Sabia como un árbol - Jean Shinoda Bolen - E-Book

Sabia como un árbol E-Book

Jean Shinoda Bolen

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Beschreibung

Sabia como un árbol nació de la práctica habitual de Jean Shinoda Bolen de pasear entre grandes árboles, y de su dolor por la muerte de un pino de Monterrey que fue talado en su barrio. Es una exploración poética, educativa, inspiradora, mística y realista de la interdependencia de los seres humanos y los árboles. Como sus diez libros anteriores, éste se sustenta en su experiencia como doctora en medicina, psiquiatra y analista junguiana. La visión de los árboles que nos ofrece este libro abarca desde su anatomía y fisiología hasta su papel como arquetipos y símbolos sagrados. Para ello, Bolen se apoya en la sabiduría tradicional de todo el mundo y de todos los tiempos; en voces tan diversas como la de Hildegard, Buda, John Muir, Girl Effect, Greenpeace, Jung, Artemisa y el Tao. El libro trata las cuestiones de la deforestación, el calentamiento global y la sobrepoblación, así como de la labor de Amnistía Internacional y de la Comisión sobre el Estatus de la Mujer en la ONU. Principalmente, nos hace ser conscientes de que el aire y el agua que necesitamos para la vida dependen de los árboles, y los árboles dependen de que nosotros los salvemos. Sabia como un árbol es un fuerte y positivo llamamiento al activismo espiritual y a un sagrado feminismo femenino.

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Título original: LIKE A TREE. How Trees, Women, and Tree People Can Save the Planet/ by Jean Shinoda Bolen

© 2011 by Jean Shinoda Bolen. All rights reserved.

© de la edición en castellano:

2011 by Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés: Elsa Gómez

Foto cubierta: Pauline H. Tesler. “Author in Monterey Cypress Tree (Cupressus macrocarpa)”

Composición: Pablo Barrio

Primera edición: Marzo 2012

Primera edición digital: Abril 2012

ISBN-13: 978-84-9988-132-4

ISBN-epub: 978-84-9988-165-2

Depósito legal: B 12.509-2012

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

«Solo se ve bien con el corazón,

lo esencial es invisible a los ojos.»

ANTOINE DE SAINT EXUPERY, El principito

«La mayor maravilla es que podemos ver estos árboles y no cavilar más.»

RALPH WALDO EMERSON, Nature

Sumario

Introducción

1. En pie como un árbol

2. Generosas como un árbol

3. Sobrevivir como un árbol

4. Sagradas como un árbol

5. Simbólicas como un árbol

6. Con alma, como un árbol

7. Sabias como un árbol: las personas árbol

Preguntas para el debate y la reflexión

Fuentes

Agradecimientos

Notas

Introducción

La idea que dio origen a este libro surgió al observar que hay “personas árbol”, y que yo soy una de ellas. La persona árbol tiene un sentimiento vivo hacia cada árbol individual, y respeto y empatía hacia los árboles como especie. En su infancia, puede que la persona árbol guardara tesoros en un árbol, que tuviera en uno de ellos un santuario, o se subiera a sus ramas para ver desde lo alto un mundo más extenso; alguien para quien los árboles fueran lugares de juego, de desatada imaginación y de retiro. Puede que adquiriera conocimientos sobre los árboles en un campamento de verano o al ganar una insignia de exploradora, o que fuera aquel niño o aquella niña que perdía la noción del tiempo vagando por los bosques de los alrededores o en algún rincón del jardín. La persona árbol tuvo un encuentro con la Naturaleza durante la niñez, o lo ha tenido siendo adulta, y como los cuadrúpedos que se retiran a lamerse las heridas, quizá siga sanando sus heridas emocionales refugiándose entre los árboles. La persona árbol entiende por qué decidiría una mujer pasar más de dos años subida a una vieja secuoya centenaria para impedir que la talaran. La persona árbol puede hacerse activista en defensa de los árboles a cualquier edad.

Delante de la que hoy es mi casa había un gigantesco pino de Monterrey. Noté su presencia incluso antes de empezar a bajar la cuesta y cruzar la terraza de entrada. Jamás se me ocurrió que, por un simple voto de una asociación de propietarios, aquel magnífico árbol, que estaba allí desde mucho antes de que se construyera ninguna casa y que crecía en todo su esplendor, pudiera desaparecer de repente porque un vecino quería que lo talaran y había sido capaz de conseguir los votos necesarios. Intentando salvar mi árbol, sostuve conversaciones interminables, asistí a infinidad de reuniones y descubrí la abismal diferencia que hay entre las personas árbol y las “personas no árbol”.

