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La infancia es un tiempo mágico y decisivo. Retornar a ella renueva la vida de los adultos. Así lo defiende el autor citando a Novalis, Rousseau, Wilde y Chesterton, Rilke, Pessoa o Machado, entre otros. El cuento de Peter Pan representa el deseo de no perder la inocencia, la capacidad de imaginar y de creer. En el niño no hay inmadurez: tiene la madurez que corresponde a su edad. Regresar a esa edad es, en cierto sentido, recorrer felizmente la madurez.
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Veröffentlichungsjahr: 2015
Portadilla
Índice
Cita
Dedicatoria
Introducción
Primera parte. Las diversas infancias
1. biología y cultura
2. El descubrimiento de la infancia
Segunda parte. Rasgos de la infancia
3. Cuando aún no se razona
4. Inocencia
5. Clarividencia
6. Se lo creen todo
7. Egoísmo inconsciente
8. La reiteración infantil
9. Niños y animales
10. Juegos de niños
11. Los reyes magos son verdad
Tercera parte. Retorno a la infancia
12. El paraíso perdido
13. Niños y Dios
Cuarta parte. Perennidad de la infancia
14. Ser hijos
15. Aprender a ser niños
16. Visiones de la infancia
Epílogo
Créditos
«Si no os hacéis como niños,
«El niño es el padre del hombre».
(WILLIAM WORDSWORTH, 1770-1850)
Para Emilio; Asier; Diego; Santi, Rocío, Carmen,
Mercedes, Eva y Tito; Cecilia, Cayetana y Clara; Pedro
y Juan; Elías; Mauro y Siro; Juan, José, Cristina
y Jaime; Carlota y Cloe, Teresa y Marta, casi todos
niños, hijos e hijas de buenos amigos y amigas.
«Maxima debetur puero reverentia».
[al niño se debe el mayor respeto].
(JUVENAL)
Esto no es un ensayo de psicología evolutiva sobre la infancia, sino sobre la deseable y posible recuperación en la vida adulta de los valores de la infancia. En la primera infancia, desde el nacimiento hasta el uso de razón, más o menos hasta los siete años, se viven un tiempo mágico y decisivo. La primera infancia puede ser la guía para un consciente y aventurado retorno a esos primeros años, que renueve la vida de los adultos. Esa es la sustancia de estas páginas.
Sobre esto se han pronunciado, entre otros, quienes son citados en estas páginas: Wordsworth, Juvenal, Leopardi, Novalis, Rousseau, Chesterton, La Bruyère, Oscar Wilde, Strawinski, Montaigne, Proust, Catalina de Siena, Borges, Goethe, Hoederlin, William Blake, Pessoa, Antonio Machado, Rilke, Teresa de Calcuta… Asombra que, a pesar de tantos testimonios, una lección tan clara se halle tan mal aprendida.
El retorno al paraíso nada tiene que ver con lo que ha sido llamado «síndrome de Peter Pan». El cuento de James M. Barrie es una defensa de la perennidad de la infancia. Peter Pan representa el deseo de que el niño o niña que hemos sido no desaparezca nunca al afrontar el resto de la vida, y sigamos siendo niños en el aprecio de la inocencia, en la capacidad de imaginación, en la actitud de creer, en la esperanza en lo maravilloso, en los caminos mágicos. No en la inmadurez, casi siempre asociada a un egoísmo que en el adulto —a diferencia del niño— no es inocente.
En el niño no hay inmadurez alguna: tiene la madurez que pide su edad. El cuento de Peter Pan es un canto de nostalgia por la niñez. «Lo mejor de todo es ser niño. Lo segundo mejor de todo es escribir sobre ser niño», dejó dicho James M. Barrie en sus Cuadernos.
Esa edad se divide en dos etapas. La primera va desde el nacimiento hasta la «explosión» de los dos años, teniendo en cuenta que esa edad, como otros periodos de tiempo de la infancia, no es igual para todos los niños y niñas, como no lo son el echar a andar o el empezar a hablar.
La segunda etapa, desde los dos a los siete u ocho, registra la aparición de la inteligencia intuitiva y los sentimientos interindividuales espontáneos. Es sobre todo en esta etapa cuando la infancia alcanza todo su esplendor. Los padres y parientes deberían ser muy conscientes de esto, para no perderse ni un solo día de sus hijos e hijas, porque es una sucesión de maravillas que nunca se volverá a repetir. Si el bebé despierta, antes que nada, ternura y protección, el niño de esta edad produce un divertido asombro: tal es su aún algo inconsciente descubrimiento de sí mismo, de los demás, del mundo, desde una pequeña pelusa en el suelo hasta el infinito despliegue de las estrellas.
