Siempre nos quedará París - Jessica Hart - E-Book
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Siempre nos quedará París E-Book

JESSICA HART

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Beschreibung

El amor está en el aire Gracias a mis asombrosos poderes de persuasión, la esquiva estrella de la televisión, Simon Valentine, presentará nuestro nuevo documental sobre el romanticismo. No ha sido fácil. Simon, un gurú de las finanzas, cree que es ridículo verse convertido en el hombre más deseado del momento. Dice que ahora se aleja de los asuntos del corazón, pero seguro que debe de quedarle algo de romanticismo en el cuerpo. Aunque me gustaría averiguarlo de primera mano, he decidido no hacer caso a los hombres tras el desastroso final con mi último novio. Debo ser profesional, pero no será fácil porque vamos a rodar en la ciudad más romántica del mundo…

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Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Jessica Hart. Todos los derechos reservados.

SIEMPRE NOS QUEDARÁ PARÍS, N.º 2469 - julio 2012

Título original: We’ll Always Have Paris

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0674-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

Media Buzz

Sabemos que Producciones MediaOchre está celebrando un lucrativo encargo del Canal 16 para hacer un documental sobre la industria del amor. MediaOchre mantiene los detalles en secreto, pero los rumores dicen que ya hay una intrigante lista de presentadores haciendo cola. Stella Holt, que aún disfruta de su meteórico ascenso de «mujer de futbolista» a presentadora de un programa de entrevistas dice que está «emocionada» de haber sido invitada para conducir el programa, pero mantiene el silencio en cuanto a la identidad de su copresentador.

Se rumorea el nombre del economista Simon Valentine, cuyo agresivo documental sobre los sistemas bancarios y su impacto en los más pobres tanto aquí como en los países en vías de desarrollo ha conducido a un estallido de proyectos de microfinanciación que se cree supondrán unas oportunidades revolucionarias para millones de personas alrededor del mundo. Valentine, una reacia celebridad, dio el salto a la fama con su preciso análisis de la recesión global en las noticias, y desde entonces se ha convertido en el objeto de deseo de las mujeres pensadoras de todo el país. MediaOchre se niega a confirmar o negar el rumor. Roland Richards, su flamante productor ejecutivo, se muestra inusualmente taciturno sobre el tema y por el momento se está ciñendo a un «sin comentarios».

–NO –DIJO Simon Valentine–. No, no, no, no, no. No.

A Clara le dolían las mejillas de sonreír. Simon no podía verla por teléfono, claro, pero había leído en alguna parte que la gente respondía de una forma más positiva si sonreías al hablar.

Aunque eso no parecía estar teniendo efecto en Simon Valentine.

–Sé que es difícil tomar una decisión sin tener todos los datos –dijo ella intentando desesperadamente evocar a su Julie Andrews interna. Sonrisas y lágrimas era su película favorita y, si Julie había hecho frente a un capitán y a siete niños, ella no debería verse intimidada por un poco amable economista–. Me gustaría conocerle y responder a cualquier pregunta que tenga sobre el programa.

–No tengo ninguna pregunta ni ninguna intención de aparecer en su programa.

Clara tenía la sensación de que la positiva sonrisa que intentaba mantener estaba empezando a parecerse más a la sonrisa de un maníaco.

–Comprendo que puede que quiera tomarse algo de tiempo para pensarlo.

–Mire, señorita… como se llame…

–Sterne, pero, por favor, llámeme Clara.

Simon Valentine ignoró la invitación.

–No sé cómo dejarlo más claro –respondió él con una voz tan controlada y tensa como la imagen que salía de la pantalla del ordenador de Clara.

Lo había buscado en Google esperando encontrar alguna fisura en su impecable armadura, un atisbo de humor o un interés compartido que ella pudiera utilizar para establecer una conexión con él, pero los detalles sobre su vida privada eran frustrantemente escasos. Tenía un doctorado por Harvard en Economía del Desarrollo, fuera lo que fuera eso, y en la actualidad era analista financiero para Stanhope Harding, pero ¿de qué le servía eso a ella? No se podía sacar conversación con temas como los tipos de interés o el valor de la libra, o, por lo menos, no podías si sabías tan poco sobre economía como Clara. Había esperado descubrir que estaba casado, que tocaba la batería en su tiempo libre, o que tenía una hija a la que le encantaba el ballet o… algo. Algo con lo que pudiera relacionarse.

