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Retratos, el tiempo de las reformas y los descubrimientos nos ofrece una visión llana y sugestiva de los grandes cambios que marcaron la transición desde la Edad Media a la primera Modernidad. En rigurosa continuidad con los tres volúmenes anteriormente publicados, el libro nos presenta toda una época a partir de sus protagonistas más señeros, combinando con humor y agudeza la exposición de los grandes procesos históricos que ellos desencadenaron con los relatos, de sus dramas, sus aventuras, sus triunfos y sus fracasos.
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Seitenzahl: 558
Veröffentlichungsjahr: 2022
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V649r
Vidal Guzmán, Gerardo.
Retratos: el tiempo de las reformas y los descubrimientos (1400-1600) / Gerardo Vidal Guzmán.
1a ed., 2a reimpr. Santiago de Chile: Universitaria, 2010.
311 p.: il.; 15,5 x 23 cms.
Incluye índice analítico.
ISBN Impreso 978-956-11-1980-2
ISBN Digital 978-956-11-2881-1
1. Civilización moderna. 2. Historia moderna. I.t.
© 2007, GERARDO VIDAL GUZMÁN.
Inscripción Nº 167.830, Santiago de Chile.
Derechos de edición reservados para Chile
Argentina y Uruguay por
© EDITORIAL UNIVERSITARIA, S.A.
Avda. Bernardo O’Higgins 1050.
Santiago de Chile.
Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada,
puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por
procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o
electrónicos, incluidas las fotocopias,
sin permiso escrito del editor.
Texto compuesto en tipografía Times 11/14
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
Yenny Isla Rodríguez
Norma Díaz San Martín
www.universitaria.cl
Diagramación digital: ebooks [email protected]
A mi mujer, SoledadA mis hijas, Florencia, Antonia y Asunción
ÍNDICE
Presentación
1. Lorenzo Ghiberti y Filippo Brunelleschi. El despertar del renacimiento florentino
2. Lorenzo de Medici y los sabios de la Academia. La renovación de las letras y del pensamiento
3. Nicolás Maquiavelo. El nuevo rostro de la política
4. Leonardo da Vinci. La fugaz encarnación del genio
5. Miguel Angel Buonarotti. El sublime vuelo de las artes
6. Cristóbal Colón. El primer encuentro de dos mundos
7. Hernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano. La primera vuelta al globo
8. Hernán Cortés. La conquista de Nueva España
9. Francisco Pizarro. En el corazón del Perú incaico
10. Francisco de Vitoria. La defensa de los indios y el nacimiento del derecho internacional
11. Martín Lutero. La reforma de la Iglesia
12. Erasmo de Rotterdam. El humanismo, entre la tradición y la reforma
13. Carlos V. La última defensa de la unidad
14. Nicolás Copérnico. La reforma de los cielos
15. Juan Calvino. La religión de los elegidos
16. Enrique VIII y Tomás Moro. La reforma al servicio del poder
17. San Ignacio de Loyola. La caballería ligera del Papa
18. El Greco y San Juan de la Cruz. La reforma católica y la cultura mística de Castilla
19. Felipe II. Grandeza y miseria del imperio español
CONCLUSIÓN
APÉNDICES1. Cronología del tiempo de las reformas y los descubrimientos
AGRADECIMIENTOS
Mi sincero agradecimiento para los profesores Ximena Casanueva, Gonzalo Serrano, Eugenio Yáñez, Rodrigo Moreno, Diego Melo, Marcela Drien y Verónica Pinto, cuyos aportes y comentarios han sido de especial ayuda para escribir este libro. Análoga gratitud a mis ayudantes, en especial, Javiera Píriz, Magdalena Zegers, Cristóbal Reyes, Josefina Pinochet, Kristel Zimermann y Katherine Vhymeister, sin cuya colaboración me hubiera sido muy difícil llevar esta obra a término. Hago también pública mi gratitud a la Facultad de Humanidades de la Universidad Adolfo Ibáñez y al Fondo del Libro, del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, gracias al cual se publica esta obra.
PRESENTACIÓN
Este cuarto volumen de mi serie de Retratos posee, al menos, una característica distintiva en relación a los otros tres libros anteriormente publicados1. El trascurso de tiempo comprendido en sus páginas no constituye un universo histórico completo, en el que sea posible distinguir un inicio, una época de plenitud y un declive final. Grecia, Roma y el Medioevo se prestaban para ser comprendidos en esos términos. Pero la época que corre entre 1400 y 1600 está lejos de visualizarse como un todo; es más bien el inicio de algo nuevo, con todas las incoherencias de un proyecto en construcción. Más que agotarse en estos siglos, tiende a proyectarse hacia el futuro.
Esto explica por qué, a diferencia de los tres volúmenes anteriores, en este no resultan evidentes los rasgos que definen la unidad del período. Todo lo cual exige una explicación de mi parte.
Permítaseme partir con una imagen. Los años que vivió Occidente entre 1400 y 1600 pueden ser gráficamente comparados al proceso de ruptura de un cascarón. Se trata de una transformación fácilmente imaginable. Visto desde dentro, un huevo constituye un universo completo: sus límites son también su protección. Durante mucho tiempo sus paredes ofrecen calidez y certeza. Pero, inevitablemente, llega el momento en que comienzan a resultar estrechas y, desde el mismo instante en que eso sucede, el nicho confortable se transforma en lóbrega mazmorra. Entonces se produce un temblor, un remezón, una trizadura... La incomodidad se transforma en esfuerzo. Hasta que, en medio de golpes, tanteos y presiones, la estrecha prisión termina de romperse abriendo el paso a un mundo desconocido.
Al esfuerzo y la tensión sucede entonces un movimiento inverso de extrañeza. Después de haber conquistado laboriosamente su libertad, el recién llegado se siente inconfortable y atemorizado. Pero ya no puede echar pie atrás; le es preciso someterse a un proceso de aprendizaje que le permita orientarse de nuevo. Debe aprender a vivir en el mundo que ha descubierto. Y no está dicho que en ese proceso no cometa equivocaciones, algunas de ellas muy dolorosas.
Pues bien, lo que permite comprender el período que va entre 1400 y 1600 como una unidad (“el tiempo de las reformas y los descubrimientos”), es la fuerte conmoción a la que la cultura se ve sometida en su esfuerzo por quebrar los moldes heredados del Medioevo. En otras palabras, el carácter unitario de este tiempo se juega en la voluntad, más o menos consciente, de sus protagonistas por romper los límites del mundo que han recibido, ya sea expandiendo sus fronteras (descubriendo), ya sea repensando sus tradiciones (reformando). Por eso mismo, se trata de una época convulsa, en permanente búsqueda de equilibrios capaces de sustituir a los que ella misma está desechando.
Tales esfuerzos se realizan al menos en tres ámbitos distintos. El primero y más obvio es el de la cultura, cuyo común denominador es, sin duda, el gozoso redescubrimiento de la antigüedad clásica. En las artes los frutos de este período son tan evidentes que han dado a luz (y con toda justicia) la misma palabra “Renacimiento”. Pero más allá de eso, el redescubrimiento de la Antigüedad y el humanismo proponen importantes desafíos a la cultura. ¿Qué papel juega la tradición cristiana de frente a la renovación del pensamiento antiguo? Más radicalmente, ¿qué sentido tiene el redescubrimiento de la antigüedad clásica? ¿Se trata de un retorno al paganismo o de una revitalización de la tradición cristiana occidental? No son estas preguntas que admitan fácil respuesta. Ni siquiera entre los contemporáneos es posible hallar acuerdo.
El segundo escenario está constituido por los descubrimientos geográficos y astronómicos que contribuyen a transformar la antigua imagen del cosmos. En esta época viajeros y observadores rompen sistemáticamente los límites del espíritu medieval: aparecen de la nada rutas, mares, océanos y continentes. Incluso los cielos muestran un nuevo rostro.
