Siete horas en manos de la DINA - Sergio Zamora Villablanca - E-Book

Siete horas en manos de la DINA E-Book

Sergio Zamora Villablanca

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Beschreibung

Un joven de 24 años es aprehendido por la DINA, policía secreta de Pinochet. Siete horas permanece en manos de sus captores, sometido a diversas torturas, da una batalla con inteligencia, memoria y rebeldía, de la que sale victorioso.

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© LOM ediciones Primera edición: septiembre 2023Impreso en 1000 ejemplares Traducido desde el francés.Sept heures en mains de la Dina, Francia, 1993. ISBN Impreso: 9789560017406 ISBN Digital: 9789560017734 RPI: 2023-a-9524 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago. Teléfono: (56-2) 2860 68 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de GrÁfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

Este libro es una forma de homenaje a la inteligencia y al coraje de un hombre confrontado a la violencia y a la barbarie de sus torturadores. Las dos características de la obra escrita por Sergio Zamora son que es una historia singular con una enseñanza universal. Este libro podría también llamarse: «Manual perfecto del resistente político sometido a la tortura». Universal, porque confrontado a la realidad de su detención por la policía política de Pinochet, la DINA, su autor tendrá un comportamiento ejemplar. Debido a su experiencia y a su formación militante, pero también por su práctica de la clandestinidad durante dos años, Sergio Zamora se negará inmediatamente, desde el momento de su detención, a actuar como víctima pasiva. Él decidirá luchar con las armas del intelecto y la psicología de que disponía, y a partir de ahí tomará la iniciativa de reaccionar, actuar y estar contantemente alerta, recurriendo a su experiencia, a sus capacidades sensoriales y de observación, a sus facultades de análisis de la situación, a su imaginación y todo esto a lo largo de su relato.

Sergio Zamora, obstinadamente, intentará identificar los lugares sucesivos de su detención, a sus torturadores y analizar sus comportamientos, anticipando sus reacciones, desestabilizándolos e imaginando las posibles soluciones que se le pueden ofrecer para fugarse. Es un verdadero combate con armas desiguales que Sergio Zamora va a librar, victoriosamente, durante siete horas. Será la victoria de la inteligencia y de la determinación en contra de la mediocridad y la brutalidad, demostrando un remarcable dominio de sí mismo y lucidez en el análisis, rechazando ser una víctima de sus reacciones susceptibles de perjudicarlo, desplegando un coraje y una resistencia poco comunes, haciendo frente al dolor físico al que lo sometieron sus torturadores. Preocupado incluso bajo la tortura de coordinar, de juntar sus facultades de reflexión y de análisis, no abandonará en ningún momento su sentido de la solidaridad, rechazando absolutamente el poner en peligro tanto a su familia como a sus camaradas del partido. Sin embargo, Sergio Zamora en este relato no disimula su lado humano, legítimamente paralizado por el sufrimiento psicológico, por la angustia, la ansiedad y el miedo, considerando hasta la hipótesis del suicidio y llevarse consigo en el acto a sus carceleros. Él sabrá también utilizar y sacar ventaja de las escasas ocasiones que se le presentan y de aprovecharlas.

La universalidad del relato de la historia de Sergio Zamora reside, además, en la descripción del comportamiento de sus torturadores y los métodos utilizados. Independientemente del lugar en el mundo donde hacen estragos, queda su sello de inhumanidad, barbarie salvaje y violencia bestial con la que cometen sus crímenes. Creen beneficiarse de una total impunidad en el nombre de la pretendida justificación de sus actos. Evolucionan en una zona sin derecho ni respeto en el cual sus víctimas están privadas de su derecho universal y fundamental a la integridad física, y además generalmente, de toda forma de protección jurídica. Antiguos nazis, oficiales latinoamericanos de los países del Plan Cóndor u oficiales franceses que capitalizan su «experiencia» de Vietnam o de Argelia, constituyen esta «internacional de torturadores» que no tiene fronteras.

