Mística para torpes - Chema Álvarez Pérez - E-Book

Mística para torpes E-Book

Chema Álvarez Pérez

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Nos consideramos «torpes» cuando pensamos en el encuentro con Dios y en vivir una relación de intimidad con Él, en parte porque suponemos que es algo reservado a personas muy capaces que viven una vida completamente alejada de la normalidad. Pero lo cierto es que Dios es un regalo para todos, y la mayor torpeza que podemos cometer es ignorarlo y vivir al margen de Él. Estas páginas pretenden ser una ayuda para vivir hoy la espiritualidad. En un lenguaje sencillo y desenfadado, el autor explica qué es la mística y qué pueden ofrecer la mística y la espiritualidad al hombre contemporáneo, presenta el modelo de Jesús de Nazaret y expone algunos conceptos esenciales: contemplación, oración, silencio, reino de Dios, experiencia mística, santidad... El libro se complementa con un epílogo que recoge frases y pensamientos de místicos, santos, filósofos, literatos, etc., que invitan a la vivencia del espíritu.

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Místicapara torpes

Chema Álvarez, msc

© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

Chema Álvarez

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-2856-458-8

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

www.sanpablo.es

Dedicado a los que buscan,

a los que no se conforman con lo ya sabido,

a los que intuyen que hay

otros caminos por recorrer

en el encuentro con Dios.

«Hubo un tiempo en el que yo rechazaba a mi prójimo si su religión no era como la mía. Ahora, mi corazón se ha convertido en el receptáculo de todas las formas religiosas: es pradera de las gacelas y claustro de monjes cristianos, templo de ídolos y Kaaba de peregrinos, Tablas de la Ley y Pliegos del Corán, porque profeso la religión del Amor y voy a donde quiera que vaya su cabalgadura, pues el Amor es mi credo y mi fe».

Ibn ‘Arabi, místico sufí / 1165-1240

«Como hombre que ha dedicado toda su vida a la ciencia, al estudio de la materia, puedo decirles lo siguiente sobre los resultados de mis estudios sobre el átomo: ¡que la materia como tal no existe! Toda la materia se origina y existe únicamente en virtud de una fuerza que hace vibrar las partículas de un átomo y mantiene unido a ese minúsculo sistema solar del átomo… Hemos de asumir la existencia de una mente consciente e inteligente tras esa fuerza, que es la matriz de toda la materia».

Max Planck, Nobel de Física / 1858-1947

Prólogo

El cristiano del siglo XXI será místico o no será.

Karl Rahner

Supongo que sabrás que cuando se estrenó la «era industrial», hace ya más de dos siglos, llegaron a su término muchas cosas y se abrió la puerta a otras nuevas. Y que entre las que iniciaron su decadencia estaban las religiones como elemento aglutinador de creyentes y orientador a nivel social, aunque ni ellas ni quienes las vivían parecieran darse cuenta. ¿Por qué? pues, simplemente, porque todo aquello que las religiones pretendían explicar encontraba otras respuestas y porque las motivaciones para vivir en sociedad que aquellas aportaron al devenir humano empezaban a ser suplidas por otras. Las revoluciones de todo tipo estaban a la orden del día y se proclamaba que el poder ya no emanaba de Dios sino del pueblo, que elegía a sus propios líderes; lo mismo que la Ilustración y el enciclopedismo habían dejado claro que existían otras fuentes del saber en vez de los «libros sagrados» de toda la vida. Por su parte, una ciencia cada vez más atrevida, había constatado detalles como el de que unas simples lentes de aumento, correctamente utilizadas, permitían descubrir otras realidades lo mismo cerca que lejos de nosotros y que, por supuesto, desvelaban que el hombre no podía ser la medida ni del macro ni del micro cosmos. Pero añade tú más cosas que conozcas de aquel momento histórico, pues todo son pinceladas que dibujan el mural de unos tiempos que decimos modernos y contemporáneos. O, si lo prefieres, algunos de los muchos cambios que se pusieron en marcha y que, a grandes rasgos, podrían definirse como el paso evolutivo lógico de una Humanidad llamada a progresar no solo en lo material sino también en lo espiritual.

