Señores del paisaje - Esther Pascua Echegaray - E-Book

Señores del paisaje E-Book

Esther Pascua Echegaray

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Beschreibung

Este libro es un estudio revisionista de ciertas asunciones de la historia económica, la historia social y la historia medieval cuando abordan el tema del pastoreo en España. La investigación cuestiona una narrativa dominante que sostiene que la actividad ganadera tuvo efectos negativos como la deforestación y el atraso de la agricultura española. En este libro se propone que los fundamentos comunitarios de la ganadería en la península Ibérica y sus usos colectivos sobre la tierra preservaron una demografía y una explotación sostenida de los montes hasta el siglo xvii que favoreció la reproducción de los pequeños ganaderos junto a los grandes y un paisaje de gran diversidad.

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Seitenzahl: 783

Veröffentlichungsjahr: 2013

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SEÑORES DEL PAISAJE

GANADERÍA Y RECURSOS NATURALES EN ARAGÓN,SIGLOS XIII-XVII

SEÑORES DEL PAISAJE

GANADERÍA Y RECURSOS NATURALESEN ARAGÓN, SIGLOS XIII-XVII

Esther Pascua Echegaray

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico,electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Del texto, la autora, 2012© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2012

Publicacions de la Universitat de Valènciahttp://puv.uv.espublicacions@uv.es

Ilustración de la cubierta: © Zenodot Verlagsgesellschaft mbH

(http://www.zeno.org/), bajo la Licencia de Documentación Libre GNU

(http://www.fsf.org/licensing/licenses/fdl.html).

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Fotocomposición, maquetación y corrección: Communico, C.B.

ISBN: 978-84-370-9215-7

A mi hija Paula y a la mujer que será un día.A todas las mujeres que sacan su trabajo adelante entrelavadoras, ir al colegio a por los hijos y preparar la cena;a todas aquellas, sobre todo, que lavan en el río,llevan el niño a la espalda o cocinan en el suelo

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

Consideraciones sobre Historia Medioambiental

Consideraciones sobre la ganadería medieval y moderna: algunas reflexiones historiográficas

Consideraciones sobre el Aragón preindustrial

Estructura del libro

PRIMERA PARTE: PAISAJES Y COMUNIDADES

LAS CATEGORÍAS SOCIOCULTURALES DE REPRESENTACIÓN DEL PAISAJE EN EL MUNDO RURAL MEDIEVAL

Documentación escrita y medio ambiente

Documentación regia y eclesiástica sobre ganadería

Documentación jurídica

Crónicas de viajeros

Comunal, comunales, ganadería y recursos naturales

SEGUNDA PARTE: COMUNIDADES Y RECURSOS NATURALES

INSTITUCIONES GANADERAS EN LOS VALLES PIRENAICOS

Economías de montaña

De la economía de montaña al plano

La organización de los valles del siglo XIV al XVI

Cambios de la Edad Moderna: arrendamientos, pestes y conflictos

Una comparación con las comunidades de aldea ibéricas

Concepciones y criterios de gestión medioambiental

EL VALLE DEL EBRO Y LA CASA DE GANADEROS DE ZARAGOZA

Comunidades y organizaciones en el valle del Ebro: los ligallos

La Casa de Ganaderos de Zaragoza: dehesa, manifestaciones y repartimientos

Cambios constitucionales del siglo XVII y medio ambiente

Concepciones y criterios de gestión medioambiental

TERCERA PARTE: RECURSOS NATURALES Y PAISAJE

GANADERÍA Y PAISAJES DE MONTAÑA EN PIRINEOS Y TERUEL

Paisajes culturales Transformaciones desde el Holoceno

Paisajes ganaderos pirenaicos

Paisaje ganaderos de Teruel y Albarracín

GANADERÍA, RECURSOS NATURALES Y PAISAJES EN ZARAGOZA

El tiempo en los paisajes de Zaragoza

Usos del suelo y conflictos por los recursos naturales tras la conquista cristiana

Recursos naturales y económicos bajo presión y recursos reproducidos

CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

MAPAS

APÉNDICES

AGRADECIMIENTOS

Durante los años de preparación de este libro he contraído muchas deudas, casi todas impagables. En primer lugar estoy profundamente agradecida a la Universidad de St. Andrews (Escocia), donde desde 1998 hasta el año 2008 realicé mi labor docente e investigadora, por la concesión de dos sabáticos. También al Art and Humanity Research Council, que me financió seis meses de sabático hasta completar un año, lo que me permitió concentrarme en la redacción de este libro. Son estos sistemas de ayudas a la investigación de los profesores lo que permite que la Universidad británica esté bien posicionada en Europa.

Asimismo, quiero mencionar aquí a mis compañeros del departamento de Historia Medieval de la Universidad de St. Andrews, a los que fueron y los que siguen allí (John, Simone, Chris, Hugh, Frances, Rob, Simon, Angus, Barbara, Julia, Angus y Tim), porque son unos tremendos profesionales docentes e investigadores, que siempre creyeron en mí y me apoyaron en todo momento. Gracias a Chris Smout por su consejo y confianza en mis primeros pasos en el mundo de la Historia Medioambiental. Quiero también agradecer la confianza de los evaluadores anónimos del AHRC, que escribieron informes tan positivos sobre mi proyecto.

Muchos colegas y amigos me han ayudado en este trabajo durante estos años. Juan Antonio Fernández Otal fue la primera persona que me animó a meterme en este lío de tema y muy amablemente me guió por Zaragoza. Armando Serrano, director del Archivo de la Casa de Ganaderos de Zaragoza, me facilitó el trabajo en todo momento y nunca protestó por tener que hacerme fotocopias de documentos o contestar a mis interminables preguntas. Ana y Juan Carlos de Guardería de Montes de Zaragoza me pasearon por los acampos zaragozanos con inmensa generosidad, pasión y conocimiento. Federico Fillat, del Instituto Pirenaico de Ecología de Jaca, con perspicacia y paciencia, me enseñó a mirar de otra manera el mundo del pastoreo y el valle de Broto.

Todos los que han contestado a mis correos electrónicos han colaborado con esta investigación: Luis Germán Zubero, Blas Valero, Antonio Peiró Arroyo, María Frutos Mejías y tantos otros que no puedo incluir en esta breve mención. No conozco a Pilar Faci, pero le quiero agradecer las horas de trabajo que me ahorró gracias a su tesis doctoral, en la que se transcriben muchísimos documentos de la primera mitad del siglo XVI. Otra mujer me hizo otro buen regalo: Penélope González-Sampériz, quien me resolvió numerosos problemas gracias a su interés por la dimensión histórica, palinológica y arqueológica de los paisajes aragoneses en su libro sobre el sector central del Ebro.

Por último, gracias a mi familia, aquella de la que vengo y la que yo he construido, por estar siempre a mi lado.

INTRODUCCIÓN

Este libro tiene un planteamiento revisionista de ciertas ideas de la historia económica, social y de la historia medieval de España que están particularmente arraigadas desde principios del siglo XX. Ideas que afectan a nuestra concepción del mundo pecuario y su influencia económica y ambiental en la Península Ibérica, que se sitúan en el inconsciente colectivo y que se siguen repitiendo década tras década. El giro historiográfico acaecido desde los años noventa anuncia que ha llegado el momento de ponerles coto. Este libro cuestiona varios argumentos: que los pastores eran bárbaros incendiarios cuyo único objetivo era abrir pastos para sus rebaños; que la Península Ibérica se deforestó en el siglo XV por la alianza de los Reyes Católicos y la Mesta; que los sistemas de uso y propiedad comunales fueron la causa del atraso económico español, y que la ganadería fue una actividad exclusiva o mayoritariamente propia de grandes propietarios. Si se combinan todos los enunciados mencionados para producir un argumento en positivo, debo decir que este libro defiende que los fundamentos comunitarios de la ganadería en la Península Ibérica y sus usos colectivos sobre la tierra preservaron una demografía y una explotación sostenida de los montes españoles hasta el siglo XVIII que favoreció la reproducción de los pequeños ganaderos junto a los grandes y un paisaje de gran biodiversidad.