La tarea que esta ruptura trae consigo es casi infinita. En primer lugar, incorporar, cultural, religiosa y económicamente, el continente americano al mundo occidental. En segundo lugar, escudriñar el cosmos, sondeando el orden que gobierna el universo físico. Al mismo tiempo será preciso preguntarse por el sentido humano y cristiano de los nuevos mundos que se están descubriendo. Esto precisamente es lo que manifiesta la polémica hispana en torno al debido trato a los indígenas o la incipiente discusión que enfrenta el saber filosóficoteológico con el científico.
El áspero escenario político-religioso de la Europa del tiempo constituye finalmente, el tercer ámbito. Durante esta época termina de derrumbarse la institución imperial a manos de las incipientes naciones-estado. La institucionalidad religiosa sufre un proceso del todo análogo; el universalismo cristiano se fragmenta en diversas confesiones de carácter nacional o supranacional, y el papado pierde buena parte de su autoridad.
En esta nueva atmósfera, Occidente reorganizará por completo sus equilibrios. Las distintas confesiones cristianas se verán abocadas a repensar su identidad, redescubriendo o reformando sus raíces. La religión deberá renunciar al papel de argamasa social que antiguamente se le había asignado, aprendiendo a controlar los impulsos de la intolerancia y del fanatismo. Las naciones, por último, tendrán que aprender a convivir, valorando los equilibrios políticos y dominando las aspiraciones hegemónicas. No se trata de tareas fáciles, pero, al final de este período, el proceso de aprendizaje ya ha comenzado.
Por todas partes se advierten tirones, ajustes y tensiones. Es comprensible. En estos dos siglos, Occidente rompe el cascarón que lo limitaba y, al mismo tiempo, lo protegía. Será preciso que adecue dolorosamente sus ojos al nuevo entorno. Pero terminará lográndolo y, esta vez, los frutos serán de alcance universal.
1Retratos de la Antigüedad Griega (3ª edición 2007), Retratos de la Antigüedad Romana y la primera Cristiandad (2ª ed. 2004), Retratos del Medioevo (1ª ed. 2004), Editorial Universitaria, Santiago de Chile. Los dos primeros libros de esta serie han sido publicados en España por Editorial Rialp (2006 y 2007). También he escrito un libro de retratos de mujeres que podría insertarse en la misma línea de investigación: El otro lado del espejo. Mujeres en un mundo de hombres (Taurus, 2ª edición 2006). En este último libro he situado a dos personajes particularmente relevantes para el período que se extiende entre 1400 y 1600: Isabel la Católica y Santa Teresa de Ávila.
LORENZO GHIBERTI Y FILIPPO BRUNELLESCHI
El despertar del renacimiento florentino
Cuando se trata de situar en el mapa los tiempos llamados a sustituir al Medioevo, los estudiosos no parecen tener dudas. Podrán discutir sobre el nombre del período, su duración o la valoración que le es debida, pero todos apuntan con el dedo a las ciudades de Italia.
Por aquel temprano 1400, la península difería del resto de Europa en varios aspectos esenciales. En primer lugar, sus ciudades eran ricas. Génova y Venecia controlaban la mayor parte del comercio mediterráneo; Florencia y Milán constituían importantes centros de manufactura y comercio. Todas ellas podían darse el lujo de albergar una clase media significativa, razonablemente bien posicionada y con altos índices de educación y cultura.
En segundo lugar, cada ciudad poseía una identidad clara y definida. Su población giraba en torno a los cincuenta mil habitantes; la participación política era entusiasta y el orgullo cívico, boyante. Nadie admitía reservas cuando se trataba de hacer grande a la propia tierra. Venecianos, genoveses o florentinos competían por demostrar la valía de su propia ciudad, sin esquivar ningún escenario: ni el de las artes, ni el del comercio, ni el de la guerra.
Finalmente, Italia, más que ninguna otra parte de Europa, se encontraba bajo el embrujo de la antigüedad clásica. La península ofrecía un contacto privilegiado con las ruinas romanas. Los jarrones, las medallas y los frisos hacían volar la imaginación de los hombres. Las rítmicas cadencias del latín clásico, las formas políticas del republicanismo romano y, especialmente, las artes plásticas, impregnadas de realismo y proporción... Todo traía a la mente recuerdos de una época dorada.
La seducción que experimentaba Italia ante aquellos fragmentos de la Antigüedad solía ir de la mano con el estigma que arrastraban sus propios tiempos. El aprecio por el pasado parecía exigir un cierto desprecio del presente. ¿Qué tenía que ver el bárbaro latín de la escolástica con el suave fluir de la retórica de Cicerón? ¿Había producido el Medioevo algo parecido a la poesía de Virgilio? Incluso las catedrales góticas tendían a caer víctimas de análogo descrédito. Hoy apenas lo recordamos, pero “gótico” fue una etiqueta peyorativa creada en esos tiempos para referirse a un arte “propio de godos” (es decir, bárbaros).
No se trataba de un sentir pasajero. Hacía más de cincuenta años que la queja por la presente “decadencia” aparecía una y otra vez entre los hombres cultos de aquel tiempo: los humanistas. Petrarca, poeta y padre de todos los intelectuales del tardomedioevo, había afirmado tajantemente que, para revitalizar el arte y el pensamiento, era imprescindible recuperar la cultura antigua. Si esto implicaba olvidar el legado de los siglos precedentes, bienvenido fuera: el mundo no sería menos por ello.
A esta nota se había ajustado el concierto de voces que le había seguido. Para los humanistas era posible prescindir del Medioevo sin pecado, culpa ni escrúpulos.
Aquella nueva sensibilidad había establecido su sede en la hermosa localidad de Florencia. No se trataba de una elección caprichosa: la ciudad del Arno lo tenía todo para ser la cuna del Renacimiento. Poseía la mejor tradición medieval sobre la cual empinarse y, desde que había albergado a genios como Giotto, Dante y Bocaccio, el talento jamás le había vuelto la espalda.
Las circunstancias le fueron propicias. Una cuota no despreciable de buena estrella permitió a Florencia salir indemne de las guerras territoriales de inicios del s. XV: logró expandirse hacia los Apeninos y consolidar su prosperidad. Los Medici, sus gobernantes, se mostraban a la altura de la ciudad que conducían.
Aquella familia constituyó el verdadero puntal del desarrollo florentino. Cosme, su patriarca (1389–1464), siempre se abstuvo de ejercer el poder abiertamente; prefería dejar que la fachada de las elecciones republicanas cubriera púdicamente su preeminencia. Entregando generosamente dinero al gobierno, logró el control de su política interna y sus relaciones exteriores. En 1454 firmó un tratado que selló la amistad con los otros cuatro poderes dominantes de la península (Roma, Venecia, Génova y Nápoles), y por primera vez en casi cien años. Florencia se vio libre de ataques e invasiones. El dominio de los Medici, muy bien disimulado bajo el barniz de la república, se hizo todavía más grato y ligero.
Cosme, sin embargo, no se contentó con ser un estadista de primer plano. Fue también un hombre de letras y un mecenas. No quería pasar a la historia en calidad de mandatario; pretendía hacerlo como protector de la cultura y de las artes. Precisamente por eso, y a pesar de su fama de austero, apoyó la creación artística mostrándose pródigo hasta el derroche.
Siguiendo su ejemplo, otras familias poderosas emplearon sus recursos con el mismo propósito. Los Pitti, los Pazzi, los Rucellai y los Strozzi compitieron hombro a hombro, invirtiendo energías y recursos, para embellecer Florencia. Gracias a ellos, la ciudad supo no sólo apreciar el talento, sino promoverlo y recompensarlo.
Con tal estímulo, los antiguos artesanos, que habían encabezado la creación artística durante el Medioevo, configuraron en un gremio distinto. Transfigurados en artistas, dejaron de lado el anonimato de otros tiempos para convertirse en personajes célebres, reconocidos en la calle y distinguidos en los salones. Aprendieron a competir entre ellos, disputándose arduamente la admiración popular. Más aún; con el incentivo de la fama, comenzaron a soñar en la creación de obras inmortales capaces de ganarles universal reconocimiento. Brunelleschi, Alberti y Michelozzo en la arquitectura; Donatello, Ghiberti y Verrocchio, en la escultura; Masaccio, Mantegna y Piero della Francesca en la pintura…, todos estaban por demostrar que nada despierta más los ánimos de los hombres que el honor y la gloria.