Pero las religiones, abanderadas de una manera muy concreta y primitiva de crecimiento humano, no parecieron darse cuenta o, quizá, recibieron todos aquellos cambios como una forma más de agresión a principios y costumbres inveteradas e inamovibles. De manera que hoy es el día en que, a pesar de que la posterior evolución de la era industrial sigue ofreciendo verdaderos mundos nuevos en los que proyectar el futuro de la Humanidad, las religiones y sus valedores parecen obstinados en mantener alzadas las banderas de un integrismo que las hace cada vez más obsoletas. Cierto que en algunas –muy, muy pocas–, se ha producido una especie de «aggiornamento», una «puesta al día», que más bien ha servido para dejar clara la separación que hay entre quienes se obstinan en vivir en el pasado y entre los que comprenden que «el vino nuevo requiere odres nuevos», que decía Jesucristo (Mt 9,17). Pero en la mayoría parece darse un estancamiento que cada vez contrasta más con la realidad circundante. Y véase, si no, el contrasentido de esas culturas en las que hoy mismo conviven pensamientos y prácticas medievales con tecnología y criterios de actuación futuristas, como si el tiempo se hubiera detenido en unos aspectos de la vida pero no en otros. Religiones que aceptan la evolución de lo humano en un sentido pero no en otro, permaneciendo ancladas en tradiciones y fórmulas enfrentadas a ese mismo progreso del que se sirven.

Karl Rahner, uno de los grandes teólogos que alimentaron el concilio Vaticano II, aventuró que el cristiano del siglo XXI debería ser un místico para que su religiosidad tuviera sentido en este tiempo, y al proponer esto sugería la necesidad que el hombre actual tendría de espiritualizarse. Y esa es la intuición que tenemos todos los que comprendemos que no pueden entenderse el mundo ni la vida de hoy con la mentalidad gestada al comienzo mismo de la civilización, allá cuando los mitos suplían a la ciencia y los ritos mágicos a la tecnología. Razón por la cual la espiritualidad se nos ofrece hoy no como aquella «escapatoria» de la realidad con que llegó a proponerse en épocas pasadas, o como el entretenimiento particular de los místicos, unas personas especialmente dotadas para alejarse de su tiempo trascendiéndolo, sino como una verdadera propuesta de presente y de futuro para quien busca lo divino.

La espiritualidad es, o debiera ser, el paso evolutivo lógico de una Humanidad que sigue en crecimiento. Y, bien entendida, ni es un «angelismo» ni un pasatiempo para seres captados por lo místico. Porque lo que está en juego es el crecimiento natural de una especie, la humana, dotada de inteligencia y de un espíritu (alma) que son verdaderos dones que no pueden quedar sin su correspondiente usufructo. De manera que el no dar este paso y permanecer anclados en un pasado de, sí, miles de años y de esas relativas seguridades que ofrecen las religiones con su amarre perfecto de lo humano y lo divino, sería tanto como traicionar el espíritu creador que nos anima y frustrar las expectativas que la misma Creación ha sembrado en nosotros.

De la mano de la espiritualidad dejamos atrás el viejo tópico de mirar a Dios como «un problema por resolver», que es una de las ideas motrices que intentaron explicar los mitos del pasado (y un determinado sector de la ciencia en sus inicios y en su modernidad), y pasamos a centrarnos en Dios como «una realidad por descubrir». Partimos del «misterio» que es lo divino y, sin poder ni querer resolverlo, nos planteamos un acercamiento que lo desvele lo justo como para poder disfrutarlo. Porque de eso trata, a fin de cuentas, la espiritualidad: de «disfrutar al Creador y a su creación», aparte de dejar abierta la puerta a una trascendencia por la que ha de caminar la Humanidad en su posterior etapa.