Lo que sí sabía era su edad, treinta y seis años, y la historia de cómo había utilizado discretamente su inesperada fama para revolucionar la fundación de pequeños proyectos por todo el mundo. Tan grande había sido el alboroto en respuesta al programa que había escrito y presentado que las grandes instituciones financieras se habían visto obligadas a replantearse sus políticas prestatarias, o así lo había entendido Clara. Todo lo que su trabajo había provocado era muy espectacular, pero Simon seguía siendo una figura escurridiza. Por lo que Clara podía ver, era un economista con todas las de la ley, que vestía trajes de diseño y que no tenía ningún interés en el mundo de la fama.

No había imágenes de él saliendo de un club a las cuatro de la mañana ni de compras con una novia. Lo ideal, por supuesto, habría sido tener unas imágenes de Simon Valentine mostrando su «adorable casa» en las revistas de cotilleo o, al menos, una fotografía en alguna recepción con una copa en la mano. Pero no. Lo único que había encontrado era esa imagen de cara y hombros. Tenía una musculosa mandíbula y una mirada penetrante en la que Clara podía encontrar cierto atractivo, y llevaba la corbata recta y con un rígido nudo, la chaqueta estirada y los hombros rectos. En su opinión, ese tipo era de esos que necesitaban tenerlo todo bajo control. Ahora que lo pensaba…, sí que se parecía un poco al capitán Von Trapp, aunque no era tan atractivo como Christopher Plummer. ¡Ni mucho menos! Aun así, podía imaginárselo llamando a sus hijos con un silbato.

–¿Está escuchándome? –preguntó Simon Valentine.

Apresuradamente, Clara sacó su mente de Sonrisas y lágrimas.

–Por supuesto.

–Bien, entonces lo diré una última vez. No tengo ninguna intención de aparecer en su programa. No necesito tiempo para pensármelo, al igual que no lo necesité cuando me envió un correo electrónico la primera vez, o cuando me llamó la cuarta. Mi respuesta entonces fue «no», sigue siendo «no», y siempre será «no». N. O. No. Es una palabra muy simple. ¿Entiende lo que significa?

Por supuesto que lo entendía. Tal vez no era una erudita como el resto de su familia, pero tenía dominio de la lengua inglesa. Era Simon Valentine el que no entendía lo importante que era todo aquello.

–Si me dejara explicar… –comenzó a decir desesperadamente, pero Simon, al parecer, ya había tenido suficientes explicaciones.

Y precisamente por ello cortó la conexión sin ni siquiera esperar a oír su respuesta.

Abatida, Clara apagó el teléfono y lo dejó caer sobre el escritorio. ¿Y ahora qué?

–Bueno, ¿qué ha dicho?

Se giró en su silla y vio al director de Romance: ¿realidad o ficción? asomado a la puerta.

–Lo siento, Ted. No va a hacerlo.

–¡Tiene que decir que sí! ¡Roland ya le ha prometido a Stella que Simon Valentine participará!

–Ted, lo sé. ¿Por qué, si no, crees que he estado acosándolo? –le preguntó intentando no ser demasiado brusca.

Ted era uno de sus mejores amigos y sabía lo nervioso y preocupado que estaba por poder pagar el nuevo piso que acababa de comprarse.

–¿Qué vamos a hacer?

–No lo sé –con un suspiro, Clara se giró para mirar la pantalla de su ordenador. Simon Valentine la miraba duramente, con esos labios apretados indicándole lo imposible que era que le hiciera cambiar de opinión.

