Sin justificar - Tomás Granados Salinas - E-Book

Sin justificar E-Book

Tomás Granados Salinas

0,0

Beschreibung

Este texto de contraportada está Sin justificar: las líneas fluyen desde la izquierda, cada una tan larga como le exigen las letras y los espacios que la conforman. Las que aguardan al lector dentro de este volumen también están Sin justificar: son apuntes un tanto arbitrarios, desenfadados pero con su razonable dosis de información, que expresan un modo de poner en práctica el oficio de editor. Hay aquí unas cuantas piezas sobre personas, lecturas, debates y prácticas, como unas indeseadas pero necesarias notas necrológicas. "Sin justificar" reúne, pues, unas anotaciones al margen de alguien que lee su profesión y su actualidad como si fueran un original que se prepara para la imprenta.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 323

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

DEDICATORIA

INJUSTIFICACIÓN

PERSONAS

Una mirada siempre excéntrica

El editor Octavio Paz

Él es un hombre de letras

Darnton: reportero del pasado

Segunda Era

¡Ah!

Fuentes de inspiración

André Schiffrin, ejemplo e ideal

Porrúa en su laberinto

La edición como crítica

Una chucha cuerera

Juan García de Oteyza

De modesto vendedor a editor trasnacional

Prolífico y polifacético

LECTURAS

Demasiado libro

‘A la sombra de los libros’, de Fernando Escalante Gonzalbo

50 años de ir al cielo y volver a la tierra

Tras un misterioso tlacuilo

La intuición y el azar

La máquina de contenido

Desde dónde está leyendo Parks

Shakespeare, ‘bestseller’ desde el principio

Vocación para sobrevivir

Excel y la austeridad

De clásicos a clásicos

Artículos científicos

Cómo se lee un libro

DEBATES

Luz aun en lo más oscuro

Las elecciones de los e-lectores

Problemas de lectura

Diferencia específica

Acercar los libros

Ley del Libro, por favor

Fin (e inicio) de capítulo

Precios y libertad

Costco, desamparado

PRÁCTICAS

Sobre la (in)utilidad de la formación en el mundo del libro

Lecciones de estilo (editorial)

Amor al libro industrial

Donde dice..., debe decir

Gutenberg en línea

Declaración de derechos

De tweets y apps

Ecoedición

Mudar y fundar bibliotecas

Lo gris y lo seco

CITA

CRÉDITOS

AUTOR

COLECCIÓN TIPOS MÓVILES

Para Alejandro Cruz Atienza

y Javier Ledesma Grañén,

con la justificación de la amistad

INJUSTIFICACIÓN

Este volumen reúne más de cuarenta textos sobre diversos asuntos editoriales que he escrito en la última década. Hay aquí un par de conferencias y muchas colaboraciones en periódicos, revistas y libros colectivos; la mayor parte apareció en la columna Capitel, de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, lo que explica que, con más arrojo que arrogancia, el nosotros que se escucha por aquí y por allá corresponda al FCE. En casi todos los casos se informa dónde y cuándo fue publicada cada nota, con la intención de que el lector sea clemente respecto de los datos, los juicios sobre una coyuntura, las circunstancias que motivaron un festejo o una duda; salvo en las piezas que se ocupan de la ley del libro –que se reproducen tal cual, pues creo que la médula de los argumentos sigue siendo válida–, he hecho ligeros ajustes por aquí y por allá para difuminar el momento en que fueron redactadas. Los textos están agrupados en secciones que permiten ver algunas recurrencias y obsesiones, como las indeseadas pero necesarias notas necrológicas, la reseña de obras leídas y a veces también publicadas, las estadísticas sobre lectura y la larga marcha del precio único en México.

