Retratos. El tiempo de las reformas y los descubrimientos (1400-1600) - Gerardo Vidal Guzmán - E-Book

Retratos. El tiempo de las reformas y los descubrimientos (1400-1600) E-Book

Gerardo Vidal Guzmán

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Beschreibung

"Este cuarto volumen de mi serie de Retratos posee, al menos, una característica distintiva en relación a los otros tres libros ya publicados. El transcurso de tiempo comprendido en sus páginas no constituye un universo histórico completo". "Lo que permite comprender el período que se extiende entre 1400 y 1600 como una unidad, es la fuerte conmoción a la que la cultura se ve sometida en su esfuerzo por quebrar los moldes heredados de otras épocas". En continuidad con los tres libros anteriores, el autor hace desfilar por sus páginas a los personajes que marcaron una profunda huella en la Historia de la Civilización Occidental. En sus Retratos podemos descubrir las claves de otros tantos acontecimientos históricos.

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Veröffentlichungsjahr: 2009

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Retratos. El tiempo de la las reformas y los descubrimientos (1400-1600)

© 2009 byGerardo Vidal Guzmán

©  2009 para todos los países de habla española, excepto Chile, Argentina y Uruguay, by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

Cubierta: Embarque de Cristóbal Colón(detalle), Pietro Bagatti Valsecchi. Galleria Palatina, Florencia.

© 2004. Foto Scala. Florencia.

ISBN eBook: 978-84-321-3798-3

ePub: Digitt.es

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.

A mi esposa, Soledad. A mis hijas, Florencia, Antonia y Asunción.

ÍNDICE

Introducción

LORENZO GHIBERTI Y FILIPPO BRUNELLESCHI El despertar del renacimiento florentino

LORENZO DE MÉDICI Y LOS SABIOS DE LA ACADEMIA La renovación de las letras y del pensamiento

NICOLÁS MAQUIAVELO El nuevo rostro de la política

LEONARDO DA VINCI La fugaz encarnación del genio

MIGUEL ÁNGEL BUONAROTTI El sublime vuelo de las artes

CRISTÓBAL COLÓN El primer encuentro de dos mundos

HERNANDO DE MAGALLANES Y JUAN SEBASTIÁN ELCANO La primera vuelta al globo

HERNÁN CORTÉS La conquista de Nueva España

FRANCISCO PIZARRO En el corazón del Perú incaico

FRANCISCO DE VITORIA La defensa de los indios y el nacimiento del derecho internacional

MARTÍN LUTERO La reforma de la Iglesia

ERASMO DE ROTTERDAM El humanismo, entre la tradición y la reforma

CARLOS V La última defensa de la unidad

NICOLÁS COPÉRNICO La reforma de los cielos

JUAN CALVINO La religión de los elegidos

ENRIQUE VIII Y TOMÁS MORO La reforma al servicio del poder

SAN IGNACIO DE LOYOLA La caballería ligera del Papa

EL GRECO Y SAN JUAN DE LA CRUZ La Reforma católica y la cultura mística de Castilla

FELIPE II Grandeza y miseria del imperio español

CONCLUSIÓN

APÉNDICES

Cronología del tiempo de las reformas y los descubrimientos

Índice de nombres y lugares

INTRODUCCIÓN

Este cuarto volumen de mi serie de Retratos posee, al menos, una característica distintiva en relación a los otros tres libros anteriormente publicados1. El trascurso de tiempo comprendido en sus páginas no constituye un universo histórico completo, en el que sea posible distinguir un inicio, una época de plenitud y un declive final. Grecia, Roma y el Medioevo se prestaban para ser comprendidos en esos términos. Pero la época que se extiende entre 1400 y 1600 está lejos de visualizarse como un todo; es más bien el inicio de algo nuevo, con todas las incoherencias de un proyecto en construcción. Más que agotarse en estos siglos, tiende a proyectarse hacia el futuro.

Esto explica por qué, a diferencia de los tres volúmenes anteriores, en este no resultan evidentes los rasgos que definen la unidad del período. Todo lo cual exige una explicación de mi parte.

Permítaseme partir con una imagen. Los años que vivió Occidente entre 1400 y 1600 pueden ser gráficamente comparados al proceso de ruptura de un cascarón. Se trata de una transformación fácilmente imaginable. Visto desde dentro, un huevo constituye un universo completo: para el nuevo ser que allí se forma, sus límites son también su protección. Durante mucho tiempo sus paredes le ofrecen calidez y certeza, pero, inevitablemente, llega el momento en que éstas comienzan a resultarle estrechas y, desde el mismo instante en que eso sucede, el nicho deja de ser confortable. La incomodidad se convierte en esfuerzo: se produce un temblor, un remezón, un desgarro... Hasta que, en medio de golpes, tanteos y presiones, los muros terminan de abrirse ofreciendo el paso a un mundo desconocido.

Al esfuerzo y la tensión sucede entonces un movimiento inverso de extrañeza. Después de haber conquistado laboriosamente nuevos horizontes, el recién llegado se siente inconfortable y atemorizado. Pero ya no puede echar pie atrás; le es preciso someterse a un proceso de aprendizaje que le permita orientarse de nuevo. Debe aprender a vivir en el mundo que ha descubierto. Y no está dicho que en ese proceso no cometa equivocaciones, algunas de ellas muy dolorosas.

Pues bien, lo que permite comprender el período que se extiende entre 1400 y 1600 como una unidad («el tiempo de las reformas y los descubrimientos»), es la fuerte conmoción a la que la cultura se ve sometida en su esfuerzo por quebrar los moldes heredados de otras épocas. Es verdad que gran parte de este movimiento surge de la vitalidad intrínseca de los últimos siglos del Medievo, pero también que gracias a él se abre paso en la historia la modernidad. Con ella terminarán para siempre los tiempos del Medioevo.

De este modo, el carácter unitario de este tiempo se juega en la voluntad, más o menos consciente de sus protagonistas, por romper los límites del mundo que han recibido, ya sea expandiendo sus fronteras (descubriendo), ya sea repensando sus tradiciones (reformando). Por eso mismo, se trata de una época convulsa, en permanente búsqueda de equilibrios capaces de sustituir a los que ella misma está desechando, y que pueden ser bien caracterizados acudiendo a conceptos como «expansión» y «conflicto».

Tales esfuerzos se realizan al menos en tres ámbitos distintos. El primero y más obvio es el de la cultura, cuyo común denominador es, sin duda, el gozoso redescubrimiento de la antigüedad clásica. En las artes los frutos de este período son tan evidentes que han dado a luz (y con toda justicia) la misma palabra «Renacimiento». Pero más allá de eso, el redescubrimiento de la Antigüedad y el Humanismo proponen importantes desafíos a la cultura. ¿Qué papel juega la tradición cristiana frente a la renovación del pensamiento antiguo? O más radicalmente, ¿qué sentido tiene el redescubrimiento de la antigüedad clásica? ¿Se trata de un retorno al paganismo o de una revitalización de la tradición cristiana occidental? No son preguntas que admitan fácil respuesta. Ni siquiera entre los contemporáneos es posible hallar acuerdo.

El segundo escenario está constituido por los descubrimientos geográficos y astronómicos que contribuyen a transformar la antigua imagen del cosmos. En esta época viajeros y observadores rompen sistemáticamente los límites del mundo medieval: rutas, mares, océanos y continentes aparecen de la nada; incluso los cielos muestran un nuevo rostro.

La tarea que esta ruptura trae consigo es casi infinita. En primer lugar, incorporar cultural, religiosa y económicamente, el continente americano al mundo occidental. En segundo lugar, escudriñar el cosmos, sondeando el orden que gobierna el universo físico. Al mismo tiempo será preciso preguntarse por el sentido humano y cristiano de los nuevos mundos que se están descubriendo. Esto precisamente es lo que manifiesta la polémica hispana en torno al debido trato a los indígenas o la incipiente discusión que enfrenta el saber filosófico-teológico con el científico y que llegará a su clímax durante el siglo siguiente.