–¿Por qué no puede Stella presentar el programa con otra persona, alguien más accesible y con más ganas de formar parte de esto? El primer ministro, por ejemplo, o… ¡ya lo sé! El secretario general de las Naciones Unidas. Ese sí que sería un gran presentador. Podría llamar a la ONU ahora mismo y… seguro que sería más fácil que lograr que Simon Valentine acepte. En serio, Ted, he intentado convencerlo, pero no le interesa esto. Podrías pensar que se lo pensaría después de haber hecho aquel programa sobre microfinanciación, pero ni siquiera me ha dejado explicárselo.

–¿Le has dicho que Stella estaba entusiasmadísima de trabajar con él?

–Lo he intentado, pero no sabe quién es.

–¿Estás de broma? ¡Cómo es posible que no sepa quién es!

–Creo que Simon Valentine no ve la televisión durante el día –respondió Clara–, y creo que el Financial Times no ocupa muchas páginas con las esposas y las novias de futbolistas. Este tipo no tiene ni idea de famosos.

Ted se estremeció.

–¡Más nos vale no decirle a Stella que no sabe quién es!

–No sé por qué está tan obsesionada con Simon Valentine –farfulló Clara–. No es su tipo. Debería salir con alguien que estuviera encantado de salir fotografiado en el ¡Hola!, y no un economista reprimido. ¡Es una locura!

Ted se sentó en el borde del escritorio.

–Roland piensa que quiere una relación con Simon para que le dé seriedad. Al parecer, está desesperada por quitarse de encima la imagen frívola que tienen las mujeres y novias de futbolistas y por que la tomen en serio. O tal vez es que le gusta.

–No lo entiendo –Clara escudriñó la fotografía de Simon. Incluso a pesar del cierto parecido con Christopher Plummer, era difícil ver a qué venía tanto revuelo con ese hombre. ¡Pero si era un estirado!–. ¿Has oído que las audiencias de las noticias han subido desde que está haciendo esos análisis de la situación económica? –comentó desconcertada–. Las mujeres de todo el país han estado poniendo ese canal con la esperanza de verlo y ahora todas están hablando por Twitter de lo sexy que les parece.

–Lo llaman «Dow-Jones Encanto» –dijo Ted y Clara resopló.

–¡Como la Pesadilla del Nikkei!

–Deberías ver las noticias. No puedes entender el atractivo de Simon Valentine hasta que no lo has visto en acción.

–Sí que veo las noticias –protestó Clara. ¡No era tan superficial!–. Bueno, a veces… –se corrigió–. La otra noche me propuse verlas antes de llamarlo la primera vez para poder decirle lo brillante que era. Sabe de lo que habla, pero en ningún momento me percaté de lo guapo que era. ¡No sonrió ni una sola vez!

–Está hablando sobre la recesión global, no es exactamente un tema con el que reírse ni sobre el que hacer chistes. ¿Qué quieres que diga? «¿Habéis oído ese sobre cómo aumentan las cifras del paro?».

–Lo único que digo es que no parece que sea un tipo divertido.

–Simon Valentine atrae al intelecto de las mujeres –dijo Ted autoritariamente y Clara volteó los ojos.

–¡Qué sabrás tú!

Ted ignoró el comentario.

–Está claro que es inteligentísimo, pero explica lo que está sucediendo en los mercados financieros de un modo tan claro que uno puede entenderlo, y eso hace que tú también te sientas inteligente. Lo invitaron aquella primera vez porque les falló alguien, pero resultó ser muy natural ante las cámaras.

–Lo sé y resulta extraño, ¿verdad? No es que sea increíblemente guapo ni nada de eso.

–No se trata de eso –dijo Ted con toda la autoridad de un director de cine–. Se trata de una absoluta carencia de vanidad. Está claro que no le importa su aspecto y está hablando sobre un tema con el que se siente completamente cómodo, por eso está relajado y eso es algo que la cámara adora. Puedo entender perfectamente por qué la BBC se hizo con ese documental. Habla sobre economía con una pasión que… resulta muy sexy.

–Si tú lo dices… –dijo Clara no muy convencida.

–Fue Simon el que vendió la propuesta cuando Roland se la ofreció al Canal 16. A los jefazos les encantó la idea de que apareciera junto a Stella.

