Relatos con dos orillas - Battistón Oscar - E-Book

Relatos con dos orillas E-Book

Battistón Oscar

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Beschreibung

Estas son pequeñas historias que resignifican recuerdos y experiencias de alguien que partió de una pequeña ciudad argentina y vive en Madrid. Mirada entre crítica y tierna de los personajes. Una mirada social para descubrir miserias y grandezas de los personajes a través de situaciones concretas.


Historias breves y casi autobiográficas de un personaje que resignifica sus recuerdos y experiencias vitales en su orilla sur desde sus vivencias en España. Y la segunda parte, historias de esta orilla, con personajes que luchan contra la mediocridad o la injusticia social que nos corroe.


La visión es crítica con la sociedad, en general los personajes no son heroicos pero si tiernos, vulnerables. Algunos buscan, aunque a veces sin salida. Y es una visión social, porque a través de estas microhistorias se cuenta la sociedad que ve (y resiste) el autor. También es social porque el autor intenta hacer visibles el tipo de subjetividades que se han construido en las últimas décadas.


El estilo puede ir desde el lenguaje duro, casi hiriente, hasta resolver desde lo poético situaciones que pueden ser profundamente dolorosas. Puede, conscientemente instalarse en una prosa poética que invoca la narrativa Latinoamérica. O recoger las formas cotidianas del habla urbana. En cuanto a los contenidos, es claramente un reclamo ético, de la necesidad de profundizar a vida, de rescatar la memoria y la resiliencia de los que sufren o han sufrido.


SOBRE EL AUTOR


Oscar Battistón (Mendoza, Argentina) comienza simultáneamente sus estudios de Ingeniería en Telecomunicaciones y su participación en un Grupo Experimental de Arte que buscaba conjugar la poesía, la música, el collage y el teatro con la mirada social. Luego se trasladó a Buenos Aires donde culminó su carrera universitaria y un postgrado. Diez años más tarde, llega Madrid donde actualmente reside. Profesionalmente se ha centrado en el impacto social de las tecnologías y en la coordinación de programas de atención a la infancia latinoamericana en condiciones de extrema vulnerabilidad. Numerosas ponencias, artículos, intervenciones en foros internacionales y libros reflejan sus reflexiones y aprendizajes en estos temas. Esta trayectoria multidisciplinar concluye con un Doctorado en Antropología.
Mientras todo esto acontecía en su vida, aquel primer impulso literario continuó no solo a través de los talleres literarios en los que participaba asiduamente, sino que fue nutriéndose de sus vivencias en los diversos ámbitos sociales, geográficos y disciplinarios que su vida profesional y sus compromisos vitales le llevaron a transitar. Son estas experiencias las que laten detrás de los relatos que se recogen en este libro.



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Relatos con dos orillas

© de los textos, Oscar Battistón

© de la fotografía del autor, Matías Figueroa

© de la fotografía de portada, Mathias P.R. Reding

Ediciones El Drago

www.edicioneseldrago.com

[email protected]

Edición permanente, 2021

ISBN: 978-84-125092-8-1

DL: M-13309-2022

ISBN ePub: 978-84-125835-6-4

Diseño y maquetación: Montaña Pulido Cuadrado

Impreso en España – Printed in Spain

Impreso en papel reciclado

Se garantiza que el papel empleado en este libro proviene

de bosques sostenibles, y que la pasta de papel no ha sido tratada

con cloro para el proceso de blanqueamiento. El cloro es un

elemento muy contaminante y los desechos del proceso de

cloración de la pasta de papel arrojan al medio residuos

altamente contaminantes. Además, este papel ha recibido

la certificación como producto ecológico por parte de la UE.

La reproducción parcial o total de este libro, mediante

cualquier medio, vulnera derechos reservados. Queda

prohibida toda utilización del mismo sin el permiso previo

y explícito de los editores.

Sinopsis

Estas son pequeñas historias inventadas que luego entendí que eran tan reales como mis recuerdos o mis afectos. También descubrí que tenían orillas. Van y vuelven, desde el presente a la memoria y viceversa.

