Salvados para servir - Padro Daniel Tabuenca - E-Book

Salvados para servir E-Book

Padro Daniel Tabuenca

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Beschreibung

Este libro es un testimonio de vida narrado por el autor. Nos invita a acompañarlo en un recorrido por momentos significativos de su vida, y a través de relatos y recuerdos, nos muestra cómo Dios hizo milagros en su vida. En el camino, nos habla de muchos milagros más que vio, de vidas sanadas, transformadas y salvadas para servir.

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Salvados para servir

Pedro Daniel Tabuenca

Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido
Tapa
Agradecimientos
Dedicatoria
Tabla de abreviaturas
Prefacio
PRIMERA PARTE: RECUERDOS, GRATITUD, SALVACIÓN Y SERVICIO
CAPÍTULO 1: Mis raíces
CAPÍTULO 2: Los descubrimientos de Pedro
CAPÍTULO 3: Hijos de misioneros viajeros
CAPÍTULO 4: Hora de decisiones
CAPÍTULO 5: Todavía ocurren milagros
CAPÍTULO 6: Colportaje, amor y bicicleta
CAPÍTULO 7: Estudiante universitario, pero muy pobre
CAPÍTULO 8: Estudiante de Medicina, ¿y casado?
CAPÍTULO 9: Llamado a servir en el Sanatorio Adventista del Plata
CAPÍTULO 10: Tristezas y alegrías en el aprendizaje
CAPÍTULO 11: Viaje de estudio a los Estados Unidos
CAPÍTULO 12: A la Clínica Belgrano y a Alemania, ida y vuelta
CAPÍTULO 13: Una escuela diferente
CAPÍTULO 14: Biblioterapia
CAPÍTULO 15: De colegio a universidad, ¿y con carrera de Medicina?
CAPÍTULO 16: ¿Sí o no?
CAPÍTULO 17: Sorpresas y bendiciones
CAPÍTULO 18: Viviendo para servir
SEGUNDA PARTE: TEOLOGÍA DE LA SALUD
CAPÍTULO 19: Lo que aprendí y enseñé
CAPÍTULO 20: El origen del mal, el dolor, la enfermedad y la muerte
CAPÍTULO 21: La respuesta divina al problema del pecado
CAPÍTULO 22: El Médico divino
CAPÍTULO 23: Estilo de vida y salud
CAPÍTULO 24: Educación sexual cristiana
CAPÍTULO 25: El peligro de las paramedicinas
CAPÍTULO 26: La gran restauración final de todas las cosas
Galería fotográfica

Salvados para servir

Pedro Daniel Tabuenca

Dirección: Mónica Casarramona

Diseño de tapa: Leandro Blasco

Diseño del interior: Nelson Espinoza

Ilustración de tapa: Shutterstock (banco de imágenes)

Ilustración del interior: ACES

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXXI

Es propiedad. © 2013, 2021 Asociación Casa Editora Sudamericana.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-396-8

Tabuenca, Pedro Daniel

Salvados para servir / Pedro Daniel Tabuenca / Dirigido por Mónica Casarramona /

- 1ª ed . - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo digital: Online

ISBN 978-987-798-396-8

1. Autobiografías. I. Casarramona, Mónica, dir. II. Casarramona, Mónica, fot. III. Título.

CDD 230.092

Publicado el 26 de marzo de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: [email protected]

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Agradecimientos

A mi querida esposa, Jenny, por su constante estímulo, apoyo y paciencia.

A mi querida amiga Esther Iuorno de Fayard, por su valiosa orientación literaria, consejos y correcciones.

Al Prof. Juan Carlos Olmedo y a los Prs. Rubén Pereyra, Enrique Becerra y Carlos Mayer, por compartir sus memorias con las mías.

Dedicatoria

Dedico estos recuerdos y comparto estos consejos para nuestros queridos hijos, nietos y biznietos y para los padres y madres que Dios usó para traerlos a la vida.

También los dedico a mis queridos pacientes, alumnos, amigos y compañeros de labor, con el propósito de que todos, conociendo la verdad en amor nos dejemos conducir por Dios, y así lleguemos a disfrutar juntos de la restauración final de todas las cosas.

Tabla de abreviaturas

Versiones de la Biblia

BJ: Biblia de Jerusalén

DHH: Dios habla hoy

NVI: Nueva Versión Internacional

RV 1909: Reina-Valera 1909

Libros y devocionales de Elena de White

CC: El camino a Cristo (ACES, 1985)

CRA: Consejos sobre el régimen alimenticio (ACES, 1969)

CS: El conflicto de los siglos (ACES, 1993)

CSS: Consejos sobre la salud (ACES, 1989)

DTG: El Deseado de todas las gentes (PPPA, 1966)

Ed: La educación (ACES, 1964)

JT 2: Joyas de los testimonios, tomo 2 (ACES, 1970)

MC: El ministerio de curación (PPPA, 1967)

MCP 2: Mente, carácter y personalidad, tomo 2 (ACES, 1990)

MeM: Meditaciones matinales (devocional, ACES, 1953)

PE: Primeros escritos (PPPA, 1962)

PP: Patriarcas y profetas (PPPA, 1971)

PVGM: Palabras de vida del gran Maestro (ACES, 1991)

Prefacio

¿Por qué quise escribir este libro? Porque soy testigo de las misericordias de Dios para con aquellos que, en muy diversas circunstancias de la vida, permitieron ser perdonados, enseñados y sanados por el Médico divino, y de ese modo fueron salvados para servir.

Este proceso comenzó con la conversión de mi padre, que de monaguillo católico se transformó en misionero adventista. Siguió luego con mi infancia, y sobre todo con mi “terrible” adolescencia como estudiante del nivel medio en el Colegio Adventista del Plata, donde Dios me salvó la vida y me llevó a la conversión y al bautismo. De ese modo, yo también fui salvado para servir.

