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Una vez esposa de un Ferrara, siempre esposa de un Ferrara… Laurel Ferrara no tenía suerte en el amor; su matrimonio había sido un desastre. Y no había bastado con irse sin más. Desde el momento en que habían reclamado su vuelta a Sicilia, los escalofríos de aprensión la asolaban… La orden procedía del famoso millonario Cristiano Ferrara, el esposo al que no podía olvidar, pero habría dado igual que proviniera del mismo diablo…
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Seitenzahl: 199
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Sarah Morgan. Todos los derechos reservados.
SIEMPRE EL AMOR, N.º 2157 - mayo 2012
Título original: Once a Ferrara Wife
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0091-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
SEÑORAS y señores, bienvenidos a Sicilia. Por favor, mantengan el cinturón de seguridad abrochado hasta que el avión se detenga por completo».
Laurel mantuvo la vista fija en el libro. No estaba lista para mirar por la ventanilla. Aún no. Demasiados recuerdos esperaban, recuerdos que llevaba dos años intentando borrar.
El niño pequeño que había en el asiento de detrás de ella gritó y pateó el respaldo de su asiento con fuerza, pero Laurel solo era consciente de la bola de ansiedad que le atenazaba el estómago. Normalmente leer la tranquilizaba, pero sus ojos reconocían letras que su cerebro se negaba a procesar. Aunque una parte de ella deseaba haber elegido otro libro, otra parte sabía que habría dado igual.
–Ya puede soltar el asiento. Hemos aterrizado –la mujer que tenía al lado le tocó la mano–. Mi hermana también tiene miedo a volar.
–¿Miedo a volar? –repitió Laurel, volviendo la cabeza lentamente.
–No hay por qué avergonzarse. Una vez mi hermana tuvo un ataque de pánico en ruta a Chicago, tuvieron que sedarla. Usted lleva aferrando el asiento desde que salimos de Heathrow. Le dije a mi Bill: «Esa chica ni siquiera sabe que estamos sentados a su lado. Y no ha pasado una sola página del libro». Pero ya hemos aterrizado. Se acabó.
Laurel, absorbiendo el dato de que no había leído ni una página en todo el vuelo, miró a la mujer. Se encontró con unos cálidos ojos marrones y una expresión preocupada y maternal.
«¿Maternal?». A Laurel la sorprendió haber reconocido la expresión, dado que no la había visto nunca, y menos dirigida a ella. No recordaba haber sido abandonada en un frío parque, envuelta en bolsas de la compra, por una madre que no la quería, pero el recuerdo de los años que siguieron estaban grabados en su cerebro a fuego.
Sin saber por qué, sintió la tentación de confesarle a la desconocida que su miedo no tenía que ver con volar, sino con aterrizar en Sicilia.
–Ya estamos en tierra. Puede dejar de preocuparse –dijo la mujer. Se inclinó por encima de Laurel para mirar por la ventanilla–. Mire ese cielo azul. Nunca he estado en Sicilia. ¿Y usted?
–Yo sí –como la amabilidad de la mujer merecía una recompensa, sonrió–. Vine por negocios hace unos años –pensó que ese había sido su primer error.
–¿Y esta vez? –la mujer miró los ajustados pantalones vaqueros de Laurel.
–Vengo a la boda de mi mejor amiga –los labios de Laurel respondieron automáticamente, aunque su mente estaba en otro sitio.
–¿Una boda siciliana auténtica? Oh, eso es muy romántico. Vi la escena de El padrino, bailes y familia y amistades, fabuloso. Y los italianos son maravillosos con los niños –la mujer miró con desaprobación a la pasajera de la fila de detrás, que había leído todo el vuelo, ignorando a su hijo–. La familia lo es todo para ellos.
–Ha sido muy amable. Si me disculpa, tengo que salir –Laurel guardó el libro y se desabrochó el cinturón de seguridad, anhelando huir de ese tema.
–Ah, no, no puede dejar el asiento aún. ¿No ha oído el anuncio? Hay alguien importante en el avión. Por lo visto tiene que bajar antes que el resto de nosotros –se asomó por la ventanilla y soltó un gritito excitado–. Mire, acaban de llegar tres coches con cristales opacos. Y esos hombres parecen guardaespaldas. Oh, tiene que mirar, parece una escena de una película. Juraría que llevan pistola. Y el hombre más guapo del mundo está en la pista. ¡Mide más de un metro noventa y es espectacular!
