RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol - Óscar Sánchez Serra - E-Book

RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol E-Book

Óscar Sánchez Serra

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RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol engrosa el catálogo de Ediciones Loynaz en una línea que ha cultivado casi desde los tiempos de su fundación, la temática deportiva. Oscar se codea con colegas que al béisbol han aportado pasión como Félix Julio Alfonso, Juan Antonio Martínez de Osaba y el inefable Ismael Sené. Cumple el autor con un concepto suscrito por Miguel Barnet al fundamentar el alcance de toda literatura testimonial que se respete: "El libro trasciende al libro; trasciende al hecho de ser un objeto, con una escritura que se lee por entretenimiento, o por búsqueda de conocimientos, o por cualquier otra razón. Se convierte en un talismán de comunicación entre los seres humanos y ahí es donde adquiere su sentido de utilidad y se completa su mensaje".

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Seitenzahl: 658

Veröffentlichungsjahr: 2023

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RODOLFO, el Puente           Cuba del Béisbol

 

 

 

 

 

RODOLFO, el Puente        Cuba del Béisbol

 

 

 

Oscar Sánchez Serra

 

 

 

 

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

 

Edición: Vivian González González

Imagen de cubierta: Choco

Diseño de cubierta: Brenda Fonticoba

Diseño digital: Yorjan Domínguez Cordero

 

© Oscar Sánchez Serra, 2023

© Sobre la presente edición:

Ediciones Loynaz, 2023

 

ISBN 9789592198012

 

Ediciones Loynaz

Calle Maceo no. 211, esquina a Alameda; Pinar del Río, Cuba.

E-mail: [email protected]

-epub 2.0-

 

 

A mis hijos y a mi esposa.

A la familia de Rodolfo Puente Zamora, por este privilegio.

A Miriam, hacedora y gestora de esta historia.

Al béisbol, por la magia de unirnos; a los peloteros.

A él, Ranse, que no lo leyó, porque no le hacía falta; lo escribió conmigo.

Índice

 

Prólogo
La jefa
La huella fue más profunda que la herida
A mí me gusta la pelota más que los helados
Él es el béisbol hecho un ser humano
El misterioso y salvador toque en la puerta
En la pelota no se puede ser manco de vista
Profesor Juan Ealo: misión cumplida
Es una pena que ese muchacho sea profesional
Todavía lo estoy esperando
La fiesta del equipo campeón mundial de 1961
Tú lo que eras tremendo pesa´o
Tenía más de cinco herramientas
El último inning del mundial de 1970
Pancho y su jonrón con las bases llenas
Los tres mosqueteros
¿Por qué no te haces árbitro?
Dobleplay
El héroe invisible y Roberto Clemente
Desde Colón y bajo la yagruma
Al cielo de la pelota se llega por una escalera grande y otra chiquita
La jugada salomónica en casa de Marlene y Dagoberto
Estos héroes están hechos de carne y hueso. No son perfectos, son seres humanos
Donde se juega pelota, no sale yerba
El 21 de la esquina caliente y un maestro detrás del home
El gol de Otsuka
Parecía un zurdo al revés
Cortina, Mariano Rivera y ¿Puente lanzador?
Es una persona de pocas palabras, pero de palabras muy valiosas
El jabao Puente con arreos y careta de catcher
Nos quedamos con Cheíto
En nombre de los hijos, el padre
Puente en la cámara habanera de Shaolin
El todos estrellas del Jabaíto Puente
La amistad empieza con un jit y termina con un jonrón
Y en eso llegó el doctor
¡Sabroso!
Amado Maestri en el Latinoamericano
Desde tropicana de cuba, la fidelidad
El profe
La caldosa de Eva
El nombre dura más que el hombre
Uyuyui, qué veo…, jonrón cuando suena el Charangón
Reencuentro sobre El Puente Cuba del Béisbol
Testimonio gráfico

PRÓLOGO

 

Varias razones concurren y se evidencian en este libro disfrutable, necesario y aleccionador. Cualquier aficionado al béisbol diría que vale lo que pesa la leyenda que habita en sus páginas. ¿Quién vacilaría a la hora de otorgar esa categoría mítica a un pelotero de la talla de Rodolfo Puente Zamora? ¿Quién no sabe, háyalo visto jugar o no, de su indiscutible nombradía como uno de los más respetados, seguidos y admirados jugadores entre los tantísimos protagonistas del deporte que nos identifica y define?

Abundantes elementos estaban a la mano de Oscar Sánchez para llevar a cabo el ejercicio escritural. Memoria y estadísticas, recursos imprescindibles. Más no se trataba de recrear ―y menos de reproducir― una compilación de los números registrados por Puente en Series Nacionales y torneos internacionales; ni de armar una semblanza biográfica; ni de limitarse a desplegar las respuestas a un cuestionario por muy exhaustivo y abarcador que este sea; ni de recoger criterios entre compañeros de juego, entrenadores, familiares, cronistas y aficionados. Todo ello, sin dudas, encierra valores y permitiría redondear la idea de lo que fue y es Puente para el béisbol cubano.

Pero Oscar, desde un inicio, fue siempre por más. Lo suyo, bien distante de la narrativa del biopic y de las tentaciones hagiográficas que asaltan de vez en cuando a los cronistas, transita por la óptica, la concepción y el oficio de un escritor interesado en abordar las más diversas aristas de la vida y las huellas del protagonista y poner a disposición del lector una imagen integradora e integral. Eso solamente se consigue a partir de una madura y consciente perspectiva literaria.

Una de las jugadas mejor pensadas del escritor consiste en convocar, en torno a la celebración de las siete décadas de vida de Puente, a las voces de quienes tuvieron que ver, de un modo u otro, con su carrera, no solo para ponderar esta, sino sobre todo a fin de dar testimonio del ser humano. Anécdotas y vivencias que se despliegan en el tiempo y en los espacios donde se desempeñó. El simbolismo del escenario no escapará al lector avisado: el Estadio Latinoamericano de La Habana, el diamante de la barriada del Cerro, testigo del crecimiento del jugador ante los ojos de la afición. Como un relampagueante double play, el autor nos mete en el saco de una narración en la que la progresión dramática se basa en la supuesta armazón de un documental, con alter ego incluido. 

No cometeré la imprudencia de citar nombres ni de glosar opiniones; sería un crimen arruinar el placer de la lectura y la sorpresa de las revelaciones. Más no me resisto a adelantar el juicio emitido por Rey Vicente Anglada, grande entre los grandes, sobre su amigo y coequipero: “Yo vivo para la pelota, no hay nada en mi vida que no pase por ella, y tuve la suerte de encontrarme con él como compañero de combinación. Y digo suerte porque jugar con el hombre que en ese momento ya llevaba casi diez años en el equipo nacional, sin que nadie le hiciera sombra, fue un privilegio”. Puente, que también vive para la pelota, asume de igual modo como un enorme privilegio haber compartido con hombres como él, directivos y jugadores, en el terreno y los dogouts, en duros entrenamientos y giras interminables a lo largo y ancho de la isla y fuera de esta, momentos de gloria que sobrepasan reveses y caídas. Unos y otros alientan lo que el dinámico zurdo matancero Wilfredo Sánchez sostiene como misión: “Tenemos que contar las cosas que hicimos, no para vanagloriarnos, sino para continuar aportando a este deporte que tanto queremos”.