Como suele suceder, la articulación de este enunciado se hizo a posteriori. Este conjunto de objeciones y esta hipótesis no fueron el detonante de esta investigación. Cuando inicié el proyecto de estudio de la ganadería medieval en Aragón, lo más llamativo fue la ausencia de menciones en los documentos sobre el mundo del pastoreo y sobre los paisajes en los que se desarrollaba. La documentación medieval, producida por una sociedad en la que la población estaba profundamente involucrada en la producción agraria y pecuaria, no describe los paisajes, solo los «nombra». Este libro surgió del intento de explicar por qué. En el largo y sinuoso camino para entender las construcciones culturales que toda sociedad hace de su entorno hubo que abordar muchos temas que hicieron que la hipótesis de trabajo se centrara en la relación entre percepciones mentales, grupos sociales y realidades medioambientales.

El estudio de caso es el reino de Aragón. Como fuente de información he utilizado exclusivamente las fuentes documentales. Con ellas se ha abordado el análisis de los efectos que las prácticas y las organizaciones ganaderas del reino de Aragón, concretamente de la Casa de Ganaderos de Zaragoza, tuvieron en el uso de los recursos naturales en la Edad Media y temprano moderna, es decir, desde el siglo XIII a 1700. No hay duda de las limitaciones metodológicas del trabajo. Soy la primera en reconocerlas, pues cuanto más avanzan las ciencias paleoambientales, más obvia se hace la idea de que se ha acabado el tiempo del historiador que trabaja en solitario en el estudio de los paisajes. Por ello, con este libro se pretende ofrecer un cuadro de la relación entre comunidades y su entorno que solo quedará completo cuando equipos de trabajo multidisciplinares aborden el mismo tema.

Antes de entrar en el primer capítulo, en el contenido propiamente dicho del libro, se van a comentar las implicaciones que han tenido los desarrollos historiográficos de tres temas conectados: historia del medio ambiente, pasado y presente de la ganadería, y dinámicas demográficas y económicas del Aragón preindustrial.

CONSIDERACIONES SOBRE HISTORIA MEDIOAMBIENTAL

La Historia Medioambiental surgió a finales de los años sesenta, hija de las preocupaciones por nuestros problemas ecológicos y político-militares, si bien tenía antecedentes culturales claros en las proclamas conservacionistas de las últimas décadas del siglo XIX, tanto en el mundo anglosajón como en América Latina (Worster, 1992; Guillermo Castro, 1996: 27-52). Las protestas y los programas pacifistas nacidos de los movimientos del 68 en Estados Unidos y Europa fracasaron en su intento de transformación política del Estado, pero arraigaron en los movimientos ecológicos, en la conciencia colectiva del mundo occidental y, por derivación, en el mundo académico. Desde los años ochenta, el análisis histórico sobre el medio ambiente cogió velocidad en las universidades para eclosionar como rama reconocible dentro de la disciplina de la historia desde los noventa (McNeill, 2003: 5-43). Las primeras asociaciones de Historia Medioambiental se fundaron en países jóvenes con mundos naturales indómitos y omnipresentes donde la colonización europea marcó fuertes contrastes entre economías tradicionales y desarrollo económico moderno. Este fue el caso de Estados Unidos, México, Australia o Sudáfrica. Junto a ellos, en otros países como Reino Unido o Alemania, la profunda urbanización y el desarrollo industrial supusieron una transformación del territorio y una cesura que definía un antes y un después en cuanto a la huella humana sobre el medio ambiente.

La Historia Medioambiental tiene una agenda genuinamente contemporánea que mira al pasado e interroga a sociedades cuyas percepciones de sí mismas y de su entorno, preocupaciones y decisiones distan mucho de las actuales. No es esta una posición nueva para el historiador, quien como observador del pasado y como actor en el presente se encuentra en el centro de una paradoja hermenéutica y heurística, sea cual sea el tema sobre el que se interroga. La complejidad, no obstante, se acentúa en este caso, pues nuestra «agenda ecológica» es tan ajena a los habitantes del pasado que el analista del presente no tiene ninguna versión que contrastar con la propia. La unilateralidad de una interpretación ethic se puede imponer de una manera tan rotunda y desequilibrada a favor de la mirada desde el presente que haga imposible cualquier diálogo con el pasado. La Historia Medioambiental tiene otros retos ante sí; si define como su objeto de estudio la reconstrucción de los paisajes del pasado, este afán descriptivo devalúa los objetivos teóricos de esta disciplina. Como consejera de políticas medioambientales se ve obligada a explicar la oportunidad o viabilidad de volver atrás y reconstruir los paisajes pasados: ¿preservar para qué? ¿A costa de qué comunidades o actividades económicas? ¿Restaurar hasta qué período histórico? (Head, 2000: 99-118). Si la Historia Medioambiental asume que las construcciones mentales y simbólicas que los grupos humanos hacen sobre el medio ambiente son el fundamento del uso que hacen de los recursos naturales, de los paisajes que crean, y que las sociedades son inseparables de la evolución del medio, tiene que dar respuesta a la cuestión de si existe un fundamento material de los paisajes (Arias Maldonado, 2008: 56-67).

La Historia Medioambiental va contestando lentamente estas y otras preguntas. En el camino, está ofreciendo reflexiones relevantes para el mundo del pensamiento occidental que, por otra parte, tiene un utillaje intelectual bastante pobre para pensar la relación entre seres humanos y naturaleza. Conceptos como cultura, naturaleza y paisaje son conceptos complejos que por primera vez están en fuerte revisión, en un intento por superar las polaridades del pensamiento dual grecolatino y cristiano (Head, 2000: 49; White, 1967: 1203-1207). Las relaciones mente-cuerpo en el mundo griego, así como creador-creación y humano-animal del dualismo cristiano han marcado múltiples categorías de análisis de la cultura occidental como la dicotomía entre paisajes naturales y culturales. Cuando la economía tomó cuerpo como rama del conocimiento en el siglo XVIII, vino a enterrar la idea del orden natural, físico y biológico como elemento referente y limitador de las actividades humanas.1

La Historia Medioambiental está deshaciendo estereotipos y lugares comunes que están muy extendidos en el pensamiento histórico y ecológico actual sobre el mundo natural. En primer lugar, esta historia, como ya hicieron la historia social y la arqueología espacial en su momento, niega que la metodología basada en el documento sea la única o la más cualificada fuente sobre el pasado. Los equipos multidisciplinares están demostrando las posibilidades de la reconstrucción paleoambiental al centrarse en microáreas, utilizando cronologías muy largas y llevando a cabo análisis combinados, valga de ejemplo, de arqueobotánica, arqueozoología, antracología, carpología, dendroclimatología, polen, microfósiles no polínicos y estudios estratigráficos, morfológicos y fisicoquímicos de paleosuelos (Matamala et al., 2005: 87-97). Los historiadores son un miembro más en la importante tarea de coordinar e integrar estos datos en una matriz global de interpretación de estos. En segundo lugar, la Historia Medioambiental ha impuesto la noción de que el entorno natural no es un escenario pasivo, sino un escenario que evoluciona por sí mismo con sus propias reglas, que por tanto influye de manera dinámica sobre las comunidades. No se puede ya hablar de la geografía como de un sustrato inamovible que se conoce y describe de una vez por todas.2 Por el contrario, el medio físico es un factor cambiante en el tiempo que interactúa con las sociedades produciendo diversos resultados.

La Historia Medioambiental ha deshecho uno de los mitos más arraigados de la cultura industrial del siglo XIX, la idea del «paisaje natural» como opuesto al orden humano. Esta disciplina ha revalorizado la idea de que no existen ni existieron paisajes prístinos, antiguos, naturales, que desde la Revolución industrial se han ido cargando con una categorización moral positiva. La Historia Medioambiental ha roto con la visión apocalíptica de algunos sectores del ecologismo demasiado dados a concebir a los seres humanos como agentes que disturban la naturaleza, cuando no la destruyen. El concepto anglosajón de «paisajes culturales» ha permitido entender que la interacción entre cultura y naturaleza es de doble dirección. Las nuevas técnicas de análisis paleoambiental desmienten el mito de la existencia de «paisajes naturales» y remotos (Head, 2000: 3-4). Cada día está más demostrado que no hubo un momento fundacional del paisaje europeo, ni por la Revolución industrial europea del siglo XIX, ni siquiera por la expansión cerealista de las comunidades campesinas medievales de los siglos XI al XIII o por la fuerte actividad del mundo romano sobre la cuenca Mediterránea. Desde que vemos emerger lo humano, con las comunidades de cazadores-recolectores prehistóricas, aparecen huellas de comunidades humanas sobre el paisaje.