Laurel sintió una opresión en el pecho y deseó haber sacado el inhalador para el asma, que estaba en el compartimento del equipaje de mano. Para evitar un indeseado comité de bienvenida, no le había dicho a nadie en qué vuelo llegaría. Pero una fuerza invisible la llevó a mirar por la ventanilla.
Él estaba en la pista, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol estilo aviador, mirando el avión. El que tuviera acceso a la pista de aterrizaje decía mucho sobre su poder. Ningún otro civil habría tenido ese privilegio, pero ese hombre no era cualquiera. Era un Ferrara. Miembro de una de las familias más antiguas y poderosas de Sicilia.
«Típico», pensó Laurel. «Cuando lo necesitas, no aparece. Y cuando no es el caso…».
–¿Quién cree que es? –la amable compañera de vuelo estiró el cuello para ver mejor–. Aquí no tienen familia real, ¿verdad? Tiene que ser alguien importante si le dejan entrar en la pista de aterrizaje. ¿Qué clase de hombre necesita tanta seguridad? ¿A quién habrá venido a recibir?
–A mí –Laurel se levantó con el entusiasmo de un condenado camino a la horca–. Se llama Cristiano Domenico Ferrara y es mi esposo –pensó que ese había sido su segundo error. Pero pronto ella sería su exesposa. Una boda y un divorcio en el mismo viaje.
Eso sí que era matar dos pájaros de un tiro, aunque nunca había entendido qué tenía de bueno matar dos pájaros.
–Espero que tengan unas buenas vacaciones en Sicilia. No dejen de probar la granita. Es lo mejor –ignorando la mirada de preocupación de la mujer, Laurel sacó el bolso de viaje del compartimento superior y caminó por el pasillo dando gracias por haberse puesto zapatos de tacón. Los tacones altos proporcionaban seguridad en situaciones difíciles y, sin duda, esa lo era. Los pasajeros cuchicheaban y la miraban, pero Laurel no se daba cuenta; estaba demasiado preocupada preguntándose cómo sobreviviría a los siguientes días. Tenía la sensación de que iba a necesitar más que unos tacones de vértigo para salir adelante con bien.
«Testarudo, arrogante, controlador», ¿por qué había ido allí? ¿Para castigarse o para castigarla?
–Signora Ferrara, no sabíamos que contábamos con el placer de su presencia a bordo… –dijo el piloto, que la esperaba junto a la escalerilla de metal. Su frente estaba perlada de sudor–. Tendría que haberse presentado.
–No quería presentarme.
–Espero que haya disfrutado del vuelo –el piloto miraba la pista con nerviosismo.
El vuelo no podría haber sido más doloroso, porque volvía a Sicilia. Había sido una estúpida al pensar que podía llegar sin que nadie lo supiera. O Cristiano tenía los aeropuertos vigilados, o tenía acceso a las listas de pasajeros.
Cuando habían estado juntos, su influencia la había dejado boquiabierta. En su trabajo estaba acostumbrada a lidiar con celebridades y millonarios, pero el mundo de los Ferrara era extraordinario en todos los sentidos.
Durante un breve lapso de tiempo había compartido con él esa vida dorada y deslumbrante de los inmensamente ricos y privilegiados. Había sido como caer en un colchón de plumas tras pasar la vida durmiendo sobre hormigón.
Al verlo a los pies de la escalerilla, Laurel casi tropezó. No lo veía desde aquel día horrible cuyo recuerdo aún le daba náuseas.
Cuando Daniela había insistido en que cumpliera la promesa de ser su dama de honor, Laurel tendría que haberse negado porque suponía demasiado impacto para todos. Había creído que su amistad no tenía límite, pero se había equivocado. Por desgracia, era demasiado tarde.
Laurel sacó las gafas de sol del bolso y se las puso. Si él iba a jugara a eso, ella también jugaría. Alzó la barbilla y salió del avión.
El súbito golpe de calor tras la fría niebla de Londres la impactó. El sol caía sobre ella como plomo. Se aferró a la barandilla y empezó el descenso hacia el infierno que era la pista donde esperaba el diablo en persona. Alto, intimidante e inmóvil, flanqueado por guardaespaldas de traje oscuro, atentos a sus órdenes.
