Relatos góticos - Elizabeth Gaskell - E-Book

Relatos góticos E-Book

Elizabeth Gaskell

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Beschreibung

Desapariciones misteriosas, fantasmas vengativos, caballeros y aristócratas con una doble vida de asesinos y bandidos, maldiciones que se vuelven contra los descendientes de quien las pronunció, encierros en castillos, persecuciones implacables y penosas huidas Los clásicos elementos del género gótico que atrayeron a Elizabeth Gaskell, una de las mayores novelistas del realismo victoriano, podría pensarse que se impusieron, como una evasión fantástica, al carácter cotidiano y a la proyección social de sus temas habituales. Sin embargo, cabe recordar que una de las imágenes clave del género es el hallazgo de un esqueleto en el armario de un pulcro interior doméstico; los secretos que se revuelven, y que regresan con su poder atormentador, afligen a familias corrientes y especialmente a heroínas muy marcadas por su dependiente condición de mujeres.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Elizabeth Gaskell

RELATOS GÓTICOS

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-440-4

Greenbooks editore

Edición digital

Marzo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-440-4
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

I

II

III

IV

I

DESAPARICIONES
No tengo por costumbre leer regularmente la revista Household Words; pero un amigo me envió hace poco algunos números atrasados y me recomendó que leyese
«todos los artículos relacionados con la Policía de Protección e Investigación», lo que en consecuencia hice, no como han hecho los lectores en general, ya que se publicaron semanalmente, o con pausas entre ellos, sino seguidos, como una historia popular de la Policía Metropolitana, y (supongo que también debe considerarse así) como una historia de la fuerza policial de todas las ciudades grandes de Inglaterra. Cuando acabé, no me apetecía seguir leyendo de momento, y preferí entregarme a pensamientos de ensoñación y remembranza.
Recordé primero con una sonrisa cómo localizó a un pariente mío un conocido que había extraviado u olvidado su dirección. Este pariente mío, mi querido primo el señor B., pese a lo encantador que es en muchos aspectos, tiene la peculiaridad de que le gusta cambiar de alojamiento una vez cada tres meses como media, lo que desconcierta bastante a sus amigos del campo, que, en cuanto consiguen memorizar el número 19 de Belle Vue Road, Hampstead, tienen que esforzarse en olvidar esa dirección y en recordar el 271/2 de Upper Brown Street, Camberwell; y así
sucesivamente, hasta el punto de que yo preferiría aprenderme el diccionario de pronunciación de Walker, que hacer memoria de las diversas direcciones que he tenido que poner en las cartas al señor B. los tres últimos años. El verano pasado tuvo a bien trasladarse a un hermoso pueblo situado a menos de diez millas de Londres, donde hay estación de ferrocarril. Allí fue a buscarle su amigo. (No me extenderé sobre el hecho de que, para seguir su rastro hasta allí, y cerciorarse de que residía en R., tuvo que ir antes a tres o cuatro alojamientos distintos en los que había vivido el señor B. Dedicó la mañana a hacer indagaciones sobre su paradero, pero había muchos caballeros que pasaban allí el verano y ni el carnicero ni el panadero pudieron decirle dónde se alojaba). No había constancia de su dirección en la oficina de correos, lo que se explicaba por la circunstancia de que le remitían toda la correspondencia a su despacho de la ciudad. Finalmente el amigo del campo regresó a la estación y, mientras esperaba el tren, decidió preguntar al empleado, como último recurso.
—No, señor, no sé dónde se aloja el señor B. Viajan muchos caballeros en los trenes; pero seguro que puede informarle la persona que está junto a esa columna.
El individuo al que dirigió la atención del indagador tenía aspecto de comerciante: bastante respetable, pero sin la menor pretensión de «señorío», y daba la impresión de que no tenía más tarea urgente que observar con parsimonia a los pasajeros que transitaban por la estación. Sin embargo, cuando le preguntó, contestó
con prontitud y cortesía.
—¿El señor B.? ¿Un caballero alto de cabello claro? Sí, señor, conozco al señor
B. Hará tres semanas o más que se aloja en el número 8 de Morton Villas, pero no le encontrará allí ahora, señor. Se fue a la ciudad en el tren de las once y suele volver en el de las cuatro y media.
El amigo del campo estaba deseando volver al pueblo para comprobar la veracidad de esta afirmación. Dio las gracias a su informador y dijo que visitaría al señor B. en su despacho de la ciudad. Pero, antes de marcharse de R., preguntó al empleado quién era la persona a quien le había remitido para que le informase de la dirección de su amigo.
—Es un agente de la policía de investigación, señor —fue la respuesta.
Ni que decir tiene que el señor B. confirmó la exactitud de la información del policía en todos sus puntos, no sin cierta sorpresa. Cuando me contaron esta anécdota de mi primo y de su amigo, pensé que ya no podrían escribirse más novelas con la misma trama que Caleb Williams[1], cuyo principal interés para el lector superficial estriba en el deseo y el temor de que el protagonista escape de su perseguidor. Hace mucho que leí la obra y he olvidado ya el nombre del caballero agraviado y ofendido cuya intimidad había invadido Caleb; pero sé que la persecución de Caleb, la localización de los diversos escondrijos en que se oculta, el rastreo de sus leves huellas, todo, en realidad, dependía de la energía, la sagacidad y la perseverancia del perseguidor. El interés se debía a la lucha de un hombre contra otro y a la incertidumbre sobre cuál alcanzaría su objetivo al final: el perseguidor implacable o el ingenioso Caleb, que procura ocultarse por todos los medios. Ahora, en 1851, el caballero ofendido pondría a trabajar a la Policía de Investigación, seguro de su éxito. La única duda sería cuánto tiempo tardaría en localizar el escondite, y esa duda no podría prolongarse mucho. Ya no se trata de la lucha entre un hombre y otro, sino entre una vasta maquinaria organizada y un individuo débil y solitario. Nosotros no tenemos esperanzas y temores, sólo certeza. Pero, aunque los materiales de evasión y persecución, siempre que la persecución se limite a Inglaterra, desaparezcan del almacén del que se surte el novelista, a nosotros, por otra parte, ya no puede atribularnos lo más mínimo el miedo a que se produzcan desapariciones misteriosas. Y, como atestiguará cualquiera que se haya relacionado mucho con quienes vivían a finales del siglo pasado, entonces había motivo para tales temores.
Cuando yo era niña, a veces me permitían acompañar a un familiar a tomar el té con una anciana muy lúcida de ciento veinte años… o al menos eso pensaba yo entonces. Ahora creo que tendría unos setenta. Era una mujer animosa e inteligente, y era mucho lo que había visto y conocido que merecía la pena contar. Era prima de los Sneyd, la familia de la que tomó dos de sus esposas el señor Edgeworth; había conocido al comandante André; se había relacionado con la buena sociedad whig que congregaban en torno a ellas la bella duquesa de Devonshire y la «señora Crewe Buff and Blue», y su padre había sido uno de los primeros patronos de la encantadora
señorita Linley[2]. Menciono estos detalles para indicar que era demasiado inteligente y culta por su ambiente, amén de por sus dotes naturales, para dar crédito sin más a lo extraordinario; y sin embargo la oí relatar historias de desapariciones que me obsesionaron mucho más tiempo que cualquier relato fantástico. Una de ellas es la siguiente: la finca de su padre estaba en Shropshire. Y las verjas del parque daban directamente a un pueblo disperso del que era señor. Las casas formaban una calle irregular, un huerto aquí, luego el hastial de una granja, a continuación una hilera de casitas y así sucesivamente. Pues bien, en la casita del final vivían un hombre muy respetable y su esposa. Eran bien conocidos en el pueblo y estimados por los pacientes cuidados que prestaban al padre de él, un anciano paralítico. En invierno, su silla estaba junto al fuego; en verano, le sacaban al espacio despejado que había delante de la casa para que tomase el sol y disfrutara de la plácida diversión que pudiesen procurarle las idas y venidas de los aldeanos. Ni siquiera podía trasladarse de la cama a la silla sin ayuda. Un caluroso día de junio, todos los habitantes del pueblo acudieron a los prados para la siega. Sólo se quedaron los que eran muy viejos o muy jóvenes.
