Sandokán - Emilio Salgari - E-Book

Sandokán E-Book

Emilio Salgari

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Beschreibung

El invencible Tigre de la Malasia es conocido por todos. Hay quienes le temen, quienes lo odian y quienes lo admiran. Esta vez ha caído en las trampas del amor. Tendrá que librar mil batallas, navegar los mares y enfrentar a los ejércitos enemigos.

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Salgari, Emilio

Sandokán : los tigres de Mompracem / Emilio Salgari ; adaptado por Katherine Martinez ; editado por Vanesa Rabotnikof. - 1a ed adaptada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Editorial Camino al sur, 2018.

192 p. ; 20 x 14 cm. - (Literatubers)

ISBN 978-987-47064-3-0

1. Novelas de Aventuras. I. Martinez, Katherine, adap. II. Rabotnikof, Vanesa, ed. III. Título.

CDD 853

© Editorial Camino al Sur, 2018

Guamini 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

Reservados todos los derechos.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial.

Impreso en la Argentina - Printed in Argentina

Primera edición: Enero de 2018

Idea y dirección editorial: Roxana Zapater

Edición: Katherine Martínez Enciso

Adaptación: Katherine Martínez Enciso

Diseño y diagramación: Estudio Cara o Cruz

Corrección: Vanesa Rabotnikof

Ilustraciones: Martín Morón

ISBN 978-987-47064-3-0

00 |Introducción a las aventuras en mar abierto

01 |Capítulo 1. Los piratas de Mompracem

02 |Capítulo 2. La travesía

03 |Capítulo 3. Labuán

04 |Capítulo 4. Amor y cura

05 |Capítulo 5. Mariana

06 |Capítulo 6. De cacería

07 |Capítulo 7. La traición

08 |Capítulo 8. La caza del pirata

09 |Capítulo 9. Giro Batol

10 |Capítulo 10. La canoa de Giro Batol

11 |Capítulo 11. Amor y llanto

12 |Capítulo 12. El soldado inglés

13 |Capítulo 13. La expedición contra Labuán

14 |Capítulo 14. La cita de medianoche

15 |Capítulo 15. Dos piratas en una estufa

16 |Capítulo 16. A través de la selva

17 |Capítulo 17. El prisionero

18 |Capítulo 18.Yáñez en la quinta

19 |Capítulo 19. La mujer del pirata

20 |Capítulo 20. El bombardeo

21 |Capítulo 21. Los prisioneros

22 |Capítulo 22. Yáñez

23 |Capítulo 23. La última batalla del Tigre

Poco a poco la presencia de los piratas en la literatura fue disminuyendo. Aun así, hay varios autores que, dentro de su obra, tienen algún título que nombra a estos héroes o villanos de los mares. Podemos encontrar en esta lista a un escritor como John Steinbeck (1902-1968), Premio Nobel de Literatura en 1962, con La taza de oro. También al uruguayo Alejandro Paternain (1933-2004), con su novela La cacería.

Seguramente has visto alguna de las películas de la Saga Piratas del Caribe. Pues bien, su director se inspiró en la novela En costas extrañas del autor estadounidense Tim Power, al igual que también inspiro la popular serie de videojuegos Monkey Island.

Aunque si hablamos de literatura infantil, también podemos ampliar la lista con títulos como: Mi hermana Clara y el tesoro de los piratas, de Dimitar Inkiow; El secreto de los piratas, de Helena Jurgens; El pirata Garrapata, de Juan Muñoz; La guarida de los piratas, de Cristina Lastrego y Francesco Testa; ¡Una de piratas!, de José Luis Alonso; Un baúl lleno de piratas, de Ana Rossetti; Piratas en la casa de al lado, de Peter Tabern; Finisterre y los piratas, de Gemma Lienas; La peña de los piratas, de Joaquim González, El verano de los piratas, de Teresa Broseta; Banderas negras sobre el cielo azul de Ricardo Mariño; Garfios, de Marcelo Birmajer; y Vidas piratas, de Martín Blasco.

GLOSARIO

Para conocer más sobre el mundo de los piratas

Canoa: embarcación de remo muy estrecha, comúnmente de una pieza, sin quilla y sin diferencia de forma entre proa y popa.

Carabina: es un arma de fuego similar al fusil, pero generalmente más corta y mucho menos pesada. Utilizada en situaciones de combate a distancias cortas, como la guerra urbana o en junglas.

Cimitarra: especie de sable de hoja curva y con un solo filo que se ensancha a partir de la empuñadura. Es originario de Oriente Medio.

Crucero: buque de guerra de gran velocidad y radio de acción, equipado con fuerte armamento. Utilizados en las flotas europeas.

Chalupa: embarcación pequeña que puede ser propulsada a remo. Normalmente se encuentra en la cubierta de embarcaciones más grandes y se utiliza a modo de rescate o para desembarco.