Clara podía entenderlo; Stella Holt era una popular presentadora de televisión, famosa por su risa y por sus reveladores vestidos. ¿Quién mejor para contrastar con ella que Simon Valentine, el frío e inteligente analista financiero que había logrado que la recesión global se convirtiera en un tema sexy? Los editores del Canal 16 se regodeaban ante la idea, tal y como Roland Richards había dicho que harían.

No hacía falta ser Simon Valentine para saber que el panorama económico era bastante desolador para pequeñas productoras de televisión como MediaOchre. Eran increíblemente afortunados de tener al menos un programa, tal y como Roland no dejaba de recordarles. Si no fuera por eso, la empresa estaría hundiéndose.

Tenían el dinero, un presupuesto extraordinariamente generoso dadas las circunstancias. Tenían a Ted como galardonado productor, y un buen equipo de cámara y sonido. Tenían las localizaciones elegidas y contratos con aerolíneas y hoteles. Tenían a Stella Holt para darle al programa el toque de celebridad y glamour que atraería a los telespectadores.

Lo único que les faltaba era Simon Valentine y Roland no dejaba de recordárselo a Clara.

–Eres la ayudante de producción –le había dicho–. No me importa lo que hagas, pero o logras que se una o todo esto se vendrá abajo, y no serás tú la única que se quede sin trabajo. ¡Todos nos veremos en la calle!

Eso, eso, sin presiones…

–Debe de haber algún modo de persuadir a Simon para que forme parte del equipo. No quiere hablar por teléfono ni tampoco responde a los correos electrónicos… Tengo que hablar con él cara a cara, pero ¿cómo?

–¿No puedes tramar algo para encontrarte con él en alguna fiesta? –le sugirió Ted.

–¿Te parece un hombre dado a las fiestas? Lo único que hace es trabajar, por lo que yo sé. Incluso hacen esas entrevistas en su despacho, así que ni siquiera puedo intentar encontrármelo en el ascensor de la BBC.

–En algún momento se irá a su casa. Espera fuera de su despacho y síguelo.

–Una idea excelente. Podrían arrestarme por acosadora. Además, va al trabajo en coche. Nada ecologista por su parte –dijo con gesto de desaprobación.

Siguieron dándole vueltas al tema un rato más. Ted se sentó en la otra silla, pensativo, mientras Clara hacía búsquedas en Google sin un objetivo concreto.

–Podríamos enviarle una tarta sorpresa a su despacho –sugirió al final Ted.

–Y yo podría entregársela –Clara dejó de teclear y reflexionó sobre la idea–. Aunque tendría suerte de pasar del mostrador de recepción.

–Más bien estaba pensando en que salieras de ella.

–¡Ah, claro, y seguro que me toma en serio si salgo de una tarta! ¿Por qué no me convierto en chica de compañía y así terminamos antes? ¡Y ni se te ocurra mencionarle esa idea a Roland!, porque entonces me obligará a hacerlo. Es una pena que no tenga hijos. Podría engatusarlo para que me contratara como institutriz y después lo convencería con mis canciones y bailes.

–Te iría mejor fingiendo que estás creando una empresa de tejidos en alguna parte del Tercer Mundo –dijo Ted, que estaba acostumbrado a las fantasías de Clara sobre Sonrisas y lágrimas–. Se vuelca mucho en el tema de financiación para pequeñas empresas que luchan por salir adelante.

–Nosotros somos una pequeña empresa que lucha por salir adelante –apuntó Clara–. O lo seremos si no acepta a unirse a nosotros. Es una lástima que no se vuelque tanto en la autopromoción, pero siempre es la misma historia. Se trata de los proyectos, no de él… ¡Oh!…

–¿Qué?

–Aquí dice que Simon Valentine dará una conferencia en el Instituto Internacional de Comercio y Economía del Desarrollo mañana por la noche. Después habrá una especie de cóctel. Si logro colarme, podría arrinconarlo un momento, aunque tendría que perderme mi clase de zumba.

–Mejor perdértela que perder tu trabajo –dijo Ted con ánimos renovados–. Es una idea brillante, Clara. Ponte la falda más corta que tengas y enseña tus piernas. Es una situación demasiado desesperada como para ser políticamente correctos.

