Dulce inocencia - Kathryn Ross - E-Book

Dulce inocencia E-Book

Kathryn Ross

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Seducirla sería su mayor venganza… Ganar dinero era la gran pasión de Damon Cyrenci… hasta que conoció a la bella y dulce Abbie Newland. Seducido por sus encantos, bajó la guardia… y tuvo que pagar un precio muy alto por ello: Abbie se lo llevó todo y mantuvo en secreto el hecho de que estaba embarazada de su hijo. Pero Damon no pensaba dejar que se saliera con la suya. La obligaría a someterse convirtiéndola en su esposa de conveniencia. Como madre de su hijo, Abbie sería su posesión más preciada…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 158

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Kathryn Ross

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulce inocencia, n.º 1900 - mayo 2019

Título original: The Italian’s Unwilling Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-894-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

LA PALABRA venganza resultaba muy fea. Damon Cyrenci prefería pensar en sus actos de manera más elemental. Sencillamente, tenía un gran sentido de la oportunidad y lo había aprovechado.

Que llevase un tiempo queriendo comprar la empresa Newland, y que al conseguirlo obtuviera más satisfacción personal que comprando cualquier otra, era irrelevante. Lo importante era que los días en los que John Newland arruinaba a sus competidores con sus sucias tretas estaban a punto de terminar.

Mientras la limusina atravesaba la calle principal, Damon observaba la puesta de sol en el cielo de Las Vegas. Aquélla era la ciudad en la que su padre lo había perdido todo. Y también era la ciudad en la que él había cometido el error de dejar que una mujer se le metiera en el corazón. Y le parecía lo más justo que fuese también el sitio en el que, por fin, consiguiera lo que quería.

Pasaron por delante del hotel Grand, del Caesar’s Palace, del New York New York… y cuando el rosa del cielo empezaba a volverse gris, el desierto se iluminó con un millón de luces.

La limusina se detuvo frente a la impresionante fachada del edificio Newland y Damon se permitió saborear el momento. Su objetivo estaba prácticamente conseguido. En unos minutos se vería cara a cara con John Newland y lo tendría exactamente donde siempre había querido tenerlo.

Entonces recordó la última vez que se habían visto. Qué diferente había sido entonces la reunión…

Dos años y medio atrás, John, que entonces era quien tenía un as en la manga, lo había recibido tras una impresionante mesa de despacho para negarle un aplazamiento en la apropiación del negocio de su padre.

Una semana, eso era todo lo que Damon necesitaba para recuperar valiosas posesiones a su nombre. Pero Newland se había mostrado inflexible.

–Yo no me dedico a hacer obras benéficas, Cyrenci. Me dedico a ganar dinero. Su padre debe entregarme inmediatamente las escrituras de todas sus propiedades. Claro que… –Newland se detuvo un momento–. Podría dejar que conservasen la casa familiar en Sicilia… con una condición.

–¿Qué condición? –había preguntado él.

–Que se aleje de mi hija y no vuelva a verla nunca.

Damon recordaba la furia que había sentido al oír eso, pero logró permanecer impasible.

–No pienso hacerlo.

Y fue entonces cuando John Newland se rió de él.

–Abbie le ha engañado bien, ¿verdad? Pues deje que le diga una cosa, Cyrenci: mi hija está acostumbrada a llevar un lujoso tren de vida… un tren de vida que usted no podría ofrecerle ahora que su negocio familiar se ha ido al garete. Y le aseguro que Abbie no seguirá interesada.

–Ése es un riesgo que estoy dispuesto a correr –replicó Damon.

John Newland se encogió de hombros.

–No tiene nada que hacer. Abbie sólo salió con usted para hacerme un favor. Necesitaba que me dejase en paz y ella era una distracción perfecta. ¿Cree que el fin de semana en Palm Springs fue un impulso repentino? Pues no, fue idea mía. Abbie sabía que necesitaba algún tiempo para redondear mi acuerdo con su padre y se alegró de poder ayudarme… claro que siempre que haya dinero, mi hija estará ahí. Créame, no seguirá con usted cuando el dinero se haya acabado.

El chófer abrió la puerta de la limusina, dejando entrar el calor de la noche, un calor casi tan intenso como la rabia que había sentido entonces. No fue difícil descubrir que, por una vez, John Newland estaba diciendo la verdad. Abbie sabía lo que tramaba su padre y lo había ayudado.

Como él, no era más que una tramposa, fría y egoísta.

Apartando de sí esos pensamientos, Damon bajó de la limusina.

Ésa fue una lección que no olvidaría nunca. Pero había logrado superarla y darle la vuelta a la situación.

La entrada del hotel-casino Newland era palaciega, con techos recubiertos de pan de oro y vidrieras que le daban el aire de una catedral. Sólo el sonido de las máquinas tragaperras revelaba la verdad.

