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"Se ha dicho que en Grecia nos encontramos con obras hechas por hombres de nuestra misma especie. Y es muy cierto, si con ello se pretende indicar la especial consonancia del hombre occidental con la Hélade. El mundo griego fue la cuna de Occidente, la primera semilla de la que germinó nuestro propio mundo. Cuando se estudia su legado, lo hacemos con una actitud muy distinta de la que tomaríamos si estudiáramos el antiguo Egipto, la civilización china, o la milenaria cultura hindú. Porque a pesar de la distancia que nos separa de ellos, comprendemos casi connaturalmente los valores de su creatividad literaria y artística, sus realizaciones políticas, su producción filosófica y científica. Aunque no seamos muy conscientes de ello, llevamos a los griegos en las entrañas".
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Veröffentlichungsjahr: 2006
Retratos de la Antigüedad Griega
Gerardo Vidal Guzmán
© 2006 by Gerardo Vidal Guzmán
© 2006 para todos los países de habla española, excepto Chile, Argentina
y Uruguay by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid
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Fotocomposición: M.T., S.L.
ISBN: 84-321-3584-4
Depósito legal: M-7297-2006
Impreso en España Printed in Spain
Impreso en Gráficas Rógar, S.A., Navalcarnero (Madrid)
E
ste libro nació de mi colaboración en diversas actividades en las que afronté la ardua y gustosa tarea de exponer —de forma sintética y ojalá sugestiva— los tesoros de la cultura antigua. Con esa experiencia por delante, emprendí un trabajo algo más orgánico sobre los griegos. Y me propuse aplicar el mismo criterio que había utilizado en esas conferencias: dejar de lado toda erudición excesiva, abordando sin temor los temas que me parecieran más relevantes para comprender su aporte a la cultura de Occidente.
Barajando estas ideas, comencé a escribir el presente libro, que muy pronto tomó la forma de un conjunto de retratos. Escogí a los personajes más notables de la cultura griega: poetas, filósofos, legisladores, políticos, científicos y oradores. Cada uno de ellos me permitió esbozar, no sólo la estampa de un genio sino, sobre todo, una parte del legado cultural de la Hélade.
En este libro he pretendido ser llano, pero sugestivo, unitario y coherente. De hecho, más que un conjunto disperso de retratos, mi intención es mostrar un solo gran retrato de familia. Como esos en que se reúnen tres generaciones distintas, y en los que es posible descubrir rasgos comunes que se repiten porfiadamente en abuelos, padres, hijos y primos. He intentado hacerlo de forma amena, teniendo siempre en la mira al público en general, pero evitando por todos los medios reducir el discurso a un conjunto más o menos hilvanado de anécdotas.
Tengo deudas importantes con muchos libros sobre Grecia. En primer lugar, con las fuentes clásicas, especialmente Diógenes Laercio y Plutarco. A continuación, con tantos otros autores que me han abierto la comprensión de la Antigüedad y con cuyos libros he pasado horas de auténtico goce, como los de C. Bowra, W. Nestle, B. Farrington, A. Ortega. Finalmente, con aquellos que, sin mayores pretensiones, tienen el extraordinario mérito de transmitir con gracia lo que en otras obras queda sepultado por una aridez innecesaria. Es el caso de I. Montanelli y muchos más que sería largo enumerar.
Agradezco de forma especial a José Luis Widow, George Annastasiou, Jesús Villagrasa, Javiera Píriz y José Manuel Blanco. De todos ellos he recibido una ayuda sin la cual me hubiera sido imposible concluir este trabajo. Y desde luego a la Universidad Adolfo Ibáñez, que siempre ha valorado y apoyado mis trabajos. Mi más profunda gratitud para todos ellos.
Gerardo Vidal Guzmán
Santiago de Chile, enero de 2006
Conocemos muy poco sobre Homero. Para ser sinceros, casi nada. Apenas podemos asignarle una fecha y un lugar en el mapa de la Grecia antigua, y no faltan quienes han negado incluso su existencia. De su vida nos queda apenas una popular conjetura que lo presenta como un poeta ciego, a partir de una etimología más que discutible de su nombre. Y no sólo la historia ha sido mezquina con él: tampoco su obra ofrece ninguna pista interesante sobre su persona.
Tal anonimato no deja de ser irónico si se lo compara con la omnipresencia de sus obras en la cultura griega. Lo cierto es que su Ilíada y su Odisea constituyeron el punto de inicio absoluto de lo que hoy llamamos Grecia. Ellas fueron, no sólo los primeros documentos escritos con que contó su cultura, sino también los que esta consideró más importantes. Los niños aprendían a leer y a escribir copiando sus versos. Más relevante aún, los jóvenes maduraban a la sombra de sus poemas, empapándose hasta la médula de todos sus valores. No en vano Platón afirmaba que Homero había sido el primer educador de la Hélade.
Durante su vida, Homero seguramente desarrolló su talento al servicio de la nobleza de la época, cantando en sus castillos y amenizando sus banquetes. En su trabajo debe haber constituido un verdadero portento. Con toda certeza su fama atravesó, aun durante su vida, los estrechos confines del Asia Menor, donde suponemos que vivió. Y sus primeros éxitos no cayeron jamás en el olvido. A lo largo de su historia, Grecia no cesó jamás de amplificar su fama.
Se solía afirmar que la épica había nacido de la cabeza de Homero como Atenea, la diosa de la inteligencia, había nacido de la cabeza de Zeus: no como un bebé lloroso y balbuciente, sino como una mujer en la plenitud de sus formas y armada para la batalla. Hoy sabemos que Homero formó parte de una escuela secular de rapsodas, y que sus poemas no comenzaron la tradición épica sino que la culminaron. Pero nada de esto aminora sus méritos. Por el contrario, tal vez los realza.
La clase de poetas a la que Homero pertenecía recitaba sus composiciones en los momentos festivos de palacio, cuando nobles y reyes interrumpían sus labores ordinarias para reunirse en banquete. Precisamente por eso, la poesía que cultivaban tenía carácter oral. No estaba compuesta para ser leída en silencio ni mucho menos en privado: debía ser declamada teatralmente, delante de un público ávido de escucharla.
Los poetas épicos, de hecho, constituían el plato fuerte dentro de las elementales diversiones de la buena sociedad de aquella época. Se suponía que una Musa inspiraba sus versos, otorgándoles el don de deleitar a la concurrencia. Se les tenía en gran estima y un complejo ceremonial rodeaba su participación en los festejos palaciegos.
