Reino de papel - Victoria Resco - E-Book

Reino de papel E-Book

Victoria Resco

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Beschreibung

LA PERSONA QUE ASPEN VANN MÁS ODIA, NO ES OTRA QUE ASPEN VANN. Para quien la mire no es otra cosa que perfecta e inquebrantable. Popular. Bonita. Inalcanzable. Toda una profesional de la mentira. Pero cuando todo a su alrededor se vuelve un caos y los muros que tan perfectamente ha construido en su interior comienzan a resquebrajarse, un chico y su gato malhumorado entran como un rayo de sol a su cielo nublado y ponen su vida de cabeza. Aaron llena sus días de color y ruiseñores. Le muestra caras de sí misma que no sabía que tenía. Que la aterran. Que la increpan. Que la hacen desear ser esa chica que nunca creyó poder ser. ¿Podrá una nueva Aspen surgir de entre tanta oscuridad y tantas mentiras?

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ARGENTINA

VREditorasYA

vreditorasya

vreditorasya

MÉXICO

vryamexico

vreditorasya

vreditorasya

A Cori e Irda, que un día me regalaron un libro sin saber que me estaban cambiando la vida.

–Me dijiste que eras una persona terrible –me dijo de la nada, como si hubiera estado toda la vida conteniendo ese pensamiento y ya no pudiera hacerlo un segundo más.

Le di un sorbo a mi bebida, intentando aparentar una tranquilidad que no estaba ni cerca de sentir.

–¿Y? –Tenía el corazón en la boca, palpitando agitadamente y temía que, de decir algo más, fuera a caérseme y a quedar latiendo, expuesto como un mórbido centro de mesa.

–Yo creo que una mala persona nunca hubiera hecho lo que hiciste.

–¿Pisar el acelerador antes de que pudieras invitarme a salir?

–Espera, ¿sabías que iba a invitarte a salir?

–No es el punto.–Palabras tan secas que podrían haberhecho creer a cualquiera que el desierto del Sahara era un paraíso tropical–. Además, ya te dije: esto es una salida de amigos. –Él sonrió, a pesar de mi clara negativa. Me detesté por la forma en la que apuré las palabras; nunca había sonado menos convincente.

Podría haber dejado pasar mi desliz, pero no me sorprendió que no lo hiciera: su actividad favorita parecía ser descolocarme, y era más que excelente en ello.

–Ya olvidé el punto.

–Recuérdalo.

–Ah, ¡eso! –Lanzó una carcajada, pero luego se puso serio. O todo lo serio que podía ponerse; una única vez lo había visto sin sonreír. Me pregunté si le dolería la cara–. No eres una persona terrible, aunque tenías razón con lo de ser amargada.

Esta vez, me tocó a mí sonreír, pero nunca estuve tan en desacuerdo con algo como con su declaración. Me intrigaba. Odiaba admitir lo mucho que me intrigaba su sonrisa.

–¿Por qué?

Destelló en sus ojos ese brillo relajado, pero una vez más vi en ellos el vestigio sombrío de una tristeza que parecía no tener fondo. Como si lo hubiera imaginado, las esquinas de sus labios se curvaron y su luz iluminó nuestro cubículo.

–Todo lo que hiciste. –Sabía perfectamente lo que abarcaba ese "todo", y eso solo me hizo sentir más culpable–. Eso es algo que ninguna mala persona hubiera hecho.

Y así fue como finalmente me reí. De verdad. Sin importarme perder la apuesta. Me reí porque él parecía tan convencido que cualquiera le hubiera creído. Me reí porque de todas formas ya había perdido y, sobre todo, porque nunca había tenido tantas ganas de llorar.

Llorar en público era, probablemente, lo que más odiaba en la faz de la Tierra. Llorar, en líneas generales, era casi igualmente odioso, pero exponerlo ante todos, que te miraran con esas expresiones de pena e intriga, como si ellos fueran a entender algo, como si ellos pudieran, con sus palabras empalagosas, hacer una diferencia... eso lo hacía peor.

Así que no lloré. Contuve las lágrimas que me escocían los ojos como si mi vida dependiera de ello.

No recordaba la última vez que las emociones me habían sobrepasado de esa manera, como una estampida desenfrenada, pisoteando mi cuerpo sin piedad. Sentimientos vertiginosos que me retorcían las entrañas con tanta violencia que no llegaba a convertirlos en furia. La furia era un sentimiento sencillo, había aprendido eso hacía mucho tiempo. También aprendí que todo –miedo, desagrado, inseguridad, dolor– podía traducirse al lenguaje de la ira, y la ira era increíblemente similar a la indiferencia.

Saber eso hacía más frustrante no poder rearmarme. Tantos años deformando sentimientos y esculpiendo furia, y sin embargo sentía que había sido la más estúpida de las pequeñeces la que me había dejado hecha un lío.

Era pequeño, o lo había sido al principio, como todas las cosas que duelen y todas las cosas que toman desprevenidas a las personas: una inundación empieza con una gota, un terremoto con un temblor, una muerte con una exhalación y, por supuesto, un sentimiento con un error. En mi caso, hubo muchos errores y de golpe había también muchos sentimientos, demasiados.

Demasiados sentimientos. Demasiado altos. Demasiado caóticos.

Demasiado aterradores.

Las preocupaciones que me nublaban la vista serían poco más que recuerdos distantes en seis meses. Ese momento de mi vida era tan solo un medio para un fin; con la universidad a la vuelta de la esquina, tenía cosas que merecían mucha más atención que los hechos que me habían llevado al bullicioso parque en el que me encontraba.

Y a pesar de que me repetía eso una y otra y otra vez, la frustración, la ansiedad y la culpa me hacían jirones el estómago, y yo me lo envolvía con los brazos, como si fuera poco más que un malestar pasajero.

Tanto empeño en distraerme de mi interior puse, que mi desconexión con el exterior –el ruidoso parque de juegos, con niños correteando y madres que los seguían, algún que otro corredor o ciclista cuyo trayecto zumbaba a mis espaldas, el cielo despejado y brillante de las cuatro de la tarde, el incómodo banco de piedra sobre el que me había desmoronado– me tomó por sorpresa. Tenía los ojos fuertemente cerrados, sin ser consciente del dolor de cabeza que esto empezaba a provocarme, cuando el desliz de un sujeto peludo contra mi tobillo me sobresaltó. Sin embargo, mi único movimiento fue un rápido parpadeo, que me reveló a un gato gordo y de pelaje atigrado en marrones y negros. Lo más llamativo era el collar que llevaba, del cual colgaba una correa con el extremo roído. Mi cuerpo se paralizó completamente. El cabello se me había caído como una cortina a los lados de la cara, pero no me animé a moverme ni para correrlo. Sin importar cuantas veces me hubieran hablado de gatos y perros y el cariño nato de los animales domésticos, mi cerebro no tenía lugar para razonamientos lógicos en ese momento. Nunca había estado frente a uno, menos todavía con uno así, que parecía magnetizado alrededor de mis botas.

Entonces una segunda voz, casi tan suave como el pelaje del animal, se coló entre la de mis pensamientos.

