Retazos gitanos - Chema Álvarez Pérez - E-Book

Retazos gitanos E-Book

Chema Álvarez Pérez

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Beschreibung

Un libro que nos relata el día a día del pueblo gitano en España, ahondando en esa cotidianeidad que revela todo un concepto de vida que ha permanecido arraigado a sus gentes desde sus orígenes. Un relato que invita a reflexionar sobre este colectivo, donde el autor, basado en su propia experiencia, recupera recuerdos y vivencias tras doce años de trabajo directo con dos comunidades gitanas. Un libro que no marca distancias ni establece barreras sino que despierta interés por este colectivo que tiende a la marginación.

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Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Prólogo

En un mercado persa

El ingenio, ese patrimonio natural

Cultura sí, gracias

¡Aprenda a usar la tele!

Reinas... por un día

De la religión y otras autoridades

Con la droga hemos topado

A vueltas con la vivienda

Justicia gitana

De tabúes y costumbres

Viviendo al día

De niña a mujer

Los miedos gitanos (y payos)

Cosas de la tribu

El azar y la necesidad

Racismos varios

Trabajos y tareas

Los estragos de la droga

Sobre la marginación

Recuerdos y gratitudes

Bíografía del autor

© SAN PABLO 2017 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113

[email protected] - www.sanpablo.es

© Misioneros del Sagrado Corazón, 2017

Texto y fotografías de Chema Álvarez, msc

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375

E-mail: [email protected]

ISBN: 9788428562027

Depósito legal: M. 32.004-2017

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.conlicencia.com).

Dedicado a la tía Trini y al tío Antonio,

y a todos los gitanos de bien que ya

están acompañando y protegiendo a

los suyos desde el Cielo.

¡La gracia del Señor Jesús sea con vosotros!

Os amo a todos en Cristo Jesús.

(1Cor 16,23-24)

Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni

mujer; ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.

(Gál 3,28)

Abrid escuelas y se cerrarán cárceles.

(Concepción Arenal)

Prólogo

Se dicen retazos, trozos o porciones a esos pedazos de tela a veces sobrantes con los que no se sabe qué hacer y restan sueltos por cualquier esquina. A mí me recuerdan a esas personas a las que la sociedad no sabe cómo tratar y menos aún ubicar, salvo que quien decida sobre ellas carezca de sentimientos y no le importe que su destino sea la marginación. Sucede con colectivos muy concretos, como pueden ser los que genera el submundo de la droga o la prostitución, y a mí me los evoca de manera especial la población gitana. Es un colectivo que tiende a la marginación, empujado por su entorno, pero también favorecido por él mismo y su idiosincrasia, y que despierta fácilmente interés en cualquiera que sienta inquietud por las necesidades ajenas, seguramente por esa tendencia. En mí lo despertó como creyente comprometido, y sus consecuencias fueron doce años de trabajo directo con dos comunidades gitanas que nos dejaron, a ellos y a mí, muchas huellas.

Hoy pretendo recuperar esos recuerdos y experiencias a modo de retazos que permitan, a quien lo desee, confeccionarse lo que sería una prenda o retrato de uno de los pueblos más peculiares que configura lo mismo nuestra nación que otras muchas, pues no en vano son de raíces itinerantes y han sabido plantar su tienda por todas partes. No trato, pues, de censurar ni elogiar sino solo narrar, dejando para el lector la reflexión y el comentario que juzgue oportunos. Amo a los hijos de Dios, y los miembros de este pueblo lo son, por más que no sean capaces de valorarse a sí mismos por completo y siempre desde esta perspectiva, y eso es lo que me mueve a hablar del gitano con el respeto que se le debe a un hermano, pero también con la crítica y la corrección que necesita quien debe seguir creciendo en cuerpo, mente y alma. Por eso bien puede decirse que este relato lo es de hechos auténticos que, como dije antes, invitan a reflexionar, y que en modo alguno han de interpretarse como censura o aplauso de individuos o de colectivos. Respeto mucho a todos aquellos a los que durante años conocí y traté, y con los que compartí lo mismo tristezas que alegrías, esfuerzos y descansos, creencias y dudas, y por esa razón mi punto de vista quiere ser el del cronista que, a la par que entretiene, propone el descubrimiento de un mundo que, como otros igualmente ignorados, está en este, a nuestro mismo lado.