Junco: fue una de las embarcaciones características del mar de China. Se empleó tanto para la guerra como para el comercio. Sus velas son de tela gruesa unidas con juncos, lo que le daba mucha estabilidad y gran empuje. El timón era extraíble y más alto que en los barcos comunes, lo cual le permitía navegar en aguas poco profundas.

Kris: es una daga de hoja asimétrica, distintiva de los indígenas de Indonesia, Malasia, Brunéi, Tailandia meridional y las Filipinas meridionales. Es, a su vez, arma y objeto espiritual. A menudo, se considera que los krises tienen una esencia o presencia, y algunas cuchillas serían portadoras de buena o mala suerte para el que los posee.

Parao: embarcación con quilla profunda y más de una vela, originaria de Filipinas.

Popa: parte posterior de una embarcación.

Proa: parte delantera de una embarcación con la cual corta las aguas.

Quilla: pieza de madera o hierro que va de popa a proa por la parte inferior del barco y en la que se apoya toda su armazón. Queda sumergida bajo el agua.

Los piratas de Mompracem

La noche del 20 de diciembre de 1849, un fuerte huracán golpeó Mompracem. Esta era una isla salvaje y tenía mala fama pues era guarida de temibles piratas. Estaba situada en el mar de la Malasia, muy cerca de las costas de Borneo.

La tormenta era muy fuerte y el sonido de las olas se confundía con el ruido de los truenos. Nadie en la isla estaba despierto y solo se veía luz en la cima de una roca elevadísima donde brillaban dos ventanas intensamente iluminadas.

Era una amplia y sólida cabaña, sobre la cual ondeaba una bandera roja con una cabeza de tigre en el centro. Una de las habitaciones que daba al mar estaba iluminada. En el centro, había una alfombra persa con bordados de oro y, sobre esta, una mesa de madera con botellas y vasos del cristal. En las esquinas, se alzaban grandes vitrinas con innumerables tesoros. En medio del desorden, se veían elegantes vestidos femeninos, obras de pintores famosos y algunas armas.

Sentado en una silla coja estaba Sandokán. Era alto, musculoso y de una extraña belleza. Tenía largos cabellos negros, barba oscura y su rostro estaba ligeramente bronceado. Sus ojos negros y de mirada profunda obligaban a bajar la vista a todo el que se atreviera a mirarlo.

Un fuerte trueno hizo que se incorporara, acomodando en su cabeza el turbante azul adornado con un espléndido diamante. Luego, agudizó su oído para descubrir los ruidos que venían de afuera. Finalmente, se sentó a tocar el órgano y a esperar que el tiempo pasara, cuando, en la claridad de un relámpago, vio un barco pequeño que entraba en la bahía y salió a mirar de quién se trataba.

—¡Es él! —murmuró emocionado—. Ya era tiempo.

Cinco minutos después, un hombre envuelto en una capa que escurría agua se le acercó.

—¡Yáñez! —dijo el del turbante, abrazándolo.

—¡Sandokán! —exclamó el recién llegado, con marcadísimo acento extranjero—. ¡Qué noche infernal, hermano mío!

Entraron en la habitación. Se sentaron a la mesa y tomaron un trago. El recién llegado era un hombre portugués de unos treinta y cuatro años, un poco mayor que Sandokán, de estatura mediana y físico robusto.

—¿Viste a la muchacha de los cabellos de oro? —preguntó Sandokán con cierta emoción.

—No, pero he podido averiguar lo que quería saber.

—¿No fuiste a Labuán?

—Sí, pero ya sabes que es difícil el desembarco en esas costas, pues hay muchos cruceros ingleses vigilando. Pero te diré que la muchacha es maravillosamente bella, capaz de embrujar al pirata más formidable. Me han dicho que tiene rubios los cabellos, los ojos más azules que el mar y la piel blanca como la nieve. Algunos dicen que es hija de un lord y otros, que es nada menos que pariente del gobernador de Labuán.

Sandokán era el jefe de los feroces piratas de Mompracem. Era el hombre que libraba batallas terribles en todas partes, a quien todos llamaban Tigre de la Malasia.

—Yáñez —dijo—, ¿qué hacen los ingleses en Labuán?

—Se fortifican.

—Quizás traman algo contra mí.

—Eso creo.

—¡Pues que se atrevan a levantar un dedo contra mi isla de Mompracem! El Tigre los destruirá. Dime, ¿qué dicen de mí?

—Te odian tanto que perderían todos sus barcos con tal de poder ahorcarte. Hermanito mío, hace muchos años que vienes cometiendo asaltos. Todas las costas tienen recuerdos de tus invasiones; todas sus aldeas han sido saqueadas por ti y todos los fuertes tienen señales de tus balas.