–¡Kai! –Tres letras cargadas de alivio me acariciaron mientras su dueño se acercaba a donde el gato y yo nos encontrábamos. Unas manos varoniles, con dedos largos manchados con infinidad de colores, irrumpieron en mi campo de visión para hacerse con la bestia, pero parecía totalmente negada. Solté un chillido cuando se escurrió entre mis tobillos, impulsándose con un solo salto hacia mi regazo. Instintivamente, el desconocido se alejó un par de pasos, sus manos desaparecieron de mi vista, como si las hubiera alzado en señal de rendición–. Le agradas –soltó, y estaba segura de que sonreía, pero mis ojos estaban clavados en el animal, temiendo que me atacara ante el más mínimo despiste–. A Kai no le agradan muchas personas –continuó con su explicación–, como habrás notado.

Yo, que había estado al borde del llanto tan solo unos segundos antes de esto, a duras penas podía procesar sus palabras. Cuando alcé la vista para encontrarme con la del desconocido, con el único objetivo de que se llevara a su gato de mierda y a su palabrerío incesante, el nudo en mi garganta se asentó.

Primero caí en la cuenta de que tenía unos ojos preciosos, de color avellana, rodeados por un halo de pestañas densas que los hacían infinitamente profundos. Luego, en que tenía unos rasgos trazados delicadamente, con una nariz perfilada y unos pómulos remarcados, bronceados por lo que parecían horas al sol. Tanto estos, como sus manos y la mata de desprolijos rizos castaños que le caían sobre la frente, estaban salpicados con pintura amarilla y naranja. Por último, vi una sonrisita despreocupada que tembló un poco, desdibujándose en una mueca de incertidumbre al ver mi rostro.

Podía imaginarlo perfectamente. Toda la vida había tenido el mismo evidente problema que se sumaba al del llanto. A diferencia de muchos afortunados, cuando la congoja se hacía demasiado fuerte y me empeñaba en esconderla, manchas rojas tomaban mi rostro y resaltaban mi palidez. Rodeaban principalmente mis ojos irritados y mi nariz, pero no era mucho mejor sobre las mejillas o la barbilla. Mamá me dijo una vez que hacía que mis ojos se vieran tétricos, casi translúcidos.

Pero, como lo último en lo que quería pensar era en mi madre y sus terribles consejos para la triste niña de seis años que fui una vez, parpadeé rápidamente para alejar las lágrimas, logrando una imagen más clara –y no por ello menos atractiva– del chico frente a mí.

–Si esto es por Kai, juro que es un santo. No te asustes. –Noté que tenía el otro extremo de la correa del gato enredada entre los dedos y su voz había adquirido un tono que iba entre el consuelo y la gracia pero que, tal vez porque estaba demasiado conmocionada como para admitir más sentimientos en mi sistema, no me molestó tanto como debería. De hecho, tenía una voz casi relajante–. Simplemente odia la correa.

–¿Un gato con correa? –No era exactamente lo que tenía planeado decir, pero me conformé con que mi voz no temblara. En mi garganta parecía haberse atorado una montaña de rocas filosas: una por cada lágrima que me negaba a soltar.

Él se encogió de hombros y, como si mis palabras hubieran sido una invitación, tomó asiento a mi lado. El gato emitió un rugido patético que, si bien no surtió efecto en el invasor, tensionó todos los músculos de mi espalda.

–Si fuera por él –explicó el desconocido girándose hacia mí con una sonrisita carismática–, solo se levantaría para comer. Así que cuando empezó a engordar, llegamos a la conclusión de que había que hacer algo al respecto. Ya ves, a Kai no le pareció la mejor opción –dijo, cabeceando hacia la mitad de la correa rosa que sostenía–; es la segunda que rompe.

No parecía en absoluto avergonzado de estar paseando un gato gordo y malhumorado con una correa como si este tuviera complejo de perro, así que no se lo hice notar. Además, comenzaba a relajarme en la compañía del felino. Casi lo suficiente como para olvidar la causa de mi conmoción.

Casi. Pues en el fondo de mi cabeza revoloteaba vívidamente el recuerdo de la chica asustada en el suelo. Ella, a diferencia de mí, no había tenido la fuerza para bloquear el llanto, y se le había escapado a sacudidas del cuerpo. En un momento llegué a pensar que iba a partirse en dos si seguía llorando así, forcejando contra las manos que tiraban de ella.

–No puedo creer que se esté dejando acariciar –la voz del desconocido me obligó a girar, volviendo a encontrar sus ojos, que parecían más sorprendidos de lo que yo estaba al verme deslizar los dedos índice y anular por la cabecita del gato–. Creí que odiaba a todo el mundo. Ahora empiezo a creer que solo me odia a mí.

Me fue imposible no esbozar una sonrisa, por más débil que esta fuera, ante la forma en la que se reía de sí mismo. Me hubiera gustado tener ese poder.

Sus espesas cejas se alzaron con indignación fingida.

–¿Te divierte? –Estaba sentado en el extremo opuesto del banco, lo suficientemente lejos como para ser respetuoso y a su vez poder hablar en un tono moderado.

–¿Que tu propio gato te odie?

–Puesto así es un poco patético, ¿no?

–Un poco.

–Al menos mi gato y su odio a mí te distrajeron.

Pero por más verdad que hubiera en esas palabras, el recuerdo me volvió a sorprender, y mi concentración volvió al felino. Estaba totalmente derretido en mi regazo. Me sorprendió el consuelo que esa bola peluda podía traerme. Tal vez era porque teníamos el mismo humor nefasto y el mismo deseo de escapar.

El chico soltó un “maldición” por lo bajo, como si le avergonzara aplicar ese vocabulario, y enseguida se disculpó.

–Lo siento, tal vez lo mejor hubiera sido no mencionarlo. No estoy acostumbrado a consolar chicas en parques.

–No me digas. Se te da de lujo.

Sus ojos se iluminaron.

–¿De verdad?

–No –mentí, disfrutando del bufido irritado que dejó salir al apoyar sus antebrazos en las rodillas–. Pero no es que yo necesitara consuelo.

–¿Entonces llorabas por hobby? –se mofó.

–No lloraba.

Excelente respuesta, Aspen. Simplemente excelente.

–Ah, ya veo –contestó con evidente burla–. ¿Se puede saber por qué no llorabas, entonces?

Y aunque pretendió ser un chiste, me costó Dios y ayuda no romperme completamente cuando abrí la boca para contestar y se me escapó un ruidito tan penoso como el intento de rugido del gato en mis piernas.

Me pegó con fuerzas renovadas la visión de mis amigas, esas que hacía no tanto parecían lo mejor de lo mejor, derramando como agua insultos sobre la chica pelirroja. Si bien Fallon y el resto del grupo habían mostrado comportamientos similares otras veces, nunca habían llegado a ser más que un par de empujones y breves insultos, y aunque nunca me regodeé en ellos o participé, tampoco intervine, quedándome a un lado con una sonrisita de suficiencia ligera pero notoria como para que no me criticaran por amarga.

Pero, antes de hoy, no habíamos sabido con quién engañaba a Fallon su novio. Al descubrirse que era nada más y nada menos que con la pelirroja un curso por debajo de nosotras, a nadie se le ocurrió que Fallon debería cortar con Darren Wes. Eso sería una locura.

Lo que había que hacer era mucho más obvio y sencillo. Hablaron de ello como cuando íbamos de compras: con sonrisas de diversión y chillidos excitados, y cuando tocó el timbre de la última hora, sorprendimos a la pelirroja. Me alegré de no haber prestado atención mientras planeaban todo, porque no estaba segura de haber podido pararme a un lado mientras Maggie y Ashleigh la empujaban, tomándola una de cada brazo, dejando paso libre al puño de Fallon.

Un estremecimiento me rebanó la columna.

–Ey, ¿qué pasa?

