Sin corazón - Gena Showalter - E-Book
SONDERANGEBOT

Sin corazón E-Book

Gena Showalter

0,0
4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La venganza es irresistible… Kaysar el Desquiciado, rey hada de la Corte de Medianoche, podía volver locos a sus enemigos con el poder de sus canciones. Era un guerrero dispuesto a cualquier cosa con tal de tener éxito, incluso a secuestrar a la amada esposa de su adversario y dejarla embarazada para asegurarse de que un hijo suyo ocupara el trono de los Frostline. Sin embargo, la muchacha consiguió escapar al reino de los mortales y, al morir, su corazón fue trasplantado a una belleza humana con oscuros secretos… Chantel Cookie Bardot era una jugadora profesional de videojuegos, malhablada y poco hábil en las relaciones sociales. Después de una operación a vida o muerte, comenzó a transformarse en una poderosa princesa hada. De repente, tuvo que luchar contra monstruos de carne y hueso a la vez que se desenvolvía entre intrigas reales. Pero el verdadero peligro era Kaysar, cuyas caricias eran una tentación que le hacían perder la cabeza… ¿Debería huir o descender a la oscuridad a su lado?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 516

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Gena Showalter

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sin corazón, n.º 252 - marzo 2022

Título original: Heartless

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-479-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

A las mujeres que me animaron cuando dije: «Mirad, tengo esta idea». Mil gracias a Jill Monroe, Mandy M. Roth y Naomi Lane. No puedo expresar con palabras todas las formas en que me habéis ayudado. Os quiero y os adoro a todas.

Prólogo

 

 

 

 

 

Kaysar de Aoibheall, de doce años de edad, limpió la sangre y otras cosas de las garras de metal que llevaba adaptadas a la mano. Era la tercera vez que mataba en ocho meses. Contuvo el horror que sentía y echó a correr rodeando una línea de árboles para recoger a su hermana pequeña.

Cuando el trol había salido de entre las sombras, ansioso por comerse a su hermana de cinco años, Kaysar la había escondido tras un matorral y había obligado a aquel monstruo de un metro ochenta de altura a que retrocediera, valiéndose de su habilidad más poderosa, la voz de la coacción. Pero, al estar tan asustado, la voz se había… debilitado, y había tenido lugar una lucha brutal. Un enfrentamiento en el que él había ganado por poco.

Estaba lleno de cortes y heridas y tenía un aspecto horrible, pero Viori casi no se dio cuenta. Tenía la mirada perdida, y la expresión tan vacía como siempre.

–Todo va bien –le dijo él, sonriendo forzadamente, mientras la ayudaba a ponerse de pie. Ella se agarró con fuerza a su muñeca, Drendall–. Ven, cariño. Vamos a salir corriendo de aquí.

Los troles iban en manadas. Cuando te encontrabas con uno, era porque ibas a encontrarte con más.

Con el corazón acelerado, apartó a Viori de la carnicería. ¿Por dónde, por dónde? El mapa que se había dibujado con sangre en el brazo se le había emborronado en la batalla. Soltó una maldición en silencio. Iba a tener que improvisar.

Decidió tomar un camino serpenteante marcado por el curso de un arroyo y apretó el paso. La naturaleza endulzaba su respiración jadeante, y un viento cálido formaba remolinos con las hojas caídas. Agarró con fuerza la mano de Viori, porque le daba miedo que la muñeca y ella también volaran.

A pesar de lo temprano de la hora, unas sombras densas se arrastraban y deslizaban al otro lado del arroyo. El follaje de las plantas carnívoras atraía a sus presas. El sol iluminaba la otra orilla con una luz dorada, pero allí había demasiados duendes, y los duendes eran ladrones. Otra amenaza. No podía permitirse el lujo de perder nada, porque todo lo que poseía era necesario para la supervivencia de Viori.

–¿Quieres que te cante una canción? –le preguntó, fingiendo despreocupación.

El tiempo pasaba en silencio. Su hermana no había vuelto a decir una palabra desde la muerte de sus padres. Al principio, él no se había angustiado por aquella falta de comunicación. Tenía demasiadas responsabilidades nuevas, estaba demasiado ocupado como para enfrentarse a su propio dolor y, mucho menos, al de otro. Ahora, sin embargo, pensaba un poco más en ello.

–Puedo cantar lo que quieras –dijo–. ¿Te apetece algo sobre una princesa y un príncipe?

Aquel era su tema favorito.

–¿Y si le canto a Drendall? ¿Crees que le gustaría oír una canción para ella?

Viori siguió mirando al frente, sin responder.

Él exhaló un suspiro de abatimiento. Estaba fallándole a su hermana.

Sabía que lo que le impedía hablar era el sentimiento de culpabilidad. Hacía ocho meses se había extendido una epidemia por su comunidad, y sus padres habían caído enfermos. Como sus padres trabajaban en el cultivo de los pétalos de duende para mantener a la familia, Viori había decidido utilizar su glamara, una habilidad sobrenatural innata, la más fuerte que poseía un hada. Como él, podía imbuir su voz de coacción y, cuando daba una orden, aquellos que la oían sentían el impulso de obedecer. No servía de nada tratar de resistirse. Sin embargo, Viori aún era muy pequeña, y su glamara no estaba perfeccionada. Ella no sabía que las emociones siempre afectaban al tono. Y, cuando los sentimientos negativos estaban detrás de las palabras, ocurrían cosas malas.

Cuando más temerosa, disgustada y desesperada estaba, Viori les había ordenado a sus padres que se sintieran mejor. Y el matrimonio se había sentido mejor al morir.

Ellos dos llevaban solos desde entonces. Viori había dejado de hablar.

Al día siguiente de que él quemara los cuerpos de sus padres, según la costumbre de las hadas, había llegado un recaudador de impuestos para saldar las cuentas pendientes incautando la granja. Ese día, un vecino les había dicho que podían quedarse con él… si encontraban la manera de corresponder a su increíble generosidad. Él se había negado.

Otra pareja se había acercado con la esperanza de adoptar a Viori, pero solo a Viori. Él también había rechazado su oferta, porque temía por la seguridad de la niña y no estaba dispuesto a ignorar el último deseo de sus padres: que siguieran juntos, pasara lo que pasara. Aunque él no tuviera un refugio ni dinero, sentía un amor incondicional por su hermana, y no creía que mucha gente pudiera decir lo mismo. Su hermana era la única familia que le quedaba, e iba a protegerla con su vida.

–Bueno, olvida lo de la canción. Mejor, te voy a hablar del pueblo que vamos a visitar.

Por lo general, elegía lugares que estuvieran a buena distancia de la Corte de Verano, la bulliciosa capital de su reino. Se rumoreaba que, a menudo, secuestraban a los huérfanos en la calle, y nunca volvía a saberse nada de ellos.

El silencio continuaba, y su congoja aumentaba.

–Dime cómo puedo ayudarte –le suplicó a Viori. Ella no respondió.

¿Cómo podía ayudarla a disminuir la angustia y el sentimiento de culpabilidad? ¿Cómo podía convencerla de la verdad? Él no la responsabilizaba por lo que había ocurrido. Él también había cometido terribles errores con su glamara.

¿Debía reconsiderar sus decisiones? ¿Estaría mejor aquella niña traumatizada con la pareja que quería adoptarla? Ellos tenían un hogar permanente. Podían darle estabilidad, tres comidas diarias de alimentos que ellos mismos habían cultivado, y no algunos bocados robados de cualquier sitio. Si Viori se quedaba atrás por algún motivo, no necesitaría esconderse. No correría peligro de que la atacaran los troles, o de algo peor. No tendría que sufrir por el frío o el calor. Tendría amigos y podría llevar vestidos bonitos, y no harapos.

