vida en el mar. Incluso a veces llevaba un arma.

Un arma que en aquel momento estaba en el camarote. Y nada, nada en el mundo, le había preparado para una situación como aquella.

Sintió que el aire se movía al tiempo que el tipo avanzaba, pero no tuvo ni una décima de segundo para prepararse y repeler el ataque. Apenas se había levantado cuando empezó a caer.

La temperatura gélida del agua pareció calmar el lacerante dolor. Estaba cayendo, se hundía en la oscuridad del océano, y algo flotaba delante de él; algo que parecía una sombra pero que…

Era rojo. Su propia sangre. Le salía del pecho y ascendía como si fuera un géiser.

Se sentía entumecido, helado casi; sólo le funcionaba la cabeza, y en ella sólo le cabía un pensamiento: se estaba muriendo.

Qué estúpido había sido. Debería haberse dado cuenta.

Pero no lo había hecho y era ya demasiado tarde.

Sí, se estaba muriendo. Ya no sentía las manos ni los pies, los pulmones le ardían y su sangre seguía diluyéndose en el agua. Seguramente le había alcanzado los pulmones, aunque no sabía mucho de anatomía, pero lo bastante para saber que se estaba muriendo.

«Tenía tanto que hacer, que ver, que vivir…», se dijo. Demasiado tarde.

Qué estúpido había sido.

La oscuridad comenzó a adueñarse de todo, ahogando los débiles rayos de luz que aún alentaban en su interior. Qué curioso. Era una oscuridad que le estaba resultando suave y casi acogedora. El último punto de luz empezó a desvanecerse y pasaron segundos, milisegundos.

Toda una vida. Su vida.

La muerte era una certidumbre. Él era un hombre fuerte, puede que también un buen hombre, pero tenía miedo.

Un ruido fuera de lugar en aquel entorno acuático le llegó a los oídos. Era parecido al zumbido del viento, al de unos caballos que galopasen sobre las olas, caballos tan negros como la noche, pero que al mismo tiempo se perfilaban contra una oscuridad aún mayor. Era aterrador y al mismo tiempo hermoso y relajante.

Y allí, en la oscuridad, una mano apareció de pronto.

1

Dublín, Irlanda

—¡Fuera! —¿Qué está pasando? ¡Dios mío, mi marido! ¡Déjenme que lo vea!

Caer Dunne estaba oyendo gritar a la mujer que se desesperaba al otro lado de las cortinas de la sala de urgencias, a pesar de que tres enfermeras intentaban calmarla con palabras de consuelo para que no interfiriera con el trabajo frenético de los médicos.

Había ingresado con una extraña sintomatología que se le había presentado doce horas después de su llegada a Dublín. Según el informe, pasaba de los setenta, gozaba normalmente de buena salud y su esposa y él se habían registrado en el hotel poco antes de que el hombre se pusiera gravemente enfermo. Primero se había quejado de un fuerte dolor en el estómago y al poco de una debilidad tan apabullante que casi sentía paralizados los miembros. Y luego empezó a tener problemas con el corazón.

Se colapsó nada más llegar a las urgencias del hospital y los médicos, al no encontrarle pulso, comenzaron a tratarlo de inmediato.

—¡Carga!

El cuerpo del hombre sufrió una sacudida que le arqueó la espalda, seguida del tranquilizador bip de la máquina: había recuperado el latido. Siguieron las órdenes que Caer se apresuró a obedecer. La habían llamado para que colaborase en el bloque de urgencias justo unos minutos antes del ingreso de aquel hombre. En su trabajo para la Agencia, nunca podía saber dónde iba a estar o cuándo; ni siquiera lo que iban a pretender de ella, pero estaba bien entrenada para enfrentarse a situaciones desconocidas.

Sin embargo aquella lo era en exceso, incluso para ella.

El pulso que aparecía en la pantalla era errático, pero tras unos segundos se estabilizó. El hombre parpadeó y la miró sonriendo.

—Ángel —musitó antes de volver a cerrar los ojos y quedarse dormido, rodeado de cables.

El equipo se felicitó por el éxito y un momento después oyó los sollozos de la mujer mientras un médico le explicaba lo ocurrido, aunque aún no sabían qué había motivado el episodio. Le dijo que tenía que tranquilizarse para que pudiera contestar a algunas preguntas que debía hacerle. Caer, esperando a que se llevaran al paciente a la unidad de cuidados intensivos, lo observaba todo con atención.

El paciente era Sean O’Riley, su esposa se llamaba Amanda y era mucho más joven que él.

Estaba refiriéndole al médico lo bien que se lo habían pasado aquel día y lo feliz que parecía Sean. Su marido había nacido allí, en Dublín, pero llevaba toda la vida viviendo en Estados Unidos. Siempre había sido un hombre fuerte y sano, y por su profesión de patrón de embarcaciones debía mantenerse en forma. Cuando le preguntaron qué habían comido, ella le dijo que habían tomado el desayuno del avión, luego habían comido en el hotel y por la noche habían cenado en Temple Bar. Los dos habían tomado lo mismo y ella se encontraba perfectamente, pero su marido había empezado a encontrarse mal poco después de la cena.