Los temas que cultivaban aquellos poetas eran adecuados a su entorno. Aquel mundo, noble y guerrero al mismo tiempo, amaba sus tradiciones legendarias y gustaba representarse con ellas un pasado heroico, glorioso y sobrehumano. Atentos a complacer a su auditorio, los poetas nutrían su inspiración con excitantes leyendas de guerra: cantaban los tiempos arcaicos, en los que Micenas era «rica en oro»; retrataban una época dorada en que los héroes llenaban el mundo con sus hazañas hasta casi confundirse con los dioses. Precisamente los tiempos de la guerra de Troya.
Los protagonistas de tales poemas eran hombres imponentes, capaces de llenar el campo de batalla con su sola presencia. Todos ellos eran bellos, nobles y valientes, dispuestos a luchar ardorosamente en la guerra, y a morir en la batalla si era preciso, con tal de alcanzar la gloria.
Para el noble público que las escuchaba, aquellas proezas resultaban apasionantes. En ellas veían reflejadas la virtud, la perfección humana en su forma más pura y lograda. Aquellos héroes constituían a sus ojos el ideal supremo de la humanidad. Por lo demás, tenían argumentos de sangre para sentirse fascinados. Cada uno de ellos hubiera podido explicar los lazos de parentesco que lo ligaban a los grandes héroes de las recitaciones de palacio. Y aunque sus conocimientos genealógicos deben de haber sido bastante precarios, seguramente estaban convencidos de que aquellos personajes representaban lo mejor de su propia estirpe.
Con esta vocación áulica y cortesana, los poetas épicos daban en el gusto a su público y generaban un entretenimiento del más alto rango. Memorizaban escenas de guerra, discursos de combate y arengas militares, y combinándolas improvisadamente sabían mantener a su público durante horas al borde de su asiento. La audiencia, enteramente cautivada, se dejaba raptar por la trama, y vivía cada una de aquellas aventuras, sufriendo en carne propia los temores y los anhelos de sus magníficos personajes.
Cómodamente recluida en este contexto, la poesía épica vivió muchos años de producción rica y fecunda. Logró madurar, afinar sus formas y perfeccionar sus relatos. Hasta que llegó el momento del gran Homero. No sólo por su talento, que seguramente fue extraordinario, sino también porque el lugar en el que vivió, la Jonia del s. viii a.C., pudo ofrecerle lo que sus muchos predecesores jamás habían soñado: un escriba capaz de poner por escrito su obra. En aquellos días el alfabeto fenicio comenzaba a prestar sus caracteres a la lengua hablada de la Hélade. Se trataba de un puente inesperado que elevaría a Homero, y a todos sus personajes, a la inmortalidad de las grandes obras literarias.
* * *
La mitología popular ofreció a Homero un marco sugestivo para sus relatos heroicos. La leyenda afirmaba que la guerra de Troya había comenzado en el Olimpo, en una inocente fiesta matrimonial. El enlace era mixto: se trataba de un mortal, Peleo, y una diosa, Tetis, justamente los padres de quien más tarde sería el principal de los héroes que lucharon y murieron en Troya: Aquiles.
En el regocijo de la boda algo fue pasado por alto: Eris, la diosa de la discordia, no fue invitada al banquete. El detalle tuvo trágicas consecuencias. De inmediato Eris ideó una maligna estrategia destinada a alterar bruscamente el plácido orden en que vivían los dioses. Envió una manzana dorada al Olimpo con un mensaje que únicamente decía: «Para la más hermosa». Con tan pocas señas el don de Eris se convirtió instantáneamente en una maldición. En aquella época, tal como en la nuestra, los concursos de belleza desataban todas las pasiones.
Las tres deidades más importantes del Olimpo se mostraron dispuestas a luchar por ese título hasta con las uñas, y así lo hicieron ver a Zeus, el Padre de los dioses. No se trataba de un asunto de poca monta. Hera, Atenea y Afrodita dejaron claro que no abdicarían de sus presuntos derechos sobre la manzana y que llevarían la controversia hasta sus últimas consecuencias.
Zeus comprendió que arriesgaba demasiado asumiendo funciones de juez en ese conflicto. Sabía muy bien de qué eran capaces las mujeres de su casa y prefirió ahorrarse dolores de cabeza, así que se desligó galantemente de tal responsabilidad, comprometiéndose a conseguir un digno jurado.
El padre de los dioses no defraudó las esperanzas de las divinidades. Eligió para aquella tarea al hombre más bello de cuantos había sobre la Tierra, Paris, hijo del rey Príamo, soberano de la ciudad de Troya. Paris era un hombre hermoso, pero llevaba desde su nacimiento una pesada herencia: el oráculo había predicho que, por su culpa, un día la ciudad de Troya sería destruida.
Las tres diosas aceptaron las condiciones del arreglo, seguras de poder interesar al juez con alguno de sus dones. Adelantándose a su fallo, Atenea, la diosa de la inteligencia, le prometió sabiduría si la declaraba vencedora. Hera, esposa de Zeus y soberana de los cielos, le ofreció el poder. Pero a ningún intento de soborno fue tan receptivo Paris como al de Afrodita, diosa de la belleza y del amor, que le prometió, a cambio de su voto, a la mujer más bella que existiera sobre la tierra.
Paris era hombre de carácter frívolo y no supo resistirse a la tentación: hizo un gesto de asentimiento y señaló a Afrodita como la única auténtica dueña de la manzana de la discordia.
Como se ve, se trataba inicialmente de una alegoría de carácter moral: ¿Qué es lo mejor para un hombre, ser un gran rey, un hombre sabio, o vivir en medio de placeres? La ruinosa decisión de Paris era más que expresiva. Porque para desgracia de griegos y troyanos la mujer más bella sobre la tierra estaba felizmente casada.
Se trataba de Elena, hija de Tíndaro y Leda, reyes de Esparta. Poco tiempo antes los reyes de diversas ciudades griegas habían pretendido la mano de la princesa Elena, y Tíndaro, su padre, para evitarse problemas, había dispuesto que la misma Elena escogiera. La elección había recaído sobre Menelao, que pasó a reinar como soberano de la ciudad de Esparta, y que allí vivió tranquilo hasta que el aroma de una manzana tocó a su puerta.