Para esta tarea hemos de prescindir claramente de los mitos del pasado y de las religiones a ellos vinculadas, porque ni explican ni permiten ya avanzar. Cumplieron su función y se lo agradecemos, pero nos desprendemos de ese pasado lo mismo que el reptil se desprende de su vieja piel cuando toca renovarla porque ya no es sino un corsé que le constriñe. Las religiones han sido, lo mismo que la magia y el mito, un importante y necesario escalón de crecimiento humano, tanto en lo social como en lo religioso, pero ahora el relevo de ese crecimiento lo ha de recibir la espiritualidad, que a su vez lo pasará a lo que corresponda en el futuro.

Tanto el análisis como el aprovechamiento de esta espiritualidad es lo que defino como mística, como luego explicaré. Pero ahora, al empezar, quiero insistir en el hecho de que ambas cosas no las entiendo ni las planteo como algo reservado a una élite con especiales conocimientos o capacidades de aprendizaje. Para mí es algo propio de todo ser humano al llegar a una determinada etapa de su particular evolución y por eso creo que se ha de encuadrar en la normalidad y no en la excepción.

Y la razón del título de este ensayo, Mística para torpes, reside precisamente en la universalidad del mensaje y en la adecuación del mismo a personas que pudieran sentirse incapacitadas para recibirlo en razón de sus carencias o ignorancias acerca del tema. Porque la mayoría de los creyentes se encuentran muy limitados en lo religioso a fuerza de vivirlo solo a través de unas religiones que en todo momento les marcaban el camino de lo que había que creer, practicar y ambicionar. Esta cadencia, mantenida secularmente, ha generado unas comodidades que eliminaron de raíz el deseo de descubrir –«Doctores tiene la santa Madre Iglesia que os sabrán responder», que decía el catecismo católico–, y asimismo el ánimo de progresar, dado que «la salvación» estaba bien conseguida y afianzada mediante preceptos y ritos. Y por eso cualquiera que aspire a dar este paso hacia la espiritualización ha de empezar por romper una inercia y superar unos tabúes que tienden a frenarlo además de acomplejarle.

Todo eso genera una determinada «torpeza» que es a la que me refiero cuando propongo una mística fácil de entender y vivir. Una mística que es vivencia de lo espiritual adecuada a quienes en su corazón intuyen lo divino pero que en los ojos de su mente llevan puesta la venda de siglos de condicionamientos y, en su natural inquietud, el miedo a lo difícil y desconocido.

Esta Mística para torpes solo pretende, entonces, ser una ayuda más de las muchas posibles para vivir hoy la espiritualidad, en un tiempo en el que no experimentar lo trascendente es tanto como condenarse a la más banal de las superficialidades, a ser una persona con el cerebro repleto de información y la vida material enriquecida por todo tipo de tecnologías, pero con el corazón vacío y la existencia adocenada. ¿Lo pillas?

I. Qué es la mística

La aventura espiritual de nuestra época consiste en la entrega de la conciencia humana a lo indeterminado e indeterminable.

Carl G. Jung

Seguramente a ti, como al común del personal, la palabra «mística» te remite enseguida al mundo de la teología, a algo que tiene que ver con lo espiritual y la contemplación en personas inmersas en lo religioso. No en vano esta palabra, en su origen, se refiere a «lo oculto», a lo que está escondido y resulta por tanto reservado a buscadores especializados. Pero lo cierto es que esta expresión hace también referencia a la experiencia de lo divino, en general, y por tanto es algo que se ofrece a cualquiera que desee participar en esa búsqueda y en ese encuentro. Así que estate tranquilo, que no te hablaré de temas reservados a iniciados ni pensados para quienes pretenden conocimientos arcanos.