¿Y qué pasaría cuando su nueva familia descubriera el alcance de su glamara? No había muchas hadas tan poderosas. Aunque los cánticos de su madre fascinaban a quien los oía, y cada palabra de su padre inspiraba una emoción y una impaciencia antinaturales, ninguno de los dos podía obligar a otros a someterse a su voluntad.

¿Y si aquella familia utilizaba a Viori para su propio beneficio y la trataba como un objeto? No. Su hermana no estaría mejor sin él. Él estaba haciendo todo lo que podía por protegerla, y entendía su lucha como nadie podía entenderla. Fuera como fuera, le daba una comida completa todos los días, conseguía agua fresca y encontraba refugios cálidos.

Con frecuencia, robaba lo que necesitaban. Como último recurso, utilizaba su glamara. Cuando lo hacía, Viori y él recogían todas sus cosas y se marchaban al día siguiente, por si alguien se daba cuenta de la verdad. La gente temía lo que no podía controlar, y atacaba lo que temía.

Vio pasar otro grupo de duendes. Iban volando, gorjeando de júbilo, dejando un rastro de polvo brillante a su paso. ¿Dónde iban con tanta prisa? ¿Acaso ocurría algo especial?

Ayudó a Viori a saltar por encima de un tronco caído y se detuvo.

–Un segundo, cariño.

Estudió lo que quedaba del mapa. Había un pequeño claro un poco más adelante. ¿Se reuniría allí la gente? Sí, seguro que sí. Donde había gente había provisiones; comida, ropa y armas. O robaban algo los duendes, o lo robaba él.

Respiró profundamente, con miedo. Si lo atrapaban, Viori se quedaría sola en mitad del bosque, y no en una aldea, donde, tal vez, algún alma caritativa decidiera ayudarla. ¿Seguía hacia delante, o cambiaba de dirección?

Un momento. Oyó unas voces y se agachó, llevando a Viori consigo hacia el suelo. Eran dos hombres, y su tono era autoritario, iracundo. Eran hadas. Las emociones estaban exacerbadas, lo cual aumentaba el peligro. Viori y él podrían conseguir mejores provisiones en otro lugar. Decidió cambiar de rumbo.

Después de dar dos pasos, oyó el rugido del estómago de su hermana y, en medio del silencio, le pareció casi estruendoso. Se avergonzó. Cuando se trataba del bienestar de Viori, no tenía miedo, ni límites, ni amigos. Solo enemigos con una posesión temporal de sus cosas. Por alimentar a su hermana, merecía la pena correr un riesgo.

Mientras la llevaba hacia el arroyo, crujió una ramita bajo sus pies. El agua clara corría sobre las piedras preciosas del lecho, dejando un rastro de espuma blanca en la orilla. ¿Dónde podía esconder a Viori? Miró a su alrededor y vio dos posibilidades: enredaderas venenosas o troncos de enormes árboles con raíces muy gruesas que acogían legiones de hormigas de fuego.

Tendría que decidirse por las enredaderas venenosas. Llevó a Viori hacia ellas y se echó a temblar mientras notaba un dulzor en el aire. Las enredaderas venenosas aturdían a las hadas, y pocos de los de su especie se acercaban a ellas. Él la animó a que se agachara y se acurrucara entre los tallos, y le puso la muñeca en el regazo. Siempre y cuando Viori estuviera quieta, no tocaría el follaje.

–Sabes que siempre te voy a proteger, ¿no? Quédate aquí y no te muevas –le susurró, dejando la mochila a sus pies.

Su hermana no reaccionó. Estaba demasiado absorta como para darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor.

–Voy a ver qué pasa –le dijo, de todos modos–. Durante este rato, tienes que pensar en lo mucho que te quiero, ¿de acuerdo? Vuelvo enseguida.

Aunque estuviera herido y ensangrentado otra vez, volvería. Viori tenía la mirada perdida, y continuó en silencio. Con el corazón encogido, él le dio un beso en la frente y, después, besó también a la muñeca. Se alejó antes de cambiar de opinión. Se le empañaron los ojos. «Concéntrate. No mires atrás».

Atravesó el arroyo y salió a la otra orilla con los pies y las pantorrillas empapados. Iba dejando un rastro de agua tras de sí mientras avanzaba entre los árboles delgados y las sombras. Las ramas le arañaban la cara, pero se negó a disminuir la velocidad. El olor a flores desapareció y, en su lugar, fue percibiendo un hedor a podrido. Contuvo la respiración y, sin querer, pisó un hongo rojo y amarillo que crecía en una piedra irregular.

De repente, un hombre profirió un horrible insulto, y se oyó el grito de dolor de una mujer. Él aceleró el paso, se quitó el arco que llevaba colgado del hombro y preparó una flecha. Fue acercándose, abriéndose paso por un laberinto de ramas y de hojas, donde había reunidos cientos de duendes embelesados. Cerca del último grupo de árboles, vio a tres hombres y a una mujer. Se quedó inmóvil para analizar la situación. Una niña pequeña, tres bestias grandes. Debían de ser soldados, y parecían ricos, tal vez de una familia real. Dos eran mayores, el tercero, joven, de dieciséis o diecisiete años.

Desde el lugar donde se encontraba tenía una vista de perfil de todos ellos. La chica permanecía de rodillas, mientras que ellos estaban en pie. Ella era pelirroja y llevaba un moño en la nuca. Su vestido, aunque era sencillo, estaba bien confeccionado, y tenía un escote amplio. Llevaba un collar de diamantes.

–Por favor –gritó, juntando las manos–. No hagas esto.

Los tres se burlaron de ella. ¿Los dos mayores eran hermanos? Los dos tenían el pelo blanco y lo llevaban recogido en un par de trenzas. Eran altos y musculosos, llevaban jerséis finamente tejidos, pantalones de cuero y botas de combate. Sobre los hombros llevaban espadas cortas con empuñaduras de hueso de hielo.

Hueso de hielo. Un cristal que solo podía encontrarse en las Tierras de Invierno.

Kaysar frunció el ceño. ¿Qué hacían unos guardias reales de la Corte de Invierno tan lejos de casa?

Apuntó al hombre más grande de todos. Aunque sabía que un puñado de flechas no iba a poder derribar a unos guerreros hada tan poderosos, también sabía que sí podrían retrasarlos y, con eso, ganaría tiempo para escapar.

–¿Acaso esperabas hacerte con mi reino a través de mi hijo, muchacha? –preguntó el más alto de todos, con furia.

¿Su reino? Se decía que el rey Hador Frostline era alto y musculoso, y que tenía una melena blanca y rizada. Y también se decía que su hermano menor, el príncipe Lark, se parecía a él. Sintió miedo. ¿Con qué se había topado?

El rey le dio una palmadita al adolescente en el hombro. Debía de ser el príncipe Jareth Frostline, su hijo.

–¿Tienes algo que decirle a esta mujer? –le preguntó.

–No, en absoluto. No es nadie para mí.

De repente, sintió ira. ¿Y si aquellos tres trataran así a Viori?

La muchacha se encogió. Se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar.

El príncipe Lark emitió un sonido de disgusto.

–Me portaré bien –dijo ella–. Puedo… puedo marcharme de la Corte de Invierno. Sí. Me marcharé y no volveré nunca. Por favor.

Los tres hombres se miraron y se echaron a reír.

–Ocúpate de ella, hermano –le dijo el rey al príncipe Lark–. Tienes que practicar.

–Mi habilidad es casi tan grande como la tuya –dijo el príncipe Lark, protestando.

–Casi. Pero te falta control. Vamos, adelante –dijo el rey, y señaló a la chica como si fuera algo sin importancia–. Practica.