—¡Tengo que verle! —insistió.

—Pronto —le prometieron.

Caer estudió a la mujer por el hueco que dejaba la cortina. Era menuda, con una buena figura y unos pechos desproporcionadamente generosos, y no pudo evitar preguntarse si serían naturales. Rubia, con unos hermosos ojos azules y una expresión bastante espabilada. ¿Sería una caza fortunas? Y de ser-lo, ¿habría tenido algo que ver en la enfermedad de su marido? ¿Podría alguien fingir, ni siquiera siendo la mejor de las actrices, semejante cara de tragedia?

El médico sugirió que se tomase un calmante, a lo que Amanda asintió, y la enfermera le puso una inyección.

En aquel momento llegó un policía. «Interesante», pensó.

—Dunne.

Caer se volvió. Era el jefe de enfermeras.

—Estás de turno. Te han asignado a la Unidad de Cuidados Intensivos, así que estarás con él. —De acuerdo. Gracias. Su jefe la miró con curiosidad; casi como si se preguntara si la conocía bien, lo cual no era de extrañar. Aquel hospital era enorme, y cualquiera de sus empleados podía coincidir en una jornada laboral con un desconocido.

Pero al final sonrió. Debía haber llegado a la conclusión de que no era la primera vez que la veía.

—Voy para allá —dijo ella, sonriendo a los dos celadores que llegaron para llevarse la camilla, y mientras la conducían a la unidad fue revisando que las vías y el oxígeno funcionasen correctamente.

Había que mantenerlo con vida. No parecía que su vida corriese peligro en aquel momento, pero había que seguirlo muy de cerca.

Zach Flynn estaba profundamente dormido cuando sonó su móvil. Lo que se había iniciado como una tragedia, la desaparición de un chiquillo, había quedado resuelta en cuestión de días. Sam, un muchacho de diez años, estaba enfadado. Su madre había vuelto a casarse y había tenido otro hijo, y el bebé era el que se llevaba toda la atención. A pesar del estado en que se habían encontrado su dormitorio, nadie lo había raptado. Había sido él quien lo había revuelto todo para esconderse después en la vieja cabaña de caza de su padre. Cuando Zach lo encontró, tras localizarlo a través de sus correos y de un amigo con el que chateaba en China, estaba ya decidido a volver a casa. No había calefacción en la cabaña, se había quedado sin comida y la experiencia no le estaba resultando tan divertida como él se imaginaba. Al final, todo había salido bien. La madre de Sam y su padrastro se habían sentido tan aliviados al verlo aparecer que lo recibieron con lágrimas, abrazos y tanto amor que le convencieron de que era tan querido como el recién nacido.

De modo que tras dejar su negocio «verdadero» bien atendido, es decir, la empresa de investigadores privados que tenía con sus hermanos Aidan y Jeremy, había decidido dedicarle unos días de diciembre a su otro negocio: el de los músicos que tocaban por los clubes de Boston. Años atrás había empezado a invertir en estudios de grabación, en los que había producido trabajos de intérpretes desconocidos con su propio sello y después había visto cómo grupos de renombre contrataban sus servicios. Todo ello le servía de descanso tras su trabajo en la policía de Miami, y ahora seguía siendo un buen modo de relajarse tras una jornada laboral como detective privado.

Tenía un talento especial para los ordenadores, una habilidad que desarrollaba a sus anchas en la empresa que regentaban los tres hermanos, ya que era capaz de colarse en cualquier sistema. Su instinto callejero era bueno, y se sentía satisfecho de su vida profesional, aunque no todos los casos terminasen tan bien como el de Sam.

Lo cierto era que algunos de ellos habrían hecho sonreír incluso a una estatua, como por ejemplo cuando la señora Mayfield, o mejor dicho, la compañía petrolífera Mayfield los contrató por una suma desorbitada de dinero para que encontrasen a Missy.

Missy era una gata, a la que encontraron junto a seis bolitas de pelo que su orgullosa propietaria ofreció a los hermanos Flynn como regalo.

La música era su pasión, algo que le palpitaba muy adentro, que fluía con su sangre, que reverberaba en su cabeza y que le limpiaba el alma. Era algo hermoso tras haber visto tanta fealdad.

Así que les había dicho a sus hermanos que el mes de diciembre iba a tomárselo libre para volver a ese mundo en el que nadie se perdía y nadie moría.

Había llegado a Boston la noche anterior, y había decidido dedicarse única y exclusivamente a relajarse. No es que se hubiera emborrachado, porque hacía tiempo que había aprendido que un momento de efervescencia no valía la pérdida del control, pero se había reunido con un grupo de viejos amigos en un pub de la calle State y juntos se habían tomado unas cuantas cervezas. A pesar de ello, oyó el timbre del móvil de inmediato y contestó sin dudar.

—Flynn.

—Zach… ¡Ay, Zach, menos mal que te encuentro! Eddie ha desaparecido y han ingresado a mi padre en un hospital de Irlanda. Iba a irme para allá en el primer avión, pero Bridey dice que no lo haga y mi padre…

—¿Kat?