Partiendo de esto, de la alusión que hace la mística a la búsqueda de «lo oculto» y entendiendo por ello el deseo de «experimentar lo divino», me referiré a la mística en parte como un camino que lleva a Dios pero sobre todo como una vivencia de Él. Es decir, no tanto como una meta cuanto como un recorrido. Porque veo que la vida, el mero existir, es un camino que hay que disfrutar independientemente de las expectativas que puedan tenerse acerca de su final o del propósito del mismo. «Vivir la vida» y «Ser místico» serían entonces sinónimos para mí, y no algo contrapuesto como han llegado a proponer quienes han querido hacer del «apartarse del mundo» una forma de perfección.

Creo que cuando Jesucristo decía que «estáis en el mundo pero no le pertenecéis» (Jn 15,19; 17,15-16), no invitaba a enajenarse de esa realidad, a aislarse de ella como pretendieron muchos que física o mentalmente se retiraban al yermo, sino a «no darle el corazón» a algo que lo pudiera cautivar para mal. Es decir, inmersos en la vida, vinculados por completo a ella, pero independientes y autónomos en lo que respecta a las expectativas que, como seres humanos, nos competen. Es lo mismo que también proclamaba Jesucristo al señalar que no había que darle el corazón a las cosas (Mt 6,25ss), no poner la confianza en las riquezas (Mt 6,19; Lc 12,16-21), o que el hombre estaba por encima de leyes y tradiciones (Mt 15,1-20; Mc 2,27; Lc 14,1-5). Necesitamos todo lo que nos ofrece la existencia porque formamos parte de un entramado de vida en el que nada queda al margen de lo demás, y eso nos obliga a vivir en armonía. Y ahí es donde entiendo la mística como una herramienta que faculta el entendimiento con el todo y su disfrute, partiendo de la base de que ahí mismo se encuentra Dios y que no hay que esperar a morirse para verlo y saborearlo.

Ser místico, según esto, no es sino descubrir y vivir la Vida (Dios) que está presente en cada ser, en todo lo que Él ha creado. Y para ello no hay más remedio que poner en juego las capacidades de captación y reflexión, de descubrimiento y progreso, con que la Vida nos ha bendecido, pues esa es su finalidad. Tenemos, la especie humana, el inmenso don de una capacidad intelectual que nos permite interpretar lo inmanente y elucubrar sobre lo trascendente. Y, junto con esa capacidad, la inquietud y las herramientas necesarias para hacerlo, así como una voluntad y una libertad que lo permiten y favorecen. Algo que nos lleva a concluir que estamos abocados a confrontarnos con ese «misterio», ese «oculto» al que alude la mística.

Comprenderás entonces que este descubrimiento se hace en particular, individualmente, porque no deja de ser una forma de diálogo de la criatura con su Creador y nadie lo puede suplir, pero que tiende por sí mismo a ser compartido universalmente por la fuerza aglutinadora que le imprime la Vida. Esto pone en marcha un tipo de relación comunitaria, de entendimiento, similar al de las «ecclesias» primitivas (pequeñas comunidades de oración y vida compartida en torno al Evangelio de Jesucristo), y determinadas prácticas cultuales o ritos propios de la mística. Así, esa «relación comunitaria» consistiría en un entendimiento fraterno compartido y alentado por quienes se sienten y viven este misticismo; y sus ritos y prácticas cultuales podrían consistir en la oración-meditación compartida, la celebración de la Eucaristía –más como comida fraterna que como acto sacrificial–, y la misma práctica comunitaria de la caridad y el servicio.

Decía santa Teresa que «la pura contemplación es recibir», y eso nos ayuda a comprender que esta mística, que se realiza de manera especial mediante la contemplación, consiste básicamente en un «recibir», en un dejarse captar por lo trascendente y recibir de Dios lo mucho que Él quiere participarnos. Porque somos criaturas amablemente dotadas para esa recepción y con las que el Creador encuentra agrado dialogando y experimentando su creación a través de ellas. ¿Y qué mejor uso puede darse a la vida e inteligencia recibidas que el disfrutarlas de la mano de su Autor?