Si de contar hablamos, y de la activación de la memoria, no puedo renunciar a la evocación de un pasaje que como aficionado jamás olvidaré: el inesperado y fabuloso squeeze play con el que Puente le dio un vuelco decisivo al partido contra Puerto Rico en el Mundial de La Habana de 1973. En aquella atrevida jugada se condensa una virtud subrayada por el profesor José M. Cortina, toda una cátedra del arte de lanzar: “La observación constante, en el béisbol, es de suma importancia. Todos los bateadores no se manifiestan igual en cada momento. Hay algunos que son muy buenos en lanzamientos de rompimiento; otros, con la bola rápida; existen quienes no tienen buenos promedios y, sin embargo, son peligrosos con hombres en posición anotadora”.

Como tampoco paso por alto la sinceridad de Puente al confesar lo que sintió al despedirse del béisbol activo: “En 1983 fue el último año en que jugué y la última competencia fue la Selectiva de ese calendario. El primero que sabe que se están perdiendo las facultades es el propio pelotero. Yo me di cuenta que había bolas a las que siempre le llegaba con facilidad, y que ya no podía alcanzarlas. El nombre dura más que el hombre”.

Verdad a medias esta última. En el caso de Puente, el hombre trasciende al nombre y ello se respira en cada una de las líneas del libro, que va a la raíz y asciende por las rutas de sentimientos y convicciones que colocan justo al hombre en su centro: la familia, una abuela que parece salida de un cuento de Rulfo o una novela de García Márquez, la madre que sigue paso a paso su salida al mundo, el padre recto que sabe ser brújula y compañero; el romance eterno con Miriam, y esos amigos, de diverso talante, que al margen del deporte lo arropan y quieren. Un Puente único e indivisible entre el jugador excepcional y el director de novenas, entre el federativo consagrado y el consultor técnico, entre la entrega, la modestia y el deber.

Del centro a los contextos deviene otro los aspectos atendibles de la obra escrita por Oscar Sánchez. Quien quiera tomar el pulso a las coordenadas y los avatares que rodearon el despegue de la pelota en la etapa revolucionaria, tiene aquí un material de primera mano.

RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol engrosa el catálogo de Ediciones Loynaz en una línea que ha cultivado casi desde los tiempos de su fundación, la temática deportiva. Oscar se codea con colegas que al béisbol han aportado pasión como Félix Julio Alfonso, Juan Antonio Martínez de Osaba y el inefable Ismael Sené. 

Cumple el autor con un concepto suscrito por Miguel Barnet al fundamentar el alcance de toda literatura testimonial que se respete: “El libro trasciende al libro; trasciende al hecho de ser un objeto, con una escritura que se lee por entretenimiento, o por búsqueda de conocimientos, o por cualquier otra razón. Se convierte en un talismán de comunicación entre los seres humanos y ahí es donde adquiere su sentido de utilidad y se completa su mensaje”.

PEDRO DE LA HOZ

Febrero de 2023 

LA JEFA

 

 

 

Ella había dicho que sus nietos Rodolfito y Cari serían los más famosos de la familia. Y aunque al varón la fama le da vértigo y hasta le cuesta hablar, pues toca cada palabra con su alma limpia, para no dañarla con su verbo, lo cierto es que Josefa Betancourt Bera tuvo razón en su profecía. Los dos habían nacido en su cama en un mes de octubre, y aquel hecho no solo motivó a la abuela a predecir el futuro de los niños, sino que se iba a quedar con ellos, cual ángel de la guarda y resolutiva con su presencia, en cada paso de sus vidas. Ninguno de los dos estuvo solo, y cuando nada parecía tener solución, ella indicaba el camino.

Fefita enviudó muy joven, no obstante, ya con diez hijos, cinco hembras y cinco varones, que nacieron de su amor con Wenceslao Modesto Zamora. Una amalgama de colores caribeños esbozaba su geografía humana. Su pelo se adelantó a los años y, precozmente, aparecieron las blancas canas, para que al caer sobre sus hombros sirvieran como corona a esa piel mestiza que contrastaba con unos ojos verdes de profunda mirada, y de monumento a lo hermoso, lo cual siempre llevó con sencillez plena y fidelidad a la devoción por su esposo. No se volvió a casar ni se le conoció romance alguno. Aquella beldad hacía una rara y, sin embargo, perfecta química con un carácter que fundió la nobleza y la firmeza en un solo ser. Muy admirada por esa belleza, ella, sin duda, era la Jefa.

Ninguno de sus hijos y nietos la tuteaban. El ejemplo empezaba desde la cuna, y ese atributo respaldó el cariño y el respeto que le profesaban la familia y los vecinos. Llevaba en su sangre la estirpe indómita de los que nacen en la ciudad cubana de Santiago de Cuba; era hija de mambí, por lo que el sentimiento de independencia lo traía muy adentro, y tenía también descendencia canaria, por parte de su madre.

En los prolegómenos de 1952, Cuba ya vivía bajo el régimen de Fulgencio Batista, llegado al poder tras un golpe de Estado, el 10 de marzo de ese año, hecho que lo condujo a los cargos de primer ministro y de presidente provisional, hasta sentarse en la silla presidencial tras las espurias elecciones de 1954, en las cuales hasta los muertos aparecieron como votantes. Poco después, el 30 de noviembre de 1956, la urbe santiaguera se levantó a las órdenes del joven Frank País, para apoyar el desembarco de un yate, de nombre selfies, en el que Fidel Castro comandaba a 81 hombres dispuestos a liberar del yugo batistiano a la mayor de las Antillas. Ese día, en la carretera de Cuavitas, donde se encontraba la casa de Josefa, los militares persiguieron y detuvieron a varios muchachos, mientras entraban en las viviendas para llevarse presos a los hombres. En su sedienta búsqueda, llegaron a su puerta. Ella los esperaba resuelta, y se atravesó en el umbral.

—Esta es una casa decente. ¡De aquí no se llevan a nadie! —exclamó.

El oficial miró su rostro y quedó perplejo, anonadado. No sabía si por su atractivo o por la manera en que los encaraba, a él y a sus guardias. Lo que sí conocía era que en ese lugar se practicaba el espiritismo y que aquella señora convocaba a los espíritus de la felicidad. El militar pidió excusas y mandó a retirar sus efectivos.

Aquel hogar era muy respetado y, aunque la principal cualidad de la familia era la generosidad, un cierto misterio lo rondaba: la creencia en la supervivencia del alma, después de la muerte física, y la posibilidad de comunicarse con esa aura, casual o deliberadamente, por evocaciones o de forma natural. Y la soldadesca, supersticiosa y de bajo nivel cultural, salió espantada de allí; le temían más a la abuela de Rodolfito y Cari que a los espíritus.

En su práctica solo mediaba un vaso de cristal lleno de agua, y a quienes allí asistían les hablaba del presente y del futuro; conversaba con las almas de los familiares de esas personas y alertaba a todo el que iba a visitarla de los traspiés que la vida podía ponerle por delante. Tenía muchos admiradores, lo mismo entre la gente de dinero que entre los pobres. En su casa funcionó, por muchos años, un templo que conducía con su esposo, en el cual se daban cita muchos cultores del espiritismo, como la familia Puente Pi.

