Sed de venganza - En la cama de su marido - Kathryn Ross - E-Book
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Sed de venganza - En la cama de su marido E-Book

Kathryn Ross

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Beschreibung

Sed de venganza Kathryn Ross Cat McKenzie iba a heredar una fortuna… y Nicholas Karamanlis tenía intención de llevársela a la cama y luego al altar para asegurarse de que el dinero no cayera en manos de su familia. Nicholas llevaba años esperando poder vengarse del padre de Cat, que había estado a punto de arruinarlo con un negocio fraudulento, y creía que Cat era tan mala como él. Cat nunca había conocido a un hombre tan poderoso y, cuando Nicholas le ofreció aquel negocio tan lucrativo, acompañado de un fin de semana en Venecia, no pudo resistirse. Lo que Nicholas no sospechaba era que Cat no era en absoluto como él creía… ¡empezando por el hecho de que era virgen! En la cama de su marido Helen Bianchin Cuando su matrimonio con el millonario Marcos Martínez llegó a su fin, Shannay volvió a casa con la esperanza de no volver a ver a su marido nunca más. Pero llevaba consigo un precioso secreto… Ahora, cuatro años después, Marcos había localizado a su esposa y había descubierto con profundo dolor que le había ocultado la existencia de su hija. Marcos decidió hacerle pagar tanta crueldad y ¿qué mejor manera de hacerlo que obligarla a volver al hogar conyugal?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 390 - julio 2019

© 2007 Kathryn Ross

Sed de venganza

Título original: The Greek Tycoon’s Innocent Mistress

© 2008 Helen Bianchin

En la cama de su marido

Título original: The Martinez Marriage Revenge

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-348-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Sed de venganza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

En la cama de su marido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

NICHOLAS Karamanlis no tardó en localizar a su presa. Aunque el salón de baile estaba repleto de invitados a la boda, él la vio enseguida. Estaba ligeramente apartada de la gente que se agolpaba entre la zona del bar y la pista de baile, y su aislamiento entre la multitud le llamó la atención.

Durante un rato se contentó con observarla desde el ventanal de la terraza. Las brillantes luces de discoteca giraban y esparcían su luz sobre la larga y rubia cabellera y la iluminaban con miles de tonos que se esparcían por su fina figura envuelta en un vestido verde y largo.

Ella se volvió y sus miradas se encontraron. Él quedó momentáneamente hechizado por su belleza. Las fotos que había tomado el detective privado no le hacían justicia.

Sostuvieron la mirada durante lo que pareció una eternidad y él sintió una repentina explosión de adrenalina. El hecho de que fuera deseable añadía un placentero atractivo a su tarea.

Cat desvió la mirada ante la llegada de sus amigos. Estaba acostumbrada a que los hombres la miraran, pero había algo distinto en la oscura e intensa mirada de ese hombre. No se trataba simplemente de que fuera guapísimo, sino de la manera en que la miraba, como un cazador que vigila a su presa. De repente se sintió vulnerable y, al mismo tiempo, sin aliento. Nunca se había sentido así, y eso la inquietaba. Incluso rodeada de sus amigos, sentía el fuerte latir del corazón, casi tan estruendoso como la batería de la orquesta.

Mientras intentaba pensar en otra cosa, bebió un sorbo de agua. Seguramente no era más que calor. Londres sufría una ola de calor y, a pesar de ser casi medianoche, y de que todas las puertas y ventanas del salón estaban abiertas, la temperatura rondaba los treinta grados.

También podía deberse a que, últimamente, se mostraba muy recelosa de los hombres. Cada vez que uno le dirigía la palabra, ella se preguntaba si habría sido enviado por su padre o su hermanastro. Era una locura, pero cuanto más se acercaba a su vigésimo primer cumpleaños, más fuerte era esa sensación de desconfianza y ansiedad. Faltaban tres meses para su cumpleaños y estaba impaciente por que pasara. Deseaba poder olvidarlo cuanto antes.

Pensó, con tristeza, que no debería sentirse así. Debería ser una fecha deseable, un momento de felices celebraciones en familia. De haber vivido su madre las cosas habrían sido diferentes, pero la única familia que le quedaba era su padre y su hermanastro, Michael, y lo único que les obsesionaba era la suma de dinero que heredaría ella si cumplía con los requisitos del testamento de su abuelo y se casaba antes de su cumpleaños. Ella no era más que un peón por lo que a ellos respectaba. Si movían la ficha hacia el matrimonio… jaque mate, y el dinero llegaría a raudales. Pero ella no iba a casarse por dinero, preferiría ir al infierno antes que seguirles el juego. Y se lo había dicho claramente, aunque ellos no habían prestado mucha atención.

¿Por qué no podía obsesionarse su padre con la felicidad de su hija? ¿Era demasiado pedir?

La pregunta despertó las sombras del pasado. Estaban en su interior y le hacían sentir la aguda soledad que la había acechado desde la niñez. Esa sensación no desaparecía nunca, ni siquiera en un salón lleno de personas. Era la maldición del dinero McKenzie.

–Oye, Cat, ¿te apetece bailar? –algunos de sus amigos la arrastraron hasta la pista de baile.

Agradecida por la interrupción, Cat se dejó llevar por ellos.

Durante unos minutos, ella consiguió olvidar y fue absorbida por la música. Estaba allí, junto al resto de los empleados de la compañía de publicidad en la que trabajaba desde hacía tres meses, para celebrar la boda de sus compañeros, Claire y Martin. La pareja se había casado en el Caribe la semana anterior y en esos momentos celebraban una fiesta en un lujoso hotel de Knightsbridge. Cat los veía en el centro de la pista, abrazados mientras bailaban lentamente, a pesar de que el ritmo de la música era muy animado.