La ejemplaridad y la utilidad del relato de Sergio Zamora se comprueba también en el plano político. De hecho, él será uno de los escasos prisioneros que pudo escapase de uno de los centros de detención y tortura administrados por la policía política de Pinochet, y de este modo dar testimonio, incluso a través de las huellas y las secuelas físicas, sobre la realidad de las prácticas de tortura que Pinochet se obstinaba en negar. Él contribuirá al alineamiento de la posición de la Iglesia Católica chilena frente a la dictadura de Pinochet, obligada a admitir que la tortura utilizada no era un hecho aislado de militares de niveles inferiores, sino el resultado de una voluntad política y de una estrategia deliberada definida en las esferas del poder, directamente por el dictador. La Iglesia Católica, hasta el momento en que el dictador deja el poder, constituirá una de las únicas fuerzas de oposición, de apoyo y de ayuda a los prisioneros políticos, a sus familiares y a las familias de los desaparecidos. La movilización y las protestas internacionales se verán reforzadas por esta actitud.

Finalmente, se trata de miles de testimonios de víctimas de tortura, similares al de Sergio Zamora, que sin duda han contribuido a una legislación universal específica en la batalla contra la tortura, vista la gravedad de los crímenes cometidos. La prohibición de la tortura inscrita ya en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, será el propósito de una Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1975, y también de una Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, adoptado por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1984, que entró en vigor el 26 de junio de 1987. Convención internacional contra la tortura: dispone que el Estado bajo cuya jurisdicción se descubre al autor presunto de una infraccion de tentativas o prácticas de tortura, si no extradita a esa persona, debe someter el caso a las autoridades competentes para el ejercicio de la acción penal. Casualidad o vuelta de mano de la historia, es en virtud de ese principio de competencia internacional para juzgar los crímenes de tortura, incorporados en la legislación del Reino Unido en 1988, que el arresto de Pinochet en Londres el 16 octubre de 1998 fue posible. Desde ese momento, para los torturadores el miedo cambió de bando. Esta evolución se inscribe en el rango de progreso de la historia de la humanidad. Agradezcamos a Sergio Zamora y a todos aquellos que contribuyeron a esto.

Claude Katz

Abogado del Colegio de Abogados de París y

exsecretario general de la Federación Internacionalde los Derechos Humanos

Trabajadores de mi patria, tengo fe en Chile y su destino.Superarán otros hombres este momento gris y amargoen el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que,mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedaspor donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.

¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!

Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano,tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigarála felonía, la cobardía y la traición.

Extracto del último discurso del presidente Salvador Allendedesde el Palacio de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973

Están matando mucha gente. Tienen necesidad de matar para que puedan dominar los mediocres. Matarán mucho. Mandarán los mediocres, dominarán en todo los mediocres. Y cuando ya no puedan matar más, entonces se pondrán benévolos, los gobernantes besarán a los niños pobres en las poblaciones. Pero entonces serán más peligrosos que nunca.

Palabras de Pablo Neruda en su lecho de muerte, el 22 de septiembre de 1973

A mi esposa

Ocho de la mañana

Jueves 15 de mayo de 1975, me levanto con mucha dificultad. Como todas las noches después del Golpe de Estado, largos momentos de ansiedad han precedido mi sueño. Percibía mi vida en suspenso. Mientras miraba por la ventana en dirección del patio, y a pesar de mi inquietud, sentía una agradable sensación de bienestar. El sol brillaba casi como en primavera. Para variar, el día empezaba bien. Habitualmente era el momento en que la nostalgia me asaltaba; duraba solamente algunos minutos, pero inevitablemente pensaba en todos aquellos que ya no estaban, en mis amigos detenidos o asesinados, en los que habían partido al exilio. Ese jueves, sin razón alguna, el optimismo había remplazado la melancolía y la ansiedad de mi vida clandestina.