Era una mujer con mucha suerte, por lo que no pocos conocidos comenzaron a asociarlos acontecimientos que sucedían —por beneficios del azar—con sus encuentros con los espíritus, como si estos le advirtieran qué sendero tomar. Pero se encargó ella misma de destruir esos mitos, porque tenía muy claro que su práctica estaba presidida por los buenos pensamientos y por los sentimientos más puros, esos en los que los evocados confían y se sienten en un ambiente honesto y pacífico.

No había asomo de lucro en aquellas sesiones. Las personas que acudían a verla, para mediar entre ellos y las almas de sus seres queridos, encontraron siempre, en el saloncito de diálogos, un remanso de tranquilidad en el que una mesa, cuatro sillas y un estante de madera con enseres domésticos eran los únicos testigos.

A causa de esos golpes de fortuna que la acompañaron, ganó tres veces el premio de la lotería, y en una de esas ocasiones invirtió la suma en levantar la casa de la familia, en la carretera de Cuavitas, en las afueras de la urbe oriental de Cuba. Tenía tres módulos, todos con madera machihembrada. El del centro lo destinó a la vivienda, en el de la izquierda montó la barbería de Modesto, y en el de la derecha alquilaba habitaciones para contribuir al sustento. Aunque distaba de ser una mujer de clase media, a los suyos no les faltó nunca nada. Esa independencia económica le permitió ayudar a sus hijas, fundamentalmente, por eso iba con alguna frecuencia a La Habana, y en esos viajes escogía a su nieta Caridad, a quien le decía Miquinyá, para que fuera su acompañante. En la capital, se alojaba donde su hija Gloria.

La de Cuavitas no era una mansión, pero tampoco tenía nada que envidiarle a las de la comarca. La sala grande, con muebles bellísimos, hechos por las manos de sus hijos Fornelio y Lardonares; luego el comedor, engalanado por los mismos saberes de esos carpinteros ebanistas. El piso de esos dos espacios lucía una perfecta combinación de gris y rojo, que semejaba una alfombra de grandes mosaicos. Corrían de manera paralela dos cuartos, primero el de la Jefa; y detrás del segundo, un tercero, cuya puerta daba acceso a un salón desde el cual se llegaba a la cocina. Ese era el para nada misterioso saloncito en el que Fefita efectuaba sus trances, a petición de las personas que llegaban procurando la singular conexión. Allí se hallaba el estante de madera y, sobre él, una piedra que trajeron desde Canarias, a través de la que se filtraba el agua, que corría pura y fresca para sofocar el intenso calor santiaguero. A Cari siempre le llamó la atención, pasaba ratos contemplándola y se ensimismaba con aquella rutina de purificación. Como el sitio era tan mentado por los lugareños y tan sugerente por los encuentros con el más allá, la roca también formaba parte de su hálito esotérico. Sin embargo, no había quien no se detuviera en la morada, al filo del mediodía o en las primeras horas de la tarde, cuando el sol parece hervir a la tierra, por un vaso del fresco líquido que se deslizaba por la piedra de Canarias.

No hacía falta mucha observación para darse cuenta de que el domicilio de los Zamora Betancourt era prácticamente una pequeña empresa familiar. Detrás de la cocina, también amplia, se desplegaba el patio, adornado por árboles frutales y una extensa variedad de plantas medicinales que derrotaron todos los catarros de la familia. Al fondo, en el cierre de la propiedad, en un taller de hojalatería, uno de los hijos de Josefa, Pedro Zamora, sacaba las cajas de litros de leche para venderlas al otro lado de la carretera, donde vivía una familia de emigrantes españoles a quienes, aun sin conocer su procedencia, todos les llamaban gallegos, por esa costumbre tatuada en la cubanidad de bautizar así a cualquier español. Los venidos de Europa se dedicaban al negocio de la producción de leche, así que Perucho, el tío de Rodolfito y Cari, era su proveedor por excelencia. El productor solo tenía que cruzar la carretera, contratar el servicio y esperar por los envases. El único espacio que, aunque se levantaba también en el patio, no estaba dentro del módulo habitacional, era el baño.

Hasta los predios de Fefita llegó una tarde la familia Puente Pi, en busca de una plática con los espíritus de sus más allegados, y fueron ellos, los evocados, los que unieron para siempre a los Puente y a los Zamora, pues a partir de aquel momento comenzó a engendrarse el amor entre Manuel y Lucinda, una de las hijas de Josefa. Seis retoños brotaron del fruto de esa unión, y uno de ellos fue el que nació en su propia cama, al igual que su prima Cari, quien llegó a este mundo en medio de una de aquellas sesiones de evocación. Según decía su propia abuela, al agradecerles a quienes entonces la fueron a ver aquel 5 de octubre de 1952, las almas sin envoltura física la ayudaron a nacer, pues el trabajo de parto en el primer dormitorio fue extenso y riesgoso.

La madre de los Zamora Betancourt era estricta con sus muchachas. Las andanzas de novios no podían ocultárseles y exigía del consentimiento materno, que en aquella casa incluía al paterno. Su celo con ellas resultaba el centinela más alerta ante los pretendientes de las jóvenes, que no escaseaban. Pero si alguien conquistó el corazón de Fefita, ese fue Manuel Puente Pi, hombre recto, de conducta rígida e intachable en sus formas; tal vez fue ella la primera persona, y una de las pocas, que vio su nobleza detrás del férreo e impenetrable carácter de aquel hombre trabajador y entregado por entero a su familia. Le agradó desde que lo vio en la sesión espirita. Sus modales, el talante respetuoso y la fidelidad sin límite a su estirpe le ganaron su confianza. Josefa Betancourt no entregaba a una hija tan fácil y con tanta fe como lo hizo con Lucinda, en los brazos de Manuel.

Pronto los dos se marcharían a La Habana, ya con su primer hijo, del mismo nombre que el del padre. Unos 900 kilómetros separarían a Lucinda de su mamá, pero no hubo objeción, ella y su descendencia estarían muy bien cuidadas. Sin embargo, la vida en la capital del país era dura, y más para gente pobre como ellos. Manuel trabajaba en lo que podía, y lo hacía sin escatimar horas, sin dejarle minutos al descanso. Las infatigables jornadas se multiplicaron al saber que su esposa esperaba un segundo retoño. Ante la noticia, su esposo decidió que regresara al cuidado de su madre, en lo que ganaba tiempo para darle una mejor condición de vida a una familia que crecía. De vuelta a la morada de Cuavitas, los esmeros maternos la llevaron a una feliz gestación, y el 14 de octubre de 1948, en la cama de la abuela, le nació al planeta béisbol quien sería uno de los más brillantes jugadores cubanos.

En La Habana, Manuel conoció de la nueva buena, y se dispuso a preparar el retorno de su esposa y su encuentro con Rodolfito. A los seis meses, Lucinda se despedía nuevamente, y Fefita sintió la misma seguridad que la primera vez. La abrazó y besó a su nieto, en quien posó su mirada tierna y protectora, para hacerle saber que, aunque nada sería fácil, estaría siempre a la mano, no para hacer ni decir qué hacer, sino para mostrarle la ruta, como una guía inspiradora, nada más. Tenía la experiencia y le iba a mostrar que los espíritus, aun sin ser llamados, además de brindar los consejos más competentes, también dotan del necesario valor y firmeza para no desfallecer ante cualquier tropiezo o escollo, por grande que sea. Mientras lo miraba, le hablaba a su alma. Velaría por él, pues en su entorno de espíritu familiar tendría la ventaja de identificarse cómodamente con sus necesidades, y sabría tanto de sus deseos y aspiraciones como él mismo.