El áspero escenario político-religioso de la Europa del tiempo constituye, finalmente, el tercer ámbito. Durante esta época termina de derrumbarse la institución imperial a manos de las naciones-estado. La institucionalidad religiosa sufre un proceso del todo análogo; el universalismo cristiano se fragmenta en diversas confesiones de carácter nacional o supranacional, y el papado pierde parte de su autoridad.

En esta nueva atmósfera, Occidente deberá reorganizar por completo sus equilibrios. Las distintas confesiones cristianas se verán abocadas a repensar su identidad, redescubriendo sus raíces y reformando sus tradiciones. Todas ellas tendrán que aprender a convivir, controlando los impulsos de la intolerancia y el fanatismo. Ylo mismo sucederá con las naciones, forzadas a coexistir valorando los equilibrios políticos y dominando las aspiraciones hegemónicas.

Por todas partes se advierten tirones, ajustes y tensiones. Es comprensible. En estos dos siglos, Occidente rompe el cascarón del Medioevo, que le había permitido madurar y desarrollarse, para afrontar nuevos desafíos. Será preciso que adecue sus ojos al nuevo entorno. Pero terminará lográndolo y, esta vez, los frutos serán de alcance universal.

1Retratos de la Antigüedad Griega (Ed. Rialp, 2006), Retratos de la Antigüedad Romana y la Primera Cristiandad (2007), Retratos del Medioevo (2008). También he escrito un libro de retratos de mujeres, que podría insertarse en la misma línea: El otro lado del espejo. Mujeres en un mundo de hombres (Taurus, 2006). En este último libro he incluido dos retratos particularmente relevantes para el período que se extiende entre 1400-1600: Isabel la Católica y Santa Teresa de Ávila.

LORENZO GHIBERTI Y FILIPPO BRUNELLESCHIEl despertar del renacimiento florentino

Cuando se trata de situar en el mapa los tiempos llamados a sustituir al Medioevo, los estudiosos no parecen tener dudas.Podrán discutir sobre el nombre del perío­do, su duración o la valoración que le es debida, pero todos apuntan con el dedo a las ciudades de Italia.

Por aquel precoz 1400, la península difería del resto de Europa en varios aspectos esenciales. En primer lugar, sus ciudades eran ricas. Génova y Venecia controlaban la mayor parte del comercio mediterráneo; Florencia y Milán constituían importantes centros de manufactura y comercio. Todas ellas podían darse el lujo de albergar una burguesía significativa, razonablemente bien posicionada y con altos índices de educación y cultura.

En segundo lugar, cada ciudad poseía una identidad clara y definida. Su población giraba en torno a los cincuenta mil habitantes; la participación política era entusiasta y el orgullo cívico, boyante. Nadie admitía reservas cuando se trataba de hacer grande a la propia tierra. Venecianos, genoveses o florentinos competían por demostrar la valía de su propia ciudad, sin esquivar ningún escenario: ni el de las artes, ni el del comercio, ni el de la guerra.

Finalmente, Italia, más que ninguna otra parte de Europa, se encontraba bajo el embrujo de la antigüedad clásica. La península ofrecía un contacto privilegiado con las ruinas romanas. Los jarrones, las medallas y los frisos hacían volar la imaginación de los hombres. Las rítmicas cadencias del latín clásico, las formas políticas del republicanismo romano y, especialmente, las artes plásticas, impregnadas de realismo y proporción... Todo traía a la mente recuerdos de una época dorada.

La seducción que experimentaba Italia ante aquellos fragmentos de la Antigüedad iba de la mano con el estigma que arrastraban sus propios tiempos. En la mente de aquel temprano 1400, el aprecio por el pasado parecía exigir un cierto desprecio del presente. ¿Qué tenía que ver el bárbaro latín de la escolástica con el suave fluir de la retórica de Cicerón? ¿Había producido el Medioevo algo parecido a la poesía de Virgilio? Aun en ruinas, ¿qué construcción podía competir en pie de igualdad con el Foro, el Coliseo o el Panteón romano? Para los hombres del tiempo, ninguna. Ni siquiera las catedrales góticas. Hoy apenas lo recordamos, pero «gótico» fue una etiqueta peyorativa creada en esos tiempos para referirse a un arte «propio de godos» (es decir, bárbaros).

No se trataba de un sentir pasajero. Hacía más de cincuenta años que la queja por la presente «decadencia» aparecía una y otra vez entre los hombres cultos de aquel tiempo: los humanistas. Petrarca, poeta y padre de todos los intelectuales del tardo medioevo, había afirmado tajantemente que, para revitalizar el arte y el pensamiento, era imprescindible recuperar la cultura antigua. Si esto implicaba olvidar el legado de los siglos precedentes, bienvenido fuera: el mundo no sería menos por ello.

A esta misma nota se había ajustado el concierto de voces que le había seguido. Para los humanistas era posible prescindir del Medioevo sin pecado, culpa ni escrúpulos.

Aquella nueva sensibilidad había establecido su sede en la hermosa localidad de Florencia. No se trataba de una elección caprichosa: la ciudad del Arno lo tenía todo para ser la cuna del Renacimiento. Poseía la mejor tradición medieval sobre la cual empinarse y, desde que había albergado a genios como Giotto, Dante y Bocaccio, el talento jamás le había vuelto la espalda.

Durante todo el s. xv las circunstancias le fueron propicias. Una cuota no despreciable de buena estrella permitió a Florencia salir indemne de las guerras territoriales de inicios de siglo: logró expandirse hacia el mar y hacia los Apeninos, y consolidar su prosperidad. Más adelante, en 1451, firmó un tratado que selló la amistad con los otros cuatro poderes dominantes de la península (Roma, Venecia, Génova y Nápoles), y por primera vez en casi cien años, Florencia se vio libre de ataques e invasiones. Los Médici, sus gobernantes, se mostraban a la altura de la ciudad que conducían. Cosme (1389-1464), el patriarca de la familia, hacía gala de notables habilidades políticas al mando de la ciudad, y su gobierno terminaba por cimentar la grandeza de Florencia.

Los Médici, sin embargo, no se contentaron con ser los estadistas de una urbe poderosa. Fueron también hombres de letras y, sobre todo, mecenas. No querían pasar a la historia en calidad de mandatarios; pretendían hacerlo como protectores de la cultura y de las artes. Con ese fin apoyaron la creación artística mostrándose pródigos hasta el derroche. Palacios, iglesias y plazas; relieves, esculturas y pinturas… nada era demasiado costoso para los Médici cuando se trataba de embellecer Florencia.

Siguiendo su ejemplo, otras familias poderosas emplearon sus recursos con igual propósito. Los Pitti, los Pazzi, los Rucellai, los Strozzi… rivalizaron con ellos en la misma empresa, sin escatimar energías ni recursos con el fin de convertir a Florencia en el centro de Europa. Y lo lograron: fue en este clima de prosperidad y mecenazgo donde surgió el Renacimiento.

Con tales estímulos, los antiguos artesanos que habían encabezado la creación artística durante el Medioevo mudaron la piel para transformarse en un colectivo distinto. Abandonaron el modesto anonimato de otros tiempos, el mismo que durante tantos siglos había asimilado a los artistas con los albañiles, para convertirse en personajes célebres, reconocidos en la calle y distinguidos en los salones. Las artes habían dejado de constituir un simple oficio para transformarse en expresión del genio.

El nuevo ambiente hizo efecto de inmediato en el alma de los artistas. No sólo tomaron conciencia de su propio valor como creadores de belleza; aprendieron a competir entre ellos, disputándose arduamente la admiración popular y, con el incentivo de la fama, que se ganaba en esta vida, comenzaron a soñar con la creación de obras inmortales. El aplauso, el reconocimiento y la gloria se transformaron en la obsesión común del gremio. Brunelleschi, Alberti y Michelozzo en la arquitectura; Donatello, Ghiberti y Verrocchio, en la escultura; Masaccio, Mantegna y Piero della Francesca en la pintura…, todos estaban por demostrar, según el dicho de su biógrafo, que «nada despierta más los ánimos de los hombres que el honor y la gloria» (G. Vasari).