Desde entonces y hasta hoy, Dios sigue obrando milagros en mi vida, y capacitándome para servir. Sea colportando en bicicleta por el campo en la provincia de Santa Fe, o permitiendo algo que en ese tiempo era imposible: el ingreso a la carrera de Medicina en la Universidad Nacional de La Plata para quienes observábamos el día sábado, o eximiéndome de hacer el servicio militar en el cuartel de Santa Fe, o consiguiéndome trabajo remunerado y formativo en la Asistencia Pública de La Plata para continuar mis estudios cuando ya mis padres no pudieron apoyarme financieramente, o abriéndome el ingreso a la residencia en cirugía con el Dr. Ricardo Finochietto, o conduciéndonos, a mí como cirujano y a mi esposa como enfermera al Sanatorio Adventista del Plata. A lo largo de todos esos años y de todas las experiencias que me permitió pasar pude ver muchos milagros en vidas sanadas, transformadas y salvadas para servir.

Hoy, sigo agradeciendo a Dios por la forma en que guía y desarrolla su iglesia, especialmente a sus administradores y a la obra educativa en la Unión Austral, que transformaron al Colegio Adventista del Plata en la pujante Universidad Adventista del Plata de la Unión Argentina, con más de 30 carreras, entre las cuales se ha consolidado y acreditado a nivel nacional e internacional la carrera de Medicina, que para algunos era un ideal imposible, pero que por voluntad divina hoy prepara a jóvenes de muchos países que también han sido salvados para servir y salen como médicos misioneros para rescatar vidas de la enfermedad, de la muerte y del pecado.

PRIMERA PARTE

RECUERDOS, GRATITUD, SALVACIÓN Y SERVICIO

CAPÍTULO 1

Mis raíces

“Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre”(Sal. 139:13).

Un memorioso aseguró que “los que olvidan el pasado no tienen futuro”, por eso quiero comenzar mis “memorias” honrando mi pasado, mis raíces, humildes en bienes materiales, pero ricas en seres honestos y trabajadores, poderosos respecto de los inamovibles valores morales que me legaron como valiosa herencia. Honro mi pasado porque quiero tener futuro.

Por tradición, mi familia se dedicaba al arte de cultivar vides y elaborar vino, allá en Ainzón, a orillas del río Huecha, al oeste de la provincia de Zaragoza, en España. Allí se enclavaron mis raíces.

Juan Tabuenca y Antonia Romanos se unieron en matrimonio y tuvieron seis hijos. Menciono solo dos nombres: Andrés el mayor y Pedro, el menor.

Como ya señalé, cultivaban sus vides, cosechaban las uvas y hacían el vino que fermentaba en sus propias bodegas, unas cuevas cavadas en las laderas de pequeños cerros, cercanos a ese pueblito rural que era Ainzón. Desde Francia venían los que compraban el apreciado producto de sus bodegas.

Andrés, el mayor, se casó con Marcelina Gracia y tuvieron dos hijos: Emilio y Alejandro. Pedro, el menor, disfrutaba asistiendo a la Iglesia Católica, donde tuvo el privilegio de llegar a ser monaguillo, aunque creo que en el fondo de su corazón tenía la aspiración de ser sacerdote.

Como a tantos, también llegó para ellos la oportunidad de “hacer la América”, y con ese propósito, Andrés viajó a la Argentina para trabajar en alguna huerta. Marcelina y sus pequeños hijos quedaron en Ainzón a la espera de que Andrés consiguiera el dinero necesario para pagar el viaje de su familia, ahora lejana.

En estas circunstancias, aparentemente desfavorables, Dios permitió que Marcelina, analfabeta, como toda buena mujer española de aquel entonces, fuera visitada por un misionero adventista que le enseñó a leer con la Biblia. Por supuesto, en aquella época, posinquisición, en España, la Biblia era un libro prohibido.

Marcelina y su padre conocieron las grandes verdades de la Palabra de Dios, las aceptaron y fueron bautizados por inmersión, tal como lo indican las Sagradas Escrituras, pero no en el río Huecha que pasaba al lado del pueblo; hubieran corrido el riesgo de ser apedreados. Fueron bautizados en la bañera de su casa. Difícilmente hubiera ocurrido esto si Andrés, el esposo de Marcelina, hubiera estado allí.

Andrés Tabuenca, un campeón en el uso de la pala, la azada y el rastrillo, “hacía la América” trabajando con éxito en una quinta cercana a la población de Armstrong, en la provincia de Santa Fe, República Argentina. En dos cortos años pudo ahorrar suficiente dinero como para pagar los pasajes de su esposa y sus dos hijitos, para que vinieran de España.

Cuando Marcelina llegó a la Argentina era otra mujer: sabía leer, conocía la Biblia, era adventista del séptimo día y ya no bebía vino, pero respetaba a su marido, el quintero, ex viticultor, por supuesto moderado pero buen bebedor de vino. Marcelina se encargaba de que la botella de vino no faltase en la mesa.

Un día, a la hora del almuerzo faltaba el pan, pero la botella de vino estaba allí.

–Mujer, ¿no hay pan? −preguntó Andrés.

–Bien, tú sabes cómo estamos −contestó su esposa.

–Pues… No hay pan para mis hijos, ¿y yo con vino? ¡Nunca más!

Esa fue la sabia decisión de Andrés. ¿Le habrá leído Marcelina los consejos bíblicos sobre el vino y el alcohol, tales como: “No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente; mas al fin como serpiente morderá, y como áspid dará dolor” (Prov. 23:31, 32)? ¿O fue solo el amoroso ejemplo de Marcelina, acompañado por sus oraciones, el que condujo a Andrés a estos cambios? Poco tiempo después de la llegada de su esposa, Andrés se convirtió a su nueva fe y fue bautizado. ¡Salvados para servir!

De España a la Argentina

Pedro, el menor de los hermanos, tenía 24 años cuando murieron sus padres en Ainzón, y decidió viajar a la Argentina para reunirse con su hermano Andrés. Cuando llegó a Armstrong, se encontró con un cambio notable en la vida de Andrés y su familia. Lo primero que le llamó la atención fue que su hermano ¡no bebía ni maldecía!

