Siempre nos quedará la Habana - Luis Cerioni - E-Book

Siempre nos quedará la Habana E-Book

Luis Cerioni

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Marzo de 2016 fue un mes agitado en La Habana. Esta novela cuenta el viaje de un antropólogo argentino para escribir un artículo sobre la ciudad, en el preciso momento en que Barack Obama y los Rolling Stones visitaban la isla, como parte de la breve apertura de relaciones entre Cuba y Estados Unidos, Dentro de ese contexto se dará su encuentro con Nabetse, la guía que lo acompaña, una mujer cubana negra, abogada y docente, con quien tendrá un romance y varias conversaciones sobre la vida actual en Cuba. La novela de Luis Cerioni hace que se crucen y dialoguen (tanto como sea posible) las dimensiones temporales: el presente, pasado y futuro de la Revolución, lo que las mujeres y los hombres hacen en torno a ella.

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Seitenzahl: 169

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Luis Cerioni

Siempre nos quedará la Habana

 

Saga

Siempre nos quedará la Habana

 

Copyright © 2020, 2022 Luis Cerioni and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726903218

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Ella, porque en ella encontré a Nabetse

y descubrí una Habana auténtica y sincera.

Y también a Ella, porque es sal y es luz.

Siempre nos quedará París, le dice Rick (Humphrey Bogart) a la bella Ilsa (Ingrid Bergman), en el momento que saben que se separarán para siempre, al despedirse en el aeropuerto, en el final de Casablanca.

 

Es una de las frases más hermosas jamás dichas en el cine y en la vida. Siempre nos quedará ese lugar donde fuimos intensamente felices, donde conocimos la plenitud, donde reímos, donde lloramos, donde sentimos la caricia de lo absoluto, donde nos creíamos eternos y lo fuimos, porque ahí –en ese exacto y único lugar que jamás perderemos, que siempre será nuestro– nos enamoramos con un amor tan extremo, tan loco, que solo podía durar para siempre, ni un día menos que la eternidad.

José Pablo FeinmannSiempre nos quedará París

Se terminó, se terminó.

Perdieron todas las apuestas

los cantores de protesta.

Al final el reggaeton mueve el mundo.

Se terminó, se terminó.

Tocan los Rollings en La Habana.

Y la Revolución cubana pega un giro

más hermoso y profundo.

Se terminó, se terminó.

Fito Páez Se terminó La Ciudad Liberada - Arriola Records

I

Domingo 20 de marzo de 2016

 

LOS ROSTROS DE LA HABANA

 

“Las ciudades, como el resto de los seres, suelen tener su esqueleto por dentro, tapado por sus carnes. La Habana tiene su esqueleto afuera, derritiéndose al sol. Es una de las ciudades más bellas del mundo, grandiosa y descascarada, que las manos de un dios yoruba o socialista ha detenido en el momento inmediatamente anterior al derrumbe final”. ¿Así será La Habana, como la describió Martín Caparrós? O tal vez sea como la pintó Carlos Carnicero: “Reina del Edén. Perla sandunguera y sabrosona que borra con son y buen humor la carestía y una inestable situación sociopolítica, atrae como un imán al viajero y le seduce con sus curvas de arena blanca y la sensual provocación de sus mujeres. Durante todos los días del año, el ron y los mojitos relajan la atención; y el clima incomparable de su cielo envuelve en sudor los problemas hasta deshidratarlos. Si en algún lugar de este mundo tiene uno la obligación de perder la compostura, sin duda es en esta tierra bendecida por las ganas de vivir”. ¿O tendrá muchos rostros, como la vio Ángel Tomás González? “La Habana es mágica, irreverente, conservadora, libertina, bulliciosa, alegre, melancólica, encandilante, oscura, rica y pobre. Semeja a los espejos de las ferias que deforman o repiten íntegramente la figura según desde donde se la mire. No existe una única Habana, hay cientos de ellas. Todo depende de dónde se la contemple”.

Bueno será descubrirlo.