Resulta muy difícil escoger algunos nombres en la larga lista de genios que protagonizó el renacimiento artístico de inicios del s. xv. Aun a riesgo de parecer arbitrario, propongo a dos de ellos: Lorenzo Ghiberti y Filipo Brunelleschi. No en vano ambos crearon los mayores símbolos de la revolución que, desde Florencia, sacudió las artes de toda Europa: las «Puertas del Paraíso» y la Cúpula de la Catedral de Santa María de las Flores.

* * *

El primer indicio de la revolución que estaba fraguándose en las artes, tuvo lugar el año 1401, cuando el gremio responsable del Baptisterio de Florencia decidió sacar a público concurso los bajorrelieves de las majestuosas puertas de bronce que ornaban aquel edificio. Tal vez no lo sabían, pero con aquella llamada estaban ofreciendo al Renacimiento de las artes su primer escenario.

El Baptisterio era un pequeño templo octogonal dedicado a San Juan Bautista que contenía las fuentes bautismales de la ciudad. Aquel hermoso templete contaba tres distintas fachadas; la primera, situada de cara a la catedral, y las otras dos, por los lados. En una de estas últimas, Andrea Pisano había esculpido, pocos años antes, algunas escenas tomadas de la vida de la Virgen María. Se trataba de una obra hermosa, pero discreta. ¿Podía ser superada? Los responsables del concurso esperaban que sí, y los florentinos se manifestaban de acuerdo en que en tal iniciativa no se debía escatimar presupuesto.

De las dos grandes puertas que esperaban ser labradas, se sacó a concurso la primera. El certamen llenó por completo el gusto y la sensibilidad del tiempo. Muy dado a venerar a sus genios, el pueblo florentino siguió con pasión todos los eventos relacionados con aquella convocatoria, especialmente cuando comenzaron a llegar artistas de toda Italia para postular a la obra.

De entre los recién llegados, el jurado responsable del concurso realizó una preselección, eligiendo a los siete escultores que más méritos podían ostentar. Se les asignó una suma razonable de dinero y se estipuló que, al finalizar el año, cada uno de ellos entregaría un panel experimental del mismo tamaño de los que había esculpido Andrea Pisano para la primera puerta. Todos debían representar la misma escena bíblica: el sacrificio de Isaac a manos de su padre, Abraham. El ganador tendría el honor de dedicar diez años de su vida a la tarea de crear una obra grandiosa que llenara de justo orgullo a la ciudad del Dante.

Cumplido el plazo se reunieron las obras. El veredicto no resultó fácil. Para zanjar la discusión fue preciso nombrar treinta y cuatro expertos, entre los más hábiles maestros de pintura, escultura y orfebrería. Sus debates mantuvieron en vilo a la ciudad durante casi dos años y, sólo después de infinitas réplicas y alegatos, la distinción recayó en el joven Lorenzo Ghiberti.

Por aquel tiempo, Ghiberti era un joven y prometedor artífice florentino, «muy deseoso de alcanzar la fama». Había sido iniciado en las artes plásticas por su padre y desde muy temprano había mostrado una capacidad y dedicación nada comunes. Hasta ese momento había logrado laboriosamente hacerse un nombre con algunas obras menores, pero nada podía compararse a la oportunidad que le ofrecía el concurso del Baptisterio. A sus 23 años, conseguir aquella nominación equivalía a fijar con un clavo la rueda de la fortuna.

Desde mucho antes de que el jurado diera su veredicto, Ghiberti se dedicó a la tarea de suscitar apoyos entre los florentinos notables. Contrariando la habitual discreción de sus pares, mostró sus bocetos, inquirió pareceres, solicitó opiniones: todos debían ser partícipes de su creación (y ojalá de su triunfo). A pesar de la distancia con que algunos miraban tal promoción (mitad encuesta, mitad cabildeo), la estrategia dio resultados: elegido por los jueces y alabado por la opinión pública, el artista vio por delante un destino glorioso y, en realidad, lo merecía: el panel que había presentado constituía un verdadero prodigio de técnica, creatividad y talento.

Una vez en posesión de aquel encargo, Ghiberti se entregó a labrar aquellas puertas con pasión asombrosa. Ávido de reconocimiento y decidido a dejar una huella en las artes, no escatimó esfuerzo ni sacrificio: desde la composición hasta el cincelado final, todo en sus Puertas debía ser perfecto. La obra que finalmente salió de sus manos en 1424, más de veinte años después de haber ganado aquel concurso, contenía 28 cuadros decorados con relieves inspirados en el Nuevo Testamento. Las figuras tenían una gracia totalmente desacostumbrada; las vestiduras, los desnudos, la composición y la distribución eran de un refinamiento que recordaba a las obras maestras de la Antigüedad. Según Giorgio Vasari, el biógrafo de aquella generación de artistas, Ghiberti fue el primero en imitar con plena conciencia las grandes obras de los antiguos romanos. La inspiración del mundo clásico comenzaba a ofrecer sus primeros frutos.

Con esta obra, Ghiberti extendió su fama por Italia. Comenzó a realizar trabajos en toda la península: medallas, bajorrelieves, monumentos funerarios, esculturas y ornamentaciones. No temió utilizar los más diversos materiales: mármol, bronce, terracota, yeso, piedra y madera. La ciudad del Arno se cubrió de gloria. El escultor había superado todas las expectativas del gremio que lo había contratado.

Precisamente por eso, a nadie sorprendió que, una vez terminadas las primeras puertas, le fuera encomendado continuar la tarea: el Baptisterio todavía contaba con un último conjunto de puertas de bronce listas para ser labradas. Su fama era ya incontrarrestable; nadie parecía poder superarlo en gracia, naturalismo y elegancia.

Desde luego, no se trataba de una empresa fácil. Era posible que Ghiberti no tuviera rivales que pudieran disputarle el honor de terminar la ornamentación del templete. Pero al continuar la obra, entraba en tácita competencia consigo mismo: debía encontrar el modo de superar su propia obra, creando para Florencia un monumento inmortal. ¿Podría hacerlo? Algunos lo dudaban.

En realidad, Ghiberti tenía una carta bajo su manga y ardía en deseos de mostrarla. Cuando llegó el momento, sopesó calmadamente sus posibilidades y dividió las puertas en diez compartimentos lo suficientemente grandes como para desarrollar los fondos en perspectiva. En ellos propuso escenas tomadas del Antiguo Testamento: la creación de Adán y Eva, Caín y Abel, el arca de Noé, Moisés en el Monte Sinaí, David y Goliat...

Trabajó en sus paneles, concienzuda y obsesivamente, durante más de veinticinco años (1425-1452), pero con ellos pasó definitivamente a la posteridad. El mundo estaba a punto de llevarse una sorpresa que dividiría para siempre la historia de las artes plásticas.

El mismo Ghiberti nos cuenta:

En algunos de estos diez relieves he introducido más de cien figuras; en otros, menos, trabajando siempre con conciencia y amor. Observando las leyes de la óptica, he llegado a darles tal apariencia de realidad, que a veces, vistas de lejos, las figuras parecen de bulto entero. En diferentes planos, las figuras más cercanas son las mayores, mientras las de más lejos disminuyen de tamaño a los ojos, como pasa en la naturaleza.