Con la ayuda de Afrodita, flamante vencedora del concurso de belleza, Paris se introdujo en calidad de huésped en el palacio de Menelao y, contrariando todas las leyes de la hospitalidad, sedujo y raptó a Elena, la mujer de su anfitrión. La atracción mutua debe de haber sido inevitable. Se trataba de los dos ejemplares más hermosos de la raza humana. Pero no hay que hacerse ilusiones románticas: un detalle de la leyenda recuerda que Paris no se contentó con robarle la mujer al rey que lo hospedaba, sino que también aprovechó la circunstancia para sacar la dote y llevarse consigo «multitud de tesoros».
Menelao, como cabía esperar, no se tomó bien el asunto. A través de su hermano, el poderoso Agamenón, rey de Micenas, convocó a un consejo a todos sus iguales. Los griegos simpatizaron con Menelao e hicieron propia su humillación. De ahí en adelante los eventos precipitaron. Los griegos formaron un inmenso ejército y dispusieron una flota para salir a la búsqueda de la mujer adúltera. Los reyes aqueos de toda Grecia acudieron al llamado: Ulises, Néstor, los dos Ayax, Diomedes, Aquiles… todos aportaron sus ejércitos a la causa común. Entretanto, Paris se había refugiado en el palacio de su padre, Príamo, en la ciudad de Troya, junto con su nueva mujer y sus tesoros. Y hacia allá se encaminó la flota de los griegos.
El Olimpo, la montaña en la que según la mitología residía la divinidad, se preparó para asistir a una de las mejores distracciones de los últimos tiempos. Los dioses se dispusieron como espectadores de primera fila «mirando desde arriba» y «brindando en copas de oro». No dejaron de manifestar sus preferencias con actitudes de hincha exaltado. Entre las más acérrimas enemigas de los troyanos se contaban Hera y Atenea, las dos diosas que esperaban vengar su humillación con una derrota absoluta de la ciudad que hospedaba a Paris. Y aunque la diosa del amor sensual, Afrodita, contaba poco en la guerra, manifestaba todas sus preferencias por los troyanos. Las cosas se equilibraban con Ares, dios de la guerra y amante de Afrodita, que pagaba los servicios de su querida poniendo sus brazos al servicio de los troyanos. Y con Zeus, que con cierta tibieza, porque no era hombre de meterse en problemas, también apoyaba a la ciudad de Príamo.
El asunto no fue fácil; los griegos debieron luchar diez años antes de poder arrasar la ciudad y recobrar los tesoros perdidos, entre ellos Elena. La guerra sólo culminó con la argucia de Ulises, «fecundo en ardides», que después de tantos años de lucha infructuosa fingió la retirada de los griegos y dejó a las puertas de la ciudad un aparente voto a los dioses: un enorme caballo de madera, símbolo de respeto por el temple que había demostrado Troya durante la guerra.
Los troyanos, que habían resistido las lanzas y las piedras, no se resistieron a la esperanza de la paz. Hicieron entrar aquel enorme caballo y se entregaron a una celebración frenética. Y cuando ya no se tenían en pie por el vino y el banquete, el vientre del caballo se abrió y el grupo de guerreros aqueos ocultos en su interior salió para abrir las puertas de Troya. El ejército de los griegos se encontraba al acecho y en pocas horas la ciudad terminó saqueada y destruida. Elena y sus tesoros volvieron a Esparta y todos los griegos partieron de vuelta a sus casas.
En torno a este gran ciclo legendario giraba una multitud de pequeñas historias relativas a cada uno de sus héroes. La Ilíada narra precisamente una de ellas: un pequeño episodio que habría tenido lugar durante el décimo año de guerra, y que Homero nos propone en el primero de sus versos: la cólera de Aquiles.
Aquiles era hijo de una diosa, Tetis, y de un mortal, Peleo. Era un personaje humano pero con rasgos que lo asemejaban a la perfección de la divinidad; estaba dotado de todas las facultades humanas en su máxima perfección: era valiente, poderoso, hermoso y elocuente; el más grande guerrero de los griegos que luchaban contra Troya.
Desde los primeros versos de la Ilíada, Aquiles se presenta como un personaje terrible y colérico. Agamenón, el jefe militar de la expedición contra Troya, le ha inferido una brutal injusticia: aprovechando su poder político, ha despreciado el valor militar de Aquiles y lo ha humillado quitándole a una de sus esclavas. En el mundo en que vivían Agamenón y Aquiles las mujeres eran parte esencial del botín de un guerrero. Aquiles no estaba dispuesto a soportar tal abuso de poder.
Humillado por la arbitrariedad de Agamenón, Aquiles deja de luchar en favor de los griegos y se recluye en su nave, dispuesto a volver a la guerra sólo cuando el rey de Micenas eche pie atrás y le reconozca su calidad de líder militar indiscutido de los griegos. Lo hace con la venia del cielo: Zeus ha accedido a su petición de conceder la victoria a los troyanos mientras él se encuentre fuera del campo de batalla.
Hasta pasada la mitad del poema, Aquiles se niega a luchar y, sin su presencia, el sitio de Troya comienza a ceder. Carentes de su máximo líder, los aqueos empiezan a ser derrotados por los troyanos, que se aventuran a luchar lejos de sus murallas, y que están a punto de cambiar el destino de la guerra quemando las naves de los aqueos.
Diversos héroes griegos intentan reemplazar a Aquiles: Diomedes Tidida, Áyax Telamonio, Áyax Oileo… Pero es finalmente el héroe de los troyanos, Héctor, quien termina haciendo de la llanura de Troya su propio escenario. El bravo troyano es hermano de Paris, pero también su reverso; es el digno hijo de su padre, Príamo, de quien ha heredado el pundonor y la valentía para luchar por su gente como un héroe en la batalla. Y en ella brilla «como el incendio que arrasa el bosque» o como «el astro de la mañana que se distingue a la distancia». Su sola presencia basta para atemorizar a las filas de los aqueos.
Pero mediado el poema las cosas comienzan a complicarse. Patroclo, el mejor y más íntimo amigo de Aquiles, no soporta la derrota que sufren los griegos. Le pide que le preste su armadura para que, al verlo salir a él armado con ella, crean que Aquiles ha vuelto a la batalla y puedan al menos recobrar el aliento. Aquiles accede y Patroclo sale a la batalla vestido con sus armas. Sin embargo, el combate le es adverso: después de algunas hazañas, Patroclo debe enfrentar a Héctor en un combate singular. Y no tarda en morir a sus manos.
La muerte de su amigo conmueve a Aquiles, que llora inconsolable y jura venganza. De ahí en adelante todo el poema aparece dominado por la furia de Aquiles, que se lanza brutalmente a la lucha, como un asesino sin escrúpulos, atacando a hombres y a dioses. Y sobre todo a Héctor, el verdugo de Patroclo.