Junto a esta idea se ha consolidado la concepción de que los paisajes preindustriales son paisajes «en conflicto» tanto como los actuales. Como en el campo de lo social, no hubo un pasado arcádico en el que la sociedad vivía en armónica relación con la naturaleza. No hubo expulsión del paraíso. La historia de la humanidad es la historia del cambio del medio ambiente, pues toda comunidad o sociedad actúa sobre la naturaleza al apropiarse de recursos naturales. Esta apropiación de recursos naturales se lleva a cabo en marcos de relaciones socioeconómicas y culturales desiguales entre grupos o comunidades que se identifican con fines o estrategias distintos, a veces contrapuestos. La definición de estos «intereses» es tan compleja como la propia sociedad e involucra elementos de tipo económico, político, social, identitario y emocional. La cercanía con la naturaleza y los animales en la que vivían las sociedades premodernas puede hacer pensar que los criterios de tipo «ecológico» podían predominar en sus determinaciones colectivas. Sin embargo, son otros los factores relevantes que determinaban la acción colectiva, principalmente el tipo y la fortaleza de los lazos entre las comunidades humanas. La toma de decisiones y la apropiación de recursos se hacían en el pasado, como se hacen hoy, en escenarios de antagonismo o conflicto entre los grupos protagonistas. En esta tensión entre colectivos, podían aparecer como un criterio de la acción social la oportunidad y/o las consecuencias de las decisiones sobre la naturaleza, pero este criterio nunca fue en el pasado, ni lo es actualmente, un criterio prioritario. La relación con la naturaleza no se organizará sobre nuevas bases hasta que no lo haga el mundo social (Castro Herrera, 1996: 14).

Como hija de la posmodernidad, la historia medioambiental no persigue «reconstruir paisajes» del pasado a la manera de la historia positivista. Si bien la naturaleza tiene una dimensión física, los paisajes y el medio ambiente son eminentemente una construcción social y cultural de las comunidades que los habitan (Worster, 1989: 1-10). Pero así como ellas habitan los paisajes, los paisajes también habitan en ellas. La percepción del paisaje de aquellos que lo habitan o de quienes lo visitan puede ser muy diversa, como han demostrado antropólogos, etnólogos, geógrafos culturales y la experiencia de cada uno de nosotros. Desiertos, montañas, islas o regiones heladas se representan como centrales en el imaginario de sus habitantes y como periféricos en el de sus observadores. Nuestra sociedad, como todas, tiene su propia representación de lo que es bello, valioso, sublime y único en cuanto a paisaje, y como tal de lo que merece la pena ser conservado y de lo que se puede destruir o cambiar. Las consecuencias de estas ideas puestas en circulación por la Historia Medioambiental para las políticas medioambientales presentes son, cuando menos, inquietantes, pues ponen en cuestión muchas de las asunciones más propias del mundo posindustrial y del ecologismo fundacional (Arias Maldonado, 2008: 303-309).

Estas preguntas no tienen fácil solución, ni posiblemente una única, pero representan algunos de los caminos por los que circula la mirada actual hacia el entorno natural.

Permanencia y cambio

Este libro intenta atender a fenómenos de permanencia en la interacción entre comunidades y su medioambiente. Las características estructurales de la orogenia y la botánica del paisaje de Aragón no cambiaron mucho durante el presente interglaciar, es decir, desde el Holoceno (10.000-9.000 BP) y apenas desde la llegada del Neolítico (7.000-5.000 BP) hasta la época moderna. Como veremos en próximos capítulos, paleoambientalistas y arqueólogos están demostrando esta permanencia en cuanto a paisajes y actividad antrópica, tanto en las montañas de Pirineos como en la zona central del valle del Ebro o Teruel.

De hecho, Aragón tiene todavía paisajes relictos. Es una región que no experimentó prácticamente la industrialización o desarrollos infraestructurales ni siquiera en el siglo XIX o incluso en el siglo XX. Zonas de las provincias de Huesca y Teruel han sido abandonadas por las sucesivas administraciones y su demografía y economía, basadas en el aprovechamiento ganadero, se han hundido. Excepto para el caso de Zaragoza, las pequeñas ciudades y aldeas del Pirineo se pierden entre valles y puertos; las villas del plano se arrumban alrededor del agua de los ríos y de laberínticos canales de riego en los que se plantan huertas, árboles frutales, vid y cereal, y donde abrevan pastores y rebaños dispersos; las montañas de Teruel languidecen entre los últimos pastores trashumantes y aprovechamientos madereros. No hay ningún período histórico que suponga un punto de inflexión, una cesura infranqueable, un antes y un después en la configuración del espacio aragonés, no, desde luego, en el largo período cronológico que va desde el siglo XI al siglo XVII que estudiamos. Ni a finales de la época Antigua, ni en la Edad Media, ni a finales de la Edad Moderna se dio ningún momento «fundacional» del paisaje aragonés. Cada período significó elementos de continuidad y ruptura, diferentes acentos, integraciones de elementos y resultados que son los que hay que identificar.

Este libro es también sobre el cambio. Usando una mirada diacrónica, se pretende intuir hacia dónde iban cambiando las comunidades y su relación con el medio ambiente. La historiografía actual ha abandonado la idea de que el mundo rural, con sus prácticas conservadoras y tradicionales, produce un paisaje agrario inmóvil (Orejas, 2006: 11-13). Tras el concepto de equilibrio ecológico que se asocia a estas sociedades se esconde la idea de que no experimentaron cambios y de que la historia es irrelevante (Netting, 1981: XIV). No hay duda de que allí donde las prácticas económicas han cambiado poco durante siglos y los fenómenos de degradación ambiental no son significativos puede considerarse que el equilibrio ecológico no favoreció cambios en el paisaje. Pero las apariencias engañan. La perspectiva histórica tiene que agudizar la sensibilidad para detectar esos momentos en los que, si todo parece idéntico, se han modificado los factores en la sombra que hacen que las comunidades cambien, con consecuencias para ellas mismas y para su acción sobre el entorno.

El caso que se estudia en este libro obliga más, si cabe, a prestar atención al cambio, pues nuestro objeto de estudio no es una aldea aislada en la montaña, una tribu en la selva tropical o un período histórico corto. Este trabajo incluye los valles del Pirineo y las comunidades de aldea de Teruel y Albarracín, pero se centra básicamente en la información proporcionada por una corporación urbana, concretamente de Zaragoza, inmersa en los conflictos políticos de un reino, en los circuitos comerciales del Ebro, en la confluencia de varias redes viarias y en los problemas sociales internos de una sociedad estamental durante cinco siglos. Como toda comunidad integrada dentro de estructuras económicas y sociopolíticas más amplias, sus cambios se desarrollaban en diversas direcciones.

CONSIDERACIONES SOBRE LA GANADERÍA MEDIEVAL Y MODERNA: ALGUNAS REFLEXIONES HISTORIOGRÁFICAS

Esta investigación se concreta en el estudio de la ganadería y, específicamente, en la relación entre esta actividad, el uso de los recursos naturales y la modelación del paisaje en un período largo de la historia.

El tema de la ganadería no es puntero en la producción historiográfica medioambiental actual, pero va despertando interés, pues se está convirtiendo en un problema en el presente que obliga a revisar la interpretación de su papel en el pasado (Pastor y Portela, 2003: 15-21). Para empezar, el tema está en el cruce de caminos de varias disciplinas cuyos paradigmas interpretativos están cambiando considerablemente en las tres últimas décadas.