Saludando con la cabeza a los empleados de recepción, se dirigió a los ascensores. Conocía bien el camino hasta el despacho de Newland. Aquél era el momento que llevaba tanto tiempo esperando.

John Newland estaba sentado al final de una larga mesa de caoba, su rostro en sombras. Tras él, un ventanal ofrecía una panorámica de Las Vegas brillando como un espejo en medio del desierto. Pero Damon no estaba interesado en eso.

–Creo que estaba esperándome –dijo, cerrando la puerta tras él.

Silencio.

Damon avanzó hasta que pudo ver claramente a su némesis: pelo gris, expresión seria. La última vez que se vieron, John Newland lo miraba con desdén. Ahora, en cambio, estaba pálido y había un rictus de aprensión en sus labios.

Resultaba difícil creer que aquel hombre fuese el padre de Abigail…

Recordaba el día que se conocieron, en la piscina del hotel. Recordaba su pelo rubio, las gotas de agua rodando por su piel morena, las sensacionales curvas bajo el diminuto bikini, la perfección de sus facciones, los grandes ojos azules, la suavidad de sus labios…

Cómo la había deseado.

El repentino recuerdo hizo que se acalorase.

–Llega temprano, Cyrenci. El consejo no se reunirá hasta dentro de media hora.

La tensa voz de John Newland devolvió a Damon al presente. Ya tendría tiempo más tarde para concentrarse en Abbie.

–Los dos sabemos que la reunión del consejo sólo es una formalidad –Damon dejó el maletín sobre la mesa–. El imperio Newland es mío.

John Newland se puso aún más pálido.

–Mira… Damon… hemos tenido nuestras diferencias en el pasado, pero espero que podamos dejar todo eso atrás y quizá llegar a un acuerdo aceptable para los dos –el tono brusco había sido reemplazado por uno de pura desesperación–. He hablado con varios miembros del consejo…

–Todo ha terminado –lo interrumpió él–. Y creo que debería aceptarlo de una vez.

–Pero tú podrías ayudarme si quisieras.

¿Estaba hablando en serio? Damon lo miró, incrédulo.

–¿Por qué iba a ayudarlo? Según sus propias palabras: soy un hombre de negocios, no me dedico a la caridad.

–Aún tengo fichas que mover –dijo Newland entonces.

–¿Por ejemplo? –Damon apenas lo escuchaba mientras sacaba del maletín la lista de propiedades de la compañía… propiedades que ahora eran suyas. Sabía que John Newland no tenía ninguna ficha que mover porque todas estaban allí, en su mano.

–Si no recuerdo mal, una vez estuviste enamorado de mi hija…

Damon lo fulminó con la mirada. No podía creer lo que estaba oyendo.

–De hecho, la deseabas de tal forma que estabas dispuesto a renunciar a la casa de tu familia en Italia por estar con ella –le recordó John Newland.

–Todos cometemos errores.

–La semana pasada Abbie cumplió veintiún años y te aseguro que ahora es aún más bella que antes –siguió el hombre–. Y su madre fue lady Annabel Redford. Abbie tiene contactos influyentes en Inglaterra que podrían abrirle las puertas a un empresario como tú.

–No estoy interesado.

–Yo creo que deberías estarlo. Y si yo hablase con ella…

–Abbie sigue haciendo todo lo que le pide papá, ¿no?

–Tengo cierta influencia, sí.

–No tiene usted nada –Damon puso la lista de propiedades sobre la mesa, delante de él, y señaló un nombre con el dedo–. Esto le pertenece a Abbie, ¿verdad? Establos Redford, Santa Lucía.

John Newland no contestó.

–¿Cree que Abbie lo ayudaría, John, cuando descubra que ya no puede llevar ese lujoso tren de vida por su culpa? Yo no lo creo. Como los dos sabemos, Abbie sólo es leal al mejor postor. Así que no creo que ni su hija ni usted estén en posición de negociar –siguió Damon–. Pero le aseguro que voy a revisar mi nueva propiedad con gran detalle. De hecho, mañana mismo me voy a Santa Lucía. ¿Quiere que le dé algún mensaje a su hija?

Newland se quedó en silencio un momento antes de levantar la cabeza.

–No, pero tengo uno para su hijo… dile que su abuelo le manda un beso.

Al ver el desconcierto reflejado en el rostro de Damon Cyrenci, John Newland sonrió, satisfecho.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA LA ESTACIÓN de los huracanes en Santa Lucía y los medios de comunicación habían advertido sobre ello. El huracán Michael, de categoría tres, iba ganando fuerza a medida que se acercaba y, según el informe del tiempo, llegaría a las costas de Santa Lucía en veinticuatro horas.

