Compañeros de viaje - Jennifer Drew - E-Book
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Compañeros de viaje E-Book

Jennifer Drew

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Beschreibung

Kim Grant estaba recogiendo a toda prisa la ropa interior que se le había desparramado por el suelo del aeropuerto. De pronto, sus dedos toparon con unas piernas de acero; el caballero Rick Taylor había acudido en su ayuda. Su salvador era sexy, inteligente... y se interponía entre ella y el único coche de alquiler que quedaba y que necesitaba urgentemente para llegar a casa. Poco después se encontraba embarcada en un viaje a través del país con un hombre que tenía todas las características del hombre de sus sueños... excepto que estaba totalmente en contra del matrimonio.

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Seitenzahl: 184

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Pamela Hanson And Barbara Andrews

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Compañeros de viaje, n.º 1056 - diciembre 2018

Título original: Mr. Right Under Her Nose

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-050-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

 

Era un carrito de equipaje andante.

Kim Grant tiraba de su abarrotado baúl con ruedas con una mano mientras en la otra cargaba una vieja y sólida maleta. Cada varios pasos, las tiras de su bolsa de tela se deslizaban de sus hombros, y el bolso que tan astutamente se había colgado del cuello para tener a mano el billete de avión no paraba de golpear su pecho.

Ben, un vecino amistoso, la había llevado al aeropuerto a través de la nieve y la ventisca y la había dejado en la entrada del Detroit Metro a las seis en punto de la mañana. Kim sonrió al recordar su dulce beso de despedida. Casi le había hecho desear quedarse, aunque irse parecía cada vez una opción más lejana. Hacía rato que Ben se había ido cuando ella se enteró de que su avión no podía despegar. El aire helado había apilado nieve en las pistas y todos los vuelos habían sido cancelados.

Ya que por fin se había decidido a volver a Phoenix, la ciudad que consideraba su hogar, el retraso resultaba especialmente molesto. Su apartamento de Detroit estaba vacío, sin muebles, y la llave la tenía el casero. La única opción que le quedaba era tratar de llegar a Arizona.

Tenía que llegar a casa de su hermana cuanto antes. Por primera vez en su vida, Jane la necesitaba de verdad.

Luke Stanton, su marido, estaba en África, supervisando la construcción de una nueva sucursal de la empresa de prendas deportivas que dirigía para su abuelo. Había ido sin ninguna gana, porque Jane estaba embarazada por segunda vez, y en esa ocasión esperaba gemelas. Kim estaba segura de que si Luke se enterara de que Jane estaba teniendo dificultades para llevar adelante el embarazo, volvería a su casa de inmediato. Pero Jane era demasiado testaruda como para estropearle el viaje diciéndoselo.

Afortunadamente, sí le había dicho a Kim que el médico le había ordenado mucho reposo. Jane tenía una asistenta, pero ocuparse del pequeño Peter, de cuatro años, era una labor de auténtico amor. Kim adoraba a su sobrino, pero este era prácticamente un doble del salvaje que fue su padre antes de que el amor lo domara. El diablillo trepaba a los árboles con la misma facilidad que si fueran escaleras y se tomaba cada «no» como un reto personal.

Kim no lamentaba haber tenido que renunciar a su trabajo de profesora de cursos de ordenador. Echaba de menos Phoenix con su ardiente sol y sus áridos desiertos, pero sobre todo echaba de menos estar con la única familia que tenía. Era una alegría saber que, por una vez en su vida, podía hacer algo por su hermana. Jane la crió tras la prematura muerte de sus padres, la ayudó a superar todas las crisis de la adolescencia y a conseguir su título universitario.

También estaba deseando ver de nuevo a su sobrino Peter. Daba lo mismo que en su última visita le hubiera llenado las maletas de arena o hubiera embadurnado el espejo del baño con su barra de pintalabios. En esa ocasión estaría preparada para sus travesuras. Con su ayuda, Jane podría descansar todo lo necesario, y ella se lo pasaría en grande tratando de domesticar al hijo de Luke.

Pero antes debía llegar a Phoenix, y la única posibilidad de hacerlo era yendo a otro aeropuerto.

Cuando llegó a las escaleras mecánicas descendentes, que, afortunadamente, estaban vacías, dejó el baúl en uno de los escalones, puso rápidamente la maleta encima de este, sujetó la bolsa contra su costado y saltó un segundo tarde para aterrizar en el escalón inmediatamente superior a su equipaje. Uno de los tacones de sus botas altas de ante tropezó con el borde del escalón anterior y su falda larga se enrolló en torno a sus tobillos. Sintió que caía hacia delante y se aferró instintivamente al pasamanos con la mano con la que mantenía en equilibrio la maleta sobre el baúl.