«Así debería ser el amor», pensó Cat. A lo mejor algún día ella encontraría a alguien que le hiciera sentir así. Alguien que la amara, alguien en quien pudiera confiar. Un año antes, ella creyó haber encontrado a esa persona, Ryan Malone, atractivo y encantador, que, poco a poco la había hechizado y la había hecho pensar que era el definitivo. Después, descubrió que Ryan era socio de su hermano y que el único interés que tenía en casarse con ella era por la herencia. Aún dolía al recordarlo y, desde entonces, ella se había vuelto mucho más precavida con los hombres.

Ella se volvió y, sin querer, dirigió la mirada hacia la terraza, donde había estado ese hombre. Tenía la extraña sensación de que sus ojos seguían fijos en ella. Pero él no estaba allí, ni en ninguna parte. Era obvio que se lo había imaginado. Intentó rechazar esa sensación para concentrarse en la música, pero no lograba olvidar la oscura y profundamente intensa mirada.

Nicholas observaba a Cat desde su posición de ventaja. Bailaba bien, con movimientos ágiles y un ritmo natural muy sexy. Recordó haber oído una vez que si se baila bien, se es bueno en el sexo. A lo mejor podría verificar esa teoría más adelante. Ansiaba el momento de sentirla moverse sensualmente debajo de él. Poseer ese cuerpo curvilíneo iba a ser todo un placer.

Sin embargo, debía evitar precipitarse. Tenía que evaluar cuidadosamente la situación para averiguar quién se acercaba a ella. Quería saber si su padre o hermano tenían algún espía allí. Seguramente querrían proteger a la heredera de oro. Tenían tres meses para asegurarse la herencia. Él sabía que Cat era igual de avariciosa que el resto de la familia y, sin duda, los tres estarían decididos a poner sus manos sobre todo ese dinero.

Pues bien, Nicholas tenía otros planes. Mientras él viviera, no iba a permitir que tuvieran ese dinero. No serviría más que para provocar más destrucción.

La simple mención del apellido McKenzie le hacía estremecerse como si le hubiera mordido una serpiente. Carter McKenzie era una serpiente, un reptil sigiloso, manipulador y deshonesto. Ocho años antes, Nicholas había cometido el error de confiar en él. Carter le había mentido y engañado. Por su culpa, Nicholas había perdido mucho dinero intentando arreglar la situación, pero, lo que más le había enfurecido era que había estado a punto de perder algo mucho más importante que el dinero. Carter había intentado despojarlo de su reputación… y casi lo había conseguido.

Había aprendido la lección a la fuerza. Desde entonces, Nicholas había levantado un imperio que le había hecho más rico de lo que jamás había soñado, pero no había olvidado a su viejo enemigo. Se había tomado tiempo para observar y esperar su momento. Había comprobado que el hijo y la hija de Carter McKenzie eran idénticos a su padre. Michael McKenzie no era más que un artista de poca monta, y Catherine… les había financiado un negocio turbio tras otro y les igualaba en avaricia.

Según la información que tenía, no quedaba mucho dinero en el fondo del que ella había estado disponiendo y, sin el resto de la herencia McKenzie, no podría financiarles mucho tiempo más.

Nicholas soñaba con ese día, porque tenía intención de intervenir, seducir a Catherine McKenzie y recuperar lo que era suyo. Carter iba a lamentar haberse cruzado en su camino. La venganza iba a ser muy dulce.

Cat abandonó la pista de baile y, con discreta determinación, él la siguió, sorprendido al ver que se dirigía a toda prisa hacia la puerta principal. Parecía que, de repente, huyera de algo.

Instantes después, Cat se detuvo en el exterior. La calle estaba extrañamente desierta, incluso el portero que había estado de servicio horas antes se había marchado.

Lejos de la multitud, ella se sintió mejor, y le pareció absurdo el ataque de pánico que había sentido sobre la pista de baile. Por supuesto, nadie la vigilaba. Aun así, lo único que quería era volver a la seguridad de su piso.

Había una parada de taxis en la acera de enfrente, y ella había salido con la intención de subirse al primero y salir de allí, pero la parada estaba desierta. Aparte del sonido de las hojas de los árboles que se movían al compás de una suave brisa, sólo había silencio. Cat rebuscó en el bolso, sacó el móvil y llamó a un taxi. Después, se dirigió de nuevo hacia el hotel para esperar.

Al volverse, tropezó con un joven vestido con unos vaqueros y una camiseta. Durante un segundo, ella estuvo a punto de disculparse por no haberlo visto, pero, de repente, él la empujó bruscamente mientras agarraba su bolso y el móvil. Presa del pánico, Cat fue consciente de que sufría un atraco.

El teléfono fue arrancado con facilidad, pero ella se aferró instintivamente al bolso y se produjo un forcejeo. Todavía tuvo tiempo de ver su rostro antes de que el bolso le fuera arrancado y el joven saliera a la carrera. Sin embargo, no llegó muy lejos, pues un segundo después cayó pesadamente sobre la acera. Cat escuchó el golpe del cuerpo al caer, y el sonido del móvil y el contenido del bolso al esparcirse por el suelo.

Entonces vio una forma oscura que salía de las sombras. Alguien había atrapado al atracador.

–Yo no me la jugaría –dijo un hombre mientras pisaba la mano del joven que intentaba recuperar el bolso–. La policía está en camino.

El joven no esperó más. En un segundo estaba de pie y abandonaba el lugar a toda prisa, mientras sus pisadas resonaban en la calle desierta.

–¿Está bien? –el rescatador se agachó para recoger las pertenencias de Cat, y ella percibió la tranquilidad, y el ligero acento, en su voz profunda. Al ponerse en pie, ella vio perfectamente su rostro, iluminado por una farola. Unos oscuros e intensos ojos se encontraron con los suyos. Era el hombre que la había observado minutos antes.

Le calculó unos treinta y dos años. Su pelo era negro, espeso y liso. Era muy atractivo, pero no del modo habitual, más bien de un modo duro y peligroso. Todo en él, desde los negros ojos hasta los sensuales labios, hablaba de poder y control.

–Creo que sí –ella fue consciente de que él esperaba una respuesta–. Gracias por ayudarme.