Era una llegada muy distinta a la primera, en la que todo había sido excitación e interés. Se había enamorado de la isla y de su gente.
Y de un hombre en concreto. De ese hombre.
No podía ver sus ojos, pero no necesitaba verlo para saber lo que estaba pensando. Percibía la tensión, sabía que él estaba siendo absorbido hacia el pasado, igual que ella.
–Cristiano –en el último momento recordó dar a su voz un tono de indiferencia–. Podías haber seguido cerrando algún trato de negocios en vez de venir a recibirme. No es que esperara un comité con banderitas de bienvenida.
–¿Cómo no iba a venir a recibir a mi querida y dulce esposa al aeropuerto? –la boca dura y sensual se curvó levemente hacia arriba.
Tras dos años, la impactó volver a verlo cara a cara. Pero más impresionante fue el hambre fiera que le atenazó el estómago, el intenso deseo que creía había muerto junto con su matrimonio.
Eso la desesperó, porque era como una traición de sus creencias. No quería sentirse así.
Cristiano Ferrara era un bastardo frío, duro e insensible, que ya no merecía un lugar en su vida.
Se corrigió automáticamente: no, no era frío. Todo habría sido más fácil si lo fuera. Para alguien tan emocionalmente cauta como Laurel, Cristiano, con su expresivo y volátil temperamento siciliano, había supuesto una peligrosa fascinación. La habían seducido su carisma, su virilidad y que le impidiera esconderse de él. Le había exigido una honestidad que ella nunca antes había tenido con nadie.
En ese momento, agradeció la protección adicional que le otorgaban las gafas de sol. No le gustaba revelar sus pensamientos, siempre se había protegido. Confiar en él había requerido todo su coraje y por ello su traición había resultado más devastadora aún.
Aunque no le vio hacer ningún gesto, uno de los coches se acercó a ella.
–Sube al coche, Laurel –el tono de voz gélido la envolvió, paralizándola. No podía moverse. Miró el interior del lujoso vehículo, evidencia del éxito de los Ferrara.
Se suponía que tenía que subir sin hacer preguntas. Seguir sus órdenes porque eso era lo que hacían todos. En su mundo, un mundo que la mayoría de la gente no podía ni imaginar, era omnipotente. Él decidía qué ocurría y cuándo.
Ella pensó que su tercer error había sido regresar. La ira que había controlado durante dos años empezaba a corroerla como un ácido.
No quería subir a ese coche con él. No quería compartir un espacio cerrado con ese hombre.
–Estoy mareada después del viaje. Antes de ir al hotel, voy a pasear por Palermo un rato –había reservado un hotel pequeño, invisible al radar de un Ferrara. Un sitio donde recuperarse del impacto emocional de asistir a la boda.
–Sube al coche, o te subiré yo –siseó él–. Avergüénzame en público otra vez y te arrepentirás.
Otra vez. Porque ella había hecho exactamente eso. Había tomado su orgullo masculino y lo había roto en pedazos, y él nunca la había perdonado.
Perfecto, porque ella no lo había perdonado a él por abandonarla cuando más lo necesitaba.
No podía perdonar ni olvidar, pero daba igual porque no quería reavivar su relación. No quería arreglar lo que habían roto. Ese fin de semana no tenía que ver con ellos, sino con la hermana de él.
Su mejor amiga.
Laurel se centró en esa idea, agachó la cabeza y subió al coche, agradeciendo los cristales opacos que la ocultarían del escrutinio de los pasajeros que observaban desde el avión.
Cristiano se reunió con ella y los pestillos de seguridad chasquearon, recordándole que la adinerada familia Ferrara siempre era un objetivo y necesitaba protección.
Él se inclinó hacia delante y le habló al chófer en el italiano, cantarín y sedoso, que ella adoraba. Dados sus negocios internacionales, usaba más el italiano que el dialecto siciliano local, más gutural, aunque no le costaba nada cambiar de uno a otro.
–¿Cómo sabías que venía en ese vuelo? –preguntó Laurel, envidiando la libertad de los pasajeros que empezaron a desembarcar.
–¿Lo preguntas en serio?
Si había algo que la familia Ferrara desconocía, era porque no le interesaba. La amplitud y alcance de su poder era abrumadora, sobre todo para alguien como ella, llegada de la nada.