Primero, la historia medieval. Hay muchos clichés en la historia de España, pero para los medievalistas uno de ellos es el de que la Península Ibérica se deforestó con los Reyes Católicos, a finales del siglo XV. La famosa ardilla que podía recorrer el país de norte a sur sin pisar el suelo tuvo mucha más fuerza simbólica de la que se esperaba. El argumento fue puesto en circulación definitivamente por el señero libro de Julius Klein (1994: 314-315, 328-329 y 355). Si bien su investigación estaba orientada a demostrar una tesis de economía política muy específica para la Península Ibérica y para Latinoamérica, el autor defendió de manera lateral que el apoyo incondicional de la monarquía a la organización de ganaderos más poderosa que se había creado en España, el Honrado Concejo de La Mesta, tuvo entre otros efectos negativos un uso abusivo de los recursos naturales.3 Como le parecía de sentido común al ilustre estudioso, el deambular de tres millones de ovejas por el territorio español desde el siglo XIII hasta el siglo XIX solo podía significar sobrepastoreo y solo podía tener un resultado negativo sobre la masa forestal del país, que en un pasado lejano debió de ser abundante. En 1926, ni Julius Klein ni nadie podía demostrar tamaña aseveración, ya fuera con la evidencia documental o con las tecnologías disponibles. La idea no era nueva. Los círculos ilustrados del norte de Europa tenían una visión muy peculiar, que se acentuó con el Romanticismo, de que el paisaje mediterráneo fue sufriendo un «declive constante» desde los brillantes tiempos clásicos hasta un presente de subdesarrollo económico y social. El medio ambiente, expuesto a la acción humana, se fue degradando en una región que acusa deficiencia de agua e incendios cada verano. El cliché se ha repetido hasta la actualidad.4

Aquel sentido común del americano no era ingenuo, y sin duda, como todos los estereotipos, respondía a una visión de la ganadería que Klein compartía con toda su generación. Una visión que tiene antiguos orígenes, pues su gestación se puede rastrear en los prejuicios de la civilidad del mundo romano, aquel mundo que asoció cultura a urbanismo y agricultura, y pastoreo a nomadismo y barbarie. Los autores romanos nos enseñaron a ver las principales características de los bárbaros germanos de los siglos IV y V como pastores nómadas (Wickham, 1985: 401-405). Desde entonces, los mongoles a caballo del siglo XIII relatados por los enviados papales a Karakorum, los indios de las praderas norteamericanas, los tuaregs del Sáhara, los esquimales del ártico o los pueblos pastores africanos han sufrido el desprecio de las sociedades agrícolas y sedentarias de Europa Occidental.

El rastro de esta concepción se filtra de manera subliminal en la mayoría de las investigaciones extranjeras o españolas que, como tema central o lateral, trataron el pastoreo en la Península Ibérica. A modo de ejemplo, en la década de los cuarenta, el geógrafo Estyn Evans, que en su trabajo sobre trashumancia mediterránea considera que el pastoralismo ha sido beneficioso para animales y seres humanos en regiones mal adaptadas a la agricultura, y al tratar la Mesta en España, dice, usando imágenes del lejano oeste o de planicies africanas: «Debemos imaginarnos grandes rebaños de ovejas y cabras pasando implacablemente, dos veces al año, por las polvorientas cañadas de la Meseta».5 Finney, en su tesis sobre ganadería en Zaragoza y Teruel, que parece entender bien otros aspectos de esta, forma una cadena sin solución de continuidad cuando se refiere al uso que hicieron los pastores de los recursos naturales: por culpa del pastoreo, el comunal no se cerró ni se mejoró, la tierra se despobló, los pastores monopolizaron el agua para sus animales, depredaron el bosque recogiendo tanta madera como necesitaban y posiblemente deforestando la tierra para pastos (Finney, 1991: 190. El destacado es mío).

En la actualidad, está habiendo significativos cambios interpretativos. De la mano de los altomedievalistas están apareciendo trabajos que usan fuentes arqueológicas y textuales para desentrañar las dinámicas económicas y sociales de comunidades ganaderas y su uso de los montes comunales, denotando la temprana y fuerte especialización y adaptación al medio de algunas de estas comunidades (Escalona Monge, 2001: 109-137). Por su parte, los bajomedievalistas van desvelando el peso real de la Mesta en las ganaderías locales y comarcales, y estimando con más precisión sus limitaciones para intervenir en la definición de los usos del terrazgo (Asenjo González, 2001: 71-107). El pastoreo trashumante es interpretado por la historiografía actual como una actividad adaptada a la climatología y orografía mediterráneas. Dadas unas condiciones ecológicas extremas de aridez y bajas temperaturas, demográficas de baja población y una economía política de guerra y botín, la ganadería permitió un aprovechamiento complementario de recursos.6 En España, los trabajos en los años noventa de García Martín, Martín Barriguete o Diago Hernando han planteado una imagen diferente de la Mesta. Por un lado se subraya que no fueron solo las prebendas políticas las que explican el éxito de la Mesta, sino también la viabilidad del pastoreo trashumante como actividad productiva. La idea de que esta corporación era todopoderosa como grupo de presión político sobre la Corona y que era una organización abusiva en el nivel municipal y eficiente en su funcionamiento se ha sustituido hoy por la idea de una Mesta acosada por constantes conflictos con comunidades recalcitrantes, pleitos de altos costes y que veía roturadas las infraestructuras necesarias para su funcionamiento (cañadas, abrevaderos y dehesas). La restauración de estos espacios para el pastoreo era difícil y costosa y generalmente la Mesta los perdió para siempre (García Martín, 1990; Martín Barriguete, 1987; Diago Hernando, 2002).

Si el medievalismo ha heredado estas categorías antiguas de nuestro acerbo cultural, la más directa heredera de esta visión ha sido la historia económica. Este es el segundo camino con el que se cruza la historiografía de la ganadería. Para el agrarismo español desde la Ilustración, el progreso económico radicaba en perseguir la expansión de la agricultura a expensas de la ganadería. El crecimiento agrario intensivo implicaba la expansión del ager, del regadío, de la plena propiedad y de los cercamientos. En este punto tenían igual opinión pensadores con distinto posicionamiento en sus proyectos sociales, como el padre Sarmiento, Olavide, Feijoó, Floridablanca, Campomanes y Jovellanos. El pensamiento dominante en el siglo XVIII hizo de la propiedad un derecho natural y de cualquier servidumbre o carga sobre ella una usurpación. Solo Floridablanca reconocía el derecho de las comunidades a que sus ganados usufructuasen las hierbas en heredades ajenas y defendía una práctica tradicional como la derrota de mieses (Sánchez Salazar, 2007: 240-241). Los usos colectivos se calificaban de irracionales, injustos, abusivos, nocivos y absurdos, abono para holgazanes, perezosos y vagabundos. La ganadería no generaba empleo en los pueblos y su mantenimiento del monte protegía las alimañas, lobos, zorras y langosta en el país (Anes, 1995: 99-102). Comunal y atraso económico se hicieron sinónimos, como se harían sinónimos comunal, ganadería y agotamiento de los recursos, pues lo que pertenecía a todos no era de nadie (Sánchez Salazar, 2007: 240-241).

El siglo XVII no fue de bonanza para la Mesta. El lanzamiento de las economías atlánticas y el marasmo de las mediterráneas implicaron la bajada de los precios de la lana, las sentencias judiciales se hicieron más desfavorables y en el interior de la organización se produjo la concentración definitiva de riqueza en manos de algunos propietarios. El proyecto de enajenación de baldíos de Felipe V a finales de la década de 1730 afectó a toda la sierra de la Meseta. Los serranos del norte perdieron los montes. La progresiva acotación de pastos y su arrendamiento rompía los usos comunales y obstaculizaba los caminos de la trashumancia y los pastos a los foráneos. Los campesinos atacaban las dehesas de los trashumantes alegando no tener tierra para labrar (Anes, 1995: 110). La práctica política de las reformas borbónicas siguió muy de cerca la teoría económica de la Ilustración, lo que llevó al abandono de las políticas proteccionistas desde el reinado de Carlos III. El Informe de la Ley Agraria de Jovellanos defendió el mercado de la tierra y la propiedad privada, lo que indirectamente atacaba los privilegios mesteños de posesión, tasa de pastos y prohibición de roturaciones. Los memoriales ajustados de 1771 y 1783 de Campomanes coincidieron en la necesidad de subordinar la ganadería a la agricultura (García Martín, 1993: 364). La Real Cédula de 15 de junio de 1788 fue la primera ley sobre cercados.