–No debería haber forcejeado por el bolso, podría haberla lastimado –dijo él–. La vida es más importante que una simple posesión.

Tenía razón, y ella empezaba a darse cuenta de lo que podría haberle sucedido. Él le entregó el bolso, y la mano de Cat tembló ligeramente.

–Entremos en el hotel –dijo él con voz amable, aunque la agarraba el brazo con fuerza.

Cat no intentó resistirse y se dejó llevar de vuelta a la seguridad del hotel. Había una fuerza en él que la abrumaba, y el contacto de la mano sobre su piel le produjo un salvaje escalofrío. Era una sensación que no entendía. Al fin y al cabo, ya no corría peligro… ¿o sí?

–Señor Karamanlis, ¿va todo bien? –preguntó el recepcionista cuando entraron en el vestíbulo.

A Cat no le pasó desapercibido que conociera el apellido del hombre. También observó que, cada vez que hablaba, los empleados se ponían firmes. El gerente del hotel apareció, llamaron a la policía y, de repente, ella se encontró camino del ascensor.

–Puede esperar a la policía arriba, en mi suite privada.

No era una invitación, más bien una orden. La puerta del ascensor se cerró y se encontraron solos en el reducido espacio.

Ella lo miró a los ojos y, de nuevo, sintió una sensación de alerta. No conseguía identificar los sentimientos que él le provocaba. Era algo más que la habitual cautela que sentía frente a los hombres.

Cat no comprendía cómo un extraño podía producir tal efecto en ella. A lo mejor se debía al hecho de que era enormemente atractivo, al estilo mediterráneo. A lo mejor se debía al modo en que la miraba, como si intentara descifrar los secretos de su alma.

Él oprimió el botón de la última planta e iniciaron el ascenso en silencio. Nicholas la observó apoyar la cabeza contra el espejo. Parecía joven, pálida y frágil. Tenía unos ojos de un imposible color jade, que lo miraban fijamente.

No era lo que él había esperado, y eso le inquietaba. Jamás habría imaginado que sentiría la necesidad de protegerla, pero lo había sentido al devolverle sus pertenencias, y le irritaba ese momento de debilidad. Se trataba de la hija de Carter McKenzie, se recordó. Sabía bien que esa mujer era tan traicionera y astuta como el resto de su familia. Había leído los informes del detective, y no permitiría que ese aire de vulnerabilidad le distrajera de su misión de venganza.

–Es muy… amable por su parte –Cat rompió el silencio mientras intentaba recuperar la calma.

–Es un placer –dijo él con voz melosa.

¿Había un tono cínico en su expresión, o se lo había imaginado ella?

–Lo vi en la fiesta –dijo ella con los ojos entornados–. ¿Conoce a Martin y a Claire?

–No.

La sencillez de la respuesta hizo que el pánico se apoderara de ella. ¿Había acertado en su primera impresión? ¿Le había enviado su hermano?

–Entonces, ¿qué hacía en la fiesta?

–Puedo hacer lo que quiera, puesto que soy el dueño del hotel.

–Ah, ya veo –era lógico, dado ese aire de superioridad con el que se paseaba por allí. Ella se sintió como una estúpida por haber pensado que su hermano había tenido algo que ver. Si era el dueño de ese hotel, debía de ser un hombre muy rico y poderoso, y no la clase de persona que cumplía las órdenes de otro.

–Me llamo Nicholas Karamanlis –se presentó él mientras buscaba algún gesto de reconocimiento en el rostro de ella. Ocho años antes, él había sido socio de su padre y, aunque nunca se habían visto, a lo mejor el nombre le era familiar. Pero ella ni siquiera pestañeó.

–Cat McKenzie –dijo ella mientras le tendía la mano.

Él dudó antes de estrecharle la mano y, cuando lo hizo, provocó una descarga de escalofríos en el cuerpo de Cat.

Sus miradas se fundieron, y ella se preguntó si él habría notado la salvaje química sensual entre ellos, o si no era más que su imaginación.

Temblorosa, se soltó, aliviada al ver que se abrían las puertas del ascensor, liberándola de la intensidad de la situación.

Nicholas sonrió para sus adentros mientras la acompañaba hasta la suite. De momento, la noche iba viento en popa.

Era evidente que ella no tenía ni idea de quién era él.

Había planeado seducirla durante la semana siguiente, ya que sabía que su padre estaría fuera del país, lo que reducía el riesgo de ser descubierto. Pero, cuando el detective privado le informó de que Cat asistiría a la celebración de una boda en uno de sus hoteles, había decidido adelantar sus planes y, esa misma tarde, había llegado en avión desde Atenas.

Y en aquellos momentos se alegraba de haberse arriesgado. Además, había poco tiempo.

El ladrón había sido de lo más oportuno, y el inmenso atractivo de Cat, que había despertado su deseo de llevársela a la cama, no hacía sino mejorar la situación.

Vengarse iba a resultarle muy fácil.

El pez había mordido el anzuelo. Sólo quedaba tirar del sedal.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA SUITE de Nicholas parecía un ático. De diseño ultramoderno, los suelos eran de terrazo negro y los sofás, blancos y redondos, estaban situados para aprovechar la vista sobre Londres.

–Este lugar es fabuloso –dijo Cat, pegada a la ventana y mientras admiraba el jardín y la piscina.

–No está mal –admitió Nicholas, aunque la miraba a ella y no al paisaje. El vestido de seda verde se ajustaba a las finas curvas de su cuerpo, un cuerpo de lo más deseable. La fina cintura podría ser abarcada por sus grandes manos, y los pechos invitaban a que la boca de un hombre los explorara. Sólo con pensar en ello, Nicholas se excitó–. Tengo una suite así en cada uno de mis hoteles. Resulta útil por motivos profesionales aunque, como viajo tanto, apenas las utilizo.

–¿Y dónde se considera en casa? –ella lo miró con curiosidad.

–Tengo una casa en la isla de Creta –contestó él.

–Es griego –fue una observación, más que una pregunta–. Creta es un lugar hermoso.