Muchos años después de esto, con mi esposa Jenny pudimos visitar a mi familia Tabuenca en Ainzón. Allí estaban mis primos. A los dos nos llamó la atención el vocabulario de ellos. Las palabrotas de grueso calibre eran usadas hasta con afecto, para darnos la bienvenida. Por supuesto, seguían siendo viticultores, pero ya no en las bodegas cavadas en los cerros, sino en la Sociedad Vitivinícola El Santo Cristo, de Ainzón.

Mientras recorríamos sus instalaciones, uno de mis primos me dijo: “Pedrito, yo nunca bebo agua”. Así entendí mejor la sorpresa de mi padre cuando se encontró con su hermano Andrés, que ya no bebía ni maldecía.

Pedro, recién llegado a la Argentina, pasó a ser huésped en el hogar de Andrés y Marcelina, y la familia se reunía al atardecer para leer la Biblia y cantar algunos himnos con los niños. No obstante, Pedro, el ex monaguillo, no quería contaminarse con esos “herejes”. Así fue que al principio se mantuvo a distancia, pero finalmente se atrevió a participar y hasta tomó en sus manos una Biblia, lo que desde siempre le había estado prohibido. Como todo religioso sincero, encontró en la Biblia las preciosas verdades que hasta entonces había desconocido.

CAPÍTULO 2

Los descubrimientos de Pedro

“Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32).

Estudiando la Biblia diariamente, Pedro fue descubriendo un nuevo mundo espiritual, además del nuevo mundo geográfico que se abría delante de él. Grandes verdades impactaron su mente y el Señor le daba nueva luz cada día.

La promesa del regreso de Jesús. En el Evangelio de Juan, Pedro descubrió: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay[…] voy, pues, a preparar lugar para vosotros. […] Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:2, 3).

La santidad del sábado. En Éxodo 20, al llegar al cuarto mandamiento de la Ley de Dios, Pedro leyó: “Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día y lo santificó” (Éxo. 20:8-11).

El purgatorio no existe, y el infierno tampoco. Sorprendido, Pedro comprobó: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado […]” (Gén. 3:19). “Porque los que viven saben que han de morir, pero los muertos nada saben […]”(Ecl. 9:5).

Cuando Jesús vuelva, ¡los muertos resucitarán! Al leer al apóstol Pablo, Pedro descubrió una promesa esperanzadora: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tes. 4:16, 17).

La Tierra Nueva será la morada eterna de los redimidos.A medida que avanzaba en el estudio de la Biblia, Pedro seguía descubriendo increíbles verdades: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva […]. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron”(Apoc. 21:1, 4).

¡Qué verdades maravillosas descubrieron en la Palabra de Dios! Tan profundas y poderosas que habían transformado las vidas de su hermano Andrés y de Marcelina.

Pedro también se convirtió y fue bautizado para integrarse a la feligresía de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. ¡Salvado para servir! Entonces surgió en el corazón de Pedro un nuevo deseo: ¡Ser misionero! Cuando manifestó su deseo, la respuesta que recibió fue:

–Tienes que ir a estudiar al Colegio Adventista del Plata, en Puiggari, Entre Ríos.

–Y ¿cómo llegaré? –preguntó Pedro.

Le explicaron:

−Debes ir a Rosario, allí tomas el barco hasta el puerto de Diamante de donde sale un tren que pasa por Puiggari.

Eso fue lo que hizo, pero al llegar al puerto de Diamante preguntó por el tren para viajar a Puiggari y alguien le contestó:

–El tren va por esa vía, pero a esta hora no hay tren.

“Pues a falta de tren, las piernas pueden hacerlo”, se dijo Pedro, y comenzó a caminar livianamente por las vías, ya que su único equipaje era una pequeña bolsa que llevaba al hombro con su ropa y su Biblia. Y llegó a Puiggari, entonces una zona totalmente rural. Unos pocos kilómetros más y allí estaba el Colegio Adventista del Plata. Su presentación fue concisa y contundente:

–Vengo a estudiar, porque quiero ser misionero -dijo convencido.

Con 24 años de edad, su único antecedente académico era el cuarto grado de la escuela primaria, por lo tanto, debía completar la educación elemental. Así que se inscribió en la escuela primaria. Cuando formaban fila después del recreo para entrar en el aula, sus compañeros, los niños de la escuela, lo miraban y se reían. Él, sin inmutarse, les decía:

–Ríanse no más, mi padre era más alto que yo.

Pedro no tenía dinero pero sí un ideal, espíritu de trabajo y constancia. Durante los veranos vendía libros misioneros y así ahorraba lo necesario para seguir sus estudios.

Por ese entonces conoció a una bonita muchacha que estudiaba magisterio. Se enamoraron, y después que ambos se graduaron, Pedro y Elvira Rode se casaron. Recién casado y recién graduado, Pedro fue nombrado director de colportaje y comenzó a liderar la venta de Biblias y libros cristianos en la Misión del Alto Paraná, que abarcaba Corrientes, Chaco, Misiones, Formosa y el Paraguay, y tenía su sede en la capital de Corrientes.

Allí vivía este matrimonio de misioneros, cuando en agosto de 1927 nació su hijo Pedrito, más exactamente Pedro Daniel Tabuenca Rode, pero conocido desde entonces como Pedrito, para diferenciarlo de Pedro, su padre. Pedrito era yo.

Andrés y Marcelina, estando en la Argentina tuvieron también otros hijos: José, Juan y Luis. José y Juan fueron pastores en la Iglesia Adventista, y Luis llegó a ser un médico muy querido en Paraná, la capital de Entre Ríos.

José fue director del Colegio Adventista del Plata, en Puiggari, luego presidente de la Unión Austral, con sede en Buenos Aires. Juan fue pastor de viarias iglesias en Argentina y Montevideo, República Oriental del Uruguay. También fue presidente de la Asociación Argentina Central que entonces tenía su sede en Paraná, y finalmente docente de Psicología Pastoral en la carrera de Teología de la que hoy es la Universidad Adventista del Plata.