–No esperaba que me recibieras. Iba a ponerle un mensaje a Dani, o llamar a un taxi, o algo.
–¿Por qué? –su musculosa pierna estaba muy cerca de la de ella, invadiendo su espacio personal–. ¿Querías averiguar si pagaría el rescate si te secuestraban? –exudaba poder y, de repente, ella comprendió por qué se había dejado llevar. Apenas podía pensar en su presencia. Incluso en ese momento, su sexualidad la dejaba sin aire.
–Pronto tendremos la sentencia de divorcio –intentó ampliar la distancia entre ellos–. Seguramente les habrías pagado para librarte de mí. Tu insolente y desobediente exesposa.
–Hasta que la tinta se seque en esos documentos, eres una Ferrara. Actúa como una –la tensión entre ellos adquirió un punto máximo.
Laurel recostó la cabeza. Laurel Ferrara. Un recordatorio legal de que había tomado una mala decisión. El apellido sonaba mejor que la realidad.
La grande y poderosa familia Ferrara estaba unida por vínculos de sangre y siglos de historia. El apellido era sinónimo de éxito, deber y tradición. Incluso Daniela, a pesar de su rebeldía y su educación en una universidad inglesa, iba a casarse con un siciliano de buena familia. Su futuro estaba planificado. Pasado un año tendría un bebé. Y después otro. Eso hacían los Ferrara. Traer a otros Ferrara al mundo para continuar la dinastía.
Laurel sintió ardor en la garganta y volvió a dar gracias por las gafas de sol que ocultaban sus ojos. Había muchas cosas sobre las que no se permitía pensar. Lugares que su mente tenía prohibidos.
Hacia más de dos años que no lo veía y se había obligado a no mirar sus fotos ni buscar imágenes en Internet, consciente de que la única forma de sobrevivir era borrarlo de su cerebro.
Pero era imposible. Cristiano era tan guapo que, fuera donde fuera, las mujeres se lo quedaban mirando. Eso la había irritado aun sabiendo que él no hacía nada para atraer esa atención.
El deseo ganó la partida a la fuerza de voluntad y lo miró de reojo.
Incluso con vaqueros negros y una camisa polo, estaba tan espectacular que su cuerpo vibró, reaccionando a esa masculinidad salvaje que era parte inherente de él. Esa virilidad era su orgullo, y ella le había propinado un golpe letal.
–¿Por qué no ha venido Dani contigo?
–Mi hermana cree en los finales felices.
Ella se preguntó qué se suponía que quería decir eso. ¿Acaso Daniela creía que dejándolos solos caerían uno en brazos del otro, salvando un abismo mayor que el del Cañón del Colorado?
–Siempre creyó en los cuentos de hadas – Laurel rememoró los amagos casamenteros de Dani en la universidad. Un recuerdo del pasado se hizo presente en la tristeza de su mente. Una habitación infantil, con cama con dosel y bonitas lámparas. Estanterías de libros que dibujaban la vida como una aventura feliz. Un dormitorio de fantasía. Enojada consigo misma por pensar en eso, movió la cabeza para desalojar la imagen–. Dani es una romántica incurable. Supongo que por eso va a casarse a pesar de… –calló, pero él terminó la frase.
–¿De ser testigo del desastre de nuestro matrimonio? Teniendo en cuenta tu relajo con los votos matrimoniales, me asombra que hayas accedido a ser dama de honor. Una decisión bastante hipócrita, ¿no crees?
Él le echaba la culpa, absolviéndose de toda responsabilidad, pero Laurel no se molestó en discutir. Si la odiaba, mejor. Su hostilidad servía para envenenar los peligrosos sentimientos que escondía en lo más profundo del corazón.
En cuanto a ser dama de honor de Dani… Laurel había pensado en un millón de razones para negarse, pero no había podido decirle ninguna a su amiga. Ese había sido su cuarto error. No entendía cómo había cometido tantos.
–Soy una amiga leal.
–¿Leal? –lenta y deliberadamente, se quitó las gafas de sol y la miró. Los ojos oscuros enmarcados por espesas pestañas mostraron su lucha interna–. ¿Te atreves a hablar de lealtad? Puede que sea un problema lingüístico porque no compartimos la definición de la palabra –a diferencia de ella, no escondió sus emociones.