¿Y la Revolución? ¿Será la Revolución cubana “un sueño eterno”, parafraseando el título de la inolvidable novela de Andrés Rivera? ¿O “es lo que pudo ser y no lo que quiso ser”,como lo lamentó Eduardo Galeano, y ya no queda lugar para los sueños? ¿Sobrevivirá a la dinastía de los Castro, a la era de Internet y las redes, que ya no permiten ocultar la realidad, tal como se ha pretendido durante años? ¿Expectativa, curiosidad, incertidumbre, oportunidad, indiferencia? ¿Qué estado de ánimo provoca en los cubanos este nuevo proceso que se abre después de casi sesenta años? Todo esto me pregunto esta mañana de domingo soleada y húmeda, y lo anoto en mi diario de viaje como temas de investigación. El vuelo de Copa Airlines –que me trae de Argentina previo trasbordo en Panamá– acaba de aterrizar a las once de la mañana hora local y yo aguardo concluir con los trámites de arribo en el modesto aeropuerto José Martí que, colmado de uniformados verde olivo, registra un inusual despliegue de medidas de seguridad y una agobiante demora producto de su artesanal burocracia.

Llego a La Habana para escribir un reportaje sobre la ciudad y su gente; describir los lugares más emblemáticos, indagar sobre algunos tramos significativos de su historia política, sus costumbres, su cultura y su vida cotidiana; descubrir sus voces, colores, olores y sabores; observar lo que hacen, escuchar lo que dicen y desentrañar lo que piensan hoy los cubanos de tres generaciones (los contemporáneos a Fidel – que aún son muchos–, sus hijos y sus nietos) sobre un gobierno revolucionario (¿revolucionario?) que lleva casi sesenta años en el poder. Tomar el pulso de este momento sociopolítico, tras el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos y la visita a La Habana de Barack Obama –el único presidente norteamericano que pisará la Isla, después de ochenta y ocho años– y de la increíble presentación de los Rolling Stones en la Ciudad Deportiva, el viernes próximo. Un trabajo de campo, como decimos los antropólogos, un retrato actual que permita hacer un diagnóstico aproximado y ensayar un pronóstico tentativo sobre el futuro cercano.

II

JIMMY Y CARIDAD:

DOS CARAS DE LA REVOLUCIÓN

 

Después de algunas horas de espera en el aeropuerto paseo, sin apuro, en el taxi conducido por Jimmy, un mulato de ojos negros, pelo corto, de aproximadamente veinticinco años, que viste una gorra de béisbol azul con la visera hacia atrás, una remera negra con la imagen en rojo del rostro de Bob Marley, jeans azules gastados y zapatillas de cuero blanco. Despreocupado, acompaña con su silbido un reguetón que escucha desde el receptor que lleva en el auto. Mulato, aunque a veces se lo use como tal, no es un término peyorativo sino reconocido por la Real Academia Española para definir la unión de la raza negra con la blanca, como se utiliza también el término mestizopara definir la fusión del indio con el blanco.

Al llegar al Capitolio se corta la música y Radio Habana Cuba anuncia: “Siendo las cuatro y veinte p.m., cuando el cielo se ha nublado y comienza a llover sobre La Habana, el presidente de Estados Unidos Barack Obama, junto a su esposa Michelle, sus hijas y su suegra, y al frente de una amplia delegación, arriba al aeropuerto José Martí en visita oficial a Cuba hasta el 22 de marzo, siendo recibido al pie del avión Air Force One por el canciller Bruno Rodríguez y otros funcionarios de gobierno”.

Luego de escuchar la noticia, Jimmy me tira un primer indicio sobre la situación actual.