CAPÍTULO 3

Hijos de misioneros viajeros

“Y él les dijo: id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mar. 16:15).

Tenía apenas cuarenta días de vida cuando mi padre, Pedro Tabuenca, fue transferido de Corrientes a Buenos Aires como director de colportaje de la Misión del Sur Argentino. Recuerdo haber visto una foto en la cual se ve a mi mamá conmigo, entonces un bebé, en sus brazos, de pie en la cubierta del barco fluvial que descendía por el río Paraná, de Corrientes a Buenos Aires. En aquel tiempo ese era el único medio de transporte para hacer ese recorrido.

Vivíamos en Florida, la zona norte del Gran Buenos Aires. Dos años después de estar allí, a papá lo nombraron director de colportaje de la Unión Incaica, que en ese tiempo abarcaba las repúblicas del Perú, Bolivia y el Ecuador. Yo tenía dos años, pero recuerdo muy bien ese viaje.

Iniciamos la travesía cruzando la cordillera de Los Andes en tren, desde Mendoza hasta Santiago de Chile, en medio de un paisaje profusamente nevado. Papá sacó su brazo por la ventanilla del tren y me mostró su mano llena de nieve. Me quedé extasiado: era la primera vez que veía nieve.

Recuerdo también que en Valparaíso, República de Chile, unos amigos nos dieron el saludo de despedida desde el muelle. No recuerdo cuántos días dormimos en el camarote, con su ventanilla redonda que daba casi al nivel del mar, pero al fin llegamos al puerto del Callao, y de allí, nos dirigimos a Lima, la capital peruana.

Vivíamos en el barrio de Miraflores, cerca de la Huaca Grande y la Huaca Chica, unas montañitas junto a las cuales pasábamos cuando volvíamos del centro de Lima. Otro recuerdo vívido que tengo es el de la playa La Herradura, donde por primera vez me metí en las aguas marinas, esta vez del océano Pacífico.

El cielo de Lima se presentaba casi siempre nublado, así que de vez en cuando íbamos a pasar unos días en Chosica, donde había lindo sol y montañas.

Un día, mientras mamá me tenía en su falda me contó la historia de Jonás: “Cuando Jonás cayó al agua, un gran pez abrió su inmensa boca… y se lo tragó”. Mamá abrió exageradamente su boca para que yo entendiera bien la historia, pero me asusté, y comencé a llorar. Entonces, mamá me dijo: “Tontito, ¿cómo puedes pensar que mamita te va a comer?” Lo cierto es que desde muy niño, mis padres me contaron las interesantes historias de la Biblia, y me enseñaron sus preciosas verdades.

No recuerdo si me lo advirtieron o no, pero una noche me dejaron en la casa de la tía Ida Rode, “Pochola”, hermana de mamá, casada con Enrique Pidoux. Ellos habían llegado desde la Argentina para enseñar en el Colegio Adventista de Lima. Al día siguiente, papá vino a buscarme para llevarme a la Clínica Americana de Callao, y me explicó que íbamos a ver a mi hermanita que había nacido esa noche.

Recuerdo que la vi en brazos de mamá, que estaba acostada en la cama de una de las habitaciones de la clínica. Ella me dijo: “Esta es tu hermanita y se va a llamar Violeta Argentina”.

Yo tenía cuatro años entonces, y de una cosa estoy seguro: que la quiero mucho más ahora que cuando la vi por primera vez.

Papá viajaba mucho para cumplir sus tareas en Perú, Ecuador y Bolivia. Hacía varios días que no estaba en casa. Mamá supo que el pastor Juan Plenc iba a viajar a Puno, donde se iba a encontrar con papá que volvía de Bolivia, y se le ocurrió una brillante idea: mandarme en tren con el pastor Plenc hasta Puno, para darle a papá la sorpresa de verme allí. Y así lo hicimos.

Llegamos a Puno ya de noche, y recuerdo la alegría y el abrazo de papá sorprendido de encontrarme. El pastor Plenc tuvo que explicarle que no había sido un “secuestro” sino que la brillante idea había sido de mamá.

Vacaciones y llanto en Tingo, Arequipa

La Unión Incaica tenía una casa para vacaciones en Tingo, un barrio de Arequipa. Allí había árboles grandes, un lindo jardín y una terraza desde donde podía verse, como si estuviera cerca, el maravilloso volcán Misti, con su doble cima cubierta siempre de blanquísima nieve. ¡Qué felices nos sentíamos allí! Hasta que llegó un telegrama desde la Argentina: “Murió de un infarto el abuelo Daniel Rode”.

Yo no leí el telegrama, pero sentí el llanto de mi madre y me conmovió. Daniel Rode e Ida Köhly eran mis queridos abuelos, los únicos que yo conocía. En ese momento vivían en Nogoyá, Entre Ríos. Tenían diez hijos. Siete varones y tres mujeres. Una de ellas era mi mamá.

Como familia, habían conocido el evangelio por un misionero adventista cuando todavía vivían en el campo, en la provincia de Buenos Aires. Solo mi abuelita Ida, sus tres hijas: Elvira (mi madre), Sara y Pochola, y Andresito, el menor de los varones, se convirtieron. ¡Salvados para servir!

Mi abuelo Daniel había fumado durante muchos años. Tres meses atrás había comenzado a sentir una molestia en el pecho y había ido a ver a su médico en Nogoyá. El profesional, que también fumaba, al examinar a mi abuelo le dijo: “Bueno, don Daniel, usted debe dejar de fumar”, pero el doctor estaba fumando… ¿Cómo le iba a hacer caso mi abuelo? Siguió fumando, pero solo tres meses más, pues murió repentinamente de un infarto. Todavía me parece oír el llanto de mi madre.