Por la tarde, sacaron como de costumbre al padre anciano que he mencionado para que tomara el sol, y su hijo y su nuera se fueron a la siega. Pero, cuando regresaron a casa al oscurecer, el padre paralítico había desaparecido… ¡se había ido! Y no volvió a saberse nada de él. La anciana que contó esta historia dijo, con la tranquilidad que caracterizaba siempre la sencillez de su relato, que se habían llevado a cabo todas las indagaciones que su padre podía hacer y que no se había aclarado nada. Nadie había visto nada extraño en el pueblo; aquella tarde no se había cometido en el domicilio del hijo ningún pequeño robo para el que el anciano pudiese haber supuesto un obstáculo. El hijo y la nuera (célebre también por la atención que prestaba al padre desvalido) habían estado todo el tiempo en el campo con los demás vecinos. En suma, nunca se explicó el misterio; y el hecho dejó una impresión dolorosa en el ánimo de muchos.
Estoy segura de que la policía de investigación habría aclarado todos los hechos relacionados con el suceso en una semana.
Esta misteriosa historia fue dolorosa, pero no tuvo consecuencias que la hiciesen trágica. La que contaré a continuación (y las anécdotas de desapariciones que relato aquí, aunque tradicionales, se repiten con total fidelidad y mis informadores las creían rigurosamente ciertas) tuvo consecuencias, y tristes además. El escenario es una pequeña villa, rodeada por las extensas propiedades de varios caballeros acaudalados. Hace unos cien años vivía en la villa un procurador con su madre y su hermana. Era el apoderado de uno de los terratenientes de las proximidades y cobraba las rentas los días acordados, que eran, por supuesto, bien conocidos. Acudía en tales ocasiones a un pequeño establecimiento público, situado a unas cinco millas del lugar, donde los colonos se encontraban con él, pagaban sus rentas y eran obsequiados luego con un banquete. Una noche no regresó de este festejo. No
apareció nunca. El caballero del que era apoderado recurrió a los Dogberrys[3] de la época para dar con él y con el dinero desaparecido; su madre, de la que era apoyo y consuelo, le buscó con toda la perseverancia del amor leal. Pero él nunca volvió; y empezó a correr el rumor de que debía de haberse ido al extranjero con el dinero; su madre oía todo lo que se murmuraba a su alrededor y no podía demostrar su falsedad; así que acabó con el corazón destrozado y murió. Años después, creo que unos cincuenta, murió el acaudalado carnicero y ganadero de… Pero, antes de morir, confesó que había asaltado al señor… en el brezal, cerca del pueblo, casi al lado de su casa, con el propósito de robarle, pero que, al encontrar más resistencia de la prevista, se había visto empujado a apuñalarle, y le había enterrado aquella misma noche en la arena suelta del brezal, bastante hondo. Allí encontraron su esqueleto, aunque ya era demasiado tarde para que su pobre madre tuviera conocimiento de que su honra había quedado a salvo. También su hermana había muerto, soltera, porque a nadie le agradaba lo que podía derivarse de emparentar con aquella familia. A nadie le importaba ya si era culpable o inocente.
¡Ay, si hubiese existido entonces nuestra Policía de Investigación!
Esta última no puede considerarse una historia de desaparición misteriosa. Lo fue sólo durante una generación. Pero las desapariciones que no se pueden explicar jamás con ninguna suposición no son insólitas en las tradiciones del siglo pasado. He oído hablar (y creo haberlo leído en uno de los números antiguos de Chambers’s Journal) de una boda que se celebró en Lincolnshire hacia el año 1750. Entonces no era de rigor que la feliz pareja fuese de viaje de novios. Los recién casados y sus amigos celebraban un festejo en casa del novio o de la novia. En este caso, los invitados se encaminaron a la residencia del novio y se dispersaron, yéndose unos a pasear por el jardín, otros a descansar en la casa hasta la hora de la cena. Es de suponer que el novio estaba con la novia, cuando un criado fue a decirle que un desconocido quería hablar con él. Nadie volvió a verlo desde entonces. Se cuenta la misma historia de una antigua casa solariega galesa abandonada, que se alzaba en un bosque cerca de Festiniog. También en ella avisaban al novio para que fuese a atender a un desconocido el día de su boda, y desaparecía de la faz de la tierra; pero esta versión añadía que la novia vivió más de setenta años, y todos los días, mientras la luz del sol o de la luna iluminaba la tierra, se sentaba a vigilar junto a una ventana que daba al camino por el que se llegaba a la casa. Concentraba sus facultades y su capacidad mental en aquella vigilancia agotadora. Y mucho antes de morir, se volvió infantil y sólo tenía conciencia de un deseo: sentarse junto a aquel ventanal a vigilar el camino por el que podría llegar él. Era tan fiel como Evangelina[4], aunque meditabunda y sin celebridad.
El hecho de que estas dos historias similares de desaparición el día de la boda
«prevalezcan», como dicen los franceses, demuestra que todo lo que aumenta nuestra facilidad de comunicación y organización de recursos, aumenta nuestra seguridad en la vida. Si un novio con una indómita Katherine[5] por novia intentase desaparecer
hoy, no tardarían en dar con él y llevarlo de vuelta a casa como fugitivo cobarde, alcanzado por el telégrafo eléctrico y amarrado de nuevo a su destino por un agente de la policía.
Otras dos historias más de desaparición y habré terminado. Os contaré primero la de fecha más reciente porque es la más triste; y concluiremos alegremente (si cabe decir eso). Entre 1820 y 1830 vivían en North Shields una señora respetable y su hijo, que luchaba por adquirir suficientes conocimientos de medicina para poder enrolarse como médico en un navío del Báltico y tal vez ganar de ese modo dinero suficiente para cursar un año de estudios en Edimburgo. Le apoyaba en todos sus planes el difunto y bondadoso doctor G. de aquella población. Creo que el estipendio habitual no era necesario en su caso; el joven hacía muchos recados y tareas útiles que un joven caballero más delicado habría considerado impropias; y residía con su madre en una de las callejuelas que iban de la calle mayor de North Shields hasta el río. El doctor G. había pasado toda la noche con una paciente y la había dejado una mañana de invierno a primera hora para regresar a casa y acostarse; pero pasó antes por casa de su aprendiz y le hizo levantarse y acompañarle para que preparara un medicamento y se lo llevara a la enferma. Así que el pobre muchacho le acompañó, preparó el remedio y salió con él entre las cinco y las seis de aquella madrugada de invierno. No volvieron a verlo. El doctor G. esperó, pensando que estaba en casa de su madre; y ella esperó, creyendo que había ido a hacer su jornada de trabajo; y entretanto, como recordaría después la gente, zarpó del puerto el barco de Edimburgo. La madre esperó su regreso toda la vida; pero unos años después se descubrieron los horrores de Hare y Burke[6] y parece ser que la gente adoptó una visión sombría de su destino; sin embargo, nunca oí que se aclarase del todo, ni que dejase de haber en realidad algo más que conjeturas. Debo añadir que quienes le conocieron hablaban categóricamente de su formalidad y de su excelente conducta, por lo que resultaba sumamente improbable que hubiese huido al mar, o que hubiese cambiado repentinamente por alguna razón sus planes.