Kaysar se dio cuenta de que tenía dos opciones: salvar a la chica y salvar su conciencia, tal vez, condenando a Viori y condenándose a sí mismo, o marcharse, condenar a la chica y condenar a su conciencia.

¿Podría salvarla? ¿Un niño contra tres hadas de la realeza? ¿Y si fracasaba? ¿Qué sería de Viori?

No tuvo que debatirse más. Bajó el arco. El bienestar de Viori le impedía hacer nada. Se le revolvió el estómago al ver que el príncipe Lark tomaba a la niña por la barbilla. Ella abrió mucho los ojos con una expresión de terror. Empezó a jadear como si se estuviera asfixiando, y aparecieron unas líneas negras en su piel. Trató de forcejear y de interrumpir aquella conexión, pero el príncipe continuó.

Las líneas invadieron sus ojos y bajaron por su cuello.

Kaysar lo presenció con ira.

Ella perdió las fuerzas. Sus forcejeos se debilitaron.

Él apretó los puños.

La muchacha quedó inerte, y el príncipe Lark le arrancó la cabeza de un solo movimiento. Se echó a reír al ver brotar la sangre. Siguió riéndose cuando el cuerpo cayó al suelo. El collar de brillantes se descolgó y aterrizó unos cuantos metros más allá. El rey y su hijo dieron vítores.

Kaysar sintió el ardor de la bilis en la garganta. El príncipe Lark levantó la cabeza como si fuera un trofeo de guerra. O un juguete infantil. Le dio una patada y la lanzó a buena distancia. Después, desapareció. Tenía la habilidad de teletransportarse, algo que él aún no había desarrollado. Sus compañeros lo siguieron al cabo de unos segundos.

Entonces, Kaysar emitió un bramido ronco y los duendes echaron a volar. Tomó una bocanada de aire y trató de concentrarse. Tenía que olvidar la atrocidad que acababa de presenciar. Más tarde se ocuparía de sus emociones. Con el comprador adecuado, aquel collar podría proporcionarle comida para Viori durante más de un mes.

Miró a su alrededor; había unos seis metros entre el collar y él, por un terreno cubierto de flores silvestres, sin rocas ni tocones de árboles. Ignoró su temblor y se colgó el arco del brazo. Volvió a tomar aire profundamente.

Entonces, salió corriendo por el claro, pero… a mitad de camino, alguien lo agarró con fuerza por el cuello y lo atrapó contra un cuerpo mucho más fuerte. Aunque luchó, su captor le retorció el brazo por detrás de la espalda.

–Ya me parecía que había olido a alguien entre las sombras –dijo su captor, y se echó a reír–. ¿Qué tenemos aquí?

El príncipe Lark chasqueó los labios contra la mejilla de Kaysar.

–¿Un ladrón travieso que quiere robar una propiedad de la Corte de Invierno?

Al ver que el rey y su hijo aparecían también, a pocos metros de distancia, el pánico se apoderó de Kaysar.

El rey frunció el ceño.

–No podemos permitir que haya un testigo que pueda desvelar nuestros secretos –dijo.

–Es una pena desperdiciar una cara tan bonita –respondió el príncipe Lark, frotándose contra Kaysar–. Déjamelo a mí. Yo me aseguro de que esté callado.

No, no. Sin ningún otro recurso, Kaysar se concentró en su glamara y habló con firmeza:

–Vas a liberarme. Vas a alejarte, y me olvidarás.

El rey palideció, y los príncipes se pusieron tensos, pero ninguno obedeció. Se miraron los unos a los otros.

–Creo que he detectado un hilo de compulsión –dijo Hador, y enarcó las cejas como si estuviera impresionado.

–Creo que sí –dijo el príncipe Lark, y pasó los dientes por el lóbulo de la oreja de Kaysar–. ¿Es que no sabes que para dar órdenes a un hada real, tu glamara debe ser más fuerte que la suya, sea cual sea tu poder?

Kaysar se quedó helado.

–Deja que lo mate –pidió el príncipe Jareth, con una sonrisa de maldad–. Como el tío, yo también necesito practicar.

El rey también sonrió, con una especie de alegría enfermiza, y desenvainó su daga–. Lo siento, hijo, pero le debo un regalo a tu tío. Aunque no voy a correr ningún riesgo…

Kaysar sintió horror y comenzó a forcejear con todas sus fuerzas. Sin embargo, el rey lo agarró por la barbilla sin dificultad y le obligó a abrir la boca. Entonces, le cortó la lengua con la daga, mientras los tres hombres se reían. Sintió un dolor lacerante, una agonía. La sangre le obstruyó las vías respiratorias.

Cuando le fallaron las rodillas, debido al mareo que sentía, el príncipe lo soltó, y él cayó al suelo. Trató de alejarse, arrastrándose. «Tengo que volver con Viori…».

Pero la oscuridad se lo tragó.

 

 

Un año después

 

Se oyó el tintineo del metal. Un chirrido de bisagras. Y, después, los pasos de su torturador, que subía por las escaleras. Kaysar tomó aire bruscamente. Con el corazón desbocado, retrocedió y se apretó contra la pared, envuelto en sombras. La carne desnuda tocó la piedra helada, y a él se le escapó un siseo. La cadena resonó levemente, contribuyendo con una nota nueva a aquella siniestra melodía.

Lark volvía.

El príncipe podría teletransportarse y aparecer directamente en la mazmorra, pero prefería aproximarse con lentitud para crear más terror.

Kaysar se fijó en detalles insignificantes. Estaba atardeciendo, y los rayos del sol entraban apagados por la ventana, iluminando la habitación más alta de la torre más alta del Palacio de las Tierras de Invierno, la joya de la corona de la Corte de Invierno. Allí, Kaysar tenía algunas de las comodidades que había querido darle a Viori. Una cama con un colchón de plumas. Una bañera y acceso a agua limpia, un verdadero lujo. Pero… cuánto odiaba aquel lugar.

Había sufrido desde el primer momento de su captura. El príncipe Lark y el rey Hador habían abusado de él a su antojo. Lo mantenían encerrado y atado con el collar de diamantes que él había querido vender a un tramo de cadena clavado a la pared. Los eslabones eran indestructibles. Sus carceleros le daban de comer lo mínimo para que sobreviviera.

Al principio, se había sentido como un animal atrapado. Había luchado contra la situación con todas sus fuerzas. La rabia, el odio, la culpabilidad y la vergüenza habían ido en aumento, y su mente se había roto. Y, al final, había descubierto que solo sentía odio. Hervía en deseos de masacrar a sus enemigos, de acabar con ellos entre gritos de dolor.

Y, después, podría comenzar a buscar a su amada Viori. Se le contrajo el pecho. ¿Estaría bien? ¿La habría encontrado alguien? ¿La habrían ayudado, o le habrían hecho daño? En sus peores pesadillas, se la imaginaba muriendo de sed, unos días después de que él la hubiera dejado entre aquellas enredaderas.

Se le cayó una lágrima.

Los pasos del príncipe se acercaron, y Kaysar se puso muy tenso. Aquel día iba a intentar escapar. Si fracasaba…

No podía fracasar.

Se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano y empezó a canturrear suavemente. La vibración se extendió por su lengua, que estaba empezando a regenerarse. Lark no lo sabía. Pero iba a comprobarlo muy pronto.

Kaysar sonrió al imaginarse cómo manaba la sangre de todos los orificios del cuerpo del príncipe.

Se oyó otro tintineo. Más chirridos metálicos. La puerta se abrió, y en el vano apareció Lark, ocupando todo el espacio. Rizos blancos y despeinados, orejas puntiagudas, ojos azules vidriosos. Llevaba una túnica blanca arrugada y pantalones de cuero, y un par de dagas enfundadas en un cinturón. Olía a vino avinagrado y a sudor.