Las orillas más evidentes, las que tienen que ver con las geografías concretas de mi vida. Desde las personas que me siguen emocionando con su sola existencia hasta las aristas de un mundo que a veces duele más de lo soportable.

«Es en ese altar apagado del silencio, de lo tácito, de lo oculto donde viven los personajes que transitan las dos orillas de este libro. Rostros en un segundo plano que Oscar ilumina con la delicada luz del candil del pintor de ayer, pero con la potencia y la precisión del equipo lumínico del fotógrafo de hoy… Pero la verdad siempre acaba saliendo del pozo, desnuda, con su azote, como en el cuadro de Gérôme. Y es ahí donde encontramos el ojo y el verbo de Battistón, certero y empático con sus personajes».

Diego Sotelo

Índice

Sinopsis

Prólogo

Mis orillas

La infancia en la Villa

La primera de las muertes de mi madre

La banalidad del mal

Justicia poética

El último viaje

Las hormigas nunca olvidan

Abrir los ojos

Las listas del Portero

Vidas ajenas

Volver a vivir

La lentitud de los finales

¿No me la estarás pegando con otra?

Agradecimientos

Sobre el autor

Prólogo

No hace mucho me topé con una crítica que apuntaba que un prólogo es algo totalmente innecesario y que hay que saltárselo antes de leer lo que anticipa. Lo dice Alberto Olmos (alias Lector Mal-herido), que de literatura sabe mucho más que yo. Os animo a ello, a que paséis estas líneas sin ningún tipo de rubor, de compasión o de culpa y a que os lancéis de lleno a la lectura de los relatos que Oscar Battistón reúne y nos ofrece en este libro.

Si a pesar de la advertencia seguís aquí, me vais a permitir, primero, que os tache de incautos. Segundo, que os cuente mi periplo hasta llegar a estas líneas. Y tercero, que, para ello, añada una categoría a un mundo ya de por sí hipercategorizado. Dicha clasificación tiene que ver con la distinción muy personal y quizá sin sentido entre personas-sí y personas-no. En el lado del sí, estarían aquellos que celebran con entusiasmo la novedad, para los que la vida es una sucesión de actividades y levantan antes que nadie la mano, ya sea para salir a cenar, ayudar en una mudanza o firmar una petición en change.org. Son personas con actitud vitalista y que siempre ven the bright side of life que cantaban Monty Python. Del bando del no, estarían los que resuelven cualquier cuestión de manera categórica, con una sola sílaba, que podría ser «sí», pero que es «no». Los motivos pueden ser variados: incertidumbre por el cambio, pereza por iniciar algo diferente, miedo a no estar a la altura de lo solicitado o por llevar la contraria y tocar los cojones sin más.

Me descubrí en la categoría de las personas-no como suelen hacerse estas cosas, a través de terceros, de ojos ajenos que me advirtieron de mi actitud. Por supuesto, me negué a aceptarlo. Tampoco le di mucha importancia. Hasta que Pablo Battistón, el hijosí de Óscar, me ofreció prologar el libro que tenéis en vuestras manos. Podéis imaginar mi respuesta. Con una mezcla de razones y excusas todas ciertas (compromisos laborales, falta de tiempo, exceso de pudor…) me disculpé y me dispuse a seguir con mis quehaceres. Hasta que minutos después, entre sorbo y sorbo de café, me reconocí, de sopetón, en esa persona-no que había negado ser. De montar a caballo, habría caído ante tamaño fogonazo de realidad. Y ya sabemos que, para el cuidado de los huesos, los traumatólogos recomiendan el consumo de calcio y evitar, en la medida de lo posible, la mezcla de superficies duras y Ley de Gravitación Universal.