–¿Ha estado allí?

–Sí, mi abuelo tenía una villa a las afueras de Xania y, de joven, pasaba las vacaciones allí.

Durante un instante, ella recordó la belleza de aquella mansión sobre el mar. Había adorado los veranos en aquel lugar, rodeada de amor y felicidad. Después ocurrió el accidente y su madre murió. Cat no tenía más de diez años, pero, desde el día en que el coche de su padre perdió el control en aquella carretera, su vida también había sufrido un vuelco. Y Creta había dejado de ser un lugar de felices recuerdos.

–¿Ha estado allí recientemente? –Nicholas percibió la seriedad del rostro de ella y, por algún motivo, sintió el impulso de consolarla y ahuyentar los oscuros nubarrones.

Cat no quería ni pensar en su visita el año anterior. Su padre le había obligado a avalar a su hermano en un ruinoso negocio. Al llegar allí, había descubierto que Michael había organizado deliberadamente una estafa, y ella había pasado una semana buscando a las personas a las que había timado para devolverles el dinero.

–Últimamente no tengo tiempo para vacaciones.

Nicholas percibió su vacilación. No le había mentido, simplemente había sorteado la verdad. Él sabía por sus fuentes que había vuelto a Creta el año anterior para apoyar económicamente a su hermano en uno de sus negocios. El detective privado había tomado fotos de sus visitas a las víctimas de la estafa. Poco después, y tras volver Cat a Londres, habían cometido una estafa aún mayor. Era algo que no debía olvidar. Ella era una auténtica McKenzie. Todos ellos parecían tener la costumbre de mentir por omisión.

Cat se sorprendió al percibir un destello en los oscuros ojos que la miraban fijamente y sintió un escalofrío, como si alguien se paseara sobre su tumba.

–Debería volver –dijo él mientras le daba la espalda. La ligereza en la voz contrastaba con la feroz intensidad de la mirada–.Voy a prepararme un whisky. ¿Le apetece tomar algo? –preguntó él–. Puede que un brandy, dicen que es bueno tras sufrir una impresión.

–No. Estoy bien, gracias.

–Deduzco que se encuentra mejor.

–Más que nada, me siento avergonzada.

–¿Avergonzada? –él arqueó una ceja.

–Por haber organizado todo este lío. Debería haberme ido a casa. No me han robado nada y la policía no podrá hacer gran cosa. Ese tipo ya estará lejos.

–Eso no tiene nada que ver. Si lo atrapan, evitarán que otra persona pase por lo mismo.

–Supongo que sí.

Ella lo contempló mientras él se servía una copa. El traje oscuro parecía caro y resaltaba sus anchos hombros. Cat no pudo evitar apreciar el impresionante físico de aquel hombre, fibroso y torneado, que daba la impresión de ser capaz de manejar cualquier situación.

No podía negar que le resultaba enormemente atractivo, pero no era su tipo. Tenía demasiado dinero y poder. Ella había crecido rodeada de riqueza y no le había gustado, ni le gustaba cómo transformaba a las personas. Sin duda era un tipo arrogante que siempre lograba lo que deseaba. Y tenía un aire peligroso que le hacía desconfiar intensamente en él.

El hombre parecía estudiarla atentamente y, aunque no la tocaba, ella fue repentinamente consciente de una cierta intimidad. Casi sentía los negros ojos recorrer su rostro y detenerse en los labios. Inconscientemente, Cat se los humedeció mientras el corazón se le aceleraba.

A medida que la mirada de él descendía, ella sintió endurecerse los pechos contra la seda del vestido. Era una sensación de lo más extraña. Por mucho que insistiera en que él no era su tipo, el cuerpo de Cat parecía hacer caso omiso. El ardor del deseo sexual crecía en su interior con feroz intensidad. Ella deseaba que la tocara… que la besara. En realidad, quería algo más. Deseaba compartir con él una intimidad que jamás había conocido. Era una locura.

–Me parece que le he hecho perder mucho tiempo –dijo ella tras tragar con dificultad y mientras rezaba para que su voz no revelara la ansiedad que sentía–. ¿Cuánto tardará en llegar la policía?

–Es viernes por la noche, y la llamada no fue de emergencia –él se encogió de hombros.

–Creo que debería irme –ella intentaba pensar racionalmente, pero sentía que el pánico la dominaba. Nicholas Karamanlis provocaba en ella un extraño efecto y, si se quedaba podría hacer algo que lamentaría más tarde. Al abrir el bolso se dio cuenta de que las llaves no estaban.

–¿Sucede algo? –Nicholas la miraba imperturbable mientras ella revolvía el bolso.

–¡Mis llaves no están!

–Recogí todo lo que había sobre la acera –dijo Nicholas con calma.

–¡No podré entrar en mi casa! Y no tengo llave de repuesto.

–Bueno… veamos. A primera hora de la mañana, puede hacer que cambien todas las cerraduras. Mientras tanto, puede quedarse aquí –la invitación sonó de lo más casual.

–Es muy amable por su parte –ella lo miró mientras él apuraba su copa–, pero sé que el hotel está completo. Algunos de mis compañeros intentaron reservar una habitación para esta noche.

–Me refería a que puede quedarse en mi suite –aclaró él mientras la miraba a los ojos.

La inocente sugerencia hizo que los sentimientos de ella se desbordaran.

Hubo un largo silencio durante el cual se palpaba la electricidad entre ellos. Cat observó que los ojos de él se posaban de nuevo sobre sus labios y el corazón volvió a latir descontrolado. ¿Cómo sería acostarse con ese hombre y que la besara y la tocara de manera íntima? La pregunta hizo que se acalorara y sintiera despertarse un intenso deseo de hallar la respuesta.

Apresuradamente, intentó controlarse. Cat era virgen. Le hubiera gustado decir que había elegido serlo hasta encontrar a la persona adecuada, pero la verdad era mucho más compleja. Lo cierto era que ningún hombre la había hecho sentir el deseo de entregársele por completo.