La última historia cuenta una desaparición que se aclaró al cabo de muchos años. Hay en Manchester una calle digna de consideración que lleva del centro de la ciudad a una de las zonas residenciales. Esta calle se llama en una parte Garratt y después (cuando adquiere un aire elegante y relativamente campestre) Brook Street. El primer nombre procede de un viejo edificio de paredes blancas y vigas pintadas de negro de los tiempos de Ricardo III, más o menos, a juzgar por el tipo de construcción: lo que quedaba de esa vieja casa ya lo han tapado, pero hace unos años aún era visible desde la calle principal; estaba medio oculta en un terreno desocupado y parecía medio en ruinas. Creo que la ocupaban varias familias pobres, que alquilaban pisos en aquel edificio desvencijado. Pero antiguamente era la mansión Gerrard (¡qué diferencia entre Gerrard y Garratt!) y estaba rodeada de un parque regado por un límpido arroyo, con hermosos estanques de peces (el nombre de estos se preservó, hasta fecha reciente, en una calle próxima), huertos de frutales, palomares y accesorios similares
de las mansiones de tiempos pasados. Creo que pertenecía a la familia Mosley, probablemente una rama del árbol del señor de la mansión de Manchester. Cualquier obra topográfica del siglo pasado relacionada con esa zona aportaría el apellido del último propietario de la casa, y es a él a quien se refiere mi historia.
Hace muchos años, vivían en Manchester dos ancianas solteras de muy respetable condición. Habían vivido siempre en la ciudad y les gustaba hablar de los cambios que se habían producido en el período que recordaban, que se remontaba unos setenta u ochenta años. Tenían además un gran conocimiento de la historia tradicional por su padre, que, lo mismo que su padre antes de él, habían sido respetables abogados de Manchester la mayor parte del siglo pasado, y eran apoderados de varias familias del condado, que, desplazadas de sus viejas posesiones por el crecimiento de la ciudad, obtuvieron cierta compensación con el aumento del valor de cualquier terreno que decidieran vender. Así que los señores S., padre e hijo, actuaron como asesores legales muy reputados y conocían los secretos de diversas familias, una de las cuales se relacionaba con la mansión Garratt.
El propietario de esa finca se casó joven en una fecha indeterminada de la primera mitad del siglo pasado; él y su esposa tuvieron varios hijos y vivieron feliz y plácidamente muchos años. Hasta que un día, el marido tuvo que ir a Londres a resolver un asunto. Era un viaje de una semana en aquellos tiempos. Escribió comunicando su llegada, y creo que no volvió a escribir nunca. Parecía que se lo hubiese tragado el abismo de la metrópoli, porque ningún amigo (y la dama tenía muchas amistades influyentes) pudo averiguar y explicarle qué había sido de él. La idea predominante era que le habrían asaltado los ladrones callejeros que pululaban entonces por la ciudad, que se había resistido y le habían matado. Su esposa fue perdiendo poco a poco la esperanza de volver a verlo y se consagró al cuidado de sus hijos. Y así siguieron las cosas, bastante plácidamente, hasta que el heredero llegó a la mayoría de edad y necesitaron ciertos documentos para poder tomar posesión de la propiedad legalmente. El señor S. (el abogado de la familia) declaró que había entregado aquellos documentos al caballero desaparecido justo antes de su último viaje misterioso a Londres, con el que yo creo que se relacionaban de algún modo. Era posible que aún existieran. Podría tenerlos en su poder alguien en Londres, a sabiendas o no de su importancia. De todos modos, el señor S. aconsejó a su cliente que pusiese un anuncio en los periódicos de Londres, redactado con la suficiente habilidad para que sólo lo entendiera quien guardara los importantes documentos. Y así se hizo; el anuncio se repitió a intervalos durante un tiempo, pero sin ningún resultado. Pero al final se recibió una respuesta misteriosa, especificando que los documentos existían y que se entregarían, pero sólo con ciertas condiciones y al heredero en persona. Así que el joven viajó a Londres y acudió, siguiendo las instrucciones, a una casa antigua de Barbican, donde un individuo, que al parecer le esperaba, le dijo que debía permitir que le vendara los ojos y que le guiara. Luego le llevó por varios pasadizos y, al final de uno, le subieron a una silla de manos y le
llevaron en ella durante una hora o más; siempre declaró que le habían dado muchas vueltas y que creía que al final le habían dejado cerca del punto de partida.
Cuando le quitaron la venda de los ojos, estaba en una sala respetable, de aspecto familiar. Entró un caballero de edad madura y le dijo que, hasta que no hubiese transcurrido cierto tiempo (lo que se le indicaría de una forma determinada, pero cuya duración no se mencionó entonces), debía jurar que guardaría secreto sobre los medios por los que había conseguido los documentos. Lo juró, y el caballero, no sin cierta emoción, reconoció que era el padre desaparecido del heredero. Parece ser que se había enamorado de una damisela, amiga de la persona con quien se alojaba. Había hecho creer a la joven que era soltero; ella respondió de buen grado a sus galanteos y su padre, un tendero de la ciudad, no se mostró contrario al enlace, pues el caballero de Lancashire tenía buena presencia y muchas cualidades que el comerciante creía que resultarían gratas a sus clientes. Se cerró el trato y el descendiente de una estirpe de caballeros se casó con la hija única del tendero de la ciudad, convirtiéndose en socio comanditario en el negocio. Aseguró a su hijo que nunca se había arrepentido del paso que había dado, que su mujer de baja condición era dulce, dócil y afectuosa y que tenían una familia numerosa, próspera y feliz. Preguntó luego afectuosamente por su primera esposa (o debería decir más bien verdadera), aprobó lo que ella había hecho respecto a la hacienda y a la educación de los hijos; pero dijo que estaba muerto para ella lo mismo que ella lo estaba para él. Prometió que cuando él muriese de verdad se enviaría a Garratt un mensaje, cuya naturaleza no especificó, dirigido a su hijo, y que hasta entonces no habría más comunicación entre ellos, pues era inútil intentar descubrirle bajo su incógnito, aunque en el juramento no hubiese quedado prohibido hacer tal cosa. Me atrevo a decir que el joven no tenía grandes deseos de localizar al padre, que sólo lo había sido de nombre. Regresó a Lancashire, tomó posesión de la finca en Manchester y tardó muchos años en recibir el misterioso testimonio de la muerte real de su padre. Entonces explicó los detalles relacionados con la recuperación de los títulos de propiedad al señor S., y a algún que otro amigo íntimo. Cuando la familia se extinguió o abandonó Garratt, dejó de ser un secreto bien guardado y la señorita S., la anciana hija del apoderado de la familia, contó la historia de la desaparición.
Permítaseme decir una vez más que doy las gracias por vivir en los tiempos de la Policía de Investigación. Si me asesinasen o cometiese bigamia, mis amistades tendrían en todo caso el consuelo de estar plenamente informados.
LA HISTORIA DE LA VIEJA NIÑERA
Ya sabéis, queridos míos, que vuestra madre era huérfana e hija única; y diría que también sabéis que vuestro abuelo era clérigo de Westmoreland, de donde soy yo. Yo era sólo una niña de la escuela del pueblo cuando, un día, vuestra abuela fue a preguntar a la maestra si tenía alguna alumna que sirviese para niñera; y me sentí muy orgullosa, os lo aseguro, cuando la maestra me llamó y explicó lo bien que se me daba la costura y que era muy seria y muy formal, hija de padres pobres pero muy respetables. Yo pensé que nada me gustaría más que servir a aquella joven y bella señora, que se ruborizaba tanto como yo al hablar del bebé que iba a tener y de lo que yo debería hacer con él. Pero creo que esta parte de la historia no os interesa tanto como la que creéis que ha de venir después, así que os la contaré ya. Me contrataron y me instalé en la rectoría antes de que naciese la señorita Rosamond (que era el bebé y es vuestra madre). La verdad es que yo tenía bastante poco que hacer con ella al principio, porque no se despegaba de los brazos de su madre y dormía a su lado toda la noche; y qué orgullosa me sentía a veces cuando la señorita me la confiaba. Jamás hubo un bebé igual ni antes ni después, aunque vosotros también habéis sido todos unos niños maravillosos; pero, en cuanto a modales dulces y encantadores, ninguno de vosotros se puede comparar con vuestra madre. Salió a su madre, que era de natural una verdadera dama, una Furnivall, nieta de lord Furnivall de Northumberland. Creo que no tenía hermanas ni hermanos y que se había criado en la familia de milord hasta que se casó con vuestro abuelo, que era sólo un párroco, hijo de un tendero de Carlisle (aunque fuese toda la vida un caballero inteligente y refinado), que trabajó de firme en su parroquia, la cual era muy grande y se extendía por los páramos de Westmoreland. Cuando vuestra madre, la señorita Rosamond, tenía unos cuatro o cinco años, sus padres murieron en cuestión de quince días, uno tras otro. ¡Ay! Qué época tan triste. Mi linda señora y yo esperábamos otro bebé cuando mi amo llegó a casa de uno de sus largos recorridos, empapado y cansado, y cogió la fiebre de la que murió; y ella ya no volvió a levantar cabeza, sólo vivió para ver muerto a su bebé, y tenerlo sobre su pecho antes de dar el último suspiro. Mi señora me había pedido en su lecho de muerte que no abandonase nunca a la señorita Rosamond; y yo habría seguido a la pequeña al fin del mundo aunque ella no me hubiese dicho una palabra.