Eso hizo que Laurel se retrajera. Ya tenía bastante con manejar sus propios sentimientos. Se apretó contra el asiento e intentó calmar su respiración. Podría haberle lanzado sus acusaciones, pero eso los habría llevado de vuelta al pasado y ella quería avanzar. Sintió que tenía los dedos helados y le temblaban las piernas.
–Si vas a entregarte a una de tus volcánicas explosiones estilo siciliano, al menos espera hasta que estemos en una habitación. Solo es una boda, podemos pasar el trago sin matarnos.
–¿Solo una boda? Así que las bodas no tienen mayor importancia, ¿es eso, Laurel?
–Vamos a dejarlo, Cristiano –dijo. Él era incapaz de entender que podía haberse equivocado, incapaz de pedir disculpas. Sabía que la ausencia de la palabra «perdón » en su vocabulario era cuestión de ego, no de pobreza lingüística.
–¿Por qué? ¿Por qué te da miedo sentir? Admítelo. Te aterroriza lo que sientes cuando estás conmigo. Siempre ha sido así.
–Oh, por favor…
–Te quema, ¿verdad? –su voz sonó suave y peligrosa–. Te asusta tanto que tienes que rechazarlo. Por eso te fuiste.
–¿Crees que me fui porque me daba miedo cuánto te quería? –llameaba de ira–. Eres tan arrogante que necesitas una isla entera para alojar tu ego. ¿Seguro que Sicilia es lo bastante grande? ¡Tal vez también deberías comprar Cerdeña!
–Estoy en ello –replicó, lacónico y sin atisbo de ironía–. Si no te importa, ¿por qué no has vuelto?
–No había nada por lo que volver –Laurel miró al frente pensando que, sin embargo, había muchas razones para mantenerse alejada.
–Tienes buen aspecto. ¿Liberas el estrés haciendo ejercicio?
–Me gano la vida con el ejercicio, es mi trabajo. He venido por tu hermana, no por nos… –la palabra se le atragantó– por ti o por mí.
–Ni siquiera puedes decirlo, ¿verdad? Nosotros, tesoro. Esa es la palabra. Pero el concepto de formar parte de un «nosotros» siempre fue tu mayor reto –Cristiano se recostó, relajado y seguro de sí mismo–. Prefiero que no utilices la palabra «leal» con respecto a ti misma. Esa me irrita de verdad. Seguro que lo entiendes.
Laurel se sentía como un torero ante un toro bravo, pero sin más protección que su propia ira. Y esa ira la quemaba, porque él hablaba como si no hubiera tenido nada que ver con la ruptura.
«Es incapaz de verlo», pensó. Era incapaz de ver lo que había hecho mal. Y eso hacía que todo fuera mil veces peor. Una disculpa podría haber ayudado, pero antes de pedir perdón, Cristiano tendría que admitir que tenía parte de culpa.
–¿Cómo está Dani? –preguntó, prefiriendo cambiar de tema.
–Deseando forma parte de un «nosotros» oficial. A diferencia de ti, no teme la intimidad.
Ella recordó haber pensado que su relación era demasiado perfecta. El tiempo le había dado la razón. Había sido una perfección tan frágil como el algodón de azúcar.
–Si vas a seguir metiéndote conmigo, tal vez debería tomar el primer vuelo de vuelta a casa.
–Nada de eso, sería demasiado fácil. Al fin y al cabo, eres nuestra huésped de honor.
El tono amargo de su voz le dolió más que sus palabras, era como frotar un limón en una herida abierta. A veces, cuando el dolor era insoportable, Laurel se preguntaba si habría sido mejor no conocerlo nunca. Siempre había sabido que la vida era dura, y conocer a Cristiano Ferrara había sido como convertirse en protagonista de su propio cuento de hadas. Lo que no había sabido era cuánto más dura sería la vida tras renunciar a él.
–Es obvio que venir no ha sido buena idea.
–Si no se tratara de la boda de Dani, no se te habría permitido poner un pie en la isla.
Ella no dijo lo obvio: la boda de Dani era lo único que podría haberla llevado allí. El divorcio podía solucionarse con distancia de por medio.