El único que casi lo había conseguido resultó que sólo iba tras su dinero y, afortunadamente, ella lo había descubierto antes. Después de aquello, le costaba confiar en los demás.

Pero ahí estaba, en la suite de un hotel a la una de la madrugada con un completo extraño, excitada tan sólo con la mirada de él, algo que ningún otro hombre había conseguido con caricias o besos. ¿Qué demonios le sucedía? No conocía a ese hombre y, aunque no pensaba que tuviera nada que ver con Michael o con su padre, podría estar casado y ser padre de familia.

–¿Me… está haciendo una proposición? –ella intentó aclarar delicadamente la situación mientras él le dedicaba una sonrisa burlona.

–Confieso que desde que la vi en la sala de fiestas deseé que nos acostáramos juntos.

Ella recordó el modo en que la había mirado antes. Sí, en sus ojos se reflejaba el macho depredador que marcaba a su presa. Ella lo había notado desde el principio y se había excitado. Ése era, en parte, el motivo de su miedo y de que abandonara precipitadamente la fiesta, como si la persiguiera el demonio.

Él alargó una mano y le acarició el rostro. Fue la caricia tierna de unos suaves dedos que se deslizaban por la suave piel. Después, esos dedos descendieron hasta el cuello de ella y levantaron su barbilla.

Los ojos de Nicholas estudiaron, hambrientos, el rostro de ella.

Por primera vez en su vida, Cat deseaba hacer una locura y acercarse a esos labios y esas manos que la invitaban a perderse. No entendía su propia reacción. Había tenido unos cuantos novios, pero jamás se había sentido así. Ni siquiera con Ryan había tenido problemas para evitar hacer el amor. En su fuero interno sospechaba que algo le sucedía, porque no era normal ser tan racional. Pero ese hombre, un hombre del que no sabía nada, despertaba en ella toda clase de salvajes sentimientos. Era extraño. Y preocupante. Sentía que perdía el control.

Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, Cat interrumpió el contacto con la mano del hombre y dio un paso atrás.

–No me acuesto con extraños –dijo mientras le sostenía la mirada con dificultad y los demonios en su interior gritaban que cometía un error.

–Entonces, puede que debiéramos conocernos… y pronto –él la miró con ojos burlones.

La mayoría de las mujeres se derretían cuando él las miraba. De hecho, no recordaba la última vez que una mujer lo había rechazado. Sin embargo, Cat sostuvo su mirada con determinación.

Nicholas tuvo que admitir que le gustaba ese destello en los ojos verdes, y se sorprendió al respetar su rechazo.

–¿Está casado? –ella lo miró fijamente a los ojos.

–No… aún no –la pregunta lo divirtió.

–¿Tiene pareja?

–¿Por qué? –dijo él mientras intentaba disimular una sonrisa–. ¿Le interesa mi proposición? –añadió mientras se cruzaba de brazos y apoyaba la espalda contra el ventana.

–¡No se equivoque! –ella se sintió irritada. Había acertado en su primera impresión sobre él. Era un hombre seguro y arrogante que siempre conseguía lo que deseaba y cuando lo deseaba–. Tengo la sensación de que tiene una mujer esperando en casa que se sentiría muy infeliz si conociera la proposición que me ha hecho.

–¿Qué le hace pensar algo así?

–Es un empresario rico… y no exento de atractivo. No hace falta ser un genio para pensar que seguramente tiene pareja y que sólo busca un poco de diversión para rellenar un hueco.

–Es muy desconfiada –dijo él con calma–. Y si me lo permite, no parece que tenga muy buena opinión de los empresarios no exentos de atractivo –había una cierta frialdad en el tono desenfadado que provocó un escalofrío en Cat.

Tenía razón. No confiaba fácilmente en ningún hombre, pero ¿por qué le costaba tanto rechazarle a él? ¿Por qué deseaba tanto sentir sus labios ardientes sobre la boca?

–Puede que tenga razón –ella se encogió de hombros–. A lo mejor he pecado de ingenua al acompañarle hasta esta suite, pero supuse que, tras ayudarme minutos antes, su ofrecimiento era de lo más caballeresco –concluyó ella con la barbilla levantada.

–Pues, para su información, no hay ninguna mujer esperándome en casa.

Cat fue consciente de sentirse más complacida de lo que debería. No tendría que importarle, porque no iba a acostarse con él. No perdería su virginidad en una noche loca con un extraño.

–Y, desgraciadamente, tengo mi lado caballeroso –dijo él con una amarga sonrisa y mientras señalaba hacia una puerta–. Está ahí. Y se llama habitación de invitados.

–¡Ah! –dijo ella, absorta en el tono burlón de la voz de Nicholas.

–De modo que la oferta sigue en pie.

–Gracias –ella sonrió, y la calidez de su sonrisa inundó la estancia.

Seguramente ensayaba esos gestos frente al espejo, reflexionó Nicholas.

–Siento mucho haber pensado mal de usted –añadió ella con dulzura.

–¿Se refiere a pensar que estaba casado y que buscaba algo de diversión? –él negó con la cabeza–. No se preocupe, no es el caso.

–Le agradezco de veras su ayuda esta noche –dijo ella sumisamente.

Seguramente su gesto era tan falso como la mirada de inocencia, pero actuaba muy bien. Él casi se sentía capaz de creer que estaba ante la personificación de la dulzura y la moralidad, y no de la bruja avara que había invertido miles de libras en la financiación de la estafa de su hermano.

Una bruja que no tenía derecho a ser tan hermosa.

El sonido del interfono les interrumpió, y Nicholas se acercó al estudio para contestar.

–Señor Karamanlis –sonó la voz del recepcionista–. La policía está aquí.

–Que suban –dijo él mientras le daba al interruptor.

Algo en el brillo de sus ojos hizo que Cat sintiera un escalofrío, aunque no estaba segura si era de aprensión o de deseo. Tendría que haberse marchado de allí de inmediato.