No habíamos dejado de llorar cuando llegaron los tutores y albaceas a arreglar las cosas. Eran lord Furnivall, el primo de mi pobre y joven señora, y el señor Esthwaite, el hermano de mi amo, un tendero de Manchester, no tan próspero entonces como lo sería luego y con muchos hijos que criar. ¡En fin! No sé si fue algo que acordaron ellos o si fue por una carta que escribió mi señora en el lecho de muerte a su primo,
milord, pero lo cierto es que decidieron que la señorita Rosamond y yo teníamos que ir a Northumberland, a la mansión de los Furnivall, y milord habló como si hubiese sido deseo de su madre que la niña viviese con su familia, y como si él no tuviese ningún inconveniente, ya que una o dos personas no suponía nada en una casa tan grande. Y, bueno, aunque no era así como yo habría querido que se cuidase del futuro de mi inteligente y linda pequeña (que era como un rayo de sol en cualquier familia, por muy grande que fuese), me encantó que toda la gente del valle se quedase admirada al saber que yo iba ser la doncella de la señorita en la mansión Furnivall de milord Furnivall.
Pero me equivoqué creyendo que íbamos a vivir donde vivía milord. La familia había abandonado la mansión Furnivall hacía cincuenta años o más. Yo no podía saber que mi pobre y joven señora nunca había estado allí, aunque se hubiese criado con la familia; y lo lamenté porque me habría gustado que la señorita Rosamond pasara la juventud donde había vivido su madre.
El ayudante de mi señor, a quien hice todas las preguntas que me atreví, me dijo que la mansión estaba al pie de los páramos de Cumberland, y que era muy grande; que vivía allí la señorita Furnivall, una anciana tía abuela de milord, con algunos sirvientes; pero que era un lugar muy saludable y el señor había pensado que sería muy conveniente que la señorita Rosamond viviera allí unos años, y que, además, tal vez alegrara un poco a su anciana tía con su presencia.
Milord me ordenó que preparase las cosas de la señorita Rosamond para un día determinado. Era un hombre serio y orgulloso, como dicen que eran todos los lord Furnivall; y nunca decía una palabra más de las necesarias. Contaban que había estado enamorado de mi señorita; pero ella sabía que el padre de él se opondría y nunca le había escuchado y se había casado con el señor Esthwaite; no lo sé. Lo cierto es que él no se casó nunca. Pero tampoco hizo nunca mucho caso a la señorita Rosamond, como supongo que habría hecho si hubiese querido a su difunta madre. Envió con nosotras a la mansión a aquel ayudante suyo, diciéndole que debía reunirse con él en Newcastle aquella misma noche; así que no hubo mucho tiempo para que nos presentara a todos los extraños antes de deshacerse también de nosotras; y nos dejaron solas a las dos en la vieja casa solariega, pobres criaturas (yo todavía no había cumplido los dieciocho años). Parece que fue ayer cuando llegamos. Habíamos salido de nuestra querida rectoría muy temprano y habíamos llorado las dos como si se nos partiera el corazón, aunque viajábamos en el carruaje de milord, que tan impresionante me parecía entonces. Y, bueno, bastante después del mediodía de un día de septiembre, paramos a cambiar de caballos por última vez en un pueblecito lleno de humo, de carbón y de mineros. La señorita Rosamond se había quedado dormida, pero el señor Henry me dijo que la despertara para que viera el parque de la mansión cuando llegamos. Me daba pena hacerlo, pero obedecí, por miedo a que se quejase de mí al señor. Habíamos dejado atrás todo rastro de población e incluso de aldeas, y habíamos cruzado las verjas de un parque enorme y agreste, no como los
parques de aquí del sur, sino con peñas y el murmullo de arroyos, espinos nudosos y viejos robles, blancos y pelados por los años.
El camino subía unas dos millas y luego vimos una mansión señorial rodeada de árboles, tan próximos a ella, en realidad, que en algunas partes las ramas golpeaban los muros cuando soplaba el viento; y algunas colgaban rotas, como si nadie se cuidase mucho del lugar, ni de podar los árboles y despejar el camino de coches cubierto de musgo. Sólo estaba despejado delante de la casa. La gran entrada oval no tenía malas hierbas, y no había enredaderas ni árboles sobre la larga fachada con muchas ventanas, a ambos lados de la cual se proyectaban las fachadas de las alas laterales, porque la casa, aunque tan desolada, era todavía más grandiosa de lo que yo esperaba. Detrás se alzaban los páramos, que parecían bastante extensos y desiertos. Y a la izquierda de la casa, mirando de frente, había un pequeño jardín de flores antiguo, según descubrí después. Se entraba a él por la puerta de la parte oeste de la fachada. Lo habían plantado despejando el bosque denso y oscuro para alguna antigua lady Furnivall, pero las ramas de los grandes árboles habían vuelto a crecer y lo cubrían con su sombra, por lo que ya no podían crecer allí muchas flores.
Cuando llegamos a la entrada principal y entramos en el vestíbulo, era tan grande, tan enorme e inmenso que creí que nos perderíamos. Un candelabro de bronce colgaba del centro del techo; yo no había visto nunca uno y me quedé mirándolo asombrada. A un lado había una chimenea enorme, tan grande como los muros laterales de las casas en mi tierra, con grandes morillos para sujetar la leña, y delante de ella unos sofás antiguos enormes. En el extremo oeste del vestíbulo según se entraba, un órgano enorme ocupaba casi toda la pared, en la que vi una puerta; y enfrente, a ambos lados de la chimenea, también había puertas que daban a la fachada este; pero esas yo nunca las crucé mientras viví allí, así que no puedo deciros lo que había detrás.
Llegamos al final de la tarde, no habían encendido el fuego y el vestíbulo estaba oscuro y sombrío, aunque no esperamos allí ni un instante. El viejo sirviente que nos había recibido hizo una venia al señor Henry y nos llevó por la puerta del otro lado del gran órgano y luego por varias salas más pequeñas y varios pasillos hasta el salón de la parte oeste, donde dijo que esperaba la señorita Furnivall. La señorita Rosamond estaba la pobre todo el tiempo muy pegadita a mí, como si se sintiese asustada y perdida en aquel enorme lugar; y no es que yo me sintiese mucho mejor. La sala oeste resultaba muy alegre, había un gran fuego encendido, y muchos muebles buenos y cómodos. La señorita Furnivall era una anciana que rondaría los ochenta, diría yo, aunque no estoy segura. Era alta y delgada, con la cara tan llena de arrugas finas que parecía dibujada con la punta de una aguja. Tenía los ojos muy abiertos, supongo que para compensar que era tan sorda que se veía obligada a usar trompetilla. Sentada a su lado y trabajando en el mismo tapiz, estaba la señora Stark, que era su doncella y dama de compañía, y casi tan vieja como ella. Vivía con la señorita Furnivall desde que ambas eran jóvenes y ya parecía una amiga más que una
sirvienta; tenía un aire tan gélido, gris e imperturbable como si no hubiese querido nunca a nadie ni se hubiese interesado por nadie; y no creo que lo hiciera, salvo por su ama, a quien trataba casi como si fuese una niña, debido a la sordera. El señor Henry les dio algún mensaje de mi amo, se despidió de nosotras con una venia (sin reparar en la mano extendida de mi dulce señorita Rosamond), y nos dejó allí plantadas, mientras las dos ancianas lo miraban a través de sus gafas.