Me molestaba. Me molestaba de una manera retorcida que un extraño pareciera más preocupado por mí de lo que nadie lo había estado nunca antes, y me molestaba que no pudiera contenerme y mostrarme erguida y aguda como siempre. Estaba hecha un completo desastre. Y lo que más me pesaba de todo eso, era que ni siquiera tenía las fuerzas para enojarme con él o mentir. De todas formas, ¿qué tanto más bajo podía caer?

–Soy una persona terrible –solté, sin animarme a desviar mi vista del animal y aprovechándome de la privacidad que ofrecía mi pelo al caerme alrededor del rostro en mi encorvada postura. De verme así cualquier compañero de clases, mi reputación moriría. Pero ahora mismo, había pocas cosas que me importaran menos.

–Estoy seguro de que todos nos sentimos así en algún momento. –Su serenidad era contagiosa, peligrosamente adictiva. Por supuesto, él no lo entendía. Era el tipo de chico que se paraba a animar a una fracasada solitaria en un parque lleno de niñitos. Dudaba que supiera lo que se sentía ser mala persona.

Pero me callé esos pensamientos limitándome a negar con la cabeza. Me violentaba la mera idea de compartir la horrible causa de mi estado con él. A pesar de ser un desconocido, era fácil ver en él la calidez del trato que emanan quienes viven de actos amables, y aunque por dentro supiera lo estúpido que era, no quería que él confirmara la verdad de mi afirmación. Solo quería que dijera algo, aunque fuera alguna tontería sobre el gato que ahora estaba profundamente dormido sobre mi falda de estampado escocés.

Lo miré –siendo sincera, no podría explicar por qué lo hice– y, por una fracción de segundo, creí ver en su mirada algo más que la comprensiva pena de un buen chico. Algo que esperaba, debajo de la pintura que le salpicaba las mejillas, de forma inquietante. Quería decirle algo más, pero temía que al hacerlo se desatara mi garganta y colapsara el débil dique que contenía mis lágrimas.

Para mí suerte o desgracia, no llegué a definir su abatimiento ni a abrir la boca, porque el irritante chirrido de su celular nos sobresaltó a ambos.

Él levantó la cadera en un movimiento un tanto forzado para poder sacarlo del bolsillo delantero de sus jeans. Me sorprendió el contraste del dispositivo moderno con sus prendas: una sudadera grande y de apariencia suave por años de uso, jeans desgastados y, como si fuera poco, unas Vans que parecían haber sido atacadas por un ejército arcoíris que apenas permitía distinguir su color negro original.

Con un rápido toque y evidente apuro, lo silenció. Noté con esa acción que sus manos también estaban manchadas con pintura celeste.

Sus ojos volvieron a mí y casi me creí que realmente lo lamentaba cuando habló.

–Alarma –explicó, como si me mereciera saber el motivo de la interrupción–. Aunque me encantaría dejarte el gato, hay chances de que en casa me maten si lo hago. –Me dio un giro inesperado el corazón al verlo deslizarse hacia mí sobre el banco–. Así que disculpas adelantadas por el posible alboroto. –No entendía de qué hablaba y estuve a punto de sacar el gas pimienta de mi bolso cuando sus manos atacaron al gato, despertándolo de su pasivo sueño con un maullido furioso digno de un león.

El gato, paranoica, lo único que quería era tomar su gato. Mi propio reproche por poco me hace bufar, tanto de alivio como frustración. No era tan irracional mi instinto. A todos nos enseñaban desde chicos a desconfiar de los desconocidos.

Volví a mirarlo y acepté la ridiculez de mi pensamiento al verlo sostener al gato, que repartía arañazos a diestra y siniestra, lo más lejos posible de su rostro mientras lo retaba como si se tratara de un niño revoltoso. “No. Malo. Kai, malo. ¿Conque así van a ser las cosas? No pienso darte más atún, chancho maleducado”. Sus muñecas y brazos no se salvaron de los arañazos, y me sonreí irónica al ver cicatrices y cascaritas de heridas de guerras similares. Algunas eran más gruesas y largas y otras tan finas sobre la bronceada piel que casi no se percibirían de no prestar atención. Y yo estaba prestando atención, reconocí, apartando violentamente mis pensamientos de la forma fuerte de sus brazos que se adivinaba bajo las mangas del abrigo. Agradecí a Dios –aunque se lo debía a Kai– que él estuviera demasiado ocupado apaciguando a la fiera como para notar el calor que me invadió el rostro.

Pasaron tal vez dos minutos de esta entretenida situación, hasta que me animé a arriesgarme a recibir un par de heridas yo misma. Acerqué una mano temblorosa a la cabeza del animal, y traté con todas mis fuerzas de ignorar el calor del muslo de mi compañero de banco al chocar con mi rodilla. El gato pareció dejar caer todas sus defensas en el momento en el que asenté mis caricias detrás de su oreja, reemplazándolas por una inclinación notoria de su cabeza hacia mí.

Incluso con el miedo de incentivar un nuevo ataque felino, alejé mi mano en cuanto pude, y esta fue reemplazada por la de su dueño. Me molestó cuánto le costó a mi cerebro aceptar el descaro que hubiera significado mantenerme así de cerca, pero me limité a entenderlo y a separarme del chico hasta volver a nuestra distancia inicial. Mi rodilla sintió el frío más punzante que antes al perder el contacto con su pierna.

Una vez más, el desconocido me halagó con un gesto de incredulidad, mientras bajaba al animal a sus propias piernas.

–Considérame indignado –acotó de forma acusatoria, yendo con los ojos de su gato hacia mí–. Casi dos años trabajando con animales y nunca conseguí que este fuera tan manso, mucho menos con tan poco esfuerzo.

La absurda naturaleza de la situación –una chica como un tomate irritado, un chico que era más pintura que humano y un gato furioso– me robó una risa breve y arenosa, levemente agria pero igualmente sincera, seguida de un gesto de indiferencia.

–Los amargados nos llevamos bien entre nosotros.

Kai, desde su cómodo lugar, soltó un maullido que, de no ser por su claro estado de dormitación, habría jurado era una afirmación, y el chico a mi lado se puso de pie un segundo después, ocultándome su expresión.

Al encararme, con el gato sostenido como si fuera un bebé despatarrado, su sonrisa me mostró por primera vez –o tal vez era la primera vez que yo le prestaba atención a esta y al metro ochenta del sujeto– un set impecable de dientes blancos. No la miré más de un segundo, pero fue suficiente para notar la punta de uno de los caninos apenas partida y el hoyuelo de la barbilla.

–Trata de no ser una amargada...

–Aspen.

Me miró de arriba abajo, como analizando que el nombre fuera aplicado, y luego sonrió aún más. No pareció notar la ola de calor que me golpeó el pecho.

–Aspen –repitió–, espero verte pronto y bien, pero a menos que corra ya mismo, estaré más que tarde.

Y no me dio tiempo a responder, razonar, o preguntar su nombre, antes de salir disparado por donde había venido, con su gato malhumorado y una pequeña porción de mis preocupaciones.

No llegué a decirle que yo esperaba no verlo nunca más.

Cuando llegué a casa, no me sorprendió que el griterío continuara. Las voces de mamá y papá se superponían entre sí, ninguno escuchaba al otro y las ideas, tanto las lógicas como los insultos incoherentes, se perdían sin ser escuchadas. Esa era la casa Vann. Supuestamente los ucranianos eran conocidos por su carácter severo pero controlado, era una pena que mis padres hubieran heredado solamente la primera mitad de esa suposición. Tenían menos control que simios hambrientos en jungla sin bananas, y así se vivía en mi casa, con el coro de sus quejas como música de fondo.