—Yo estuve viviendo en Miami, amigo. Pero regresé a La Habana. Allá hay que trabajar duro, ¿sabe? ¿Y cuándo se vive? —me pregunta, y adivino su pensamiento—. Están todos locos, lo único que hacen es trabajar. Tampoco quise seguir la Universidad, ¿para qué?, ¿para ganar veinte CUC por mes? No es que no me guste trabajar; como no tengo familia a cargo pude ahorrar unos cuantos dólares en el Norte y arreglar este carro que estaba muerto. Con esto de la apertura lo pude comprar y ahora soy un cuentapropista. No fue fácil, algo de mecánica conozco y debí pedir ayuda a mis amigos de Miami para conseguir allá, en las tiendas de autopartes de carros antiguos, algunos repuestos y adaptarlos a mi Cadillac. También me traje la pintura original; aquí en Cuba, ¡ni preguntar!, si por suerte consigues algo vale veinte veces más. Todos los meses debo entregar una renta al Estado por el servicio de taxi, pagar la licencia, la seguridad social y el diez por ciento de mis ganancias, pero lo que me queda es mío, no como a los taxistas de los grandes hoteles, que tienen carros del Estado pero deben hacerse cargo de todos los gastos, pagar la renta y recién el resto es para ellos; en temporada baja el dinero que ingresa es poco.

Jimmy averigua de dónde soy. Cuando le digo que de Argentina, me pregunta si he visto jugar a Maradona. Le respondo que sí, y que nunca lo hizo mejor que en el Napoli y en el Mundial de México de 1986. Me cuenta que en el 2000, cuando el Diego llegó a La Habana para tratarse por la droga, él era un chama (como se le dice en Cuba a los pibes). A Maradona lo habían internado en La Pradera –un centro de salud ubicado en el municipio de La Playa– y el lugar siempre estaba rodeado de periodistas y de chicos como él que querían conocerlo, y que el Diego a veces salía a saludarlos o a regalarles pelotas o camisetas de la Selección Argentina con el 10 en la espalda. Que tuvo la suerte de conocerlo y recibir una pelota un día que su hermano Jorge Luis lo llevó en su bicitaxi hasta La Playa. Se calla y el silencio nos invade; parece que el recuerdo ha logrado emocionarlo.

Tengo hambre. Invito a Jimmy a que me acompañe a almorzar. Me dice que no, pero que vaya al Hotel Parque Central, que ahí se come bien. Que él aparcará al frente, en el Inglaterra, donde veo una gran cantidad de almendrones de pintorescos colores estacionados en diagonal. Me dice que puedo dejar el equipaje en el auto: “No hay cuidado, en La Habana no se roba, amigo”.

—¿Por qué almendrones? —le pregunto mientras estoy bajando.

—Es por su parecido con una almendra gigante, eso dicen todos, pero no se sabe bien de dónde salió eso —dice—. Hubo un tiempo que a los taxis colectivos se los llamaba boteros, en alusión a los botes que antes cobraban por cruzar la bahía o el río Almendares a golpe de remo. Al menos se sabe por qué se los llama así. De ahí que a los choferes de almendrones colectivos que circulamos por la ciudad nos llamen boteros, y a los de las rutas, ruteros.

Cruzo la calle e ingreso al Hotel Parque Central. Me siento junto al ventanal del enorme y elegante bar y me dispongo a almorzar. Consulto la carta y, en cuanto se acerca el camarero, pido un calzone de langosta, un flan de caramelo y dos daiquiris bien helados. Bebo uno y, mientras espero que llegue la comida, me deleito con la música que toca en el piano, muy cerca de mí, una bella anciana negra vestida con un traje sastre de pantalón y chaqueta blanquísimo, impecable. Se presenta, me dice que se llama Caridad. Giro la cabeza y, tras el ventanal, veo el Gran Teatro de La Habana, donde el martes hablará Barack Obama, acto al cual asistiré como invitado por la Embajada de Cuba en Argentina. Vuelvo a la dama del piano y le pido que toque Rhapsody in Blue mientras le acerco uno de los daiquiris.

—Con gusto, caballero, y gracias por la gentileza. ¿Eres de Manhattan? —me pregunta.

—No, soy argentino —digo.

—Entonces debiste pedirme un tango, ¿no crees?

—Quise estar a tono con las circunstancias —respondo.

—¿Lo dices por la visita de Obama?

—Sí.

—Entonces debería tocar… —dice, mientras acomoda su cuerpo en la banqueta y comienza a ejecutar unos acordes y al instante se detiene—. ¿Conoces esta danza? —me pregunta.

—No —le respondo.