Me alegré mucho cuando llamaron al sirviente que nos había recibido y le dijeron que nos llevara a nuestras habitaciones. Salimos del salón y pasamos a otra sala, la cruzamos, subimos un gran tramo de escaleras y seguimos por una amplia galería (que parecía una biblioteca, porque tenía a un lado libros, y al otro, ventanas y escritorios) hasta que llegamos a nuestras habitaciones. No me disgustó saber que quedaban justo encima de las cocinas, pues empezaba a pensar que me perdería en aquella casa laberíntica. Había un antiguo cuarto de niños, que habían utilizado todos los señoritos y las señoritas de la familia hacía mucho tiempo, con un fuego agradable en la chimenea, la tetera hirviendo en la rejilla y la mesa puesta con las cosas del té. Y al lado de aquella habitación estaba el dormitorio de los niños, con una cunita para la señorita Rosamond junto a mi cama. Y el viejo James llamó a su mujer Dorothy para que nos diera la bienvenida; y fueron los dos, él y ella, tan hospitalarios y tan cariñosos con nosotras que la señorita Rosamond y yo empezamos a sentirnos en casa poco a poco. Y cuando terminamos de tomar el té, ya estaba ella sentada en el regazo de Dorothy cotorreando todo lo deprisa que le permitía su pequeña lengua. No tardé en enterarme de que Dorothy era de Westmoreland, y eso en cierto modo nos unía a las dos; y no creo que encuentre nunca gente más amable que el viejo James y su mujer. James había vivido casi toda la vida con la familia de mi señor y creía que no existía nadie tan grande como él. Incluso miraba un poco por encima del hombro a su mujer porque ella sólo había vivido en casa de un labrador antes de casarse con él. Pero la quería mucho, y no podía por menos. Tenían una sirvienta por debajo de ellos para hacer todo el trabajo duro. La llamaban Agnes; y ella y yo, y James y Dorothy, con la señorita Furnivall y la señora Stark, formábamos la familia; ¡sin olvidar nunca, claro, a mi dulce señorita Rosamond! Todos estaban tan pendientes de ella que muchas veces me preguntaba qué harían antes de que llegáramos. Cocina y salón por igual. La triste y severa señorita Furnivall y la fría señora Stark se alegraban cuando llegaba ella gorjeando como un pajarito, jugando y saltando de acá para allá, cotorreando sin parar con su graciosa y alegre cháchara. Estoy segura de que cuando se iba a la cocina lo lamentaban, aunque eran demasiado orgullosas para pedirle que se quedase con ellas, y les sorprendía un poco aquella preferencia. Como decía la señora Stark, no tenía nada de sorprendente, teniendo en cuenta el linaje de su padre. La casona laberíntica era un lugar fabuloso para la señorita Rosamond. Hacía expediciones por todas partes, conmigo detrás pisándole los talones; menos al ala este, que no estaba nunca abierta y adonde ni siquiera se nos ocurría ir. Pero en la parte norte y oeste había muchos sitios agradables, llenos de cosas que nos parecían
curiosidades, aunque tal vez no lo fuesen para quienes habían visto más mundo. Las grandes ramas de los árboles y la hiedra que las cubría oscurecían las ventanas, pero podíamos ver en la penumbra verdosa los jarrones de porcelana antiguos y las cajas de marfil talladas y libros enormes, ¡y, sobre todo, los cuadros antiguos!
Recuerdo que una vez mi querida niña pidió a Dorothy que nos acompañara para que nos dijera quiénes eran los personajes de los cuadros; porque eran retratos de la familia de mi señor, aunque ella no sabía los nombres de todos. Habíamos recorrido casi todas las habitaciones y llegamos al espléndido salón que quedaba encima del vestíbulo, en el que había un retrato de la señorita Furnivall; o señorita Grace, que era como se llamaba entonces, por ser la hermana más pequeña. ¡Debía de haber sido una belleza! Pero con aquel aire resuelto y orgulloso y aquel desdén con que miraban sus bellos ojos, con las cejas enarcadas sólo un poquito, como si le sorprendiera que alguien pudiese cometer la impertinencia de mirarla; y nos miraba frunciendo los labios, mientras la contemplábamos. Yo nunca había visto una ropa como la que llevaba, pero era lo que estaba de moda cuando era joven: un sombrero de un género blanco y blando como piel de castor, echado un poco sobre las cejas, y con un penacho de plumas muy bonito a un lado; y el vestido de raso azul estaba abierto por delante mostrando un peto blanco guateado.
—¡Ay, qué cierto es que somos polvo! —exclamé después de mirarlo bien—. Pero ¿quién diría que la señorita Furnivall fue una belleza tan extraordinaria viéndola ahora?
—Sí —dijo Dorothy—. Por desgracia la gente cambia. Aunque, si es cierto lo que decía el padre de mi amo, la señorita Furnivall, la hermana mayor, era todavía más guapa que la señorita Grace. Su retrato está aquí en un sitio, pero si os lo enseño no debéis decirle a nadie que lo habéis visto, ni siquiera a James. ¿Crees que la señorita se callará?
No estaba muy segura, era una niñita tan dulce, tan atrevida, tan franca y abierta, así que le dije que se escondiera; y luego ayudé a Dorothy a dar la vuelta a un cuadro grande, que no estaba colgado como los otros sino apoyado de cara a la pared. Superaba en belleza a la señorita Grace, desde luego; y creo que también en orgullo desdeñoso, aunque puede que en ese aspecto resultase más difícil decidir. Habría podido pasarme una hora contemplándolo, pero Dorothy parecía un poco asustada por habérmelo enseñado, y volvió a darle la vuelta en seguida y me mandó que corriera a buscar a la señorita Rosamond, porque había algunos sitios peligrosos en la casa en los que no quería que entrara la niña. Yo era una muchacha valiente y animosa y no hice mucho caso de lo que me dijo, porque me gustaba jugar al escondite tanto como a cualquier niño de la parroquia; así que corrí a buscar a mi pequeña.
Los días fueron acortándose a medida que avanzaba el invierno, y, a veces, yo estaba casi segura de que oía un sonido como si alguien estuviese tocando el gran órgano del vestíbulo. No lo oía todas las noches, pero sí bastante a menudo, y casi
siempre cuando acostaba a la señorita Rosamond y me sentaba a su lado en el dormitorio sin moverme, en silencio. Entonces lo oía resonar a lo lejos cada vez más fuerte. La primera noche que lo oí le pregunté a Dorothy cuando bajé a cenar quién había estado tocando música y James dijo muy cortante que era una necia si tomaba por música el murmullo del viento entre los árboles. Pero me di cuenta de que Dorothy le miraba muy asustada, y Agnes, la chica que ayudaba en la cocina, musitó algo y se puso muy pálida. Vi que no les gustaba la pregunta, así que decidí guardar silencio hasta estar a solas con Dorothy, porque sabía que entonces podría sacarle muchas cosas. Así que al día siguiente esperé el momento oportuno e intenté convencerla de que me dijera quién tocaba el órgano, porque sabía muy bien que se trataba del órgano y no del viento, aunque no se lo hubiese dicho a James. Pero os aseguro que Dorothy se había aprendido la lección, porque no conseguí sacarle una palabra. Así que probé con Agnes, aunque siempre la había mirado un poco por encima del hombro, ya que yo estaba al mismo nivel que James y Dorothy, y ella era poco más que su criada. Agnes me dijo que no debía contarlo nunca, y que si alguna vez lo contaba no debía decir que me lo había dicho ella, pero que se oía un ruido muy extraño y que ella lo había oído muchas veces, y sobre todo las noches de invierno y antes de las tormentas; la gente decía que era el señor que tocaba el órgano del vestíbulo como cuando estaba vivo; pero ella no sabía, o no quiso decírmelo, quién era el señor, por qué tocaba y por qué lo hacía precisamente en invierno las noches de tormenta. ¡Bien! Ya os he dicho que yo era una muchacha valiente, así que pensé que era bastante agradable que aquella música grandiosa recorriese la casa, fuese quien fuese el músico; porque la cuestión es que se elevaba sobre las fuertes ráfagas de viento y gemía y se imponía exactamente igual que un ser vivo y descendía luego hasta la más completa suavidad; pero siempre melódica y musical, así que era un disparate decir que era el viento. Al principio creí que podría ser la señorita Furnivall quien tocaba, sin que Agnes lo supiera; pero un día, estaba yo sola en el vestíbulo, abrí el órgano y lo miré todo y miré por dentro, como había hecho una vez con el órgano de la iglesia de Crosthwaite, y vi que, aunque pareciese tan estupendo y tan magnífico por fuera, por dentro estaba todo destrozado; y entonces, a pesar de que era mediodía, se me puso la carne de gallina. Cerré el órgano y me fui corriendo al luminoso y alegre cuarto de los niños. Y después de eso, durante un tiempo, no me gustaba oír la música más que a James y a Dorothy. Y durante todo ese tiempo la señorita Rosamond se había ido haciendo querer más y más. Las ancianas almorzaban pronto y les gustaba que comiera con ellas. James se colocaba detrás de la silla de la señorita Furnivall; y yo, detrás de la de la señorita Rosamond. Todo muy ceremonial. Después de comer, la niña jugaba en un rincón del gran salón, callada como un ratoncito, mientras la señorita Furnivall dormía, y yo comía en la cocina. Pero después se venía muy contenta conmigo al cuarto de los niños, porque, como ella me decía, la señorita Furnivall era muy triste y la señora Stark muy aburrida; pero nosotras éramos bastante alegres. Y, poco a poco, dejé de preocuparme por