Resulta muy difícil escoger algunos nombres en la larga lista de genios que protagonizaron el renacimiento artístico de inicios del s. XV. Aun a riesgo de parecer arbitrario, propongo a dos de ellos: Lorenzo Ghiberti y Filipo Brunelleschi. No en vano ambos crearon los mayores símbolos de la revolución que, desde Florencia, sacudió las artes de toda Europa: las “Puertas del Paraíso” y la Cúpula de la Catedral de Santa María de las Flores.
* * *
El primer indicio de la revolución que estaba fraguándose en las artes, tuvo lugar el año 1401, cuando el gremio responsable del Baptisterio de Florencia decidió sacar a público concurso los bajorrelieves de las majestuosas puertas de bronce que ornaban aquel edificio. Tal vez no lo sabían, pero con aquel llamado estaban ofreciendo al Renacimiento su primer escenario.
El Baptisterio era un pequeño templo octogonal dedicado a San Juan Bautista que contenía las fuentes bautismales de la ciudad. Aquel hermoso templete contaba tres distintas fachadas; la primera, situada de cara a la catedral, y las otras dos, por los lados. En una de estas últimas, Andrea Pisano había esculpido, pocos años antes, algunas escenas tomadas de la vida de la Virgen María. Se trataba de una obra hermosa, pero discreta. ¿Podía ser superada? Los responsables del concurso esperaban que sí, y todos los florentinos se manifestaban de acuerdo en que en tal iniciativa no se debía ser mezquino con el presupuesto.
De las dos grandes puertas que esperaban ser labradas, se sacó a concurso la primera. El certamen llenó por completo el gusto y la sensibilidad del tiempo. Muy dado a venerar a sus genios, el pueblo florentino siguió con pasión todos los eventos relacionados con aquella convocatoria, especialmente cuando comenzaron a llegar artistas de toda Italia para postular a la obra.
De entre los recién llegados, el gremio responsable del concurso realizó una preselección, eligiendo a los siete escultores que más méritos podían ostentar. Se les asignó una suma razonable de dinero y se estipuló que, al finalizar el año, cada uno de ellos entregaría un panel experimental del mismo tamaño de los que había esculpido Andrea Pisano para la primera puerta. Todos debían representar la misma escena bíblica: el sacrificio de Isaac a manos de su padre, Abraham. El ganador tendría el honor de dedicar diez años de su vida a la tarea de crear una obra grandiosa que llenara de justo orgullo a la ciudad del Dante.
Cumplido el plazo se reunieron las obras. El veredicto no resultó fácil. Para zanjar la discusión fue preciso nombrar treinta y cuatro expertos, entre los más hábiles maestros de pintura, escultura y orfebrería. Sus debates mantuvieron en vilo a la ciudad por casi dos años y, sólo después de infinitas réplicas y alegatos, la distinción recayó en el joven Lorenzo Ghiberti.
Por aquel tiempo, Ghiberti era un joven y prometedor artífice florentino, “muy deseoso de alcanzar la fama”. Había sido iniciado en las artes plásticas por su padre y desde muy temprano había mostrado una capacidad y dedicación nada comunes. Hasta ese momento había logrado laboriosamente hacerse un nombre con algunas obras menores, pero nada podía compararse a la oportunidad que le
Lorenzo Ghiberti. El sacrificio de Isaac.
ofrecía el concurso del Baptisterio. A sus 23 años, conseguir aquella nominación equivalía a fijar con un clavo la rueda de la fortuna.
Apenas comenzado el certamen, se dedicó a la tarea de suscitar apoyos entre los florentinos notables y, contrariando la habitual discreción de sus pares, mostró sus bocetos, inquirió pareceres, solicitó opiniones. Todos debían ser partícipes de su creación (y ojalá de su triunfo).
A pesar de la distancia con que algunos miraban tal promoción, su estrategia (mitad focus group, mitad lobby) resultó: elegido por los jueces y alabado por la opinión pública, el artista vio por delante un destino glorioso. En realidad, lo merecía: el panel que había presentado constituía un verdadero prodigio de técnica, creatividad y talento.
Una vez en posesión de aquel encargo, Ghiberti se entregó a labrar aquellas puertas con pasión asombrosa. Ávido de reconocimiento y decidido a dejar una huella en las artes, no escatimó esfuerzo ni sacrificio. La obra que finalmente salió de sus manos en 1424, más de veinte años después de haber ganado aquel concurso, contenía 28 cuadros decorados con relieves inspirados en el Nuevo Testamento. Las figuras tenían una gracia totalmente desacostumbrada; las vestiduras, los desnudos, la composición y la distribución eran de un refinamiento que recordaba a las obras maestras de la Antigüedad. Según Giorgio Vasari, el biógrafo de aquella generación de artistas, Ghiberti fue el primero en imitar con plena conciencia las grandes obras de los antiguos romanos, sin que ello implicara ninguna renuncia a su propia genialidad. Se notaba. Desde la composición hasta el cincelado final, todo en sus Puertas era perfecto. La inspiración del mundo clásico comenzaba a ofrecer sus primeros frutos.
Con esta obra, Ghiberti extendió su fama por Italia. Comenzó a realizar trabajos en toda la península: medallas, bajorrelieves, monumentos funerarios, esculturas y ornamentaciones. No temió utilizar los más diversos materiales: mármol, bronce, terracota, yeso, piedra y madera. La ciudad del Arno se cubrió de gloria. El escultor había superado todas las expectativas del gremio que lo había contratado.
Precisamente por eso, a nadie sorprendió que, una vez terminadas las primeras puertas, le fuera encomendado continuar la tarea: el Baptisterio todavía contaba con un último conjunto de puertas de bronce listas para ser labradas. Su fama era ya incontrarrestable; nadie parecía poder superarlo en gracia, naturalismo y elegancia.
Desde luego, no se trataba de una empresa fácil. Era posible que Ghiberti no tuviera rivales que pudieran disputarle el honor de terminar la ornamentación del templete. Pero al continuar la obra, entraba en tácita competencia consigo mismo:
debía encontrar el modo de superar su propia obra, creando para Florencia un monumento inmortal. ¿Podría hacerlo? Algunos lo dudaban.
En realidad, Ghiberti tenía una carta bajo su manga y ardía en deseos de mostrarla. Cuando llegó el momento, sopesó calmadamente todas las posibilidades y dividió las puertas en diez compartimentos lo suficientemente grandes como para desarrollar los fondos en perspectiva. En ellos propuso escenas tomadas del Antiguo Testamento: la creación de Adán y Eva, Caín y Abel, el arca de Noé, Moisés en el Monte Sinaí, David y Goliat... Trabajó en ellas concienzuda y obsesivamente. El mundo estaba a punto de llevarse una sorpresa que dividiría para siempre la historia de las artes plásticas. El mismo Ghiberti nos cuenta:
en algunos de estos diez relieves he introducido más de cien figuras; en otros, menos, trabajando siempre con conciencia y amor. Observando las leyes de la óptica, he llegado a darles tal apariencia de realidad, que a veces, vistas de lejos, las figuras parecen de bulto entero. En diferentes planos, las figuras más cercanas son las mayores, mientras las de más lejos disminuyen de tamaño a los ojos, como pasa en la naturaleza.
Lorenzo Ghiberti. Las Puertas del Paraíso.
Más de veinticinco años demoró Ghiberti en ejecutar estas diez escenas del Antiguo Testamento (1425–1452); con ellas pasó definitivamente a la posteridad.