Descubrí también que es muchísimo lo que se puede aprender sobre los árboles, empezando por cuál es la razón de que el pino de Monterrey, en concreto, crezca tan admirablemente en un pequeño bancal de la ladera de una colina que por las mañanas queda envuelta en un manto de niebla. Resulta que las agujas del pino actúan como condensadoras de niebla, y dejan luego que la humedad caiga a la tierra para regar así sus propias raíces. Las personas árbol como yo vemos la belleza de los árboles, y tal vez los hayamos fotografiado o dibujado, pero también es posible que nuestros conocimientos botánicos sobre ellos sean muy limitados. Cuando pensé en escribir este libro me acordé al instante de Moby Dick, y de cómo a lo largo de la novela la información sobre las ballenas se entremezclaba con la narrativa. Quise hacer algo parecido en este libro, y, a medida que aprendía sobre lo que es un árbol y sobre cómo los árboles son los seres vivos más viejos de la Tierra, fue naciendo en mí un sentimiento de admiración hacia ellos.

Se dice que las selvas pluviales son los pulmones del planeta. Las selvas absorben cantidades prodigiosas de dióxido de carbono, fijan el carbono y generan oxígeno, que luego liberan a la atmósfera que respiramos. Esto es algo que hace cada árbol, lo mismo que, por el simple hecho de respirar, cada individuo humano produce dióxido de carbono, que el árbol utiliza. Mantenemos una relación de reciprocidad con los árboles. Sin embargo, al tiempo que las selvas tropicales y los bosques de Norteamérica, Europa del Norte y Asia van desapareciendo a ritmo vertiginoso, el número de seres humanos crece en proporción geométrica. El calentamiento global está relacionado con el incremento de dióxido de carbono, metano y otros gases de la atmósfera que los seres humanos producimos indirectamente a través de los objetos de los que hacemos uso en la vida cotidiana. Cuantos más seres humanos y menos árboles haya, mayor cantidad de dióxido de carbono habrá en la atmósfera, y más subirá la temperatura.

El título Sabia como un árbol es un símil, al igual que lo son los encabezamientos de algunos capítulos, tales como «En pie como un árbol» o «Sagradas como un árbol», que describen las similitudes entre los árboles, las personas y los símbolos. Pero además existe el aspecto del afecto. Las personas árbol podemos albergar toda una variedad de sentimientos hacia árboles individuales y también hacia determinadas especies; nos relacionamos con los árboles de un modo que las personas no árbol nunca se relacionan. He aquí un ejemplo de la diferencia radical que hay entre una persona árbol y una persona no árbol; por un lado, las palabras de Joyce Kilmer: «No creo que llegue a ver jamás / un poema tan bello como un árbol», y, por otro, la frase atribuida a Ronald Reagan: «Cuando ves un árbol, los has visto todos».

El día que talaron mi pino de Monterrey no quise estar allí para verlo. Menos organizar una manifestación había hecho todo lo posible por salvarlo. Los taladores accedieron a derribarlo cuando yo no estuviera, y, en el camino de vuelta, me embargaba la tristeza con solo imaginar que no lo encontraría allí a mi llegada. Estaba en la ciudad de Nueva York, en la Organización de las Naciones Unidas. Hace ya años que asisto en el mes de marzo a la reunión anual de la Comisión sobre el Estatus de la Mujer. Varias organizaciones no gubernamentales celebran reuniones y talleres paralelos, centrados en los derechos de la mujer, en empoderar a las mujeres y a las niñas y en protegerlas de la dominación que se ejerce sobre ellas, que puede adoptar formas tan terribles como son la trata de mujeres, la ablación de los genitales femeninos, la lapidación, el crimen de honor o la venta de las hijas para saldar una deuda; y más próximas a nosotras están la dominación y humillación de la violencia doméstica, las violaciones y el abuso sexual de menores. Tanto en sentido físico como psicológico, cuando a una mujer o a una niña se la trata igual que si fuera una propiedad, esa mujer o esa niña es “como un árbol”, o como un perro o un caballo, a los que se puede apreciar, querer y dar buen trato, o explotar, golpear y vender. Estos patrones de comportamiento están arraigados ya en la infancia, y así, al crecer, los niños aprenden a identificarse con el agresor y las niñas, a ser sumisas; pero estas son distorsiones del crecimiento natural. Un árbol que recibe el sol y la lluvia que necesita, tierra fértil para sus raíces y espacio para crecer se hace un árbol sano, maduro, un ejemplar magnífico, mientras que cuando las condiciones impiden el crecimiento, el resultado suele ser una versión nada más que reconocible de una determinada especie de árbol. En los seres humanos, a menos que las señales de malnutrición o de abuso sean claramente visibles, el desarrollo atrofiado que resulta de la falta de amor, de nutrición, atención médica, educación y derechos humanos suele manifestarse como una atrofia psicológica, intelectual y espiritual en todos los afectados.

El árbol es un símbolo muy poderoso; aparece en muchos relatos de la creación, tales como el del Fresno del mundo, [1] o el Jardín del Edén. Las religiones, y especialmente los druidas, han reverenciado los árboles. El Buda alcanzó la iluminación sentado bajo una higuera sagrada, y la Navidad se celebra en torno a un abeto del que colgamos adornos. Hay árboles sagrados en el mundo entero. La “familia de los árboles” tiene una conexión simbólica con el tema de la inmortalidad. Los mitos y los símbolos son portadores de significado. En el mito, una situación se representa metafóricamente en el lenguaje de la imagen, la emoción y el símbolo; y dado que los seres humanos compartimos un inconsciente colectivo (la explicación psicológica que da Carl G. Jung) o un campo mórfico del Homo sapiens (la explicación biológica que da Rupert Sheldrake), el símbolo se origina y resuena en las capas más profundas de la psique humana.