–Yo había pensado en encandilarlo con mi intelecto –respondió ella y Ted sonrió mientras le daba una palmadita en el hombro.

–Si yo fuera tú, me ceñiría a mis piernas. Creo que tienen más probabilidades de impresionar a Simon Valentine.

Con disimulo, Clara se estiró la falda. ¡Ojalá se hubiera puesto algo un poco más recatado! Rodeada por un mar de trajes en distintos tonos de negro y gris, se sentía como una farola encendida durante el día con su minivestido fucsia y sus tacones morados.

No había tenido ningún problema para acceder sin entrada, y sospechaba que su atuendo había tenido algo que ver en eso, pero una vez dentro había quedado claro que estaba absolutamente fuera de lugar. Centró su atención en Simon, de pie detrás de un atril y dando una charla de un modo docto y preciso que parecía tener al público absorto.

Sarah no entendía nada. De vez en cuando oía carcajadas recorriendo la sala, aunque ella no tenía la más mínima idea de qué había sido tan gracioso. Captó alguna que otra palabra: porcentajes y pronósticos, deuda del sector público, equidad privada y algo llamado «flexibilización cuantitativa».

¡Sí, sí, para morirse de risa!

Abandonando su intento de seguir la conferencia, Clara planeó su estrategia de después. De algún modo tendría que llevarlo hasta un rincón tranquilo y deslumbrarlo con su ingenio y encanto antes de colar en la conversación el tema del programa, o también podría seguir la propuesta de Ted y enseñarle las piernas.

Esa idea no le hacía mucha gracia, aunque por otro lado, sería más efectivo que depender solo de su ingenio y encanto, y merecería la pena si al día siguiente podía volver a la oficina y decirle a Roland como el que no quiere la cosa: «Simon se ha unido».

Roland quedaría encantado, le ofrecería directamente un puesto como productora adjunta y entonces pasaría el resto de su vida haciendo programas fascinantes y todo el mundo la tomaría en serio por fin.

Una tormenta de aplausos despertó a Clara de su sueño.

Sí, de acuerdo, tal vez una ambiciosa carrera era demasiado que sacar de una conversación, pero era una mujer optimista. Podía suceder y, como poco, convencer a Simon Valentine de que formar parte del programa salvaría su trabajo y significaría que Ted podía permanecer en el piso que se había comprado.

El Instituto Internacional de Comercio y Economía del Desarrollo era tan ultraconservador como su nombre sugería. Era un edificio imponente para el que le gustara esa clase de cosas, con techos elaboradamente tallados, retratos de estirados economistas de la época eduardiana y una gran escalera por la que a Clara le encantaría bajar bailando. Solo le faltaría un centelleante vestido para convertirse en la personificación de Ginger Rogers.

La recepción se celebró en la biblioteca y, para cuando Clara llegó allí, las resplandecientes lámparas de araña parecían repiquetear con la vibración de la conversación. Tras agarrar una copa de vino blanco, se alejó de la multitud intentando aparentar que entendía todo sobre lo que la gente estaba hablando. Reconoció a varios periodistas y políticos famosos y notó que el ambiente estaba demasiado cargado con charlas sobre políticas monetarias, burbujas de activos y políticas de tasas de cambio.

Oh, ojalá tuviera más conocimientos. Jamás podría asombrar a Simon Valentine.

La atmósfera era tan intimidante que se vio tentada a darse la vuelta y marcharse a casa antes de que la tacharan de completa ignorante, pero esa podía ser su única oportunidad de hablar con Simon Valentine cara a cara. No podía marcharse hasta haberlo intentado por lo menos. Sería demasiado embarazoso volver al trabajo al día siguiente y admitir que había perdido los nervios y se había ido.

Diciéndose eso en voz baja para reunir confianza en sí misma, observó a la multitud y por fin lo vio, tan sobrio con su traje gris que todos los demás parecían alegres en comparación. Varias mujeres con monocromáticos trajes de chaqueta se arremolinaban a su alrededor, asintiendo fervientemente ante todo lo que decía. Debían de ser sus groupies, pensó Clara incapaz de ver qué tenía Simon Valentine que hacía que mujeres claramente inteligentes se comportaran servilmente con él. Sin embargo, él no parecía estar disfrutando demasiado con la situación y, de hecho, pudo verlo lanzando furtivas miradas al reloj.