No notaron mi llegada –de la misma forma en la que no lo habían hecho cuando llegué a casa más temprano ese mismo día, a eso de las tres y media de la tarde–, o si lo hicieron, no les pareció merecedora de una pausa a su disputa, así que me escabullí lo más rápido que pude hacia mi habitación, cerrando la puerta a mis espaldas. El intento por sofocar sus voces fue totalmente en vano.

Las paredes blancas y desnudas del cuarto me invitaron a caer sobre el colchón y las mullidas almohadas. No lloré ni siquiera en ese momento, pues había pasado más que suficiente tiempo lamentándome en el parque. Si no lo hice allí, no lo haría ahora. No podía seguir perdiendo valioso tiempo con tonterías.

Lo que sucedió con la pelirroja a la salida de clases me había distraído lo suficiente. Lo que le pasara a esa chica no era mi problema, y por ende no merecía un segundo de mis preocupaciones. Había sobrevivido toda la secundaria con una única idea clara en mente: cada uno por su cuenta. Si me dedicaba a ir por la vida haciendo de defensora de todos los que alguna vez habían sufrido de las pullas de Fallon, terminaría siendo uno de ellos, y no era algo que me interesara. Lo importante ahora mismo era pegarme a Fallon, Ashleigh, Maggie y Claire. Con ellas a mi lado, me aseguraba tranquilidad el resto del año, que era todo lo que podía pedir.

Además, era importante recordarle al resto del mundo cuál era su lugar. No podíamos dejarlos actuar como lo hacíamos nosotras, porque entonces pensarían que éramos iguales, y dejarían de respetarnos. Eran cosas simplemente necesarias.

Por primera vez, ese pensamiento no me reconfortó.

Volviéndome sobre mi espalda, encontré en la pared opuesta el único adorno de toda la habitación: un corcho con un almanaque, post-its organizados por colores y prioridad, y un enjambre de notitas de impecable caligrafía con recordatorios. En medio de todo ello, se erguía el cartel que miraba tan seguido en busca de motivación. Este, en letras anchas y decoradas en verdes y lilas claros, leía:

Seis meses para poner fin a la secundaria que todos tanto temían dejar, seis meses para al fin ser libre y embarcarse a la universidad más lejana que me aceptara.

Estaba tan ansiosa como temerosa por cambiar el cartel por el de "5 Meses", que ya tenía listo y bien guardado en la cajonera del escritorio. Porque, a pesar de tener ya planeada la lejanía y los detalles de la vida que gozaría en un par de años, eran las grandes decisiones las que aún no había tomado. No tenía ni la más pálida idea de lo que quería estudiar y solo pensarlo me generaba un ahogo sofocante.

En parte, eso había sumado a mi estrés de esa tarde, junto con el haber llegado a casa para encontrarme a mis padres en guerra.

Después de que en la escuela hubieran anunciado la proximidad de las fechas de envío de solicitudes a las universidades, el mundo se paralizó a mi alrededor. Fue como un balde de agua fría cayéndome encima. Creía tener todo el tiempo del mundo para tomar una decisión, pero de la nada eso no era más que otra mentira. Estaba entre la espada y la pared.

Y esa colisión de sentimientos me llevó a una huida más patética que épica. No estaba segura de cuánto tiempo estuve en el parque, solo que hubo un claro antes y después. El antes, más sofocante, que me tenía con las manos temblorosas y las ideas difusas, al que se le puso fin con la llegada del gato de ojos amarillos, y el después, al retirarse este en brazos de su dueño, más calmo y reflexivo. Pensándolo bien, tal vez hubiera habido un durante, entre el antes y el después. En este, con la compañía del chico de colores, por poco olvidé el antes y todos los errores que habían desatado el caos en mi interior.

“Espero verte pronto y bien”, había dicho él, con esa sonrisita radiante. Solté un bufido al recordarlo. Lo último que quería era volver a encontrarme con alguien que me había visto en ese estado lamentable, alguien que se había acercado tan peligrosamente a los destrozados pedacitos de mi persona en su mayor momento de debilidad.

La ilusión de tener alguien que se preocupara por mis problemas había sido agradable los minutos que duró, pero sabía que terminaría, de la misma forma en la que se termina un paquete de galletas o el calor del verano. Tal vez lo más molesto no era que lo hiciera, sino que al verlo doblar la esquina y desaparecer de mi vista, había esperado que se diera vuelta, aunque fuera una vez.

Desilusión, pensé con rechazo, que sentimiento tan absurdo.

Ni siquiera con los auriculares a todo volumen pude ahogar el bullicio que venía de la cocina y casi di un grito de alivio cuando este desapareció abruptamente. Lo único que me retuvo fue el miedo a advertirles de mi presencia. Sin embargo, todas las precauciones fueron pocas y, dos horas más tarde, asomó una mata revuelta de pelo gris, especialmente arreglada para ocultar la incipiente calvicie de papá.

Me sonrió, esa sonrisa triste que tan mal disimulaba su miseria, como si con eso pudiera borrar de mi memoria los gritos que habían machacado mis oídos toda la tarde.

–Penny, no sabíamos que estabas en casa. ¿Vas a cenar? –No me dejó responder–. Bueno pídete lo que quieras, hay efectivo en el jarrón. Mamá se fue a otra cena de trabajo y yo ya comí. –Tampoco esperó respuesta en esta ocasión, cerró rápidamente la puerta como si apenas tolerara verme.

Avancé al baño, dejando mis carpetas cuidadosamente cerradas en una esquina del escritorio y marcando con tics las tareas que me había sacado de encima. Estaba agotada, y lo único que quería hacer era eliminar todo rastro de maquillaje de mi cara antes de ir derecho a la cama, pero me distraje con mi reflejo.

Al remover los restos de corrector bajo mis ojos, me impresionó ver que tenía unas ojeras pronunciadas, y lo labios, bajo los brillos que llevaban, se encontraban pálidos y resecos. Mis dedos se deslizaron por mi mejilla, como para asegurarse de que fuera real. Entonces mis ojos me devolvieron la mirada y di un paso atrás al ver la pesadumbre que cargaban. El corazón se me convirtió en piedra del susto. Al enjuagarme la cara se me había derramado la máscara sobre los pómulos y ahora serpenteaba entre las pecas, dándole a mis ojos un contraste que los hacía de un gris más pálido que nunca. Los mechones húmedos se me pegaban al rostro, enmarcándolo con un rubio casi blanco.

No pude recordar la última vez que me había visto tan mal. En momentos así, veía en mí la sombra de mi padre más fuerte que nunca, con sus rasgos afilados –aunque la nariz pequeña era de mamá–, pero también con esa tristeza que le inundaba la mirada, incluso tras esbozar la sonrisa más bonita.

Parecerme a mis padres, ¿en qué momento no lo había querido evitar? Y sin embargo aquí estaba, mi rostro siendo el calco de ambos. Quien quisiera, podría ver en mí la vivaz arrogancia de mamá, y quien me desarmara, el derrumbado espíritu de mi padre, oculto tras la misma adicción al trabajo. Tragué fuerte al pensar en que esto último –si bien disfrazado bajo maquillaje y la poca dignidad que me quedaba– era lo que había visto el chico del parque.

Ese pensamiento intrusivo me sacó de mi trance, y me empeñé en terminar lo que había empezado para escapar lo antes posible de la chica del reflejo.