La presencia de Aquiles en la batalla provoca el desconcierto en las huestes troyanas, que sólo atinan a ponerse a salvo desordenadamente. Una vez que el ejército troyano se ha refugiado dentro de la ciudad, llega el turno del gran enfrentamiento entre Héctor y Aquiles. Troya contiene el aliento observando desde sus murallas el combate singular. Héctor se sobrepone al terror que le inspira su rival y lo encara a pecho descubierto.
Pero de nada vale su arrojo: en el Olimpo los dioses ponen en la balanza el destino de los dos héroes, y «tiene más peso el día fatal de Héctor, que desciende hasta el Hades». El defensor de Troya cae como un valiente a manos del terrible Aquiles.
Ensañado con el cadáver de su enemigo, Aquiles jura que el cuerpo de Héctor será «pasto de aves y perros salvajes». Y mientras las tropas aqueas humillan el cuerpo inerme de Héctor pinchándolo con sus lanzas, Troya contempla la tragedia envuelta en lamentos y gemidos. La ciudad ha perdido su última esperanza; su destino ha quedado sellado para siempre. La guerra, se dice en la Ilíada, es «sembradora del llanto».
Pero Homero no termina su poema sin antes infundir un rasgo de humanidad en el brutal y despiadado Aquiles. Príamo, el anciano padre de Héctor, se desliza en medio de la oscuridad hasta la tienda del mismo Aquiles, atravesando las tropas enemigas, para pedirle le devuelva el cadáver de su hijo. Como padre, sólo anhela poder llorar sobre el cuerpo exangüe de Héctor y enterrarlo como corresponde a un héroe. El terrible Aquiles se conmueve con el dolor infinito del anciano, porque en él ve reflejado el futuro sufrimiento de su propio padre que, según presiente, sufrirá la muerte de su hijo sin poder abrazar su cadáver. La tensión dramática acumulada durante todo el poema se resuelve en el llanto común de los dos enemigos y la Ilíada concluye así, no con la exaltación de la figura heroica de Aquiles, vencedor, sino con este inesperado abrazo que testimonia la esencial comunidad humana en el sufrimiento y la muerte.
* * *
Como se ve, la fantasía del mito era exuberante. Tanto que durante muchos siglos se consideró que la guerra de Troya, sus escenarios y sus personajes, eran la brillante creación de Homero o, en el mejor de los casos, de una escuela de poetas especializados en inventar historias del pasado. Y si las cosas no continuaron así, se lo debemos en gran medida a Heinrich Schliemann, un estudioso alemán nacido en 1822, que dedicó su vida a demostrarle al mundo de los arqueólogos que a Homero había que tomarlo en serio.
De Schliemann se ha dicho que era la «quintaesencia del romanticismo». Y algo de verdad había en ello. Nació en un pequeño pueblito del norte de Alemania, en el seno de una modesta familia en la que conoció la pobreza y de la que heredó el amor a los clásicos. De su elemental instrucción primaria conservó toda la vida el sueño de ir algún día a buscar por sí mismo los escenarios de la guerra de Troya. Y consiguió los medios para ello. A pesar de sus pobres orígenes, a los cincuenta años era dueño de una gran fortuna que había acumulado con tesón, suerte y talento comercial. Fue justamente por esos años cuando, contra viento y marea, decidió poner en marcha sus proyectos arqueológicos.
Conocía el griego a la perfección —junto con otras doce lenguas— y sabía los versos de la Ilíada y de la Odisea de memoria. Había estudiado con extrema atención sus textos, y si se le hubiera aparecido Aquiles habría sido capaz de hablarle con los mismos términos con que él se dirigía a Patroclo. El mundo de la Ilíada era su propio mundo. Cuando se estableció definitivamente en Grecia corrió la voz de que tomaría por mujer a quien supiera recitar en griego clásico la Ilíada, y así lo hizo. A sus hijos les puso por nombre Agamenón y Andrómaca, y cuando se trataba de rezar, dirigía sus plegarias a Zeus… Podría haber pasado por uno de los protagonistas de la Ilíada perdido en un siglo equivocado.
Locuras aparte, Schliemann fue un estudioso apasionado y apasionante que revolucionó la arqueología de su época. Sus excavaciones, dirigidas por él mismo y a su costo, fueron dignas de un temple de acero. Primero los permisos del gobierno turco, luego meses y meses de búsqueda infructuosa, y finalmente, cuando la Troya de Homero había comenzado a tomar cuerpo bajo su pico y su pala, la interminable discusión con los especialistas que se resistían a conferir credibilidad a los estudios de un extranjero. La verdad es que alguna razón tenían ya que, aunque Schliemann poseía un entusiasmo sin límites, carecía de formación arqueológica: databa a primera vista cuanto encontraba y, si algo le parecía insignificante, no tenía el menor escrúpulo en destruirlo.
Aun así, lo cierto es que Schliemann desenterró a Troya del mito, y la hizo pasar a la historia como una ciudad levantada sobre los Dardanelos, destruida y reedificada nueve veces a lo largo de los siglos. La séptima Troya, la Ilión del poema, habría sido construida en torno al 1275 a.C. Este fue el escenario cantado por Homero: una magnífica urbe saqueada y destruida por el fuego en los mismos años en que Heródoto databa la guerra. Y de Troya, Schliemann pasó a Micenas y de ahí a Tirinto, desenterrando a su paso cuanto trasto pudiera recordar el mundo perdido que cantaban las leyendas de Homero.
Pero ya con la ubicación de Troya las piezas del puzzle comenzaban a cuadrar. Por su estratégica posición, la ciudad seguramente controlaba buena parte del comercio, y por los años de su apogeo constituía, sin duda, una atractiva presa para quien aspirara a dominar el ámbito del Mediterráneo oriental. Y aquí nos encontramos con los aqueos.
Los aqueos eran los primeros pueblos indoeuropeos que se habían instalado en Grecia, seis o siete siglos antes del conflicto. A su llegada habían fundado Micenas, que pronto adquirió el liderazgo entre todas sus ciudades. Con el paso del tiempo se afianzaron como una de las potencias dominantes de la zona y seguramente lucharon con sus vecinos por alcanzar la hegemonía de la región: lograron el dominio del mar Egeo y expandieron su influencia por Chipre, Rodas, Siria, Asia Menor e incluso Sicilia.