Agradezco a quienes –sea porque me invitaron a escribir unas cuartillas, sea porque no se negaron a publicar las que yo les propuse– me permitieron pasear a mi aire por algunos de los muchos caminos que van y vienen de los libros; en particular a Manuel Ortuño, que, no obstante haberme conocido cuando yo aún gateaba, accedió a evaluar esta injustificable compilación. Confío en que, a pesar de su ligero anacronismo y de los yerros en alguna predicción, estos apuntes expresen un modo de poner en práctica el oficio de editor.

PERSONAS

UNA MIRADA SIEMPRE EXCÉNTRICA[1]

A los veintipocos años, Gabriel Zaid ya estaba interesado por lo que él denominaba el «problema del libro», membrete útil para referirse a diversos cuellos de botella: «El lector no encuentra, o si encuentra no puede comprar, todos los libros que necesita. El autor difícilmente puede publicar y de ninguna manera vivir de los libros que escribe. Las editoriales y librerías no pueden sostenerse en un plan de servicio estrictamente cultural y en el mejor de los casos nunca son un buen negocio». Este «problema de mercados, de finanzas, de distribución y de producción» caía «por completo en el campo de la nueva ‘ingeniería industrial’» y por ello el aspirante a «ingeniero mecánico y administrador» dedicó su tesis a estudiar la Organización de la manufactura en talleres de impresión para la industria del libro en México. En ese trabajo con fines escolares –del que existe una bonita edición no venal, de 1958, publicada por «la presión de algunos amigos y la consideración al tiempo y atención con que tántas [sic] personas me ayudaron»–, Zaid concluye que «las técnicas que un tiempo se asociaron con el nombre de control de la producción, tienen una posibilidad de aplicación decididamente provechosa» en el orbe editorial.

Ese trasvase de métodos de análisis explica en cierta medida los ensayos de La poesía en la práctica, escritos originalmente en los años sesenta, y aun podría decirse que las espléndidas intuiciones reunidas en Leer poesía proceden de un modo de pensar esencialmente ingenieril, pues buscan entender no tanto la experiencia estética como el mecanismo poético. Celebremos al lector que se divierte aplicando a la lírica la ingeniería inversa, al analista de procesos que no duda en usar encuestas para conocer al público que asiste a un recital de poesía, al administrador que busca los vasos comunicantes entre la inspiración del artista y el salario que podría recibir, al financiero que evalúa la capacidad de una persona para obtener réditos, intelectuales o estéticos, de su lectura. Celebremos a Gabriel Zaid releyendo esos dos breves volúmenes, aparecidos bajo el sello del Fondo de Cultura Económica en 1985 y 1987.

Zaid conoce los riesgos de ser demasiado fiel a un modo probado de leer: «una vez que el método se convierte en receta, reduce la lectura [...], en vez de enriquecerla». No hay en sus textos un procedimiento recurrente, a menos de que consideremos como sistema la renovación constante del modo de ver. Así, cada descubrimiento metodológico, cada corazonada para mirar un poema, cada molde para expresar una opinión parece agotar el terreno recién sembrado. Los ensayos, las reseñas, las brevísimas notas con que Zaid da cuenta de sus hallazgos parecen responder a una exigencia tan arbitraria y fructífera como la que lo ha llevado a ser un fantasma omnipresente en el mundo literario. Al impedirse ser un personaje más de la plaza pública, Zaid ha adquirido una presencia mayor, acaso porque ha sabido eliminar al actor de sí mismo que tanto agrada al público pero que inevitablemente distrae de lo que uno pretende decir; esa restricción autoimpuesta es desde luego fruto de una ética severa e incluso un tanto arrogante, pero también podría entenderse como una mera estratagema para amplificar las reverberaciones de lo escrito. De manera semejante, al plantear, desarrollar y agotar una manera de leer un verso –su experimento en torno a «Un gato cruza el puente de la luna», de Paz–, un poema –su elogio técnico de «El brindis del bohemio»–, un libro –la crítica milimétrica con que hace trizas Siete de espadas, de Bonifaz Nuño–, un autor –el Ibargüengoitia elogiadísimo en «La mirada irónica» o el triunfal Gorostiza de «La pica en Flandes»– o un género histórico –su entusiasmo por una antología preparada por José Emilio Pacheco que permite una «Reconciliación con el modernismo»–, Zaid parece seguir un mandamiento que pocos escritores querrían, o podrían, obedecer: no te repetirás. Originales en forma y fondo, sus ensayos resultan por ello siempre frescos.