–Creo que no te va a gustar lo que tengo pensado para hoy –le dijo a Kaysar, con una sonrisa.

Lo odiaba. Los odiaba a todos. Lark y Hador le habían arrebatado a su hermana. Le habían quitado la libertad y la cordura. Incluso le habían privado de su futuro. Él no iba a permitirlo más.

Riéndose, como siempre, el príncipe se acercó y dejó caer la camisa por el camino. El odio se acumuló en la garganta de Kaysar. Gritó:

–¡Detente!

Y Lark… obedeció.

El príncipe arrugó la frente con confusión. Trató de resistirse a la inmovilidad, pero no dio un paso más.

En aquel momento, Kaysar saboreó la victoria, y anheló más y más.

–¿Cómo? –preguntó Lark.

¿Cómo había conseguido él, que todavía no había alcanzado la inmortalidad, que se le regenerara una parte de la lengua?

–He estado tatareando una canción curativa –dijo. Hacía mucho tiempo que no hablaba. ¡Qué alegría!–. Y, ahora –dijo, frotándose las manos–, voy a hacerte sufrir.

El príncipe Lark forcejeó con ferocidad, pero era demasiado tarde. Kaysar lo atravesó con la mirada y gritó. Fue un sonido maravilloso, bello y espantoso a la vez. Hermoso y enloquecedor. Había gritado más veces, pero nunca así. Su voz era cada vez más fuerte, más resonante. Toda la torre tembló, y el aire se llenó con las crepitaciones de su poder, mucho más grande, incluso, de lo que había pensado.

Lark empezó a sangrar por los oídos, una visión gloriosa. Kaysar se concentró: «Matar a Lark. Escapar. Matar a todos los demás. Encontrar a Viori».

Cuánta diversión iba a experimentar en su camino de salida de la Corte de Invierno.

Lark se derrumbó, retorciéndose de dolor. Cuando no pudo soportarlo más, buscó a tientas una de las dagas que tenía en el cinturón y se apuñaló las orejas. Kaysar se acercó más, con la respiración entrecortada. El príncipe estaba sangrando por todos los orificios, como él había imaginado. Sonrió. Aquel era un comienzo maravilloso.

–Ayuda –suplicó el príncipe. Estaba pálido y tembloroso, y a Kaysar le recordó a la joven sirvienta que había implorado que le perdonaran la vida–. Ayúdame.

Aquel dolor y aquella indefensión fueron como un bálsamo calmante para el alma de Kaysar.

–Sí, deja que te ayude –dijo, poniéndose de rodillas.

Lark irradió una sensación de alivio cuando Kaysar le apartó con cuidado la sangre de los ojos. Entonces, al ver la mirada de Kaysar, el príncipe volvió a sentir terror.

Delicioso.

Mientras el hombre cabeceaba intentando negar lo que iba a suceder, Kaysar tomó la daga y lo apuñaló una y otra vez. Cada uno de los golpes le proporcionó una inmensa alegría, y se rio. Solo dejó de reírse cuando la cabeza de Lark se separó de su cuerpo.

Frunció el ceño. El príncipe había muerto. Su vida se había extinguido. Sin embargo, él no había terminado de matarlo. Necesitaba matarlo otra vez. Unas cuantas puñaladas no eran suficiente.

Nunca habría nada que fuera suficiente.

Kaysar, lleno de sangre, jadeando, utilizó la punta de la daga para soltarse el collar. Era libre. Debería sentirse triunfante, pero estaba furioso. El cadáver del príncipe era una ofensa. Había muerto, y había dejado de sufrir.

En vez de sufrir durante toda la eternidad, uno de sus torturadores había muerto. No era justo. Lark había estado torturándolo un año entero, y había muerto en un momento. Inaceptable.

Decidió que no dejaría aquel reino sin matar a alguien más. Volvería para encargarse del rey Hador y del príncipe Jareth cuando hubiera reunido todas sus fuerzas. Dentro de poco tiempo, la familia Frostline iba a conocer los horrores que le habían infligido. No iba a matarlos con rapidez.

No volvería a cometer ese error.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Astaria, reino de las hadas

Corte de la Medianoche

 

–¡Cómo se atreve!

Kaysar el Desquiciado, rey de la Corte de la Medianoche, dio un puñetazo en el brazo de su trono. Era un complicado asiento, fabricado con gruesas ramas de enredadera venenosa. A lo largo del arco superior, había flores rojas como la sangre, con pétalos afilados y dentados. Tenían un olor dulce y embriagador.

–Hay que hacer algo –dijo.

El príncipe Jareth de las Tierras de Invierno le había mentido, y él odiaba a los mentirosos. Despreciaba a aquel príncipe por mil razones más, por supuesto, pero las mentiras… En su opinión, no había un crimen peor que mentir.

Va demasiado lejos.

Se preparó otro grito. Si uno no podía hacerse cargo de su maldad, tal vez no debería cometer el acto malvado. Con una mano envuelta en metal, se preparó para levantarse y golpear a Jareth. Con la otra mano, se agarró al trono para continuar sentado.

–Vuelve a contármelo, palabra por palabra, sin cambiar nada –le ordenó a su vidente–. Llena mis oídos, una vez más, con su crimen.

–¿Palabra por palabra? –preguntó ella.

–Sí –respondió él.

Aunque la vidente le había dicho su nombre más de una vez, él la conocía únicamente como Eye, una mujer muy bella a la que había salvado de los trasgos hacía mucho tiempo. ¿Años? ¿Eones? El tiempo había perdido el sentido para Kaysar. Un día era igual al siguiente. Se despertaba pensando en diferentes modos de castigar a sus enemigos y, después, castigaba a sus enemigos. Aunque el método variara, el objetivo siempre era el mismo.

–Muy bien –dijo. Con pavor, Eye repitió–: Lamento mucho deciros esto, Majestad, y, por favor, no gritéis, pero el príncipe Jareth se acerca a vuestras… fronteras.

–¿Cómo se atreve? –preguntó, nuevamente, Kaysar.

Eye pestañeó.

–Tal vez debierais estudiar el mapa –le sugirió, como una madre a un niño molesto–. Deseáis estudiar vuestro mapa, ¿no?

Su mapa. Se puso muy tenso, pero, después, se dejó caer en el trono.

–Sí, deseo estudiar el mapa.

Se pasó las garras por el antebrazo, como hacía de niño. Agradeció sentir el dolor, ver las gotas de sangre.

Durante todos aquellos siglos, había memorizado el mapa de Astaria y cada uno de los cinco reinos de las hadas, pero el arte de dibujar un mapa tenía un efecto calmante para él. Era el único vínculo que le quedaba con su hermana. ¿Tuvo de verdad una hermana en algún tiempo? Algunas veces, se preguntaba si se lo había imaginado. Si había sido un producto de su imaginación que le había servido para conservar la cordura. Sin embargo, en el fondo sabía cuál era la verdad.

Se grabó unas líneas rojas en la piel, haciendo cortes y utilizando las solapas de piel como marcadoras. Apenas sintió los últimos pinchazos, debido a la tensión.

–¿Majestad?

La palabra, pronunciada con suavidad, llamó su atención y alzó la cabeza. Se concentró en la mujer que tenía delante. Eye estaba rodeada de muros de ónice y de antorchas, y llevaba un vestido blanco. Parecía etérea como un sueño. Tenía una gloriosa melena oscura que enmarcaba su rostro delicado. Su piel era de un color un poco más claro que sus ojos castaños.

Kaysar respondió con los dientes apretados.

–¿Cuál es la única norma que te he impuesto, Eye?