—Sí, sí, soy Kat. ¡Es horrible, Zach! Tienes que ayudarme. No sabemos lo que está pasando y mi padre está solo allí con ella. Tienes que acercarte y ver qué pasa. Zach, necesito tu ayuda. Y papá también.

—Vale. A ver, tranquilízate y empieza desde el principio. ¿Qué es lo que le pasa a tu padre?

El sueño había desaparecido de golpe. Cuando su propio padre murió, a pesar de que Sean vivía en Rhode Island y los Flynn en Florida, Sean los había apoyado como si fuese su tío, dispuesto a echarles siempre una mano tanto a él como a sus hermanos. Luego él había iniciado una relación con Kat, no romántica sino profesional en el campo de la música. La chica tenía la voz de una alondra y él le había echado una mano en su carrera; había creado un grupo para ella y ahora empezaba a destacar. Era como si tuviera una hermanita pequeña, aunque en la distancia.

—Seguro que ha sido ella —continuó—. Esa brja ha tenido que hacerle algo. Es un monstruo con un teñido espantoso —hizo una pausa para respirar y después pareció más tranquila—. Bridey dice que deberías ir tú para allá ahora mismo para ver qué pasa. Le da miedo que vaya yo, ya sabes cómo es. A lo mejor tiene miedo de que me metan en la cárcel si me cargo a Amanda. ¡Zach, por favor! ¡Tienes que ir tú y traértelo a casa!

—A ver, un momento. En Irlanda hay hospitales estupendos y estoy seguro de que…

—Aquí es donde tiene que estar para que podamos estar a su lado. ¡Por favor, Zach! ¡Te contrato! Estoy asustada. Eddie ha desaparecido y temo que esté muerto, y ahora alguien anda tras mi padre, lo sé. Y tiene que ser ella. Ya sabes que nunca me he fiado y ahora seguro que ha hecho algo.

Volvía a estar hecha un manojo de nervios y las últimas palabras las dijo prácticamente llorando.

—Kat, si Sean tiene problemas, no es necesario que nadie me contrate. Haría cualquier cosa por él. Pero tienes que calmarte. Y Bridey tiene razón: no puedes acusar sin pruebas a Amanda.

—¡Pero es que tengo razón!

—Entonces, debes tener pruebas.

—Mi padre no me creería.

Zach entendía los sentimientos de Kat: Amanda era casi de su misma edad. Pero él no había visto nada en ella que pudiera sugerir deseos de hacerle semejante jugada a Sean. Estaba claro que el hecho de que su padre disfrutara de una situación económica desahogada había jugado en su favor, ya que de otro modo ni siquiera le habría mirado por segunda vez, pero de ahí al asesinato el trecho era muy largo. Sinceramente, le daba la impresión de que esa mujer no tenía el cerebro necesario para planear un asesinato.

Cuando Kat terminó de hablar, Zach se convenció de que tenía razón en una cosa: en ningún caso debía tomar el avión e ir hasta allí, ya que cabía la posibilidad de que acabase entre rejas. Era él quien debía ir. De hecho, tendría que estar ya de camino a Rhode Island, que era donde Eddie Ray y su barco habían desaparecido. Pero Sean estaba vivo en un hospital de Dublín, y tenía que llevárselo de vuelta a casa. Kat estaba demasiado preocupada, convencida de que su madrastra era un personaje siniestro, pero su padre, Dios sabía por qué, se había enamorado de ella, y como también quería a su hija, un enfrentamiento entre ambas podía ser un golpe peligroso en su estado de salud.

Zach recogió el reloj que tenía sobre la mesilla. Podía estar en Dublín a la mañana siguiente. La vuelta dependería de lo bien, o lo mal, que se encontrase Sean.

—¿Y tu padre está en condiciones de viajar?

—Con una enfermera, eso sí. Me lo han explicado con mucha claridad. Por favor, Zach, tráemelo a casa. Y cuando esté a salvo, o al menos en casa, donde yo pueda tener vigilada a esa mujer, podrás ponerte a buscar a Eddie. He hablado con papá y me ha dicho que ha debido comer algo en mal estado, y lo que de verdad le preocupa es el paradero de Eddie. Me basta con que te saques el billete para Dublín. Luego llámame, que yo me ocuparé del resto de detalles. Estás libre ahora, ¿no?

Hubo un movimiento al otro lado de la cama y Zach hizo una mueca. No es que no supiera cómo se llamaba la mujer en cuestión. Sí que lo sabía. Pero no tenían nada en común aparte del hecho de que a los dos les gustase pasar un rato en un bar de luces suaves y buena música después de un largo día de trabajo. Luego habían acabado juntos en su apartamento. Estaba empezando a pensar que estaba destinado a deambular sin rumbo y sin pausa por la vida, centrado en su trabajo, eso sí, pero sin llegar nunca a saber cómo tenía que ser la persona con la que se encontrase al volver a casa.

Al menos, en aquel instante, deseó fervientemente haberse despertado solo.