“Es un colectivo que tiende a la marginación, empujado por su entorno, pero también favorecido por él mismo y su idiosincrasia”.

Me reservo, por respeto a las personas, su identidad verdadera, lo mismo que detalles concretos que permitieran identificarlas en un tiempo y lugar. Bástame decir que todo lo que describo es auténtico y que siempre me refiero a seres reales por más que sus nombres estén deliberadamente cambiados. Quienes me conocen saben perfectamente de dónde y de quiénes estoy hablando, y a ellos les pido, por idéntico respeto, que no divulguen datos que pudieran molestar, confundir o incluso dañar la reputación de personas determinadas.

Aunque mi trabajo se desarrolló en años pasados y en un lugar concreto, perfectamente puede aplicarse al momento presente y a cualquier otro lugar –como bien podría confirmar cualquiera que ande en estas lides– porque los personajes y las situaciones se repiten con frecuencia. Y esto es porque la dinámica que impulsa al colectivo gitano es de tan lenta evolución y tan dependiente de sus propias reglas que difícilmente progresa al compás de las sociedades en que se radica, por más que estas lo deseen y favorezcan. Aunque está claro que, en la actualidad, ya podemos enorgullecernos todos de contar en la sociedad española con gitanos con estudios superiores y trabajando en lugares destacados de la ciudadanía. Como tampoco tenemos que olvidar que las diferencias patentes entre los grupos gitanos de toda la península y del resto del mundo nos obligan a no generalizar –sin más– al hablar de estas personas, sus peculiaridades y su estilo concreto de vida.

“Ya podemos enorgullecernos todos de contar en la sociedad española con gitanos con estudios superiores y trabajando en lugares destacados de la ciudadanía”.

Por cierto, que emplear palabras como «gitano» o «tribu» en modo alguno son ofensivas. Como tampoco lo son «payo» o «cura» para referirnos a quien esto escribe. Son parte de un lenguaje comúnmente aceptado y compartido con el que solo se pretende que podamos entendernos. Las interpretaciones peyorativas o exclusivas quedan solo para la imaginación de quien quiera marcar distancias y establecer barreras, que no es mi caso.

En un mercado persa

Por aquel entonces, a veces escuchaba yo a Ketèlbey y me gustaban sus pegadizas composiciones, como En el jardín de un monasterio o En un mercado persa, y era esta última la que no sé por qué resonaba en mi cabeza cuando entré por primera vez en el poblado gitano a cuyos ocupantes dedicaría buena parte de mi vida. Ciertamente, el ambiente no tenía el exotismo que planteaba la melodía, ni tampoco los personajes que por allí deambulaban recordaban en nada los cuentos de Las mil y una noches. Chatarra y basuras flanqueaban unas chabolas desiguales en sus proporciones y distribuidas al albur, y solo un camino que prolongaba la parcheada carretera marcaba el que constituía el eje del lugar, que, a su vez, conectaba más adelante y más arriba con la que sería la otra mitad del poblado. Porque eran como dos comunidades en las que se repartía una misma «tribu» familiar, flanqueadas ambas por los árboles que quedaban de un bosquecillo y ubicadas en las afueras de una capital de provincia, a la vera de viviendas unifamiliares y urbanizaciones «payas».

O sea, un «mercado persa» no por su colorido ni por sus ricas mercaderías pero sí por el batiburrillo de cosas, personas y olores, que te golpeaban los sentidos quisieras o no. Y con la música de fondo no de Ketèlbey sino de Los Chunguitos o Los Chichos, que retumbaba por algún que otro rincón. Pero, eso sí, con la algarabía propia de un mercado, por cuanto el gitano habla a gritos lo mismo para pasarse un aviso que para discutir, y los niños no paran de moverse jugando con cualquier cosa y haciendo corro enseguida con el visitante. A mí me lo hicieron siempre, el primer día con la curiosidad de ver quién era ese «payo» que se dejaba caer por allí, y las siguientes visitas atentos a ver qué les traía de nuevo, porque podía llevarles caramelos, pinturas o cuadernos de dibujos y cuentos que les gustaban.