Tómese, como ejemplo, el pasaje bíblico de la conquista de Jericó esculpido por Ghiberti en uno de sus cuadros. La Biblia narraba que Josué y su ejército habían dado siete vueltas alrededor de la ciudad, tocando estruendosamente las trompetas, hasta que sus muros se habían desplomado de golpe. Pues bien, con las leyes de la óptica en la mano, Ghiberti había sido capaz de concebir en un solo cuadro escultórico el movimiento envolvente de las tropas. El mismo ejército judío se advertía en distintos momentos de la marcha, y el conjunto ofrecía un relato continuo que aún hoy no deja de resultar fascinante. La natural representación del movimiento se había convertido en signo del genio. Se trataba de un avance escultórico cualitativo. Años más tarde, Miguel Ángel las bautizaría con el nombre de «Puertas del Paraíso». «Son tan bellas, afirmó, que deberían serlo».

Lo que aquella Puerta había logrado hacer patente era el nuevo invento que estaba conmoviendo el universo artístico de Italia: el uso consciente y sistemático de las leyes de la perspectiva. Con ellas Ghiberti había producido una obra rayana en la perfección.

En realidad, no era el único que había tomado nota de aquel descubrimiento. Por aquella época el universo de los artistas había dejado de ser plano y una nueva forma de crear había tomado cuerpo entre pintores y arquitectos. El gran Masaccio había incorporado de forma revolucionaria la perspectiva en sus pinturas, y el humanista León Battista Alberti había escrito un tratado teórico en el que se explicaban sus secretos. Florencia entera giraba orgullosamente en torno a aquel hallazgo. Según Alberti:

Nuestra fama debería ser mucho mayor, entonces, si descubrimos unas artes y ciencias de las que no se ha oído hablar y que nunca antes se han visto, sin contar con profesores o sin ningún modelo a seguir.

Como toda creación revolucionaria, aquel invento se fundaba sobre un procedimiento relativamente sencillo. Bastaba con que, al concebir su obra, el artista dirigiera las líneas de profundidad en su composición hacia un único punto de fuga. Con esta simple precaución, las obras se colmaban de un espacio unificado y convincente.

Todos los artistas trabajaban ardorosamente por asimilar la nueva técnica. Vasari nos cuenta la aleccionadora anécdota de un pintor del tiempo, Paolo Ucello, que gustaba de trabajar hasta muy tarde en su taller. Cuando la mujer del artista, exasperada por la demora, lo conminaba a irse a dormir, él respondía lánguidamente que era incapaz de abandonar a su «dulce amante, la perspectiva».

La fuente de todo este movimiento en torno a la perspectiva era un reputado artista florentino que había comenzado su camino casi al mismo tiempo que Ghiberti: Filippo Brunelleschi.

El joven Brunelleschi había nacido el año 1377 en el seno de una acomodada familia florentina. Durante su infancia el padre lo había hecho estudiar letras, pensando que aquel niño seguiría sus pasos en la profesión de notario (en lo cual, a Dios gracias, se equivocó).

Según el parecer de su época, Filippo era amable, afectuoso y muy leal con sus amigos. Como Giotto, carecía de un físico notable; al parecer era feo, «canijo de cuerpo» y algo enfermizo, pero compensaba sus carencias con un gran talento y una verdadera ansia de gloria.

Su primera aparición pública la realizó en 1401 compitiendo con Ghiberti en el célebre concurso de las puertas. Según sabemos, fue digno en la derrota; reconoció la superioridad escultórica de su adversario y afirmó que «sería propio de envidiosos disputarle sus derechos». Desde aquella ocasión ya no volvió a tentar suerte en la escultura. Más aún, invitado a compartir con él los trabajos de la Puerta, los rechazó. Quería buscar su propio camino «para no tener que dividir la gloria de sus fatigas por la mitad».

En realidad, lo hubiera podido hacer. A pesar de la derrota, Brunelleschi poseía un extraordinario talento escultórico. Se cuenta que, años más tarde, criticó amistosamente un crucifijo esculpido por su gran amigo Donatello. El más brillante de los escultores florentinos no se dejó intimidar por aquel comentario; simplemente lo desafió a hacer uno mejor.

Brunelleschi trabajó obsesivamente en aquel encargo, y cuando lo hubo terminado, invitó a su colega a comer. Había colgado el crucifijo en la entrada, de modo que su rival lo notara de inmediato. No se equivocó. Apenas puso un pie en el pórtico, Donatello se mostró tan conmovido que apenas pudo articular palabra. Se limitó a decir con intensa admiración mientras acariciaba la obra: «a ti te corresponde esculpir Cristos. Yo sólo puedo representar campesinos».

Sea como fuere, aquel talento no prosperó. Su temprano fracaso en el concurso de las Puertas lo impulsó a buscar nuevos horizontes. Y los encontró precisamente en el estudio riguroso de la perspectiva. Su Tratado de la Pintura (1435) constituyó un material precioso para toda la generación de artistas que él presidió. Según su biógrafo y contemporáneo, Antonio Manetti:

Él propuso y practicó lo que los pintores actuales denominan perspectiva; pues es parte de esa ciencia, que en efecto consiste en calcular bien y con razón las disminuciones que aparecen ante los ojos de los hombres cuando las cosas se hallan lejos o muy cerca: edificios, llanuras, montañas y campos de todo tipo y en cualquier parte, figuras y otros objetos, en la medida que corresponda a la distancia en que parecen estar. Y a partir de él nace la regla, que es la base de todo lo que se ha hecho en ese sentido desde entonces hasta el presente.

Puede parecer simple: hasta el más pobre dibujo aspira a representar en dos dimensiones lo que en la realidad tiene tres. Pero Brunelleschi afrontó con otra mente el tema, hasta inventar una técnica precisa con miras a lograr el efecto visual que buscaba. En razón de sus estudios matemáticos, supo transformar las medidas tradicionales de planimetría en trazados de composiciones pictóricas. Sus leyes de perspectiva constituyeron una invención genial que, desde Florencia, revolucionó el mundo de las artes. Apenas hubo pintor renacentista que no alardeara de virtuosismo en el manejo de la perspectiva; desde Masaccio a Rafael, todos fueron en esto sus discípulos. Más aún. Durante prácticamente 500 años, hasta el cubismo de Pablo Picasso, los artistas no concibieron otra forma de representar el espacio que no fuera siguiendo sus huellas.

En cierto modo la perspectiva inventada por Brunelleschi constituyó uno de los primeros indicios del profundo cambio de mentalidad que el s. xv estaba gestando. Ella representó una nueva exigencia de precisión, exactitud y claridad que bien puede considerarse una de las semillas de las que nació la modernidad, en contraposición al mundo medieval que lo había antecedido. Más tarde, esta misma necesidad pasará a expresarse en la ciencia y tomará por asalto el mundo del pensamiento en la figura de René Descartes (1596-1650), el padre de la filosofía moderna, en la búsqueda de un razonamiento que ofrezca, ante todo, certidumbre.

Con todo, Brunelleschi no se conformó con sentar las bases teóricas de una nueva época en la pintura y la escultura. Poco después de haber caído derrotado ante Ghiberti por la autoría de las Puertas del Baptisterio, el joven artista marchó a Roma en compañía de su amigo del alma, Donatello. Pretendía confirmar con él su vocación de arquitecto. En la ciudad eterna tuvo el tiempo y la serenidad para maravillarse de los edificios, los templos y las calzadas. Observó estructuras, midió cornisas y levantó planos, hasta que estuvo cierto de no haber pasado por alto rincón alguno.

Los romanos, que por aquella época apenas distinguían las ruinas de las piedras, miraron con sorna a aquel pequeño hombrecillo encaramado entre pedruscos inútiles. Según Vasari, lo tomaron por un «buscador de tesoros».

En realidad, Brunelleschi buscaba un tesoro, aunque muy distinto del que tenían en mente los romanos. Desde su infancia el joven artista cargaba con un problema que muchas veces le había impedido conciliar el sueño: la construcción de una cúpula para la catedral de Florencia, Santa María de las Flores.