—Sí, puedo salir hoy. Voy a reservar el vuelo — contestó, sin dejar de darle vueltas a la posibilidad de que algo verdaderamente peligroso estuviera teniendo lugar.

¿Se estaría dejando influir por las opiniones de Kat? Desde luego sabía de la hostilidad de su amiga contra Amanda, si bien intentaba no demostrarla por el bien de su padre.

Era perfectamente posible que Sean se hubiera puesto enfermo sin más, o como decía él, que se tratara simplemente de un caso de envenenamiento por algún alimento que hubiese ingerido. En cuanto a Eddie… bueno, eso sí que era preocupante, pero también cabía la posibilidad de que fuera sólo una broma.

No. Eddie nunca gastaría una broma semejante. Algo tenía que estar pasando, y en cuanto volviera intentaría averiguarlo.

Iba a despedirse de Kat, pero ella le pidió que esperara.

—¿Qué?

—Por favor… Zach, sé que debes estar pensando que estoy loca, pero… es que lo siento. Lo siento en los huesos, Zach. Es como si algo… malo estuviera por ahí fuera. La sombra del mal. Estoy muy preocupada por Eddie, y no puedo permitir que le suceda algo malo a mi padre. No puedo.

—Kat, llegaré lo antes posible, y me lo traeré a casa.

—Está pasando algo verdaderamente malo, Zach. Yo no lo entiendo, pero tengo mucho miedo. Y no soy una cobarde, ya lo sabes.

—Lo sé, Kat. Tranquilízate, ¿vale? Volveré con tu padre.

—¿Y te quedarás con nosotros hasta que se aclare todo esto?

—Sí, me quedaré —le prometió, y tras una breve despedida, colgó.

Se levantó, se dio una ducha y se vistió en el baño. Cuando volvió de nuevo al dormitorio, su compañera de cama se había despertado. Era una joven delgada, de manicura perfecta que debía rondar los treinta.

—Llámame cuando vuelvas a estar por aquí —le susurró.

Debería decirle que sí; eso sería lo más educado. Pero como no quería mentir, no dijo nada.

—No vas a llamarme, ¿verdad?

—No.

Ella se lo quedó mirando. Tenía unos ojos castaños preciosos y en ellos vio brillar el reconocimiento a su sinceridad. Luego sonrió.

—He pasado una noche estupenda. Gracias. Que tengas suerte.

—Lo mismo digo.

Era cierto: habían pasado una noche estupenda, y le deseaba todo lo mejor, pero sus vidas no iban a volver a cruzarse.

Marcó el número del aeropuerto mientras salía y volvió al hotel para hacer el equipaje rápidamente.

El aire era dulce y suave, cargado de aroma a flores, el cielo estaba muy azul y las colinas parecían envueltas en verde esmeralda. Iba descalza. La hierba estaba húmeda, la brisa le alborotaba el pelo y el sol le besaba la nuca; estar viva era maravilloso.

Tenía el latido del corazón en los oídos, y en el sueño echó a correr igual que había corrido en vida. El amor que sentía por la tierra misma le hizo reír. Venía de la ciudad, igual que cuando era niña, libre y fuerte, confiada en que la felicidad la esperaba. Sabía que cuando llegase al otro lado de la colina vería la casita con su tejado de pizarra asentada en el fondo del valle. La chimenea estaría encendida, y por la noche los hombres tomarían cerveza a su calor, cantarían y hablarían del tiempo pasado. La casita estaría llena de aquéllos a los que amaba y de todo lo que había perdido.

Se dio cuenta de que apretaba el paso. Era extraño, aunque también era un placer sentir tanta fuerza en las piernas. Era maravilloso poder correr así, sintiéndose tan viva, tan conectada con la naturaleza, con la hierba bajo las plantas de los pies, el aire, el sol, el sonido lejano de una música, como un canto de sirena animándola a seguir adelante.

Miró hacia atrás, y entonces lo descubrió. Supo por qué corría tan rápido. Por qué tenía que correr tan rápido.

Tras ella avanzaba la oscuridad. La negrura de la noche, de las nubes de tormenta, de las sombras contra el sol.

La dulce música que parecía llamarla dejó paso al estallido de un trueno y supo que tenía que correr porque, como si se tratase de la ola de la marea, la oscuridad se acercaba. En el trueno comenzó a oír el golpeteo de los cascos de los caballos, y cuando se atrevió a mirar de nuevo hacia atrás algo salía de las nubes, adelantándolas.

Era una carroza oscura, grande, bonita y aterradora al mismo tiempo, tirada por caballos negros de elegantes penachos.

Y supo, sin sombra de duda, que se dirigía hacia ella.

Aceleró el paso. Era joven y guapa, y el mundo era suyo.

Vio a alguien allí, delante de ella. Lo conocía, seguro, pero no recordaba quién era. Tenía una sonrisa triste en la cara. No debería estar allí. Era un amigo, no un novio, pero aun así no debería estar allí, no en aquella Irlanda que adoraba desde niña. La saludó con un gesto de la mano y no pudo discernir si le estaba dando la bienvenida o se estaba despidiendo.