—Ilusiones perdidas, de Ignacio Cervantes, un compositor cubano del siglo XIX. Fue uno de los primeros músicos del continente en identificar su obra con el sentimiento nacionalista; decía que la emancipación de los pueblos era una cuestión natural y utilizó la música como arma de lucha. Aunque murió en Cuba, vivió exiliado y luchando por su patria.

—¿Qué me quiere decir? —le pregunto.

—Que los forasteros parecen más entusiasmados que los cubanos con la llegada de Obama. Los cubanos somos conversadores y curiosos, pero desconfiados; nos gusta descargar; y si no, ve aquí nomás, en el Parque Central, ahorita deben haber grandes discusiones sobre la presencia de Obama en la Isla, pero más grande debe ser la discusión por el juego de pelota entre los Rays de Tampa Bay con la Selección Nacional en el Latino, el 22; dicen que Obama y Raúl van a ir. Sin el juego de pelota no se podría contar la historia de ninguna de las dos naciones, está en la identidad, en el corazón de ambos pueblos, tan cerca y tan lejos. Es vivo el Negro. Por eso te digo que el entusiasmo que puede haber no pasa por esperar que algo cambie sino por su simpatía, porque es negro o por la curiosidad que despierta su visita.

—Y usted, ¿qué espera de todo esto, Caridad?

—He visto mucha agua correr desde que llegué a este mundo, caballero. Yo tenía doce años cuando Fidel, en 1953, atacó el cuartel Moncada, y dieciocho cuando triunfó la Revolución y vi a Fidel dar el discurso victorioso del 1° de enero de 1959 desde el pequeño balcón del Ayuntamiento, luego de la huida de Batista. Estaba en el Parque Céspedes, junto a todo el pueblo de Santiago. Todavía recuerdo con exactitud las palabras que dijo: “¡Al fin hemos llegado a Santiago! Duro y largo ha sido el camino, pero hemos llegado. La Revolución empieza ahora”. Yo no era fea, tenía una cintura de avispa y la música en la sangre; soy de Santiago, imagínate. Fidel es de por ahí cerca, de Birán, un pueblo de la provincia de Holguín, aunque muchos creen que nació en Santiago. Alto, de treinta y tantos años, apuesto, barbudo, valiente, abogado, muy seductor; aparecía como el Robin Hood que venía a salvar a los pobres de Cuba, que en esa época la estábamos pasando bastante mal. Reunía todo lo que hacía falta para que una muchacha como yo y otras tantas cubanas se enamoraran perdidamente de él. Los primeros tiempos de la Revolución fueron duros. En Santiago se respiraba Revolución y todos los adolescentes y también nuestros padres estábamos con Fidel. Cuando Cuba se alió a la Unión Soviética para que la Revolución pudiera sobrevivir empezó un periodo de bienestar que terminó también cuando aquello se cayó y vino la pesadilla del Periodo Especial. Ahora estamos bien. Vieras tú qué era Cuba en el 93. Nos ha salvado la educación; al pueblo educado no lo pueden engañar, sabe lo que quiere y lo defiende. El Che y Camilo también eran nuestros héroes; Raúl un poco menos, él siempre ha sido distante; Fidel, en cambio, nos hacía erizar la piel cuando pronunciaba sus maratónicos discursos en la Plaza de la Revolución. Pero más allá de la vejez y de la enfermedad que le impidió continuar ejerciendo el poder, para los de nuestra generación Fidel sigue siendo el gran referente que permitió sostenernos y que hizo que seamos un pueblo culto, sano y digno, aunque no hemos dejado de ser pobres. Aún hoy esperamos ansiosos leer sus artículos en el Granma.

—¿Y cómo ve a los jóvenes, Caridad?

—Nuestros muchachos y hembras jóvenes están deslumbrados con esos pantalones de mezclilla todos rotos y con la Internet; se los ve en todas las esquinas de La Habana Vieja y en La Rampa conectados y con móviles muy caros que les mandan sus parientes en las remesas, pero son espejitos de colores, caballero; como hicieron los españoles cuando llegaron a América. Ya no les interesa la política. Nosotros, en la Universidad militábamos, hacíamos los trabajos solidarios y estudiábamos con fervor la carrera que habíamos elegido, en mi caso la música. Hoy eso ya no se ve. No estudian, no les gusta la buena música; con lo bonita que es la nuestra, todo el día se la pasan escuchando reguetón y maniobrando esos móviles.