Nadie entendió por qué, pero la nieta más pegada a Josefa, quizá por parecérsele mucho, tuvo la autorización de la abuela para viajar a La Habana, bajo la custodia protectora del esposo de Lucinda. Aquella muchachita, intranquila, perspicaz, de un carácter fuerte y a la vez muy alegre, iba a ser, aunque por unos momentos, quien ablandaría la coraza que encerraba los nobles sentimientos de su tío Manuel. Para la abuela, los espíritus también son seres vivos, y Cari sería casi una enviada especial, pues tendría en Manuel el mismo efecto que él logró en su suegra.

LA HUELLA FUE MÁS PROFUNDA QUE LA HERIDA

 

 

 

A mediados del año 1950, Manuel y Lucinda, con la venia de Josefa, llegaron a la capital. Se instalaron en la populosa barriada de Marianao, en el reparto Los Hornos, exactamente en la calle 37, entre 104 y 106, muy cerca del Instituto de Segunda Enseñanza y del Estado Mayor del Ejército, el cuartel de Columbia. De hecho, aquella comunidad era prácticamente de militares por la cercanía del campamento, que a finales del siglo XIX e inicios del XX estuvo ocupado por tropas estadounidenses, la mayoría de ellas provenientes del distrito de Columbia, en Carolina del Sur, de ahí el nombre que adoptó en la Isla.

Apenas un cuarto, una cocina y un reducido baño, que después se hizo más pequeño, pues Manuel habilitó un mini set oscuro para el revelado de fotografías, era todo el hogar de la familia Puente Zamora, que, sin embargo, no tardó en crecer, cuando nacieron los hermanos habaneros Mayra, Eva, Aida y Jorge, y el apartamento pasó a ser una minúscula cápsula. Tenían solo dos camas, y en cada una de ellas dormían cuatro. Para ese exiguo espacio y para los suyos, Manuel Puente Pi trabajaba sin detenerse, lo mismo en la construcción, que luego en el oficio de fotógrafo. Él llevaba de comer a sus hijos y esposa, y mantuvo a su descendencia sobre los principios de una educación muy exigente, que promovía altos valores morales, con mucha rectitud. Sin darse cuenta, creó un ambiente de rigidez que, por momentos, sepultaba la armonía. Los imperativos, en aras de alcanzar esa conducta, con los cuales condujo a su familia, no conocían de matices, ni siquiera del sentimiento filial. Manuel no pasaba por encima de su tradicionalismo a ultranza, aunque ello le trajera el distanciamiento de sus seres más queridos. En su casa nadie podía contradecirlo y ¡ay! de quien osara hablar más alto que él.

Lucinda, toda dulzura, jamás pisó la calle si él no la acompañaba, y nunca trabajó. Sus labores se concentraban en la casa. Limpieza, lavado y cocina eran sus únicas ocupaciones, bastantes para una prole tan vasta. Tampoco puso un pie en una tienda ni para comprarse su ropa interior; él se encargaba hasta de esos detalles, con tal de que no saliera. Las hijas debían acompañar a su madre, y solo los varones iban con él a alguna encomienda. La única concesión iba a aparecer con los viajes de Cari a La Habana, porque ella sí le sacó las cosquillas a su tío, como si Josefa supiera que tenía que hacer algo para que su yerno se ablandara un tanto y llevar al hogar marianense una luz de alegría. Cari salía a las tiendas con Manuel, caminaban juntos por la ciudad, y él se sentía a gusto con su compañía. La consentía, incluso le compraba ropas, como un bellísimo vestido de tafetán negro y rojo que adquirió en una tienda habanera, ubicada en las calles Neptuno y Manrique, y que la joven lució el 1ro. de enero de 1959, cuando la Revolución comandada por Fidel Castro festejaba su victoria en Santiago de Cuba. Esos colores eran los de la bandera del Movimiento 26-7, fuerza motriz de aquella alborada.

Cari le llamaba tío Manolo y a él le gustaba. Sentía un gran cariño por su sobrina, a quien siempre vio como una hija más. El papá de los Puente Zamora se preciaba de la educación de la pequeña, de su inteligencia y de la manera respetuosa con que se dirigía a los demás. Como con los propios hijos, estuvo muy atento a su superación profesional. Por eso se le vio muy feliz cuando, en 1969, se graduó de maestra.

Tras aquellos paseos con Manuel, la niña siempre regresaba con un detalle para su tía. Se daba cuenta de los valores sembrados en la familia, del respeto, de la disciplina, del rigor en la casa de sus primos, pero también de la inflexibilidad con la que vivían y de cierto pesar en ellos. Al propio Rodolfito no se le olvidó jamás un diálogo que tuvo con su prima en una de sus temporadas por la capital.

—¿Sabes una cosa, mi primo? Ustedes le tienen respeto al tío Manolo, pero también mucho miedo.

En aquel momento quedó mudo. No se atrevía a dar un criterio sobre la valoración de su prima, aunque comprendiera que tenía razón. Pese a que los dos eran todavía unos niños, él un poco mayor, ya existía entre ellos una fluida y casi telepática comunicación. Cari se percató de que no quería pronunciar ni una palabra sobre lo que le había dicho. Sin embargo, su frase quedó como una semilla, que germinaría en la única persona que se atrevió a enfrentar la autoridad paterna, sin dejar de respetarla y amarla.

En el barrio, Rodolfito comenzó a hacer amigos desde muy pequeño, y con apenas seis años ya el béisbol empezó a llamarlo. Muy cerca de la casa, en la esquina de 35 y 106, en un pequeño placer, atrapó sus primeras pelotas en los juegos callejeros, que en Cuba llaman pitenes, y que son una suerte de reuniones de niños y jóvenes, en las cuales los que juegan son los dueños de los guantes, bates o pelotas. Él no tenía nada de eso, pero cuando lo vieron engarzar un fuerte roletazo por encima de la segunda base, no le faltó nunca un guante, pues todos lo querían en su novena para aspirar al triunfo. Se movía en las bases como una gacela y, aunque la estatura no lo acompañaba, al bate no era fácil ponerle out.

También en Marianao acudió por primera vez a la escuela, a una de carácter público, la Mesa y Domínguez, que le quedaba próxima al pequeño apartamento, en las calles 47 By 108. Le impresionó muchísimo aquel recinto de arquitectura colonial y muy espacioso, porque todo lo que conocía era la estrechez de las cuatro paredes donde vivía junto a su familia. El patio, muy grande, era su área preferida. Allí cualquiera sacaba una pelota y se la pasaban unos a otros. El padre chequeaba cómo le iba en los estudios, sabía que el pequeño tenía para convertirse en un hombre de bien y no quería que su hijo desaprovechara ninguna oportunidad que pudiera proporcionarle. Un buen día del segundo grado, cuando Rodolfito tenía unos ocho años, lo sorprendió con una pregunta.

—¿Y a usted cómo le va en el colegio?

Pero su hijo tenía una cualidad que iba a explotar luego en la pelota. Era muy ágil de pensamiento, siempre tuvo el don de anticiparse al problema, a lo mejor porque su abuela Josefa estaba allí, presta a solucionar cualquier situación.

—No creo que sea el mejor, pero tampoco el más malo—le dijo, casi sin tardar un segundo.