Daba igual. Tenía que escapar de la oscuridad, y el único modo era seguir corriendo.

¡Cómo retumbaban los cascos de esos caballos! Tampoco podía decir si aquella enorme carroza pretendía salvarla de la oscuridad o si formaba parte de ella.

Así que siguió corriendo, cobrando velocidad, con el corazón acelerado y los músculos de las piernas ardiendo. Rezó para que la carroza quisiera rescatarla, conducirla a la belleza esmeralda de aquel día y el calor de la casita y de quienes la esperaban allí. El hombre hablaba y aunque no podía oír sus palabras de algún modo presintió que intentaba advertirla.

—¿Eddie? —lo reconoció.

—No pasa nada, Bridey. Ahora ya estoy bien. Estoy bien aquí. Pero tienes que cuidarte de las sombras y del aullido del viento.

—Eddie, por amor de Dios… ¿qué ha pasado?

—Ojalá lo supiera. He visto la sombra.

Y comenzó a alejarse de ella. Las sombras empezaban a engullirle y no podía permitirlo, de modo que echó a correr de nuevo.

Angustiada, pero viva, desesperadamente viva.

Podía sentir el rocío bajo los pies, la fuerza que empujaba a sus músculos. Corazón, pulmones, mente. Era tan bueno estar viva…

Bridey O’Riley se despertó sobresaltada.

Aún no había abierto los ojos cuando sintió que la artritis le agarrotaba las manos y le curvaba la espalda aun estando en la cama.

Ah, sueños.

En los sueños una podía volver a ser joven y hermosa. De vuelta en la Irlanda de su juventud, lejos del caos de la ciudad, era sólo una muchacha jugando en la hierba de la colina y soñando con el amor.

Sonrió al ver que la luz del día se colaba por la ventana. Ya no iba a bajar corriendo por las colinas, ni a corretear sobre la hierba verde de la Irlanda de hoy. Su hogar de entonces formaba parte también de la distante juventud. Si pudiera levantarse y mirarse al espejo no encontraría unos ojos brillantes, ni una sonrisa radiante, ni piel de porcelana, sino a una mujer vieja, arrugada y ajada, una mujer que había vivido, que había sobrevivido a la tragedia, había conocido el éxtasis, y que ahora sabía que la muerte no podía estar muy lejos. Miró por la ventana y vio rocas, más grises aún a la luz del invierno, desgarradas y cortantes, puede que incluso hermosas. Aquello era América, la costa de Rhode Island, el lugar que ahora era su hogar.

Un hogar magnífico, por cierto. Sean William O’Riley había conseguido que su familia se sintiera orgullosa de él. El mar era su herencia, le corría por las venas, y había llegado a aquella costa de granito para ganarse la vida como patrón de hermosos barcos con altos mástiles y airosas velas. Vivían en una majestuosa casa y el respeto que le había mostrado cuidando de ella durante todos aquellos años, era prueba de que era un hombre bueno.

También era un gran trabajador, socio de Cal y Eddie Ray… la sonrisa se le borró de los labios al recordar que había visto a Eddie en su sueño. Y Eddie Ray había desaparecido.

Uno de los mejores capitanes del Eastern Seaboard, había salido con su barco favorito, el Sea Maiden, y no habían vuelto a saber de él. Había desaparecido.

Pero estaba en su sueño, de pie ante la casita advirtiéndole de algún peligro, aunque aparentemente no había razón para que él estuviese allí, dado que siempre había vivido en Estados Unidos.

En aquel momento se abrió la puerta de su habitación y Kat apareció tras ella, como si fuera el mascarón de proa que abriese paso a la quilla entre las olas. Catherine Mary O’Riley, su sobrina nieta. Era hija de Sean, y tan joven y hermosa como ella lo había sido tiempo atrás.

—¡Ay, tía! —exclamó la joven, angustiada. —¿Qué ocurre, niña? —preguntó, incorporándose. —Han encontrado al Sea Maiden flotando solo junto a una de las islas.

Bridey sintió que se le encogía el corazón. ¿No acababa de ver a Eddie, el capitán de ese barco, en una cañada en Irlanda, un lugar en el que no debería estar?

¿Y no le había puesto sobre aviso, él a ella, sobre la oscuridad?

—¿Y Eddie? —preguntó asustada, temiendo la respuesta.

—No hay rastro —contestó Kat con los ojos llenos de lágrimas—. Ha sido ella —añadió, mirándola fijamente—. Esa zorra. No sé cómo, pero Amanda ha tenido que hacerle algo.

—¡Vamos, hija! Ni siquiera a tu madre le importaría que tu padre encontrase la felicidad con otra mujer.

—¡Pero Bridey, eso es una tontería! Amanda tiene cinco años más que yo. Se casó con mi padre por su dinero, y tú lo sabes. Y ahora papá está ingresado en un hospital de Dublín y el barco ha aparecido, pero no hay ni rastro de Eddie. Y sé, lo sé tía, que ha sido cosa suya…

—Es imposible, hija. Tu padre está en Irlanda, y Eddie desapareció justo antes de la fiesta. Amanda estaba con tu padre ese día, ya lo sabes.