Sin mucho tardar, llamé al hijo de Oscar y acepté el encargo, aunque debería decir favor. Porque, y aquí me pongo serio, que alguien te abra las puertas de su mundo, del universo surgido de un acto tan íntimo como la escritura, equivale a que te entregue las llaves de su casa y te invite a quedarte allí sin fecha de caducidad. De vacaciones. Pero también cuando vienen mal dadas y la vida y el banco te desahucian. O cuando una ruptura sentimental te lleva a deambular por las calles vacías y tortuosas de la depresión. O cuando necesitas una madriguera donde esconderte de ti mismo.

Eso es lo que ha hecho Oscar conmigo, dejarme entrar en su casa, ofrecerme una ducha y una cama con sábanas limpias y disfrutar de la lectura del libro de un ingeniero-poeta, de un valiente que ha decidido mostrar sus inquietudes y preocupaciones, sus obsesiones, esas que maceran durante años en lo más hondo de nuestra mente y que nos definen por lo que decimos, pero también por lo que callamos.

Es en ese altar apagado del silencio, de lo tácito, de lo oculto donde viven los personajes que transitan las dos orillas de este libro. Rostros en un segundo plano que Oscar ilumina con la delicada luz del candil del pintor de ayer, pero con la potencia y la precisión del equipo lumínico del fotógrafo de hoy. Personas a las que les cuesta hablar de sus miedos, de sus preocupaciones o de sus debilidades, quizá porque como apuntaba Baltasar Gracián, «el que confía sus secretos a otro hombre se hace esclavo de él». Pero la verdad siempre acaba saliendo del pozo, desnuda, con su azote, como en el cuadro de Gérôme. Y es ahí donde encontramos el ojo y el verbo de Battistón, certero y empático con sus personajes.

Han sido años de escritura, de aprendizaje y de compromiso que ahora ven la luz en este conjunto de relatos que vais a querer leer de principio a fin. El hecho de categorizarlos como relatos-sí o relatos-no, os lo dejo a vosotros. Aunque, quizá, lo mejor sería celebrar los nexos y arriar de una vez por todas las banderas de la diferencia.

Pero, sobre todo, de la indiferencia. Gracias y suerte, Oscar.

Diego Sotelo

A todes aquelles que nunca rindieron sus sueños ni sus ternuras.

Mis orillas

Pareciera que de un tiempo a esta parte, el mundo se hubiese encogido. Que ya no hay «aquí» ni «allí». Que ningún lugar queda demasiado lejos como para que le crezcan confines o especificidades. Que asistimos a una extinción de las diferencias, un genocidio de los matices. Tal vez, callados inventos de la globalización.

Pero los océanos y las distancias existen. Las generaciones se alejan entre sí más que nunca. Los abismos sociales son más duros y reales que las propias fosas oceánicas. Y crean fronteras, bordes, territorios condenados de antemano. Y con todo esto, espacios de identidades, memorias particulares, lugares sin los cuales no se entiende lo que somos o hemos sido.

Otras veces, uno mismo es el mundo a su alcance. Pero el tiempo y las circunstancias también existen. Y uno se descubre habitado por varios yoes. Desde el niño que soñaba al hombre que pensaba ser hasta el hombre que extraña al niño que fue. Desde el cobarde abochornado al valiente que al menos lo intenta. Desde el transeúnte de los días felices a la víctima de todas las tragedias. Desde el destinatario de los mejores amores al más olvidado del universo. La vida como un constante tránsito hacia o desde las particulares orillas que definen a cada uno de los viajeros existenciales que somos.

Yo nací en Argentina. En una ciudad que se levanta cada día mirando la Cordillera de los Andes. Después anduve por el tiempo y por el mundo hasta que me anclé en Madrid. Siempre me gustó escribir. Sin pretensiones y a mi manera. Dedicatorias ampulosas, poesías que a nadie mostraba. Confesiones sobre el papel para aclararme cuando me perdía. Como es lógico, también me gustaba hacer muchas cosas más. Pero la vida me apretó con otras urgencia distintas. A veces mejores que el gusto de escribir. Otras no: en general, los ineludibles mandatos tanto familiares como sociales. Orillas entre los deseos que definen al ser y el deber-ser con que nos marcaron.