Sabia como un árbol gira en torno al tema de los árboles, y el resultado es una serie de nociones que responden a las distintas perspectivas. La mitología y la psicología de los arquetipos son fuentes de información sobre el significado simbólico del árbol, mientras que la botánica y la biología lo clasifican y describen. Aprender sobre árboles es apreciarlos como especie. Las creencias basadas en árboles sagrados y en su simbolismo han formado parte de muchas religiones, y han convertido a los árboles en víctimas de sus conflictos religiosos. Las consecuencias no intencionadas de talar todos los árboles de la isla de Pascua fueron desastrosas, y puede establecerse un paralelismo entre estas y el destino del planeta. En Kenia, el Movimiento Cinturón Verde llevó a las mujeres de las zonas rurales a empezar a plantar árboles. Para cuando el mundo supo de ello, se habían plantado 30 millones, y la fundadora del movimiento, Wangari Maathai, se convertiría en 2004 en la primera mujer africana galardonada con el Premio Nobel de la Paz.

Cuanto más profundizaba en el mundo de los árboles, más me adentraba en una compleja y diversificada selva de conocimientos, desde arqueológicos hasta místicos. Me enteré de que, de no ser por los árboles, nosotros, los mamíferos y seres humanos de este planeta, no estaríamos aquí. Sin embargo, ya se trate de una inmensa selva o de un solo ejemplar de esta familia formada por algunos de los seres vivos más antiguos de la Tierra, hay corporaciones e individuos aislados que, movidos por la codicia o por la pobreza, los siguen talando, indiferentes a las consecuencias o ignorantes de lo que su proceder supone. Me enteré de que la reforestación es lo que diferencia a las culturas que se mantienen firmes y prosperan de aquellas que siguen talando árboles y decayendo. Estas son lecciones objetivas que la humanidad puede aplicar en este momento: podemos aprender de la historia del mundo y prever lo que nos sucederá, o cómo los árboles pueden ser nuestra salvación.

Como puede serlo otro de los grandes recursos de la humanidad, que son las mujeres y las niñas. Este ha sido un aprendizaje paralelo que me ha dado el asistir a la reunión anual de la Comisión sobre el Estatus de la Mujer en la ONU. Si una niña recibe educación, se casará más tarde, tendrá menos hijos, que estarán más sanos, y contribuirá a la economía familiar con casi la totalidad del dinero que gane, ya que, gracias a los microcréditos, muchas mujeres pueden abrir pequeños negocios. Cuando hay un número suficiente de mujeres que ocupan puestos de importancia, como es el caso de Liberia o Ruanda, la anterior cultura de corrupción y violencia desaparece, pues las prioridades cambian, y lo que importa entonces es la seguridad, la educación y la salud. Y cuando hay paz, la economía prospera. No es exagerado decir que la participación de las mujeres es el elemento crucial que está ausente a la hora de encontrar soluciones a los problemas económicos, medioambientales y militares, en los que radica la inestabilidad de nuestro mundo, y de dar respuesta a cuestiones como la supervivencia o la sostenibilidad. Valorar a las niñas es igual que valorar los árboles; es bueno para ellas y para el planeta.

En los últimos tiempos ha proliferado el activismo de base. Han surgido organizaciones no gubernamentales (ONG) por todo el mundo, contándose en la actualidad sus miembros por millones, incluso en China, Rusia o África. Las mujeres han ido ampliando sus negocios y creando incontables ONG (el 80% de ellas creadas por iniciativa de las mujeres) que tienen el potencial de cambiar el pensamiento colectivo. Las ideas, como si de un virus se tratara, pueden actualmente extenderse, venciendo cualquier resistencia, y convertirse muy pronto en lugares comunes. Si eres una persona árbol y estás ahora leyendo mis palabras, en caso de que tu apreciación y preocupación todavía no se hayan extendido más allá de la relación afectiva con ciertos árboles concretos, mi intención es hacer que tu conciencia descubra un nivel más profundo, como lo ha hecho la mía, que se involucren tu corazón, tu imaginación y tu mente entera, pues ese es el primer paso que debemos dar para salvar los árboles y a las niñas.

Lo único que quedaba de mi pino de Monterrey cuando volví a casa era un gran tocón de forma irregular, hermoso en cierto sentido; del corte todavía fresco rezumaba la savia. Y había también un gran espacio vacío allí donde antes se elevaba recortándose en el cielo y presidiendo mis paseos.

Durante la semana que estuve fuera, mientras talaban el árbol, le hablé a Gloria Steinem de mi infructuosa empresa por salvarlo. Me dijo: «Recuérdalo, Jean; eres escritora, y una escritora puede tener la última palabra». Muchos árboles se talan para elaborar papel, y esa es habitualmente la forma en que un árbol se convierte en libro. Mi árbol sigue vivo en este libro, en el espíritu del libro y sus palabras.