Ese tipo necesitaba relajarse un poco, decidió Clara. Tenía una copa en la mano, pero no estaba bebiendo y, lo vio dejarla sobre una bandeja antes de ofrecerles a sus decepcionadas fans una más que escueta sonrisa y disponerse a marcharse.

Aterrorizada ante el hecho de que se fuera tan pronto, Clara se terminó su segunda copa de un trago y fue hacia él. No podía dejarlo marchar sin por lo menos intentarlo.

Abriéndose paso a empujones entre la multitud, lo siguió hasta el vestíbulo de entrada a tiempo de verlo dirigirse con paso decidido hacia el guardarropa.

Era o ahora o nunca.

–¿Doctor Valentine? –gritó apenas sin respiración.

Simon maldijo para sí. Su conferencia había ido muy bien, pero habría preferido marcharse inmediatamente después de terminar. Por el contrario, había tenido que quedarse por allí a charlar con los asistentes y, apenas había entrado en la biblioteca cuando un grupo de mujeres se había abalanzado sobre él. Desde que había salido en las noticias explicando lo obvio de la situación económica, se había convertido en una celebridad sin quererlo.

Al principio le había parecido una idea excelente y creía que era importante que la gente comprendiera las realidades económicas de la vida. No tenía ningún problema con eso y la oportunidad de generar una nueva forma de pensar al mundo entero sobre la microfinanciación era demasiado buena como para echarla a perder. En ese sentido, estaba encantado con el impacto que había generado el documental, pero no había estado preparado para el efecto provocado en las mujeres con sus apariciones televisivas.

Todo era demasiado embarazoso y la determinación de algunas de ellas a dejarse influenciar por cada palabra que él decía lo hacía sentirse demasiado incómodo. Si tan interesadas estaban en la economía, ¿por qué no se iban a leer sus artículos en lugar de estar allí?

Y ahora, justo cuando había logrado escapar para tener unos minutos de tranquilidad, ahí había otra.

Por un momento pensó en fingir que no la había oído, pero algunas de sus «fans» podían ser muy persistentes. Por eso se detuvo, apretó la mandíbula y esbozó su expresión menos agradable. Pero cuando se giró, la joven que iba tras él no parecía una de esas fans que tendían a ocultar su imbecilidad bajo una fachada de seriedad. Esa chica no se molestaba en mostrar seriedad.

Lo primero que vio fue mucho color; lo segundo, un espectacular par de piernas. Muy a su pesar, parpadeó asombrado. Dudaba mucho que por el Instituto se hubieran visto nunca una falda así de corta o unos zapatos tan llamativos.

Se concedió un momento para apreciar esas piernas antes de obligarse a mirar a otro lado. Que Astrid se hubiera marchado no significaba que ahora tuviera que empezar a echarle un ojo al primer par decente de piernas que se le cruzara.

–¿Sí? –dijo con actitud poco amable.

Ella le ofreció una simpática sonrisa.

–Solo quería decirle que me ha gustado mucho su conferencia. Me ha parecido que ha dado unas opiniones excelentes.

–¿Ah, sí? ¿Y a qué opiniones en particular se refiere? –tal vez no era justo ponerla en evidencia, pero no le apetecía ser amable.

–A todas –respondió ella con firmeza justo antes de comenzar a vacilar y titubear cuando sus miradas se encontraron–. Lo que ha dicho sobre la flexibilización cualitativa ha sido especialmente interesante –añadió con una ingenua sonrisa.

–¿En serio? Pues me extraña porque he estado hablando sobre la flexibilización «cuantitativa».

–Eso también.

Al menos tenía que darle puntos por intentarlo. La mayoría de sus «fans» hacían los deberes en un intento de impresionarlo cuando se encontraran, pero estaba claro que esa en particular ni se había molestado.

–¿Le interesan las políticas de valores de los bancos?