Hasta que llegó el momento en que la ola expansionista de los aqueos vino a reventar ante las murallas de Troya. En torno al 1250 a.C. entraron en conflicto con la poderosa ciudad de Ilión, a orillas del río Escamandro. Y la guerra, que en su tiempo tuvo un claro significado político y económico, se transformó, con el paso de los siglos y el genio de Homero, en un poema épico. Los aqueos, simples piratas de su época, se convirtieron en héroes que realizaban hazañas en el campo de batalla. Los hilos políticos del conflicto desaparecieron tras la figura de la hermosa Elena y el devenir de los acontecimientos de guerra se pobló de intervenciones divinas. Y llegó un momento en que fue difícil reconocer la historia, sepultada bajo la exuberancia del mito.
Los acontecimientos históricos que vivió la península colaboraron bastante en esta transformación. Poco después de la guerra, en el s. xi a.C., llegó a Grecia una nueva oleada de conquistadores indoeuropeos. Se trataba de los dorios, un pueblo guerrero que con sus armas de hierro —hasta ese momento se habían usado sólo las de bronce— asoló el dominio aqueo, desarticulando su poderío militar, sus relaciones comerciales, sus equilibrios políticos y su modesta cultura. El choque sumió a Grecia en una época de oscuridad de la que no se repuso sino hasta el octavo siglo antes de Cristo; justamente el momento en que Homero comenzó a cantar sus poemas. En esos siglos oscuros se fraguó el mito de la Guerra de Troya. De este modo, el mundo de los aqueos sobrevivió a la invasión doria y llegó, en alas de la leyenda, a la nueva Grecia que comenzaba.
* * *
A caballo entre la historia y la leyenda, Homero amenizaba con sus cantos las fiestas palaciegas de la nobleza jónica. Pero el tiempo acabó entregándole más altas responsabilidades. Los griegos adoptaron muy pronto sus obras como el mejor estandarte de su orgullo nacional. En ellas encontraron reflejados todos aquellos valores de los que podían jactarse como nación. Y eso significó asignar a Homero un puesto fundamental en la educación de su gente.
En sus poemas los griegos aprendían no sólo a leer y a escribir: aprendían sobre todo a valorar la virtud que debía distinguir a todo hombre de bien. La literatura épica expresaba valores que adquirían fuerza emocional y se transformaban en una educación directa y vital.
Era necesario que así fuera. Grecia fue siempre una cultura de modelos. El griego aspiraba a buscar un desarrollo de sí mismo que lo condujera a la perfección, y para ello requería de ideales, de modelos de virtud dignos de imitar. Y la obra de Homero, más que ninguna otra, fue la cantera donde los buscaron.
Pero partamos por el inicio. En los mitos griegos, la figura heroica por excelencia era la de Hércules. La leyenda contaba que en los años de su juventud Hércules había enfrentado una encrucijada. Dos caminos se le presentaban por delante: el primero era llano y sombreado, y a él lo invitaba una mujer joven y atractiva; el segundo era áspero y difícil, pero terminaba en una cumbre lejana. Este segundo camino era presidido por una mujer maltratada por los años y los esfuerzos, que sólo le ofrecía sudor, fatigas y peligros, pero que le prometía convertirlo finalmente en un dios.
La escena contenía un claro significado simbólico. La alternativa de Hércules era un reflejo de la opción que constituía al héroe. Si Hércules era digno de la admiración y la inmortalidad, lo era justamente por haber elegido el segundo camino. Su decisión venía a enseñar la vitalidad, el empuje y el sacrificio de sí mismo, en medio de grandes hazañas, por alcanzar la gloria.
Este mismo amor por la fama, capaz de sobreponerse a cualquier satisfacción mezquina, era lo que caracterizaba a los personajes de Homero. También ellos dejaban atrás una vida larga y cómoda para afrontar los riesgos de la guerra. Miraban de frente al peligro y sucumbían con la mirada en alto si era necesario, hasta alcanzar con su hombría la inmortalidad de la fama. No eludían los riesgos que el destino les ponía por delante, ni aun la muerte. Y era justamente su amor por la gloria y su desprecio de la muerte lo que los hacía grandes a los ojos de los griegos.
Aquiles estaba muy consciente de que su propio destino no era distinto al de Hércules. Sabía que los dioses habían dispuesto para él la misma alternativa heroica: «Si me quedo a combatir en torno de la ciudad troyana, no volveré a la patria, pero mi gloria será inmortal. Si regreso, perderé la fama, pero mi vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto». Nadie percibía tanto como él la cruda realidad de la muerte como último horizonte de su propio destino. Y no había un solo héroe en la literatura homérica que no tuviera por delante la misma perspectiva. Todos ellos intentaban alcanzar la gloria, pero sabían que su precio era la muerte. Su opción personal de grandeza implicaba necesariamente el sacrificio de sí mismo.
Un ejemplo puede valer por todos. La figura más amable del poema es Héctor, el defensor de Troya. En su drama se percibe con toda claridad la fuerza del ideal que representa. En uno de los episodios de la Ilíada se nos retrata de cuerpo entero (Il. c. VI, vv. 407 ss.). Después de haber realizado grandes hazañas en el campo de batalla, se dirige a la ciudad para pedir a las mujeres que supliquen la ayuda divina. Vuelto a destiempo del combate, se encuentra con su mujer, Andrómaca, quien ruega al héroe de los troyanos que se quede en la ciudad y no se exponga al peligro.
La escena marca un notable contraste entre el mundo masculino y el femenino: la gloria de la valentía militar, frente a la sensibilidad de la esposa que intenta retener al guerrero y mantenerlo a salvo en su propio mundo. Andrómaca elabora un atropellado discurso en el que prevalece su fina sensibilidad de mujer; le recuerda que Aquiles ha matado en un sólo día a su padre y a su hermano, y que él, Héctor, lo es todo para ella. Apelando a sus sentimientos le dice: «Ahora tú eres mi padre, mi venerable madre, mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues, ea, sé compasivo, quédate en la torre, no hagas a un niño huérfano y a una mujer viuda». La estrategia militar de Andrómaca es simple e ingenua: le aconseja a su marido que se refugie dentro de la ciudad con todo el ejército, que refuerce los puntos débiles de las murallas y que, por todos los medios posibles, evite morir en batalla.