1. En pie como un árbol

Suelo ir a pasear con frecuencia entre las inmensas secuoyas costeras de Muir Woods, en California, el parque nacional que hay cerca de donde vivo. Tengo que estirar el cuello hacia atrás para mirar sus copas, de modo parecido a como lo haría un niño pequeño que, si no, solo vería las rodillas y las piernas de los adultos –aunque en proporción a la altura de estos árboles, yo no llegaría ni al nivel de la uña del dedo gordo del pie–. Estas altísimas coníferas descienden de los exuberantes helechos arborescentes y primeros árboles, sin los cuales la Tierra no habría tenido aire ni tierra ni agua de lluvia. Como decía sucintamente el documental de la BBC Planeta Tierra, refiriéndose a nuestra relación biológica con los árboles: «si no vivieran aquí, nosotros no viviríamos tampoco». Mi estudio de los árboles empezó el día que busqué información específica sobre el pino de Monterrey (Pinus radiata), y así es como supe por qué era una especie particularmente idónea para la región en la que vivo. Casi al mismo tiempo había adoptado la práctica de pasear a primera hora de la mañana por Muir Woods; y ambas cosas me llevaron, metafóricamente, a penetrar con más profundidad en los árboles.

Mi admiración hacia ellos sigue creciendo a medida que voy sabiendo más sobre lo que son y lo que hacen. A la vez he ido aprendiendo por el puro placer de aprender. Los árboles parecen tan comunes, tan familiares, tan inamovibles: simplemente están en pie allá donde echaron raíces y, hasta que aprendemos más sobre ellos, tenemos la impresión de que no hacen mucho más. Los más antiguos pertenecen a la familia de las coníferas, y las coníferas no hacen nada especialmente deslumbrante: no adquieren los colores del otoño, no se llenan de brotes en primavera ni dan deliciosos frutos, pero cuando nos fijamos en ellas y comprendemos lo hermosas que son, el resultado puede ser un sentimiento de profundidad y una apreciación llena de lirismo. Movidos por la admiración y el amor hacia los árboles que estudian, los naturalistas han escrito sobre ellos con sensibilidad poética. John Muir –el más famoso e influyente naturalista de Norteamérica–, por ejemplo, describió un enebro como un «recio árbol montañero que soporta las tormentas, vive del sol y la nieve y, con esta sola dieta, mantiene una férrea salud durante, tal vez, más de mil años» (Muir, My First Summer in the Sierra, 1911, pág. 146). Su habilidad para describir lo que vio en las altas Sierras y en Yosemite Valley, para escribir sobre la admiración y el asombro que sentía en presencia de las secuoyas milenarias y para influir en otros, desempeñó un importante papel en la preservación de estos árboles, y, entre ellos, las secuoyas de Muir Woods.

En The Tree, un estudio exhaustivo del tema, el escritor y naturalista inglés Colin Tudge compara la construcción de una bella catedral con el crecimiento de un árbol, comparación en la que el árbol sale ganando:

La catedral o la mezquita se construyen; no crecen. Hasta que el trabajo se completa, no tienen utilidad alguna, y son probablemente inestables; necesitan de puntales que las sostengan. Una vez terminadas, se quedan tal como se han hecho durante todo el tiempo que duren, o hasta que un arquitecto posterior haga un nuevo diseño y las reedifique. El árbol, por el contrario, puede crecer hasta alcanzar la altura de una iglesia y ser, al mismo tiempo, plenamente funcional desde el momento en que germina. Se modela y remodela a sí mismo a medida que crece, pues, al aumentar en tamaño, la tensión y la compresión de cada una de sus partes va cambiando. Alcanzar tal inmensidad y ser, no obstante, su propio constructor –sin necesidad de andamios ni puntales– y operar en buena medida como criatura viva independiente en todas las fases de su crecimiento supera incomparablemente cualquier logro de la ingeniería humana. [2006, pág. 75.]

¿Qué es un árbol exactamente?

Los árboles son plantas de porte arbóreo generalmente altas y perennes, con un tallo leñoso, que se erige a modo de columna, del que nacen ramas. La altura varía según la especie, el medio ambiente y otros factores, pero suele alcanzar normalmente los seis metros o más. La forma y el desarrollo general del árbol son tan característicos que cada categoría incluye también especies de menor tamaño, algo parecido a árboles enanos.

Con esa deliciosa manera de emplear las palabras que poseen los ingleses, Colin Tudge empieza su descripción con algo que todos los niños saben: «Un árbol es una planta grande con un palo en el medio» (The Tree, pág. 3), y a esto le sigue una elocuente explicación científica. De una pequeña parte de ella os ofrezco una paráfrasis a continuación.