Acaso fue por eso que cuando tuve más tiempo, se me ocurrió escribir con algo más de coherencia. Relatos fundamentalmente. Pequeñas historias inventadas. Pero que luego entendí que eran tan reales como mis recuerdos o mis afectos. Fue también cuando descubrí que tenían orillas. Porque en definitiva, forman parte de mi vida y entonces comienzan en alguna de ellas y terminan en otra. O van y vuelven. Desde el presente a la memoria o viceversa. Desde las personas que me siguen emocionando con su sola existencia hasta las aristas de un mundo que a veces duele más de lo soportable.

Las orillas más evidentes, las que tienen que ver con las geografías concretas de mi vida. A todo esto me refiero cuando modestamente hablo de relatos con dos orillas. Como metáfora de diversidades varias pero también como síntesis. Simbólicas pero tan reales como ese Sur que, como decía el poeta, también existe.

La infancia en la Villa

—¿Qué hacés, boludo? ¿No te das cuenta que si pateás así, la pelota se va al barro?

—¡No me toqués los güevos, Bolita! Pateo como me da la gana. Y tené cuidado. Que si me cabreás, te refriego en el barro a vos también, ¡eh!

La Villa, cuando villa quiere decir miseria. Casi en pleno centro de Buenos Aires. Apenas mil metros la separan del Alvear Palace Hotel, de la noble Plaza San Martín o del inicio de la mítica calle Florida. Pero como si estuviera en otra ciudad, en otro planeta. A modo de frontera, la autovía de peaje que corre elevada hacia el norte rico de la metrópolis. Por abajo, con muros o rejas entre las columnas de cemento que la sostienen. Por arriba, las infranqueables vallas metálicas de seguridad vial.

La Villa y la vida entre casitas desarrapadas, hechas de maderas y chapas de zinc. O de ladrillos de cementos sin pintar. En varias de ellas, ropa tendida en cuerdas atadas sin orden aparente, peleando contra esa humedad de sabor agrio que llega a lomos del río. Calles de tierra y polvo que dibujan un tablero de ajedrez deformado y en movilidad, sobre todo cuando las lluvias y las sudestadas se llevan por delante algunas de las endebles pistas dibujadas por las pisadas y las bicicletas. Y por supuesto, sobre el límite más apartado de la autovía, cerca de la Dársena, el potrero. Un pedazo de tierra yerma protegida por una ley no dicha pero sagrada. Algo así como un santuario ordenado por los dioses de todas las pobrezas latinoamericanas que, como ya se sabe, siempre están de acuerdo en esto del futbol y el encuentro de hombres. A primeras horas de la tarde, a la siesta se diría, los pibes más chicos que sueñan con ser Maradona. Messi no, que ese nunca jugó en un auténtico potrero de villa. Luego los más grandes, mientras hubiese luz. Esos casi ya no sueñan, simplemente se desfogan y más de una vez terminan a las piñas por cualquier importante nadería. Que si fue falta o no, que la pelota ya había salido y esas cosas. Y cuando la noche se estira sobre los techos de chapas recicladas, los adolescentes con sus risotadas, sus cumbias villeras y sus tetrabriks de vino peleón o cervezas de litro compradas en algún quiosquito de la Villa.

Su nombre es Jesús, pero los chicos lo llaman el Bolita. Por el lugar de donde procede su familia. Vienen de Jujuy, al norte del país, una provincia donde todavía queda población mestiza o directamente pueblos originarios. Pero en la Villa, a todos los que físicamente son más o menos así, se les toma por bolivianos. Por eso, despectiva aunque a veces cariñosamente, el mote de «bolitas». Como a los peruanos, «perucas»; a los chilenos, «chilotes» o «yorugas» a los uruguayos.