Sin embargo, mi alegría fue de corta duración. La señora Falcon1, la dueña de casa en donde había pasado la noche, quería hablarme. Antes de que ella hubiera pronunciado una sola palabra comprendí por su actitud que había un problema. Conocí a la familia Falcon a finales del año 1974. Ellos habían respondido de manera favorable a la petición de mi organización, el Partido Socialista, de albergar a cuadros de la resistencia y me habían ayudado permanentemente. El 26 de septiembre de 1973, fui nombrado responsable militar del regional2 Centro de Santiago en la última reunión de la dirección política –dirigida por el secretario político del regional Juan Bustos– que existío durante el gobierno de la Unidad Popular, celebrada en un restaurante próximo al parque O’Higgins. Mi nombramiento –yo tenía 24 años– era parte de los cambios impuestos por la partida al exilio de la antigua dirección. Esta función era en principio puramente formal, pues no existía antes del Golpe de Estado y nuestro regional no poseía ninguna fuerza militar. Se trataba de una respuesta ingenuamente voluntarista ante la situación de violencia extrema creada por la dictadura3.

Mi nominación en el transcurso de una reunión en la que participaban una quincena de personas resultaba imprudente. Y el hecho de aceptar este cargo me transformaba automáticamente en un objetivo prioritario para los servicios secretos del régimen. Pero había aceptado esta responsabilidad y había orientado mis esfuerzos hacia la reconstrucción del partido. El estado en que se hallaba nuestra organización como consecuencia del golpe militar hacía de esto una tarea prioritaria. A pesar de la represión, la falta de medios y el desánimo generalizado, habíamos reconstruido un aparato político más o menos apropiado para la nueva situación. Durante los seis primeros meses que siguieron el Golpe de Estado, nuestra principal actividad consistió en la ayuda a los perseguidos del régimen, organizar el asilo en las embajadas, obtener alojamientos, dinero, etc.

La señora Falcon me explica que ella y su familia pensaban que la casa estaba vigilada por la policía. Me señala que habían notado varios automóviles estacionados en los alrededores que podrían pertenecer a los organismos represivos. Era por lo tanto necesario partir inmediatamente y esperar para volver a que ella o su esposo me informaran del fin de la alerta.

Me sorprendió que no me lo hubieran advertido la noche anterior, ya que habíamos cenado juntos. Sorpresa que no duró mucho tiempo, porque comprendía de qué se trataba: en realidad la tensión generada por mis frecuentes visitas les hacía imaginar situaciones no siempre conformes a la realidad. La supuesta vigilancia policial, en la cual ellos creían sin duda alguna, seguramente no era más que un invento del inconsciente. Pero era incapaz de verificar esta suposición inmediatamente y no podía descartar la eventualidad que la casa se encontrara vigilada. Había vivido este tipo de incidentes con otras familias. Su reacción era comprensible porque mi presencia podía causarles graves problemas, sin contar con las dificultades en su vida cotidiana. Por consiguiente, no había más remedio que partir a buscar otro lugar de acogida.

Esta familia, a donde recurría dos noches por semana, era una de las numerosas familias que con su actitud generosa permitían el funcionamiento de las estructuras clandestinas que se oponían a la junta militar. Sin esta ayuda noble y valiente, la actividad de los partidos políticos de izquierda habría disminuido considerablemente. Mi organización, el Partido Socialista, sin el apoyo de sus militantes y simpatizantes simplemente no habría podido funcionar. Frente a los enormes medios de que disponía la dictadura, nuestra única arma era la solidaridad. Sabiendo el riesgo que corrían ayudándonos, habían elegido contribuir de este modo a la lucha contra los militares. Por eso, lo que acababa de decirme la señora Falcon representaba un serio contratiempo para mi trabajo de resistente. Además del real apoyo y de la simpatía que me daban, prefería su casa por dos razones. Por su configuración y su emplazamiento en la calle Apóstol Santiago, donde gracias al enorme y frondoso árbol ubicado justo al frente de la puerta era posible entrar y salir sin llamar la atención de los vecinos. Pero, sobre todo, porque esta se encontraba cerca del departamento de mis suegros en la Villa Portales, donde mi esposa vivía con nuestra hija.