Hace dos o tres mil millones de años creció sobre la superficie yerma de las rocas una capa de vegetación, nada más que un limo, quizá del espesor de una capa de pintura, compuesto de bacterias, mohos, musgo, líquenes, algas y hongos. La clorofila de las algas dio al limo un tono verde, y esto hizo posible la fotosíntesis: la energía de la luz solar (los fotones) se utilizó para sintetizar azúcares, y las algas la almacenaron. Este fue un primer paso de enorme trascendencia. Poco a poco, a lo largo de muchos millones de años, se formaron los tallos, que fueron en un principio apenas una protuberancia, con el tiempo se hicieron del tamaño de una cerilla, y luego se convirtieron en helechos, que proliferaron y crecieron hasta alcanzar, en el período carbonífero –que empezó hace unos 350 millones de años–, un tamaño colosal. Fue una época en la que las selvas de inmensos helechos arborescentes cubrían la Tierra. Estos helechos absorbían de los gases venenosos cantidades ingentes de carbono y lo almacenaban en sus hojas y tallos. Al cabo de varios millones de años más, durante los cuales los helechos fueron descomponiéndose y sedimentándose capa sobre capa, la presión y el tiempo transformaron aquellas selvas de helechos en carbón. Al absorber dióxido de carbono y liberar oxígeno, aquellas selvas de helechos gigantes hicieron que el aire pudiera respirarse, y, al purificar el aire, la luz del sol pudo llegar con mucha más intensidad a la superficie de la Tierra.

Las selvas de helechos serían vientre y cuna de los primeros árboles. Como lo describió John Steward Collis, otro escritor inglés: «En aquellos calveros maduró la idea de no caerse» (Collis, The Triumph of the Tree, 1954, pág. 10). Los helechos se elevaron y cayeron una y otra vez, generando tallos y ramas que en determinado momento crecieron hasta alcanzar el tamaño de un árbol. En medio de ellos, hace unos 290 millones de años, apareció una forma de vida vegetal más eficiente en cuanto al aprovechamiento de energía y que tenía un tronco y ramas leñosos. Estructuralmente, el tronco leñoso es más fuerte que un tallo, y tiene unas raíces que anclan el árbol a tierra. El tronco de un árbol lo provee de dos conductos de agua y nutrientes que van de las raíces a las hojas y de las hojas al árbol entero. A medida que el árbol se eleva del suelo, la estructura de sus raíces crece también. Si la tierra es fértil y hay suficiente profundidad, algunas especies de árboles pueden llegar a desarrollar bajo tierra un sistema circulatorio de raíces igual que el sistema visible de ramas y hojas.

El sistema radical de los árboles sigue desempeñando un papel crucial en la transformación de la roca en tierra, proceso que comenzó cuando el planeta era una roca inerte cubierta por una fina capa de algas, moho, líquenes y hongos. La tierra es producto de la desintegración de las rocas –que al convertirse en polvo liberan además los minerales que contienen–, de materia orgánica en descomposición, oxígeno y agua. Los árboles se alimentan de la tierra y contribuyen a hacer tierra nueva, ya que sus raíces resquebrajan la roca y la arcilla solidificada y las oxigenan. Las hojas liberan vapor de agua y oxígeno a la atmósfera, humedecen gota a gota el terreno que rodea el tronco, y la sombra que proveen impide la evaporación; y las hojas que caen al suelo proporcionan materia orgánica. Los árboles crean, por tanto, las condiciones propicias para que las plantas rastreras crezcan bajo su copa. Por otra parte, las raíces sujetan la tierra e impiden que las lluvias o los fuertes vientos la arrastren. Además, los árboles crean líneas divisorias que encauzan las aguas que alimentarán arroyos y ríos. Por todo esto, cuando se talan grandes áreas de bosque para obtener madera, o se queman para que paste el ganado, el sistema ecológico que los árboles crean y favorecen–desde sus raíces hasta su baldaquino de hojas– se destruye también, lo cual afecta a todas las formas de vida que antes prosperaban en torno a ellos, así como la calidad del aire, de la tierra y el agua, no solo del área circundante, sino de áreas mucho más lejanas.

Todo gran árbol tiene su propio ecosistema, una esfera de influencia en su entorno inmediato. Empecé a pensar en esto después de que talaran mi pino de Monterrey. Hubo consecuencias fácilmente observables, más allá de lo que supuso su ausencia en sí. La ardilla que vivía en sus ramas se fue. El sol ahora directo a todas horas, en vez de la alternancia de sol y sombra, hizo que algunas de las plantas de temporada que suelo plantar en media docena de macetas de barro no toleraran el cambio; hasta entonces, el sol directo en primavera y otoño y la niebla matinal en verano habían sido ideales para las flores brillantes de las impatiens que había plantado durante años, sustituyéndolas por cyclamen cuando se acercaba el otoño. Pronto descubrí también que el árbol protegía del viento a muchas plantas. La falta de sombra hizo que por primera vez las petunias, tan amantes del sol, crecieran al principio desaforadamente, lo cual me hacía tener que regarlas de continuo, pero al llegar la niebla del verano, se marchitaron de golpe; de la noche a la mañana, los capullos se quedaron mustios y enmohecidos. Una vid de crecimiento lento se desbocó, lanzando por el pie zarcillos ondulantes que había que cortar una y otra vez antes de que cubrieran o estrangularan los rododendros que crecían a su lado. Sin protección de los rayos directos del sol, el calor era inusualmente asfixiante, y las hojas de los rododendros y de las camelias se quemaron. La ladera del cerro en la que el árbol había crecido y vivido durante alrededor de 40 años tiene una tierra mala, endurecida, una mezcla de gravilla y arena, y, sin embargo, habían conseguido prosperar allí alguna rastrera, varias plantas que prefieren la sombra, y un arce, prácticamente sin necesidad de regarlos. Las agujas del pino habían actuado como un sistema de gotero, no solo para sí mismo, sino también para sus árboles vecinos; tanto que algunas mañanas, cuando salía a recoger el periódico, el camino que pasaba bajo sus ramas estaba tan mojado que parecía que hubiera llovido durante la noche. El pino había sido el centro de una pequeña isla ecológicamente sostenible, que ahora necesita que se la riegue.