aquella extraña música retumbante, que no hacía ningún mal, aunque no supiéramos de dónde procedía.
Aquel invierno fue muy frío. A mediados de octubre empezaron las heladas y duraron muchas semanas, muchas. Recuerdo que un día, a la hora del almuerzo, la señorita Furnivall alzó los ojos tristes y adormilados y le dijo a la señora Stark: «Me temo que vamos a tener un invierno espantoso», en un tono extraño muy significativo. Pero la señora Stark hizo como que no la oía y se puso a hablar muy alto de otra cosa. Mi señorita y yo no nos preocupábamos por la helada; ¡a nosotras no nos importaba! Mientras no lloviera ni nevara, escalábamos las laderas empinadas de detrás de la casa y subíamos hasta los páramos, gélidos y casi sin vegetación, y hacíamos carreras en aquel aire frío y cortante; y en una ocasión bajamos por un sendero nuevo que nos llevó más allá de los dos viejos y nudosos acebos, que se alzaban hacia la mitad de la cuesta que había al este de la casa. Pero empezaban ya a acortarse los días, y el señor, si es que era él, tocaba el órgano cada vez con más pasión y tristeza. Un domingo por la tarde (debía de ser hacia finales de noviembre) le pedí a Dorothy que cuidara a la señorita cuando saliera del salón después de que la señorita Furnivall durmiera la siesta, porque hacía demasiado frío para llevarla conmigo a la iglesia, pero yo quería ir. Dorothy prometió hacerlo muy contenta y quería tanto a la niña que no había motivo para preocuparse; así que Agnes y yo nos pusimos en camino muy animosas, aunque el cielo estaba negro y encapotado sobre la blanca tierra, como si no se hubiera llegado a ir del todo la noche; y el aire, aunque quieto, era muy frío y cortante.
—Va a caer una buena nevada —me dijo Agnes. Y, efectivamente, mientras estábamos en la iglesia, empezó a nevar con copos grandes, tanto que la nieve casi tapaba las ventanas. Dejó de nevar antes de que saliéramos, pero había una capa de nieve blanda y densa y profunda cuando regresamos a casa. Antes de llegar, salió la luna, y creo que estaba más claro entonces (con la luna y con el blanco deslumbrante de la nieve) que cuando habíamos ido a la iglesia entre las dos y las tres. No os he dicho que la señorita Furnivall y la señora Stark no iban nunca a la iglesia. Solían rezar juntas, a su modo lúgubre y silencioso; parecía que el domingo se les hacía muy largo sin poder ocuparse en su bordado. Así que cuando fui a ver a Dorothy a la cocina, para recoger a la señorita Rosamond y llevarla arriba conmigo, no me extrañó nada que me dijera que las señoras se habían quedado con la niña, y no la había llevado a la cocina como yo le había dicho que hiciese cuando se cansase de portarse bien en el salón. Me quité, pues, la ropa de abrigo y fui a buscarla para llevarla a cenar a la habitación de los niños. Pero al entrar en el salón, allí estaban sentadas las dos señoras muy quietas y calladas, diciendo alguna palabra de vez en cuando, pero dando la impresión de que nada tan radiante y alegre como la señorita Rosamond hubiese estado jamás cerca de ellas. Pensé que a lo mejor se había escondido para que no la viera, era uno de sus juegos, y que las había convencido de que simularan que no sabían dónde estaba; así que me puse a mirar silenciosamente debajo de un sofá,
detrás de una silla, haciéndome la asustada porque no la encontraba.
—¿Qué pasa, Hester? —preguntó con aspereza la señora Stark. No sé si la señorita Furnivall me había oído, porque ya os he dicho que estaba muy sorda, y siguió mirando el fuego alicaída, sin moverse.
—Estoy buscando a mi pequeña Rosalina —contesté, todavía convencida de que la niña estaba allí, y cerca de mí, aunque no la viera.
—La señorita Rosamond no está aquí. Hace más de una hora que se fue a buscar a Dorothy —me dijo la señora Stark, y se volvió otra vez hacia el fuego.
Me dio un vuelco el corazón y empecé a lamentar haberme separado de mi pequeña. Volví a la cocina y se lo conté a Dorothy. James había salido a pasar el día fuera, pero ella, Agnes y yo cogimos luces y subimos primero al cuarto de los niños y luego recorrimos toda aquella enorme casa, llamando a la señorita Rosamond y suplicándole que saliera de su escondite y que no nos asustara de aquel modo. Pero no hubo respuesta, ni un sonido.
—¡Ah! —dije yo al fin—. ¿No habrá ido a esconderse al ala este?
Pero Dorothy dijo que era imposible, porque ni siquiera ella había ido nunca allí y creía que tenía las llaves el administrador de mi señor; en realidad, ni ella ni James las habían visto nunca. Así que dije que volvería a ver si se había escondido realmente en el salón sin que se dieran cuenta las ancianas, y que si la encontraba le daría una buena azotaina por el susto que me había dado. No pensaba hacerlo, claro. Volví al salón y le conté a la señora Stark que no la encontrábamos por ningún sitio y le pedí que me dejara mirar bien por allí, porque ahora creía que podía haberse quedado dormida en algún rincón caliente y oculto. ¡Pero no! Miramos en todos los rincones (la señorita Furnivall se levantó temblando de pies a cabeza) y allí no estaba. Volvimos a buscarla en todos los sitios en los que ya habíamos mirado, pero no la encontramos. La señorita Furnivall se estremecía y temblaba tanto que la señora Stark se la llevó de nuevo al calor del salón, pero no sin haberme hecho prometerle que la llevaría a verlas en cuanto la encontráramos. ¡Menudo día! Empezaba a creer que no aparecería nunca, cuando se me ocurrió mirar en el patio delantero, que estaba todo cubierto de nieve. Yo estaba en el piso de arriba cuando miré hacia el patio; pero la luz de la luna era tan clara que pude ver con toda claridad dos pequeñas pisadas que salían de la puerta principal y doblaban la esquina del ala este. No sé cómo llegué hasta allí, pero abrí como pude aquella puerta grande y pesada, me eché la falda del vestido por la cabeza como una capa, y salí corriendo de la casa. Doblé la esquina este y vi en la nieve una sombra negra; pero cuando salí de nuevo a la luz de la luna, vi las pequeñas pisadas que subían y subían hacia los páramos. Hacía un frío espantoso; tanto que, al correr, el aire me cortaba la piel de la cara; pero seguí corriendo, llorando al pensar lo que debía de haber sufrido, el miedo que habría pasado, mi pobrecita niña querida. Y cuando tenía ya los acebos a la vista vi a un pastor que bajaba por la ladera con algo en brazos envuelto en su manta. Me preguntó a gritos si había perdido a una niña; y, al ver que el llanto me impedía hablar, vino
hacia mí y vi a mi niñita, inmóvil y pálida y rígida, en sus brazos, como si estuviera muerta. El hombre me explicó que había subido a los páramos a recoger las ovejas antes de que cayera el intenso frío de la noche y que debajo de los acebos (negras señales en la ladera, donde no había más vegetación en millas a la redonda) había encontrado a mi señorita, mi corderito, mi reina, mi niñita, rígida y fría en el terrible sueño que causa la helada. ¡Ay! ¡Qué alegría y cuántas lágrimas derramé al volver a tenerla en mis brazos! Porque no dejé que la llevara el pastor, sino que la tomé en brazos con manta y todo y la estreché contra mi cálido cuello y mi corazón y sentí que la vida volvía poco a poco a sus pequeños y tiernos miembros. Pero aún no había recuperado el conocimiento cuando llegamos a la casa y yo no tenía ánimo siquiera para hablar. Entramos por la puerta de la cocina.