—No me importa. Sé que ha sido ella… aunque no pueda decir cómo. Ha envenenado a mi padre — insistió—. Es malvada. Pura maldad.

—Tranquilízate, Kat.

Bridey intentó que su rostro no la traicionara, pero la cabeza le funcionaba a toda velocidad. ¿Por qué demonios se habría empeñado Sean en casarse con esa chica… esa… esa… tía buena tonta decían, ¿no? Pero no podía decírselo a Kat, no fuera a empeorar las cosas.

—No te preocupes, cariño. ¿No me habías dicho que ibas a pedirle ayuda a Zach?

Kat asintió.

—He hablado con él esta mañana, y se pondrá en camino hoy mismo —sonrió—. Y fuiste tú quien me sugirió que le pidiese ayuda.

—Y esta vez has hecho bien en escucharme. Ya verás como él se trae a tu padre a casa.

Menos mal que había conseguido convencerle, porque siendo Amanda la mujer de Sean era ella quien cortaba el bacalao, y que Kat se presentara allí con semejantes acusaciones no serviría para mejorar la situación. Y no sólo eso: si había algo que descubrir, si de verdad había existido una amenaza, Zach tenía la formación necesaria para enfrentarse a ese tipo de cosas.

—Debería estar junto a mi padre —murmuró.

—Pero estás conmigo —respondió Bridey, sonriendo—. Y doy gracias a Dios por ello. Zach traerá a casa a tu padre y llegará al fondo del asunto, te lo prometo.

Pero Bridey sabía que no encontraría a Eddie. Al menos, con vida.

Había visto el coche de caballos tirado por dos animales negros con penachos también negros.

Eddie estaba muerto.

Y el cochero de la Muerte seguía acechando.

2

—Deberías verlo en Navidad —dijo Sean O’Riley, y los ojos le brillaron al recordarlo a pesar de la debilidad que le tenía postrado en la cama del hospital—. Estamos en la costa, así que no hay garantías de que nieve, pero el tiempo es siempre frío y vigorizante, con la brisa siempre perfecta. Es tan hermoso…

Caer sonrió. Era impresionante el vigor de un hombre de su edad. Que se lo hubieran asignado a ella había sido una suerte. Sean conservaba una hermosa mata de pelo plateado y la miraba con los ojos tan brillantes como el mismo cielo de Tara. Si según él en Navidad el tiempo era frío y vigorizante, lo más probable es que a la gente se le congelaran las orejas. Le gustaba aquel hombre, oírle contar la historia de su vida. Había nacido en Dublín, en el mismo hospital en el que estaba ingresado, pero su hogar quedaba ahora al otro lado del océano Atlántico, en una ciudad llamada Newport, en Rhode Island,conocida por sus inviernos gélidos capaces de tumbar a cualquiera. No llevaba ni un día de vuelta en Irlanda cuando al pobre lo habían tenido que ingresar por urgencias, pero el acento irlandés estaba tiñendo de nuevo su dicción, a pesar de los años que llevaba lejos.

—Seguro que es una ciudad preciosa —le dijo.

Él asintió satisfecho, pero tuvo que cambiar de postura con una mueca de dolor. Tenía una complexión fuerte y había abandonado enseguida la UCI. El doctor Morton, especialista en medicina interna, sospechaba que había sufrido alguna clase de envenenamiento, pero Sean había comido las mismas comidas en los mismos lugares que su mujer, y la inspección que había sufrido el restaurante en el que cenaron había arrojado el resultado de que no había bacterias contaminantes. Amanda estaba bien. De hecho se encontraba en el spa del hotel en aquel momento, según ella porque necesitaba desprenderse de la tensión que soportaba por la enfermedad de Sean.

Su marido tenía setenta y seis años; ella, treinta y uno.

Es decir, que su estómago era cuarenta y cinco años más joven que el de Sean y quizás eso la hubiera salvado. Aunque tampoco los médicos estaban seguros al cien por cien de qué había enviado a Sean al hospital. Le habían hecho pruebas de corazón, escáneres, pero no habían encontrado nada determinante. Estaban satisfechos de sus progresos, pero aún estaba débil como un gatito, y seguían sin poder determinar qué le había provocado tanto dolor.

—Ha sido muy agradable volver a Irlanda —comentó, y luego sonrió—. A pesar de esto, claro — añadió con un gesto que incluía la habitación del hospital y los monitores que seguían controlando sus constantes—. Hemos ido a una obra fantástica de Brendan Behan, El huésped, en el teatro Abbey. Afortunadamente era una sesión matinal.

—¿Es la primera vez que vuelve desde que se marchó? ¿Cincuenta años han pasado ya?

Movió despacio la cabeza. Parecía pensativo.

—Caer —dijo, pronunciando correctamente su nombre, kyre—, es tan fácil dejarse llevar por la vida, hacer planes… pero bueno, al menos he conseguido volver. ¿A que tú no has estado nunca en Estados Unidos?