La reforma liberal agraria del siglo XIX tomó directamente de los ilustrados su concepción sobre comunales, cercados y ganadería y la envolvió en el brillante papel de la teoría económica de segundo rango: el progreso económico en el mundo rural pasaba por la clarificación de los derechos de propiedad; la parcelación del comunal en predios privados, a ser posible de gran extensión; la racionalización del parcelario; la puesta en cultivo de la tierra; la mecanización, y la comercialización del producto. Esto crearía una capa de propietarios incentivados que buscarían eficiencia y beneficio. Las nuevas concepciones sobre la conveniencia de la propiedad privada para el interés particular vendrían refrendadas pronto por un Estado que impondría su respeto como fundamento del orden social (Sánchez Salazar, 2007: 243). La fórmula era simplificadora pero exitosa, pues conectaba la idea del atraso económico directamente con el imaginario social tradicional del pastor ignorante.

La teoría se ha mostrado fracasada en muchas áreas del tercer mundo desde la segunda mitad del siglo XX y en varias regiones del mundo desarrollado, a la vez que la teoría e historia económica se renovaban profundamente en cuanto a objetivos y planteamientos desde principios de los años noventa. La Green economics se ha interesado por las economías marginales, por las emergentes y por las que «fracasaron» y no «crecieron» para comprender los fallos de los modelos y para integrar el factor ecológico en el análisis (Moreno Fernández, 2002: 49; Georgescu-Roegen, 1996; Martínez Alier y Schlüpmann, 1991). A pesar de ello, la presión de las corporaciones económicas y de las instituciones y los poderes públicos hace que nada de esto informe las políticas de desarrollo de los organismos internacionales.

Frente a estas dos visiones negativas, hay otras dos corrientes que se han acercado a la ganadería con otra mirada. Una es la visión romántica del mundo del pastoreo y de la trashumancia, pues se presenta como un universo material y cultural que se desvanece ante nuestros ojos. Es fácil establecer la relación entre una España urbanizada fruto de la emigración vertiginosa de los años sesenta por la mecanización del campo y el desmantelamiento de los pueblos y esta visión nostálgica del mundo rural. Los múltiples trabajos desde la etnología, la antropología y la etnoarqueología han intentado documentar y reconstruir la cultura material, las prácticas ganaderas y el universo cultural de estos grupos con unos resultados importantes para nuestra sociedad, que en medio siglo ha olvidado sus raíces rurales. En esta visión, el pastor aparece como un sujeto austero, adaptado al mundo en el que vivía y conocedor de sabidurías ancestrales y perdidas del paisaje, el clima y sus animales. En nuestra jerga actual, la imagen se traduce en un pastor que ejerce una actividad sostenible con su medio ambiente y no lo depreda. Si bien esta posición está tan connotada culturalmente como las anteriores, se ha argumentado, no sin razón, que la continuidad de las actividades de una institución como la Mesta, que estuvo activa desde 1273, e incluso antes, hasta 1836, fecha en que fue abolida, denota una capacidad de sostenimiento que no ha demostrado todavía el sistema capitalista.

La última línea de desarrollo historiográfico que nos interesa comentar nos lleva de lleno al mundo de la Historia Medioambiental, al bosque y a los problemas de la ganadería contemporánea. Al igual que en el caso de la historia económica y la etnología, la ingeniería de montes y forestal ha prestado a esta visión sus tintes científicos y experimentales. Para sus defensores, España es un país de tradición ganadera por su geografía y climatología, y solo la pujanza de esta actividad ha permitido poner en explotación grandes áreas de nuestra geografía y mantener su demografía. Algún ingeniero forestal ha llegado a identificar el estudio del aprovechamiento de los montes españoles con el estudio de la ganadería (Ortuño Pérez, 1999: 4).

El pastoreo es una actividad omnipresente en los montes españoles que ha creado un clímax vegetacional específico. De los aproximadamente 50 millones de hectáreas de la superficie total de España, durante los años cincuenta, 24 millones eran de montes; en la actualidad, son muchas más, ya que el monte bajo se ha extendido, y de ellas, 17 millones eran de montes pastables, es decir, un cuarto de la superficie total de España (Navarro Garnica, 1955: 10). El binomio cereal-ovino, que completaba el pasto del monte bajo con el barbecho y la rastrojera, es típico de la geografía española con 150.000 km2 de superficie de este paisaje (Ortuño Pérez, 1999: 31-37). Si consideramos juntos áreas forestales pastables, pastos, eriales, dehesas, prados, monte bajo y todas aquellas áreas de cultivos de uso temporal por los animales, como barbechos y rastrojos, además de las áreas cultivadas para plantas forrajeras, los usos ganaderos del terrazgo alcanzaban un 90% del total de la tierra (Ortuño Pérez, 1999: 4 y 12). Por tanto, la ganadería ha modelado amplios paisajes en la Península Ibérica, algunos tan especializados como las dehesas del suroeste español o los puertos de montaña en las sierras. Las cañadas en Castilla y cabañeras en Aragón han creado «cicatrices en el paisaje», en palabras de Fernand Braudel; 120.000 km de longitud en Castilla y 9.400 km en Aragón, caminos llenos de infraestructuras ganaderas (Braudel, 1972, I: 92; García Martín, 1993: 365-368; Fernández Otal, 2004: 30).

El monte español, excepto en algunas zonas de las franjas húmedas del Atlántico o del Mediterráneo, no es un bosque maderero. La mayor parte de monte en España se caracteriza por ser un monte abierto donde la producción maderable es secundaria con relación a la producción de pastos y leñas del tipo de las frondosas bajas (Quercus rotundifolia, Quercus ilex, Quercus pyrenaica, Quercus faginea o Quercus coccifera) y formas arbustivas de cierta talla de quejigos y melojos. El clímax de monte alto es de Quercetum en los mejores casos, y de resinosas en los más pobres (Navarro Garnica, 1955: 21). Las políticas públicas sobre el monte tienen una larga historia, más impactante en los dos últimos siglos, cuando han supuesto fuertes cambios tanto en la propiedad como en la gestión del bosque en cuanto a la privatización del suelo, explotación o protección de espacios naturales. A pesar de ello, debido a las condiciones climáticas, topográficas y edáficas, los usos ganaderos han sido los más omnipresentes y eficientes en gran parte de la Península Ibérica, con pocas alternativas a estos durante siglos (Jiménez Blanco, 2002: 141-181, Fillat y San Miguel, 1994: 2).

La historia, la arqueología y las ciencias medioambientales han llegado con cierto retraso al tema del mundo forestal y la ganadería, pero le han dado una dimensión histórica que no tenía hasta ahora.7 Desde los años noventa, la arqueología de montaña y de espacios pastorales se ha desarrollado exponencialmente intentando reconstruir los hábitats y asentamientos en altitudes superiores a los 1.600 metros con equipos multidisciplinares (Galop, 1998: 24-25; Leveau y Palet, 2002). Por su parte, la zooarqueología, la antracología y la palinología están dando impresionantes resultados en el estudio de la composición de los rebaños y la datación de chozas (Moreno García, 2001 y 2004; Rendu, 2003). En esta línea, los historiadores del mundo rural han empezado a interesarse por el bosque y por los espacios «marginales», en oposición a la tradición dominante, que estudiaba los asentamientos de aldeas y villas, las áreas cultivadas. Este giro en la historiografía fue enunciado por la profesora Monique Bourin, cuando afirmaba que los estudios agrarios, desde mediados de los años ochenta, empezaban a mostrar un verdadero y renovado interés por el saltus más que por el ager. En Francia, el estudio del parcelario, las centuriaciones y los campos de cultivo fueron una metodología puesta en marcha por el seminal libro de Marc Bloch. Esta perspectiva concibió el bosque y el baldío como un espacio pasivo, inmóvil, un suelo que se asalta, se rotura, se drena (Bourin, 2007: 179-181). La descriptiva del uso que hacían los campesinos y pastores medievales de su entorno natural y sobre todo del bosque partía de una idea «moderna» de progreso, que concebía a los campesinos como poblaciones ignorantes que ejercían una depredación insaciable de su medioambiente (Bourin, 2007: 181). Las propuestas actuales vuelven sus ojos de nuevo hacia el pasado, buscando respuestas a otras preguntas. Los problemas ecológicos de la ganadería intensiva actual miran hacia los sistemas tradicionales de crianza animal como sistemas más integrados con la naturaleza para intentar superar la paradoja entre sostenibilidad y crecimiento económico.