—No me contestó qué espera usted, Caridad, de la apertura.

—Creía que te habías dado cuenta. A mi edad no espero demasiado. Solo que la artrosis me deje tocar el piano hasta mi último suspiro y algún que otro guapo como tú me pida sus temas preferidos. Cuando era una muchacha me pasaba las tardes enteras en el Parque Céspedes, de Santiago, pidiéndole al Ángel Alado de la Anunciación –que se encuentra ubicado entre las dos torres gemelas de la fachada de la Catedral– que me permitiera estudiar música. Siempre soñé con tocar el piano, pero era muy pobre, imposible que mis padres me compraran un piano o me pudieran pagar los estudios. Tenía veinte años cuando me vine a La Habana, con mucha pobreza pero también con muchas ilusiones. Yo quería triunfar y La Habana era la gran ciudad. Aquí tenía unos tíos, y mi tía Rosa, que fue como una madre prácticamente para mí, me hospedó en su casa y, gracias a Fidel, pude estudiar en el Conservatorio, que era gratuito. En esa época quedaba ahicito, en el Paseo del Prado. De grande he vuelto a mi Santiago; no soy de visitar las iglesias pero me he dado el gusto de subir a la terraza del Hotel Casa Granda, que está justo enfrente del Parque Céspedes, y agradecer desde allí al Ángel Alado de la Anunciación por todo lo que me dio, mientras saboreaba un delicioso té a la Suprema con un poco de ron, limón, hierbabuena y miel. Respondiendo a tu pregunta, caballero, si lees la historia de Cuba verás que los del Norte nunca nos dieron nada más que dolores de cabeza. Buscan su beneficio y, aunque Obama tenga sangre de negros, en lo primero que piensa es en el interés de su país. Saben que no han ganado nada importante con el embargo, pero han hecho mucho daño, el pueblo cubano hizo muchos sacrificios para soportarlo, y si lo levantan es porque a ellos les puede convenir, sobre todo por el turismo y la inversión en transporte y hoteles que pueden hacer en la Isla.

Se acomoda en el piano y me complace con Rhapsody in Blue, que me trae el recuerdo de aquella inolvidable película que es Manhattan, de Woody Allen, y de la no menos inolvidable foto que todos buscamos al recorrer Nueva York, que aparece en el póster que se tomó en la zona de Sutton Place, en la placita ubicada frente al East River con vista al puente de Queensborough.

Miro el reloj y corroboro que ha pasado ya una hora. Pago al camarero, me acerco a Caridad, le doy su propina y un beso, y me voy al encuentro de Jimmy.

Subimos al taxi y me lleva por el Paseo del Prado hasta llegar a Avenida de Maceo. Toma hacia el oeste, de mano al Malecón; el mar está tranquilo, a pesar de la lluvia que cae y forma una neblina que apenas deja ver los edificios de El Vedado, hacia donde nos dirigimos. La radio dice que Obama y su comitiva recorren La Habana Vieja a pie, bajo la lluvia, guiados por Eusebio Leal, historiador de la ciudad, y que en ese momento se encuentran en la Plaza de Armas, en el Palacio de los Capitanes Generales, actual Museo de la Ciudad, donde el mandatario norteamericano puede apreciar un cuadro con la imagen de Abraham Lincoln, el decimosexto presidente de los Estados Unidos.

En unos minutos llegamos al Hotel Nacional.

III

NABETSE ME GUÍA

POR EL MONUMENTO NACIONAL

 

Bajo del Cadillac Cabriolet color guinda y canela modelo 59, el taxi que Jimmy mantiene impecable. Cuando nos despedimos, él me entrega su tarjeta para que lo llame cuando lo necesite. En cuanto alzo la mirada la veo allí parada, protegiéndose de la lluvia, bajo el portal de entrada del Hotel Nacional.