La sensación de caminar al filo de la navaja era excitante. Bastaría con tener cuidado.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

NICHOLAS escuchó la declaración de Cat ante la policía mientras a ella se le erizaba el vello de la nuca al sentir la negra mirada fija sobre su cuerpo.

¿Por qué se sentía como si la estuviera analizando? ¿Por qué sentía ese tirón de sensualidad, casi hostil, entre ellos cada vez que sus miradas se cruzaban? Al final fue incapaz de contestar a las preguntas del oficial, tan absorta estaba ante la poderosa presencia de Nicholas.

–Seguramente no ha sido más que una pérdida de tiempo –reflexionó ella algo más tarde cuando Nicholas volvió a la estancia tras haber despedido a los policías.

–No se crea, les dio una descripción bastante buena del asaltante –dijo él sin dejar de mirarla–. ¿Le apetece una última copa, o prefiere retirarse?

La pregunta provocó un violento golpeteo del corazón en el pecho de Cat.

No dejaba de preguntarse si se había puesto en ridículo al preguntarle descaradamente si estaba casado. Ella se avergonzó al recordar la respuesta de él: «¿Le interesa mi proposición?». Muy gracioso. Aunque, si su padre hubiera escuchado la conversación, se habría frotado las manos. Su padre la vendería al peor postor con tal de que Michael y él consiguieran lo que deseaban.

–Creo que voy a retirarme. Estoy bastante cansada.

Él asintió y la condujo hacia la puerta que había señalado poco antes.

–A la izquierda tiene un cuarto de baño –dijo él mientras le enseñaba la elegante habitación con una enorme cama de matrimonio–. Póngase cómoda.

–Gracias –ella se volvió y lo miró a los ojos, sintiendo una vez más la fuerza de la atracción en su interior–. Buenas noches –añadió.

–Buenas noches, Cat –él sonrió.

Nicholas era consciente de que la noche no había salido tan bien como él esperaba, y no era sólo porque ella no hubiese cedido en lo de acostarse con él. Era mucho más que eso. Era como enganchar un pez pequeño con el anzuelo y descubrir que podía ser arrastrado por él.

Volvió al salón y apuró su copa. Después, contempló distraídamente las luces de la ciudad.

Durante un segundo rememoró la suavidad de la piel de Cat, el modo en que lo había mirado con un dulce y ardiente calor. La deseaba con una urgencia que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.

Con el ceño fruncido, dejó el vaso en la mesa y se obligó a recordar con quién estaba tratando. El episodio de Creta el año anterior había sido especialmente desagradable. Si ponía sus manos sobre la herencia, sólo Dios sabía de lo que ella, y los hombres McKenzie, serían capaces.

Sin embargo, tuvo que reconocer que era muy sexy. Y también peligrosa, con el cuerpo de una sirena y esos ojos que invitaban al sexo.

Pero el sexo no era la finalidad, se recordó Nicholas con firmeza. Lo que él buscaba era la posesión total de esa mujer y, a través de ella, la venganza total sobre Carter McKenzie. La herencia se emplearía en alguna buena causa; él ya había pensado en un orfanato en Grecia.

De modo que se tomaría su tiempo para llevársela a la cama, pensó mientras apagaba las luces y se dirigía a su propio dormitorio. Su intuición le decía que, si intentaba forzar la situación, Cat se le escaparía de entre las manos, pero estaba seguro de que en poco tiempo lo tendría todo bajo control. Pronto ella sería suya, junto con la herencia McKenzie, un acuerdo muy satisfactorio.

Cat miraba el techo desde la enorme cama. Oía a Nicholas moverse por la suite y apagar las luces. A pesar del cansancio, no podía dormir. Las imágenes de la noche invadían su mente.

Algo no encajaba.

Volvió a ver al hombre que había intentado robarla cuando Nicholas Karamanlis hizo su aparición estelar. ¿Qué hacía él fuera del hotel?, se preguntó ella de repente.

Se giró y ahuecó la almohada mientras intentaba dormirse. ¿De verdad importaba el motivo por el que estuviese ahí fuera? La había ayudado, y eso era lo importante.

Cat cerró los ojos, pero en aquella ocasión el rostro que vio fue el de Nicholas. Los oscuros y brillantes ojos, la sensual curva de los labios. Era muy atractivo, pero no conseguía adivinar qué le hacía parecer tan peligroso. A lo mejor no era más que miedo por la atracción que sentía por él. Él no era la clase de hombre que ella quería.

Cuando se enamorara de alguien, sería de un hombre amable y sencillo. Quería una vida sencilla en la que ella y su compañero trabajaran duro para conseguir sus objetivos. Ése era su sueño. No deseaba los salvajes excesos del dinero, ni relacionarse con alguien sediento de poder que sólo viviera para sus negocios. Ella ya había vivido esa vida junto a su padre, y no le gustaba.

Por una extraña coincidencia, el hombre que la había ayudado, y que tanto la atraía, era de Creta, un lugar que guardaba la clave de muchas de las emociones que llevaba dentro.

«Debería volver», había sugerido él. Había vuelto a Creta el año anterior para ayudar a Michael, únicamente porque se había sentido obligado a hacerlo. Su padre siempre le hacía sentir culpable, y ella siempre acababa por entregarle a Michael un dinero que, en principio, había estado destinado a sus estudios.

Su hermanastro no causaba más que problemas, pero su padre era incapaz de verlo. Adoraba a su único hijo varón, y echaba la culpa de cualquier problema a los términos del testamento del abuelo, a ella, o a cualquiera excepto a Michael. Además, podría ser que el comportamiento de Michael se debiera a los términos de ese testamento. Cat aún se sentía culpable por el modo en que su abuelo había dispuesto las cosas, aunque no fuera culpa de ella.

Cat tenía diez años cuando descubrió que tenía un hermano seis meses más joven que ella. Cuatro meses después del entierro de su madre, su padre le anunció que se volvía a casar con una mujer llamada Julia. Después, le había presentado al hijo de Julia, Michael, como hijo suyo.