Se trata aquí precisamente sobre esa etapa,, no en sí misma, no como un resumen de psicología evolutiva. Es la somera descripción de lo que luego se propondrá como una meta para el descubrimiento de un modo de ser adulto que poco o nada tiene que ver con los criterios habituales: una racionalización extrema alternada con un ceder interesado ante las conveniencias, adobado con frecuencia con dosis de cinismo o de doble moral. Lo contrario de la pura libertad de la infancia, en la que todo es inmediato, nada se calcula, la novedad es una corriente continua de exploración del mundo.
En el estudio de la infancia, como en otras cuestiones de psicología y antropología, existen dos teorías o corrientes principales, con muchas variantes: la que se podría llamar empirista y la innatista.
Para la primera, el niño viene al mundo como una pizarra en blanco, y todo lo que aprende lo hace por experiencia, por ensayo y error y por imitación. El conductismo no dirá otra cosa. Casi todas las escuelas empiristas y conductistas son, a la vez, ligera o declaradamente materialistas; tienen menos sensibilidad hacia los aspectos mágicos de la infancia, o simplemente los explican como otros casos de estímulo/respuesta.
Los innatistas sostienen que el niño no es una pizarra en blanco, sino que ya viene con algo, además del no tan seguro «pan debajo del brazo». Innatista máximo fue Platón, para quien el hombre —cuya alma, según él, preexiste a la unión con el cuerpo— ya había visto en la vida de arriba, en el mundo de las ideas, en el mundo perfecto, lo que son realmente las cosas, de modo que aprender no es más que recordar lo que se había olvidado al caer el alma en la tumba (sema) del cuerpo (soma). Pero a distancia de muchos siglos, innatista también puede considerarse Noam Chomsky, al menos en lo que se refiere al lenguaje. La gramática generativa de Chomsky está ahí para demostrar que la inteligencia humana está basada en dispositivos cerebrales especializados e innatos.
La oposición conductismo/innatismo no quiere decir que, si los primeros son materialistas, los segundos no lo sean. Cabe un innatismo igualmente materialista: basta decir que es la evolución la que, sin designio alguno, ha originado los dispositivos cerebrales innatos.
En este libro se está, más bien, en la órbita de un innatismo espiritualista y mágico, basado en la intuición de que la dotación innata no se limita al campo de lo cognitivo, sino que trae consigo aspectos emocionales, difíciles de concretar, pero de los que hay pruebas por todas partes. Este innatismo espiritualista y mágico no es un desdén para la razón, a la que se le reconoce toda su vigencia. Es un paso más. No se trata de una construcción dicotómica —por ejemplo, de intuición contra razón— sino de ir cada vez más hacia delante, de conquistar nuevos espacios de sensibilidad humana.
Este libro está escrito desde la disposición general de la creencia. O, lo que es lo mismo, desde el rechazo al predominio abusivo de una razón que no da entrada al misterio. La diferencia entre la disposición general de racionalismo y la disposición general de creencia es que, por la primera, se tiende a descartar todo lo que no quepa en unos moldes fijados de antemano. Lo que en cada época se considera racional funciona como las horcas caudinas de la experiencia humana. La disposición general de creencia resulta más certera si va acompañada de una crítica razonada al predominio abusivo de la razón. Porque se admite la razón, se está en disposición de señalar sus desviaciones y excesos. No es la disposición que dice non plus ultra, sino la que afirma semper plus ultra. Es la disposición de apertura, de seguir adelante, de trascender. Algo a lo que llama continuamente la libertad.
Esa disposición es capaz de ver en el periodo mágico de la infancia un tiempo que puede enriquecer con señales y signos nuevos la vida del joven, del adulto o del anciano. En este caso el semper plus ultra avanza retrocediendo, porque va, contra el tiempo, a la recuperación de unos años en los que el mundo relucía porque se miraba con ojos limpios, apenas estrenados.
La costumbre, que en cierto modo es un sustituto de la felicidad, tiene también el inconveniente de hacer olvidar los estrenos vitales. Es lo que se admira en el niño, en esta edad: sus sensacionales descubrimientos, en los que lo nuevo irrumpe para él con tal fuerza que se queda quieto con un asombro puro y exacto. El niño es un estreno diario, es una creación continuada, es todo lo contrario de la pesadez de lo mismo. Estrenarse en la vida ensancha sus ojos y su mirada y da a su cara una belleza distinta de cualquier otra.
Los adultos que no saben hacerse como niños ven todo eso como una enésima repetición de lo mismo: un ejemplo más de que la experiencia a veces puede ser un peso y no una conquista. Pero los adultos que saben ver en cada niño un estreno absoluto podrán vivir incluso la vejez con ese asombro en el rostro, porque para ellos el mundo estará continuamente renovándose.
La intención de este libro queda bien expresada en unos versos de Unamuno:
Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños,
yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad;
vuélveme a la edad bonita
en que vivir es soñar.