Ella hizo un gesto de pesar, antes de responder:

–No puedo interrumpiros, Majestad. Pero, si me lo permitís, hay solo dos ocasiones en las que no voy a cumplir la norma, aunque me esté muriendo.

–Está bien. Di cuáles son.

–Cuando estéis estudiando mapas que no son mapas –dijo ella, y cambió el peso del cuerpo de un pie al otro–. Y en cualquier momento intermedio.

¿Mapas que no eran mapas? Kaysar se pasó la lengua por un colmillo. ¿Era culpa suya que los demás no pudieran comprender sus obras de arte?

De niño, no tenía dinero para comprar papel y tinta, así que había tenido que adaptarse. Viori y él habían tenido que salir huyendo de su pueblo tantas veces, para evitar que los castigaran por intentar sobrevivir, que él necesitaba un mapa. El Bosque de los Muchos Nombres era un laberinto bien conocido porque engullía a los visitantes y, después, escupía sus huesos.

Su mayor miedo era encontrar los huesos de Viori en aquel terreno boscoso.

Sintió una constricción en el pecho. Le costaba respirar cuando pensaba en su hermana.

–Tu insolencia es preocupante, Eye. Pero soy un rey que conoce la clemencia. De vez en cuando. Te doy la oportunidad de evitar el castigo. Muéstrame lo que está haciendo el príncipe Jareth en este momento.

La vidente tenía la habilidad de fundir su mente con la de otros para revelarles las visiones que tenía del pasado, el presente o el futuro. Para ella era un proceso doloroso, pero a Kaysar no le importó.

Tal y como había hecho miles de veces, proyectó una imagen en su mente. Era la imagen de Jareth Frostline atravesando el Bosque de los Muchos Nombres con su flamante esposa, la princesa Lulundria, la niña mimada de la Corte de Verano.

–Enséñame cuál será el resultado de nuestro enfrentamiento –dijo él.

Jareth estaba deseando que se produjera aquel enfrentamiento. De lo contrario, ¿por qué iba a acercarse a sus fronteras?

¿Acaso el marido quería impresionar a su nueva esposa con su valentía?

Pues solo iba a encontrarse una humillación.

Después de que él escapara de su cautividad, había buscado incansablemente a Viori, pero su hermana había desaparecido sin dejar rastro. Se agarró con fuerza a los brazos del trono y clavó las garras en la madera. Ni siquiera Eve había conseguido atisbarla en sus visiones.

Los Frostline le habían arrebatado todo lo que amaba. Durante siglos, él había acumulado y refinado su odio y, ahora, iba a cerciorarse de que la familia real sufriera sin descanso, sin remedio. Hasta que Hador y Jareth experimentaran el mismo sufrimiento que le habían infligido a un niño pequeño y a su hermana, no tenía intención de terminar con aquella guerra personal. Así que la guerra no terminaría nunca.

Su sufrimiento no se había mitigado con el tiempo. Y el de ellos tampoco iba a mitigarse.

–Para mostraros el final, debo ver el principio –dijo Eye. Su gran rechazo por la sangre era su principal defecto. Con otros muchos–. Y ¿para qué iba a molestarme? Los dos sabemos que el ganador seréis vos.

–Te vas a molestar porque yo te lo ordeno –respondió él, con una sonrisa. Una expresión que muchos habían descrito como «la imagen más aterradora del mundo».

¿Sabía que iba a ganar? Sí. Pero, de todos modos, quería ver el resultado.

En la batalla, no tenía igual, aunque no hubiera nacido con un talento innato para matar. Durante sus años formativos había trabajado de agricultor, como sus padres. En realidad, tenía éxito en la batalla porque nada podía distraerlo de su objetivo.

También era una ayuda el hecho de haber aprendido en las condiciones más difíciles. Había pasado siglos luchando contra troles, trasgos y ogros. Lo peor de lo peor.

Tal vez él también fuera un monstruo, ¿no? Pero, por lo menos, no era un mentiroso.

Después de tomar el control de las Tierras de la Noche, un territorio prisión habitado solo por la escoria de la sociedad, había creado un nuevo reino, el Reino de la Medianoche, sin que nadie pudiera impedírselo. Para las hadas, el poder equivalía al derecho. En cada territorio reinaba aquel que tenía la fuerza necesaria para conservar la corona.

Con los años, la Corte de la Medianoche se había convertido en el reino más rico de todos, porque tenía recursos de los que otros carecían. Además, las Tierras de la Noche eran las más peligrosas, tal vez, con la excepción de las Tierras del Amanecer.

Tan solo por diversión, había conquistado también unas tierras yermas atestadas de monstruos. Aún no había organizado otro reino, pero lo haría en cuanto se hubiera cansado de perjudicar a los Frostline.

Su ejército y él no tenían problemas para conseguir lo que él se propusiera, porque sus soldados estaban muy motivados y, en la lucha, no tenían rival. Mataban sin vacilación a cualquiera al servicio de los Frostline; pero, según las órdenes que habían recibido, respetaban la vida de los miembros de la familia real. Kaysar aún se arrepentía de haber matado tan rápidamente, y tan pronto, al príncipe Lark.

Nadie podía torturar a un muerto. Él lo había intentado.

Su único consuelo era que el resto de la familia deseaba estar muerta.

–Vas a mostrarme el final y todo lo que necesite ver.

Se apoyó en el respaldo del trono y clavó una de las garras en el brazo del trono. El veneno de la enredadera brotó de los pinchazos.

El contacto con alguna de aquellas gotas podía paralizar a la mayoría de las hadas durante unos minutos y debilitarlos durante semanas. Kaysar se había expuesto al veneno progresivamente y había conseguido inmunizarse.

–Siempre hay algo que deberíais ver –dijo Eye–, pero solo vais a aceptar lo que queréis aceptar.

–Y tengo derecho a hacerlo. Ahora, muéstrame lo que te he pedido y nada más.

Eye cabeceó decepcionada. Después, proyectó otra imagen hacia su mente. En aquella imagen efímera, aparecía Jareth, de rodillas, ensangrentado, agachando la cabeza entre sollozos.

¿El príncipe Jareth, tan humillado como para llorar? Kaysar tenía que ver aquello.

La vidente se puso en jarras.

–¿Por qué no acabáis con la vida del rey Hador y el príncipe Jareth, y termináis de una vez por todas con vuestros sentimientos de odio?

Muchacha boba.

–Uno no se separa de las cosas que ama. Las mantiene cerca, se aferra a ellas.

El odio era su mejor amigo, el más antiguo. Su familia más cercana. Si lo perdía como había perdido a Viori, se quedaría sin nada.

Eye lo miró con lástima y señaló el tatuaje que él tenía en el bíceps. Era una serpiente enroscada formando un número ocho, mordiéndose su propia cola, con una espada en el centro. Era el símbolo de su reino, y simbolizaba la guerra eterna.

–¿Por qué vuestro deseo de venganza es más importante que mi deseo de paz? Estoy cansada de la guerra, rey Kaysar. Vuestro pueblo entero está cansado de la guerra. ¿Es que eso no os importa?

–Qué pregunta más absurda. Por supuesto que no me importa. Mi pueblo tiene un techo, tiene comida y protección y, si alguien los ofende, es como si me ofendieran a mí. Solo exijo lo que me deben a cambio.

–Creéis que os deben obediencia ciega.

–No. Creo que me deben obediencia y honestidad.

Si alguien mentía, inmediatamente perdía el privilegio de respirar.

Ella alzó ambas manos.

–Vos impedís a vuestro pueblo que encuentre la felicidad.

Error.

–La felicidad es lo único que he dejado en sus manos. Si no la alcanzan, es solo culpa suya –dijo él, y ladeó la cabeza, observando con más atención a su oráculo–. ¿Has decidido que mis condiciones no son aceptables, Eye? Entonces, puedes dejar mi reino. Incluso te permitiré hacerlo con la cabeza sobre los hombros.