El descubrimiento la había conmocionado. Julia había sido amante de su padre durante once años, pero ella jamás había sospechado que hubiera problemas entre sus padres.

Su abuelo estaba furioso, y había dejado claro ante su hijo que no aprobaba la boda.

–Es una cazafortunas –había espetado el abuelo delante de toda la familia–. Sólo ha permanecido a tu lado por el lujo del que la rodeas gracias al dinero McKenzie, y ahora quiere más. Pero, si te casas con ella, no recibirás ni un céntimo más. Me aseguraré de ello. Cambiaré el testamento.

El padre de Cat había tomado sus palabras por una amenaza sin sentido. Al fin y al cabo, él era hijo único, ¿cómo podría su padre dejarle sin nada? Y su boda con Julia siguió adelante.

Durante los cuatro años anteriores a la muerte de su abuelo, su padre se había esforzado mucho por ganarse las simpatías del anciano. Se volcó en el negocio familiar y consiguió mucho dinero, con la esperanza de impresionar a su padre. Algunos de los negocios rozaban el límite de la legalidad, sin llegar a ser ilegales, aunque tampoco éticos, le había contado su abuelo.

El abuelo no se había sentido impresionado en absoluto, y había culpado a Julia de la naturaleza de los negocios. Pero lo cierto era que Julia había estado demasiado ocupada despilfarrando el dinero. No era mala mujer. Cat no la catalogaría como la madrastra del cuento. Simplemente no era maternal. Michael apenas despertaba su interés, y Cat mucho menos.

De modo que Cat había crecido en una casa llena de dinero, pero sin amor. Intentó hacer amistad con Michael, pero era un niño hosco y retraído. Fueron años de soledad, y Cat creyó que las cosas no podrían ir peor, hasta que su abuelo murió cuando ella tenía catorce años.

Jamás olvidaría el día en que se leyó el testamento, ni la furia que su lectura desató.

El abuelo dejó la propiedad de Creta y la de Londres a su hijo. Después, estipuló que los negocios debían ser vendidos y que el dinero, junto con el grueso de la fortuna McKenzie, depositado en un fondo a nombre de Cat. El resto del dinero, la menor parte, había sido ingresado en una cuenta para sus estudios. No había nada para el hermanastro.

Cat recordó haberse dirigido ingenuamente a su hermanastro diciéndole: «No te preocupes, Michael, te daré una parte del dinero cuando lo reciba». Jamás olvidaría la mirada, de puro odio, que recibió a modo de respuesta.

Su padre había vendido la casa de Creta e invertido el dinero en impugnar el testamento, pero sin éxito. Gerald McKenzie había estado en plena posesión de sus facultades, y ella heredaría la fortuna McKenzie el día de su vigésimo primer cumpleaños, pero sólo si a la fecha estaba casada. Si seguía soltera, el dinero sería depositado en un fondo hasta que cumpliera los treinta.

Los labios de Cat dibujaron una mueca. Ella no sabía por qué su abuelo había dispuesto esa cláusula en el testamento. Quizás pretendiera mortificar un poco más a su hijo y su nieto al proteger a Cat y su fortuna de sus avarientas zarpas durante algún tiempo. Cualquiera que fuera el motivo, Cat no quería el dinero. Estaba maldito y ya había causado daño suficiente. Poco después del último juicio, su madrastra había abandonado a su padre. Fue la lección final de cómo el dinero podía destrozar a las personas y, según Cat, podía pudrirse en el banco.

Sin embargo, su padre y Michael tenían otras ideas. No habían dejado de insistir en lo mal que estaba que ella lo tuviera todo. Y ella comprendía su punto de vista. Fue el sentimiento de culpa el que le hizo vaciar las cuentas destinadas a su educación para entregarle el dinero a Michael. Había pedido un préstamo y, con la ayuda de dos trabajos, se había costeado la universidad.

Mientras tanto, Michael se había metido en varios negocios inmobiliarios arriesgados. Ella nunca supo de qué tipo eran hasta que tuvo que ir a Creta para avalarlo. Al descubrir cómo había utilizado su dinero, se había sentido enferma.

Entre los dos hermanos se había producido una violenta discusión, alimentada por el resentimiento de Michael quien le había confesado que conocía a Ryan. A Cat no le costó mucho averiguar que todo había sido un montaje y, de inmediato, había cortado con su novio.

Estuvo varios meses sin dirigirle la palabra a su hermano, pero, en Navidad, Michael había aparecido en su casa, lleno de remordimientos por las cosas que había dicho y hecho.

Ella había aceptado sus disculpas por la tranquilidad de su padre y se alegró de que no quedara más dinero en las cuentas destinadas a su educación. Sin embargo, a tres meses de su cumpleaños, Michael volvía a dejarse caer por su piso y a hablarle del dinero en un tono cada vez más desesperado y furioso.

Su padre había telefoneado hacía unas semanas. «Le prometiste a Michael repartir la herencia con él», le había recordado secamente. «Tu hermano no lo ha tenido fácil».

A ella le hubiera gustado decirle que para ella tampoco había sido fácil y que tenía un trabajo honrado, y que no había estafado a nadie, pero se había mordido la lengua. Criticar a Michael no hacía más que alterar a su padre. Lo mejor era dejarlo pasar y mantener a los dos hombres a distancia. Pero sí le había dicho tajantemente que no se iba a casar próximamente, por lo que el tema del dinero quedaría aparcado durante nueve años más.

Desde entonces no había vuelto a saber nada de ninguno de los dos, pero tenía la horrible sospecha de que tramaban algo. Lo cierto era que Michael siempre había manejado a su padre. Y su padre también quería una parte de la herencia. Era tan frío y calculador como su hermano.

Después del cumpleaños, las cosas se calmarían de nuevo. Lo único que tenía que hacer era aguantar durante tres meses y evitar cualquier relación amorosa.

Pero, mientras cerraba los ojos de nuevo, otro problema la asaltó: el problema de la fuerte atracción que sentía hacia Nicholas Karamanlis.