Y ciertamente era así, pues fue muy sistemático en la escuela. Lo motivaba el conocimiento y se sentía exigido por su padre. Al viejo no podía fallarle, estaba pendiente a todo, así que el poco tiempo que tenía fuera de los estudios lo dedicaba solo a disfrutar del juego de pelota. Apenas le quedaba espacio para las travesuras, pero, como todo niño, las hizo, y en una de ellas fue descubierto. Esa vez se vio obligado a contarle a su padre, porque acabó herido y necesitó de asistencia.

—Papá, creo que me va a tener que llevar al médico.

—¿Y cómo y dónde usted se hizo eso? —inquirió Manuel, entre furioso y preocupado.

—Estábamos jugando a pasar sobre unos muros para ver quién lo hacía más rápido, pero no me percaté de que en la casa de los Álvarez había una cerca que terminaba en unos picos y me caí encima de ellos.

La herida hecha con la parte superior de la cerca le corría por todo el antebrazo derecho, el hierro le había penetrado casi de lado a lado. Varios fueron los puntos de sutura que hubo que aplicarle, y el epílogo del episodio fue aún más lacerante. El doctor le advirtió a Manuel que, por suerte, pudo hacer una reconstrucción bastante completa, pero que en el futuro su hijo podría hacer poco, o casi nada, con esa mano y con ese brazo. El padre, visiblemente angustiado, le preguntó al galeno si podía revertirse aquella situación, y este le recomendó una serie de ejercicios que, una vez retirada la sutura, el niño debía hacer para recuperar, poco a poco, las habilidades y el movimiento de la zona afectada. Manuel gastó lo poco que tenía en la cura y en los medicamentos, mientras Rodolfito, al salir de la policlínica, recibía una fuerte reprimenda.

—Eso le pasa por estar saltando por los muros de las casas ajenas. Usted es hijo de una buena familia, no tiene que hacer nada en fechorías, ni metiéndose donde no lo llaman.

Lucinda, dotada de la paciencia y de la ternura que solo una madre es capaz de atesorar, asistió a su hijo, tras recibir la explicación de lo sucedido. No era una enfermera, pero las manos de mamá siempre curan; sus ojos alumbraban el alma de su hijo. Él se sintió seguro y, sin decirle palabra alguna, ella sabría de la preocupación de su niño, asombroso cumplidor de cada una de las indicaciones que Manuel había recibido del médico, y que él escuchó atentamente, tanto en la policlínica como cuando su papá se las hizo saber a su esposa.

—No te abrumes, hijo, vas a seguir jugando pelota.

¿Cómo supo que estaba pensando así? Esa era una pregunta que el muchacho se hacía constantemente, porque la verdad es que, si bien copió en su mente todo lo que había que hacer para sanarse, tampoco olvidó las palabras del doctor sobre su recuperación. Resultaba difícil que un niño de nueve años pudiera aprenderse, con tanta exactitud, la terapia sugerida, y más aún que dos meses después estuviera tirando bolas y atrapándolas. ¿Serían cosas de Josefa y de su omnipresencia?

Pasado el trago amargo de su primera lesión, Manuel le dio permiso para ir a jugar béisbol en el Instituto de Segunda Enseñanza, justo frente al cuartel de Columbia, una zona que él sentía segura por la presencia de los militares y que no era lejos de la casa. También lo autorizó a ir al estadio del Palmar, más alejado, como a unos cuatro kilómetros del hogar, pues varios muchachos le dijeron que allí jugaban peloteros profesionales y que algunos profesores les daban clases a los más pequeños. Cuando se iba hasta allá, el padre, en ocasiones, le daba diez centavos para tomar la guagua, pero él prefería caminar para poder merendarse un dulce de abolengo nobiliario, por su nombre, masareal, y un refresco. Era de las pocas veces que se llevaba algo a la boca que no fuera el sempiterno plato de sopa que su madre ponía en la mesa todos los días del año.

Su amor por la pelota es de propia inspiración, porque si un deporte tuvo cerca, ese fue el boxeo. Sus tíos Armando y Reynaldo, hermanos de su padre, fueron boxeadores. Armando fue el más sobresaliente, incluso llegó a boxear en México y a practicar con Pincho Gutiérrez, el entrenador de Eligio Sardiñas, el legendario Kid Chocolate, campeón mundial. El tío le contaba muchas anécdotas a su sobrino. Una de las más impactantes era sobre la vez que peleó con un rival a quien llamaban el Acorazado. Aunque estaba ganando, se envalentonó por la ventaja que llevaba y salió a rematarlo. Sin embargo, no midió bien la distancia, quedó fuera de balance, y toda su vida llevaría la marca del golpe que lo puso fuera de combate, cual si fuera un cuño impreso en una frágil hoja de papel. Como Rodolfito tenía mucha afinidad con sus dos tíos, hablaba mucho del pugilismo, y hasta llegó a seguir algunas peleas, como la de Ciro Moracén y Pupy García, muy populares en los años 50. Afortunadamente para él, y para el béisbol, jamás le dio por tirarse unos golpes con nadie y mucho menos subirse a un ring.

José Aurelio Perdomo Carmenate, conocido por el Pata, fue quien comenzó a acompañar a Rodolfito hasta el Palmar, tras haber conversado sobre lo que allí se hacía. Como él y el hijo de Manuel congeniaban muy bien, amistad nacida en la admiración mutua por la forma de desempañarse en el campo de juego, se hicieron compañeros de viaje hasta el sugerente recinto beisbolero. Allí conocieron a peloteros destacados cuyos nombres habían escuchado en charlas de adultos, y también dieron con Eulogio Valdés, un chofer de guagua que desarrollaba en aquel lugar una especie de activismo. Aunque no poseía conocimientos académicos, Eulogio había jugado en varias ligas importantes y se convirtió en el hombre que, en el orden de la formación, inició a Rodolfito en el béisbol. El muchacho aprendió mucho con él, porque, aunque se desempeñó más como un jugador de cuadro, su instructor lo puso a ejercer todas las posiciones y le dio la posibilidad de jugar en algunos de los partidos que se celebraban allí, de forma extraoficial. Valdés notó enseguida la habilidad del jovenzuelo para sacar vertiginosamente la pelota de su guante y soltarla hacía primera, y también se percató de la cicatriz en su brazo. 

—¿Qué te pasó?

—Ya ni me acordaba—le contestó, como minimizando aquel accidente que pudo costarle su sueño de pelotero. 

En el Palmar brotaba el fruto de la semilla beisbolera que el niño llevaba dentro y empezaba a gestarse la historia que había predicho la abuela Josefa. El entrenador sabía que tenía frente a él a un talento. Su ojo clínico presagiaba el futuro de ese muchacho llegado a su querido Palmar, y que él hacía relucir con sus cuidados. Desde que lo vio fildear, estaba seguro de que brillaría en los terrenos de la pelota cubana.

—Oye, Jabaíto, sé que vas a hacer un gran pelotero, cuida como oro esas prodigiosas manos.

Aquella expresión iba a quedar grabada en Rodolfo Puente Zamora, pues, aun cuando en aquel momento no podía imaginarlo, Eulogio Valdés lo había bautizado. Desde entonces, en toda Cuba y en el mundo, sería distinguido por el Jabaíto Puente. Al singular profesor se le unió Amado Ibáñez, quien también trabajó en el pulimento del diamante que Valdés frotaba, y la vida le dio la posibilidad de ver cómo se hacía el jugador más valioso de un Campeonato Nacional Juvenil.