Para llegar a otro reino, Eye tendría que atravesar el Bosque de los Muchos Nombres. Algo difícil, teniendo en cuenta que él había afincado allí a los centauros, los ogros y los troles hacía mucho tiempo. Si alguien no estaba bajo su protección, o la de los Frostline, era muy posible que fracasara en su intento de pasar de reino a reino.

–No tengo deseos de dejaros –dijo ella, con un suspiro familiar–. ¿Acaso no deseáis el amor, las alabanzas y el respeto?

–No –respondió él, muy en serio.

A menudo, se le acusaba de ser cruel, de estar obsesionado y enloquecido. ¿Para qué iba a cambiar? Se gustaba a sí mismo tal y como era.

Ella se encorvó de hombros, como si le hubiera fallado.

–Si no os liberáis de vuestro deseo de venganza, no podréis abrazar vuestro futuro ni a vuestra compañera, la única persona capaz de daros aquello que tanto anheláis. Y no es venganza, os lo prometo.

Lo que él anhelaba tanto. Volver al bosque, con doce años, de la mano de su hermana pequeña.

–No tengo compañera, no la quiero, y solo anhelo la venganza.

Eye estalló con desesperación.

–Podríais tener una mujer. Podríais tener algo más que dolor y soledad.

¿Soledad, él?

–Estoy empezando a cuestionarme tu cordura, Eye.

–Si seguís por este camino, os vais a condenar a una eternidad de tristeza –le dijo ella, mirándolo con pesar–. Perderéis todo aquello que os importa.

–Ya he perdido todo lo que me importaba. Ahora solo estoy correspondiendo.

–Pero…

–Ya está bien –dijo él, malhumoradamente. Se puso en pie de un salto, y añadió–: Los Frostline plantaron las semillas del odio en el terreno fértil de mi corazón. El rey y su hermano pasaron doce largos meses regando esas semillas, asegurándose de que germinaran y echaran raíces. Pero, aquí estás tú, quejándote de que un árbol dé su fruto. ¿Cómo te atreves? Los Frostline van a comer el fruto de su labor, eso te lo juro.

–Kaysar…

–Será mejor que contengas la lengua, Eye, antes de que aumente mi colección.

Sí, tenía varias lenguas en frascos, en una estantería especial de su habitación. También tenía otros órganos. ¿Qué mejor trofeo que una parte de sus enemigos?

–Muy bien, podéis ir –dijo ella, con un movimiento de las manos– a comenzar el principio del fin.

Antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirse más tarde, Kaysar se teletransportó al Bosque de los Muchos Nombres. Apareció exactamente en el lugar que había visto en las imágenes de Eye.

Se concentró en su misión: hacerle al príncipe Jareth todo el daño posible, el peor daño posible. Que comenzara la diversión.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Armado con garras, espadas cortas y dagas, Kaysar acechó al príncipe Jareth, a su esposa y a la guardia real del Invierno sin que detectaran su presencia. Había perfeccionado aquella habilidad hasta el límite. Como era de esperar, pudo observar a sus enemigos a medida que el cortejo de veintidós miembros atravesaba el bosque a caballo.

Los príncipes cabalgaban juntos y se acariciaban constantemente. Pronto, la lujuriosa pareja ordenó a los guardias que se detuvieran y que vigilaran mientras ellos se bañaban.

Claramente, los guardias temían una emboscada, y querían volver a casa. Kaysar chasqueó la lengua. La realeza, siempre tan egoísta. Sus actos ponían en peligro la vida de los demás.

Kaysar se movió de un sitio a otro, observando el perímetro. Ya se habían reunido en aquella zona ogros y troles. Y los duendes, que, además de ladrones, eran mirones.

Quince de los guardias se apostaron alrededor de una pequeña gruta, con la mano sobre la empuñadura de la espada, sin dejar de mirar a su alrededor en busca de depredadores. Los cinco restantes formaron un círculo alrededor de los demás.

¿Qué podía hacer? En el pasado, les habría cortado la cabeza a Hador o a Jareth del mismo modo que se la había cortado a Lark. Sin embargo, ahora se reprimía, porque su propósito era la absoluta tristeza de los Frostline.

Tuvo una idea, y sonrió. Aquel día, iba a ocuparse de la princesa Lulundria.

Rápida y sigilosamente, se movió entre la unidad. Les cortó el cuello a los hombres de la patrulla, y sus cadáveres cayeron al suelo sin que nadie se enterara. Cada vez con más excitación y más creatividad, se abrió paso entre el resto, rompiendo una muñeca por aquí, dando tres puñaladas por allá. Los veinte soldados murieron con un gruñido de sorpresa y horror. Ojalá hubieran sido más.

Le gustaba mucho su trabajo.

Se limpió la sangre de las manos en la última víctima y se acercó al agua. Se sentó en la orilla. La pareja estaba nadando en la gruta, que estaba cubierta de hojas verdes y flores moradas. Un paraíso para dos amantes. En la orilla había piedras cubiertas de musgo. Corría una brisa fresca que transportaba olores increíbles: la dulzura de las flores, la frescura del agua, la calidez del sol.

–¿Cuánto me deseas, esposo? –le preguntó Lulundria al príncipe, en voz baja, mientras se pasaba los dedos entre los pechos.

Era el tipo de Jareth: alta, esbelta y delicada, con una melena de rizos de color rosa que caía en cascada por su espalda. Tenía los ojos de color esmeralda, y la piel pálida y brillante. Si lo recordaba correctamente, su glamara tenía algo que ver con las plantas, y ella podía cultivar un jardín entero en unos minutos. Su pueblo la adoraba por su naturaleza bondadosa. Algo que él mismo hubiera podido desarrollar de no haber sido por los Frostline.

–¿Y bien? –preguntó ella, mientras se sentaba en la orilla–. ¿Acaso te he robado el pensamiento?

Jareth se acercó nadando y le dedicó una sonrisa llena de calor. Con los párpados entrecerrados, se tomó el miembro por la base y se acarició a sí mismo. Dijo:

–Te deseo así, tanto como esto.

La princesa Lulundria se rio con la voz ronca, y Kaysar frunció el ceño.

–Si el tamaño aumenta más, querido mío, no vamos a poder encajar uno con el otro.

¿Qué derecho tenía Jareth a disfrutar de una mujer así, después de lo que le había hecho a aquella sirvienta?

¿Sabía la princesa que casarse con el príncipe Jareth la colocaba en el blanco de la diana del Desquiciado?

Si no lo sabía, pronto iba a enterarse.

–Oh, claro que vamos a poder, no te preocupes –dijo Jareth. Cuando se sentó a su lado, en la orilla, la princesa amoldó sus curvas suaves al cuerpo tatuado del príncipe. Él la abrazó y le mordió el labio inferior–. Voy a hacerlo despacio y con cuidado.

«Y yo te voy a sorprender cuando llegues al punto de no retorno».

La pareja de enamorados se besó. Se tendieron sobre la pila de ropa, con las armas de Jareth a su lado. Las manos empezaron a vagar, y se oyeron gemidos.

Él nunca había disfrutado con los besos y las caricias. Solo lo hacía cuando era necesario, cuando quería utilizar como arma el placer que daba. Seducía a mujeres casadas para sonsacarles secretos de sus maridos. Nunca había entendido el placer que obtenían sus conquistas cuando estaban con él.

Se pasó las garras por el antebrazo mientras esperaba pacientemente el mejor momento para atacar. Aunque deseaba estudiar su último mapa, se reprimió. Tenía que seguir concentrado en su entorno y tomar decisiones.