Tenía que mantenerse alejada de ese hombre. A primera hora de la mañana se marcharía sin mirar atrás.

 

 

En cuanto salió del dormitorio a la mañana siguiente, Cat escuchó la profunda voz de Nicholas Karamanlis. Hablaba en griego y, por un momento, ella se sintió de nuevo en Creta, bajo el ardiente sol de los veranos de su infancia. Siguió el sonido de su voz y lo encontró en la terraza.

Estaba sentado junto a la mesa del desayuno. El mantel blanco y los cubiertos de plata relucían bajo el sol. Sin embargo, no había nada de comer sobre la mesa. Ante él tenía un montón de papeles y hablaba por el móvil. Cat no pudo evitar pensar que era el reflejo del empresario triunfador, con su traje oscuro y la camisa abierta.

A sus espaldas, la vista de Londres era aún más espectacular que durante la noche. Se veía el verdor del parque St. James y la curva azul del río Támesis.

Nicholas levantó la vista y sus miradas se fundieron. Aunque no quería admitirlo, Cat sintió de inmediato una oleada de atracción y deseo en su interior. La mirada de él se fijó en sus labios, lo que le provocó un mayor acaloramiento.

Él sonrió y le señaló una silla frente a la suya. Sin embargo, Cat no se movió de la puerta. Tenía la intención de esperar a que colgara el teléfono para agradecerle amablemente su hospitalidad y marcharse de allí. Tenía que salir de allí. Las señales de alarma que habían sonado en su mente toda la noche atronaban insistentemente en aquellos momentos.

Mientras hablaba, Nicholas la miraba como si la estuviera desnudando.

Apresuradamente, ella desvió la mirada e intentó fingir que admiraba la piscina y la terraza, pero era consciente de que los ojos de él seguían fijos en su cuerpo.

Se sentía fuera de lugar, vestida con el vestido largo de seda verde, como si hubiese acudido allí en calidad de dama de compañía.

Nicholas dio bruscamente por finalizada la llamada. Cat entendía el suficiente griego como para saber que él había prometido volver a llamar a su interlocutor.

–Perdóname, Cat. Se trataba de una importante llamada de negocios. ¿Qué tal has dormido?

–Muy bien, gracias –mintió ella con una sonrisa, porque lo cierto era que sus cavilaciones la habían mantenido despierta hasta altas horas de la madrugada.

–Siéntate a mi lado y desayunemos –dijo él mientras señalaba nuevamente la silla vacía.

–Si no te importa –dijo ella con firmeza–, tengo que localizar a un cerrajero para poder entrar en mi piso, y lo mejor es que me marche enseguida.

–Es una lástima. Quería hacerte unas preguntas sobre Goldstein Advertising. Trabajas allí, ¿no?

–Sí –dijo ella perpleja–. ¿Cómo lo sabes?

–No me costó mucho deducirlo. La mayoría de los asistentes a la fiesta de anoche trabaja allí.

–Supongo que sí –ella estaba desconcertada por el repentino giro en la conversación–. ¿Por qué te interesa Goldstein Advertising?

–¿Por qué puede interesarle la publicidad a un empresario? –él la miró fríamente. Era muy desconfiada, y las barreras que había sentido la noche anterior parecían haberse hecho más altas. ¿Por qué sería? A lo mejor había participado en tantos negocios sucios con su padre y hermano que daba por hecho que todo el mundo era tan retorcido como ella–. Mi última campaña la llevó Mondellio. A lo mejor la conoces. Estaba en varios de mis hoteles del Caribe. El lema era «Relájate con estilo».

–Sí, la vi –los ojos de Cat se abrieron desmesuradamente. ¿Era el dueño de esa cadena hotelera? Todos en el mundo de la publicidad habían visto la campaña que había despertado la envidia de la competencia–. Los anuncios eran buenos. Mondellio es muy respetada en el negocio.

–Tuvo mucho éxito –continuó Nicholas–, pero creo que es hora de cambiar.

A Cat se le despertó el instinto comercial. Si conseguía para su empresa una cuenta como la de Nicholas, sería un gran trampolín para su carrera.

La camarera apareció con el café.

–Claro que si tienes que marcharte… –concluyó Nicholas mientras se encogía de hombros–. De todos modos, lo de Goldstein no había sido más que una idea.

–Puedo quedarme unos minutos –dijo Cat mientras se dirigía a la mesa del desayuno.

Podría ser su golpe de suerte. Las cosas no le habían ido demasiado bien en la oficina. El sueldo no era malo, pero gran parte de él correspondía a bonificaciones, y ella sabía que las grandes cuentas eran entregadas a los favoritos. Era consciente de ser la nueva, pero tenía préstamos que devolver, y vivir en Londres era caro. Necesitaba demostrarles a sus jefes de lo que era capaz.

Nicholas recogió los papeles sobre la mesa mientras la camarera servía el café y le entregaba el menú a Cat, antes de retirarse discretamente. Le estaba resultando casi demasiado fácil. La perspectiva de un negocio lucrativo era algo a lo que ningún McKenzie podía resistirse.

Cat repasó el menú, pero no le apetecía pedir nada. Era incapaz de comer con la mirada de Nicholas clavada fijamente en ella. Su entusiasmo profesional había sido engullido por la presencia de aquel hombre. Tenía que haberse fiado de su instinto y largarse de allí. Podría haberle dado una cita para entrevistarse con ella en la oficina el lunes.

Claro que, a lo mejor en ese caso él no habría acudido, y no podía permitirse el lujo de desperdiciar una oportunidad así.

–¿En qué piensas exactamente al buscar otra agencia de publicidad? –dijo ella mientras dejaba el menú sobre la mesa.

–¿No quieres comer nada? –Nicholas ignoró deliberadamente la pregunta. En vez de venderse, Cat intentaba averiguar primero qué quería él. Reflejaba una aguda mente para los negocios.

–En realidad, Nicholas, no suelo comer mucho por las mañanas, pero te agradezco el café.