La catedral de la ciudad del Arno contaba en su exterior con una rica decoración de mármoles. Por dentro, sin embargo, no era más que un edificio enorme y frío. Desde su construcción había quedado incompleta y más de alguno ya pensaba que para siempre. En el centro de la gran iglesia permanecía intocado un enorme espacio octogonal de 42 metros de diámetro. El último arquitecto no se había atrevido a llevar a cabo el cierre y, de ahí en adelante, nadie había sido capaz de construir una cúpula o una torre para coronar aquel crucero.

El problema era su magnitud; aquel inmenso boquerón abierto al cielo parecía requerir gastos desproporcionados de andamiaje, además de un sinfín de soluciones técnicas que simplemente no se conocían. Se trataba de una tragedia, más aún porque aquel vacío estaba situado entre el hermoso campanil del Giotto y las Puertas que por esos días esculpía Ghiberti.

Brunelleschi siempre había sufrido con este tema. Como a muchos otros florentinos, le parecía injusto que una ciudad que amaba tanto la belleza fuera incapaz de concluir su catedral. ¿No tenían Pisa, Siena o Asís la suya terminada? ¿Por qué debía Florencia sufrir el escarnio de verse superada por otras ciudades más pobres y menos importantes?

Desde que tenía memoria, se había jurado labrar su gloria sobre la humillación de Florencia. Con aquella espina clavada en el alma, había recorrido las ruinas romanas buscando inspiración. Y parecía haberla encontrado: a su regreso a Florencia, se sentía listo para intentarlo.

Lo cierto es que, en 1418, los canónigos publicaron una convocatoria prometiendo un suculento premio financiero a quien propusiera el mejor sistema para terminar el edificio. El de la idea había sido el mismo Brunelleschi, que había sugerido invitar arquitectos de toda Europa. Según Vasari, Brunelleschi había propuesto esa idea «no para que le arrebataran la victoria, sino para que presenciaran su éxito».

Brunelleschi gastó los últimos meses de preparación estudiando hasta el último detalle las cúpulas de la Antigüedad, especialmente la del Panteón de Roma. Y cuando llegó el momento, se presentó en Florencia cargado de secretos.

El año 1420 se celebró la primera reunión. El primer tópico de discusión fue la dimensión de la obra. Era preciso concebir una cúpula enorme y, al mismo tiempo, lo suficientemente sólida para que no se desfondara sobre los muros del crucero. ¿Era posible hacerlo? Nadie parecía tener certezas al respecto.

En segundo lugar, se analizaron los costos. Una cúpula tan grande exigía un tremendo esfuerzo de sustentación; era preciso poner en pie una enorme estructura de andamios que sostuviese la bóveda en construcción y que ofreciese apoyo a los obreros. Esto resultaba tan caro que hacía el proyecto inviable.

Se repasaron todas las posibles soluciones, desde los ejemplos que podían ofrecer las construcciones antiguas (griegas y romanas) hasta las más sutiles técnicas de ingeniería medieval. Pero nada parecía capaz de resolver el problema. Uno de los arquitectos cortó por lo sano y propuso que se llenara de tierra la catedral, hasta el techo. De este modo los albañiles podrían construir la cúpula a pie firme, sin andamios. Para abaratar costos, se permitió sugerir que se sembrara con monedas aquel inmenso cerro. Con esta precaución, el pueblo se encargaría de limpiar la tierra una vez que las obras hubieran concluido.

Entre ideas descabelladas y burlas escépticas, la reunión amenazaba con terminar en el más absoluto fracaso. Hasta que, casi al final de la asamblea, Brunelleschi se puso de pie, pidió la palabra y afirmó con toda certeza que él podía construir la cúpula sin armazón, pilares ni andamiaje. A sus ojos sólo era necesario:

disponer las bóvedas en ojiva; hacer dos cúpulas, una interior y otra exterior, de modo que entre ellas exista un espacio suficiente para caminar y que la estructura se una en los ángulos de las ocho caras, por el ensamble de las piedras y ligazones de madera de nogal.

Para aquel auditorio, lo mismo que para el lector, la propuesta de Brunelleschi fue incomprensible. ¿Dos cúpulas? ¿No sería eso el doble de trabajo? ¿En qué facilitaría la construcción el hecho de que fueran dos?

Como a otras ideas precedentes, también a esta se la recibió entre risas. Poco después, cuando los miembros del Consejo vieron que el charlatán persistía, lo mandaron sacar por la fuerza. Seguramente pensaron que se trataba de un demente. No era para menos. ¿Cómo podría prescindir de estructuras de apoyo para construir sus cúpulas? ¿Acaso pretendía construirlas sobre el aire?

Brunelleschi, sin embargo, no desistió. Pasó días y semanas tercamente empeñado en convencer, aunque fuera uno a uno, a los florentinos influyentes. Estaba seguro de tener una idea genial en la mano. ¿Iba a renunciar a ella porque los demás no la comprendían? De ninguna manera.

Finalmente, consiguió un minúsculo grupo de protectores sobre quienes recayó la dura misión de defenderlo frente a una multitud de detractores.

Durante dos años se discutió por las calles y plazas de Florencia si era posible ejecutar la cúpula de acuerdo al proyecto de Brunelleschi. En honor a la verdad, Brunelleschi tampoco descubría sus secretos; sufría de sólo pensar que le robaran la idea. Y aunque siempre se mostraba dispuesto a responder las objeciones que le hacían los arquitectos, lo cierto es que se daba maña para esconder buena parte de sus planes.

En una ocasión, interpelado por sus colegas para que les mostrara un modelo a escala de su proyecto, Brunelleschi propuso una extraña competencia. Aquel que consiguiera poner un huevo en pie, sobre una mesa de mármol, debía tener el privilegio de construir la cúpula. Entre bromas y chanzas, los presentes aceptaron la propuesta. Uno a uno fueron intentando la extraña proeza sugerida por Brunelleschi. Ninguno lo logró. Una vez puesto sobre la mesa, aquel huevo simplemente se negaba a mantenerse de pie.

Cuando le llegó el turno, Brunelleschi golpeó ligeramente un extremo del huevo sobre el mármol y de inmediato logró ponerlo recto. La decepción ante aquel truco fue unánime. Todos afirmaron que así no tenía mayor gracia el asunto. Cualquiera de ellos podría haber hecho lo mismo que Brunelleschi. ¿Acaso era muy difícil aplastar un huevo sobre una mesa?

El genial arquitecto apenas se inmutó ante aquella rechifla; se limitó a explicar sus renuencias, afirmando: «así también, cualquiera de ustedes podría hacer la cúpula si yo les mostrara mi modelo».

Finalmente, para dar un corte a una discusión que amenazaba con eternizarse, algunos solicitaron que se hiciera un experimento en pequeña escala. Brunelleschi no se hizo de rogar: en pocos días construyó una hermosa cúpula en una ínfima capilla de Florencia. Ante su éxito nadie pudo chistar: al menos en dimensiones reducidas sus teorías funcionaban. Inmediatamente fue nombrado maestro principal de la obra.

La batalla, sin embargo, no estaba todavía ganada. Como muchos lo consideraban un charlatán, un comité decidió poner a su lado a otra persona con la precisa tarea de «refrenar su espíritu desmedido». Y la elección recayó en el artista más notable de la Florencia del tiempo, Lorenzo Ghiberti.

Brunelleschi quedó sumido en la más profunda desesperación al ver que el destino se empeñaba en robarle la gloria, precisamente cuando ya la tenía entre las manos. Los intendentes le aseguraban que sería considerado como el único autor de la cúpula, pero lo cierto es que a Ghiberti se le había concedido el mismo salario que a él. ¿De quién era, entonces, el mérito? ¿Quién pasaría a la historia por aquella cúpula? Según Vasari, poco faltó para que destruyera sus planos y quemara sus dibujos.