Por conveniencia usaba la casa de la familia Falcon como centro de archivos personales. Tener que marcharme sin la certeza de volver me obligaba a llevarlos conmigo. Por razones de seguridad eran reducidos pero indispensables para mi actividad: instrucciones, números de teléfono, correspondencia, análisis políticos, panfletos, ejemplares de nuestras publicaciones, revistas, documentos que llegaban desde el exilio, etc.

Hice pedazos una parte, oculté otra y tomé conmigo lo que era indispensable. Al momento de partir le mostré a uno de los hijos de la familia, Patricio, el lugar donde había escondido dos fotografías mías. Si me tomaban preso, él tendría que hacerlas llegar a la estructura de mi partido para la campaña de solidaridad correspondiente.

Partir esa mañana con una serie de documentos comprometedores no podía llegar en un momento más inoportuno. Con el fin de resolver algunos problemas ligados a la resistencia, tenía que encontrarme a las once de la mañana con Esteban Chacón, del regional Cordillera, y con Pedro Cano. Me había reunido el día anterior con este último y Benjamín Cares para revisar los proyectos de la semana. Como Benjamín mostraba síntomas de una fuerte gripe, acordamos que debía reposar. Decidí asistir en su lugar a la reunión del día siguiente con Esteban y Pedro. Ese jueves tenía solamente una primera cita temprano en la mañana y dos más en la tarde, por lo tanto, tenía tiempo para la reunión de las 11 horas. Me despedí aconsejando a Benjamín de reposar y dándole cita a Pedro para el día siguiente. Él me recomendó llegar a la hora.

Pedro Cano era un amigo de muchos años, lo que representaba una desventaja para nuestro trabajo clandestino que exigía respetar normas de seguridad bien precisas. Para reducir al mínimo los daños causados por los métodos policiales basados en la tortura y los asesinatos, debíamos ignorar el nombre y el domicilio de las personas con las que nos encontrábamos. En su caso no era posible. Por esta razón, habíamos tomado la precaución de implicarnos en ámbitos diferentes, limitando al máximo el contacto entre nosotros. La coordinación indispensable de nuestras actividades se había reducido a uno o dos encuentros por mes. La cita del miércoles era la primera de este mes de mayo.

Como la gran mayoría de los dirigentes de la resistencia después del Golpe de Estado, no teníamos una gran experiencia, ya que vivíamos una situación totalmente inédita. La voluntad, el trabajo, el coraje, pero también una buena dosis de inconsciencia, compensaban la falta de conocimientos necesarios para hacer frente a la represión de una dictadura militar. La mayoría de los dirigentes tradicionales estaban ausentes de la acción de la resistencia debido a que un número importante habían sido asesinados, se encontraban detenidos y, sobre todo, habían partido al exilio. La situación se compensaba por los esfuerzos y sacrificios de los que se quedaron en Chile y que trabajaban –bien o mal– recomponiendo las organizaciones destruidas por la dictadura4. En mayo de 1975, las estructuras de nuestro partido comenzaron a extenderse a las provincias, a pesar de las numerosas dificultades a las cuales teníamos que hacer frente. La reunión del jueves en la cual debía participar como invitado de último minuto era importante, pues concernía a los dos regionales operativos de Santiago; los otros ya no funcionaban. Debíamos analizar el resultado de las actividades de propaganda efectuadas el Primero de Mayo. Los regionales de Santiago Centro y Cordillera resistieron mejor los ataques de la represión reemplazando, inmediatamente después del Golpe de Estado, las antiguas direcciones políticas por dirigentes más jóvenes y desconocidos.

Eran alrededor de las nueve cuando dejé la casa en busca de un lugar donde dejar mis papeles. Por lo tanto, no fui a la primera cita de la mañana. Se suponía que tenía que encontrarme con Daniel Alarcón* en el barrio de la estación Mapocho. Como lo veía casi todos los días, no era grave. Pero todas mis tentativas para encontrar un nuevo lugar en donde guardar mis documentos resultaron infructuosas. A pesar de todo decidí ir a la cita con Pedro y Esteban. Era consciente del riesgo, pero una vez más los malos hábitos ligados a la falta de medios y de infraestructuras predominaron sobre la razón. Sin embargo. fue un grave error de mi parte.