No es extraño. Los problemas ecológicos y alimentarios que producen los sistemas ganaderos intensivos actuales a nivel mundial han desencadenado informes de organismos internacionales que llaman la atención sobre la necesidad de un cambio. Desde mediados del siglo XX, el consumo de carne en el planeta se ha triplicado, la superficie pastada en el mundo es la mitad del total de la tierra, la población de animales domésticos triplica a la humana, consume el 38% del grano producido y una cantidad disparatada de agua (Informe de la FAO, 1966 y 2000). Los principales animales sobre los que se ha construido esta demanda cárnica son el cerdo y el pollo, cuyos regímenes de estabulación y crianza son deficitarios energéticamente. Los animales producen altos índices de contaminación de aguas subterráneas, de superficie y emisiones de CO2. En contraste, excepto en algunas regiones, los rebaños de ovejas casi han desaparecido.8 El fin de la ganadería extensiva ha implicado el abandono del ramoneo o la recogida de leñas, la disminución del abono de estiércol y la desaparición de las rozas, un sistema que facilitaba la preparación y germinación de ciertas especies. La distribución de la carga de animales en Europa está muy desequilibrada, con regiones que sufren todos los inconvenientes de la sobrecarga productiva y otras que se han hundido demográfica y económicamente. Las razas autóctonas se ven en peligro de desaparición o sufren un fuerte deterioro genético en todos los continentes (García Dory et al., 1999: 9-15).

La ecología del paisaje de sociedades tradicionales parece más eficiente que ineficiente, a pesar de sus retrasos tecnológicos o prácticas incorrectas. Estos sistemas producían menos enfermedades en los animales al soportar estos menos condiciones de estrés ambiental, hacinamiento y transporte. Su carne no estaba intoxicada por medicamentos. La mayor diversidad de razas permitía que los animales estuvieran mejor adaptados a su ecosistema. El sistema de cría producía menos contaminación, no requería materia prima producida para el alimento del ganado y tenía un bajo consumo energético y de recursos no renovables, pues renunciaba al uso de transportes costosos, rápidos y contaminantes, empleaba materiales locales, respetaba los ritmos naturales en cuanto al crecimiento de animales y plantas, podía producir a pequeña escala y sostenía familias y poblaciones enteras en zonas poco favorables para la agricultura (Ortuño Pérez, 1999: 2-4; Pallaruelo Campo, 1993: 1). Los organismos internacionales y estatales expertos en ganadería y los informes especializados de las últimas décadas proponen volver a integrar ganadería y agricultura, comunidades de productores y consumidores, abaratar los flujos de energía y de materiales, regenerar la fertilidad del suelo, devolviendo a la tierra lo que sobra, reintroducir la rotación agrícola, volver a la ganadería libre semiextensiva, diversificar el monocultivo y engrosar los ribazos, sotos y separaciones entre parcelas que pueden albergar pájaros e insectos beneficiosos (FAO, Informe sobre la ganadería mundial 2007, Informe Wupertal 2007, Bevilacqua 2006, Domínguez Martín, 2001: 39-52).

Algunos debates metodológicos y conceptuales

Alrededor de la cuenca del Mediterráneo, los desplazamientos de ganado entre ecologías complementarias fueron un fenómeno generalizado. En la Península Ibérica se dieron entre los concejos de la Meseta norte castellana y las áreas de invernada del sur de Castilla-La Mancha y Andalucía, también en otras regiones como entre el Ebro, los Pirineos, Teruel y el Moncayo, entre Albarracín y Teruel y Córdoba, o la costa Valenciana, entre los valles de Pirineos a ambos lados de la frontera, entre Navarra y Aragón. En el sur de Francia, se daba el mismo fenómeno en Provenza y Languedoc, entre Crau y Camargue y los Alpes. En la Península Itálica, el más famoso es el que se efectuaba entre las montañas del Abruzzo y la llanura de Apulia, pero igualmente se daban migraciones de rebaños entre los Apeninos toscanos y la llanura sienesa, entre la montaña de la Umbría y las Marcas y la llanura del Lazio. Movimientos parecidos se encontraban entre los montes y las llanuras dálmatas y en los Balcanes. En el Levante mediterráneo se ha identificado la existencia de un pastoreo seminómada que, combinado con cultivos de secano, sostuvo una economía de subsistencia desde la Edad de Bronce (Levy, 1983: 15).

Las rutas que recorría el ganado tienen diferentes nombres: cañadas en León y Castilla, cabañeras en Aragón, carrerades en Cataluña, drailles en el Languedoc, calles en la Italia romana y tratturi después, pero todos reflejan la complejidad y dimensiones de un fenómeno generalizado. ¿Cómo se explica esta ubicuidad? ¿Estaba causada por un paisaje y una ecología específicos, unas relaciones de propiedad, unas prácticas agropecuarias similares o unas condiciones políticas parecidas? ¿Eran estas migraciones de ganado idénticas o reflejaban fenómenos solo en apariencia iguales? La variedad de los sistemas ganaderos que se desarrollaban en torno al Mediterráneo, máxime si se incluye el norte africano, incluía desde el nomadismo y la trashumancia, la semitrashumancia, la trasterminancia y el seminomadismo hasta el ganado estante o riberiego. Los animales que se criaban eran igualmente variados: vacas, ovejas, cabras, camellos, mulas y caballos.

Por un lado, se hace difícil generalizar; por otro, las características generales son llamativas. El modelo dominante en la mitad norte del Mediterráneo ha sido el de la «trashumancia horizontal». A diferencia de lo que los geógrafos en los años cuarenta del siglo pasado denominaron «trashumancia vertical», el movimiento de rebaños desde el valle a la montaña típico de los Alpes y de Pirineos, en el Mediterráneo se daba una trashumancia entre latitudes diferentes bastante distanciadas (entre 150 y 800 kilómetros), con ganado ovino y caprino generalmente mezclado, que transitaba desde áreas de montaña de clima continental hacia zonas bajas de ecología semiárida. El modelo del sur de Europa se calificó también con otro término, el de «trashumancia inversa», pues en la mayoría de las regiones los ganaderos habitaban en las tierras altas y llevaban sus rebaños en invierno hacia las llanuras meridionales (Braudel, 1972: 155, Davies, 1940: 85-88).

Al profundizar en el tema del pastoreo se observa que estas categorías son problemáticas y la conceptualización bastante pobre. La primera causa de ello es, para empezar y una vez más, la falta de diálogo entre las disciplinas que han trabajado en torno al tema. La ganadería, y la trashumancia en concreto, ha atraído a especialistas de disciplinas como la geografía, la historia, la antropología, la economía, la etnografía y la arqueología. La falta de contacto entre los especialistas ha dificultado la posibilidad de clarificar y matizar los conceptos, de manera que cada especialidad tiene sus propias preguntas, terminología y objeciones (Jones, 2005: 357).

El estado actual de la historiografía sobre trashumancia ha dejado atrás una pregunta que tuvo sentido a principio del siglo XX en el marco de la fuerte influencia de la geografía humana de la escuela francesa sobre la historia. La trashumancia era un ejemplo de la capacidad de la geografía en la determinación de las prácticas sociales. Así, las «reglas de la naturaleza» explicaban la uniformidad de usos y costumbres alrededor del Mediterráneo. Los patrones de trashumancia horizontal reflejaban las limitaciones geográficas de regiones que tenían inviernos o veranos excesivamente duros y que hacían inviable la cría continuada del ganado. La migración con los rebaños permitía una explotación perfecta del óptimo vegetacional en ambas zonas. Para las áreas alpinas, la geografía volvía a ser la única capaz de explicar la coherencia de prácticas ancestrales adaptadas a un nicho ecológico extremo. La yuxtaposición de diferentes condiciones de temperatura, humedad y vegetaciones a diferentes alturas implicaba que el movimiento altitudinal del ganado era equivalente a un movimiento latitudinal. La subida paulatina y ordenada de los diferentes animales a los puertos en verano, dejando espacio para las labores agrícolas, en unas zonas donde no había tierra suficiente para el cultivo, parecía un ejemplo perfecto de adaptación ecológica (Davies, 1941: 156-157).