–¡Oh, no!

Ella logró evitar la caída, pero perdió la maleta. Al segundo bote, esta se abrió y desparramó su contenido. Kim vio su ropa interior de seda esparciéndose por las escaleras en un arco iris de colores.

Bloqueada por el baúl, no pudo hacer nada al respecto. Sus prendas íntimas siguieron a la condenada maleta hasta el pie de las escaleras, donde se fueron apilando.

En cuanto llegó abajo, apartó el baúl de un empujón y se arrodilló con tanta ansiedad por recuperar sus cosas que estuvo a punto de arremeter contra un par de largas piernas vestidas con unos pantalones caqui.

–Deja que te ayude –dijo la voz que las acompañaba.

Kim metió un par de braguitas de encaje color melocotón en el bolsillo de su chaqueta, demasiado avergonzada como para mirar a la cara al hombre de voz profunda que le había ofrecido su ayuda. Un sujetador plateado se hallaba prácticamente bajo la bota de este. Tiró de él.

–Gracias, pero puedo arreglármelas sola –mantuvo la mirada baja, preguntándose qué la habría impulsado a comprarse unas braguitas rayadas tipo cebra.

–No es molestia. Sería una lástima que te pisotearan toda la ropa.

Kim siguió la mirada del hombre hasta lo alto de las escaleras y vio un grupo de personas a punto de entrar en estas. Su salvador tomó la vieja maleta y empezó a meter sus prendas más íntimas en ella. Afortunadamente, no se fijó demasiado en ellas hasta que trató de doblar su camiseta de encaje negro.

–Es para dormir –explicó Kim, intensamente ruborizada.

Las personas que bajaban ya se hallaban a medio camino. Recogió frenéticamente el resto de sus cosas y se apartó justo antes de que un ruidoso trío de deportistas vestidos a juego llegaran al pie de las escaleras. Se volvió, ignoró un sugerente silbido y se encontró mirando unos atractivos ojos color azul eléctrico. ¡Su salvador estaba como un tren!

Unas braguitas rojas colgaban de uno de sus dedos, pero las dejó caer como si fueran un carbón ardiendo cuando Kim lo miró a los ojos. Ella se agachó para recogerlas y las metió en la maleta junto con el último puñado de lencería que sostenía. Cuando bajó la tapa, comprobó con alivio que el viejo cierre aún funcionaba.

–Te agradezco mucho la ayuda –dijo, tratando de mostrarse tranquila a pesar de su incomodidad.

–No tiene importancia. ¿Quieres que te eche una mano con el equipaje?

El hombre apartó un mechón de pelo rubio de su frente, dando a Kim la oportunidad de echar un vistazo a su proporcionado rostro de fuerte mandíbula.

Los hombres siempre le estaban ofreciendo su ayuda. Su hermana decía que era porque parecía vulnerable, pero Kim sabía que no lo era. Simplemente, tenía la desafortunada tendencia a tropezar y tirar las cosas. Estaba tratando de corregirse, pero a veces no lo lograba.

–Muchas gracias, pero nunca viajo con más equipaje del que puedo manejar.

No le vendría mal un poco de ayuda, pero, ¿cómo iba a entregar su maleta a un hombre que acababa de tener en las manos su ropa interior? Estaba demasiado ocupada fijándose en sus largas y bonitas pestañas como para darse cuenta de la escéptica mirada que le dedicó él.

–De acuerdo, pero supongo que no querrás andar por ahí arrastrando esas medias –dijo él, y señaló la maleta antes de alejarse.

Kim tuvo que abrir de nuevo la maleta para guardar las medias que asomaban por uno de los laterales. No tuvo valor para mirar la horda de viajeros que se movían en todas direcciones y preguntarse cuántos habrían sido testigos de su chillón muestrario de ropa interior.

Golpeada y baqueteada por su equipaje, se encaminó rápidamente hacia el área de alquiler de coches. Si se iba enseguida, y si las carreteras estaban transitables, podía conducir hasta Chicago y volar a Phoenix desde O’Hare.

En el primer mostrador al que llegó había un cartel diciendo que no quedaban coches disponibles.

En el segundo, su salvador se hallaba dos plazas por delante de ella en una larga cola. Dado el terrible tiempo que hacía, quería el mejor coche que pudiera conseguir.

Afortunadamente, oyó que la encargada le decía a la persona que estaba atendiendo que los únicos coches disponibles estaban reservados. Corrió hacia el último mostrador de alquiler de coches.