Su papá no es como los otros padres. Al menos eso pensaba Jesús con la inocencia de su cabecita todavía de pibe. En su provincia era albañil, también arreglaba trastos. Y además de leer y escribir, sabía un montón de cosas más. Cuando se vinieron para Buenos Aires, al principio trabajó bien en la construcción. Pero cuando hace un tiempo las cosas se pusieron jodidas (eso escuchaban Jesús y los otros pibes, aunque sin saber muy bien a qué se referían los mayores), ya no salían las changas y al final, se hizo cartonero. Como muchos otros en la Villa. En algunos casos, hasta los gurises más chicos salían con los adultos cuando caía la noche y volvían casi de madrugada, caminando exhaustos al lado de los carritos llenos de cartones, cuidando que no se cayesen, que mojados ya no los querrían las recicladoras.

Jesús alguna vez le pidió a su padre que lo llevase, aunque fuese para conocer. Por lo que contaban algunos de los chicos que iban, no estaba tan mal andar por el centro cuando ya casi no había coches ni gente por las calles. E incluso, a veces la suerte sonreía y además de cartones, se podían encontrar cosas buenas. De hecho, hace unos meses, su papá se había encontrado la pelota de cuero que le regaló. Estaba desinflada y seguramente la habían tirado porque estaba descosida en un par de lugares. Pero su papá sabía arreglarlas. Y para Jesús había sido de lo mejor que le había ocurrido en la vida: tener una pelota de cuero le aseguraba jugar en el potrero, incluso con los que le llevaban dos años o más.

Pero llegó el otoño, las clases, los días más cortos y fríos, y cada tanto, la lluvia traicionera cuando menos te lo esperabas. Como si algún ángel patoso anduviera tirando a su paso todos los fuentones con agua que había en el cielo. Y eso a Jesús le fastidiaba profundamente. Todo se volvía fango, la pelota se mojaba y podía arruinarse el cuero. Así que, antes de volver a casa, la secaba cuidadosamente con los trapos viejos que iba recogiendo por la Villa. Luego la envolvía con papeles que siguieran chupando la humedad y finalmente, la guardaba en el bolso que le había hecho su madre con un pantalón vaquero viejo.

Aunque últimamente, tal vez por esto del cambio de estación, Jesús había empezado a volver más temprano a su casa. Al principio, algunos pocos minutos pero que se fueron estirando. Como si el entusiasmo por los partidos en el potrero se le fuera pasando en cuotas chiquitas. Fue por entonces que su padre, a esa hora ritual del mate tempranero que disfrutaba pensativo, entre sorbos largos y espaciados, le preguntó a su mujer:

—¿No te parece que anda un poco tristón el Jesusito? A lo mejor le está pasando algo. ¿Te ha contado a vos?

—¿Contarme? ¡Qué va a contar! ¡Si en eso es igualito a vos! Cuando tiene algún problema, la procesión le va por dentro y no suelta nada. ¡Está claro que en lo poco hablador no salió a mí!, —dijo, casi como quejándose por el carácter de sufridor silencioso de su esposo. Luego siguió—. Pero no creo. A lo mejor, cosas de su edad, como todos los chicos, pero nada importante. Mirá. Para mí, es que se está haciendo responsable. En la escuela va bien, no hay que estar detrás de él para que haga los deberes. Y ayer mismito lo vi leyendo un libro —concluyó.

—No era un libro. Era un edición especial del Gráfico con lo goles de Maradona cuando jugaba en Boca. Lo encontré entre los cartones… —Se quedó dubitativo unos instantes, como sopesando la situación. Y al final agregó—. Pero es cierto. Con tal que lea, lo que sea está bien. Y seguramente tenés razón. Son tonterías mías, miedos que me agarran. Pero es que a veces lo veo como demasiado inocente, un poco frágil, ¿viste?