Actualmente, el debate no está situado donde lo tenían los poderosos geógrafos históricos de principios del siglo XX. Desde los años setenta surgieron diversas objeciones al determinismo geográfico de estos primeros años. El principal argumento fue que no se dan sistemas de trashumancia en todas las geografías que tienen ecologías similares a las mediterráneas o de montaña; ni siquiera se ha practicado en todos los tiempos en dichas regiones (Cleary, 1988: 37). Se puede aceptar que el medio ambiente dicta los usos de la tierra, pero las formas de acceso y posesión de esta, su distribución, su significado económico, social y cultural, los niveles tecnológicos, las decisiones en momentos de escasez o excedente, las formas de asegurar la cooperación, de resolver los conflictos y los criterios de gestión son hechos culturales, sociales y políticos (Netting, 1981: 14). Los marcos político-militares y judiciales nada tienen que ver con la tierra y las condiciones climáticas, sin embargo son particularmente importantes para el desarrollo de una actividad como la trashumancia, pues determinan unas condiciones y unos costes de la producción en términos de seguridad, impuestos, sentencias y acceso a mercados (Marino, 1988: 16). La trashumancia es un sistema complejo en cuya explicación intervienen varios factores. En resumen, las formas por las que una sociedad se adapta a su nicho ecológico son estrategias de naturaleza variada, no solo medioambiental, lo que explica que grupos diversos reaccionen de manera diferente ante un mismo ecosistema (Cool & Wolf, 1974; Rosenberg, 1988: 3-4).

Otro debate candente en el siglo pasado, sobre todo entre prehistoriadores, fue el origen de la economía pastoral. Se ha discutido, sin llegar a conclusiones claras, si el pastoreo fue un estadio primitivo previo al desarrollo de la agricultura o si, por el contrario, la expansión de la agricultura se produjo primero y la progresiva ocupación del terrazgo provocó que sectores de la comunidad se segregaran, se asentaran en otras zonas y se especializaran en el pastoreo (Sherratt, 1981: 261-305). El debate, si bien ya antiguo, permitió afinar en las diferencias entre grupos que parecen similares pero no lo son, por ejemplo entre pueblos cazadores-recolectores, nómadas y trashumantes. Los sistemas de abastecimiento, los motivos que gobiernan sus movimientos, los patrones de estos, la generación de asentamientos y la complejidad de su tecnología son distintos en estos tres grupos. Los recolectores están centrados en los recursos de agua, planean sus movimientos siguiendo un patrón de consumo y están familiarizados con todo el espectro de recursos naturales. Los nómadas tienen un patrón de movimientos que se orienta a la reproducción de sus ganados y discriminan a la hora de contabilizar los recursos en los que se interesan, solo pastos y agua (Cribbs, 1991: 20-21). La historiografía hasta los años cuarenta del siglo XX asumía que la trashumancia era un paso avanzado en la evolución del nomadismo. Sin embargo, hay varios rasgos cualitativos que diferencian la naturaleza de una y otra práctica. Los pueblos nómadas suelen ocupar ecologías áridas, no tienen lugares de habitación fija, tienen una cultura material móvil y reducida, siguen recorridos cambiantes en sus movimientos dependiendo de la riqueza de los pastos en cada temporada, sus rebaños son pequeños y no producen para el mercado sino para la subsistencia, utilizando todos los recursos posibles del animal, si bien pueden reorientarse hacia el mercado muy fácilmente en condiciones favorables.

La trashumancia se caracteriza por la existencia de un recorrido fijo que une pastos en dos ecologías diferentes de verano e invierno. Suele implicar un cierto grado de agricultura intensiva y, por lo tanto, no es propia de áreas marginales áridas sino de zonas de confluencia climática. No se trasladan en las migraciones todos los miembros de la comunidad sino solo aquellos relacionados con el ganado. Frecuentemente mantienen asentamientos estables en sus lugares de origen y ocupan siempre las mismas cabañas e infraestructuras en los lugares de destino. Sostienen una economía especializada de lana o de carne, sin desaprovechar otros recursos del animal, siendo el cultivo y la pesca parte de sus actividades. Su cultura material es rica (Evans, 1940: 172; Davies, 1941: 155-168, Jones, 2005: 358). La trashumancia ha permitido mantener a los rebaños en unas condiciones ideales de temperatura moderada en los momentos de máximo crecimiento de hierba en dos ecologías complementarias, de montaña y de valle, evitando heladas y sequías. El sistema es capaz de aprovechar la aparición y floración de todas las plantas que surgen en determinados meses en distintas altitudes y latitudes (Fillat, Fanlo, Chocarro y Goded, 1993: 18). Las cabañas son mucho mayores que las de los nómadas. Otro clásico de los debates ha sido el de la tensión o enfrentamiento entre pastores y agricultores. Los altomedievalistas encuentran ya el enfrentamiento en el siglo X, cuando los grandes monasterios benedictinos se hicieron señores de ganado frente a las comunidades de campesinos (Pastor, 1980: 135-171). Quienes estudian el siglo XII han apuntado hacia este siglo como el momento clave en el asalto de los caballeros a la tierra del alfoz en los concejos de frontera y la dedicación de esta a sus rebaños de ovino en régimen comunal frente a los pecheros agricultores de realengo y de señorío (López Rodríguez, 1989: 63-94; Monsalvo Antón, 2007: 141-177). La Baja Edad Media se interpreta igualmente en términos de enfrentamiento entre ambos colectivos, sobre todo desde la aparición de asociaciones de ganaderos poderosas e institucionalizadas como la Mesta. Los modernistas tienden a señalar el siglo XVI como el momento de conflicto entre agricultores y pastores, con la definitiva extensión del cereal, y, por último, algunos consideran el siglo XVIII como el momento clave, cuando las condiciones del mercado internacional y de especialización en la producción de la lana revitalizaron esta actividad en lo que eran ya extensas tierras colonizadas a la agricultura (Bernal, 1996: 461-472).

Parece que habría que matizar más a la hora de abordar este tema. Pastoreo y agricultura se diferencian en lo que producen y en la naturaleza de su proceso productivo de manera que el hecho de que sean complementarios o de que compitan por unos recursos limitados no es necesario ni mecánico, sino histórico. Mientras el proceso de producción agrícola está muy directamente impactado por fenómenos ambientales, en la producción pastoral estos factores ambientales están mediados por cómo los fenómenos afectan a los animales. Cuando las cosechas son favorables, el campesino necesita menos mano de obra porque puede cultivar menos tierra. Cuando las cosechas fallan, el campesino necesita cultivar más tierra usando más mano de obra para compensar las pérdidas con crecimiento extensivo. La dinámica del pastoreo es la opuesta. En los años productivos tiene más animales y se necesitan más personas para atender los rebaños, esquilarlos, ordeñarlos y matarlos, pues merodean por más tierras. Cuando se produce un desastre en el rebaño la necesidad de trabajo disminuye inmediatamente y se necesitan menos herbajes y tierras. Mientras la agricultura es muy estable y sufre pocas fluctuaciones en cuanto a las cantidades que necesita de tierra, trabajo y capital, la ganadería es muy sensible a los tres factores y el volumen de animales en cada rebaño cambia de año en año (Cribbs, 1991: 23-24). En períodos tempranos como la Edad Media la especialización dentro de la comunidad rural campesina era muy baja y, por tanto, todas las familias de la comunidad realizaban las labores agrícolas y ganaderas según un calendario estricto y generalmente estacional, consiguiendo combinar las dedicaciones.

Un último debate, espejo del anterior, es el conflicto entre grandes y pequeños posesores de ganado, un problema que, de nuevo, se presenta como si tuviera una expresión homogénea en todos los períodos de la historia. El argumento parte del axioma de que la ganadería es una actividad que acumula rápidamente capital y se orienta hacia los mercados urbanos de carne y lana principalmente. Los grandes ganaderos, propietarios de entre 3.000 y 40.000 cabezas, tienden a controlar o desarticular los resortes de acción comunitaria, copan los puestos rectores de las instituciones y doblegan a campesinos o pequeños ganaderos. La narración empírica es que en la Alta Edad Media los monasterios organizaron los círculos de trashumancia de mediana escala, recibieron privilegios de nobles o reyes de pastura universal y acumularon grandes cabañas ganaderas. Las aldeas de los valles de montaña vieron invadidos sus pastos de estío, las comunidades campesinas del plano sufrieron el esquilmo de sus términos y los grandes privilegiados monopolizaron las instituciones informales colectivas en su propio beneficio. En los siglos XII y XIII, los caballeros hicieron lo mismo en los concejos de Extremadura, seguidos en el tiempo por las órdenes militares en la Transierra, las oligarquías urbanas bajomedievales, las grandes casas nobiliarias y, por último, los mercaderes de lana y banqueros de época moderna. Idénticos objetivos, parecidas estrategias, el mismo papel y los mismos resultados.