A medio camino, miró hacia atrás por encima del hombro y vio al hombre que le había ayudado caminando rápidamente hacia Econo Cars. Si no se hubiera parado a ayudarla, ya habría conseguido un coche y estaría en camino. Su conciencia le dijo que debería dejarle llegar antes, pero aquella era su última oportunidad de ir a Phoenix. Su hermana mayor la necesitaba.

¡Pero él iba muy deprisa! Aceleró todo lo que pudo mientras el bolso de cuero le golpeaba en el estómago y el baúl se balanceaba precariamente a sus espaldas. Tuvo que sortear varios grupos de personas y carritos de equipaje, pero finalmente logró abalanzarse sobre el mostrador.

–Yo he llegado primero –dijo, jadeando. Se quitó el bolso del cuello y lo dejó sobre el mostrador–. Aquí tengo mi tarjeta de crédito.

Estaba buscándola cuando su ex buen samaritano y actual competidor la interrumpió.

–Yo he llegado antes –dijo–, pero si tanta prisa tienes, puedes saltarte la cola.

–Lo siento, señor, pero me temo que solo nos queda un vehículo.

La rubia que se hallaba tras el mostrador fijó su atención en el atractivo joven, sonrió de forma sugerente, se humedeció los labios e ignoró a Kim.

–En ese caso, me lo quedo –dijo él, con una sonrisa evidentemente calculada para que la mujer le entregara las llaves.

–¡Un momento! –Kim colocó su bolso con firmeza ante él–. Yo he llegado aquí primero. He tocado el mostrador mientras él se hallaba aún a mis espaldas.

–Lo siento mucho –dijo la rubia, con tanta sinceridad como una televendedora anunciando un crecepelo–. Este caballero acaba de reservar nuestro último coche.

–Llame a su supervisor, por favor –dijo Kim, negándose a discutir con la mujer.

–Eso no cambiará nada –la voz de la rubia sonó como si acabara de morder un limón.

–Será mejor que lo haga para no retrasar las cosas –dijo el hombre–. Tengo que tomar un avión en Chicago y necesito salir de aquí antes de que corten la circulación a causa del tiempo.

–¡Chicago! Yo voy allí. Tal vez podríamos compartir el coche –sugirió Kim impulsivamente, sin pararse a considerar que podía tratarse de un asesino en serie, o de algún tipo de estafador.

Él la miró a los ojos.

–No creo que sea buena idea.

–Pagaré la mitad…no, pagaré todo. Por favor, estoy desesperada por llegar a Phoenix. Mi hermana espera gemelas y…

–No me digas que espera que la asistas en el parto –dijo él en tono incrédulo a la vez que sacaba su tarjeta de crédito de la cartera.

Quería jugar duro. Kim bajó las pestañas y le dedicó la mirada de paloma herida que nunca le fallaba. No se sintió especialmente orgullosa de sí misma por recurrir al juego sucio, pero estaba desesperada.

Él ignoró sus esfuerzos por mostrarse patética y se volvió hacia el mostrador.

–Insisto en que llame a su supervisor –dijo Kim. Se había ofrecido a compartir el coche. ¿Qué más podía hacer?

Un hombre rechoncho y bajito con gafas salió en ese momento de la oficina llevando un cartel de Cerrado en la mano.

–Señor –dijo Kim, haciéndole una seña–. Me temo que hay un malentendido. No me gusta crear problemas, pero yo he llegado primero al mostrador y por tanto es a mí a quien corresponde el último coche, no a este hombre.

El supervisor se volvió hacia la mujer que atendía el mostrador.

–¿Está segura de haber visto quién ha llegado primero, señorita Wheeler? –preguntó, y a continuación deslizó la mirada a lo largo del metro setenta y cinco de Kim. La detuvo unos segundos extra en su espectacular busto, visible bajo su chaqueta negra abierta. Parpadeó tres veces y Kim tuvo que recordarse que estaba haciendo aquello por Jane.

–Estoy desesperada por llegar a Chicago y tomar un vuelo a Phoenix. Mi hermana está embarazada y se supone que debe descansar mucho para sacar adelante a las gemelas. Su marido está fuera y yo debo ocuparme de su hijo y asegurarme de que ella no corra ningún riesgo.

Contó su historia a toda prisa y tuvo que tomar aire rápidamente, de manera que su pecho se marcó claramente contra su jersey de cachemira rosa.

–Este caballero ha llegado primero –insistió la señorita Wheeler.

El supervisor apartó la mirada del pecho de Kim con evidente pesar.

–Lo siento, señorita, pero no nos queda más remedio que respetar el turno de llegada.