Héctor manifiesta todo su cariño hacia Andrómana. Y aunque la estrategia que le propone sea la negación del heroísmo, tiene palabras de infinito afecto para con su mujer. Él sabe «en su espíritu y en su corazón» que la batalla está perdida y que un día Troya será destruida. Le consta que morirá junto con muchos de sus compatriotas y, lo que más le duele, sabe que ese día su esposa será hecha prisionera y trabajará como esclava a las órdenes de otra mujer. Pero ni siquiera eso basta para hacerlo retroceder, porque «me sonrojaría de vergüenza ante los troyanos si no alcanzase una gran gloria y como un cobarde huyera del combate» y «tampoco mi corazón me incita a ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo». Héctor se rige por la lógica del héroe que no retrocede ni busca un escape frente al destino, sino que lo enfrenta con ánimo viril. Ama la gloria más que a sí mismo, y no está dispuesto a renunciar a la fama de su condición heroica, aunque sea a costa de su vida. Como a todo guerrero, le parece mezquino evitar la muerte.
El cuadro dramático se distiende con la introducción de Astianacte, su hijo, a quien Héctor asusta, al querer tomarlo entre sus brazos. Los dos esposos sonríen con ternura y la escena adquiere un tono íntimo. Héctor se quita el casco, toma al niño en sus brazos, lo levanta, y pronuncia una oración a los dioses, propia de un padre orgulloso de su hijo. «¡Zeus y demás dioses! Concededme que este hijo mío sea como yo, ilustre entre los troyanos y muy esforzado; que reine poderosamente en Troya; que digan de él cuando vuelva de la batalla: ¡Es mucho más valiente que su padre!…»
Los héroes griegos viven en un mundo de pundonor militar, de orgullo y de gloria pero, al mismo tiempo, en un mundo trágico cuyo último horizonte es siempre la derrota y la muerte. Saben perfectamente que el fin los acecha, e incluso en sus momentos de victoria tienen plena conciencia de ello. Aun así, afrontan a pecho descubierto las acciones gloriosas, porque en ellas demuestran más que en ninguna otra de qué madera están hechos. Y sobre todo en la muerte encuentran el sello de su grandeza. En palabras de Aquiles: «Oh Madre, ya que me han engendrado para una vida tan breve, que el Olímpico Zeus me conceda al menos la gloria». O como Héctor que, cuando comprende que la muerte se le echa encima a manos de Aquiles, exclama: «Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará ni puedo evitarla. (…) Cumplióse mi destino. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros». El carácter efímero de la existencia constituye para ellos una invitación a la nobleza heroica. Conociendo con toda claridad su destino, los héroes se le adelantan y, dado que es necesario morir, buscan morir gloriosamente.
Y éste no es sólo el destino de los grandes héroes como Aquiles y Héctor. Es el destino de todos los héroes de la Ilíada, aun de los personajes secundarios cuyas hazañas ocupan unos pocos versos. A todos ellos, griegos y troyanos, la épica los rescata del olvido bajo el mismo prisma.
Homero los acompaña uno tras otro en los breves cuadros que de ellos nos presenta. Cuando dos héroes se encuentran frente a frente, todo el resto de la guerra pasa a segundo plano. Los dos hombres se desafían, exponen sus genealogías, hablan como si no estuvieran en medio de un combate. Toda la atención del poeta se concentra en el choque de los héroes que se nos presentan como figuras sobrehumanas: «Igual a Ares, dios de la guerra»; «deiforme»; «semejante a los inmortales»; «no parece hijo de un mortal sino de un dios». En la plenitud de su heroísmo Homero los compara al león, al jabalí, a la tormenta, al incendio que arrasa el bosque; todo su cuerpo y sus armas resplandecen. Mientras vive, el héroe es espléndido y terrible, pero cada vez que afronta el riesgo del combate se expone a la muerte… y nadie está exento del humillante sentimiento del miedo.
Cuando llega la última hora, Homero la describe con cuidado. Se muere «bramando de dolor», «mientras la oscuridad odiosa se apodera de él». «Densas tinieblas cubren sus ojos», «la muerte le cubre con su velo» y el héroe «cae a tierra» mientras «fluye la negra sangre y empapa la tierra». El héroe se reduce a la sombra de una sombra, haciendo absoluto y total el contraste entre la vida y la muerte. Esta es la guerra de la que habla Homero: el escenario de los héroes, «donde se alcanza la gloria». Una gloria que se adquiere al precio de la muerte.
* * *
La perspectiva heroica que enseñó Homero tuvo una larga trayectoria en la cultura y el pensamiento griego. Bastaría sólo pensar en la educación de Alejandro Magno, cinco siglos más tarde, el primero de los émulos de Aquiles, que soñaba con la inmortalidad de la fama más que con las conquistas de su imperio.
Pero aquella lección era mucho más rica de lo que a primera vista pudiera pensarse. Lo que los griegos aprendieron en sus versos les fue de incalculable valor. Los héroes de la Ilíada no se dejaban estar ante un destino inexorable, ni eran marionetas en manos de los dioses. Muy por el contrario. Se presentaban como dueños de su existencia, como constructores y artífices de su propia grandeza, como hombres que por su propia voluntad realizaban hazañas, sin retroceder ante el esfuerzo y el compromiso. Aquellos héroes eran muy conscientes de que su propia valía dependía exclusivamente de sí mismos; no de los dioses ni del destino. Y hubieran considerado una vergüenza abandonarse resignadamente ante las circunstancias. Eran héroes individualistas, poseídos de su propia autoestima; buscaban sobresalir, y aun en medio del dolor de la guerra eran capaces de imponer un rumbo a su existencia.
Los griegos conservaron su ideal como un motor del individualismo y de la creatividad. De él sacaron la idea de que la vida debía llenarse de acciones nobles, de hazañas dignas de la fama y de la gloria, no de vanos conformismos. Y sobre todo, desterraron la sombra de la resignación y del fatalismo que acompañó a tantas otras culturas de su entorno.
En el heroísmo encontraron un modelo que los alentó a la grandeza, por el que cada hombre podía sentirse distinto de los demás, capaz de enfrentar un destino adverso, de luchar contra las circunstancias, y de realizar proezas que perpetuaran su memoria. No en vano habían aprendido de Homero que todo hombre digno demuestra su propia valía rechazando la pusilanimidad, aceptando el esfuerzo y enfrentando el riesgo. Y que de esas actitudes dependía el lugar que cada hombre ganaba en la sociedad.