Ni Puente ni el Pata dejaron de asistir a los partidos que se formaban en el Instituto de Segunda Enseñanza, adonde también acudían algunos hombres de béisbol en busca de futuras estrellas. Así fue como conoció a Gumersindo Triay, quien prácticamente nació en altamar y debió ser marinero, mas su devoción por este deporte le dotó de un agudo sentido para descubrir talentos en el terreno. Al apreciarlo en el cuadro y en el jardín central, se dijo: «Es justo el que nos hace falta para redondear el equipo». 

Ese día Cuso le preguntó al Jabaíto si le gustaría jugar un campeonato en el terreno del Hueco, en la avenida 51 y calle 88, igualmente, en Marianao. La respuesta fue que tenía que hablar con su padre, sin su permiso no podría moverse. Fue la primera vez que se vieron, y lejos estaban de imaginar que permanecerían unidos, por la pelota cubana, toda la vida.

A MÍ ME GUSTA LA PELOTA MÁS QUE LOS HELADOS

 

 

 

Rodolfito compartía sus deberes escolares con la pelota y ayudando a su padre en algunas de las encomiendas que resultaban de su trabajo. Manuel ya había dejado la construcción, adentrándose por entero en el mundo de la fotografía, para lo cual se agenció una cámara y preparó quizá uno de los cuartos oscuros más pequeños que se hayan conocido, pues dentro solo cabía él, y era tan chiquito que no podía abrir la puerta completamente. A pesar de que le restaba tiempo a su entrenamiento, el Jabaíto no dejó de acompañarlo cada vez que este se lo pedía. Conocía de sus esfuerzos para ganarse la vida, así como del ímpetu y de la tenacidad que ponía en cada empeño, y de lo difícil que resultaban aquellas faenas para la gente humilde.

Muchas veces a Manuel lo contrataban para un trabajo, al cual siempre llegaba puntualmente, ya fuera un cumpleaños, una fiesta de 15, una boda o cualquier otro acontecimiento. Y aunque el fotógrafo sabía que no habría imagen de ese momento exacto, porque no tenía dinero para comprar el rollo, nunca timó a nadie. Volvía y hablaba con la persona que le había hecho el encargo, le daba una explicación técnica y le ofrecía repetir la toma. Entonces, sí las hacía con el equipo montado y entregaba su resultado en tiempo y forma. Pero como aquello era muy riesgoso, y mediaba un pequeño ardid, decidió cambiar de estrategia. Cuando recibía una solicitud, cobraba un porciento por adelantado que le permitiera comprar la película para el día acordado.

Como tenía varios amigos en el sector de la construcción, de donde él provenía, respondía a algunos pedidos de ellos. Tras el triunfo de la Revolución en Cuba, en 1959, varias obras comenzaron a emprenderse, y no pocos obreros querían dejar para la historia cómo era el lugar antes de sus esfuerzos. Le atraían esas gestiones, pues era un trabajo doble, es decir, antes y después de terminada la obra, por lo cual recibiría una mayor remuneración. A los pocos días de realizar una de esas jornadas, le dijo al niño que lo acompañara a la zona del este de La Habana, donde se erigió un reparto residencial. Irían a cobrar el trabajo entregado. Ya el hijo había estado con él allí una vez, y le sirvió de gestor de cobro, indicándole quiénes faltaban por pagar o quiénes ya habían dado una parte. Ese día recuperaron una buena suma, porque logró liquidar todo lo que le debían. Como recompensa, se sentaron en el mercado de la calle Galiano, en La Habana Vieja, y degustaron unos apetitosos emparedados y dos gigantescos vasos de malta.

El Jabaíto, quien ya contaba 11 años, volvió a encontrarse con Gumersindo Triay en el mismo terreno del Instituto. Ese día Cuso no recorrería ningún otro lugar, decidió ir solo a aquel campo. Al igual que Eulogio e Ibáñez, encontró al chico más pelotero que la primera vez. Había regresado para acercársele, ya dispuesto a ir a ver a quien fuese para hacerse con el muchacho de mágicas manos en el diamante beisbolero. Cuando Rodolfito se percató de su presencia, le guiñó un ojo, como si supiera que venía por él, por su calidad y porque aquel preguntón pensaba que él era un genio. Ciertamente Cuso, que no fue un pelotero extraclase, aunque sí le gustaba el oficio de mentor y vivía intensamente para este deporte, más que pensarlo, estaba convencido de que sería una estrella. Además, pudo apreciar no solo al beisbolista, también al ser humano que, a pesar de su corta edad, ya le nacía en sus gestos, en su manera correcta de conducirse y en el respeto que sentía por su familia.

Esperó pacientemente a que se terminara su juego, pues gustaba deleitarse con la manera en la que el pequeño se movía tras los roletazos que salían hacía el territorio de las paradas cortas. «Parece que nació encima de ese pedazo de arcilla», decía para sus adentros, cuando veía aquellos desplazamientos naturales y fluidos, que solo se enseñan en las grandes academias y que Rodolfito les debía a las enseñanzas de Eulogio e Ibáñez, así como a la profunda observación que hacía de cada jugador de experiencia que pasaba por el Palmar. Solo dos veces pudo ir al Gran Estadio del Cerro, cuartel general de la Liga Cubana de Béisbol Profesional. En una de ellas vio a Leo Cárdenas, quien se desempeñaba como torpedero y llegó a jugar en las Grandes Ligas de Estados Unidos, para los Rojos de Cincinnati; ese fue su molde inicial, quería ser como él. No veía mucha pelota por televisión, porque no tenían televisor —tampoco refrigerador, el agua fría de su familia daba vueltas en un serpentín con un pedazo de hielo—. Pero en la misma casa donde se hizo la herida en el brazo y la mano derecha, desde el portal, y ahora sí con permiso de los dueños, miraba los partidos de la Liga Cubana, en compañía de el Pata. Ni siquiera podían exaltarse con las buenas jugadas o con las carreras de algunos de los equipos, por temor a que el alboroto les costara su observación del juego.

Con el último out de aquella tarde en el terreno del Instituto, Cuso se acercó al Jabaíto.

—¿Dónde tú vives?

Acostumbrado al respeto por las personas mayores, pero un poco sorprendido por la interrogante, el muchacho le dio su dirección.

—Mira para eso, por allí vive un amigo mío—le respondió Cuso, y le contó que ese conocido suyo era fotógrafo.

—Mi papá también es fotógrafo—le contestó el niño, con voz entrecortada.

—¿Tú eres hijo de Puente Pi?

Él no sabía si la coincidencia le llevaría un elogio o un regaño del recio padre, pero sintió orgullo de que aquel hombre lo conociera.

Cuso conocía a Puente Pi porque recorría Marianao de arriba abajo en busca de encargos, y porque el fotógrafo, además de la seriedad con que realizaba su trabajo con el lente y de su reconocida fama de hombre recto, acostumbraba a ayudar a los más necesitados. En una ocasión, con igual suerte que la de su suegra, ganó uno de los premios de la lotería, y la pequeña fortuna la repartió en comida y regalos para los vecinos, aun cuando su situación no era boyante. Había hablado con Gumersindo sobre sus hijos varones y el deporte, y de la afición de sus hermanos por el boxeo.