Me acosté tras replantearme la oferta de papá. No podía ni con la idea de comer una lechuga. Todo en ese día me había revuelto el estómago. El anuncio de las universidades, la pelirroja, el griterío de mi propia casa, el gato y su dueño, la debilidad que mostré en ese momento, mi reflejo fantasmagórico...

Apagué la lampara, buscando consuelo en la oscuridad, y me decidí a dejar de ignorar a mis amigas, abriendo el chat.

Los primeros mensajes eran sobre una tal Avery, que no tardé en enterarme, era la pelirroja, y los salteé con la sensación de que se me había encogido el pecho, fiel a mi decisión de no hacerme cargo de las penas de otros.

Lo que seguía me sorprendió. "El merecido descanso tras el regreso a clases", había escrito Fallon. ¿Descanso? No llevábamos ni una semana de clases tras el receso de Navidad y ya estaban planeando ir a otra fiesta.

Y, sin embargo, en contra de toda cordura mía, pausé y releí. Vi la excitación de todas y pensé que podría guardarme las excusas por esta única vez. Fallon tenía razón. Estaba cansada de verdad. Cansada de las responsabilidades, de pensar, de sentir y del inmenso vacío que se negaba a dejarme. Así que cuando preguntaron quienes se anotaban, respondí con una sola palabra:

YO.

La casa de Fallon era ridículamente inmensa. No tenía mejor forma de describirla. Tenía un campo de fútbol por patio, en el que había una piscina enorme y climatizada, sobre la cual se derramaba una cascada majestuosa de piedras modernas. Nos habíamos pasado todo el verano en las reposeras de al lado, tomando sol y dándonos chapuzones cortos, con vasos de bebidas que ningún padre aprobaría que sus hijas tuvieran en manos.

Había, en el rincón opuesto, un bosquecito, que venía a ser un rejunte de árboles pelados por el invierno con ramas retorcidas que le daban un aire de ensueño. Era la parte más bonita de la casa. Mejor que el cine en el subsuelo, el jacuzzi o el sauna, incluso mejor que el balcón del cuarto piso en el que me encontraba. Pero a Fallon no le gustaba porque había poca luz para broncearse, y porque decía que los bichos eran insoportables.

–¡Es tu turno! –Ashleigh llamó a mis espaldas, asomando por el ventanal corredizo que hacía de puerta. Con ella se elevaron las voces que solían ser un murmullo apenas perceptible entre el silencio de la noche. Apenas le dirigí una mirada sobre el hombro y un corto asentimiento de cabeza.

Afuera estaba frío, un frío que te calaba los huesos y te ajaba las mejillas, anunciando que la peor parte del invierno estaba justo sobre nosotros. Me gustaba la sensación del viento abrazándome por más que me hiciera temblar, y lo último que quería era interrumpir ese momento para unirme al griterío que provenía del cuarto de Fallon. Pero, siendo viernes por la noche, y viendo que yo solita me había metido en esto, no tenía más opción que alejarme del barandal y abandonarme en manos de mis amigas.

Cuando me dejé caer en la silla frente al espejo del tocador de Fallon, un chillido comunitario las poseyó a todas. En el colegio habían estado insoportables, con miles de ideas sobre qué hacer con nuestro pelo, maquillaje, ropas, como si fuéramos a los Óscars y no a otra fiesta en la que pocos –por no decir nadie– notarían en verdad nada de eso en la oscuridad.

Asheligh tenía el pelo negro y lacio característico de las chicas asiáticas, y siempre me había parecido la más bonita del grupo. Tenía los ojos rasgados, que había heredado de su madre, y una sonrisa inocente que habría engañado a cualquiera que no la conociera. Yo sabía perfectamente que, aunque ahora me mirara emocionada, más de una vez había hablado mal de mí a mis espaldas. Nunca le di demasiada importancia. Después de todo, no necesitaba su amistad. Mientras Fallon me quisiera, o al menos me viera útil, sería bienvenida allí y pasaría de lo más cómoda por este último año de la secundaria, como había hecho desde tercero.

La dueña de la casa ya se estaba agarrando el peine y la rizadora. Aunque creí que eran para ella, que insistía en arreglarse última para que le durara más el maquillaje, los dirigió a mi melena. Sus ojos azules encontraron los míos en el espejo.

–Hoy, vas a ser una diva –me afirmó, sonriente. Tenía un rostro en forma de corazón y labios finos, siempre pintados con brillos. La piel dorada tras horas y horas al sol iba a juego con su cabello castaño claro, y yo era una convencida de que se desvivía para alcanzar esa perfección inmaculada.

–No sé si la rizadora es necesaria –respondí, un tanto desconfiada de tener a Fallon con un aparato hirviente tan cerca de mí.

A decir verdad, siempre habíamos sido un grupo bastante peculiar. Ashleigh con sus sonrisitas y sus calificaciones perfectas, Claire con sus novios de turno; Maggie, la deportista estrella, capitana del equipo de fútbol femenino, Fallon con su encanto y superioridad, y yo, con mi sencillo silencio. Ninguna confiaba demasiado en la otra, pero nos necesitábamos. Para no estar solas, para ser admiradas y, en algunos casos, porque conocer a la competencia era la mejor forma de destruirla. ¿No?

Ashleigh y Fallon habían competido en todo desde que tenía memoria, y estaba segura de que, el bizarro respeto que existía entre ellas, provenía de las veces en las que se habían hecho sufrir la una a la otra. Robándose chicos, echando a perder tareas, tomando el lugar como presidente de la clase, dirigiendo el comité para algún que otro baile. Mentiría si dijera que no era de lo más divertido observarlas arrancarse los pelos mutuamente, pero a veces podía llegar ser tedioso. En especial cuando montaban espectáculos a los gritos en la cafetería y todos se quedaban observando nuestra mesa. Les encantaba hacer eso, y mientras lo hacían, yo comía en silencio, con mi calma habitual, haciendo como si nada cuando quería tomarlas a una por cada oreja y gritarles que maduraran. Al día siguiente, o en el peor de los casos, una semana después, entrarían tomadas del brazo como si nunca hubiera pasado.

Claire, con su cabello anaranjado y su lado seductor, vivía de la atención del sexo opuesto. Los novios le duraban un mes, y en el medio estaba con una infinidad de chicos más. No me gustaba la forma que tenía de hacerlos sentir especiales. La había visto en incontables ocasiones romperles el corazón tras semanas diciéndoles que eran los únicos. Por suerte, Maggie concordaba conmigo y siempre se lo reprochaba, lo que me ahorraba el trabajo y la culpa de no hacerlo yo. Eran mejores amigas, tal vez las únicas dos que realmente se querían en nuestro rejunte. Habían sido como carne y uña desde la primaria, y a veces sentía que eran parte de un pequeño grupo aparte, con sus miradas silenciosas y sus chistes internos. Más que molestarme, lo envidiaba. En mi vida había tenido una conexión así con alguien, un amigo de verdad que supiera todo de mí.

En el fondo éramos un rejunte de chicas bonitas: dos castañas, una con pelo de zanahoria, otra pelinegra y una rubia. Cualquiera que tuviera dos neuronas y un buen par de ojos notaría que el único secreto tras mi presencia allí había sido un poco de suerte, mezclado con la rareza de los genes ucranianos y –escondida, bajo pisos y pisos de mentiras– mi desesperada necesidad de protegerme de quienes me rodeaban. ¿Qué mejor manera de hacerlo que siendo quien todos temían?