–Supongo que hemos llegado casi a la vez –dijo él. Apartó a un lado el bolso de Kim y dejó su tarjeta de crédito sobre le mostrador–. Puedes venir conmigo.

–¡Oh, gracias! Pero deja que carguen el alquiler a mi cuenta –Kim empezó a buscar de nuevo en su bolso.

–No te preocupes. Puedes invitarme a desayunar cuando hayamos salido de la tormenta. Debemos darnos prisa. Tal y como se está amontonando la nieve, puede que no tarden mucho en cerrar la autopista.

Kim suspiró aliviada. Iba a llegar a tiempo a casa de su hermana.

 

 

El papeleo pareció eterno, pero Rick sabía que la paciencia no era precisamente la virtud principal de la familia Taylor. Necesitaba llegar a Phoenix urgentemente, pero la nieve y un montón de ropa interior esparcida por el suelo parecían haber conspirado para retenerlo. Había alquilado una chatarra de coche que podía o no llevarlo a Chicago, y para colmo de males iba a llevar un desastre andante como pasajero.

Sonrió automáticamente a la rubia del mostrador y resistió el impulso de quitarle los formularios para rellenarlos personalmente. Tal vez estaba reaccionando de forma exagerada, pero su hermano ya había pasado por un matrimonio desastroso y parecía dispuesto a meterse en otro, como si no hubiera aprendido nada del costoso divorcio y las dos turbias aventuras que lo habían seguido. ¿Cuándo aprendería su hermano de una vez que no existían los finales felices? Sus padres eran un ejemplo perfecto de la insensatez que era el matrimonio.

Trasladó su peso de un pie a otro. Hervía por dentro de impaciencia, pero trató de mostrarse tranquilo. Con tormenta o sin ella, pensaba llegar a Phoenix antes de la ceremonia para tratar de hacer recapacitar a Brian. Si su hermano no accedía a cancelar la boda, al menos trataría de convencerlo para que hiciera firmar a su prometida un buen acuerdo prenupcial antes de decir «sí, quiero». De hecho, ya se había puesto en contacto con un abogado de la familia para que lo redactara.

Pero lo prioritario era llegar a Phoenix antes de la boda.

En cuanto terminaron con el papeleo, tomó su bolsa de viaje y la maleta que lo había retenido junto a las escaleras mecánicas.

–¿Va a abrirse de nuevo? –preguntó con suspicacia, recordando demasiado bien el desparrame de ropa interior sexy.

–No, el cierre no está roto. Pero puedo llevarla yo misma…

–Tengo prisa. ¿Cómo te llamas?

–Kim Grant.

–Yo soy Rick Taylor.

–Sí, lo sé. Lo he visto en los formularios. Puedo leer al revés.

Rick se encaminó hacia la zona de aparcamiento. Tenía demasiada prisa como para hacer algún comentario sobre el dudoso talento de su acompañante. Lo único que le preocupaba en aquellos momentos era que la chatarra que acababa de alquilar aguantara al menos hasta el aeropuerto O’Hare de Chicago.

No tuvo ninguna dificultad en localizar el vehículo. Era el único que había en la zona de aparcamiento de Econo Cars.

Kim rio al ver el dinosaurio color azul lavanda.

Él no.

Tenía que acudir a salvar a su hermano de un nuevo matrimonio desastroso en aquella reliquia.

–Es un coche pesado –dijo Kim, tratando de darle ánimos–. Con el tiempo que hace, eso nos vendrá bien en la carretera.

–Sí, debió ser un buen coche usado cuando mi padre compró uno igual para su segunda esposa. Ahora va por la número cinco.

Rick abrió el maletero y se alegró de apartar de su vista la maleta llena de ropa interior. Había estado a punto de excitarle en medio del aeropuerto mientras ayudaba a Kim a recoger sus prendas.

–¡Guau! ¡Cinco esposas! ¿Cuál era tu madre?

Evidentemente, el tacto no era el fuerte de aquella mujer. ¿Cuántas horas tendría que pasar con ella? Tal y como estaban yendo las cosas, probablemente le darían el asiento contiguo al suyo en el avión.

–Todo el mundo necesita un pasatiempo –era la respuesta que solía dar a los comentarios sobre los numerosos matrimonios de su padre–. Mi madre fue su primera esposa. ¿No te preocupa viajar con un desconocido?

Rick cerró el maletero y dedicó una larga y dura mirada a la preciosa, pero molesta mujer que se las había arreglado para hacer que la llevara. ¿Eran sus ojos realmente verdes? Probablemente solo sería un efecto de la luz, pero no pudo encontrar el más mínimo defecto en su pelo color azabache y su nariz respingona. De hecho, tenía el aspecto que le atraía en las mujeres cuando tenía tiempo para ellas. Desafortunadamente, lo más probable era que esperara casarse con el hombre perfecto y vivir con él feliz para siempre. Él evitaba esa clase de mujeres como si se tratara de una plaga.