—¿Y a ti te gusta la pelota o vienes aquí a pasar el rato? —preguntó, para aliviar el sorprendido rostro del jovenzuelo, pero la respuesta de este terminó por flecharlo.

—A mí me gusta la pelota más que los helados.

Cuso jamás había fildeado como ese niño y hasta el momento, no conocía, con esa edad, unas manos como las que vio en la grama del Instituto marianense. No pasaron ni tres días de ese encuentro, cuando se toparon nuevamente, pero esta vez en una charla con su papá.

—Vengo a pedirte que autorices a tu hijo para que venga a jugar a mi equipo, en Los Cubanitos.

Aquel era el nombre de una Liga Infantil que se jugaba en el terreno del Hueco, muy cerca del hogar del solicitante, y que estaba compuesta por cuatro equipos; uno de ellos, el Finlay, el mismo nombre del barrio al que pertenecía, era dirigido por Gumersindo Triay. Puente Pi sabía de aquella Liga, pues con algunos amigos se daba su vuelta por el Club 88, y nadie podía evitar echarle un vistazo al juego de los fiñes. Estaba consciente de las habilidades de su pequeño, no necesitaba que un entrenador o cazatalentos se lo dijera, y no porque fuera un entendido en la materia, pero sí era poseedor de una intuición que le permitía ver más allá de la pared.

—Claro que sí, puede ir. Además, él sabe cómo comportarse.

El Jabaíto Puente no quiso acercarse al diálogo; sin embargo, aguardaba expectante. Cuso aún no le había dicho al padre el nombre del futuro integrante del equipo, pero, aunque su otro varón, Manuel, también era muy bueno en la segunda base, por la forma en que le habló el manager del Finlay, supo que se trataba de Rodolfito.

Apenas pudo dormir por la ansiedad que le generaba jugar su primer torneo oficial, con el uniforme de un equipo, frente a los espectadores y con la adrenalina de una competencia. Pero lo que no imaginaba era que todo aquel sueño estaba por venirse abajo, justo en el primer día del certamen. Rodolfito no jugó, no tenía un documento de inscripción que lo avalara; hasta entonces era un indocumentado en La Habana. La vida de la familia pasaba tan rápido, y entre tantos apuros, que Puente Pi, a pesar de ser un hombre de muchas previsiones, no inscribió a su hijo en registro civil alguno, y ese mismo día de apertura de la lid de Los Cubanitos salió corriendo hasta el juzgado de la calle 37, esquina a100, para formalizar el trámite legal. No había consuelo para el pequeño de 11 años. Ni su padre ni nadie alcanzaban a calmarlo, y él no tenía a quién responsabilizar con aquel episodio, conocía de los esfuerzos de la familia para que él y sus hermanos tuvieran mejores oportunidades. Manuel también quedó frustrado. Le había comprado un guante, su primer guante, para que ya no usara uno prestado, a golpe de apretar el obturador de su cámara y pasar más trabajo que un forro de catre, para poder revelar las imágenes y ganarse unos pesos. Los organizadores de la Liga aceptaron la inscripción en el roster del equipo, pero no podría alinear hasta que los papeles estuvieran en regla. Ni su abuela Josefa pudo sacarlo de aquel bache, aunque el hecho de que la documentación estuviera lista para la segunda fecha del campeonato, siendo un domingo el día inaugural, era casi un milagro.

Por fin saltó a la duela, y desde que apareció, vestido impecablemente limpio, con su uniforme de color blanco y ribetes en rojo, con números y letras del mismo color, se sentía como si no cupiera en su diminuta anatomía. El pelotero se le salía por encima de la ropa no más comenzaron los calentamientos y la práctica que, conducida por los entrenadores, realizaban los jugadores de cuadro. En su debut oficial pegó dos jits, uno de ellos con categoría de doble; al campo tuvo cinco lances, todos de manera inmaculada. Uno de los batazos del elenco adversario, un machucón que pasó al lanzador con la intención de internarse en la pradera central, encontró su mano enguantada y, en el aire, soltó la bola hacía primera para retirar al bateador corredor. Aquella escena disparó, como si fuera una orden, una exclamación de quienes presenciaban el partido. Era su primer premio del respetable y la primera vez que hacía aquella jugada, la cual repetiría hasta en los más exigentes escenarios, para conmocionar las tribunas cada vez que volaba por detrás del pitcher con sus felinos desplazamientos.

Cuso caminaba frente al dugout con el pecho henchido, no escondía el orgullo. Cada vez que miraba para la concurrencia hacía la avenida 51, desde donde se apreciaban los juegos, estaba seguro de que hablaban del Jabaíto. Bateó cuanto quiso y complació a quienes allí se daban cita con su desenvolvimiento, lo mismo en las paradas cortas que en la segunda base. Y lo hacía con naturalidad, sin grandes explosiones de satisfacción, como si la gran jugada no tuviera nada de excepcional o el batazo impulsador de la carrera fuera solo lo que le tocaba hacer. Desde esa corta edad no quiso los elogios ni la fama. Tal parecía que no quería que lo admiraran, pero lo que realmente pasaba, y le siguió pasando después, según su nuevo maestro, «es que siempre entendió el juego de pelota como una obra colectiva, y así hay que verlo, por eso lo comprendía todo dentro del terreno. Y entonces sucede que en esa gran tarea él se veía como uno más, y no por encima de los demás».

En ese verano de 1959 ya varios profesores y entrenadores recorrían muchísimas instalaciones deportivas en busca de talentos, en pos de corresponder a la futura estrategia del país, que basaba sus presupuestos de desarrollo en una gran participación popular en el deporte. El béisbol no solo no era la excepción, sino que, como deporte nacional, iba a tener la posibilidad de encontrar a muchos jóvenes que, del mismo modo que el Jabaíto, necesitaban encauzar su genio. Esa razón hizo que fuera visto jugando, en el Palmar y en el Instituto de Segunda Enseñanza de Marianao, por algunos especialistas que se fijaron en sus cualidades. Desde aquel estreno en Los Cubanitos, escribió una verdadera leyenda, y en su busca andaban Horacio Ramos Gastelúa (HRG) y Antonio Gómez (el Loquillo). Ellos, que para nada eran cazatalentos, sino contadores de las historias de los héroes y las heroínas, hacía muy poco habían acabado de narrar la vida de una gran estrella, la voleibolista Mireya Luis Hernández, en su documental Entre cielo y tierra Mireya Luis, y se propusieron mostrar la grandeza de un hombre que, por alguna razón, se escondía de los grandes reflectores, aunque las luces de estos no tuvieran más remedio que iluminar tanta jerarquía y a la vez tanta nobleza. Periodista y camarógrafo no perseguían al famoso pelotero, sino al ser humano, y si no hubieran tomado esa ruta jamás hubieran llegado a Rodolfo Puente Zamora.

ÉL ES EL BÉISBOL HECHO UN SER HUMANO

 

 

 

—Me vas a volver loco con esta hoja de ruta. ¿Por fin por dónde empezamos?

El Loquillo siempre está un paso por delante en cualquier misión y le reclamaba a HRG un poco de organización para ir en busca de la historia del Jabaíto Puente, pues cuando vio en su agenda el nombre de más de cien personas, se alarmó y le dijo:

—Tú lo que tienes en esa libretica no es un documental, es un juego de extrainning.