De esta manera, el místico vive la vida trascendiéndola continuamente, encontrando los sentidos que aparentemente se ocultan en todo y viéndolos y viviéndolos con naturalidad. Con esa misma sencillez con la que el niño descubre el mundo que se despliega ante sus sentidos en cuanto es capaz de usarlos. Y disfrutando, por tanto, de lo invisible a la par que de lo visible, recibiendo y llenándose tanto en la materia como en el espíritu. Una manera de entender y vivir la vida que escapa por completo a los estrechos márgenes de las religiones y su elemental mecanismo del «do ut des» (doy para que me des), de ese entendimiento de la relación con lo divino como un simple regateo para conseguir beneficios o evitar ser castigados.

Por ello has de tener bien claro que la aceptación de Dios, de la Vida misma, es el paso primero y básico para la mística. Porque ese Dios, esa «Vida» con mayúscula, no es analizable, enjuiciable ni discutible. Es una realidad que, si se acepta, se manifiesta plenamente para quien lo hace, pero que permanece oculta para todo el que pretende controlar, manipular o dirigir la existencia (la propia y la ajena). De ahí que el descubrir las reglas de la vida, las normas no escritas que todo lo rigen, no tenga por finalidad el controlarlas sino el poderlas disfrutar de la mano de su Autor. Y que lo que llamamos «mal» o sufrimiento deje de ser motivo de cuestionamiento para convertirse en simple experiencia que acerca aún más a la vivencia del Misterio. Es decir, pasar del porqué al para qué, no con ánimo de saber sino de aprender y progresar en la evolución de lo humano, de la materia y el espíritu que nos configuran.

A este respecto, sería bueno que cayeras en la cuenta de que los animales y las plantas con los que compartimos la existencia no se preguntan sino que, simplemente, experimentan y por ello «sienten», a su manera, lo divino. Mientras que nosotros tenemos la capacidad de hacernos preguntas y por ello también el riesgo de obcecarnos en encontrar respuestas, atascándonos en ese querer encontrarle a todo una explicación que no siempre es posible. Hemos recibido un don especial del que seguramente tendremos que rendir cuentas a quien nos lo dio, pero, aparte de eso, ¿verdad que es una pena el no sacarle su rendimiento más elemental?

La aceptación que hizo Jesucristo de la voluntad de Dios (Jn 5,30; 6,38), aun contrariándole en momentos clave de su vida (Lc 22,42; Jn 12,27), y de los trabajos y sufrimientos que le conllevaron, son un buen ejemplo de la mística que lleva a la fusión con Dios en vez de al razonamiento sobre su existencia, su esencia o sus intenciones. Por eso te aconsejo que te acerques al Evangelio y descubras su esencia, pues en él encontrarás el ideario perfecto para el místico de todos los tiempos. (Si me permites la propaganda, este tema lo trato en mi libro El Evangelio para torpes).

El «regalo» que es Dios para nosotros, su experimentación, no es algo que nos llegue como fruto de determinados esfuerzos, rezos, sacrificios u ofrendas. No, pues Él se da gratuitamente a sus hijos porque los ama como obra suya y porque se encuentra naturalmente presente en ellos. El único requisito para empezar a experimentarlo es el «caer en la cuenta» de esa presencia. Y el paso siguiente para disfrutarlo, a mayores, es corresponder a esa presencia amorosa con un amor que es eco del suyo (1Jn 4,10.19). Sabiendo bien que cuanto mayor sea en grado, ese «eco», mayor será la vivencia mística.

II. Mística frente a religión

El hombre no debe tener un Dios pensado ni contentarse con Él, pues cuando se desvanece el pensamiento también se desvanece ese Dios.

Uno debe tener más bien un Dios esencial que se halla muy por encima de los pensamientos de los hombres y de todas las criaturas.

Maestro Eckhart