Debo aclarar que años después, mi querido tío Pedro Rode y su esposa Quica también se convirtieron. Hoy, varios de mis primos y primas, hijos de Pedro, de Luis y de Julio Rode se regocijan en la bienaventurada esperanza del regreso de nuestro Señor, que traerá a la vida a sus hijos que hoy duermen en el polvo, a fin de reunirlos con los amados que estén vivos y llevarlos a todos a la casa de su Padre, allá en los cielos. ¡Salvados para servir!

Recuerdo las muchas veces que oía las oraciones de mi abuelita Ida: “Jesús, bendice a mis hijos e hijas, yernos y nueras, nietos y nietas… Amén”.Yo sé que Dios oye y contesta las oraciones de los padres y las madres que oran por sus hijos, y de los abuelos y abuelas que oran por sus nietos. “¿Será rescatado el cautivo de un tirano? Pero así dice Jehová: Ciertamente el cautivo será rescatado […] y tu pleito yo lo defenderé; y yo salvaré a tus hijos?” (Isa. 49:24, 25).

De regreso a la Argentina

Yo tendría ya seis años cuando lo llamaron a papá para trabajar nuevamente en Argentina, como director de colportaje de la Asociación Argentina Central, en ese entonces con sede en Paraná.

Papá tenía que viajar mucho por su trabajo, así que fuimos a vivir a Puiggari, en la casa de mi abuelita Ida, de modo que al año siguiente yo pude asistir a la escuela primaria Domingo Faustino Sarmiento, que aún pertenece al Centro Educativo de la actual Universidad Adventista del Plata.

Recuerdo con mucho cariño a mi maestra de primer grado. Me parecía muy linda, se llamaba Catalina Fischer. Antes de comenzar las clases nos preguntaba: “¿Qué himno quieren cantar?” Muchas veces contestábamos a coro: “El 200, señorita” (en el Himnario adventista de entonces figuraba con ese número y se titulaba “En la cruz”). Entonces cantábamos con todas nuestras fuerzas:

“Perdido, errante, fui a Jesús, él vio mi condición.

En mi alma derramó su luz, su amor me dio perdón.

Fue primero en la cruz donde yo vi la luz,

y mi carga de pecado dejé; fue allí por fe

do vi a Jesús, y siempre con él feliz seré”.

Hoy, ese himno se titula “Perdido, fui a mi Jesús” y se encuentra bajo el n° 291, en la edición 2009 del Himnario adventista.

Al fin de ese año, papá, ya cansado de tanto viajar para cumplir su responsabilidad como director de colportaje, pidió trabajar como obrero distrital. Accediendo a su pedido nos mandaron a la iglesia de Concordia, Entre Ríos. Allí hice el segundo grado, en la escuela Vélez Sarsfield.

No recuerdo por qué mis padres un día me llevaron al médico. El doctor ordenó un análisis, cuyo resultado indicó que tenía parásitos. Entonces me recetó un purgante y un tratamiento adecuado. Además, el médico aconsejó que me llevaran a vivir en el campo. Así que mis padres se comunicaron con mis tíos Andrés y Marcelina, y al año siguiente viví en Puiggari con ellos y con mis primos José, Juan y Luis. Nuevamente asistí a mi querida escuela adventista Domingo Faustino Sarmiento, donde cursé el tercer grado.

Más mudanzas

Luego de estar en Concordia, a papá lo designaron para trabajar en la iglesia de Paraná, y allá fuimos, así que cursé el cuarto grado en la legendaria Escuela del Centenario. Luego estuvimos unos meses en Rosario, Santa Fe, y finalmente nos trasladamos a Reconquista, en la misma provincia.

En ese lugar pasé la mayor parte de mi infancia. ¡Cuatro años sin mudanzas! Atesoro preciosos recuerdos de esa época. Allí hice quinto y sexto grado de la primaria, y primero y segundo del nivel secundario en la Escuela Normal. Siempre con guardapolvo blanco y pantalón corto, hasta el sexto grado, y ya en primer año ¡pantalón largo!

Las clases eran de mañana, de lunes a sábado. Por supuesto, yo faltaba los sábados. Tenía que cruzar la plaza central de Reconquista para llegar a la Escuela Normal, y muchas veces escuchaba a los chicos que desde lejos me gritaban: “¡Sabatista, canilla de tero! ¡Adora la cabeza de chancho!”

Eso no me molestaba; yo sabía que era diferente. Era muy flaquito y mis rodillas sobresalían debajo de los pantalones cortos. Los chicos, con la crueldad propia de la niñez, rotulaban con apodos poco amables a los que mostraban alguna característica diferente al montón. Además, faltaba a clases todos los sábados y alguien les había contado que los “sabatistas” no comíamos carne de cerdo porque “adorábamos la cabeza del animal”.

Un 9 de julio, todos en fila, bien formados, fuimos a la catedral, que estaba frente a la plaza, para asistir al tedeum. Nos habían indicado que, estando en el interior de la catedral, cuando tocara la campanilla, teníamos que arrodillarnos. Yo me acordé del segundo mandamiento de la Ley de Dios: “No te harás imagen […] no te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios”(Éxo. 20:4, 5). Miré a mi alrededor y vi varias imágenes y estatuas allí, pero cuando tocó la campanilla, me puse detrás de una columna y me quedé parado.

Me acuerdo, también, cómo disfrutaba de las clases de manualidades. La profesora nos hacía fabricar cuerpos geométricos regulares de cartulina. Me entusiasmé con la idea de hacer un dodecaedro, un cuerpo geométrico regular con doce caras pentagonales. Lo hice con cartulina negra y le pegué tiritas blancas en todas sus aristas. ¡Quedó precioso!

Un día, la profesora de manualidades faltó. Todos los chicos salimos del aula y los varones nos fuimos a la plaza, frente a la escuela. De repente, uno de los chicos sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos entero. Lo abrió y comenzó a repartirlos, uno a cada uno. Se acercó y me ofreció un cigarrillo. Suavemente, con un gesto de la mano, le hice señales de que no quería. Otro chico entonces le ayudó a repartir y cuando llegó donde yo estaba me ofreció un cigarrillo. Le dije:

–No quiero.