–No digas tonterías, vas a quedar preciosa. –Y, aunque me hubiera gustado protestar, estaba demasiado cansada para hacerlo.

La noche anterior tampoco había dormido, como tantas otras, enfrascada en el estudio y cualquier otra cosa que me permitiera no pensar en la situación de ayer, en Avery y sus ojos vidriosos mirándome como si fuera su única esperanza. No me gustaba sentirme culpable. Ella había besado a Darren y buscado la ira de Fallon, yo no había hecho nada. De la misma forma en la que no hice nada para ayudarla cuando Fallon le dio vuelta el rostro de un manotazo. Y luego otro. Y otro más, con el puño cerrado, directo en la nariz. Todos sus anillos quedaron impresos en el rostro de Avery como una secuencia de tatuajes rojos.

El recuerdo me tironeó del esternón.

–¿No tienes nada un poco más escotado para prestarme, Fallon? –aventuró Claire acomodándose los pechos de la manera menos delicada que podía existir. Ashleigh se rio, pero la vi darse vuelta y rodar los ojos cuando creyó que nadie miraba.

–No –intervino Maggie recogiéndose el pelo castaño oscuro, casi negro, en una cola alta y lacia. Por el rabillo del ojo, la vi intercambiar una mirada con su mejor amiga, de esas que para mí podrían significar tanto "¿Está bueno el jamón?" como "Necesito una ducha", pero para ellas parecían tener un significado tan preciso como palabras pronunciadas en voz alta–. Eso es más que suficiente escote. –Y tenía razón. El top que llevaba se hundía hasta mostrar tanta piel que era imposible no mirar.

–Quieta –exigió Fallon volviendo a orientar mi cabeza al espejo con un tirón no tan suave de uno de los mechones que se enroscaba entre los dedos. Me sentía ridícula, con la mitad de la cabeza voluminosa y llena de vida y la otra lisa como una tabla, igual que siempre.

Sabía que bajo la máscara de maquillaje que me había colocado antes de salir de casa, seguían las mismas ojeras que me habían aterrado la noche anterior, pero me gustaba fingir que no estaban allí. Ahora, con esas chicas, era Aspen Vann, la silenciosa, seria y sarcástica chica de vida perfecta, cuya familia era dueña de una de las marcas de zapatería más lujosas del país. Que ridículo. Para colmo, en mi vida había calzado uno de esos zapatos salvo por un par de galas de la misma empresa y lo único que podía decir era que había tenido suerte de no romperme un tobillo con semejante tacón de aguja.

Odiaba a esa empresa. La odiaba con la concentración de todos esos otros sentimientos que había reprimido a lo largo de mi vida. El poco tiempo que papá tenía para mí tras sus incontables peleas con mamá, se lo dedicaba a Dios sabrá qué cosa en su estudio. Antes le gustaba hacer sus propios diseños, pero hacía años no lo veía hacerlos. Ahora era solo la cara frente a la empresa, y la mente al mando. La creatividad había quedado en manos de terceros. En cambio, mamá, que había estado a cargo de la parte de finanzas desde el inicio de los tiempos, siempre encontraba los fines de semana un pequeño espacio para hacer algo conmigo. Ir de compras, tomar un batido en Dino's. Al menos estaba allí.

Pero, reitero, mis amigas no veían nada de eso. Solo los zapatos, el apellido que seguía a mi nombre y mi capacidad para lucir bonita sin representar una amenaza para ninguna de ellas.

Excepto, tal vez, por Ashleigh; ella sí veía en mí más de un problema, porque le seguía en promedio y en la lista de "Mejores Amigas" que Fallon había hecho cuando estábamos en tercero de secundaria. Era una chica rencorosa, pero tampoco me preocupaba. Ashleigh tenía un problema con todos.

En un momento pensé que nos parecíamos, que teníamos eso en común, pero la ilusión duró poco. Mi amiga quería ser la mejor, sin importar el precio o consecuencia, sin importar a quién hubiera que derribar por el camino. Odiaba a todos, porque todos destacaban sobre ella en algo, como un recordatorio de la perfección que nunca alcanzaría. Yo solo quería ser. Ser yo, lejos, muy muy lejos de esta ciudad y su gente. Borrón y cuenta nueva. Y yo no odiaba a todos. Yo odiaba los problemas, los errores que me llevaban a ellos y sus consecuencias. Odiaba los sentimientos que complicaban todo y me odiaba a mí misma por ser el recipiente que los contenía.

Para cuando mi peinado estuvo listo, me alegré tanto porque Fallon no me hubiera quemado en un "descuido", que apenas me importó lo raro que se veía mi pelo –que normalmente me llegaba a la cintura– enrulado al punto que apenas llegaba al final de mis omóplatos. No era que se viera mal, pensé, mirándome al espejo. Solo que no estaba bien tampoco, en la forma en la que caía y se amontonaba alrededor de mi rostro. Claire exclamó algo sobre que se veía “salvaje”. A mí me parecía incómodo. Pero sonreí y asentí con fingida alegría antes de ser arrinconada por ella y un montón de pinceles y paletas de colores.

Para cuando llegamos a la puerta de la fiesta, ya estaba más que arrepentida. No era solamente lo ridícula que me sentía con los párpados pintados de naranja mandarina lo que me hizo querer huir. Se sumaba a esto algo mucho más simple: el patio delantero de la casa de Fraternidad, infestado de parejas en estados demasiado comprometedores y minado de botellas y latas de cerveza vacías. Me pareció divisar a alguien vomitando detrás de un arbusto.

Si quería desconectarme de los problemas podría haber visto una peli o tomado un batido de chocolate en Dino's con un libro en mano. ¿Por qué terminé cediendo a ese mismo impulso adolescente que nunca había llegado a comprender? Las fiestas no eran el único entretenimiento que existía. Nunca habían sido un entretenimiento, en mi caso. No entendía qué se suponía que debía hacer. Porque quedarse callado no era una opción pero la música estaba demasiado alta para hablar, porque no debías quedarte quieto pero no sabía bailar, porque debería emborracharme pero de hacerlo no podría estudiar al día siguiente… Y sin embargo había caído, en mi desesperante intento por perder el peso que venía arrastrando hacía meses, en ese falso concepto. Todos se divertían en fiestas así: chicos de universidad, alcohol, música alta y ningún adulto gritando en el fondo. ¿Por qué no era suficiente para mí?

Mi único consuelo había sido, mientras nos deslizábamos entre la apretada multitud de la pista en dirección a la barra, que todas habían prometido que sería una noche de chicas: no estaría ni Darren ni ningún nuevito, como les llamábamos a los novios de Claire, ni nadie. Solo nosotras bailando y divirtiéndonos. Y tenía esperanzas de que así fuera, porque podía no parecerlo, pero por más que hubiera malos momentos y rivalidades, también había días en los que realmente nos divertíamos.

Como esa vez que fuimos a Dino's y reímos horas y horas de cosas que, en perspectiva, no ameritaban ni la mitad de esas risas. Tal vez había sido porque Fallon tanto como Claire y Ashleigh estaban totalmente borrachas, o porque salíamos de una fiesta que había sido un completo fracaso, pero ese recuerdo era el que quería llevarme de ellas a la universidad.

Me limité a caminar, sintiendo el temblor de la música incluso a través de las paredes, metiéndoseme entre los huesos como un terremoto con cada golpe del bajo. Me permití pensar que tal vez esta no había sido tan mala idea, que lo pasaríamos bien allí dentro, o, aún mejor, sería un completo fracaso y terminaríamos una vez más en Dino's.