Lo que me resultaba invisible era el ecosistema subterráneo. Los árboles forman parte de una comunidad de beneficio mutuo en todos los sentidos. Constituyen un hábitat para las plantas, los insectos, las aves y los animales de sus proximidades, pero todavía más fuerte es el vínculo que se establece entre ellos y los hongos y bacterias que están directamente conectados con el metabolismo del árbol, que se alimentan de los azúcares que este produce y sintetizan el hidrógeno que el árbol necesita. Bill Mollison, a quien debe su existencia la permacultura –un diseño ecológico sostenible inspirado en el funcionamiento interno de las selvas pluviales–, describió cómo el viento arrastra las colonias de bacterias localizadas en las hojas de los árboles y las lleva hasta las nubes, donde se forman cristales de hielo a su alrededor y, al ir haciéndose más pesadas y caer, “siembran” las nubes y hacen que la lluvia caiga sobre los árboles. El agua de lluvia que se filtra ahora por la copa del árbol es una rica sustancia nutritiva que arrastra a su paso los minerales depositados en las hojas por la evaporación, aportando estos nutrientes a la cubierta del suelo, a las pequeñas plantas que crecen a la sombra del árbol, y empapando la tierra, de donde la absorberán las raíces, cuyas terminaciones están cubiertas por bacterias que hacen de filtro selectivo bidireccional, y esa sustancia rica en nutrientes subirá por el xilema del árbol hasta las hojas. Las selvas mantienen un ritmo de lluvia constante, y esa es la razón por la que todos los grandes bosques, ya estén situados en los trópicos o en el borde más septentrional de los continentes, son selvas pluviales.

Dos clases de árboles

Mi árbol era una conífera (coníferas son aquellas plantas portadoras de conos), de un linaje arbóreo que se remonta a hace 290 millones de años. A todos nos resultan familiares las distintas coníferas: abetos y falsos abetos, pinos, cedros, secuoyas, cipreses, pinos del cerro, tejos y enebros. Se originaron en suelos áridos, y en ellos continúan sobreviviendo, tanto si el clima es tropical como desértico o casi ártico. Entre las coníferas de California se encuentran las secuoyas costeras, los árboles más altos del mundo, y los pinos bristlecone (Pinus longaeva), que son los más antiguos. Las coníferas forman los grandes bosques boreales de Alaska, Canadá, Escandinavia, Rusia y Siberia. Crecen prolíficamente allá donde las condiciones son difíciles, e incluso en zonas de incendios frecuentes. Son supervivientes y pioneras; son árboles que llegan a áreas devastadas y crecen donde otros árboles no son capaces de hacerlo.

Las coníferas son una de las dos grandes categorías de árboles que juntas engloban el 99% de los árboles existentes: los árboles sin flores (coníferas) y los árboles con flores (angiospermas). Las angiospermas se diferencian de las coníferas en su sexualidad. El óvulo femenino está completamente encerrado en el ovario, y el gameto masculino debe llegar hasta él a través de los tubos polínicos. Una característica singular de las angiospermas es que practican una doble fertilización. Esta es simplemente una síntesis muy breve, que no incluye ni definiciones, ni explicaciones sobre los diversos medios para la unión y la procreación, ni en qué se diferencia este proceso del proceso reproductor de las coníferas; en este momento, nos basta con saber que la obstetricia y ginecología de una y otra categoría son muy diferentes. Las angiospermas constituyen un inmenso universo de plantas con flor (hay 300.000 especies) entre las cuales hay árboles. Supuestamente, los árboles con flor y tronco leñoso evolucionaron a partir de plantas con flor, aunque quedan algunos eslabones perdidos. Tampoco se sabe cuándo, dónde ni cómo se originaron las angiospermas.

Los árboles de hoja ancha pertenecen a esta categoría. Son angiospermas la acacia, el arce, el saúco, el baobab, el aliso, la aralia, el abedul, el nogal, el espino albar, el laurel, el eucalipto, el tilo, el olivo, el haya, el baniano, la higuera, el sicomoro, el fresno, el algarrobo, la morera, el plátano, el árbol del café, el acebo, el álamo, el roble, el sauce, el pimentero, el olmo, y muchos otros. Los frutales, los árboles con frutos de cáscara dura y los árboles con flor son también angiospermas. Hay aproximadamente 50 veces más especies de árboles de flor que de coníferas. Por lo general viven en terrenos fértiles o apropiados, en zonas templadas, donde el clima tiene estaciones predecibles, o en las vastas selvas tropicales del Amazonas, África central o Indonesia.