Los cigarrillos de la caja se terminaron y un chico que acababa de prender el último cigarrillo se acercó y antes de llevárselo a la boca, me lo acercó a la cara y me dijo:

–No seas pavote. ¡Prueba una pitadita!

Entonces reaccioné y le grité en la cara:

–¡No quiero!

Y me dejaron de molestar.

Aprendí desde entonces que la presión social es la primera causa para el inicio de los hábitos tóxicos. Yo tenía a mi favor el ejemplo de mi padre y el recuerdo del llanto de mi madre por la muerte de mi abuelo fumador. Y Dios me ayudó a decir: “¡No quiero!”

Hace poco me invitaron a dar un Plan de cinco días para dejar de fumar ¡en Reconquista! ¡Qué alegría fue para mí volver a esa querida ciudad de mi infancia! Busqué a mis compañeros de la Escuela Normal, pero ya no quedaba ninguno. Habían comenzado a fumar a los catorce años, y el tabaco había tenido tiempo de sobra para matarlos a todos. ¡Qué tristeza!

Mi día estaba completo: por la mañana, a la escuela. Por la tarde ¡a la clase de violín! Afortunadamente, ambas actividades me gustaban. Alcancé a tocar en una orquesta que dirigía el profesor Gamba.

Cuando hacía mucho calor, Violeta y yo le rogábamos a papá que nos llevara a bañarnos al arroyo El Rey, que cruza entre Reconquista y Avellaneda. Varias veces fuimos y chapoteábamos en el agua; pero otras veces el calor se combinaba con grandes nubes y teníamos que volvernos antes de llegar porque la lluvia se nos venía encima.

Tenía un amigo que vivía del otro lado de la calle: Joanín Vicentín. Nos trepábamos a los árboles y hacíamos barriletes que remontaban muy bien. Después nos especializamos en hacer barcos de lata con una cuerda de goma que hacía girar la hélice y ¡también tenía timón! Nuestros barcos navegaban en un gran piletón que había en la casa de Joanín, y a veces “daban la vuelta al mundo” en la laguna de un conocido de la familia que vivía en el campo. Todavía somos amigos con Joanín. Cuando estuve en Reconquista para el Plan de cinco días para dejar de fumar nos encontramos, paseamos juntos y recordamos las alegrías de nuestra niñez.

CAPÍTULO 4

Hora de decisiones

“Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar…” (Sal. 32:8).

Yo quería mucho a mamá y a papá. Él era Pedro, y yo Pedrito. Papá era entonces misionero, evangelista y predicador, y en el fondo de mi corazón yo deseaba ser como él cuando fuera grande. Ese era mi mayor sueño.

Tenía entonces catorce años, y mi hermanita Violeta, diez. Era verano, hacía mucho calor en Reconquista, y estábamos juntos chupando caña de azúcar en el patio de baldosas de casa. Pelábamos la caña con un cuchillo grande. Por supuesto, estábamos descalzos. Mi hermanita salió por un momento del patio y al ratito volvió corriendo. Sin darse cuenta, con el pie izquierdo pisó el mango del cuchillo, y con el filo se cortó totalmente el tendón de Aquiles del pie derecho.

Dando un grito cayó al suelo. Vino mamá, la levantó, le envolvió el pie con una toalla y con la ayuda de unos vecinos que tenían auto, la llevó a casa de nuestro amigo médico, el doctor Itig. Cuando volvieron, después de un largo rato, supe que el doctor la había dormido, le había desinfectado la herida, suturado el tendón de Aquiles, que estaba totalmente seccionado, y también había suturado la piel. Violeta ahora “lucía” una botita de yeso. Tres semanas después, el doctor le sacó el yeso, y los puntos de la piel. Mi hermanita volvió a caminar, y pronto también pudo correr como lo hacía antes.

Algunos meses después, una inyección intramuscular que le habían puesto a papá, le causó una infección en la nalga derecha. Esa vez llamaron al doctor Itig y él vino a casa. Papá estaba acostado boca abajo en la cama, y el doctor Itig me llamó y me dijo, mostrándome la nalga de mi padre: “Mira, esto está hinchado, colorado, caliente y dolorido. Aquí hay pus”. Entonces le echó un chorrito de un líquido muy frío para anestesiar la zona, clavó su bisturí en el lugar exacto, salió el pus y mi papá se sanó. Esto me hizo reflexionar acerca de mi futuro: “¿Seré predicador o cirujano?” Hasta ese momento había pensado ser predicador, pero ahora la indecisión me llevó a orar todas las noches, arrodillado junto a mi cama, antes de dormir: “Querido Jesús, ¿qué quieres que yo sea, predicador o médico?”

Durante varias noches esa fue mi oración, pero Dios no me contestaba. Así que una noche, cuando terminé mi oración, le dije: “Señor, no me voy a dormir hasta que me contestes”. Pasaron algunos minutos, yo tenía sueño pero me resistía a dormir. Acostado, pensaba: “No me quiero dormir hasta…” Entonces vino a mi mente un pensamiento, casi como una voz clara que me dijo: “Sé médico, eso no te impedirá predicar”. Dios me había contestado. Desde entonces, mi oración fue: “Jesús, Dios mío, ayúdame para que pueda llegar a ser médico y también predicador”.

Estudiante en el Colegio Adventista del Plata

Ya tenía dieciséis años, había terminado en Reconquista el segundo año del secundario, y mis padres decidieron que ya era bastante grande como para salir de casa e ir al Colegio Adventista del Plata, en Puiggari, para continuar allí mi bachillerato. Así que en marzo de 1944 me mandaron a Puiggari.

Era entonces director del colegio el Dr. Fernando Chaij, y preceptor de varones el Prof. David Rhys.

