Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"No nacimos para hacer tareas repetitivas. Aunque nos resulten cómodas y cuanto más tiempo las hacemos, mejores nos creemos y más nos cuesta dejarlas. Esas tareas repetitivas son de la tecnología; las hicimos nosotros por unos milenios porque los robots no estaban listos, pero es hora de devolverlas. ¿Si odio las tareas repetitivas? Depende. Algunas me dan placer. Cocinar. Caminar en la naturaleza. Ir al gimnasio. Mentira, esta última no, pero me encantaría. Lo que odio es la sensación de desaprovechar recursos valiosos, personas que tienen mucho para dar, solamente por miedo a cambiar, por aferrarnos a éxitos pasados o porque siempre lo hicimos así. Pero, Leo, ¿estás desarrollando rebeldes en el trabajo? Hay dos formas de verlo, son rebeldes si la empresa quiere aferrarse al pasado. Son líderes, si entiende que debe cambiar", sostiene Leo Piccioli en Sé tu propio CEO. Este economista disruptivo, influencer y ex CEO, revela 16 conversaciones exclusivas con líderes de diversos ámbitos y nos entrega un método imprescindible para ganar más dinero y tiempo, y ser protagonistas del cambio en la era de la inteligencia artificial.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 311
Veröffentlichungsjahr: 2024
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
www.editorialelateneo.com.ar
/editorialelateneo
@editorialelateneo
A Dani, siempre inspirándome.
Buscar comida, reproducirse, descansar. Y volver a empezar. Buscar comida, reproducirse, descansar. Y volver a empezar. Hay quienes definen a cualquier animal —nosotros incluidos— como un vehículo para trasladar su ADN de una generación a otra. Sobrevivir es el nombre del juego.
Poco a poco, el Homo sapiens fue dedicando más tiempo a pensar; primero, creando herramientas rudimentarias; después, otras más avanzadas; eventualmente, cambiando su planeta y, dentro de poco, cambiando otros. Pero seguimos programados para sobrevivir.
Si sumamos milenios de esclavitud, lucha de clases y una educación necesaria para las tareas repetitivas de la Revolución Industrial, tenemos un cóctel en donde los que más usan su inteligencia no son los más inteligentes, sino los que tienen coraje y se animan a parar su hiperactividad, su programación. Y empiezan a pensar y actuar diferente.
“Diferente”, algo que antes equivalía casi a un insulto, es cada vez más una virtud.
“Pienso, luego existo” nunca fue tan cierto.
Yo ya sabía que el 30 % del tiempo que nos pagan es improductivo. Pero, en el caso de Martín, era más bien el 70 %. Siempre lo veía riendo, tomando mate, conversando con otros. No solo se distraía. Distraía a los demás. Como joven gerente general, me enojaba. Yo era el primero en llegar; él, de los últimos. Yo era el último en irme; él se escabullía entre dos mates mucho antes. Pero lo peor era que, si de casualidad pasaba cerca de su escritorio, ni se esforzaba por ocultar que estaba en Facebook en lugar de tener el CRM delante y estar vendiendo. Años después entendería que el problema éramos los demás.
—Le hace mal al equipo —le dije por esa época a la gerente de Recursos Humanos.
—Sí, ya sé. De hecho, su jefa no lo soporta más y estuvimos discutiendo si echarlo o no. Pero es el mejor vendedor de todos.
No podía creerlo. Al día siguiente, más calmado, quise profundizar:
—¿Cómo hacés para vender tanto?
Fui directo al grano, después de que los que rodeaban a Martín se sorprendieran, dejaran de compartir el mate y me miraran en silencio. Martín desplegó una serie de planillas de cálculo con macros, toda la información de los clientes y pedidos anteriores, y me mostró, en una hoja titulada “Martín, no te vayas sin hacer esto”, una serie de tareas que surgían automáticamente cada día. “Llamar a Pirulo a la mañana y ofrecerle tal cosa”, “Preguntarle a Mengano si le sirvió el pedido anterior” y muchas otras variantes. Martín había automatizado lo que desde Sistemas planeábamos hacer en dos años: saber qué hacer en el mejor momento para maximizar resultados con el menor esfuerzo.
Y lo íbamos a echar. Porque “diferente” molesta.
¿Había roto las reglas? Nadie le dijo que no podía automatizar… Pero había un área de Sistemas…
También por esa época, todos los lunes a la mañana enviábamos un reporte a la casa matriz, por pedido de Joe, un jefe que tuve. Los lunes, el día de la semana con más feriados. Por eso muchas veces salía el martes, pero un martes en particular nos olvidamos.
Al lunes siguiente nos dimos cuenta y decidí probar de no mandarlo.
No pasó nada.
Al tiempo, le pregunté a un jefe posterior a Joe si lo necesitaba. “¿De qué reporte estás hablando? No me interesa ver esa información tan seguido”, me respondió.
En un viaje me crucé con Joe y le pregunté… Me confesó que él tampoco lo miraba, que se había olvidado de habérmelo pedido. ¡Podríamos haberlo eliminado un año antes!