Es difícil desmontar una construcción tan prístina si no fuera porque es falsa. No se trata de minimizar el poder de los grandes ganaderos y sus intentos por dominar una actividad en la que tenían más recursos que otros. Para el historiador actual, desde nuestros sujetos y estructuras económicas actuales, los grandes posesores de ganado se definen por su posición económica y esta posición los convierte en un grupo homogéneo con intereses definidos. Por supuesto, hubo muchas coyunturas de conflicto entre grandes y pequeños propietarios, pero los grandes posesores de ganado nacieron encuadrados en instituciones colectivas que gestionaban territorios comunales. Además, ingresaron en organizaciones de ganaderos en las que su poder y capacidades eran iguales que las de los otros. Eran poderosos, sí, pero eran menos en número dentro de estas organizaciones. Sus privilegios tuvieron que compatibilizarse con las costumbres, usos, prácticas y tradiciones de esas comunidades. Esto significaba no solo que las organizaciones tenían sus propias dinámicas en el acceso a los cargos y a los recursos, sino que los argumentos de los poderosos tenían que integrarse en el discurso de instituciones colectivas representativas de todos los miembros, grandes o pequeños. Pero además de posición económica y de su posición dentro de las instituciones había otros factores que explican las múltiples fracturas en sus identidades, intereses y estrategias, por ejemplo, la pertenencia a una zona geográfica o los posicionamientos políticos. Los grandes ganaderos encabezan a veces los movimientos de preservación del común, porque su posición dentro de su comunidad los obligaba a defender el distrito municipal contra otros grandes posesores de ganado foráneos o contra nobles que pujaban por entrar en su término. Si no se contempla este escenario se está desvirtuando la perspectiva del conjunto. En el nivel empírico, hay que recordar que sabemos realmente poco de los pequeños y medianos posesores. En nuestra documentación tienen un predominio absoluto las fuentes monásticas, nobiliarias y de oligarquías urbanas. Es difícil encontrar documentación producida por sociedades de montaña o por asociaciones de pastores y ganaderos que nos permita ver los entramados constitucionales de estas organizaciones y cómo los pequeños propietarios se mantenían dentro de las instituciones o los tipos de argumentos con los que contraatacaban.

CONSIDERACIONES SOBRE EL ARAGÓN PREINDUSTRIAL

Para suerte de turistas, excursionistas, arqueólogos e historiadores medioambientalistas, Aragón tuvo una economía agrícola atrasada, ninguna industria hasta bien entrado el siglo XX y una demografía muy baja. Grandes terratenientes, numerosos miembros de la Iglesia y extensos cotos de caza, junto con un campesinado empobrecido, no dieron lugar a innovaciones tecnológicas o productivas. La calidad de la tierra unas veces era pobre, y otras, estaba demasiado pendiente de lluvias irregulares y estaciones extremas. Hasta el siglo XX, no hubo apenas abonos, los arados romanos no podían mover la tierra, siempre pedregosa, y el sistema de año y vez era dominante, allí donde no se dejaba la tierra hasta cuatro años en barbecho tras cada cultivo (Colás Latorre, 1980: 5-19). La tríada mediterránea de cereal, vid y olivo se extendía hasta en tierras poco apropiadas, acompañada solo de una agricultura de huerta de fruta y hortaliza confinada a lugares específicos de regadío.

Aragón abunda en tierra de monte y baldíos, por lo que gran parte de sus paisajes han sido y son modelados por efecto de las actividades del ganado y de los movimientos de rebaños de un lugar a otro. De hecho, la materia prima exportada más importante desde el siglo XIII fue la lana, que consiguió crear una industria en determinadas comarcas. Los niveles de producción de la industria textil de telares, cordelajes, bayetas, lienzos, paños, tintes y batanes del siglo XVI no fueron superados hasta el siglo XVIII debido a la crisis del siglo XVII y la guerra de Sucesión (Asso, 1798: 118-133).

Esta estructura económica tradicional estaba acompañada de una debilidad demográfica que ha caracterizado a la zona desde la Antigüedad hasta la época actual. Solo en el período de dominación musulmana parece que los asentamientos formaban una malla densa de poblamiento a lo largo del curso de los ríos vertebrada a través de una red de fortalezas (husun) y de grandes kuras o comarcas. En época medieval, si bien no se puede aproximar ninguna cifra, las aljamas mudéjares y moriscas eran las principales mantenedoras de la actividad agrícola de regadío intensivo (Falcón, 1980: 894). La llegada de los aragoneses, con su ímpetu ganadero, en el siglo XII no favoreció la ocupación del territorio, máxime cuando muchos musulmanes lo habían abandonado. El número de poblaciones de la tierra de Zaragoza o Teruel en la Extremadura aragonesa queda muy por debajo del que tenían otros concejos de la Extremadura castellana. Así, a mediados del siglo XIII, Zaragoza, con unos 1.400 km2 de término, tenía 25 poblaciones y Teruel, con alrededor de 4.500 km2, tenía 100; mientras que Salamanca, con 3.000 km2, o Ávila, con 3.240 km2, tenían alrededor de los 250 lugares (Gargallo Moya, 1996, I: 217; Monsalvo Antón, 2007: 147). Los censos bajomedievales refieren un cuarto de millón de habitantes en todo el reino y un millón y medio en el siglo XVIII (Sesma Múñoz y Laliena Corbera, 2004; Faci, 1985, I: 161; Colás Latorre, 1980: 5). Entre los siglos XV y XVIII, en el sector ibérico turolense no había más de 30.000 serranos, con una densidad inferior a los 3 hab./km2 (Castán Esteban, 2002: 105). Zaragoza era el único núcleo de población que podía ser catalogado como ciudad en época medieval y moderna. La muralla romana tenía unas 50 ha de superficie. Se calculan unas 3.000 casas, dando cobijo a unas 15.000 personas hasta el siglo XII (Sesma Muñoz, 2002: 1129). La ciudad pudo llegar a tener hasta 25.000 habitantes en el siglo XVI, momento de mayor crecimiento, siendo las pestes y la expulsión de los moriscos, quizá unas 100.000 personas en todo Aragón, causas de fuertes caídas demográficas a finales del siglo (Sesma Muñoz, 2002: 1131; Desportes Bielsa, 1996: 35; Faci, 1985, I: 162; Domingo Lasierra, 2002: 46; Colás Latorre, 1980: 5-19; Corona Marzol, 1986: 121). El siglo XVII representó una crisis comparable a la del siglo XIV, en cuanto a población. Desde el siglo XVIII, la agricultura se estancó sin nuevos cultivos, capital o roturaciones importantes. Solo los ganaderos vieron un aumento de la rentabilidad de su negocio por la subida de los precios de la lana. Despoblados, bancarrota de los ayuntamientos, comercio estancado y pobre industria caracterizaron esta centuria.

Las políticas públicas desarrolladas por el estado desde los siglos XIX y XX para reordenar las zonas de montaña, hacer públicos sus recursos naturales y proteger amplias zonas del territorio no han hecho sino restar habitantes a las provincias de Huesca y Teruel.9 En la actualidad, Huesca tiene 13 hab./ km2, Teruel 19 hab./km2, que baja a 9,3 hab./km2 en la provincia sin contar la capital. Zaragoza tiene 49 hab./km2 pero la población se concentra básicamente en Zaragoza, con 1.187.546 habitantes, es decir, el 50% del total de la población de Aragón.10 En el valle del Gállego, las densidades demográficas van de 16 hasta 1,7 hab./km2 (Cáncer Pomar, 1995: 29). La trashumancia es una actividad que se relaciona con bajas densidades demográficas, de manera que los rebaños dispongan de mucha tierra y en la actualidad se identifica con comunidades pobres de pequeños propietarios de ganado (Castán Esteban, 2002: 104). Los municipios trashumantes de Teruel tienen una densidad media de población de 3,57 hab./km2