—Es verdad, pero los hombres blancos han tenido la culpa. Ellos asesinaron a mi madre, a mis hermanos y hermanas. ¡Ahora los odio, sean españoles, holandeses, ingleses o portugueses, y me vengaré de ellos de un modo terrible! Así lo juré sobre los cadáveres de mi familia y mantendré mi juramento. Sí, he sido despiadado con mis enemigos. Sin embargo, también he sido generoso y justo con ellos.

Ante el malhumor de su amigo, Yáñez se dirigió hacia una puerta escondida tras una cortina.

—Buenas noches, hermanito —dijo.

Al oír estas palabras, Sandokán se estremeció y detuvo con un gesto al portugués.

—Quiero ir a Labuán, Yáñez.

—¡A Labuán, tú!

—¿Por qué te sorprendes?

—Porque es una locura ir a la madriguera de tus peores enemigos. ¡No tientes a la fortuna! Los ingleses no esperan otra cosa que tu muerte para destruir a todos los tuyos.

Sandokán se sobresaltó por un instante, pero bebió un sorbo de licor, y dijo con voz tranquila:

—Tienes razón, Yáñez. Sin embargo, mañana iré a Labuán. Una voz me dice que he de ver a la muchacha de los cabellos de oro. Y ahora, ¡a dormir, hermanito!

La travesía

A la mañana siguiente, Sandokán se alejó de su vivienda dispuesto a embarcar hacia Labuán. Iba vestido con traje de guerra: calzaba altas botas de cuero rojo, llevaba una casaca de terciopelo, también rojo, y anchos pantalones de seda azul. En el bolso portaba una carabina india de cañón largo; a la cintura, una pesada espada con la empuñadura de oro macizo, y atravesado en la faja, un kris, puñal de hoja ondulada y envenenada, arma favorita de los pueblos malayos.

Lentamente, descendió por una estrecha escalera abierta en la roca que conducía a la playa. Abajo lo esperaba Yáñez.

—Todo está dispuesto —dijo este—. Mandé a preparar los dos mejores barcos de nuestra flota.

—¿Y los hombres?

—Están en la playa con sus respectivos jefes. No tendrás más que escoger los mejores.

—¡Gracias, Yáñez!

—No me des las gracias. Quizá haya preparado tu ruina.

—¡No temas! Seré prudente. Apenas haya visto a esa muchacha, regresaré.

Llegaron al extremo de la playa, donde flotaban unos quince veleros de los llamados paraos. Trescientos hombres esperaban su voz para lanzarse a las naves como una legión de demonios y esparcir el terror por los mares de la Malasia.

Sandokán echó una mirada de complacencia a sus “tigrecitos”, como él los llamaba, y ordenó a cincuenta de ellos embarcar en dos de las naves. Sandokán dirigiría uno de los paraos y Giro Batol, el otro.

Sandokán saltó al barco. De la playa se elevó un grito entusiasta:

—¡Viva el Tigre de la Malasia!

—¡Zarpemos! —ordenó el pirata.

Los dos barcos con los cuales iba a emprender el Tigre su audaz expedición no eran corrientes. Sandokán y Yáñez habían modificado sus veleros para tener ventaja sobre las naves enemigas. Conservaron las inmensas velas, pero dieron mayores dimensiones y formas más esbeltas a los cascos, al propio tiempo que reforzaron sólidamente las proas. Además, eliminaron uno de los dos timones para facilitar el abordaje.

Después de varias horas en el mar, pasando el mediodía, de pronto, se oyó gritar desde lo alto del palo mayor:

—¡Nave a sotavento!

Sandokán lanzó una rápida mirada al puente de su barco, lugar desde donde se gobierna la nave, y otra al del que comandaba Giro Batol, y ordenó:

—¡Tigrecitos, a sus puestos!

Los piratas obedecieron rápidamente. Y Sandokán preguntó al pirata que estaba en lo alto del palo mayor:

—¿Qué más ves?

—La vela de un junco.

Al cabo de media hora, volvió a oírse la voz que venía de lo alto.

—¡Capitán! Creo que el junco nos ha visto y está virando.

—¡Giro Batol! ¡Impídele la fuga!

Un instante después se separaban los dos barcos para cerrar el paso al buque mercante.

En cuanto la tripulación del junco advirtió la presencia de los paraos, contra los cuales no podía competir en velocidad, se detuvo e izó una gran bandera. Al verla, Sandokán dio un salto adelante.

—¡La bandera del rajá Broocke, el exterminador de los piratas! —exclamó con acento de odio—. ¡Tigrecitos, al abordaje!

Un grito salvaje, feroz, se elevó en ambas tripulaciones, para quienes no era desconocida la fama del inglés James Broocke, convertido en rajá, es decir, en príncipe de Sarawack.