Algo parecido había pasado en el área de Administración, con un empleado que se encargaba de recibir faxes y tipearlos en el sistema. Nos caía bien a todos… Así que nadie se dio cuenta por varios meses de que ya no llegaban faxes. Tal vez nos avisó, pero a la mayoría de las empresas les cuesta escuchar.
Muchos años después, en esa cuarentena que nos hizo aprender tanto, una persona que trabajaba desde su casa para una multinacional me contó un secreto.
Sabrina —ese era su nombre— había conseguido un empleo en otra empresa, extranjera. Los dos remotos.
Dos sueldos, todos los meses. Y sus jefes estaban contentos.
Para la primera empresa hacía, básicamente, presentaciones. Era buena, pero no la mejor. Tampoco le gustaba mucho, pero, como dijo, “es lo que hay”.
Hasta que una amiga, diseñadora, le ofreció hacérselas. Arreglaron cómo trabajar, los honorarios, y las dos supercontentas empezaron sin contarle a nadie. Tampoco nadie le preguntó a Sabrina cómo habían mejorado tanto las presentaciones o cómo las hacía tanto más rápido.
Parte de lo que ganaba se lo pagaba a su diseñadora, pero seguía dando la cara, participando de las reuniones, haciéndose cargo. Y cuando se le cruzó otro trabajo de algo que le gustaba —no recuerdo qué era— lo aceptó.
Ahí hizo clic todo.
Ayudó ese momento de la cuarentena en donde, en masa, nos pusimos a hacer pan casero, de masa madre, valga la redundancia.
Hasta que nos dimos cuenta de que era mejor comprarlo. Pagarle a otro para que lo haga.
Me di cuenta de que todos nos enfrentamos a decisiones de “hacer” o “hacer hacer” todo el tiempo (hacer que otros hagan), decisiones de tercerizar o no.
Antes, con Martín, había entendido que toda tarea repetitiva se tiene que automatizar y que, si no automatiza el automatizador, automatizará otro.
Con ese bendito reporte —y con el chico de los faxes— aprendí que creamos tareas, procesos y hasta puestos demasiado fácilmente, y tenemos que eliminarlos.
Eliminar, Automatizar, Tercerizar:EAT.
Nunca me lo habían enseñado. Investigué y no encontré nada parecido, hasta que salió la biografía de Elon Musk escrita por Walter Isaacson, y describió “el Algoritmo”.
Claro: Eliminar, Automatizar, Tercerizar es eso, un algoritmo.
Tenía que compartirlo al mundo.
Pero antes, tenía que asegurarme de que no era de esas ideas de las que nos enamoramos, con las que publicamos libros (o charlas TED) “para cambiar el mundo”, que no cambian nada.
Tenía que meterme en la cabeza de otros, entender si lo que yo veía era algo general y si, realmente, aportaba valor. Por eso, dediqué mucho tiempo a entrevistar a distintos referentes del ámbito empresarial, CEO, gerentes, jefes, para conocer cómo vivían este algoritmo. También entrevisté a emprendedores, profesionales independientes, desde contadores hasta neurocientíficos, pasando por filósofos, gastroenterólogos, coaches y psicólogos, empleados variopintos, profesores universitarios. Cada uno de ellos compartió su visión, miedos, éxitos, fracasos y aprendizajes. En estas páginas, entonces, haré partícipes a los lectores de las conversaciones con cada uno de ellos en una suerte de diálogo simultáneo que trasciende tiempo y espacio.
Hablaremos de liderazgo, diferentes tipos de jefes, la capacidad de delegar, cuándo tercerizar, distintas actitudes de empleados, la gestión de recursos humanos, la inteligencia artificial, el potencial de la automatización del trabajo repetitivo, el aburrimiento laboral, el largo plazo, los cambios a futuro en el mundo del trabajo, el miedo a emprender, el miedo a cambiar, las habilidades que se valoran en el siglo XXI y muchísimos aspectos más.
Y todo estará vinculado.
El lector no solo encontrará puntos de vista variados, sino experiencias diversas, consejos a futuro e historias que me emocionaron.
Cada uno sabrá qué lo interpela.
“Tus lectores serán tan inteligentes como los trates”, suelo repetirme.
Invito, entonces, al lector, a la reflexión, a formularse preguntas, a ser curioso y, sobre todo, a abrazar que no exista una única respuesta.
Antes de invitar a los entrevistados, empiezo por mí. Detrás de toda historia de éxito se esconden, siempre, fracasos. Y siempre son más interesantes. Esta historia de éxito terminó en marzo de 1999, cuando mi mamá se suicidó.
Después de llegar de Austria a sus 4 años escapando de los nazis, se instaló con sus padres primero en Montevideo y luego en su destino final, Buenos Aires, pobres, con lo que pudieron llevarse. Era casi 1940.