Llevaban quince minutos conduciendo por Palermo, un caos de calles repletas de iglesias góticas y barrocas y palacios antiguos. En la zona centro se encontraba el Palazzo Ferrara, residencia urbana de Cristiano, que a veces se utilizaba para bodas y conciertos, cuyos mosaicos y frescos atraían a estudiosos y turistas de todo el mundo. Era una de sus muchas casas y apenas la utilizaba.
Laurel, en cambio, se había enamorado de ella. Tuvo que esforzarse para no pensar en la diminuta capilla privada en la que se habían casado.
Sabía que él, a pesar de su linaje aristocrático y su conocimiento enciclopédico del arte y la arquitectura siciliana, prefería un entorno moderno con los últimos avances tecnológicos. Cristiano sin Internet sería como Miguel Ángel sin un pincel.
Miró por la ventanilla y vio que se habían incorporado a la carretera que llevaba al Ferrara Spa Resort, uno de los mejores hoteles del mundo, el sueño de cualquier viajero. Un escondite para la esfera más alta de la sociedad internacional que buscaba privacidad. Allí estaba garantizada, tanto por la legendaria seguridad Ferrara como por la geografía costera. Los hermanos Ferrara habían construido el exclusivo complejo vacacional en una península de playa privada y exuberantes jardines. Era un paraíso mediterráneo en el que cada villa era la pura expresión del lujo y la intimidad.
Había sido allí, en un exclusiva villa situada en un promontorio rocoso, al final de la playa privada, donde habían pasado las primeras noches de su luna de miel. La villa que Cristiano había construido para sí mismo. El paraíso de un soltero.
–He reservado una habitación en otro hotel –Laurel se había puesto rígida. No podían haberle reservado una habitación allí.
–Sé perfectamente dónde ibas a alojarte. Mi oficina canceló la reserva. Te quedarás donde yo diga y agradecerás la hospitalidad siciliana, que nos impide rechazar a un invitado.
–Mi plan era alojarme en otro sitio y asistir solo a la boda –a Laurel se le encogió el estómago.
–Daniela quiere que participes en todo. Hoy es la fiesta local. Traje y corbata. Bebida y baile. Como dama de honor, se espera tu presencia.
¿Bebida y baile? Laurel sintió un escalofrío.
–No pensaba participar en las celebraciones prenupciales. He traído mi ordenador portátil. Ahora mismo tengo mucho trabajo pendiente.
–Me da igual. Estarás allí y sonreirás. Nuestra separación es amistosa y civilizada, ¿recuerdas?
Lo que ella sentía y lo que veía en los ojos de él distaban muchísimo de algo civilizado. Su relación nunca lo había sido. Habían compartido una pasión ardiente, salvaje y sin control. Por desgracia, esas llamas habían consumido su capacidad de pensar.
Laurel inspiró profundamente, la apabullaba la idea de ver a los Ferrara. La odiaban, por supuesto. En parte, lo entendía. Desde su punto de vista, era la chica inglesa que había renunciado a su matrimonio, algo imperdonable en su círculo. En Sicilia los matrimonios sobrevivían. Si había alguna aventura, se hacía la vista gorda.
Ella no sabía qué decía el manual sobre lo que les había ocurrido a ellos. Cuáles eran las normas para sobrellevar la pérdida de un bebé y el apabullante egoísmo de un esposo.
Lo único que la había ayudado en todo el desastroso episodio había sido que Dani, la generosa y extrovertida Dani, se había negado a juzgarla. Y, para agradecer ese apoyo, allí estaba, enfrentándose a un infierno por su mejor amiga.
–Haré lo que se espere de mí –dijo ella, pensando que era una actuación. Si tocaba sonreír, sonreiría; si bailar, bailaría. De niña había aprendido a ocultar sus emociones: lo exterior no tenía por qué reflejar lo interior.
Se sintió capaz de enfrentarse a la situación hasta que cruzaron las verjas del complejo y comprendió que el chófer tomaba la carretera privada que iba a Villa Afrodita. La joya de la corona. El escondite y respiro de Cristiano tras las exigencias de su imperio empresarial.
Cuando habían construido el complejo, habían instalado allí la sede de la corporación. Laurel siempre había admirado la oficina de Cristiano, que sacaba el máximo partido del entorno costero. Cristiano era ingeniero de estructuras y su talento era visible en el innovador diseño de su oficina.