—Subid el calentador de la cama —dije, y la llevé a su habitación y la desnudé junto al fuego, que Agnes había mantenido encendido. Llamé a mi corderito por todos los nombres dulces y graciosos que se me ocurrieron, aunque tenía los ojos cegados por las lágrimas; hasta que al fin abrió sus ojazos azules. La acosté en la cama caliente y pedí a Dorothy que bajara a decirle a la señorita Furnivall que todo se había arreglado; y decidí pasar la noche entera sentada junto a la cama de mi niña. Tan pronto como su linda cabecita tocó la almohada cayó en un dulce sueño y yo velé a su lado hasta que, al llegar la luz de la mañana, despertó alegre y despejada, o eso creí al principio… y, queridos míos, lo creo ahora.
Me contó que había decidido irse con Dorothy porque las dos ancianas se habían dormido y se aburría mucho en el salón; y que, cuando cruzaba el vestíbulo del oeste, vio por la alta ventana cómo caía y caía la nieve suave y constante; y quiso verla cubriendo el suelo blanca y bonita, así que fue al vestíbulo principal y se asomó a la ventana y la vio suave y brillante sobre el camino; pero cuando estaba allí mirando vio a una niña pequeña, no tan mayor como ella, «pero muy bonita —dijo mi pequeña
—, y aquella niñita me hizo señas de que saliera, y, ¡ay!, era tan bonita, tan dulce que no tuve más remedio que ir». Y luego aquella otra niña le había dado la mano y se habían ido las dos juntas y habían doblado la esquina este de la casa.
—Eres una niñita mala y estás contando mentiras —le dije yo—. ¡Qué le diría tu buena mamá, que está en el cielo, y que nunca en su vida contó ni una mentira, a su pequeña Rosamond, si la oyera contar esas mentiras! ¡Y me atrevo a decir que sí que la oye!
—Te lo digo en serio, Hester —gimió mi niña—, estoy diciendo la verdad. De veras, es cierto.
—¡No digas eso! —le dije, muy seria—. Seguí tus pisadas por la nieve; no se veían más que las tuyas: y si hubieses subido de la mano de la niñita que dices hasta el cerro, ¿no crees que se habrían marcado sus pisadas al lado de las tuyas?
—Y yo qué culpa tengo de que no se marcaran, querida Hester —dijo ella, llorando—; no le miré los pies en ningún momento, pero me apretaba la mano muy fuerte con su manita, y la tenía muy, muy fría. Me llevó por el camino del páramo
hasta los acebos y allí vi a una señora gimiendo y llorando. Pero dejó de llorar en cuanto me vio, y sonrío muy orgullosa y radiante y me sentó en su regazo y empezó a acunarme para que me durmiera; y es lo que pasó, Hester… y es la pura verdad y mi querida mamá lo sabe.
Dijo las últimas palabras llorando, por lo que pensé que tenía fiebre, y fingí creerla, porque volvía a aquella historia una y otra vez y siempre contaba lo mismo. Al fin Dorothy llamó a la puerta, con el desayuno de la señorita Rosamond; y me dijo que las señoras estaban abajo en el comedor y que querían hablar conmigo. Habían estado las dos en el dormitorio de los niños la noche anterior, pero después de que se durmiese la señorita Rosamond, no habían hecho más que mirarla sin hacerme ninguna pregunta.
«Me echarán una bronca —me decía, mientras iba por la galería norte. Pero me armé de valor y pensé—: Pero yo la dejé con ellas, a su cuidado, y son ellas las que tienen la culpa por no haberse dado cuenta de que se marchaba y por no vigilarla». Así que entré sin achicarme y expliqué mi historia. Se lo conté todo a la señorita Furnivall, gritándoselo al oído; pero, cuando mencioné a la otra niñita que estaba fuera en la nieve, y que la llamaba y la tentaba a salir, y que había subido hasta el acebo donde estaba la bella señora, alzó los brazos, sus viejos brazos marchitos, y gritó:
—¡Oh, Dios mío, perdón! ¡Ten piedad!
La señora Stark la sujetó, sin ningún miramiento, me pareció; pero ella se zafó de la señora Stark y me dijo, advirtiéndome y ordenándome en una especie de arrebato:
—¡Hester! ¡Que no se acerque a esa niña! ¡La arrastrará a la muerte! ¡Esa niña malvada! ¡Dile que es una niña mala y perversa!
La señora Stark me mandó salir del comedor, cosa que hice en realidad con mucho gusto. Pero la señorita Furnivall seguía gritando:
—¡Oh! ¡Ten piedad! ¡Es que nunca vas a perdonar! ¡Hace ya tanto tiempo!
Me sentía muy preocupada después de aquello. No me atrevía a dejar a la señorita Rosamond ni de noche ni de día, por miedo a que desapareciera otra vez, por una u otra fantasía; y sobre todo porque había llegado a la conclusión, por la forma extraña en que la trataban, de que la señorita Furnivall estaba loca y me daba miedo que se cerniese algo así sobre mi niñita querida… que fuese cosa de familia, ya sabéis. Y la gran helada seguía sin parar; y, cuando la noche era más tormentosa de lo habitual, entre las ráfagas, y atravesando el viento, oíamos al señor tocando el gran órgano. Pero, con señor o sin él, fuese a donde fuese la señorita Rosamond yo la seguía, pues mi amor por ella, mi linda huérfana desvalida, era más fuerte que el miedo que me daba aquel sonido grandioso y terrible. Además, me correspondía a mí procurar que estuviese alegre y contenta, como correspondía a su edad. Así que jugábamos las dos, e íbamos siempre juntas a un sitio y a otro, a todas partes, porque no me atrevía a perderla de vista otra vez en aquella casona laberíntica. Y sucedió entonces que una tarde, poco antes del día de Navidad, estábamos las dos jugando en la mesa de billar
del gran salón (no es que supiéramos la forma correcta de jugar, pero a ella le gustaba echar a rodar las lisas bolas de marfil con sus lindas manitas y a mí me gustaba hacer lo que ella hiciese). Y poco a poco, sin que nos diésemos cuenta, fue haciéndose de noche en la casa, aunque todavía había luz fuera, y yo estaba pensando llevarla de nuevo a su habitación cuando, de pronto, gritó:
—¡Mira, Hester! ¡Mira! ¡Mi pobre niñita está ahí fuera en la nieve!
Me volví hacia las ventanas alargadas y, efectivamente, vi allí a una niña más pequeña que mi señorita Rosamond, sin ropa adecuada para estar fuera en una noche tan cruda, llorando y golpeando los cristales como si quisiera entrar. Parecía sollozar y gemir, hasta que llegó un momento en que la señorita Rosamond no pudo soportarlo más y corrió hacia la puerta para abrirla, y, entonces, de repente y muy cerca, retumbó el gran órgano tan fuerte y atronador que me hizo temblar, y más aún cuando caí en la cuenta de que, a pesar de la quietud de aquel tiempo mortalmente frío, yo no había oído ningún ruido de las manitas golpeando los cristales; y que, aunque la había visto gemir y llorar, no había llegado a mis oídos ningún sonido. No sé si pensé todo esto en aquel mismo instante; el ruido del gran órgano me había dejado desconcertada; lo único que sé es que alcancé a la señorita Rosamond antes de que abriera la puerta del vestíbulo y me la llevé pataleando y chillando a la gran cocina iluminada, donde estaban Dorothy y Agnes, ocupadas con sus pastelillos de Navidad.
—¿Qué le pasa a mi tesoro? —gritó Dorothy cuando entré con la señorita Rosamond, que lloraba desconsolada.
—No me deja abrir la puerta para que entre mi niñita y se morirá si pasa la noche en los páramos. Eres mala y cruel —dijo, abofeteándome; pero habría podido pegarme más fuerte, porque yo había visto una expresión de pánico en la cara de Dorothy que me había helado la sangre.
—Cierra bien la puerta de atrás de la cocina y echa el cerrojo —le dijo a Agnes. No dijo nada más, me dio uvas pasas y almendras para tranquilizar a la señorita Rosamond, pero ella seguía sollozando por la niña de la nieve y no tocó aquellas exquisiteces. Siguió llorando en la cama hasta que se durmió al fin, por lo que di gracias. Entonces bajé a la cocina y le dije a Dorothy que había decidido llevarme a la niña a Applethwaite, a casa de mi padre; donde podríamos vivir en paz, aunque viviésemos humildemente. Le confesé que ya me había asustado bastante lo del señor que tocaba el órgano; pero que ya no estaba dispuesta a soportarlo más, después de haber visto yo también a aquella niñita llorando, toda emperejilada, como no podía vestir ninguna niña de los alrededores, llamando y aporreando para entrar, pero sin que se oyese ningún ruido ni ningún sonido, con aquella herida oscura en el hombro derecho, y después de que la señorita Rosamond la hubiese identificado de nuevo como el fantasma que había estado a punto de arrastrarla a la muerte (y Dorothy sabía que era verdad).