Yo me sentía suelto como un pajarito, ya no estaban mis padres despertándome, llamándome a desayunar y diciéndome: “Ya es hora de ir a clases”, etc., etc. A las 6 de la mañana sonaba la campana, y después la campanita. Tenía que llegar al comedor a tiempo, de lo contrario me quedaba con hambre. Del comedor iba a formar fila para entrar a clases. Todo estaba muy bien organizado.

El preceptor me designó un excelente compañero de pieza: Isidoro Gerometta, un joven responsable, cuidadoso y cinco años mayor que yo. Mi entusiasmo por el estudio era grande. Ya tenía un ideal en mente: predominaba en mí la idea de ser médico. Otros muchachos miraban a las chicas. A mí no me interesaban. Y les dije a mis amigos: “Yo no vengo a mirar a las chicas. Yo vengo ¡a estudiar!”

Un día, a la hora del almuerzo, en el otro extremo del comedor, dos semanas después de haber llegado al colegio, vi a una chica. Había muchas, pero yo vi a una. Hoy estoy seguro de que fue Dios quien me instó a mirarla, porque de inmediato este pensamiento llenó mi mente: “Cómo me gusta esa chica… Con ella me voy a casar”. De inmediato busqué a mi alrededor alguien que la conociera, y un muchacho me dijo: “Esa es la Jenny Pidoux”.

Esa información me tranquilizó: “Entonces es prima de Desirèe, va a ser más fácil conseguirla”, pensé. Yo tengo una prima muy querida, Desirèe Pidoux, hija de mi tía Pochola, hermana de mamá. Así que me quedé tranquilo, pensando en cómo hacerle llegar una cartita con mi declaración de amor. Jenny tenía 13 años; y yo, 16.

Un día, la preceptora del Hogar de Niñas, mi querida tía Sara, también hermana de mamá, me dijo:

–Pedrito, ¿tú estás enamorado de Jenny Pidoux?

Y yo le contesté:

–Tía, ¿por qué me dices eso?

Ella razonó:

–Por la forma en que la miras.

¡Tenía toda la razón del mundo! Al fin me animé a escribirle. Solo me acuerdo de una frase de esa primera cartita: “Necesito de tu amor más que del aire para respirar”. No me acuerdo con cuál miembro del “correo estudiantil” le mandé la carta. Pero sí me acuerdo de que la respuesta tardaba… Días después, me llegó el “chimento”: ¡No, ella no quería saber nada! Y yo tocaba en el violín Penas de amor, de Fritz Kreisler…

Sucedía que antes de mandarme a Puiggari, allá en Reconquista, mi mamá me había comprado un mameluco marrón. Para que me quedara bien de largo (yo medía 1,80 m de estatura), el mameluco era varias tallas más grande, y con un cierre “relámpago” adelante. Me bailaba con el viento mientras yo caminaba apurado por el jardín del colegio. Ese atuendo no era nada elegante para entusiasmar a Jenny. Me animé a escribirle dos veces más, ¡pero sin respuesta! Así que decidí hablarle, pero ¿qué le iba a decir? y ¿cuándo sería el mejor momento?

Esa noche preparé un discursito, corto, poético y bonito, y decidí que le hablaría durante el tercer recreo del día siguiente. Por la mañana, cuando me desperté, lo repasé. Sí, ya lo sabía muy bien, solo había que esperar que llegara el tercer recreo. Y llegó. Me arrimé a un corrillo de chicos y chicas entre los cuales estaba Jenny. Le hice señas como queriendo hablarle, pero ella no me vio. Uno de los chicos le dijo: “Quieren hablarte”.

Ella se dio vuelta, salió del corrillo y se me acercó. Recuerdo cómo me temblaban las rodillas y los labios… ¡Y el discurso se me había olvidado totalmente! Así que le dije:

–Tú ¿sabes que yo te quiero?

–Sí –fue su brevísima respuesta.

Tomé coraje y me animé a preguntarle:

–Y ¿puedo tener esperanza?

Jenny me contestó:

–Y… Puede ser…

En los meses siguientes me dediqué a estudiar, a sacar buenas notas y a tocar el violín. Una tardecita, paseaba con mi hermana Violeta por el llamado “camino de los hermanos”. No iba con el mameluco marrón, sino bien vestido. Después supe que Jenny estaba dentro del hogar de niñas, espiando por la puerta de alambre tejido. Al verme pensó: “¡No está tan mal…!”

Realmente creo que Dios guió mis sentimientos y también los de ella. El caso fue que, en agosto, el día que cumplí 17 años (Jenny ya tenía 14) ¡recibí una cartita! ¡Jenny me decía que sí!

CAPÍTULO 5

Todavía ocurren milagros

“Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8).

Alguien me dio la fórmula de la pólvora: clorato de potasio, azufre y carbón. Era divertido llenar con ese explosivo un tintero, hacerle un agujerito en la tapa, pasar por allí un “choricito” de papel higiénico, prenderle un fósforo y tirarlo para que explotara. Pocos sabían que la “fábrica” de pólvora era el escritorio de mi pieza, que compartía con Isidoro Gerometta.

Una vez, sin querer, el montoncito de pólvora que estaba allí se me incendió. No hubo explosión, pero la pieza, de repente, se llenó de humo. Isidoro, mi buen compañero, no dijo nada. Ahora creo que el diablo quería matarme y me puso un pensamiento en la cabeza: “¿Por qué no hacer una bomba en serio y en vez de un tintero usar como envase un caño de hierro?”.

En el taller del colegio trabajaba un amigo, Alfredo Kalbermatter, así que le pedí que a un caño de hierro de veinte centímetros de largo, le hiciera rosca en ambas puntas para cerrarlo con dos tapones de hierro, y que también le hiciera un agujerito para pasar por allí la “mecha”.

El problema era cómo hacer “más segura” esta “bomba de tiempo”. Otro amigo, Rolo Dalinger, se me unió al proyecto y surgió una buena idea: usar un pedazo de espiral matamosquitos, atado al choricito de papel higiénico. Entonces completamos la investigación midiendo cuántos centímetros por minuto avanzaba la ignición en la espiral.