Josef, el padre actor, sin hablar nada de español, no tenía mucho para aportar. Con el esfuerzo de Margarita —cosía— y de la comunidad judía, pudieron alquilar y sobrevivir.
Evelyn —así se llamaba mamá— fue siempre la mejor alumna, abanderada, exigente consigo y con los demás… Como con todos mis sietes, ochos y nueves, a los que siempre les faltó un poquito para el diez. Empezó a trabajar de muy joven: con sus amplios conocimientos de idioma (cinco) y del antiguo arte de teclear en una máquina de escribir (una especie de computadora e impresora, todo en uno), lo suyo era ser secretaria. Era muy buena y tenía una carrera atractiva por delante. Tan buena era que a sus 20 años le decían: “Ojalá hubiera otra como vos, Evelyn”.
Era, también, ambiciosa. Nunca sería pobre de nuevo, se había prometido.
Empezó con algunos contactos a proveer “pequeñas Evelyns”, secretarias competentes, por tiempo limitado. Cubrían licencias, proyectos especiales y cualquier otra cosa que una empresa necesitara. Así creó la primera empresa de personal temporario en la Argentina, Letter Service, con una socia. Lindo nombre. La empresa creció, abarcó otros rubros, y comenzaron a aparecer competidores. Al principio, casi como amigos. De hecho, siempre contó con orgullo que “los de Manpower me llevaron a Milwaukee a conocerlos”.
Se casó con un húngaro, de esos matrimonios que hacen a Buenos Aires tan especial, y nació mi hermano, quien luego sería psicólogo… De esas profesiones que surgen por ser Buenos Aires tan especial.
Se divorció y se casó con un italiano que había venido por trabajo en una corporación. Alberto nunca llegó a hablar bien el castellano. Se refería a mí en las reuniones de la escuela como “m’hico, Leonardo”. Lo sé porque me hacían burla por eso.
En los setenta, Evelyn empezó a alejarse del día a día de Activa Personal (así se llamó la empresa, después de varias iteraciones de sociedades anónimas, típicas en la Argentina), y Alberto fue tomando más responsabilidad.
Mamá, cansada de tantos años de esfuerzo, entrando en una depresión y en el alcoholismo, no podía seguir. Papá estaba en piloto automático: era un administrador. Iba todos los días, se sentaba en su despacho y la gente entraba a verlo. No tenía muchas reuniones pautadas. La verdad, a la distancia, no tengo la menor idea de qué hacía. Computadora no había, así que al Doom no podía jugar. Escribía, hacía cuentas. Lo suyo eran los números. “Dottore en Economía”, decía que era cuando se presentaba.
Mientras mamá se apagaba, las charlas en las cenas viraban un poco del trabajo, al bridge (“es un deporte, como el ajedrez”, me decían), a las peleas por lo que mamá sufría y papá no entendía.
Nadie entendía.
En los noventa la empresa empezó a fallar. Yo había comenzado mi carrera de licenciado en Economía después de hacer un largo curso de orientación profesional y terminar eligiendo lo que creí que había estudiado mi papá. La verdad, yo no tenía ni idea de qué hacer. Nada me atrapaba, al menos, nada tanto como programar y leer ciencia ficción, ambas cosas encerrado en el cuarto.
¿Qué resultados me dio el curso de orientación profesional? Actuario, publicista o economista.
Elegí economista, como papá.
Y me equivoqué mucho…, porque mi padre no era economista, cosa de la que me enteré cuando le pedí ayuda con Macroeconomía I. “Dottore en Economía” es el título que le dan a los contadores en la Universitá de Pisa.
Probé, entonces, mi camino de economista, escribiendo semanalmente en El Economista, hasta que me echaron. También trabajé con amigos, hoy economistas (algunos muy conocidos) haciendo planes de gobierno (para políticos). El de la Ciudad de Buenos Aires se implementó, en parte, en los noventa.
En la empresa, las cosas seguían empeorando. Perdíamos cerca de cien mil dólares al mes. Duró unos años, hasta que la situación fue imposible de sostener. Todos nos metimos a trabajar ahí. Mi hermano, su esposa, la que sería mi esposa, amigos del bridge. Todos.
Nada mejoró.
De casualidad, mi hermano conoció a alguien que podía querer comprar la empresa.
De casualidad, avanzamos.
De casualidad, la vendimos; hoy diría que fue la mejor decisión que podríamos haber tomado.
Parte del contrato era que “Leíto se quedaría un año trabajando en la nueva empresa”, algo innecesario, no deseado por el jefe que me impusieron y, eventualmente, odiado por mí.
Antes del año ya estaba con amigos en el proyecto que acababan de empezar, vender productos de papelería por internet.
Mi hermano siguió un tiempo, pero finalmente se alejó del trabajo temporario también.
Rompimos el mandato. ¿O la maldición?
Era 1998 y era el futuro. También el pasado, porque vendíamos papel de fax, disquetes, hasta papel carbónico y máquinas de escribir. Eléctricas, no como las que usaba mamá cuando empezó.