También ha atendido ese precepto al preparar la reedición de sus obras: al dar la bienvenida al lector de La poesía en la práctica, el autor avisa que «escribí estos ensayos por primera vez entre 1963 y 1967. Los he vuelto a escribir varias veces» (las cursivas son mías). Cada nueva publicación de sus textos es, pues, ocasión para hacer pequeños retoques o introducir matices, aunque hay ocasiones en que incluso emprende amputaciones severas o inventa un libro reorganizando las partes de otro, como ocurrió con Tres poetas católicos, que perteneció a Leer poesía cuando se publicó en Joaquín Mortiz y que fue «descubierto» como obra independiente después de haber sido escrito; en veta zaidiana, podríamos imaginar un estudio filológico, odiosamente universitario, que permitiera identificar las preocupaciones, los intereses y aun las influencias del ensayista en los diversos momentos de su vida a partir del rastreo de esas incesantes, maniáticas transformaciones.

Tras concluir la lectura de estos trabajos queda la placentera sensación de que el propósito último de Zaid es demostrar que poesía y práctica son de alguna manera sinónimos. «Un hombre creador que no es práctico es un mal artista. Un hombre práctico que no es un creador, no es un hombre práctico, es un burro de noria.» ¿Para qué queremos una foto de este autor espectral si en frases como éstas, en los libros que venimos comentando, está su verdadero rostro? Zaid se planteó a sí mismo, desde la redacción de su tesis de licenciatura y de los muchos ensayos publicados en su momento por el Fondo, un programa de vida intelectual que se ha ido cumpliendo con precisión. Ha sabido mover su centro para definir cada vez una nueva periferia: desde la estadística practica la exégesis literaria, desde la etimología describe la política contemporánea, desde la eficacia empresarial sugiere cómo entregarse al hedonismo del intelecto. Lo supieron el estudiante veinteañero y el ensayista cuarentón, lo sabe el escritor octogenario: «ser persona es precisamente hacerse cargo de sí mismo como un ser abierto, desbalanceado, gravitante hacia la comunión personal, hacia la vida inspirada».

EL EDITOR OCTAVIO PAZ

Crear una obra con palabras ajenas, y dolo, se llama plagio. Hacerlo a la luz del día se llama edición. Quien anima una casa editora o una revista –pienso en las que no son sólo empresas comerciales o educativas– suele buscar ese tipo de edificación con ladrillos que sólo en un principio no le pertenecen. De ahí que no sea descabellado, ni una mera ocurrencia metafórica, considerar la edición como un género literario, tal como postula uno de los más notorios y poliédricos editores italianos de la segunda mitad del siglo xx: Roberto Calasso, director de Adelphi y autor de textos híbridos entre la invención literaria y el ensayo, define ese arte editorial como «la capacidad de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran los capítulos de un único libro. Y todo ello teniendo cuidado –un cuidado apasionado y obsesivo– de la apariencia de cada volumen, de la manera en que es presentado. Y finalmente también –y no es ciertamente el punto de menor importancia– de cómo ese libro puede ser vendido al más alto número de lectores» («La edición como género literario», en La locura que viene de las ninfas y otros ensayos, México, Sexto Piso, 2004). Congruencia interna, atención a la materialidad e invención de su público conforman, pues, el trípode en que se asienta ese noble oficio –sea que se exprese en libros o en los sucesivos números de una revista, cabría agregar–. Medida con ese rasero, la obra de Octavio Paz como editor –su fuerza y claridad para seleccionar, ordenar, presentar y difundir textos propios y ajenos; la sostenida organización de personas y recursos para producir ese otro fruto autoral que es una revista, una editorial, unas obras completas– no puede más que calificarse de excepcional.