Ya teníamos todo. Solo faltaba decidir en qué momento haríamos el estallido, y en qué lugar.

Nos pareció bien hacerlo en el tercer recreo, y elegimos un buen lugar, para no dañar a nadie: un yuyal que había detrás del Pabellón Teológico, bien cerca del antiguo Hogar de Varones.

Ya habíamos calculado los centímetros de la espiral para que el estallido fuera diez minutos después del encendido. Yo me encargué de encender la espiral y de depositar la bomba en su sitio.

Nos fuimos al Hogar y esperamos los diez minutos, pero la bomba no estalló. Decidí ir de inmediato a ver qué pasaba. Y me acerqué por dentro del yuyal para ver la bomba. ¿Se habría apagado la espiral? No, comprobé que la espiral todavía estaba humeando, así que volví corriendo al Hogar de Varones, por la puerta de atrás, para no ser visto. Ni bien entré… ¡Bum!

Sentí que ¡todo el edificio tembló! Hasta yo me asusté. Fue una explosión tremenda. Así que salí para ver el lugar de la explosión, y allí me estaba esperando el preceptor, mi querido profesor de matemáticas, David Rhys. Cuando me vio llegar, me dijo:

−Otra vez que quieras hacer una bomba, la haces reventar en el arroyo pero no aquí, ¿entiendes?

−Sí, tiene razón, profesor −fue mi “inocente” respuesta.

No tengo ninguna duda de que mis padres, allá en Reconquista, habían orado por mí, y que un ángel del Señor me hizo ver la espiral entre los yuyos, que todavía humeaban, y me alejó inmediatamente del lugar. La tarde de ese mismo día, los muchachos me trajeron esquirlas de hierro y pedazos de la “bomba” que habían encontrado a más de cien metros de distancia. No tengo dudas, aquella vez Dios me salvó la vida. “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Cor. 9:15). “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”(Jer. 31:3).

Semanas más tarde, mientras íbamos caminando para celebrar el culto vespertino, un grupo de cuatro muchachos vimos cómo la campana de la institución producía su metálico sonido, balanceándose sobre la chimenea de la cocina. Y como era de temer, se nos ocurrió una idea “brillante”: “¡Qué lindo sería atar la campana, una noche de estas, para que no nos despierte a las 6!” En invierno, a esta hora era todavía noche cerrada.

A los cuatro nos entusiasmó la idea. La usina del colegio apagaba los motores a las 22. Todo quedaba a oscuras, y ¡todos a dormir! A las 6, cuando las chicas que trabajaban en la cocina tocaban la campana tirando de un cable que bajaba hasta allí, los monitores de los hogares de niñas y de varones iban por los corredores tocando una campanita para despertar a todo el alumnado. Así que nos pareció “oportuno” primeramente silenciar las campanitas de las residencias estudiantiles, y después atar la campana de la chimenea.

La campanita del Hogar de Varones fue muy fácil de acallar: la escondimos en el entretecho. La campanita del Hogar de Niñas presentaba un mayor desafío. Yo la había visto en el segundo peldaño de la escalera que llevaba al piso de arriba. Así que entré por una ventana del Hogar de Niñas, a una pieza donde había un piano (era un aula de música), y de allí, gateando, fui hasta la escalera, y tanteando en el segundo escalón, levanté la campanita, tomé el badajo para que no hiciera ruido, la llevé al aula de música y la dejé en un cajón, debajo de unos libros.

Después de las 22, cuando ya todo estaba muy oscuro, los cuatro “mosqueteros” salimos del Hogar a buscar una escalera para subir a la chimenea y atar la campana grande. Buscamos la escalera que estaba a la vista, apoyada en una pared del que hoy es el Pabellón de Música, que algunos muchachos habían estado pintando. La llevamos hasta el Hogar de Niñas, pero no alcanzaba para llegar al techo. Por fortuna, había un gran tanque de agua de lluvia junto a la pared. Fuimos hasta la carpintería y trajimos tres tablones, los pusimos sobre el tanque, y encima apoyamos la escalera. Tres muchachos sostenían la escalera mientras yo subía hasta el techo del Hogar. Gateando para no hacer ruido llegué hasta la chimenea, y con un piolín que llevaba até el badajo a la campana para que no sonara aunque se moviera.

Bajar, llevar la escalera al lugar donde estaba y devolver los tablones de madera a la carpintería, nos llevó mucho tiempo. Serían las 2 cuando volvimos al Hogar de Varones para dormir.

La gestión fue todo un “éxito”. Esa mañana no sonó ninguna campana. A las 6:30 escuchamos a uno de los celadores que pasaba por los pasillos golpeando las manos y gritando: “¡Levántense! ¡Levántense que ya es tarde!”

Las clases comenzaron más tarde ese día. Mientras estábamos en fila para entrar a las aulas, se adelantó el director del colegio, el Dr. Fernando Chaij, y dirigiéndose a todos los estudiantes nos dijo:

–Bueno, alumnos, una broma es una broma. Hemos resuelto no tomar medidas disciplinarias por lo ocurrido, pero queremos que quienes lo hicieron, nos lo digan.

Los cuatro compinches sonreímos, nos tocamos el codo y dijimos para nosotros mismos: “Sí, mira que te lo diremos…”

Esa misma tarde, se acercó a mi habitación en el Hogar de Varones un muchacho grandote: Carlos Rodríguez, y me dijo:

–Mira, Pedrito, si yo encuentro al que ató la campana, lo mato, porque nos están acusando a Ricardo D’Argenio y a mí de haber atado la campana. Nos acusan porque somos los que tenemos la escalera, ya que estamos pintando ese edificio de aulas.

Entonces, le contesté:

−No lo mates, Carlitos, porque “ese” fui yo con otros compinches. Tranquilo… ahora voy y le cuento al preceptor que fuimos nosotros.