¿Qué iba a hacer con la princesa Lulundria cuando la tuviera en su palacio? Había muchas opciones.

Por supuesto, podría matarla; eso le causaría a Jareth un inmenso dolor. Sin embargo, el dolor se mitigaba demasiado rápido. También podría seducirla y robarle su amor al príncipe; de ese modo, daría comienzo a un período de siglos de humillación y furia. Eso nunca envejecía.

Sin embargo, él no solía suscitar muchas emociones. ¿Podría conquistar solo con su encanto a una princesa que estaba enamorada de su marido? Aquel desafío le intrigó.

¿Desafío? No, no era ningún desafío. Sí podía conquistarla, como podía conquistar a cualquier mujer que se propusiera. Ninguna tenía la fuerza para resistirse a su hermoso rostro y su físico poderoso.

En realidad, era irónico; provocaba una gran lujuria en los demás, pero él nunca había experimentado una verdadera pasión. La tortura que había soportado con Lark y Hador había desconectado su mente y su cuerpo. Percibía pocas sensaciones, tan solo la presión, el calor o el frío. Nunca se había sentido cercano a una amante.

Para él, el sexo siempre sería una herramienta. Nunca había deseado a nadie por otra cosa que no fuera la venganza. Y nunca lo haría. No podía confiar en nadie.

Mientras Jareth colocaba a su esposa sobre las manos y los pies, se le ocurrió una idea verdaderamente malvada. ¿Y si la dejaba embarazada?

Era una idea repugnante, peor que el secuestro y la seducción, y, al mismo tiempo, era perfecta. En el reino de las hadas, desheredar al hijo de una esposa era un gran deshonor para un marido, fuera cual fuera el motivo.

Para apartar a su hijo del trono, Jareth tendría que exponer el negro corazón que tan bien escondía del resto del mundo, algo que no iba a hacer. De ese modo, impediría que la descendencia de Hador heredara la corona.

Una venganza muy dulce.

Así pues, todo estaba decidido. En cuanto Lulundra quedara embarazada, se la devolvería a su marido y disfrutaría de las consecuencias.

Estaba impaciente por empezar, así que se puso de pie, se colocó detrás del hombre que embestía a su esposa y lo agarró del pelo con un puño. Tiró de su cabeza hacia arriba y, con las garras, le cortó la mitad del cuello. Suficiente para provocarle un dolor insufrible, pero no para matarlo. Cuando el príncipe se agarró la garganta, saltó hacia atrás.

Sabía que Jareth iba a recuperarse a los pocos segundos y que utilizaría su glamara. Como uno de sus antepasados Frostline, tenía la habilidad de conjurar al hielo y lanzar dardos helados con las puntas de los dedos.

–¿Jareth?

La princesa miró hacia atrás, por encima de su hombro, probablemente, preguntándose por qué su marido se había detenido. Al verlo a él varios metros por detrás del príncipe, dio un grito y se arrastró en busca de su túnica para taparse.

El príncipe estaba sangrando y se ahogaba. Cayó hacia delante. Él se situó frente a la pareja y sonrió.

–Enhorabuena, Jareth. Milagrosamente, no has desgarrado a tu novia con tu enorme tamaño. Qué contentos debéis de estar los dos –dijo, y aplaudió–. Entre nosotros –añadió, en voz baja, como si estuviera contando un secreto–, no estoy seguro de si voy a poder decir lo mismo. De hecho, soy de tamaño gigantesco. Shhh. No digas nada. Quiero darle una sorpresa.

–No la toques –dijo Jareth, escupiendo saliva, mientras recuperaba la voz y se ponía en pie con dificultad–. Ni siquiera te atrevas a mirarla.

La princesa se colocó detrás de su marido con los ojos desorbitados. Jareth estaba casi recuperado, y comenzó a lanzar pequeñas astillas de hielo.

Kaysar apareció y desapareció, y los misiles se clavaron en el árbol que había tras él. Con una enrome sonrisa, se encaró con el príncipe:

–Vamos, adelante. Llama a tus guardias. Pídeles ayuda…, querido mío.

Al darse cuenta de que los había observado desde el principio, Jareth se lanzó al ataque. Él podría haberse apartado, pero recibió con gusto el puñetazo mientras destripaba a su oponente. Un viejo truco, uno de sus favoritos. El príncipe se tambaleó hacia atrás.

–¡Vete! –le ordenó a la princesa, con la voz enronquecida.

La princesa vaciló como si, realmente, estuviera planteándose ayudar a su marido. Eso permitió que Kaysar se teletransportara a su lado y la agarrara por la muñeca con fuerza. Ella trató de teletransportarse también, pero él tenía una resistencia más fuerte. Siempre ganaba en las batallas de voluntades. Jareth flexionó el codo hacia atrás para lanzar más dardos de hielo, y él decidió que iba a ser el príncipe quien lastimara a su mujer de la peor manera.

Justo cuando Jareth hizo el movimiento para lanzar el hielo, Kaysar puso a la princesa delante de él, y los dardos de hielo se le clavaron en el pecho. Lulundria se tambaleó y se chocó con él. Se debilitó tanto que le fallaron las rodillas. Él la sujetó para que no cayera al suelo, disfrutando de su sufrimiento tanto como lo lamentaba Jareth.

Aunque aquel no era el mejor comienzo para una seducción, no estaba preocupado. Había superado cosas mucho peores.

–¿Hemos aprendido la lección de hoy, príncipe? Proteger a los demás antes que protegernos a nosotros mismos es algo que nunca termina bien para nadie.

Jareth no lo escuchó. Estaba conmocionado. Cayó de rodillas al suelo, entre sollozos, y Kaysar reconoció la visión de Eye.

–Mi hielo es un veneno para los habitantes de la Tierra de Verano. Y, para la realeza, más que para ningún otro. Ella va a… Va a… La has matado. Has matado a mi Lulu.

–No le hagas caso, querida –le dijo él. Jareth estaba inmóvil, destrozado, y Kaysar aprovechó para tender a la princesa en un lecho de flores silvestres. Sonrió–. Te curaré inmediatamente, en cuanto estés instalada en tu nuevo hogar.

Era cierto. Poseía una astilla de semilla de saúco; seguramente, la única que quedaba en el mundo. Aquella semilla mística tenía muchos usos, y uno de ellos era curar lo incurable.

–¡No! –gritó Jareth, abalanzándose sobre él–. ¡No permitiré que te quedes con su cuerpo!

Rodaron por el suelo, intentando dominar al contrario. La princesa se puso en pie, con dificultad, y echó a correr tambaleándose. Él permitió que se alejara. Por el momento. Ellos se levantaron del suelo y Jareth atacó una y otra vez a Kaysar.

–Ella no te ha hecho nada. Nunca te hizo daño. No le hizo daño a nadie.

–Se alió con tu familia –dijo Kaysar, y le dio un horrible zarpazo en el torso, riéndose al ver cómo había destrozado los músculos–. Eso es suficiente.

Jareth se debilitaba con cada nueva herida, pero no dejaba de luchar.

–¿Qué quieres de mí? ¿Qué puede acabar esta obsesión enfermiza que tienes? Dime lo que quieres, y lo haré.

–Lo quiero todo y no quiero nada, siempre y nunca, pero solo si no quieres dármelo –respondió Kaysar, moviéndose en círculo alrededor de su víctima–. ¿Por qué estás tan preocupado, príncipe? Es cierto lo que he dicho. Voy a curar a tu mujer, y quedará como nueva. Incluso te la voy a devolver. En algún momento.