“Un hábito de siglos de sentirse ‘raza aparte’ lleva al gitano a encarar al payo preguntándose, antes de nada, qué beneficio o perjuicio le puede provocar la relación con él”.

Mi encuentro con los mayores fue más serio. Venía avalado por el compañero que me había precedido en ese trabajo y que en ese momento estaba destinado a la otra punta del mapa. Y me acompañaba, para presentarme, la persona que había sido el alma máter de aquel colectivo, la que les ofreció terreno de su propiedad para que vivieran, la que les proporcionó algunas viviendas de construcción e incluso les consiguió una escuelita que fue el motor de la formación elemental de aquellos gitanillos, la que volcó su vida y su esfuerzo para que aquel asentamiento fuera un barrio como los demás. En fin, que mejor introducción no pude tener, y el siguiente paso no fue sino el de ir saludando, casa por casa, a cada familia. Y ahí es donde el «mercado» pasó a ser un remanso de tranquilidad y entendimiento, el propio de cada familia y sus miembros, que se acercaban a ti lo mismo con la curiosidad de compararte con otros curas conocidos que con el propósito manifiesto de obtener algún beneficio de esta nueva relación.

Sí, beneficio, porque antes de alcanzar una buena amistad, que puede hacerse tan gratificante con el gitano como con cualquier otro ser humano, está claro que un hábito de siglos de sentirse «raza aparte» lleva al gitano a encarar al payo preguntándose antes de nada qué beneficio o perjuicio le puede provocar la relación con él. Algo que le hace a uno sentirse en una especie de «examen de utilidad» en su primer encuentro, que solo se superará después de bastantes cafelitos en familia y demostraciones prácticas de lo que se pretende y se puede conseguir. Los mayores del poblado lo captaron enseguida, seguramente por su experiencia de la vida. Y los adultos que los seguían, aunque tardaron un poco más, fueron haciendo causa común con el proyecto que se les ofrecía, que no era otro que el de favorecer su vida y ayudarles a progresar y conseguir su lugar propio en la sociedad. Y no precisamente el de la marginación y el abandono al que parecía apuntar, mal entendido, ese «mercado persa» que se presentaba como un punto negro a las afueras de la ciudad.

Lo que siguió fueron muchas horas y muchos días de visitas y acompañamiento, de trabajos compartidos, de acciones dentro y fuera del colectivo, de proyectos que resultaron y de otros que ni arrancaron, de momentos de charla y de explicación, de actividades religiosas y recreativas, de celebraciones lo mismo de fiesta que de tristeza... Pero que abocaron sabe Dios a qué beneficios o provechos, para los individuos y para el colectivo. Y que a mí me dejaron la huella de una experiencia única y de un conjunto de amistades insospechadas.

Me lo recordaron no hace mucho cuando, después de años sin vernos, me telefonearon para decirme que venían algunos a Madrid para acompañar a uno de ellos en su intervención quirúrgica y querían aprovechar para saludarme. Como siempre en estos casos de hospitales, el gitano no va solo y allá se hace presente media «tribu» para acompañarle. Y así, me encontré yo, en una calle céntrica, a las puertas del hostal donde se hospedaban, rodeado de una multitud de gitanos que gritaban a voces: «¡Pachema!, ¡Pachema!» («¡Padre Chema!»), y me abrazaban recordando viejos tiempos. Seguramente llamábamos la atención por el alboroto momentáneo, y más de uno se preguntaría si no estarían esos gitanos asaltando a un payo. Pero yo me recreaba al ver hechos hombres y mujeres a aquellos niños, que años atrás me rodeaban igualmente pero sin sospechar la amistad que después nos uniría.