Que gracioso, casi al punto de ser admirable, era que pudiera mentirme a mí misma de esa manera.

A pesar de todas las promesas que hicimos, nos llevó tan solo media hora dispersarnos y terminé sola, con una lata de cerveza intacta en mis manos y el culo pegado a uno de los sillones que había en una salita al lado de la pista de baile.

El único motivo por el cual había decidido tomar ese asiento era que era el lugar menos ruidoso de toda la casa y con menos personas gimiendo. Había luz suficiente para ver más que contornos y flashes multicolores. Lo que no había eran amigas. De a poco se habían ido encontrando con universitarios bonitos y huecos como sacados de una película y desaparecido con ellos. Excepto por Maggie, que se había negado a dejar el bar, desde el cual sospeché que podría mirar y cuidar de Claire. No le sentó bien mi chiste sobre que al final nuestra amiga no había necesitado más escote y me miró con ojos casi asesinos, así que me encogí de hombros y me fui.

Para mi desgracia, el chico a mi lado, cuyo nombre había perdido en medio de su incesante palabrerío, interpretó mi caída en el sillón –justo a su lado– como una señal de inequívoca atracción, así que me excusé a los diez minutos mirando mi celular como si me hubiera llegado un mensaje y diciendo que mi novio había llegado a buscarme. Con esa mentirita piadosa y pasos furiosos, comencé a abrirme paso entre la gente.

Había venido a despejarme y divertirme y terminé más aburrida que la mierda en un rincón, repitiendo escenas del día anterior –Avery y sus lloriqueos petrificantes, las peleas entre mis padres, la apabullante velocidad con la que se acercaba el futuro– sin parar en mi cabeza y con un jugador de lacrosse hablándome de su último campeonato como si fuera lo más importante del mundo. Casi sigo de largo hasta la puerta, preparada para plantar a todas mis amigas y llevarme mi auto directo a casa, cuando la visión de un rostro conocido, tirado en el suelo, con la camisa abierta y el pecho delgado y frágil descubierto, me frenó como si me hubieran puesto una pared en frente.

Entrecerré los ojos, sin poder creer lo que me mostraban. Podía estar confundida. Tenía que estarlo. Pero era un rostro difícil de olvidar, e incluso estando en la otra punta del pasillo, podía ver las negras pestañas curvándose sobre sus pómulos.

Era Kai. O bueno, su dueño. El chico del gato, con el mismo hoyuelo en la barbilla, aunque con un extravagante pantalón de cuero con el que jamás lo hubiera imaginado y una camisa estampada con un millón de palmeras psicodélicas, era imposible de confundir.

No me di ni cuenta, pero para cuando mi cerebro salió de su estado de conmoción, ya marchaba en su dirección.

Estaba tirado, con un brazo sobre el baúl antiguo a su lado, y el otro con una lata de bebida a la mitad. Se había quedado dormido tomándola, me di cuenta asqueada, al ver la mitad del contenido desparramado a su alrededor. Apestaba a hierba, sudor y una decena de cosas igual de terribles e indescifrables. Pero eso era lo menos preocupante; lo que realmente aterraba era el sudor frío que le recorría el rostro y la temperatura fúnebre que congeló mi mano cuando la posé en su frente, acuclillándome a su lado.

Miré con preocupación alrededor. La única iluminación del pasillo era un tubo que emitía una luz ultravioleta y le daba un tono casi translúcido a la piel del chico, exponiendo telarañas de venas bajo su piel. Había un grupo de gente cerca, que nos miraba de reojo y reían. Les respondí sin palabras, segura por la forma en la que se dieron vuelta de forma inmediata, de que había conseguido transmitir todo el odio que sentía, irrefrenable y ardiente. Eran sus amigos, pensé incrédula. Pensé en mis propias amigas, en como siempre se reían a mi alrededor y en como Fallon había jugado a la peluquería. Yo nunca había estado en una situación como la de Kai, pero de hacerlo, ¿me ayudarían o me mirarían entre risas? ¿Me dejarían tirada o me levantarían para llevarme a casa?

Me sacudió un temor horrible; de que así vieran otros mi vida, de que el chico frente a mi estuviera tan solo a pasos de un coma, de que a nadie en este mundo pareciera preocuparle el chico de los gatos y su respiración entrecortada.

Mi corazón latía como si estuviera por salirse de mi pecho.

Aguanta, aguanta, aguanta, repetí una y otra vez en mi cabeza, pasando ambas manos por mi pelo. Los dedos se atascaron en los estúpidos rizos y los arranqué de allí sintiendo la frustración como aceite hirviendo por mis venas. Aguanta, aguanta, aguanta.

No debería importarme, me dije, no debería estar tanteando los bolsillos del chico desesperada, ni haber soltado una exhalación aliviada cuando tanteé los bordes de un celular en el bolsillo trasero de los ajustados pantalones.

Pero no podía ignorarlo. A alguien que, con su estúpido gato, sus inútiles comentarios y sonrisas resplandecientes, me había sostenido el corazón cuando se me caía a pedazos. Se lo debía.

Mientras tiraba del dispositivo, me importó poco y nada estar casi tirada sobre el sujeto. Solo podía pensar en sacarlo de allí. Y tal vez un poco en el asco de que las medias que llevaba se me empaparan de lo que esperaba fuera cerveza y no vómitos o algo peor.

Estaba drogado. Drogado de verdad. Se olía en él y se sentía en todo lo que lo rodeaba como una peste contagiosa. Supe en ese momento que fuera cual fuera el motivo tras ese consumo obsesivo, había venido de algo más que del deseo de pertenecer. Tras verlo el otro día, no podría convencerme ni Dios de que ese chico se hundiría de aquella manera porque sí. No con esos ojos luminosos y esa alegría que salía de él a borbotones.

¿Había estado tan delgado la primera vez que nos vimos? ¿Y de dónde habían salido esas ojeras? Eran tan profundas como las mías, tal vez más, y estaba segura de que no habían estado allí el día anterior. Habría notado las manchas violáceas oscureciendo su mirada. ¿O no? ¿Había sido yo lo suficientemente egoísta como para no reparar en ellas? ¿Dónde estaba el muchacho risueño que me había hecho reír con su gato gruñón? Y pensar que había creído que él no conocía la oscuridad de los errores que marcan y las penas que agobian hasta cerrarte los pulmones. ¿Cómo había escondido todo eso de su mirada?

Entonces, mientras yo me partía la cabeza con preguntas e intentos fallidos de contraseñas para desbloquear el maldito celular, se despertó. Un movimiento de cabeza, un débil parpadeo para ajustarse a la luz, a la atronadora música que nos reventaba los oídos y a la chica que tenía arrodillada al lado. Me miró como si estuviera soñando, y me dedicó una sonrisa bobalicona de quien no puede siquiera recordar en qué planeta está.

–Hola –su sonrisa se ensanchó, esta vez mostrando todos sus dientes, como si hubiera dicho algo comiquísimo, y echó la cabeza hacia atrás para soltar una carcajada.

Mi primera reacción fue destensarme, no había notado el agarrotamiento de los músculos y lo doloroso que se había vuelto hasta aquel momento. Lo prefería drogado e inútil que en coma. La segunda reacción, casi instantánea, fue fruncir el ceño. Había algo diferente en su sonrisa, en los impecables dientes tanto como en la forma en la que se arrugaban las comisuras de sus labios al mostrarlos, como si alguien se hubiera dedicado a reorganizar la secuencia de hoyuelos. Pero no era el momento de analizar sonrisas o apariencias. Tenía que mantenerlo despierto y sacarlo de allí.