Con todo, logró resistir al desánimo. Y como no podía darse el lujo de perder otra vez ante Ghiberti, optó por jugar con las mismas armas que empleaban sus detractores. Después de algún tiempo, se fingió enfermo. Cuando los albañiles fueron a pedirle indicaciones, los mandó a hablar con Ghiberti que, estaba seguro, no sabría darlas. Así fue; los obreros volvieron afirmando que su compañero se negaba a hacer nada sin que él lo autorizara. Brunelleschi se limitó a responder con un brillo, entre irónico y satisfecho, en los ojos: «Pero, ¡qué extraño! Si él estuviera enfermo, yo no tendría problemas en dar las indicaciones del día».

Más adelante hizo separar sus propias obligaciones de las de su compañero, para dejar en claro quién era el competente en la materia. Con estas y otras argucias fue haciéndose evidente a los albañiles, a los intendentes y a la opinión pública en general, que el único dueño del proyecto era Filippo Brunelleschi.

El año 1423 fue nombrado director vitalicio de las obras, acordándose la cifra que debería abonársele cada año por el resto de sus días. Y los tiempos estuvieron de acuerdo. Murió en 1446, apenas un año después de haber terminado el gran cascarón de la cúpula, con sus 93 metros de altura. La ciudad le rindió el homenaje de un magnífico servicio fúnebre en la catedral de Santa María de las Flores. Su cuerpo fue velado bajo la majestuosa cúpula a la que él había dedicado la mitad de su vida.

El sistema de doble cúpula, una interna y otra externa, fue un hallazgo completo. En primer lugar, resolvía ingeniosamente el problema del andamiaje. Ambas cúpulas se cerraban a medida que iban subiendo; no necesitaban estructuras de apoyo. Para el tiempo, constituyó un hallazgo sorprendente y revolucionario.

Pero la genialidad del proyecto de Brunelleschi brillaba todavía más por el ensamble de fuerzas que conseguía. En él se combinaba la cúpula semiesférica con la cúpula apuntada. Por separado, ambas mostraban debilidades estructurales y, en un espacio tan grande como el de la catedral de Florencia, totalmente carente de contrafuertes, las dos se hubieran hundido: la semiesférica hubiera tendido a hacerlo hacia afuera; la apuntada, hacia adentro. Al combinarlas en una sola estructura, ambos empujes se equilibraban a la perfección. Se trataba de una solución tan simple como brillante, y seguramente muchos contemporáneosse sorprendieron de que aquella idea, tal como la del huevo, no se les hubiera ocurrido a ellos primero.

Más allá de sus sorprendentes aspectos técnicos, la cúpula de Brunelleschi resultó elegante, grácil, etérea y, al mismo tiempo, grandiosa. En su tiempo suscitó una admiración sin límites, y todas las épocas le han rendido su tributo. Nada ha representado mejor la superioridad artística de Florencia que la cúpula de su catedral.

La obra constituyó también el primer impulso para la cúpula que Miguel Ángel construiría más tarde en la basílica de San Pedro, en Roma. Se cuenta que cuando Buonarotti partió a la Ciudad Eterna, después de haber estudiado minuciosamente la cúpula de Brunelleschi, afirmó inequívocamente: «Más grande tal vez podrá ser (la que él mismo pretendía construir), pero de ninguna manera más bella».

Con aquel éxito a sus espaldas, Brunelleschi se labró un prestigio inmortal que le permitió convertirse en uno de los grandes transformadores de Florencia en la ciudad fascinante que hasta el día de hoy es: la Iglesia de San Lorenzo y la de Santo Spirito, el Palacio Pitti, la Logia de los Inocentes, la Sala Capitular de Santa Croce..., todos esos monumentos, y otros muchos, guardan la huella de su genio.

Las «Puertas del Paraíso» y la Cúpula convirtieron a Lorenzo Ghiberti y a Filippo Brunelleschi en los pioneros de una generación de artistas que consiguió dar un vuelco en la historia del arte occidental y entre quienes se cuentan Massaccio, Fra Angelico, Verrocchio, Donatello, Guirlandaio, Boticcelli y una lista casi exagerada de talentos artísticos que culminará con las tres grandes personalidades creadoras del renacimiento pictórico italiano: Rafael Sanzio, Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarotti.

Ellos transformaron una antigua ciudad medieval en la auténtica sede del Renacimiento europeo. Aún más importante que eso: convirtieron a Florencia en la cabeza y el corazón de las artes en Occidente.

Durante cien años la ciudad del Arno conservó este primado. Durante ese tiempo ofreció el mejor de los escenarios a todos los pintores, escultores y arquitectos de la época. Sólo más tarde, a inicios del s. xvi, comenzó a eclipsarse frente a la Roma papal, en la que muchos de sus propios genios encontraron una nueva patria donde continuar creando belleza.

LORENZO DE MÉDICI Y LOS SABIOS DE LA ACADEMIALa renovación de las letras y del pensamiento

Desde comienzos del s. xv, Florencia trabajaba arduamente por conseguir un sitial de privilegio en el mundooccidental. Aspiraba a ser una nueva Roma y, con la multitud de artistas que había producido en los últimos años, aquel sueño se había convertido en flamante realidad. Ghiberti, Angélico, Donatello, Brunelleschi, Michelozzo, Ghirlandaio, Della Robbia… todos ellos y otros muchos la estaban transformando en el corazón de un renacimiento que pronto se esparciría por Europa.

Con todo, la ciudad del Arno no podía darse por satisfecha produciendo obras de arte. A juicio de sus habitantes, la ciudad estaba llamada a ser también el cerebro del mundo; no en vano a Cosme de Médici le gustaba decir: «denme un florentino cualquiera y con unos pocos metros de tela roja lo convertiré en el más refinado aristócrata». La ciudad entera se encontraba de acuerdo; fuera en las artes, fuera en las letras, Florencia había nacido para ir al frente.

Desde las primeras décadas del s. xv la ciudad había estado preparándose para asumir tal liderazgo. Por los años 1420-1430, muchos sabios griegos inmigraron a Florencia, producto de la presión que ejercía el imperio turco sobre sus fronteras. Su refinada cultura no tardó en llamar la atención de sus anfitriones. Más adelante, en 1439, la ciudad recibió una delegación de griegos ortodoxos llegados para el concilio ecuménico de ese año convocado para intentar la reunificación de las iglesias cristianas. Aquellos eruditos causaron honda impresión entre los florentinos: ¡discutían de teología y filosofía con la misma pasión con que ellos lo hacían de política! Sus debates estaban salpicados de términos técnicos, sutiles distinciones y largas citas de antiguos filósofos. ¡Qué mejor que aquellos torneos dialécticos para impresionar a una concurrencia ávida de erudición y retórica!

Especialmente sugestiva resultaba la influencia de Platón entre los intelectuales griegos. Oscurecido por las arideces de la escolástica medieval, que siempre había preferido a Aristóteles, Platón parecía una bocanada de aire fresco para la élite florentina; la seductora belleza de sus mitos junto con su insistente solicitud por la trascendencia, lo convertían en el mejor referente para una ciudad que buscaba ansiosamente nuevos horizontes intelectuales.

Con estos preliminares, la ciudad no ofreció resistencia al hechizo del helenismo. La rápida asimilación de los textos antiguos, su traducción al latín y la difusión en comentarios, aseguró a la ciudad un prestigio sin precedentes en toda Europa, y los resultados estuvieron pronto a la vista: una generación más tarde, los florentinos podían envanecerse de haber recogido lo mejor de la herencia bizantina. Florencia había extraído de Grecia, y más específicamente de Platón, los fundamentos de una síntesis filosófica propia. La ciudad había logrado ponerse a la cabeza de la cultura filosófica del tiempo.

Un papel clave en este proceso lo jugó la poderosa familia Médici que, por ese entonces, guiaba con mano firme y mente clara los destinos de la ciudad. Aquella estirpe provenía de un poderoso linaje de mercaderes que había llegado a dominar un vasto y lucrativo conjunto de negocios, entre los que se contaban la banca, el comercio y la producción de lanas y sedas, entre otras cosas. Mediado el s. xv, los Médici constituían la familia más poderosa de Occidente; sus intereses económicos cubrían buena parte de Europa y su influencia política y cultural se extendía por toda Italia y aún más allá.