A mi descarga debo precisar que la pobreza crónica de nuestra organización desde el Golpe de Estado nos conducía a veces a situaciones aberrantes. Las primeras reuniones de la dirección del regional de Santiago Centro –la más importante del Partido Socialista– se hacían en una precariedad total. A falta de un lugar donde encontrarnos, pasábamos largos momentos caminando por las calles de Santiago, en grupos de dos o tres, discutiendo y tomando decisiones de esa manera. Desde un punto de vista racional, si hubiésemos tenido que aplicar las normas de seguridad acompañadas de una infraestructura adecuada, nuestra organización no habría podido funcionar.

Estábamos muy lejos de la imagen enteramente fabricada por la dictadura, que le servía para justificar «el estado de guerra interior» a raíz de las acciones de la izquierda. El así llamado estado de guerra no era más que un invento. En Chile no había ninguna estrategia de toma del poder por las armas por parte de la izquierda. Los únicos que preveían el uso de la fuerza eran las Fuerzas Armadas chilenas que pasaron al acto el 11 de septiembre de 1973. Chile no pudo escapar a su condición de país neocolonial y debió inclinarse ante el diktat de los Estados Unidos5. La manera cómo reaccionamos al Golpe de Estado es una prueba concreta de esta realidad. No hubo resistencia armada, en Chile no se combatió. Los responsables políticos de la izquierda no tenían ni la voluntad ni la capacidad de oponer una fuerza militar a los golpistas. No se puede entonces atribuir a la débil resistencia de los primeros momentos «el estado de guerra interior». Fue la obra de militantes desconectados de su dirección y que no obedecían a un proyecto militar integral. Fueron actos desesperados, dictados por la ilusión de impedir la tragedia que estaba a punto de dejarse caer sobre nuestro país. Las confrontaciones armadas fueron raras y desprovistas de coordinación. Las inventadas por la propaganda de la junta militar, que fueron muchas, sirvieron para justificar su acción y encubrir el gran número de asesinatos de prisioneros, víctimas de ejecuciones sumarias y de torturas.

Habiendo abandonado la búsqueda de un lugar para guardar mis archivos, búsqueda infructuosa, fui a mi cita. Llegué al barrio de la Estación Central alrededor de las diez y media. Como estaba adelantado media hora, decidí hacer una pausa para comer algo. Con todas las gestiones de la mañana no había tenido tiempo de tomar desayuno. Entré a un restaurante al lado del cine Alameda, que quedaba en la esquina de la avenida del mismo nombre y de la calle Maipú. Aproveché de leer entre líneas las informaciones destiladas con cuentagotas por la prensa controlada por la dictadura. Leyendo los diarios el tiempo pasó rápidamente. De repente me di cuenta que eran las once horas. Me dirigí hacia el lugar convenido, aproximadamente a ciento cincuenta metros, pensando en los reclamos que inevitablemente escucharía si llegaba atrasado.

El lugar era un espejo del desorden del sistema de transporte en común de la época. Era el paradero de microbuses en la esquina de la avenida Alameda y de la calle Matucana, al frente de la Estación Central. Una multitud heterogénea de gente, conformada entre otros por estudiantes, obreros y pasajeros que venían del sur, confluía sin interrupción desde la estación. Por esta razón dos o más personas podían encontrarse sin llamar la atención, protegidas de las miradas indiscretas por el gentío que esperaba las micros. Llegué con un atraso de tres minutos. Ubiqué con la mirada a Pedro y Esteban que conversaban, puntuales como de costumbre. Según las reglas de seguridad, el último en llegar debía seguir a los otros dos hasta el lugar de reunión. Me situé de manera tal de no perderlos de vista y poder seguirlos discretamente.