Tómese, como ejemplo, el pasaje bíblico de la conquista de Jericó esculpido por Ghiberti en uno de sus cuadros. La Biblia narraba que Josué y su ejército habían dado siete vueltas alrededor de la ciudad, tocando estruendosamente las trompetas, hasta que sus muros se habían desplomado de golpe. Pues bien, con las leyes de la óptica en la mano, Ghiberti había sido capaz de concebir en un solo cuadro escultórico el movimiento envolvente de las tropas. El mismo ejército judío se advertía en distintos momentos de la marcha, y el conjunto ofrecía un relato continuo que aún hoy no deja de resultar fascinante. La naturalística representación del movimiento se había convertido en signo del genio.
No sólo la concepción sino también la ejecución revelaban una maestría en el arte del relieve absolutamente descollante. Se trataba de un avance escultórico cualitativo. Años más tarde, Miguel Ángel las bautizaría con el nombre de “Puertas del Paraíso”. “Son tan bellas, afirmó, que deberían serlo”.
Las Puertas del Paraíso. Detalle.
Lo que aquella Puerta había logrado hacer patente era el nuevo invento que estaba conmoviendo el universo artístico de Italia: el uso consciente y sistemático de las leyes de la perspectiva. Con ellas Ghiberti había producido una obra rayana en la perfección.
En realidad, no era el único que había tomado nota de aquel descubrimiento. Por aquella época el universo de los artistas había dejado de ser plano y una nueva forma de crear había tomado cuerpo entre pintores y arquitectos. El gran Masaccio había incorporado de forma revolucionaria la perspectiva en sus pinturas, y el humanista León Battista Alberti había escrito un tratado teórico en el que se explicaban sus secretos. Florencia entera giraba en torno a aquel hallazgo.
Como toda creación revolucionaria, aquel invento se fundaba sobre un procedimiento relativamente sencillo. Bastaba con que, al concebir su obra, el artista dirigiera las líneas de profundidad en su composición hacia un único punto de fuga. Con esta simple precaución, las obras se colmaban de un espacio unificado y convincente.
Todos los artistas trabajaban ardorosamente por asimilar la nueva técnica. Vasari nos cuenta la aleccionadora anécdota de un pintor del tiempo, Paolo Ucello, que gustaba de trabajar hasta muy tarde en su taller. Cuando la mujer del artista, exasperada por la demora, lo conminaba a irse a dormir, él respondía lánguidamente que era incapaz de abandonar a su “dulce amante, la perspectiva”.
La fuente de todo este movimiento en torno a la perspectiva era un reputado artista florentino que había comenzado su camino casi al mismo tiempo que Ghiberti: Filippo Brunelleschi.
El joven Brunelleschi había nacido el año 1377 en el seno de una acomodada familia florentina. Durante su infancia el padre lo había hecho estudiar letras, pensando que aquel niño seguiría sus pasos en la profesión de notario (en lo cual, a Dios gracias, se equivocó).
Según el parecer de su época, Filippo era amable, afectuoso y muy leal con sus amigos. Tal como Giotto, carecía de un físico notable; al parecer era feo, “canijo de cuerpo” y algo enfermizo, pero compensaba sus carencias con un gran talento y una verdadera ansia de gloria.
Su primera aparición pública la realizó en 1401 compitiendo con Ghiberti en el célebre concurso de las puertas. Según sabemos, fue digno en la derrota; reconoció la superioridad escultórica de su adversario y afirmó que “sería propio de envidiosos disputarle sus derechos”. Desde aquella ocasión ya no volvió a tentar suerte en la escultura. Más aún, invitado a compartir con él los trabajos de la Puerta, los rechazó. Quería buscar su propio camino “para no tener que dividir la gloria de sus fatigas por la mitad”.
En realidad, lo hubiera podido hacer. A pesar de la derrota, Brunelleschi poseía un extraordinario talento escultórico. Se cuenta que, años más tarde, criticó amistosamente un crucifijo esculpido por su gran amigo Donatello. El más brillante de los escultores florentinos no se dejó intimidar por aquel comentario; simplemente lo desafió a hacer uno mejor.
Brunelleschi trabajó obsesivamente en aquel encargo, y cuando lo hubo terminado, invitó a su colega a almorzar. Había colgado el crucifijo en la entrada, de modo que su rival lo notara de inmediato. No se equivocó. Apenas puso un pie en el pórtico, Donatello se mostró tan conmovido que apenas pudo articular palabra. Se limitó a decir con intensa admiración mientras acariciaba la obra: “a ti te corresponde esculpir Cristos. Yo sólo puedo representar campesinos”.
Sea como fuere, aquel talento no prosperó. Su temprano fracaso en el concurso de las Puertas lo impulsó a buscar nuevos horizontes. Y los encontró precisamente en el estudio riguroso de la perspectiva. Su Tratado de la Pintura (1435) constituyó un material precioso para toda la generación de artistas que él presidió. Según su biógrafo y contemporáneo, Antonio Manetti,
él propuso y practicó lo que los pintores actuales denominan perspectiva; pues es parte de esa ciencia, que en efecto consiste en calcular bien y con razón las disminuciones que aparecen ante los ojos de los hombres cuando las cosas se hallan lejos o muy cerca: edificios, llanuras, montañas y campos de todo tipo y en cualquier parte, figuras y otros objetos, en la medida que corresponda a la distancia en que parecen estar. Y a partir de él nace la regla, que es la base de todo lo que se ha hecho en ese sentido desde entonces hasta el presente.
Puede parecer una simpleza: hasta el más pobre dibujo aspira a representar en dos dimensiones lo que en la realidad tiene tres. Pero Brunelleschi afrontó con otra mente el tema, hasta inventar una técnica precisa con miras a lograr el efecto visual que buscaba.
En razón de sus estudios matemáticos, supo transformar las medidas tradicionales de planimetría en trazados de composiciones pictóricas. Sus leyes de perspectiva constituyeron una invención genial que, desde Florencia, revolucionó el mundo de las artes. Apenas hubo pintor renacentista que no alardeara de virtuosismo en el manejo de la perspectiva; desde Masaccio a Rafael, todos fueron en esto sus discípulos. Más aún. Durante prácticamente 500 años, hasta el cubismo de Pablo Picasso, los artistas no concibieron otra forma de representar el espacio que no fuera siguiendo sus huellas.
Con todo, Brunelleschi no se conformó con sentar las bases teóricas de una nueva época en la pintura y la escultura. Poco después de haber caído derrotado ante Ghiberti para la autoría de las Puertas del Baptisterio, el joven artista marchó a Roma en compañía de su amigo del alma, Donatello. Pretendía confirmar con él su vocación de arquitecto. En la ciudad eterna tuvo el tiempo y la serenidad para maravillarse de los edificios, los templos y las calzadas. Observó estructuras, midió cornisas y levantó planos, hasta que estuvo cierto de no haber pasado por alto rincón alguno.
Los romanos, que por aquella época apenas distinguían las ruinas de las piedras, miraron con sorna a aquel pequeño hombrecillo encaramado entre pedruscos inútiles. Según Vasari, lo tomaron por un “buscador de tesoros”.
En realidad, Brunelleschi buscaba un tesoro, aunque muy distinto del que tenían en mente los romanos. Desde su infancia el joven artista cargaba con un problema que apenas lo dejaba conciliar el sueño: la bóveda de la catedral de Florencia, Santa María de las Flores.
La catedral de la ciudad del Arno contaba en su exterior con una rica decoración de mármoles. Por dentro, sin embargo, no era más que un edificio enorme y frío. Desde su construcción había quedado incompleta y más de alguien ya pensaba que para siempre. En el centro de la gran iglesia permanecía intocado un enorme espacio octogonal de 42 metros de diámetro. El último arquitecto no se había atrevido a llevar a cabo el cierre y, de ahí en adelante, nadie había sido capaz de construir una cúpula o una torre para aquel crucero.
El problema era su magnitud; aquel inmenso boquete abierto al cielo parecía requerir gastos desproporcionados de andamiaje, además de un sinfín de soluciones técnicas que simplemente no se conocían. Se trataba de una tragedia, más aún porque aquel vacío estaba situado entre el hermoso campanil del Giotto y las Puertas que por esos días esculpía Ghiberti.