Jareth, con los ojos azules llenos de fuego, volvió a atacar con una fuerza renovada. Kaysar esquivó sus golpes antes de lanzarse a matar. Bueno, no iba a matarlo, pero casi. Abrió la boca y cantó. En pocos segundos, Jareth perdió todo el color. Se tapó los oídos con las manos, pero no le sirvió de nada. Empezó a sangrar por la nariz y se desplomó, retorciéndose de dolor.

Kaysar se calmó solo cuando el príncipe quedó inconsciente. Permaneció inmóvil, esperando una oleada de satisfacción. Un destello de triunfo. Algo… Había ganado aquella batalla, según lo vaticinado. Pero todo había sido demasiado rápido. ¡Demasiado! Bah, no importaba. Tenía más oportunidades. Y, muy pronto, la princesa estaría en su cama.

Antes, sin embargo, tenía que atraparla. Observó atentamente el entorno y vio un rastro de sangre entre los árboles. El paso de la princesa era cada vez más lento, y tenía la túnica empapada en sangre. Mientras la perseguía, unas ramas crujieron bajo sus botas, y ella miró hacia atrás con terror. Gritó y movió los brazos para intentar avanzar con más velocidad.

–Puedo ayudarte, princesa –le dijo.

Era cierto. Él nunca mentía.

En aquel momento, recordó haber visto al rey y a los príncipes Frostline por la ventana de su torre. Cuánto había rabiado mientras ellos tres engañaban a sus súbditos, sonriendo y saludando, aceptando las alabanzas y los vítores como si tuvieran un corazón de oro.

Lulundria volvió a mirar hacia atrás con una expresión frenética. Tropezó con un tronco y se cayó sobre un charco de barro. Aunque estaba más débil que antes, consiguió levantarse.

La princesa… ¿Qué era eso? De sus manos habían brotado unas enredaderas verdes llenas de espinas, que se deslizaban sobre la tierra y se ramificaban con un aspecto de serpiente. Los tallos crecían, se estiraban ante ella, y creaban niebla a su alrededor.

A distancia, los extremos de las enredaderas de la derecha y de la izquierda cambiaron de dirección, se elevaron hacia el cielo, se entrelazaron y formaron un arco.

La habilidad de la princesa iba mucho más allá de su glamara con las plantas. Había abierto un portal hacia el mundo de los mortales, algo que solo podía hacer un creador de portales. Al darse cuenta, Kaysar perdió la calma. Si Lulundria conseguía atravesar aquel portal, el hielo de Jareth acabaría con ella, y él perdería una oportunidad muy valiosa.

Se teletransportó directamente junto a ella y la agarró… ¡Arg! Ella se soltó de su mano. Las enredaderas permanecieron enganchadas a ella, tirando más y más hacia el portal.

–Solo deseo ayudarte –le dijo él.

Trató de agarrarla de nuevo, pero ella se lo impidió contorsionándose. Y Kaysar sabía que, si se colocaba delante del portal, la princesa podría empujarlo y llevarlo consigo hacia el mundo de los mortales. O sin ella. ¿Dejar a los Frostline sin un medio garantizado para volver a Astaria? No.

Sin embargo, necesitaba poner a su hijo en el trono de la Corte de Invierno. Su venganza lo exigía.

Así pues, utilizó la única opción que le quedaba: la compulsión. Cuando la princesa Lulundria atravesó el portal, él preparó su glamara y gritó:

–Vuelve conmigo, princesa. Regresa a mí por cualquier medio necesario.

Al momento, ella desapareció entre la niebla.

Las enredaderas quedaron reducidas a cenizas, y el viento se las llevó en un remolino. Kaysar se detuvo y soltó una maldición. Los creadores de portales necesitaban varias semanas para recuperar la fuerza después de abrir una de aquellas puertas. ¿Sería la glamara de la princesa lo suficientemente poderosa como para que la recargara ahora? ¿Aquel mismo día? Pasó una hora, durante la que él acumuló una frustración que lo reconcomió por dentro.

Ella debía volver. Tenía que volver. Seguramente, el deseo de obedecerlo la estaba consumiendo y la ayudaba a sobrevivir. Así pues…, ¿dónde estaba? ¿Cuánto tiempo iba a tener que esperarla?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

El reino de los mortales

Oklahoma City, Oklahoma

 

Presente

 

–Espero que te guste el sabor de tus pelotas, Nick, porque estoy a punto de metértelas por la garganta.

Chantel Bardot, alias Cookie, dio unos golpecitos con los dedos en el mando del juego, a la velocidad del rayo, guiando a su Sombrerera Loca a apagar el fuego de un aspirante a príncipe azul.

Seguramente, durante los próximos dos minutos iba a recibir una docena de correos electrónicos en los que le pedirían que se comportara de un modo más profesional, pero, también, menos profesional, y… oh, sí, ¿podía seguir haciendo exactamente lo que estaba haciendo y, también, cambiarlo todo?

Nick, cuyo alias en la pantalla era Nicobra, se defendió con precisión, sin piedad, dándole una buena patada que la lanzó al otro lado del campo de batalla. Debido al golpe, su sombrero mágico cayó al suelo del bosque, y una de las cuatro barras de energía desapareció. Entonces, ella oyó que él le decía, con un ronroneo, a través de los auriculares:

–¿Y qué tal si te ahogas tú primero con mis pelotas, Cookie?

–Lo intenté, ¿no te acuerdas? Pero las tienes del tamaño de unas peladillas.

Cuidado. Había límites. Lo que ella le lanzara, él tenía derecho a devolvérselo. Además, no valía la pena enfrentarse con él, porque eso le causaría problemas con sus patrocinadores. Aunque odiaba a Nick, adoraba su trabajo. ¡Era lógico! Las empresas le pagaban por retransmitir videojuegos delante de una cámara. Y, en secreto, aceptaba encargos como sicaria digital, cobrando a otros jugadores por aniquilar a sus competidores dentro del mundo del juego.

Una vez, Nick había intentado contratarla para que se liquidara a sí misma, sin saber quién estaba detrás de la pantalla.

¿A quién no le iba a gustar un trabajo como el suyo? Además, lo necesitaba. Había nacido con daños severos en el corazón, y había tenido que someterse a varias cirugías, a muchas pruebas médicas, a muchos protocolos de medicación, durante sus veintiséis años de vida. Tenía muchas facturas que pagar.

–¿Sabes que eres la peor chica con la que he salido? –le preguntó Nick–. Eres peor que la infiel y que la ladrona. Enhorabuena.

Ay. Para los que estaban mirándola a la cara, y no al juego, Cookie sonrió dulcemente, como si Nick acabara de hacerle un cumplido. No había que permitir nunca que un contrincante percibiera tu inquietud. Los puntos débiles se convertían en un objetivo eterno y ofrecían munición infinita. Nick demostraba esa teoría cada vez que se relacionaban. Durante su relación de un año, él había descubierto su vulnerabilidad más profunda: el rechazo. Y, ahora, le gustaba aguijonearla hasta que explotaba. Pero ella podía responder.

–Vaya, vaya, ¿alguien se ha puesto a la defensiva por su tamaño? –le preguntó, y chasqueó la lengua–. No te preocupes, cariño. El tamaño no importa. Desde el principio de los tiempos, las mujeres han mentido en eso de que preferían a un hombre contundente. Cuanto más pequeño, mejor, ¿eh?

Nick falló una serie de golpes, lo que permitió a Cookie recuperar el sombrero. ¿Acaso Nick había perdido la confianza? Vaya, qué pena.

En la parte derecha de la pantalla, aparecieron burbujas de comentarios, mensajes a favor y en contra de Cookie, de las mujeres en general, de los hombres… Una amenaza de muerte. Una amenaza de violación. Una muestra de apoyo… otra amenaza de muerte. Y otra amenaza de muerte contra cualquiera que la apoyara.