–¿Eres un asesino en serie? –preguntó Kim mientras esperaba a que le abriera la puerta de pasajeros.

–Probablemente.

–En ese caso, más vale que sepas que soy experta en artes marciales y que estas son armas letales –Kim hizo un gesto defensivo con sus pequeñas manos, cuidadosamente enfundadas en unos delicados guantes de cuero negro.

Rick se había pasado despierto casi toda la noche, preocupado por Brian. Se había levantado a las cuatro de la mañana para tomar un vuelo que había sido cancelado. Se había comportado como un caballero con una mujer que había desparramado su ropa interior por una escalera mecánica y luego había tratado de robarle el último coche de alquiler que quedaba. Ya había tenido suficiente. En un rápido movimiento, se agachó, la rodeó con un brazo por los muslos y se la echó al hombro. Ella lo recompensó con un grito de protesta.

–Avísame cuando te pongas peligrosa –se burló, con la esperanza de que desistiera de acompañarlo.

–¡Déjame en el suelo!

–¿Cuál es la palabra mágica?

–¡Por favor!

Rick la bajó lentamente, y el roce con su cuerpo le gustó demasiado para su tranquilidad.

–Es muy mala idea aceptar viajar con hombres desconocidos –advirtió–. ¿Quieres que vuelva a sacar tu equipaje?

–No. Y yo conduzco primero.

–No, gracias.

–De acuerdo, pero nos turnaremos.

–Yo conduciré. Y ahora entra en el coche. Ya hemos perdido suficiente tiempo.

Rick cerró la puerta después de que Kim ocupara su asiento. Respiró profundamente y se sentó tras el volante.

–¿Esperas que confíe en tu conducción, pero tú no confías en la mía?

Kim parecía enfurruñada. Eso estaba bien. Así no se sentiría tan inclinado a fantasear sobre el aspecto que tendría con su ropa interior.

En el poco rato que le llevó entrar en la autopista, Rick comprendió que aquel era el menor de sus problemas. La tormenta era muy seria, y él no estaba acostumbrado a los inviernos del norte.

–¿Dónde está tu coche? –preguntó Kim.

–¿Mi coche? –Rick quería adelantar un camión que circulaba ante él, pero otro vehículo se acercaba rápidamente por el carril izquierdo.

–¿No has ido en coche al aeropuerto? –insistió Kim, haciendo que Rick se preguntara si habría cargado con una parlanchina.

–No, he utilizado el servicio de transporte del hotel.

–Oh, no vives aquí.

A Rick no le gustó que el coche se balanceara cuando les adelantó la furgoneta.

–Brillante conclusión –sabía que su comentario no había sido precisamente amable, pero debía concentrarse en la conducción.

–No es asunto mío –dijo Kim, dolida.

–Lo siento. No estoy acostumbrado a esta clase de tiempo. Vivo en Phoenix.

–Yo crecí allí. Solo he vivido aquí dos años, pero ahora voy a regresar. Mi hermana vive en Phoenix, y me voy a perder demasiado si no veo crecer a sus hijos. Su marido es una joya. Pensé que era demasiado salvaje para ella cuando se conocieron… salvaje, pero estimulante. Supongo que podría decirse que mi hermana lo ha domado.

–Lo dudo –Rick se mordió el labio inferior mientras adelantaba al camión. No quería ser presionado por un vehículo más rápido. El pavimento estaba muy deslizante a causa de la nieve.

–¿Dudas de que mi hermana lo domara?

–Sí, pero el pobre hombre cuenta con mi lástima si es cierto. No creo en la domesticación del macho de la especie.

–No crees en el matrimonio.

–No.

–La vida de casados puede ser maravillosa. Mi hermana y su marido son muy felices.

–¿Estás buscando marido?

–No puede decirse exactamente que lo esté buscando. No creo que la gente deba casarse siendo demasiado joven. Tengo veintiséis años y aún sigo soltera, pero mi hermana es la prueba viviente. Dos personas trabajando juntas, criando una familia…

–Engañándose mutuamente, divorciándose, volviendo a casarse, moviendo a los niños de un lado a otro como si fueran piezas de un ajedrez…

–Si eres realmente un asesino en serie, resultas bastante rezongón. ¿No se supone que tienes que ser encantador, que debes conquistarme con un falso sentimiento de seguridad?