Brunelleschi siempre había sufrido con este tema. Como a muchos otros florentinos, le parecía injusto que una ciudad que amaba tanto la belleza fuera incapaz de concluir su catedral. ¿No tenían Pisa, Siena o Asís la suya terminada? ¿Por qué debía Florencia sufrir el escarnio de verse superada por otras ciudades más pobres y menos importantes?
Desde que tenía memoria, se había jurado labrar su gloria sobre la humillación de Florencia. Con aquella espina clavada en el alma, había recorrido las ruinas romanas buscando inspiración. Y parecía haberla encontrado: a su regreso a Florencia, se sentía listo para intentarlo.
Lo cierto es que, en 1418, los canónigos publicaron un bando prometiendo un suculento premio financiero a quien propusiera el mejor sistema para terminar el edificio. El de la idea había sido el mismo Brunelleschi, que había sugerido invitar arquitectos de toda Europa. Según Vasari, Brunelleschi había propuesto esa idea “no para que le arrebataran la victoria, sino para que presenciaran su éxito”.
Brunelleschi gastó los últimos meses de preparación estudiando hasta el último detalle las cúpulas de la Antigüedad, especialmente la del Panteón romano. Y cuando llegó el momento, se presentó en Florencia cargado de secretos.
El año 1420 se celebró la primera reunión. El primer tópico de discusión fue la dimensión de la obra. Era preciso concebir una cúpula enorme y, al mismo tiempo, lo suficientemente sólida para que no se desfondara sobre los muros del crucero. ¿Era posible hacerlo? Nadie parecía tener certezas al respecto.
En segundo lugar, se analizaron los costos. Una cúpula tan grande exigía un tremendo esfuerzo de sustentación; era preciso poner en pie una enorme estructura de andamios que sostuviese la bóveda en construcción y que ofreciese apoyo a los obreros. Esto resultaba tan caro que hacía el proyecto inviable.
Se repasaron todas las posibles soluciones, desde los ejemplos que podían ofrecer las construcciones antiguas (griegas y romanas) hasta las más sutiles técnicas de ingeniería medieval. Pero nada parecía capaz de resolver el problema. Uno de los arquitectos cortó por lo sano y propuso que se llenara de tierra la catedral, hasta el techo. De este modo los albañiles podrían construir la cúpula a pie firme. Para abaratar costos, se permitió sugerir que se sembrara con monedas aquel inmenso cerro. Con esta precaución, una vez terminada la cúpula, el mismo pueblo se encargaría de limpiar el tierral.
Entre ideas descabelladas y burlas escépticas, la reunión amenazaba con terminar en el más absoluto fracaso. Hasta que casi al final de la asamblea, Brunelleschi se puso de pie, pidió la palabra y afirmó con toda certeza que él podía construir la cúpula sin armazón, pilares ni andamiaje. A sus ojos sólo era necesario
disponer las bóvedas en ojiva; hacer dos cúpulas, una interior y otra exterior, de modo que entre ellas exista un espacio suficiente para caminar y que la estructura se una en los ángulos de las ocho caras, por el ensamble de las piedras y ligazones de madera de nogal.
Para aquel auditorio, lo mismo que para el lector, la propuesta de Brunelleschi fue incomprensible. Como a otras ideas precedentes, también a esta se la recibió entre risas. Poco después, cuando los miembros del Consejo vieron que el charlatán persistía, lo mandaron sacar por la fuerza. Seguramente pensaron que se trataba de un demente. No era para menos. ¿Cómo podría prescindir de estructuras de apoyo para construir la cúpula? ¿Acaso pretendía construirla sobre el aire?
Brunelleschi, sin embargo, no desistió. Pasó días y semanas tercamente empeñado en convencer, aunque fuera uno a uno, a los florentinos influyentes. Estaba seguro de tener una idea genial en la mano. ¿Iba a renunciar a ella porque los demás no la comprendían? De ninguna manera.
Finalmente, consiguió un minúsculo grupo de protectores sobre quienes recayó la dura misión de defenderlo frente a una multitud de detractores.
Durante dos años se discutió por las calles y plazas de Florencia si era posible ejecutar la cúpula de acuerdo al proyecto de Brunelleschi. En honor a la verdad, Brunelleschi tampoco descubría sus secretos; sufría de sólo pensar que le robaran la idea. Y aunque estaba siempre dispuesto a responder todas las objeciones que le hacían los arquitectos, lo cierto es que se daba maña para esconder buena parte de sus planes.
En una ocasión, interpelado por sus colegas para que les mostrara un modelo a escala de su proyecto, Brunelleschi propuso una extraña competencia. Aquel que consiguiera poner un huevo en pie, sobre una mesa de mármol, debía tener el privilegio de construir la cúpula. Entre bromas y chanzas, los presentes aceptaron la propuesta. Uno a uno fueron intentando la extraña proeza sugerida por Brunelleschi. Ninguno lo logró. Una vez puesto sobre la mesa, aquel huevo simplemente se negaba a mantenerse de pie.
Cuando le llegó el turno, Brunelleschi golpeó ligeramente un extremo del huevo sobre el mármol y de inmediato logró ponerlo recto. La decepción ante aquel truco fue general. Todos afirmaron que así no tenía mayor gracia el asunto. Cualquiera de ellos podría haber hecho lo mismo que Brunelleschi. ¿Acaso era muy difícil aplastar un huevo sobre una mesa?
El genial arquitecto apenas se inmutó ante aquella rechifla; se limitó a explicar sus renuencias, afirmando: “así también, cualquiera de ustedes podría hacer la cúpula si yo les mostrara mi modelo”.
Finalmente, para dar un corte a una discusión que amenazaba con eternizarse, algunos solicitaron que se hiciera un experimento en pequeña escala. Brunelleschi no se hizo de rogar: en pocos días construyó una hermosa cúpula en una ínfima capilla de Florencia. Ante su éxito nadie pudo chistar: al menos en dimensiones reducidas sus teorías funcionaban. Inmediatamente fue nombrado maestro principal de la obra.
La batalla, sin embargo, no estaba todavía ganada. Como muchos lo consideraban un charlatán, un comité decidió poner a su lado a otra persona con la precisa tarea de “refrenar su espíritu desmedido”. Y la elección recayó en el artista más notable de la Florencia del tiempo, Lorenzo Ghiberti.
Brunelleschi quedó sumido en la más profunda desesperación al ver que el destino se empeñaba en robarle la gloria, precisamente cuando ya la tenía entre las manos. Los intendentes le aseguraban que sería considerado como el único autor de la cúpula, pero lo cierto es que a Ghiberti se le había concedido el mismo salario que a él. ¿De quién era, entonces, el mérito? ¿Quién pasaría a la historia por aquella cúpula? Según Vasari, poco faltó para que destruyera sus planos y quemara sus dibujos.
Con todo, logró resistir al desánimo. Y como no podía darse el lujo de perder otra vez ante Ghiberti, optó por jugar con las mismas armas que empleaban sus detractores. Después de algún tiempo, se fingió enfermo. Cuando los albañiles fueron a pedirle indicaciones, los mandó a hablar con Ghiberti que, estaba seguro, no sabría darlas. Así fue; los obreros volvieron afirmando que su compañero se negaba a hacer nada sin que él lo autorizara. Brunelleschi se limitó a responder con un brillo, entre irónico y satisfecho, en los ojos: “Pero, ¡qué extraño! Si él estuviera enfermo, yo no tendría problemas en dar las indicaciones del día”.
Más adelante hizo separar sus propias obligaciones de las de su compañero, para dejar en claro quién era el competente en la materia. Con estas y otras argucias fue haciéndose evidente a los albañiles, a los intendentes y a la opinión pública en general, que el único dueño del proyecto era Filippo Brunelleschi.
El año 1423 fue nombrado director vitalicio de las obras, acordándose la cifra que debería abonársele cada año por el resto de sus días. Y los tiempos estuvieron de acuerdo. Murió en 1446, apenas un año después de haber terminado el gran cascarón de la cúpula. La ciudad le rindió el homenaje de un magnífico servicio fúnebre en la catedral de Santa María de las Flores. Su cuerpo fue velado bajo la majestuosa cúpula a la que él mismo había dedicado la mitad de su vida.