—No —admitió sonriendo—. No he estado. Siempre tengo tanto que hacer aquí. —Las enfermeras tienen siempre mucha demanda.

—Es cierto —contestó con una punzada de culpa.

—Antes al menos era así: había miles de enfermeras y curas irlandeses, pero ahora dicen que la economía ha mejorado mucho aquí y ya no necesitan irse allí en busca de trabajo.

—No se me había ocurrido pensarlo. Lo cierto es que yo siempre he tenido mucho trabajo aquí.

—Pues algún día deberías ir, y no sólo a Nueva York o California, sino a Rhode Island. Te gustaría. Tenemos paisajes maravillosos y una gran cantidad de historia y cultura. Yo me fui porque mi abuelo había muerto y mi padre quería quedarse aquí. Entendía bien a mi padre, e incluso compartía sus sentimientos si quieres que te diga la verdad, pero mi abuelo había construido una maravillosa casa y había puesto en pie un negocio del que alguien tenía que ocuparse y hacerlo llegar a ser una empresa fuerte y que diera beneficios. Y así lo hice. Cuando vi la casa en lo alto de un acantilado, muy por encima del nivel del agua, batida por el viento… bueno, supe que era el hogar que siempre había buscado. Mientras que aquí… el mundo avanza, y eso es bueno para Dublín, pero en Newport me encuentro con el pasado. Cuando no estoy en el agua, me dedico a seguir las sendas de los revolucionarios. ¿Has oído hablar de Nigel Bridgewater?

—¿Quién?

Sean se rió.

—No, claro que no. Además Nigel murió demasiado pronto como para que su nombre aparezca en los libros de historia. Fue un gran patriota. Se echó al mar una noche en secreto para llevar una partida de armas al ejército continental. Tenía sólo veintiséis años y decían de él que era capaz de navegar por las peligrosas aguas de Nueva Inglaterra como un pez. Pero lo atraparon los británicos y fue ejecutado. Durante años Eddie y yo… Eddie es mi socio desde el principio, hemos intentado seguir su pista. Al parecer, sabía que los británicos le seguían de cerca y se las arregló no sólo para esconder su tesoro, que consistía en fondos para los buenos patriotas, sino también despachos, cartas que contenían nombres que habrían conducido a sus compañeros a galeras por espionaje. Puede que te parezca una tontería, pero para mí ha sido siempre una pasión intentar desvelar misterios históricos.

Sean la miró y ella se encontró con la mirada de un hombre que se había pasado la vida trabajando duro, un hombre con brío y energía, un buen hombre.

Pero de pronto su mirada se volvió hosca y dijo obviamente preocupado:

—Tengo que salir de aquí. He de volver a casa ahora mismo.

Caer lo miró con curiosidad:

—Sé que no conozco su negocio, pero ¿por qué necesita volver a casa con tanta rapidez? Sabe que supondría un riesgo para su salud, que los médicos aún no han determinado por qué está tan enfermo.

—¿Que por qué tengo que volver? —preguntó, como si la respuesta fuese obvia—. Porque Eddie ha desaparecido.

—Su socio.

—Uno de mis socios. Cal es el otro, pero es joven y no lleva mucho con nosotros. Pero Eddie… él y yo nos asociamos justo después de llegar al país y me ayudó a modernizar el negocio. Añadimos cruceros con cenas durante todo el año y trabajamos como negros para sacarlo todo adelante. Vivía en una casita pequeña cerca… bueno, pequeña para lo que es normal en Newport, y trabajamos como perros ocupándonos del mantenimiento de los barcos, patroneándolos, ocupándonos del papeleo por las noches —sonrió y siguió hablando—. Eddie… él vivía mis sueños conmigo. Mucha gente me dijo que estaba loco. Sigo estándolo, pero como me he hecho rico, ahora soy un excéntrico, y sigo estudiando el pasado. Eddie y yo hemos seguido la ruta Bridgewater. Navegaba en dirección sur con despachos para el Congreso Continental y una saca llena de monedas inglesas, y consiguió ocultar ambas cosas antes de que los británicos lo atraparan. Lo colgaron antes de que desvelara el secreto de dónde lo había ocultado todo. Eso sí que es valor. Y honor del bueno. Siempre he soñado con descubrir dónde escondió su tesoro, e incluso me gustaría escribir un libro sobre ello —se echó a reír—. En fin, que no soy más que un viejo charlatán que se aprovecha de una joven guapa a la que no le queda más remedio que escucharme.

—Qué va. Sus historias son fascinantes.

—Pero tienes más pacientes.

—Hay suficiente personal en esta planta, así que no se preocupe, de verdad. Y si alguien me necesita, no le quepa duda de que me encontrarán.

Y es que de verdad le parecía una historia fascinante. Le caía bien aquel hombre, y le gustaba sentarse un rato a charlar con él. Lo único que no acababa de explicarse era por qué habría decidido casarse con una mujer como Amanda, pero ¿quién era ella para juzgar a nadie?