Pero, por el momento, el sol empezaba a ponerse en el horizonte y ni un soplo de viento movía las altas palmeras que rodeaban a los establos Redford.

Abbie, sin embargo, no se dejaba engañar por la aparente calma. El año anterior un huracán casi había destruido el tejado de los establos. Tardó mucho tiempo en repararlo y, económicamente, seguía acusando el desastre. No podría soportar otra catástrofe.

Así que había pasado la tarde preparándose para el huracán: clavando tablones frente a las ventanas, remachando el tejado…

Mucho después de que sus empleados hubieran vuelto a sus casas, seguía llevando herramientas al almacén.

–Abbie, tu padre ha vuelto a llamar –le gritó Jess desde el porche, con el niño en brazos–. Ha dejado otro mensaje en el contestador.

–Muy bien –Abbie se apartó el pelo de la cara. No tenía nada que decirle a su padre y no estaba interesada en sus mensajes, pero no podía dejar de preguntarse por qué habría vuelto a llamarla.

Cuando subió al porche Mario alargó los bracitos hacia ella y Abbie, riendo, tomó a su hijo en brazos, apretándolo contra su corazón y besando su carita sin parar. Mario tenía veintiún meses y era un niño precioso. Lo único que hacía su vida soportable.

–¿No tenías una cita esta noche, Jess? Venga, márchate de una vez.

–Si de verdad crees que puedes arreglártelas solas, me vendría estupendamente…

–Sí, claro. Ve y pásalo bien.

Jess, de dieciocho años, era su empleada más joven y también la más trabajadora. Además de ser una niñera capacitada y una soberbia amazona, la ayudaba en todo lo posible. En realidad, no sabría qué hacer sin ella.

Empezaba a hacerse de noche y los establos estaban en un solitario camino que llevaba hasta una cala desierta. Sus vecinos más cercanos vivían a varios kilómetros de distancia y pocos coches pasaban por allí. Normalmente no le importaba la soledad, al contrario. Pero cuando el jeep de Jess desapareció por el camino se sintió extrañamente aislada.

No era nada, el triste estado de ánimo se debía a la tormenta que estaba a punto de llegar, se dijo mientras entraba en la casa. Y a las llamadas de su padre.

En cuanto entró en el salón su mirada se dirigió hacia la lucecita parpadeante del contestador. Pero quisiera lo que quisiera, ella no estaba interesada. Metería a Mario en su cuna y borraría las llamadas más tarde, pensó mientras subía la escalera.

Cuando el niño se quedó dormido, Abbie salió de la habitación y se dirigió a su dormitorio.

Se había puesto una bata de seda y estaba a punto de bajar para tomar una copa de vino antes de irse a dormir cuando volvió a sonar el teléfono y, como siempre, ella dejó que saltara el contestador.

–Abbie, ¿dónde demonios estás? –oyó la airada voz de su padre–. ¿No has escuchado mis mensajes? Esto es importante.

Era raro que oír su voz la pusiera tan nerviosa. Seguramente serían tantos años de condicionamiento… de tener miedo a ignorar sus órdenes.

Pero se recordó a sí misma que su padre ya no dirigía su vida, que ya no podía hacerle daño.

–¿Me oyes, Abigail?

Seguramente querría hacerla volver a Las Vegas para que acudiese a alguna de sus fiestas. Esa idea la estremeció. Había escapado de esa vida dos años antes y su padre debería haberlo entendido de una vez. Sus tácticas amenazantes ya no funcionaban con ella. No pensaba volver.

Iba a desconectar el teléfono cuando lo oyó mencionar un nombre… un nombre que la dejó inmóvil. Un nombre que puso su mundo patas arriba.

Damon Cyrenci.

Llevaba tanto tiempo intentando borrar ese nombre de su cabeza, fingir que no había existido nunca… la única manera de hacerlo había sido trabajando a todas horas, cayendo agotada en la cama al final del día. Pero incluso así, a veces veía su atractivo rostro en sueños. Imaginaba que la acariciaba, veía sus labios aplastando los suyos…

Y despertaba con los ojos llenos de lágrimas.

–Lo he perdido todo, Abigail, todo. Damon Cyrenci se ha quedado con todo lo que poseía –estaba diciendo su padre–. Y eso incluye los establos de Santa Lucía porque son propiedad de la empresa.

Abbie intentó concentrarse en lo que estaba diciendo. Los establos eran de ella… ¿o no?

–Y va hacia Santa Lucía ahora mismo para hacerse cargo de la propiedad.

Esas palabras la golpearon con la fuerza de un huracán. ¡Damon iba hacia allí! Damon, el amor de su vida, el padre de su hijo, el único hombre al que se había entregado por completo.