–¿Te puedes levantar? –pregunté.

No hubo respuesta. Sus ojos se estaban cerrando otra vez.

–Ah no, ni lo pienses. –Sacando el lado de mí que necesitaba, le di un par de cachetazos lo suficientemente fuertes para despertar sin lastimar. Soltó un quejido, pero volvió a mirarme y con eso me bastó. No pude evitar notar en sus ojos de pesadilla, hinchados y enrojecidos como si hubiera bebido sangre, una oscuridad impenetrable. Hice a un lado la parálisis del momento, colocándome a su lado, pasando un brazo por debajo de sus axilas y acomodando el suyo sobre mis hombros–. Arriba.

Fue casi milagroso lograrlo, sentí que me hundía en el suelo bajo su peso y sus pasos débiles y agónicos, pero de alguna manera –y con alguna manera me refiero a empujones y patadas entre la multitud–, nos abrimos camino a la salida.

Casi se me cayó de cara al piso cuando descendimos por el porche. Alguien se rio e hizo un comentario, pero no tuve tiempo de responderle: el celular del chico, que había guardado en el bolsillo de mi falda, comenzó a vibrar. Me ardía el brazo derecho de sostener a Kai, y tuve que hacer un centenar de maniobras para sacarlo, entorpecida por el apuro para evitar que se cortara.

De nuevo me reproché estar tan preocupada, pero cada vez que lo miraba, colgando débilmente de mí, con la cabeza gacha y los hombros caídos, no podía evitar recordar a la pelirroja. No pude hacer nada por ella, pero podía ayudar a Kai. Como si llevarlo sano y salvo a su casa pudiera borrar las mil veces en las que me hice a un lado de los problemas de otros sin que se me moviera un pelo.

Nunca estuve tan agradecida de haber conseguido estacionar en la entrada. Dimos un par de pasos más y recosté al chico contra la puerta de acompañante, dándole otro par de cachetadas no muy sutiles para mantenerlo despierto mientras miraba la pantalla del celular. El nombre “Aaron” la iluminaba. Debajo, en rojo, anunciaba doce llamadas perdidas del número. Atendí, esperando a algún amigo o a alguien, quien fuera, que pudiera decirme qué hacer con él para que estuviera a salvo.

–Christof –la voz del otro lado de la línea agitó algo en mi cerebro, una advertencia, pero fue ahogada por el eco del nombre, que se repetía en mi cabeza. Miré al chico. Christof. Aunque no fueran las mejores circunstancias, era agradable saber su nombre al fin. Definitivamente mejor que seguir llamándolo por el nombre de su gato. Sacudí la cabeza, reprochándome y volviendo a enfocarme en la voz distante del extraño–... lo mismo siempre. Dime ya mismo dónde estás, no te muevas y no cortes la llamada. Pido un Uber y voy por ti...

–Aguarda –lo interrumpí, tratando de bajarle un par de decibeles. Podía palpar el pánico en su voz. El chico parecía estar en la desenfrenada histeria previa a un paro cardíaco–. Aguarda. Soy…

–No eres mi hermano.

Di otra secuencia de golpecitos a Kai. Christof. A Christof, para mantenerlo despierto.

–De eso estoy enterada –solté tras un bufido–. ¿Ahora vas a escucharme o vas a seguir diciendo obviedades hasta que me duerma? –Quería ayudar, pero la gente en general parecía tener un talento especial para sacarme de quicio incluso en mis mejores momentos.

Hubo un momento de silencio del otro lado de la línea. Por un instante temí que realmente se le hubiera parado el corazón. No quería pensar en tener dos muertos en una noche.

–Está bien, perdón –dijo al fin.

–No pidas un Uber. Eso va a llevar mucho tiempo –respondí, ignorando totalmente su disculpa–, yo lo llevo. Dime la dirección.

–¿Quieres que le de mi dirección a una desconocida?

El comentario me irritó a extremos casi imposibles. Estaba intentando ayudar, ¿no? Entonces, ¿por qué era tan complicado no hacer las cosas más difíciles de lo que ya eran? Me pasé la mano por el pelo, de nuevo atascándola en los rizos, intentando contener la sarta de barbaridades que se me vino a la cabeza; principalmente porque ese tal Aaron tenía razón.

–Si tu hermano es el chico que está drogado hasta las nubes, vestido con una camisa de seda y botas de cargo con cordones amarillos fluorescentes que encontré tirado en el pasillo, sí. Te lo recomendaría.

Lo que había dicho parecía un chiste en comparación con la realidad. Christof no dejaba de sudar y sus manos temblaban a los lados de su cuerpo como pescados fuera del agua, sin mencionar que a duras penas podía mantener los ojos abiertos. De todas formas, no pude decir eso, ni usar esa palabra que acechaba mis pensamientos desde el momento en el que lo vi. Drogadicto. Me negaba a llamarlo así. Llamarlo drogadicto se sentía incorrecto. Así como las palabras "bueno" o "malo", no eran estados constantes, la condición actual de Christof tampoco lo era. Un drogadicto era quien se había abandonado para siempre en el adormecimiento químico, alguien sin cura, sin vuelta atrás. Él era tan solo un chico drogado: en esta situación, en este momento. Era algo circunstancial. Tenía que serlo.

Noté que el chico del otro lado de la línea se alejaba el teléfono para decir una palabrota y me descolocó de la más extraña manera y totalmente en contra de mi voluntad pensar que, incluso en semejante situación, se preocupaba por su vocabulario.

–Está bien –dijo, su voz de nuevo fuerte–. ¿Tienes dónde anotar?

Miré a Christof, a quién sostenía con una mano en el pecho contra el lateral del auto para que no perdiera totalmente el equilibrio. Bajo mi palma, sentí el bombeo desbocado de su corazón, como si estuviera girando en círculos furiosos dentro de su jaula. Ya no eran solo sus manos las que temblaban, su rostro se contraía erráticamente, como si estuviera soñando despierto. Me aterró ver que estaba aún más pálido bajo la luz de las farolas.

–Sí –mentí y, acto seguido, soltó una dirección y corté.

Viendo que Christof comenzaba a cabecear, le di una nueva seguidilla de palmadas la mejilla. Gruñó y logró enfocar sus ojos el tiempo suficiente para dirigirme una mirada asesina. Si todo lo demás no hubiera terminado de convencerme de que era el chico del parque, ese destello de sus ojos avellana, incluso cuando se encontraba rodeado de venas rojas y vidriosas, hubiera sido todo lo que necesitaba para aceptarlo. Pero se me removía algo adentro de solo ver el vacío que lo teñía ahora.

No me dio mucho tiempo de seguir analizándolo porque, como si alguien hubiera presionado el interruptor de apagado, su cuerpo se desplomó. Maldije y lo atrapé. Christof, así delgado como lo veía, seguía midiendo una barbaridad, y casi me derribó. Su pecho quedó pegado al mío y su cabeza colgando sobre mi hombro. Lo único que me indicó que no sostenía un cadáver, fueron los murmullos incomprensibles que soltaba contra mi cuello. Me recorrió un escalofrío ante esa cercanía indeseada y casi lo dejo caer deliberadamente, desesperada por alejarlo de mí.

Solo Dios sabe cómo me las arreglé para empujarlo de vuelta contra el auto, abrir la puerta y guiarlo, en su estado de seminconsciencia, dentro.