Vi que cambiaba de color una o dos veces. Cuando acabé de hablar, me dijo que
no creía que pudiese llevarme a la señorita Rosamond, porque era pupila de mi señor y yo no tenía ningún derecho sobre ella; y me preguntó si iba a dejar a la niña a la que tanto quería sólo por unos ruidos y unas visiones que no podían hacerme ningún daño, y que todos ellos habían acabado acostumbrándose. Yo estaba furiosísima y temblaba, y le dije que ella podía decirlo porque sabía lo que significaban las visiones y los ruidos y tal vez hubiese tenido algo que ver con la niña fantasma cuando estaba viva. Y tanto la pinché que acabó contándome todo lo que sabía. Y entonces hubiese preferido no saberlo porque me asusté todavía más.
Me dijo que le habían contado la historia unos viejos del vecindario que aún vivían cuando ella era recién casada, cuando la gente todavía iba a la casa a veces, antes de que tuviera mala fama entre los campesinos, y que lo que le habían contado podía ser cierto o no.
El señor era el padre de la señorita Furnivall (señorita Grace, como la llamaba Dorothy, porque la señorita Maude era la mayor y, por lo tanto, Furnivall por derecho[7]). Al señor le consumía el orgullo. No había hombre más orgulloso en el mundo; y sus hijas eran iguales que él. Nadie era lo bastante bueno para casarse con ellas, aunque tenían muchos pretendientes donde elegir, porque eran las beldades de su época, como yo había visto por los retratos del salón. Pero, como dice el proverbio, «La soberbia acabará abatida»; y aquellas dos bellezas altivas se enamoraron del mismo hombre, que no era más que un músico extranjero al que su padre había hecho venir de Londres para que tocara con él en la mansión. Porque el señor amaba la música por encima de todas las cosas, salvo a sí mismo. Sabía tocar casi todos los instrumentos conocidos; y era una cosa extraña porque la música no le ablandaba, era un viejo fiero y adusto que, según decían, le había destrozado el corazón a su pobre esposa con su crueldad. Estaba loco por la música y dispuesto a pagar lo que fuese por ella. Consiguió así que viniese aquel extranjero, un hombre que hacía una música tan bella que decían que hasta los pájaros dejaban de cantar en los árboles para escucharla. Y, poco a poco, aquel extranjero consiguió tanto ascendiente sobre el señor que no había año que este no le hiciese venir; y fue él quien hizo traer de Holanda el gran órgano e instalarlo donde estaba en el vestíbulo, y quien enseñó al señor a tocarlo. Pero sucedía a menudo que, mientras lord Furnivall no pensaba más que en su excelente órgano y en su música aún más excelente, el extranjero moreno se dedicaba a pasear por el bosque con las señoritas; unas veces con la señorita Maude y otras con la señorita Grace.
La señorita Maude ganó la prueba y se llevó el premio, si puede decirse así, y el músico y ella se casaron sin que nadie lo supiese; y, antes de que él hiciese la siguiente visita anual, ella había dado a luz una niña en una casa de los páramos, mientras su padre y la señorita Grace creían que estaba en las carreras de Doncaster. Sin embargo, aunque era esposa y madre, ninguna de las dos cosas la ablandó lo más mínimo, y seguía siendo tan altiva e irritable como siempre; puede que incluso más, porque tenía celos de la señorita Grace, a quien su marido extranjero hacía la corte,
según le decía a ella, para que no se diera cuenta de lo suyo. Pero la señorita Grace triunfó sobre la señorita Maude y la señorita Maude fue enfureciéndose cada vez más, tanto con su hermana como con su marido; y este, que podía quitarse fácilmente de encima algo desagradable y ocultarse en países extranjeros, se fue aquel verano un mes antes de la fecha habitual y casi amenazó con no volver nunca. Mientras tanto, la niña seguía en la casa del páramo, y su madre mandaba que le ensillasen el caballo y galopaba como una loca por las colinas para ir a verla, una vez a la semana como mínimo; porque ella, cuando quería, quería de verdad; y cuando odiaba, odiaba de veras. Y el señor siguió tocando el órgano, y los sirvientes pensaban que aquella música dulce que tocaba había suavizado su horrible carácter, del que (según Dorothy) podían contarse algunas cosas terribles. Además, enfermó y tenía que andar con un bastón; y su hijo (el padre del lord Furnivall actual) estaba con el ejército en América, y el otro hijo en la mar; así que la señorita Maude podía hacer casi lo que quería, y las relaciones entre ella y la señorita Grace fueron haciéndose cada vez más frías y amargas, hasta que llegó un momento en que apenas se hablaban, salvo cuando estaba presente su padre. El músico extranjero volvió el verano siguiente, pero esa fue la última vez, porque le hicieron la vida tan imposible con sus celos y sus arrebatos de cólera que se hartó y no volvieron a saber de él. Y la señorita Maude, que siempre había tenido la intención de hacer público su matrimonio cuando muriese su padre, se convirtió en una viuda abandonada (sin que nadie supiese que se había casado) con una hija a la que, aunque quisiese con locura, no se atrevía a reconocer viviendo como vivía con un padre al que temía y una hermana a la que odiaba. Cuando pasó el verano siguiente sin que apareciese el extranjero moreno, tanto la señorita Maude como la señorita Grace estaban tristes y lúgubres, y tenían un aire lánguido, aunque parecían tan bellas como siempre. Pero poco a poco la señorita Maude fue recuperando la alegría, porque su padre estaba cada vez más enfermo y más absorto que nunca en la música; y ella y la señorita Grace vivían prácticamente separadas, tenían habitaciones independientes, una en el lado oeste, y la señorita Maude en el este, en los aposentos que estaban cerrados entonces. Así que pensó que podría llevarse a la niña con ella, y nadie tenía por qué saberlo excepto los que no se atrevían a hablar y estaban obligados a creer lo que les dijera, que era la hija niña de un campesino a la que le había tomado mucho cariño. Todo esto, dijo Dorothy, era cosa sabida; pero lo que sucedió después sólo lo sabían la señorita Grace y la señora Stark, que era ya entonces su doncella, y a la que consideraba más amiga de lo que lo había nunca sido su hermana. Pero los sirvientes supusieron, por lo que insinuaban, que la señorita Maude había triunfado sobre la señorita Grace, y le había dicho que el extranjero moreno había estado burlándose todo el tiempo de ella con un amor fingido, porque era su marido. La señorita Grace perdió para siempre el color de las mejillas y los labios desde aquel mismo día, y más de una vez la oyeron decir que tarde o temprano se vengaría; y la señora Stark andaba siempre espiando en las habitaciones del este.
Una noche terrible, poco después de que empezase el año nuevo, en que había una capa de nieve densa y profunda y seguía nevando (tanto que cegaba a cualquiera que estuviese a la intemperie), se oyó un ruido fuerte y violento y por encima de todo la voz del señor maldiciendo y jurando atrozmente, los gritos de una niña pequeña, el desafío orgulloso de una mujer furiosa, el sonido de un golpe y un silencio profundo,
¡y gemidos y llantos alejándose por la ladera! El señor llamó luego a todos los sirvientes de la casa y les dijo, con juramentos atroces y palabras más atroces aún, que su hija se había deshonrado y que la había echado de casa, a ella y a su hija, y que si alguno le prestaba ayuda o le daba comida o cobijo él rezaría para que no pudiese entrar nunca en el cielo. Y la señorita Grace estuvo a su lado todo el tiempo, pálida y quieta como una piedra. Y, cuando el señor acabó de hablar, ella exhaló un gran suspiro, como para indicar que había terminado su tarea y había conseguido su propósito. Pero el señor no volvió a tocar el órgano y murió aquel mismo año, ¡y no es de extrañar! Porque, al día siguiente de aquella noche espantosa, los pastores que bajaban la ladera de los páramos encontraron a la señorita Maude sentada bajo los acebos, sonriendo enloquecida y meciendo a una niña muerta que tenía una marca terrible en el hombro derecho.