A pesar de su poderío, la historia de los Médici no estaba ligada a la nobleza de la sangre: habían comenzado como simples burgueses y lo reconocían con orgullo. La suya no era la aristocracia del abolengo y las genealogías. Su primacía estaba ligada al talento y la cultura, la misma que se esforzaban por promover y alentar en Florencia, la ciudad que dominaban.

Efectivamente, los Médici tenían en mucho su vocación de mecenas. En torno a ellos confluía una legión de poetas, literatos y filósofos que, tanto en obras como en prestigio, competía de igual a igual con los artistas que por ese tiempo remecían Europa con sus obras.

Aquel círculo de intelectuales tuvo por muchos años su emblema en la persona de Lorenzo de Médici (1449-1492), apodado el Magnífico, nieto favorito de Cosme de Médici y, en cierto modo, encarnación ideal del príncipe renacentista.

El Magnífico heredó el gobierno de la ciudad en 1469. Su primera aparición pública indicó a las claras su talento. Poco después de la muerte de su padre, cuando todos pensaban que se abalanzaría a asumir el poder que le correspondía por apellido, afirmó en público que sus intereses privados no le dejaban tiempo para la política. En su condición de intelectual, se hallaba demasiado ocupado con sus libros, sus manuscritos y su colección de antigüedades como para dedicarse a velar por los destinos de la ciudad.

En realidad, se trataba de una apuesta orientada a desanimar toda eventual oposición a su persona. Como era previsible, la calculada renuncia hizo entrar en pánico a los infinitos sostenedores de los Médici que, previendo un caos de proporciones en la ciudad, fueron a suplicarle que asumiera sus responsabilidades. No necesitó más que eso para hacer una entrada digna de su abuelo. Después de hacerse de rogar por un tiempo prudente, el Magnífico asumió el poder en gloria y majestad.

A excepción de sus vestidos, Lorenzo no era hombre de apariencia y modales cortesanos. Era robusto, de tez oscura y trato campechano. Tenía la quijada grande, la mirada amable y la nariz algo aplastada. Tal vez precisamente por eso poseía un carácter jovial que seducía al pueblo florentino. En relación a su persona, le molestaba la pompa de las ceremonias y los protocolos; prefería los modos llanos, el humor fácil y la cortesía sincera. Tenía el extraño talento de no hacer sentir a nadie que tratara con él incómodo o fuera de lugar.

Los florentinos lo amaban, entre otras cosas, porque le fascinaban las fiestas, los desfiles y los torneos. Entre los ciudadanos de Florencia, esas tradiciones eran tan magníficas como arraigadas: alianzas políticas y visitas ilustres se celebraban en grande. En tales ocasiones la ciudad se vestía de fiesta. Había banquetes, bailes y justas, y el Médici era el primero en celebrarlo. Las avenidas de Florencia se transformaban en escenario de ampulosos desfiles, salpicados de alusiones clásicas; el diseño de los carros era confiado a los mejores artistas y los más célebres humanistas se ocupaban de los discursos. Todo se organizaba bajo la mirada atenta de Lorenzo. No en vano, su apodo de Magnífico provenía precisamente de «su gran liberalidad, el generoso empleo de su riqueza en beneficio público y la magnificencia general de su vida, de la que participaba Florencia».

Como su ciudad, el Médici era un sincero gozador de la vida. Bien lo refleja una epicúrea canción escrita por él mismo, y que solía cantarse por las calles de Florencia en las noches de juerga:

¡Cuán bella es la juventud que aún así se escapa! Quien quiera ser feliz, que lo sea; del día de mañana, no hay certeza.

Ese era el espíritu de aquel tiempo. Carpe Diem: aprovecha el día, que el tiempo de la dicha no admite demoras.

De uno de aquellos acontecimientos festivos surgió un célebre poema de Poliziano, el poeta más aplaudido de la época, exaltando la figura de Lorenzo y responsabilizándolo de la paz y la prosperidad que gozaba la ciudad:

Y tú, gentil Lorenzo, a cuyo amparo puede Florencia en paz vivir dichosa sin temer vendavales y tormentas…

Su gobierno fue una verdadera época de oro para Florencia. En realidad, aquel Médici tenía madera de estadista. Su gobierno, tal como el de su antecesor, era sutil y discreto. Nadie dudaba de que hasta las más mínimas decisiones ciudadanas pasaban por su aprobación, pero Lorenzo, tal como Cosme, no hacía alarde de ello: le gustaba permanecer tras bambalinas. Su talento político y su habilidad diplomática convirtieron aquellos años en una época de paz y prosperidad para Florencia.

Era, además, uno de los hombres más ricos del mundo. Sus negocios florecían por toda Europa, y no existía un solo gobernante que no buscara su amistad, su prestigio y su consejo. Amado por sus súbditos y admirado por sus iguales, ¿podía, acaso, pedir algo más? En realidad, sí. Como si todo eso no fuera suficiente, Lorenzo era también mecenas, poeta y filósofo.

Su interés por la cultura se manifestó desde muy temprano. Era todavía un niño cuando los estudios prescritos por su abuelo Cosme comenzaron a familiarizarlo con textos de filosofía y literatura antigua. Su maestro, Marsilio Ficino, lo introdujo en el conocimiento y la veneración de Platón. Provisto de ese entrenamiento, siempre se sintió cómodo entre pergaminos, códices y manuscritos.

A los 23 años fundó la Universidad de Pisa, para la cual consiguió, de su propio peculio, a los más insignes eruditos de la época, y a la que no tardó en convertir en la primera de Europa. Posteriormente estableció colegios y otras instituciones para ayuda de quienes no disponían de libros o no podían costear los gastos de su educación, y estableció en Florencia una Academia pública para el estudio del griego, que se transformó en un punto de referencia para toda Europa.

Lejos de ser sólo un benefactor de la vida cultural florentina, Lorenzo fue también uno de sus protagonistas. El mundo del saber y la cultura constituían para él un descanso en medio de sus preocupaciones políticas. Así lo confesaba él mismo en una de sus cartas a Marsilio Ficino:

Cuando mi alma está perturbada con el tumulto de los asuntos públicos, y aturdidos mis oídos con los clamores de ciudadanos turbulentos, ¿cómo me sería posible soportar tales trabajos, si no encontrara un alivio en las letras?

Sus ejercicios literarios hablan de un carácter extraordinariamente versátil, de un interés amplio por la literatura, y de un espíritu abierto a las más variadas manifestaciones poéticas. Siguiendo las huellas de Virgilio, hizo renacer el género bucólico; se vinculó con la tradición petrarquista y con el dolce stil nuovo con poemas amorosos como el Cancionero, donde se presentó a sí mismo como un alma arrebatada por la adoración de una belleza ideal encarnada en Lucrecia Donati. Fue tan multifacéticoen sus intereses, que cultivó desde la poesía religiosa hasta las paganas y epicúreas Canciones de Carnaval. Y aunqueseguramente no creó ninguna obra maestra, sí demostró cultura, talento y buen gusto.

Con tales antecedentes no resulta extraño que se sintiera ligado a los hombres cultos de la época. Por su palacio siempre giró una pequeña multitud de estudiosos, seguros de su estima y orgullosos de su apoyo. Su liberal mecenazgo mostró pronto consecuencias insospechadas. En alas de la admiración que suscitaba Lorenzo, muchos príncipes italianos comenzaron a imitarlo: los Este en Ferrara, los Sforza en Milán o los mismos Papas en Roma...; todos ellos compitieron en la promoción de artistas e intelectuales, creando una de las épocas más brillantes en la historia de la cultura europea. No sin razón se ha dicho que, sin la poderosa personalidad de Lorenzo, difícilmente podría explicarse el renacimiento italiano.