El sistema de doble cúpula, una interna y otra externa, fue un hallazgo completo. En primer lugar, resolvía ingeniosamente el problema del andamiaje. Ambas cúpulas se cerraban a medida que iban subiendo; no necesitaban estructuras de apoyo. Para el tiempo, constituyó un hallazgo sorprendente y revolucionario.
Pero la genialidad del proyecto de Brunelleschi brillaba todavía más por el ensamble de fuerzas que conseguía. En él se combinaba la cúpula semiesférica con la cúpula apuntada. Por separado, ambas mostraban debilidades estructurales y, en un espacio tan grande como el de la catedral de Florencia, totalmente carente de contrafuertes, las dos se hubieran hundido: la semiesférica hubiera tendido a hacerlo hacia afuera; la apuntada, hacia adentro. Al combinarlas en una sola estructura, ambos empujes se equilibraban a la perfección. Se trataba de una solución tan simple como brillante, y seguramente muchos contemporáneos se sorprendieron de que aquella idea, tal como la del huevo, no se les hubiera ocurrido a ellos primero.
Estructura de la doble Cúpula de Brunelleschi.
Más allá de sus sorprendentes aspectos técnicos, la cúpula de Brunelleschi resultó elegante, grácil, etérea y, al mismo tiempo, grandiosa. En su tiempo suscitó una admiración sin límites, y todas las épocas le han rendido su tributo. Nada ha representado mejor la superioridad artística de Florencia que la cúpula de su catedral.
La obra constituyó también el primer impulso de la cúpula que Miguel Ángel construiría más tarde en la basílica de San Pedro, en Roma. Se cuenta que cuando Buonarotti partió a la ciudad eterna, después de haber estudiado minuciosamente la cúpula de Brunelleschi, afirmó inequívocamente: “Más grande tal vez podrá ser (la que él mismo pretendía construir), pero de ninguna manera más bella”.
Con aquel éxito a sus espaldas, Brunelleschi labró un prestigio inmortal que le permitió convertirse en uno de los grandes transformadores de Florencia en la ciudad fascinante que hasta el día de hoy es: la Iglesia de San Lorenzo y la de Santo Spirito, el Palacio Pitti, la Logia de los Inocentes, la Sala Capitular de Santa Croce..., todos esos monumentos, y otros muchos, guardan la huella de su genio.
La Catedral de Florencia y su hermosa Cúpula.
Las “Puertas del Paraíso” y la Cúpula convirtieron a Lorenzo Ghiberti y a Filippo Brunelleschi en los pioneros de una generación de artistas que consiguió dar un vuelco en la historia del arte occidental y entre quienes se cuentan Massaccio, Fra Angelico, Verrocchio, Donatello, Guirlandaio, Boticcelli y una lista casi exagerada de talentos artísticos que culminará con las tres grandes personalidades creadoras del renacimiento italiano: Rafael Sanzio, Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarotti.
Ellos transformaron una antigua ciudad medieval en la auténtica sede del Renacimiento europeo. Aún más importante que eso: transformaron a Florencia en la cabeza y el corazón de las artes en Occidente.
Por cien años la ciudad del Arno conservó este primado. Durante ese tiempo ofreció el mejor de los escenarios a todos los pintores, escultores y arquitectos de la época. Sólo más tarde, a inicios del s. XVI, comenzó a eclipsarse frente a la Roma papal, en la que muchos de sus propios genios encontraron una nueva patria donde continuar creando belleza.
LORENZO DE MEDICI Y LOS SABIOS DE LA ACADEMIA
La renovación de las letras y del pensamiento
Desde comienzos del s. XV, Florencia trabajaba arduamente por conseguir un sitial de privilegio en el mundo occidental. Aspiraba a ser una nueva Roma y, con la multitud de artistas que había producido en los últimos años, aquel sueño se había convertido en realidad. Fra Angélico, Filippo Lippi, Ghiberti, Donatello, Brunelleschi, Michelozzo, Ghirlandaio, Della Robbia y otros muchos, la estaban transformando en el corazón de un renacimiento que pronto se esparciría por Europa.
Con todo, la ciudad del Arno no podía darse por satisfecha produciendo obras de arte. Aquel rincón privilegiado de Italia se sabía talentoso. A juicio de sus habitantes, la ciudad estaba llamada a ser el cerebro del mundo. No en vano Cosme de Médici gustaba decir: “denme un florentino cualquiera y con unos pocos metros de tela roja lo convertiré en el más refinado aristócrata”. La ciudad entera se encontraba de acuerdo; Florencia había nacido para ir al frente.
Un aspecto esencial de esta primacía lo aportó el contacto con la lengua y la cultura de Grecia. Por los años 1420–1430 muchos sabios griegos inmigraron a Florencia, y su refinada cultura no tardó en llamar la atención de sus anfitriones. Más adelante, en 1439, la ciudad recibió una delegación de griegos ortodoxos llegados para el concilio ecuménico de ese año. Aquellos eruditos causaron honda impresión entre los florentinos: ¡discutían de teología y filosofía con la misma pasión con que ellos lo hacían de política! Sus debates estaban salpicados de términos técnicos, sutiles distinciones y largas citas de antiguos filósofos, especialmente del sugestivo Platón. ¿Qué mejor que aquellos torneos dialécticos para impresionar a la concurrencia?
Con estos preliminares, la ciudad no ofreció resistencia al hechizo del helenismo. Cincuenta años más tarde, los florentinos podían envanecerse de haber recogido lo mejor de la herencia bizantina. La rápida asimilación de los textos antiguos, su traducción al latín y la difusión en comentarios, aseguró a la ciudad un prestigio sin precedentes. Florencia había extraído de Grecia, y más específicamente de Platón, los fundamentos de una síntesis universal.
Todo este proceso tal vez no hubiera sido posible sin la colaboración de los Medici, la familia que guiaba con mano firme y mente clara los destinos de la ciudad. Aquella estirpe provenía de un poderoso linaje de mercaderes que había llegado a dominar un vasto y lucrativo conjunto de negocios, entre los que se contaban la banca, el comercio, la producción de lanas y sedas..., y que en poco tiempo había extendido sus actividades por toda Europa. Aunque constituían la familia más poderosa de Occidente, su historia no estaba ligada a la nobleza de la sangre: habían comenzado como simples burgueses. La suya era la aristocracia del talento y la cultura.
De acuerdo a este origen, a los Medici no les bastaba con ser mecenas de las artes. Pretendían serlo también de las letras. Y lo lograron. En torno a ellos confluyó una legión de poetas, literatos y filósofos que, tanto en obras como en prestigio, estuvo rápidamente en condiciones de competir con los artistas.
Aquel círculo de intelectuales fue presidido por Lorenzo el Magnífico, nieto favorito de Cosme de Medici y, en cierto modo, encarnación ideal del Príncipe renacentista. Veamos cómo.
El Magnífico heredó el gobierno de la ciudad en 1469. Su primera aparición pública indicó a las claras su talento. Poco después de la muerte de su padre, cuando todos pensaban que se abalanzaría a asumir el poder que le correspondía por apellido, afirmó en público que sus intereses privados no le dejaban tiempo para la política. Se hallaba demasiado ocupado con sus libros, sus manuscritos y su colección de antigüedades.
Aquella renuncia anticipada hizo entrar en pánico a los infinitos sostenedores de los Medici que, viendo que se quedaban sin cabeza, fueron a suplicarle que asumiera sus responsabilidades. No necesitó más que eso para hacer una entrada digna de su abuelo. Después de hacerse de rogar por un tiempo prudente, el Magnífico asumió el poder en gloria y majestad.