Igualmente sacaron de Homero la idea de que el sufrimiento y la muerte temprana eran privilegio de hombres grandes. La «muerte heroica» que se había cantado en La Ilíada siguió acompañando como un eco lejano todo el camino de la cultura griega. Para los griegos nada había tan vil como aferrarse a la propia vida y a intereses mezquinos; sabían que en ocasiones la mayor grandeza en la vida consistía, justamente, en renunciar a ella. Y que la derrota, si se la enfrentaba con hombría, no era humillante sino gloriosa. Sin esta lección, por poner sólo un ejemplo, Sócrates hubiera sido muy diferente del que fue, y también Demóstenes.
Del ideal heroico los griegos conservaron también la noción de que el sufrimiento era esencial a la condición humana; que sólo por su medio el hombre se humanizaba, dejando de lado la desmesura y el orgullo; que por el dolor el hombre crecía y maduraba, se «conocía a sí mismo», como amonestaba el oráculo de Delfos, y palpaba sus propios límites. Esos fueron los temas que desarrolló la tragedia.
Desde luego los héroes de la Ilíada eran egocéntricos; vivían y morían por el honor, y podían llegar a ser muy crueles. No sólo con sus enemigos, sino también con sus amigos. Aquiles era perfectamente consciente de que, mientras él se negaba a salir a la batalla, cientos de griegos perecían a manos de Héctor y sus troyanos. Y no parece haber sufrido de escrúpulos por ello.
Pero la filosofía, la tragedia y el pensamiento contribuyeron a limar las asperezas del ideal heroico. Lo renovaron a partir de lo mejor de él mismo: armonizaron las exigencias del honor individual con las de la comunidad (la polis), lo ajustaron a normas éticas y morales y, sobre todo, lo adaptaron a condiciones de paz. Sobre este fondo se comprenden los personajes de la tragedia de Esquilo, o las especulaciones platónicas sobre la estructura del alma. Porque la perspectiva heroica que los griegos heredaron de la épica homérica formó, en buena medida, su mentalidad. Y su cultura, a cada paso que daba, parecía estar repensando el primero de todos ellos.
Homero fue el gran educador de Grecia, el primer horizonte moral de la Hélade. La Ilíada y la Odisea acompañaron a los griegos a lo largo de toda su historia. Y su compañía fue fecunda. Muy pocas son las creaciones de Grecia que no lleven impreso el sello de sus poemas.
Mientras todavía resonaban en los castillos de Jonia las legendarias hazañas de los héroes, otra zona de Grecia, Beocia, se aprestaba para alumbrar nuevos tipos de expresión literaria. No se trataba de un fenómeno marginal. Por el contrario, era como si una Musa inédita hubiera bajado del cielo para renovar por completo la creación de los poetas.
De hecho, más que de una novedad, se trataba de una verdadera revolución. La nueva poesía dejaba atrás el tono aristocrático y heroico que le había infundido Homero, para enfrentar la realidad con un fuerte acento popular. Los suyos no eran versos palaciegos, sino campesinos. Nacían empapados de la tradición agrícola, como si hubieran brotado de manos callosas, acostumbradas a trabajar la tierra con la pala y el azadón.
El príncipe de esta nueva épica fue Hesíodo. Si damos crédito a la leyenda, ganó su corona derrotando a Homero en un certamen de poesía realizado durante las exequias del rey de Calcis. El premio, que consistió en un trípode de cobre, fue consagrado a las Musas Helicóniadas, en perenne recuerdo de aquel concurso en que el poeta de la paz y la agricultura venció al de la guerra y las batallas. Hazaña notable…, porque aunque Hesíodo tuviera grandes méritos, vencer a Homero en poesía era tanto como derrotar a Aquiles en combate.
A pesar de tal proeza, la historia no nos ha conservado una figura clara del poeta. Como sobre Homero, sobre Hesíodo sabemos pocas cosas. Muchos estudiosos afirman que no fue un poeta sólo sino dos, y que sus grandes obras, la Teogonía y Los trabajos y los días, aun perteneciendo a un mismo lugar, y a pesar de haber surgido ambas de las tradiciones de poesía popular, delatan manos distintas en su composición. Si esto fuera verdad, el autor de la Teogonía sería un poeta más arcaico y religioso; y el autor de los Trabajos, uno más moderno y didáctico. El mismo nombre, Hesíodo, y la misma procedencia, Beocia, habrían fomentado el equívoco hasta fundirlos en uno solo.
Del primero de ellos sabemos que era un simple pastor que cuidaba sus rebaños en el monte Helicón. Él mismo nos cuenta que un día se le aparecieron inesperadamente las Musas para revelarle su verdadera vocación. Estas lo tacharon de «rústico e inepto pastor», para luego, como muestra inequívoca de benevolencia, ofrecerle una rama de verde laurel. De modo que, agraciado con la simpatía divina, el pastor se convirtió en poeta:
Me inspiraron una voz divina para que yo pudiera
decir las cosas pasadas y futuras,
y me ordenaron que cantase a la raza de los dichosos inmortales
y a ellas mismas; que cantara siempre, desde el principio hasta el fin.
(vv. 31-34)
El fruto de su vocación poética fue la Teogonía, una obra de carácter religioso seguramente inspirada en la tradición de poesía sacerdotal. Beocia era el escenario ideal para una composición de este tipo: se trataba de la región más llena de templos, himnos y leyendas de toda Grecia. Sobre la base de tales canciones, el poeta compuso una obra en la que pretendía exponer de forma didáctica el mundo de los dioses.
La Teogonía ofrecía un inmenso panorama de la religión primitiva, presentando a los dioses según la forma que les había dado la imaginación popular. Por muchos siglos constituyó una suerte de Biblia griega, el gran libro de los mitos divinos.
En su obra Hesíodo proclamaba con versos solemnes el misterio de los orígenes. Del Caos procedía la primera pareja celeste, Urano y Gea, dioses del Cielo y de la Tierra. Ambos habían procreado una multitud de gigantes, cíclopes y titanes, junto con una extensa fauna que incluía horribles monstruos de cien brazos y cincuenta cabezas. El padre Urano, que comprensiblemente no estaba muy orgulloso de su progenie, los escondía en el seno de su madre, sin dejarlos salir. Pero Gea se rebeló contra aquel padre desnaturalizado. Le ofreció su ayuda a uno de los titanes, Cronos, quien lo mutiló con una hoz «de afilados dientes». Fue precisamente el mutilador quien tomó a su cargo los destinos del Cielo y pasó a ocupar el sillón que Urano había dejado vacío.
Cronos casó con Rea, su hermana. Y aunque el nuevo reinado comenzó con buenos augurios, muy pronto el soberano empezó a mostrar signos de la misma demencia: comenzó a comerse a sus hijos. No en vano Cronos era el dios del tiempo, y engullía lo que él mismo engendraba. La maldición que perseguía a los dioses se repetía.