Entre los más notables intelectuales que giraban en torno al Magnífico se contaban Marsilio Ficino, Giovanni Pico della Mirandola, Angelo Poliziano, Cristóforo Landino y Luigi Pulci. Todos ellos eran sabios de amplias genealogías; entre sus antecesores se contaban Petrarca y Boccacio, que cien años antes habían puesto las bases de la revalorización de la antigua cultura clásica. En calidad de expertos, traducían antiguos manuscritos, escribían poesía y redactaban comentarios filosóficos, convirtiendo de paso a Florencia en un auténtico hervidero de ideas.

Como expertos en el manejo de antiguos textos y documentos, todos ellos seguían las huellas del fundador de la filología, Lorenzo Valla, el mismo que el año 1440 había puesto en jaque la estructura de poderes que gobernaba Italia, demostrando la falsedad de un documento político clave para la época. Vale la pena detenerse en este episodio.

Lorenzo Valla era un estudioso serio y refinado. Desde muy joven había desarrollado su magisterio en la Universidad de Pavía, pero, en torno a 1430, las circunstancias cambiaron bruscamente, obligándolo a vagar por media Italia en busca de empleadores y mecenas. Fue precisamente uno de estos quien lo estimuló a estudiar La Donación de Constantino.

En aquel tiempo, los papas basaban su poder temporal sobre Roma y sus alrededores en la antigua creencia de que el emperador Constantino, después de haberse convertido al cristianismo, había delegado en su obispo el gobierno de la ciudad. Como prueba se exhibía un documento que sancionaba la voluntad imperial de poner en manos del Papa las riendas de Roma. Valla, sin embargo, logró demostrar de forma fehaciente que aquel documento constituía una falsificación histórica producida a mediados del s. viii, para justificar la existencia de los Estados Pontificios. Según sus investigaciones, cuatro siglos después de Constantino, cuando ya el Papa gobernaba Roma desde hacía mucho tiempo, se había pretendido legitimar aquel poder generando un pergamino que lo acreditara y validándolo con la firma del rey de los francos (en ese tiempo, Pipino el Breve).

La desmitificación realizada por Valla poseía un evidente contenido político. Había sido expuesta precisamente cuando Alfonso de Aragón, su mecenas, se hallaba en guerra con el Papado. Pero su significado era de largo alcance. Aquel documento, hecho trizas por los argumentos filológicos de Valla, poseía una importancia vital en aquellos tiempos. Los papas habían gobernado Roma desde hacía más de diez siglos y en los últimos tiempos se habían acostumbrado a actuar como príncipes temporales, preocupándose más por su poder político que por su poder espiritual.

Para un humanista epicúreo y algo anticlerical como Valla (que, por cierto, terminará sus días en Roma, trabajando al servicio del Papa y ordenado sacerdote), se trataba de soñar con la reforma de la Iglesia. «Ojalá que pueda ver yo el día —y nada deseo con más fuerza que verlo, especialmente si sucede gracias a mi consejo—, en que el Papa sea sólo el Vicario de Cristo y no también del César», afirmaba en su Discurso sobre la falsa y engañosa donación de Constantino.

Este interés conjunto por la cultura y los asuntos eclesiales era, en realidad, una de las claves de la época. Según la ecuación que robaba el sueño a los intelectuales del tiempo, la renovación de los estudios y el retorno a las fuentes necesariamente implicaba la renovación de la cristiandad, porque todo, especialmente la Iglesia, debía rejuvenecerse al soplo del estudio, del pensamiento y de la cultura antigua.

Los sabios que rodearon al Magnífico también mezclaron profusamente su amor por la Antigüedad con sus inquietudes espirituales. Sus estudios y comentarios buscaban un objetivo análogo al que habían pretendido los teólogos escolásticos del s. xiii, especialmente Alberto Magno y Tomás de Aquino: la renovación intelectual del cristianismo. Pero mientras sus antecesores lo habían intentado adoptando la filosofía aristotélica, los sabios florentinos pretendían hacerlo inspirados en la filosofía platónica.

El estandarte del platonismo les permitía tomar distancia del pensamiento medieval al menos en dos aspectos que consideraban esenciales. El primero era el «lenguaje bárbaro» en que se habían expresado las grandes Summas filosóficas del s. xiii: a ojos de aquellos sabios, la calidad de la expresión valía tanto como la doctrina que transmitía. El segundo era el carácter naturalista y exterior que, según ellos, la escolástica, siguiendo a Aristóteles, había terminado por asumir. Ellos, por el contrario, pretendían renovar la perenne lección de Sócrates, Platón y san Agustín: «en el interior del hombre habita la Verdad».

El Humanismo, —así se llamó la corriente que aglutinó a los sabios de Florencia—, consolidó una nueva actitud frente al ser humano y al saber. En todos sus escritos se proclamó la belleza de este mundo, se exaltaron las posibilidades que ofrecía la existencia terrena y se valoró la suprema dignidad del ser humano.

Los dos grandes protagonistas de esta renovación intelectual fueron Marsilio Ficino y Giovanni Pico della Mirándola. El primero de ellos, Ficino (1433-1499), fue un sabio en toda regla. En 1451 el viejo Cosme le encomendó la traducción y comentario de todas las obras de la antigua Academia, y desde aquel momento el neoplatonismo pasó a ser algo muy parecido a la doctrina oficial de los Médici.

Ficino tomó aquella misión muy en serio. A lo largo de su vida llegó a considerarse el auténtico restaurador de la obra de Platón. En 1462, los Médici le regalaron una villa en Careggi para que pudiese dedicarse con toda serenidad al estudio y a la traducción de su maestro. En ella tuvo su sede La Academia Platónica, en donde los sabios del tiempo se reunían para exponer sus estudios, discutir sus conclusiones e, incluso, recrear en voz alta los antiguos diálogos de Platón.

Todo este esfuerzo se orientaba a conciliar la sabiduría antigua con la verdad cristiana y se desarrollaba en un clima de sacra veneración por la figura de Platón. De hecho, la adhesión que profesaba Ficino al fundador de la Academia poseía un carácter casi religioso. En la hermosa villa que Lorenzo le había regalado, el sabio mantenía constantemente una lámpara encendida frente a la estatua de Platón, a quien no dudaba en calificar como «el más querido de los discípulos de Cristo». Las reuniones de intelectuales convocadas por la Academia terminaban siempre con las alabanzas del maestro, entonadas a la manera de un himno sacro, y el aniversario de la muerte de Platón se celebraba con toda pompa, como si fuera una liturgia en honor de un santo tutelar. De hecho, Ficino fue también sacerdote y siempre consideró que su interés filosófico y su vocación sacerdotal no eran cosas del todo distintas.

Loco o excéntrico, lo cierto es que a lo largo de su vida, Ficino desarrolló una vastísima labor de comentarios a las obras de Platón, traduciendo una buena cantidad de sus diálogos. Vertió también al latín diversos textos neoplatónicos, tanto paganos como cristianos: Plotino y Dionisio, especialmente. Con tales antecedentes su fama se extendió como un reguero de pólvora y desde toda Europa comenzaron a llegar estudiantes para escuchar sus conferencias.

Ficino consideraba que, para vencer la incredulidad que carcomía la fe, era preciso establecer una religiosidad docta que surgiera de la fusión entre cristianismo y platonismo. El platonismo abarcaba, a sus ojos, no sólo los textos del sabio griego y de sus seguidores sino a toda la sabiduría mágico-filosófica de la antigüedad que supuestamente se remontaba hasta la época de Hermes Trimegisto. A sus ojos, esta sabiduría podía renovar la fe cristiana, orientando a los hombres hacia una comunión con la divinidad que se realizara a través de la razón y la belleza, no a través del temor y la penitencia.

Más aún. Según Ficino no existía ninguna diferencia sustancial de autoridad entre los textos bíblicos y los discursos producidos por la antigüedad pagana; en su concepción, la revelación de Dios a la humanidad era una sola y abarcaba, en igualdad de condiciones, desde los mitos del mundo antiguo hasta las parábolas de evangelio.