—Estoy preocupado por Eddie —dijo con una profunda tristeza en los ojos, pero al ver que ella lo notaba intentó hacerse el fuerte—. Es que… tengo la impresión de que le ha pasado algo, y tengo que averiguar la verdad. Se lo debo. Han encontrado su barco, pero ni rastro de él. Tengo que volver. Debería haberme imaginado que pasaba algo cuando vino todo el mundo a despedirnos menos él. Nunca se hubiera perdido una fiesta, y menos ésa. Tiene que haberle pasado algo. No sé… puede que haya decidido ocultarse.

—¿Ocultarse? ¿Por qué?

Sean hizo un gesto vago con la mano.

—¿Quién sabe? Sólo sé que tengo que volver a casa, aunque también sé que no voy a encontrar a una enfermera como tú en ninguna parte.

Caer le dio la razón en silencio. No, nunca encontraría a una enfermera como ella. Mejor cambiar de tema:

—Hábleme de su familia.

—Mi familia… es lo único que importa al final.

Sus palabras la conmovieron. Ojalá ella perteneciera a la familia de alguien y oyera a una persona hablar de ella con tanto amor. Nunca había conocido de verdad una familia.

—Me estaban llamando cuando vine.

—¿Perdón?

—Es un poco raro, pero cuando me trajeron aquí, al hospital, pensé que estaba soñando, pero yo volvía a ser un niño que correteaba por las colinas. Había olvidado lo acertado del nombre que le dan a estos lugares: la isla esmeralda. Soplaba fuerte el viento, casi aullaba, y yo corría hacia la casita en la que crecí como si fuera un chiquillo que volvía a casa. Oí a alguien, creo que era mi madre, cantando una antigua canción irlandesa en gaélico. El sol se estaba poniendo, pero había fogonazos de luz aún, a pesar de que caían las sombras, pero yo sentía miedo de la noche aunque sabía que no debería sentirlo. Todo estaba precioso y tenía la impresión de poder seguir corriendo sin cansarme. Pero entonces oí la voz de mi madre y de pronto me vi a mí mismo en el hospital y sentí que tenía que luchar, que tenía que vivir. Tenía que vivir para volver a casa, junto a mi hija.

—Ah.

—¿Caer?

Sobresaltada se volvió a la puerta. Era Michael. Llevaba una bata blanca con su nombre, doctor Michael Haven, bordado en el bolsillo.

—Discúlpeme —le dijo a Sean.

—Ay, Dios, perdóname por robarte tanto tiempo.

—Que no se preocupe, que no pasa nada —dijo poniéndose en pie y apretándole la mano con una sonrisa—. Vuelvo en un rato.

—Hasta luego, preciosa. Mientras charlaré un rato con la familia —añadió, señalando la foto que tenía junto a la cama.

Tuvo que echarse a reír, aunque ver aquel feliz grupo le hizo sentirse… como si de verdad se estuviera perdiendo algo importante. Sean aparecía en la foto rodeando los hombros de una joven de alrededor de veinte años que lo miraba con la adoración que sólo siente una hija por su padre. Al otro lado de Sean había tres hombres altos, y guapos también, que parecían emparentados. Sean le había dicho que eran hermanos. Una mujer mayor sentada en una silla completaba el cuadro. Era Bridey, la tía de Sean, que vivía con él.

Bridey tenía los ojos azules y brillantes de Sean y su hija. Su expresión denotaba una mezcla de sabiduría, amabilidad y compasión. Caer tenía la intuición de que aquella mujer le caería bien si en algún momento llegase a conocerla.

Pero era el hombre que quedaba más cerca de Sean el que siempre llamaba su atención.

Debía medir un metro ochenta y seis, el pelo castaño claro, unos ojos que parecían mirar con franqueza y que daba la impresión de que la miraban precisamente a ella. Cada vez que contemplaba la fotografía le sorprendía la emoción que le aleteaba en el corazón. Estaba segura de no haber visto unos ojos como aquéllos. No eran azules, pero tampoco eran verdes, sino que brillaban con el color del agua del Caribe sobre una piel tostada. Eran de mirada penetrante, arrebatadora, y, a pesar de tratarse de una fotografía, parecían calibrar a quien los miraba.

En un principio pensó que era el yerno de Sean, pero él le había dicho que no, que los hermanos Flynn eran como los hijos que nunca había tenido.

—Está de camino —le dijo Sean en aquel momento.

—¿Cómo dice? —preguntó un poro azorada.

—Zach Flynn. Kat le ha convencido para que venga y me acompañe hasta casa —suspiró—. Parecemos una gran familia en esa foto, ¿verdad? Pues no te lo creas, porque cuando te casas con una mujer joven todo el mundo piensa que sólo va tras tu dinero. —Eso son sólo cosas que se dicen. Seguro que al final todo saldrá bien.

Caer sabía que esas palabras estaban ya ajadas, pero era la clase de cosas que se decían en un hospital.

—¿Caer? Volvió a oír su nombre. Era Michael; ya debería haberse ido tras él. —Disculpe —volvió a decirle a Sean, y se marchó.

Michael entró en un despacho y esperó a que entrase ella para cerrar la puerta. Luego se colocó al otro lado de la mesa.