Selvas tropicales y selvas boreales

Ambas están desapareciendo a una velocidad alarmante a manos de los seres humanos, movidos por razones económicas. En un artículo publicado en National Geographic en enero del 2007, titulado «Last of the Amazon», Scott Wallace empezaba diciendo: «En el tiempo que se tarda en leer este artículo, un área de la selva brasileña mayor que 200 campos de fútbol habrá quedado arrasada». Los productores de habas de soja a escala industrial se han unido a los madereros y ganaderos en la apropiación de la tierra. Las carreteras cruzan la selva para facilitar el acceso a los árboles de maderas nobles y su posterior transporte. Hay en la actualidad más de 150 kilómetros de carreteras, casi todas construidas ilegalmente, que luego utilizan los ocupantes ilegales, los agricultores y los ganaderos que desbrozan el terreno quemando la maleza y los árboles que hayan quedado.

Como los pueblos indígenas saben intuitivamente, los beneficios que reporta el Amazonas tienen un valor incalculable: la selva produce no solo la mitad de su propia lluvia, sino gran parte de la lluvia que cae al sur del Amazonas y al este de los Andes; su retención y absorción de dióxido de carbono mitiga el calentamiento global y limpia la atmósfera, y, además, la selva mantiene una miscelánea de vida sin parangón. Pero conservar la selva no reportaba beneficios económicos; lo que da dinero es talar los árboles, vender su madera y utilizar el espacio para la agricultura y la ganadería.

Se ha talado hasta el momento el 20%, o más, de la selva del Amazonas; cuando se haya destruido un 20% más, las predicciones científicas auguran que las relaciones ecológicas de la selva se desarticularán, lo cual reduciría la cantidad de lluvia que produce la selva gracias a la humedad que los árboles liberan en la atmósfera, y a esto habría que añadir el calentamiento global: los árboles que quedan se secan, entonces, y esto conduce a la sequía y propicia los incendios. En la histórica sequía de los años 2005 y 2006, los incendios, incontrolados durante meses, diezmaron la selva amazónica, y a esto le siguió en el 2007 el más terrible incendio forestal de la historia. El humo desprende toneladas de dióxido de carbono y otros contaminantes que enrarecen el aire y provocan un ascenso directo de la temperatura ambiente, contribuyendo además al calentamiento global al producir más gases de efecto invernadero. La historia de la deforestación es igual en Indonesia, el país con la mayor selva tropical del Sudeste asiático, que reabastece de agua potable a una gran región y desempeña un papel crucial en relación con el clima.

Tanto si el motivo de mi preocupación es un árbol o una selva, una persona o la humanidad, la manera en la que aprendo lo que necesito saber para poder comprender una situación que afecta a una especie, o a una clase de persona (a los niños y niñas, a las mujeres, a una raza o a una religión), es prestando atención a un individuo que sea representativo. Quiero ver el bosque y los árboles; la metáfora ha acabado cobrando sentido literal. Aprendí de mi pino de Monterrey que en las agujas de los pinos se condensa la niebla, produciendo una enorme cantidad de agua que luego va cayendo al suelo lentamente. Después aprendí de otras personas que, además, los árboles absorben agua de la tierra a través de las raíces, y desde las hojas la envían a la atmósfera. Colin Tudge escribió que un árbol grande puede transpirar 500 litros en un solo día.

En Tree: A Life Story, David Suzuki y Wayne Grady explican lo que un árbol añade al conjunto: «Un solo árbol de la selva amazónica lanza hacia lo alto cientos de litros de agua al día. La selva se comporta como un gran océano, transpirando agua que llueve hacia arriba, como si se hubiera revertido la fuerza de gravedad. Esas nieblas de transpiración fluyen luego atravesando el continente a modo de grandes ríos de vapor. El agua se condensa, cae en forma de lluvia y, gracias a los árboles, vuelve a ascender. En su migración hacia el oeste, asciende y cae un promedio de seis veces, antes de chocar finalmente con la barrera montañosa de los Andes y fluir de vuelta cruzando el continente, esta vez como el río más poderoso de la Tierra» (2004, pág. 68). Esta descripción en concreto me cautivó; me avivó la imaginación y, como consecuencia, también la comprensión.