Pero otra vez el cariño de la madre salvó a un recién nacido. Rea decidió liberar a uno de sus hijos, Zeus, de aquel destino. Y cuando Cronos se lo pidió para devorarlo, le entregó una gran piedra envuelta en pañales. Y Cronos, «desdichado, cogiéndola con sus manos la puso en su vientre».
Salvado de la voracidad paterna, el pequeño Zeus pudo hacerse fuerte y, en la plenitud de su poderío, logró derrocar a su malvado padre. Desde ese momento asumió el título de Padre de los dioses, redujo a Cronos a sus funciones de abuelo, e inauguró los tiempos olímpicos. Y esta era la historia que contaba la Teogonía, junto con una multitud incontable de dioses, de héroes y aun de alguna heroína.
La obra de Hesíodo, junto con los poemas de Homero, tuvo el mérito extraordinario de sistematizar el mundo de los dioses. Tuvo gran prestigio a lo largo de los siglos, aunque la presentación que hizo del Olimpo no dejó de causar cierta perplejidad entre los griegos. De hecho, no faltaron quienes contestaron con dureza sus mitos. Un siglo más tarde, Jenófanes de Colofón exclamaba: «Homero y Hesíodo han asignado a los dioses todas las cosas que son vergonzosas y desagradables entre los hombres: latrocinios, adulterios y mutuos engaños».
Algo de verdad había en ello. Y aunque en esto de denigrar a los dioses era Homero quien se llevaba la palma, también Hesíodo contribuía bastante con la larga lista de incestos, mutilaciones y padres desnaturalizados que devoraban a sus hijos. Para Jenófanes, los dioses de la Ilíada y la Teogonía eran fruto de la imaginación de hombres malvados, que proyectaban sus propios vicios en el Olimpo. «Negros y chatos, así imagina a los dioses el etíope; pero de ojos azules y rubios se imagina el tracio a los suyos». «Si los bueyes y caballos tuvieran manos y pudieran pintar con ellas, y producir obras de arte como los hombres, los caballos pintarían las formas de los dioses como caballos, los bueyes como bueyes, y todos los animales harían sus cuerpos según la imagen de sus distintas especies».
Las tradiciones, sin embargo, son fuertes. Pese a las advertencias de Jenófanes y a las molestias de Platón, que más adelante propuso una cruzada contra los viejos poetas, los griegos no llegaron jamás a sustraerse por completo de la primera mirada al Olimpo que les habían entregado la Ilíada y la Teogonía. Los dioses tuvieron que trabajar mucho para sacudirse de encima la fama de viciosos con que habían nacido, y algunos jamás lo lograron del todo.
Sea como fuere, cuando se trata de Hesíodo, el más importante de los autores conocidos por ese nombre es el segundo. Si hubo un poeta digno de competir con Homero fue el autor de Los trabajos y los días.
* * *
De él sabemos que vivió en torno al s. vii a.C. y que, aun siendo natural de Jonia, como Homero, se trasladó a Beocia, donde la vida era dura y en donde las leyendas de los héroes resultaban muy lejanas para inspirar a las Musas. Perteneció a la clase de los labradores que debían ganarse el pan en los trabajos de la agricultura, y con toda certeza jamás le tocó asistir a los grandes banquetes de palacio en los que Homero derrochaba su talento.
Hesíodo no era un poeta brillante y grandioso, como lo había sido el padre de la épica. Carecía de esa imaginación desbordante, que se manifestaba en cada una de las comparaciones de la Ilíada. Nunca fue capaz, y seguramente tampoco lo pretendió, de elevarse a los tonos magníficos y dramáticos que eran usuales en la épica heroica. La andadura de sus versos podía agradar, pero nunca conmocionaba, como lo había hecho Homero cantando la muerte de Héctor o el dolor infinito de Príamo. Aun así, lo que él aportó con su literatura llegó a ser esencial en la formación moral de los griegos.
Los Trabajos constituían un manual dedicado a Perses, su hermano menor, a quien podemos considerar desde el inicio como un adolescente holgazán que vivía cómodamente de bienes mal habidos. Al morir el padre, los dos hermanos habían litigado por la herencia, y Perses se había llevado la mejor parte. Como el mismo Hesíodo nos informa, «muchas cosas ha arrebatado (Perses) sobornando generosamente a los reyes, devoradores de presentes, que han de juzgar este proceso». Nada extraño que desde los primeros versos el poeta delate su intención: decirle al «insensatísimo Perses algunas verdades». De aquí le viene a Los trabajos y los días el tono de prédica que los caracteriza.
Desde luego, el complejo de hermano mayor de Hesíodo debe haber sido mayúsculo si creyó que escribiéndole un conjunto de consejos, podía lograr que su hermano cambiara su estilo de vida. Aunque no conocemos el final de la historia, parece bastante verosímil imaginar a Perses repitiendo burlonamente aquellos versos, en algún bar de su pueblo, rodeado de amigos de su misma clase. Pero aunque no lograra su objetivo, Hesíodo hizo buena poesía con el tema.
Después de la tradicional invocación a las Musas, el poeta encuadraba sus consejos en una visión pesimista de la historia, según la cual la humanidad seguía inexorablemente la pendiente de la decadencia: de la edad de oro a la de plata, de la edad de plata a la de bronce… hasta terminar en la edad de hierro: su propia edad. Hesíodo no cantaba a un pasado glorioso, como lo había hecho Homero, sino a sus propios tiempos, y los consideraba una época dominada por hombres poderosos, carcomidos por la injusticia y la corrupción. Si la Ilíada había exaltado las hazañas de los reyes, Los trabajos denunciaban sus tropelías.
Su poesía tenía ese tinte. La época en que vivió sufría las convulsiones de una vida pública corrupta. Hesíodo no veía con buenos ojos a los poderosos de su tiempo. Esto era lo único por lo que, en ocasiones, parecía perder la compostura. «Y vosotros, reyes, pensad bien en la justicia»; «treinta mil guardianes inmortales de Zeus recorren la tierra observando los juicios y las acciones miserables. Y Zeus, que mira desde lejos, les prepara su condena». «Considerad estas cosas, reyes devoradores de presentes, hablad con justicia y evitad las sentencias injustas». Nada extraño si Hesíodo fue siempre entre los griegos el poeta que denunciaba la prepotencia y la altanería (la hybris).