—Yo creo que deberíamos empezar por Cuso, fíjate que ya son varios los que nos han dicho que Puente no es de mucho hablar, por eso he recogido a tantas personas en esa lista—trató de calmarlo HRG.

Rodolfo Puente Zamora había hablado con los dos y estuvo de acuerdo con el extenso elenco de HRG, porque él quería que aparecieran la mayor cantidad de personas que pasaron por su vida, desde su familia hasta los compañeros de equipo y sus amigos. Nunca le temió a nada ni había empresa que no enfrentara con decisión e hidalguía, pero lo que más le preocupaba, en un terreno de pelota, en la casa, en el barrio o en cualquier circunstancia, eran las personas que lo rodeaban y también las que no conocía, esas que iban a verlo jugar al estadio o que se le acercaban en la calle al reconocerlo. Por nada del mundo quedaría mal con ellas.

—Bueno, por ese camino vamos a tener que ir a una sesión espirita para evocar a la abuela Josefa—profirió el incalculable Loquillo—. Si cuando la historia de Mireyita fuimos a hablar con un curandero, no tiene nada de malo tratar de entrevistar a un espíritu, además, tan bueno como el de la abuela del Jabato Puente —continuó en tono jocoso el ingenioso mago del lente.

HRG miró profundamente a su amigo y compañero. Sabía que hablaba con las imágenes que toma con su cámara, pero también que era un motor de altísimo calibre generando ideas, y se le acababa de ocurrir una genial.

—Loquillo, la botaste con las bases llenas, vamos a ir a esa sesión.

—¡Te volviste loco! ¡Era una jodedera! ¿Cómo voy a reflejar la imagen de un espíritu?

El documentalista no tenía una respuesta, pero su inseparable compañero lo había iluminado y no iba a dejar que se apagara aquella luz. ¿Cómo lo haría? No lo sabía; de´lo único que estaba convencido era de que encontraría la forma. De vuelta al trabajo de mesa, en el apartamento del camarógrafo, cerca de la Plaza de la Revolución, en La Habana, HRG le comentó que una manera de acercarse a ese propósito era visitar a Cari Bridón Zamora, la prima de Rodolfo. A pesar de que el Loquillo fue refunfuñando durante todo el viaje y tildando de desquiciado a su camarada, hasta la avenida de Santa Catalina, esquina a Figueroa, en el superpoblado municipio habanero de Diez de Octubre, llegaron los dos.

—Yo nunca presencié una sesión espiritista de mi abuela, en la casa éramos todos muy respetuosos de esas prácticas—les contó Cari.

Ella, maestra de formación, directora artística de espectáculos musicales, diseñadora de proyectos artísticos y promotora cultural por excelencia, había dirigido numerosos espacios donde las raíces de la cubanía cobran vida en diversas expresiones del arte. Una tarde habanera con Cari Bridón, con sede en el Delirio Habanero; la peña del bolero en la Casa Dos Gardenias, o la descarga habanera Le Select, de Cimex, plazas donde la música, la poesía, la plástica y el humor defienden, creación artística mediante, lo más puro de la nación bajo su batuta directiva, son parte de su obra. Así lo quiso su abuela y la nieta solo ha seguido el camino.

—Mi primo y yo nacimos en su cama y dijo que seríamos los famosos de la familia, es cierto, sin embargo, no creo que haya sido una profecía. Yo siento un sano orgullo por aquella frase, y porque fuimos nosotros los que tuvimos la suerte de venir al mundo donde ella dormía, donde en sus sueños echaba a andar su imaginación o sus deseos.

El periodista le preguntó por qué fue ella, y no otra persona, la que vino a pasar temporadas en La Habana con su tío Manuel.

—Porque mi abuela así lo dispuso y, si nos guiamos por esa presencia de los espíritus vivos, tal vez quería que yo me convirtiera en sus ojos; o porque pensó que yo podía influir en algún cambio en mi tío Manolo, que era de verdad un hombre muy difícil de carácter. Yo lo quería mucho, pero lo cierto es que se pasaba con mis primos y con mi tía Lucinda, que casi ni hablaba. Para mí, él también fue muy importante, le debo buena parte de mi formación y de mi vida, tanto que yo sentí la necesidad de contar con su aprobación cuando comencé con mi novio, Divo Zayas; y tuve el consentimiento suyo. Hoy Divo sigue siendo mi esposo.

—Si su abuela pudiera conversar con nosotros, ¿cree que nos respondería por qué su nieto fue una gran estrella de la pelota cubana? —le preguntó HRG, como buscando la vía de llegar a Josefa.

—A lo mejor te diría que porque nació en su cama, igual que yo, y alertó que seríamos famosos, así sencillamente. Él llegó a ser un gran jugador de béisbol, ha conocido el mundo entero, sus indicadores en el deporte son de los mejores que han pasado por su posición, las paradas cortas; y yo he podido relacionarme con muchos artistas de gran renombre en el país, agruparlos y dirigirlos. Tuve la dicha de que el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez fuera uno de los más singulares peñistas de mis espacios. Me dijo: «Cari, esto no es un delirio, esto es un oasis, no dejes nunca de hacer algo tan bello». El día en que Gabo me habló así, yo miré hacía todas partes en busca de mi abuela, y estaba en cada rincón que yo oteaba, y la sentía feliz.

«Pero también te hubiera contestado que Rodolfito, mi primo, estaba listo para sortear cualquier escollo en el camino. Siempre fui muy apegada a mi abuela, y sé que ella tenía fe en que estaría en cada momento de su vida. Viéndolo en esa dimensión, se pudiera decir que ella intervino de algún modo en su relación con Miriam, quien se convirtió en su novia y en su esposa. Es como si ella hubiera reencarnado en esa mujer excepcional. Como pareja y como madre, mi primo ha tenido en su mujer el horcón, el manto protector de una luchadora, que ha sido tan grande como él, porque lo hizo grande, una estrella, como dicen en el deporte. Y Miriam ha sabido vivir con esa luz, alumbrándole en cada paso, con un esmerado cuidado por él, por sus hijos y por sus nietos. Ella construyó la armonía que mi abuela tanto promovía en la familia.

HRG hizo lo mismo que Cari cuando García Márquez la admiró. Observó, hasta donde le alcanzaba la vista, todas las partes de la espaciosa casa, buscando una señal que le advirtiera de algún alma presente, pues mientras escuchaba a su interlocutora también tuvo la sensación de que le hablaba otra persona.

—¿Quiere decir que Miriam fue como usted para la familia de su primo, es decir, que Manuel y Lucinda la acogieron como otra enviada especial de su abuela?

Cari abrió los ojos y el reportero quedó descolocado. La impresión que vio en ella delataba que lo ocurrido fue todo lo contrario para la familia. De pronto, se sintió confundido y precisaba de una explicación.

—Pero, ¿qué fue lo que pasó Cari? —preguntó ansioso.

—Mira, m´ijito, creo que para eso sí vas a tener que entrevistar a mi mismísima abuela —y el Loquillo puso los ojos en blanco detrás de la cámara.

Cari le contó que fue, justamente, la reacción de su tío Manolo ante ese noviazgo uno de los momentos que marcaron, y todavía esa huella queda, a su primo. Él fue muy decidido y, al tiempo que era amoroso con sus padres, tuvo que renunciar a ellos, a estar a su lado, precisamente cuando la pelota le exigía cada vez más, pues iba creciendo su leyenda en el deporte, hasta convertirse en la persona que es hoy.