La buena fortuna le permitió incluso sortear un mortal atentado en su contra, ocurrido el sábado santo del año 1478. Ese día un sicario se arrojó sobre él, justo en el momento en que el sacerdote levantaba la hostia consagrada en las ceremonias de Semana Santa. Una mano amiga le salvó la vida empujándolo a la sacristía de la catedral, en la que pudo refugiarse a la espera de que las circunstancias se apaciguaran. La conjura, fraguada por una familia rival, los Pazzi, fracasó exclusivamente por la oposición del pueblo, que no vio ninguna razón sensata para acabar con Lorenzo y sí muchas para conservarlo.
A pesar de las turbulencias que siguieron al delito (más de 80 involucrados, incluido el arzobispo de Florencia, pagaron aquel atentado con su vida), desde ese momento hasta el final de su reinado, Lorenzo no volvió a pasar angustias.
En realidad, aquel Medici tenía madera de estadista. Su gobierno, tal como el de su antecesor, era sutil y discreto. Nadie dudaba de que hasta las más mínimas decisiones ciudadanas pasaban por su aprobación, pero Lorenzo no hacía alarde de ello: le gustaba permanecer tras bambalinas. Su talento político y su habilidad diplomática convirtieron aquellos años de gobierno en una época de paz y prosperidad para Florencia.
Salvo por sus vestidos, El Magnífico no era hombre de apariencia refinada. Era robusto, de tez oscura y trato campechano. Tenía la quijada grande, la mirada amable y la nariz algo aplastada. Poseía un carácter jovial e incluso seductor. En relación a su persona, le molestaba la pompa de las ceremonias y los protocolos; prefería los modos llanos, el humor fácil y la cortesía sincera. Tenía el extraño talento de no hacer sentir a nadie incómodo o fuera de lugar. Diplomáticos, artistas o intelectuales; con todos se sentía tan a gusto como con el pueblo llano.
Los florentinos lo amaban, entre otras cosas, porque le fascinaban las fiestas, los desfiles y los torneos. Entre los ciudadanos de Florencia, esas tradiciones eran tan magníficas como arraigadas: alianzas políticas y visitas ilustres se celebraban en grande. En tales ocasiones la ciudad se vestía de fiesta. Había banquetes, bailes y justas, y el Medici era el primero en celebrarlo. No en vano, su apodo de Magnífico le fue concedido por “su gran liberalidad, el generoso empleo de su riqueza en beneficio público y la magnificencia general de su vida, de la que participaba Florencia”.
Tal como su ciudad, Lorenzo era un sincero gozador de la vida, como afirmaba una epicúrea canción escrita por él mismo, y que solía cantarse por las calles de Florencia en las noches de juerga:
¡Cuán bella es la juventud
que aún así se escapa!
quien quiera ser feliz, que lo sea;
del día de mañana, no hay certeza.
Era, además, el hombre más rico del mundo. Sus negocios florecían por toda Europa, y no existía un solo gobernante que no buscara su amistad, su prestigio y su consejo. Amado por sus súbditos y admirado por sus iguales, ¿podía, acaso, pedir algo más?
En realidad, sí. Aquel hombre era también culto y refinado, y estaba tocado por el genio del poeta, del filósofo y del mecenas. Su interés por la cultura se había manifestado desde muy temprano. Era todavía un niño cuando los estudios prescritos por Cosme habían comenzado a familiarizarlo con textos de Cicerón, Virgilio y Sófocles. Su maestro, Ficino, lo había introducido en el conocimiento y la veneración de Platón. Provisto de ese entrenamiento, siempre se había sentido cómodo entre pergaminos, códices y manuscritos.
A los 23 años fundó la Universidad de Pisa, a la que no tardó en convertir en la primera de Europa. Posteriormente estableció colegios y otras instituciones para ayuda de quienes no disponían de libros o no podían costear los gastos de su educación.
Él mismo combinó los deberes de estadista con los afanes del poeta. Sus composiciones hicieron renacer el género bucólico, siguiendo las huellas de Virgilio; incluso cultivó la poesía amorosa inspirándose en su propia musa, Lucrecia Donati. También escribió algunas novelas cortas e incursionó en la poesía religiosa. Seguramente no creó ninguna obra maestra, pero sí demostró cultura, erudición y buen gusto. Con tales antecedentes no resulta extraño que se sintiera ligado a los hombres cultos de la época. Por su palacio siempre giraba una pequeña multitud de estudiosos, seguros de su estima y orgullosos de su apoyo.
Su mecenazgo, aristócrata y liberal, mostró pronto consecuencias insospechadas. Muchos príncipes italianos comenzaron a imitarlo: los Este en Ferrara, los Papas en Roma, los Sforza en Milán...; todos ellos compitieron en la promoción de artistas e intelectuales, creando una de las épocas más brillantes en la historia de la cultura europea. No sin razón se ha dicho que, sin la poderosa personalidad de Lorenzo, difícilmente podría explicarse el renacimiento italiano.
Entre los más notables intelectuales que giraban en torno al Magnífico se contaban Marsilio Ficino, Giovanni Pico della Mirándola, Angelo Poliziano, Cristóforo Landino. Eran sabios de largas genealogías; contaban entre sus antecesores a Petrarca y a Bocaccio. En calidad de expertos, traducían antiguos manuscritos, escribían poesía, redactaban comentarios filosóficos y convertían de paso a Florencia en un auténtico hervidero de ideas.
No se trataba de disquisiciones ociosas. Los estudiosos que había producido Italia en aquel siglo de cambios se habían mostrado siempre a la altura de las circunstancias. Algunos se habían revelado capaces de remecer la estructura social y política de Europa con sus hallazgos. Vaya como muestra un sólo ejemplo. El año 1440 el sabio filólogo Lorenzo Valla, al servicio del rey de Nápoles, había logrado demostrar la falsedad de un documento político clave para la época.
Lorenzo Valla era un estudioso serio y refinado. De acuerdo a los tiempos, amaba la Antigüedad, si bien con un énfasis especial en la filosofía platónica y en el latín preciso y elegante de Cicerón. Despreciaba a la escolástica tanto como a la lengua vulgar, y si de él hubiera dependido, tal vez hubiera prohibido por ley el italiano.
Desde muy joven había desarrollado su magisterio en la Universidad de Pavía, pero, en torno a 1430, las circunstancias cambiaron bruscamente, obligándolo a vagar por media Italia en busca de empleadores y mecenas. Fue precisamente uno de estos quien lo estimuló a estudiar La Donación de Constantino.
En aquel tiempo, los papas basaban su poder temporal sobre Roma y sus alrededores en la antigua creencia de que el emperador Constantino, después de haberse convertido al cristianismo, había delegado en su obispo el gobierno de la ciudad. Como prueba se exhibía un documento que sancionaba la voluntad imperial de poner en manos del Papa las riendas de Roma. Valla, sin embargo, logró demostrar de forma fehaciente que aquel documento constituía una falsificación histórica producida a mediados del s. VIII, para justificar la existencia de los Estados Pontificios. Según sus investigaciones, cuatro siglos después de Constantino, cuando ya el Papa gobernaba Roma desde hacía mucho tiempo, se había pretendido legitimar aquel poder generando un pergamino que lo acreditara.
La desmitificación realizada por Valla poseía un evidente contenido político. Había sido expuesta precisamente cuando Alfonso de Aragón, su mecenas, se hallaba en guerra con el Papado. Pero su significado era de largo alcance. Aquel documento, hecho trizas por los argumentos filológicos de Valla, poseía una importancia vital en aquellos tiempos. Los papas habían gobernado Roma desde hacía más de diez siglos y en los últimos tiempos se habían acostumbrado a actuar como príncipes temporales, preocupándose más por su poder político sobre los Estados Pontificios que por su poder espiritual sobre la Iglesia.
Para un humanista epicúreo y algo anticlerical como Valla (que, por cierto, terminará sus días en Roma, trabajando al servicio del Papa y ordenado sacerdote), se trataba de soñar con la reforma de la Iglesia. “Ojalá que pueda ver yo el día – y nada deseo con más fuerza que verlo, especialmente si sucede gracias a mi consejo –, en que el Papa sea sólo el Vicario de Cristo y no también del César”, afirmaba en su Discurso sobre la falsa y engañosa donación de Constantino.