A pesar del tiempo y la distancia había seguido anhelándolo y ése era un anhelo con el que había tenido que aprender a vivir.

Abbie se dejó caer en el sofá. Era eso o caer al suelo. Damon iba a Santa Lucía. Era lo único que podía pensar.

¿Cómo sería ahora? ¿Qué le diría? ¿Seguiría furioso con ella? ¿Qué diría cuando descubriese que tenía un hijo?

¿La habría perdonado?

Abbie enterró la cara entre las manos.

Recordaba el día que conoció a Damon. Recordaba que el calor de aquel soleado día no podía compararse con el calor que había en su mirada oscura. Era muy alto, más de metro noventa, y llevaba un traje de verano que le sentaba perfectamente a su físico atlético.

–Tú debes ser Abbie Newland –le había dicho a modo de saludo, su atractivo acento italiano añadiendo gasolina al fuego que se había encendido en su interior.

Tenía diez años más que ella. Siciliano, de pelo oscuro e intensos ojos castaños. Decir que era apuesto sería decir poco. Sencillamente, era el hombre más guapo que había visto nunca.

–Soy Damon Cyrenci. Tu padre me ha dicho que te encontraría aquí.

La desilusión de Abbie fue casi tan intensa como la atracción que sentía por él. Porque aquél era el hombre con el que su padre le había ordenado salir. Esa orden la había enfurecido, pero no podía negarse; su plan había sido mostrarse antipática. Entonces podría decirle a su padre que, a pesar de haber hecho lo que le había pedido, Damon Cyrenci no la había invitado a salir. Pero en cuanto clavó los ojos en el guapo siciliano, su cuerpo decidió que no estaba de acuerdo con esa idea.

–¿Quieres que tomemos una copa? –Damon señaló la barra del bar entre los árboles que rodeaban la piscina.

–Sí, bueno, pero sólo un rato –respondió ella–. No tengo mucho tiempo.

–¿Qué otra cosa tienes que hacer? –le había preguntado él, sonriendo. Era evidente que la creía una ociosa.

Y seguramente eso era lo que pensaba todo el mundo en Las Vegas, pero el comentario la molestó. Le habría gustado decirle que las apariencias podían ser engañosas, que estaba atrapada en una jaula de oro, obligada a acudir a las fiestas que organizaba su padre… pero no lo hizo. En cualquier caso, él no hubiera estado interesado. Y si su padre se enteraba, las consecuencias podrían ser devastadoras.

De modo que se encogió de hombros.

–Ah, claro, soy la niña mimada de un millonario, ¿qué otra cosa podría tener que hacer esta tarde? Aparte de tomar el sol, ir de compras o pasarme por el salón de belleza, claro.

Damon sonrió.

–Debe ser una vida muy dura.

–Lo es, pero alguien tiene que hacerlo.

Aunque había intentado parecer frívola, él debió notar que la había molestado porque, de repente, su tono se suavizó.

–¿Quieres que empecemos otra vez? Soy Damon Cyrenci y he venido a Las Vegas a negociar la venta de una cadena de restaurantes propiedad de mi padre.

Abbie miró la mano que le ofrecía y vaciló un momento antes de estrecharla. ¿Qué estaría tramando su padre?, se preguntó. ¿Obedecer sus órdenes sería perjudicial para alguien?

Entonces lo miró a los ojos y se dijo a sí misma que daba igual lo que estuviera tramando su padre, aquel hombre era más que capaz de cuidar de sí mismo.

–Abigail Newland –sonrió, estrechando su mano. Le gustó el roce de su piel. Y le gustó el cosquilleo que sintió al verlo sonreír.

Recordaba que habían cenado juntos esa noche y que Damon la había besado; un beso intenso, apasionado, ardiente.

Habían salido juntos durante cinco semanas y sus sentimientos por él empezaron a convertirse en algo profundo. Abbie apretó los puños al recordarlo porque, debido a la situación, sabía que se vería obligada a decirle adiós.

La red había sido tendida, pero fue ella quien quedó atrapada. Porque, en esas breves semanas, se había enamorado de Damon Cyrenci.

El teléfono sonó entonces interrumpiendo sus pensamientos y, de nuevo, esperó que saltase el contestador.

–Abbie, por favor, contesta…

No había hablado con su padre desde la muerte de su madre, dos años antes. Y, pasara lo que pasara, no pensaba hablar con él.

–Esto es una venganza, Abigail… y tú eres la siguiente en la lista de Cyrenci. Sabe lo que hiciste, sabe que fuiste cómplice en la destrucción de su padre. Pero, afortunadamente, yo sigo pensando por los dos. Le he hablado de Mario. Se puso furioso, pero el niño es nuestro as en la manga.