El continente norteamericano tiene sus propias extensiones de bosque, bosques boreales de coníferas que están igualmente en peligro. Sentada en la sala de espera del optometrista, justo después de decidirme a escribir Sabia como un árbol, tomé un número de la revista Audubon de hacía seis meses. En uno de sus artículos, el periodista T. Edward Pickens describía las selvas boreales de Canadá como «un halo color esmeralda de bosques, humedales y ríos que cubre Norteamérica. Es el mayor espacio silvestre del continente, una selva de más de 525 millones de hectáreas que se extiende desde Newfoundland hasta Yukon. La selva boreal canadiense representa una cuarta parte de las selvas del mundo y la mayor parte de sus aguas potables no heladas, y absorbe 1,3 billones de toneladas cúbicas de dióxido de carbono» («Paper Chase» [A la caza del papel], enero-febrero de 2009). Crían en ella más de 300 especies de aves, y hasta 5.000 millones de aves individuales vuelan desde la selva boreal cada otoño en dirección sur. Estos árboles se están talando para fabricar papel, con el que hacer libros, catálogos, servilletas y papel higiénico. Las áreas deforestadas se miden actualmente en kilómetros cuadrados. Por un número de National Geographic, de junio del 2002, supe que las selvas boreales tienen más humedales de los que hay en ninguna otra parte del mundo. Los bosques de Rusia y de Canadá se estima que contienen entre 1 y 2 millones de lagos y lagunas.

Salvar las selvas pluviales: los éxitos de Greenpeace

Las coníferas son los árboles con los que tengo un vínculo más estrecho, y la afinidad geográfica entre Californa y las selvas boreales de coníferas de Norteamérica hace que su desaparición me afecte particularmente. El número de pinos que se talan es una decisión que depende de la oferta y la demanda del mercado. El que se haga con consideración hacia las líneas divisorias de las aguas, los hábitats para la vida salvaje o las generaciones venideras (la sabiduría tribal de los indígenas norteamericanos considera que el efecto de sus acciones repercutirá en las siete generaciones siguientes) es una decisión corporativa tomada por personas que lo hacen, o bien por sensatez, o bien por evitar un publicidad negativa que perjudicaría a sus negocios.

Greenpeace emprendió una tajante campaña, que duraría cinco años, exigiendo que Kimberly-Clark, la compañía que fabrica los productos de papel Kleenex, Scott y Cottonelle, dejara de destruir las selvas boreales centenarias. En agosto del 2009, como consecuencia de la presión del público, Kimberly-Clark anunció que su objetivo era obtener la totalidad de la fibra de madera que utilizaba para elaborar sus productos de fuentes responsables con el medio ambiente. Prometió que para el 2011 el 40% de la fibra utilizada en Norteamérica, o bien provendría del reciclaje, o bien tendría la certificación del Consejo de Administración Forestal (organización global, independiente, es decir, no gubernamental, que certifica y etiqueta la madera procedente de bosques gestionados de un modo responsable).

En junio del 2009, Greenpeace publicó el informe titulado «Devorando la Amazonia», que seguía el rastro de los productos ganaderos (cuero y carne) utilizados por las más afamadas marcas de zapatillas deportivas, bolsos y prendas de diseño, y empresas de comida rápida hasta sus orígenes, que resultaron ser los ranchos de la Amazonia. La industria ganadera brasileña es culpable del 80% de la deforestación amazónica y del 14% de las pérdidas arbóreas anuales del mundo. Greenpeace exigió una suspensión inmediata de la deforestación e hizo públicos los nombres de las compañías que, tal vez sin saberlo, estaban contribuyendo a la “masacre” (así como a violaciones de los derechos humanos) cuando compraban sus materias primas. Constituían esta lista de primeras marcas: Adidas/ Reebok, Nike, Carrefour, Eurostar, Unilever, Johnson & Johnson, Toyota, Honda, Gucci, Louis Vuitton, Prada, IKEA, Kraft, Tesco y Wal-Mart.

Una semana después de que se publicara el informe, las mayores cadenas de supermercados de Brasil, entre ellas Wal-Mart y Carrefour, anunciaron que suspenderían o rescindirían todos los contratos con aquellos proveedores que estuvieran involucrados en la deforestación de la selva amazónica y establecerían las directrices necesarias para que los productos ganaderos que llegaran a ellas no procedieran de tierras amazónicas deforestadas ilegalmente. El Gobierno brasileño respondió también. Un fiscal federal presentó una demanda de 1.000 millones de dólares contra la industria ganadera por daños medioambientales. En la actualidad, se puede multar a las compañías que vendan carne “manchada” con 500 reales (216 €) por kilo.

Hay activistas que se ofrecen como voluntarios para apostarse en primera línea e impedir la tala indiscriminada y la matanza de especies que están en peligro de extinción. El éxito de la empresa significa haber logrado interceptar y detener la destrucción, con frecuencia a pesar del riesgo físico que entraña enfrentarse a quienes ven peligrar su subsistencia o sus beneficios. El éxito se ha logrado principalmente, y es claro ejemplo de ello este caso de Greenpeace en el Amazonas, combinando el activismo in situ con la destreza y las conexiones de los activistas que han conseguido atención mediática y acción gubernamental. Puede que esta acción resulte en una simple moratoria que haya detenido las fuerzas de la necesidad o de la codicia solo temporalmente y en un lugar preciso; o, desde mi perspectiva más optimista, puede que esta y otras acciones similares les perdonen la vida a los árboles hasta que cuidar del medio ambiente y salvar los bosques resulte más productivo que talarlos.