La cosa hubiera quedado allí y su padre se hubiese olvidado del tema a los pocos días, de no ser porque Jesús, a la semana siguiente, muy serio, le pidió que lo llevara a cartonear. Si otros pibes de la Villa, incluso más chicos que él lo hacían, no veía por qué no podía ir. El padre dijo que no le gustaba la idea, que él tenía que estudiar. Jesús le prometió que no descuidaría la escuela. Y que además, estaba bastante más adelantado que la clase, sobre todo porque leía mucho. «Hasta los diarios que me traés del centro me leo». Hasta ese momento, su padre estaba convencido de que solo eran para envolver la pelota. No lo esperaba. ¿Sería cierto o era solo para salirse con la suya? Y si fuese cierto, ¿qué leería? ¿Los deportes? ¿Los chanchullos del gobierno que se estaban destapando? ¿Las noticias sobre la cantidad de pibes pobres que salían a afanar y la policía los tumbaba a balazos sin más? Volvió a preocuparse. Sobre todo —aunque pareciese extraño— porque no entendía que un chico de esa edad se entretuviese leyendo diarios atrasados. El caso es que otra vez le vino la idea de que algo raro le estaba pasando al Jesusito.

Al final, quedaron en que viernes y sábado, aprovechando que al otro día no había escuela. Y nada más que un par de semanas, solo para que viera cómo era aquello y punto.

En la madrugada del domingo de la segunda semana, la noche se había quedado quietita, sin viento ni lluvias. Y templada, como si el verano se hubiera arrepentido de haberse ido y se echase atrás. Como por suerte habían encontrado rápido los cartones, regresaban más temprano y menos cansados a casa.

«Se camina mejor por el suelo seco», pensó el padre. Luego, miró el cielo. A pesar de la humedad del río y la contaminación del puerto, vio que estaba todo estrellado. Para él fue como una señal. Sintió que su diosito le estaba diciendo que lo hiciera en ese momento, que no habría otro mejor. Así que, con un sentimiento que le venía desde muy adentro, puso su mano sobre el hombro del hijo y le preguntó:

—¿Qué le pasó a la pelota?

—Nada. Ahí la tengo, debajo de la cama, envuelta con diarios y dentro del bolso, como siempre. ¿Por?

—Perdoname que me haya metido en tus cosas, Jesusito. Pero adentro del bolso, lo único que hay es un cuero acuchillado, relleno de diarios viejos y papeles de envolver. Para que hagan bulto y que parezca que la pelota todavía está inflada. ¿Quién fue?

Silencio de pibe crecido mordiéndose la bronca. Dientes apretados, no fuese que alguna lágrima insumisa se escapase empujada por los recuerdos de aquella tarde en que sí le vinieron las lágrimas. Y ante la mirada del padre que esperaba, apenas una pocas palabras.

—Nadie. ¿Qué importa quién? Ya fue, papá. Dejalo.

El padre no insistió, ni siquiera con ese tipo de silencios que a veces suenan más alto que los gritos. En el fondo, prefería que fuese así, que el Jesusito no fuese un botón, un soplón, un delator, un chismoso de esos que ante cualquier cosita van a quejarse a los adultos.

—Si querés, podemos conseguir otra pelota.

—¿Sí? ¿Dónde? ¿Te creés que no me he dado cuenta de que no hay pelotas tiradas? ¡Sé que la compraste, papá! Usada, pero la compraste.

Unos segundos, diez pasos, una ráfaga de estrellas, una eternidad de instantes para pensar con mucho cuidado en cómo continuar la charla. El padre comprendió que las palabras que dijera iban a ser muy importantes (sabiduría de pobres, decían en la Villa). Lo mejor, ser sincero, pensó.

—Sí, tenés razón, para que te voy a decir otra cosa. Pero bueno, aun así, si ahorro un poquito en yerba o en otras cosas que al final no tienen tanta importancia, podemos llegar, que no es tanta plata.

Jesús le devolvió una mirada serena, linda. No el Bolita ni el Jesusito, sino un Jesús grande, con más cuerpo, como si en las últimas semanas y a escondidas, hubiera pegado un estirón. Y con un cariño sincero, pero sobre todo, con una firmeza que ambos desconocían, agregó: