Serás mía... - Jennifer Drew - E-Book

Serás mía... E-Book

Jennifer Drew

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Beschreibung

Ella solo quería ganar su corazón La bibliotecaria Katy Sloane se quedó estupefacta cuando descubrió que su pueblo no iba a celebrar su centenario, sino su noventa y nueve aniversario. Ahora tenía que convencer a Joel Carter, el invitado de honor, de que no descubriera el error... pero él quería que, a cambio, ella se pusiera un bikini y participara en un concurso de belleza.

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Seitenzahl: 156

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Pamela Hanson y Barbara Andrews

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Serás mía…, n.º 1404 - julio 2016

Título original: You’ll Be Mine in 99

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8687-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

A la concursante de pelo malva se le cayó el bastón al suelo por tercera vez. Y cuando se agachó para recogerlo, su ajustado pantalón rosa pareció en peligro inminente de rasgarse.

—Abuela, tienes que concentrarte —la regañó su diminuta entrenadora, una niña pelirroja con trenzas.

—¿Tú crees que la abuela entrará en el concurso? —le preguntó Joel Carter a su jefe, que estaba sentado a su lado en el gimnasio del Instituto de Hiho.

Herbert Edson, conocido en la industria del automóvil como Big Bert, observó a la anciana concursante y se encogió de hombros.

—Según las reglas —empezó a decir, con una voz demasiado floja para un hombre de su envergadura— las concursantes deben tener más de dieciocho años y ser solteras… o viudas. Supongo que la abuela cumple los requisitos.

—Ella y la mitad del pueblo —respondió Joel más para sí mismo que para el presidente de Automóviles Visión.

Le encantaba su trabajo como director de márketing de la pequeña pero pujante empresa de automóviles afincada en Cleveland. Empezó a trabajar para Automóviles Visión cuando terminó la carrera y seguía asombrándole que, a los veintiocho años, ya se hubiera convertido en el jefe de su departamento.

Aunque no le gustaba la idea de Big Bert de usar a la ganadora de un concurso de belleza para promocionar su nueva línea de automóviles, no podía dimitir por ello. Tenía que pagarle la universidad a su hermano pequeño, Jon, ya que la herencia que dejó su padre solo servía para que su madre viviera con cierta tranquilidad en Florida. A Jon le quedaban dos años de estudios en la Facultad de Odontología y Joel estaba decidido a que abriese una consulta sin arrastrar deudas.

Desgraciadamente, la idea de Big Bert no le parecía un buen plan. Una modelo profesional sería mucho mejor, aunque el Incline, un utilitario a medias entre un coche y un monovolumen, fuese dirigido a consumidores de clase media, a quienes seguramente les gustaría ver una persona normal y corriente en los anuncios.

Cuando su jefe se enteró de que Joel, descendiente del fundador de Hiho, era el invitado de honor en las celebraciones del centenario del pueblo, decidió que la ganadora del concurso de Miss Hiho podría ser la modelo ideal para su campaña publicitaria.

Big Bert estaba construyendo una nueva fábrica en Mayville y capitalizar la publicidad del centenario de Hiho sería una ayuda para lanzar el vehículo. Y, según él, una belleza local añadiría cierto glamour a la promoción.

En teoría, la idea de su jefe podría funcionar, pero Joel tenía serias dudas. Contratar a una aficionada podría acarrearle muchos quebraderos de cabeza.

—La rubia que pega saltos en el escenario no está mal —sonrió Big Bert.

Joel ya había tachado de su lista a la bailarina. Era mona, pero su madre era una pesada. Si la chica no podía ponerse las zapatillas sin que su progenitora le diese algún consejo, volvería loco a cualquier fotógrafo.

Suspirando, deseó, no por primera vez, que sus tatarabuelos, Hiram y Hortense Hump, se hubieran quedado en Erie, Pensilvania. Pero, por alguna razón desconocida, decidieron vender sus almacenes y mudarse al sur de Ohio, donde fundaron el pueblo de Hiho.

Pero Joel prefería vivir en una ciudad grande como Cleveland. Su padre, un directivo que cambiaba de trabajo cada dos años para buscar nuevos retos, los arrastró durante años por pueblos de menos de 10.000 habitantes.

Hiho le recordaba todo lo que había odiado de niño, pero su madre se habría llevado una desilusión si hubiese rechazado el honor de acudir como invitado al centenario. Ella había querido acudir también, pero estaba recuperándose de una cirugía dental.

—Lo que necesitamos es una belleza sana, típica del Medio Oeste —murmuró Big Bert, mirando alrededor—. Ya sabes, limpia, genuina. Si es capaz de decir un par de frases, mejor. Si no, ya veremos.

—Sería más fácil contratar a una modelo profesional —insistió Joel, aun sabiendo que no le haría ni caso.

Cuando a Big Bert se le metía algo en la cabeza, no había forma de hacerlo cambiar de opinión. Por eso fue capaz de lanzar una nueva empresa en el saturado mundo del motor.

—Hoy solo es un casting general. El concurso de belleza tendrá lugar dentro de una semana… ¡Espera un momento! ¡Allí hay una posibilidad! —exclamó, señalando hacia la puerta, por donde acababa de aparecer una chica alta con coleta—. Mira ese trasero —sonrió Big Bert, lanzando un silbido.

El traje de chaqueta oscuro que ambos llevaban los hacía tan visibles como si fueran agentes del FBI, de modo que a Joel no le sorprendió que la chica los mirase. Aunque no podía haber oído el comentario de Big Bert… o eso esperaba.

—Es justo lo que necesitamos: una chica guapa, pero sin estridencias, la vecinita de al lado. Los hombres estarán encantados y a las mujeres les gustará que haya llegado a reina de la belleza sin ser modelo. Las hará fantasear con conseguirlo ellas algún día… y le echarán un vistazo al Incline cuando quieran comprarse un coche nuevo.

—A mí no me parece material para un concurso de belleza —protestó Joel.

—Olvídate de las gafas. Tiene buen cuerpo. Mira qué piernas. Ponle un biquini, maquíllala un poco y ahí tienes la modelo para el Incline.

¿Tendría razón?, se preguntó Joel. Los vaqueros y la camiseta ancha no podían disimular que tenía un cuerpazo, pero con esas gafas y esa coleta…

—Soy experto en dos asuntos: coches y mujeres —siguió Big Bert—. Y te aseguro que esa es la ganadora. Tu trabajo consistirá en conseguirle un buen maquillador y hacer que firme el contrato con nosotros en cuanto gane el concurso.

—Yo creo que la bailarina rubia es mejor —insistió Joel.

Big Bert sabía mucho de coches, pero en cuanto a mujeres tenía sus dudas. Su jefe se había casado tres veces, la última con una mala copia de Marilyn Monroe, que destrozaba su imagen en cuanto abría la boca.

—Yo me voy a Cleveland. ¿Cuánto tiempo estarás aquí?

—Dos semanas —suspiró Joel. Dos semanas de vacaciones en Hiho, una tortura—. Pero tengo el ordenador portátil…

—Olvídate de la oficina… Maldita sea, tengo el trasero cuadrado de estar sentado en estas gradas —exclamó Big Bert, levantándose.

Joel se levantó también, pero lo que le molestaba no eran las gradas sino la mezcla de olor a sudor y productos de limpieza del gimnasio. Le recordaba los colegios en los que había estudiado. Además de ser el nuevo, solía ser el más bajito y el más listo de la clase, algo que no asegura la popularidad de nadie. Afortunadamente, en el instituto dio un estirón y llegó al metro ochenta y seis. Además, sus habilidades atléticas le consiguieron una beca en la universidad.

Vivía en Cleveland y tenía un trabajo estupendo. Le encantaba navegar por el lago Erie y salir con mujeres que no le habrían dado ni la hora unos años antes. Su infancia quedó atrás, pero estar en Hiho le recordaba los sitios en los que había crecido. Y no le hacía ninguna gracia.

—Tienes que asegurarte de que esa chica consigue la corona de Miss Hiho. Y después, que firme con nosotros para promocionar el Incline.

—Haré lo que pueda —suspiró Joel.

—Muy bien, señoritas —anunciaron por el altavoz, mientras Big Bert salía del gimnasio—. Todas las que estén ya registradas deben formar una fila en el escenario. Nuestra bibliotecaria, Katy Sloane, os dará el reglamento. Si tenéis amigas que aún no se hayan presentado, podéis llevarles una hoja de inscripción.

La morena de la que su jefe y él habían hablado estaba repartiendo papeles entre las chicas que esperaban en la fila.

—Katy tiene más hojas de inscripción en la biblioteca. Si tenéis alguna pregunta que hacer, podéis ir a verla a la sección infantil —siguieron anunciando por el megáfono.

Joel tuvo un presentimiento entonces. La tal Katy estaba repartiendo papeles, pero no había razón para creer que ella fuera también una concursante.

Y era guapa, desde luego. Muslos firmes bajo los vaqueros, pechos altos, un agradable rostro ovalado con estupendos pómulos y ojos azules que irradiaban buen humor. Sí, Katy Sloane tenía potencial, pero era un genio escondiéndolo. Las gafas redondas, que parecían deslizarse constantemente por su nariz, eran de octogenaria. Llevaba el pelo sujeto en una coleta y ni gota de maquillaje.

En ese momento, Katy levantó la mirada y se fijó en él.

Joel se había electrocutado una vez intentando arreglar un tostador y aquellos ojos le hicieron sentir la misma descarga eléctrica. Estaba como hipnotizado. Eran de un azul zafiro, rico y profundo… aunque las cejas eran demasiado anchas.

Nervioso, sacudió la cabeza, intentando sonreír, y descubrió que estaba con la boca abierta, como un basset hound.

—¿Quiere uno? —le preguntó ella entonces.

Joel vio que le estaba ofreciendo una hoja de inscripción.

—No, gracias. Bueno, voy a echarle un vistazo.

—¿Su novia va a presentarse al concurso?

—¿Novia?

Salía con mujeres y se acostaba con ellas, pero nunca había llamado «novia» a una chica desde que llegó al metro ochenta y seis.

—No, no. Era solo por curiosidad. Estoy aquí por lo del centenario.

Dos largas semanas de preparaciones y eventos, recordó, sin entusiasmo alguno.

—¿Tiene parientes en el pueblo?

En Cleveland la habría llamado cotilla, pero en Hiho seguramente era solo agradable… y lo era. Con una sonrisa como la suya, podría preguntarle lo que quisiera y seguramente la contestaría encantado.

—No exactamente —sonrió Joel—. Mi tatarabuelo tuvo algo que ver con la fundación del pueblo.

—¿Es usted descendiente de Hiram Hump? —exclamó la joven.

—Pues sí.

No entendía por qué parecía tan entusiasmada hasta que recordó lo aburrida que era la vida en un pueblo pequeño.

—Encantada de conocerlo, señor Hump.

Cuando Katy alargó la mano para estrechar la suya se le cayeron los papeles. Los dos se agacharon a la vez para recogerlos y, al hacerlo, se dieron un golpe en la cabeza que resonó por todo el gimnasio.

Joel no vio estrellas exactamente, pero se cayó de espaldas. Y su dignidad sufrió todavía más cuando la joven empezó a tirar de él con las dos manos.

—Señor Hump, ¡cuánto lo siento!

—Me llamo Joel Carter. El apellido Hump desapareció porque mis abuelos tuvieron hijas, no hijos —murmuró él, levantándose con la elegancia de un mandril en tutú.

—¿Se ha hecho daño? Puedo ponerle una compresa fría en la frente…

—No, estoy bien.

Para demostrarlo, Joel se inclinó y recogió los papeles del suelo. Pero cuando se incorporó, las paredes de cemento del gimnasio empezaron a dar vueltas.

La joven le tomó de la mano para sentarlo en las gradas e insistió en que pusiera la cabeza entre las piernas.

—De verdad, no sabe cómo lo siento.

Estaban rodeados por un montón de gente, pero ella los retuvo abriendo los brazos, como si fuera un accidente de tráfico.

—Por favor, apártense, necesita aire. Es el descendiente de Hiram Hump, nuestro invitado de honor —anunció a todo el mundo.

Joel tuvo un flashback: Ben Juke restregándole un sándwich de manteca de cacahuete por toda la cara mientras la mitad de la clase se partía de risa. Entonces se sintió como un idiota y, en aquel momento, también.

Varias mujeres intentaron ayudarlo, pero su amabilidad solo empeoraba la situación. El invitado de honor del centenario ya estaba dando que hablar en el pueblo.

 

 

Katy volvió a disculparse una y otra vez. Estaba furiosa consigo misma. Lo único que aquel hombre tan guapo quería eran las hojas de inscripción.

Su trabajo como voluntaria en el concurso de belleza era entregarlas a quien las quisiera y lo habría hecho antes si no se hubiera quedado sin papel. Tuvo que ir corriendo a casa de su amiga Judy para pedirle un paquete de folios y se la encontró en plena crisis porque su novio le había pedido a Nadine Jameson que fuese al cine con él. Por supuesto, todo el pueblo sabía que entre Nadine y el novio de Judy había algo.

¿Tan difícil era darle a un hombre un papel? Debería haber estado prestando atención a su trabajo y no haciéndole preguntas personales sobre su novia. Pero, ¿no era estupendo que un chico tan guapo no tuviese novia?

¿Por qué no había dejado que él recogiera los papeles? Pues no, tenía que lanzarse de cabeza y tirarlo al suelo. No era de extrañar que su vida social fuese un desastre.

Eso si tuviera vida social. Salía algunos fines de semana con Rob Pawley, abogado y administrador de la Fundación Pawley, pero nada más. Estaba empezando a convertirse en el estereotipo de bibliotecaria solterona. Excepto por algún ocasional y poco exitoso intento de acostarse con ella, Rob era tan apasionado como la estatua de bronce de Hiram Hump que había en la plaza del pueblo. Aunque ella pertenecía al comité que intentaba colocar una estatua de Hortense Hump al lado de su marido, un proyecto que no iba a ninguna parte a pesar del fervor centenario que había animado a todo el pueblo.

El invitado de honor tenía la cabeza entre las manos y estaba mirando al suelo. No, sus preciosos ojos de color chocolate estaban clavados en sus pies, sus enormes y poco femeninos pies. Y encima llevaba zapatillas de deporte un número más grande para poder ponérselas con calcetines.

—¿Seguro que no necesita nada, señor Hump? ¿Un vaso de agua, un…?

Ay, no. No se llamaba Hump. Se lo había dicho antes. Y seguramente estaría pensando que tenía cerebro de mosquito.

—Llámame Joel —dijo él entonces con una sonrisita irónica—. Y me llamo Carter, no Hump.

—Lo siento. Es que estoy un poco… no todos los días tiro al suelo al invitado de honor de…

—Déjalo. No pasa nada.

Katy oyó murmullos tras ella y supo lo que la mitad del pueblo comentaría al día siguiente. Tenía la cara ardiendo y seguramente estaba como un tomate.

—¿Cuál es tu especialidad? —preguntó él entonces, levantándose.

Le sacaba casi una cabeza. Al contrario que Rob, que era de su misma estatura.

—Pues… llevo la sección infantil en la biblioteca de Hiho.

—No me refiero a tu ocupación, sino a lo que vas a hacer en el concurso —dijo Joel, mirándola de una forma muy peculiar.

¿Pensaba que iba a presentarse al concurso de belleza? Sí, claro. Que la subieran sobre unos tacones de aguja y su número consistiría en caerse de bruces.

—Yo no voy a presentarme. Soy voluntaria y mi trabajo consiste en imprimir las reglas y las hojas de inscripción.

—Pues seguro que ganarías.

—¿Yo? No lo creo.

¿No había visto a Brandi Rankin? Su madre, Melinda, llevaba preparándola desde los cinco años para ser Miss Centenario de Hiho. Era rubia, bajita, monísima. Había ganado un montón de concursos infantiles de belleza.

—¿Siempre has vivido aquí? —preguntó Joel no-Hump-sino-Carter.

A Katy le hubiera gustado preguntar por qué la veía como una concursante, pero él la tomó del brazo para llevarla hacia la salida.

—Nací aquí y estudié en la universidad Cloverleaf. Solo me marché de Hiho para hacer el master en biblioteconomía y…

—Pues pareces una persona ideal para representar al pueblo, ¿no? Eso podría llevarte muy lejos.

¿Por qué aquel hombre tan guapo insistía en verla como una reina de la belleza?

—¿Ah, sí? ¿Dónde podría llevarme?

—No he cenado todavía. Como voluntaria que eres, ¿te importaría indicarme un buen restaurante y cenar conmigo?

—¿Quieres que cene contigo?

Quizá el golpe en la cabeza había sido más fuerte de lo que imaginaba.

—Por favor.

—Los viernes por la noche, la gente joven inunda el pueblo. Especialmente en el mes de mayo.

—¿Por qué en mayo?

—Porque no es temporada de fútbol ni de baloncesto y es demasiado pronto para ir al lago, así que ocupan el pueblo.

—No hay mucho que hacer en un pueblo pequeño, ¿eh? —murmuró Joel.

—Sí lo hay. Pasear por el parque, salir con los amigos… yo a veces cuido de mis sobrinas. Se llaman Haley y Ari. Son preciosas.

—¿Toda tu familia vive en Hiho?

—No, mis padres viven en Florida. Mi padre tenía una empresa de seguros y mi madre era secretaria en el instituto. Ahora se dedican a jugar al golf.

—Mi madre también vive en Florida. Es viuda y vive con mi hermana.

—Parece que la gente mayor no soporta los inviernos de Ohio.

—¿Y tú?

—A mí me encanta esquiar y patinar sobre hielo.

—¿Sabes patinar? Eso sería estupendo para el concurso.

Después de su demostración de gracia y sutileza pasando unos simples papeles, ¿de verdad creía que podría dar una exhibición sobre patines sin partirse el cuello?

—No, no, gracias. Si estás interesado, en la taberna de Fat hay un pescado frito muy rico.

¿A qué otro sitio podía ir en vaqueros, junto a un hombre con un traje de chaqueta que le quedaba de cine? La camisa era inmaculadamente blanca y la corbata, de seda, en tonos grises y azules. Y Katy sentía el absurdo deseo de apoyar la cabeza sobre esa corbata…

—¿Tienes el coche aquí? —preguntó Joel.

—No, he venido andando.

El indicador de la gasolina estaba tan bajo que apenas la había llevado de la biblioteca a casa. Pero la ventaja de vivir en un pueblo pequeño eran las distancias cortas.

—Pues entonces iremos en mi coche.

¿Debía subir al coche de un extraño? Eso no era nada sensato. Ni siquiera en Hiho, Ohio. Pero Joel Carter era el descendiente del fundador del pueblo y ella, una voluntaria en las celebraciones. Seguramente era su deber acompañarlo a cenar.

Caminar a su lado la hacía sentir delicada y pequeña, cosa poco habitual porque medía un metro setenta y cinco. Y se preguntaba por qué era tan atento después de haberlo tirado al suelo. Curiosamente, no podía evitar preguntarse si precisamente esa parte de su anatomía sería tan sensacional como el resto: los anchos hombros, la cintura estrecha, los ojos soñadores, el mentón cuadrado, los seductores labios…

—Ahí está —dijo Joel entonces, interrumpiendo la inspección.