Este interés conjunto por la cultura y los asuntos eclesiales era, en realidad, una de las claves de la época. Según la ecuación que robaba el sueño a los intelectuales del tiempo, la renovación de los estudios necesariamente implicaba la renovación de la cristiandad, porque todo, especialmente la Iglesia, debía rejuvenecerse al soplo de la cultura antigua.
Los sabios que rodearon al Magnífico también mezclaron profusamente su amor por la Antigüedad con sus inquietudes espirituales. Sus estudios y comentarios buscaban un objetivo análogo al que habían pretendido los teólogos escolásticos del s. XIII, especialmente Alberto Magno y Tomás de Aquino: la renovación intelectual del cristianismo. Pero mientras sus antecesores lo habían intentado adoptando la filosofía aristotélica, los sabios florentinos pretendían hacerlo inspirados en la filosofía platónica.
El estandarte del platonismo les permitía tomar distancia del pensamiento medieval al menos en dos aspectos que consideraban esenciales. El primero era el “lenguaje bárbaro” en que se habían expresado las grandes Summas filosóficas del s. XIII: a ojos de aquellos sabios, la calidad de la expresión valía tanto como la doctrina que transmitía. La opción por Platón implicaba, al mismo tiempo, la denuncia de una escolástica que, según ellos, había terminado por reducir el saber a pura exterioridad. Ellos, por el contrario, pretendían renovar la perenne lección de Sócrates, Platón y san Agustín: “en el interior del hombre habita la Verdad”.
El Humanismo, – así se llamó la corriente que aglutinó a los sabios de Florencia –, consolidó una nueva actitud frente al ser humano y al saber. En todos sus escritos se proclamó la belleza de este mundo, se exaltaron las posibilidades que ofrecía la existencia terrena y se valoró la suprema dignidad del ser humano.
Los dos grandes protagonistas de esta renovación intelectual fueron Marsilio Ficino y Giovanni Pico della Mirándola. Ficino (1433-1499) fue un sabio en toda regla. En 1451 el viejo Cosme le encomendó la traducción y comentario de todas las obras de la antigua Academia. Desde aquel momento el neoplatonismo pasó a ser algo muy parecido a la doctrina oficial de los Medici.
Ficino tomó aquella misión muy en serio. A lo largo de su vida llegó a considerarse el auténtico restaurador de la obra de Platón. En 1462, los Medici le regalaron una villa en Careggi para que pudiese dedicarse con toda serenidad al estudio y a la traducción de su maestro. En ella tuvo su sede La Academia Platónica, de la que Ficino fue siempre el alma y la inspiración. Los sabios del tiempo se reunían allí para exponer sus estudios, discutir sus conclusiones e incluso, recrear en voz alta los antiguos diálogos de Platón, asumiendo cada uno un personaje distinto.
Todo este esfuerzo académico arrastraba un innegable halo sagrado. La adhesión que profesaba Ficino al fundador de la Academia poseía un carácter casi religioso. En la hermosa villa que Lorenzo le había regalado, el sabio mantenía constantemente una lámpara encendida frente a la estatua de Platón, a quien no dudaba en calificar como “el más querido de los discípulos de Cristo”. Las reuniones de intelectuales convocadas por la Academia terminaban siempre con las alabanzas del maestro, entonadas a la manera de un himno sacro, y el aniversario de la muerte de Platón se celebraba con toda pompa, como si fuera una liturgia en honor de un santo tutelar. De hecho, Ficino fue también sacerdote y siempre consideró que su interés filosófico y su vocación sacerdotal no eran cosas del todo distintas. Algunos afirmaban que, al celebrar la Misa, comenzaba diciendo: “Queridos hermanos en Platón...”.
Loco o excéntrico, lo cierto es que a lo largo de su vida, Ficino desarrolló una vastísima labor de comentarios a las obras de Platón, traduciendo una buena cantidad de sus diálogos. Vertió también al latín diversos textos neoplatónicos, tanto paganos como cristianos: Plotino y Dionisio, especialmente. Con tales antecedentes su fama se extendió como un reguero de pólvora y desde toda Europa comenzaron a llegar estudiantes para escuchar sus conferencias.
En realidad, Ficino no era un pensador particularmente original. Tanta veneración por Platón escondía cierta insolvencia creativa. En su Teología Platónica, su principal obra, era claro que no siempre los Diálogos calzaban con los Evangelios. En otras circunstancias tal carencia hubiera sido evidente, pero en el ambiente promovido por Lorenzo, todo contribuía a rodearlo de una aureola de sabiduría.
Ficino consideraba que, para vencer la incredulidad que carcomía la fe, era preciso establecer una religiosidad docta que surgiera de la fusión entre cristianismo y platonismo. A sus ojos, la sabiduría de la Antigüedad podía renovar la fe cristiana, orientando a los hombres hacia una comunión con la divinidad que se realizara través de la razón y la belleza, no a través del temor y la penitencia.
Según Ficino no existía ninguna diferencia sustancial de autoridad entre los textos bíblicos y los discursos producidos por la antigüedad pagana (Platón, especialmente). La revelación de Dios a la humanidad era una sola y abarcaba, en igualdad de condiciones, desde los mitos del mundo antiguo hasta las parábolas de evangelio.
Bajo este supuesto, la Antigüedad, sus leyendas y sus escritos se tiñeron de una sacralidad casi cristiana. Las grandes pinturas del tiempo lo expresaron a su modo. El nacimiento de Venus, por ejemplo, constituía un mito clásico: la diosa de la belleza y del amor había surgido de las aguas y, empujada por el Céfiro, había llegado a las riberas de la Tierra. Pero en el pincel del gran Sandro Boticelli, miembro del mismo círculo de humanistas liderado por Ficino, aquella narración parecía haber penetrado en una esfera que hasta ese momento había sido patrimonio de la devoción religiosa.
Se trataba de una verdadera fusión entre temas paganos y cristianos. En El Nacimiento de Venus, la diosa del amor simbolizaba a Humanitas: representación visual de la consonancia entre platonismo y cristianismo. Según Platón, el amor constituía la fuerza que, ante la visión de la belleza, elevaba al hombre al absoluto, devolviendo al alma sus alas para volar a la patria celestial.
Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), “el fénix de los ingenios”, fue el más aventajado de los discípulos de Ficino. Ya desde su juventud dio mues-
Boticelli. El nacimiento de Venus.
tras de un talento desbordante; aprendió veintidós lenguas y el mismo Lorenzo bromeaba diciendo que la única razón por la que no hablaba el idioma número veintitrés era porque no había podido encontrarlo.
Este joven pulcro, cordial y de suaves maneras fue aún más completo que Ficino. Su fascinación por Platón nunca logró deslumbrarlo: atendió también a Aristóteles, a quien se esforzó por sintetizar. Luchó contra los reduccionismos que pretendían convertir el humanismo en simple gramática, y se empeñó por conservar la sabiduría de la discutida escolástica. Lamentablemente, murió a los 31 años. De no haber sido por su imprevista desaparición, seguramente hubiera dejado profunda huella en la literatura y el pensamiento italiano.
En su obra más famosa (y también más abrumadora), las 900 Tesis, Pico della Mirandola recogió proposiciones tomadas de las más diversas fuentes culturales: teólogos cristianos, filósofos platónicos, sabios aristotélicos, comentaristas árabes... Ni siquiera excluyó a los pensadores esotéricos (lo que le valió seis años de excomunión por parte de Roma). Su intención era sintetizar en ellas todo lo cognoscible, demostrando que el cristianismo constituía el punto de convergencia de las más diversas tradiciones culturales, religiosas, filosóficas y teológicas. Incluso se declaró pronto a defender sus 900 tesis contra quien quisiera hacerle frente en un torneo filosófico-oratorio. Desde luego, no encontró ningún opositor dispuesto.
El rasgo más imperecedero de su doctrina fue su peculiar exaltación de la dignidad del hombre. En torno a este tema giró gran parte de su pensamiento. Su Discurso sobre la Dignidad del Hombre