—¿Puedo comenzar? —preguntó Patán, apuntando con el cañón de proa.

—Sí, pero que no se pierda una sola bala.

Patán hizo fuego. El efecto fue instantáneo: el palo mayor del junco, agujereado en la base, osciló con violencia y cayó sobre cubierta con las velas y todas las cuerdas.

—¡Bravo, Patán! —gritó Sandokán.

Los dos buques corsarios recomenzaron la infernal música de balas, granadas y metralla, destrozando el junco y matando marineros, que se defendían desesperadamente a tiros de fusil.

—¡Valientes! —exclamó Sandokán—. ¡Son dignos de combatir con los tigres de la Malasia!

En pocos instantes, los barcos corsarios llegaron a los costados del junco. La nave de Sandokán lo abordó por babor y se lanzaron los arpeos de abordaje.

—¡Tigrecitos, al asalto! —gritó el terrible pirata.

Sandokán saltó sobre el puente del junco, y se precipitó entre los combatientes con esa temeridad loca que todos admiraban. Siguió combatiendo hasta que los siete sobrevivientes arrojaron las armas.

—¿Quién es el capitán? —preguntó Sandokán.

—Yo —respondió un chino, adelantándose.

—¡Eres un héroe y tus hombres son dignos de ti! —le dijo Sandokán—. Le dirás al rajá Broocke que un día cualquiera iré a anclar en la bahía de Sarawack y veremos si el exterminador de piratas es capaz de vencer a los míos.

Enseguida se quitó del cuello un collar de diamantes de gran valor y se lo dio al capitán.

—Toma, valiente. Siento haber destruido tu junco, que tan bien has sabido defender. Sin embargo, con estos diamantes, podrás comprar otros diez barcos nuevos.

—Pero, ¿quién es usted? —preguntó asombrado el capitán.

Sandokán le puso una mano en un hombro y le dijo:

—¡Yo soy el Tigre de la Malasia!

Y antes de que el capitán y sus marineros pudieran reaccionar, los piratas volvieron a bajar a sus naves.

—¿Qué ruta? —preguntó Patán.

El Tigre extendió el brazo al este y gritó:

—¡A Labuán!

Los barcos navegaron sin encontrar otra nave. La fama siniestra que gozaba el Tigre se había esparcido por esos mares y muy pocos barcos se aventuraban por ellos.

Hacia la medianoche por el este, donde el mar se confundía con el horizonte, apareció muy confusamente una sutil línea oscura.

—¡Labuán! —dijó el pirata, respirando como si le hubieran quitado un gran peso del corazón.

Labuán no era muy grande. Hacía muy poco habían fundado una ciudadela, Victoria, rodeada de algunos fortines construidos para impedir que la destruyeran los piratas de Mompracem, que varias veces habían devastado aquellas costas. El resto de la isla estaba cubierta de bosques espesísimos, todavía poblados de tigres.

Después de costear varios kilómetros de la isla, los dos paraos se introdujeron silenciosamente en un riachuelo cuyas orillas estaban cubiertas de espléndidos bosques. Remontaron la corriente y allí anclaron a la sombra de los árboles. Ningún crucero que recorriera la costa habría podido sospechar la presencia de los piratas en ese lugar.

Al mediodía, Sandokán desembarcó armado de su carabina y seguido por Patán. Había recorrido unos cuantos kilómetros, cuando oyó ladridos lejanos.

—Alguien está cazando —dijo—. Vamos a ver.

Muy pronto se encontraron frente a un negrito, que sujetaba un perro.

—Dime, esclavo, ¿has oído hablar de una joven a quien llaman la Perla de Labuán?

—¿Quién no la conoce en esta isla? Es el ángel bueno de Labuán, a quien todos adoran.

—¿Es hermosa?

—Creo que no hay mujer alguna que pueda igualarla.

Un fuerte estremecimiento de emoción agitó al Tigre de la Malasia.

—¿Dónde vive? —volvió a preguntar después de un breve silencio.

—A dos kilómetros de aquí, en medio de una pradera.

—Basta con eso. Vete, y si aprecias la vida, no vuelvas atrás.

Le dio un puñado de oro y se echó al pie de un árbol.

—Esperaremos la noche para espiar los alrededores —dijo.

Patán se tumbó a su lado, con la carabina en la mano. Hacia las siete de la tarde, resonó un cañonazo. Sandokán se puso de pie de un salto.

—¡Ven, Patán, volvamos a los barcos!

En menos de diez minutos, llegaron los otros piratas a la orilla del río. Todos sus hombres habían subido a bordo de los paraos.

—¿Qué sucede? —preguntó Sandokán subiendo al puente.

—Capitán, nos han descubierto —dijo Giro Batol—. Un crucero nos cierra el camino en la boca del río.