Los diversos proyectos en cuya gestación o conducción participó Paz pueden dividirse fácilmente en dos grupos: las enternecedoras aventuras juveniles y las combativas apuestas de madurez. Fugaces como fueron, Barandal, cuyos siete balaustres sólo se mantuvieron en pie entre finales de 1931 y principios del año siguiente, y Cuadernos del Valle de México, con sólo dos entregas en 1933 y 1934, así como Taller, productivo entre diciembre de 1938 y febrero de 1941, con la dirección colectiva de Rafael Solana, Efraín Huerta y Alberto Quintero Álvarez, son testimonio de una precoz apertura de miras –el ojo paciano siempre puso en práctica un prodigio óptico, al ser capaz de enfocar simultáneamente lo cercano y lo distante, lo mexicano y lo universal, lo de hace un minuto y lo ocurrido hace milenios– y de una urgencia por hacerse escuchar, creyendo aún que la literatura y sus derivados pueden incidir en el mundo, transformándolo. Pero son gotas de agua en un chubasco: sin las ulteriores empresas de Paz, que las dignifican al convertirlas en antecedente, no pasarían de ser otras publicaciones de la época. Plural y Vuelta –tal vez sobre todo la primera– son en cambio lances arriesgados y resonantes, tanto en lo estrictamente intelectual como en lo político.

A fines de 1970, al volver a México luego del incierto peregrinar académico que debió enfrentar tras su renuncia a representar al gobierno de Díaz Ordaz en la diplomacia mexicana, Paz fue invitado por Julio Scherer –entonces a la cabeza de Excélsior, en una de las eras más creativas que haya tenido cualquier medio impreso mexicano– a crear un semanario «mitad de información y mitad de ideas», a lo que el poeta se negó pues no creía tener «ni humor, ni tiempo, ni talento para una idea así», pero reviró proponiendo «una revista latinoamericana desde México y abierta al mundo». Entre octubre de 1971 y julio de 1976, Plural difundió dentro y fuera de nuestro país literatura e ideas, poesía de autores novísimos y traducciones de otros ya consagrados, ensayos de historia y no poca crítica a la política del momento; esto último fue consecuencia natural de que la casa editora que sufragaba la revista encarnaba la oposición intelectual al régimen de Echeverría, quien asestó un mazazo a la libertad de expresión al mediar su último año de gobierno y arrojó de la cooperativa a Scherer y su equipo. Como había hecho al separarse de la embajada mexicana en la India, Paz y los hacedores de la revista la abandonaron, aunque ésta siguió publicándose, no como «una caricatura [sino como] una falsificación» de la ideada por el autor de El laberinto de la soledad.

Y es que no era posible replicar el «lugar de convergencia de los escritores independientes de México», como describió la revista su director al presentar, en marzo de 1975, al consejo de redacción que habría de ser el núcleo de Plural y de su sucesora, integrado por José de la Colina, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Alejandro Rossi –que durante esa época fue «secuestrado» de la academia y se entregó, distraídamente, a la creación literaria–, Tomás Segovia y Gabriel Zaid. Hay una especie de refrán editorial que dice que un editor, en inglés, es alguien que sabe escoger libros, mientras que un publisher es alguien que sabe escoger editors: ¡vaya publisher que resultó Paz con esa selección!

Es imposible demostrarlo pero, por más que se diga que las revistas dirigidas por Paz eran obras colectivas, a uno como lector extemporáneo le queda la sensación de que su influencia unificaba las opiniones y las preferencias, o al menos suavizaba los diferendos. Cada una fue su revista. En «Plural» en la cultura literaria y política latinoamericana, John King recuerda cómo, poco después de nacer la revista, el director escribía largas cartas a su primer secretario de redacción, Tomás Segovia, para ocuparse lo mismo de asuntos menudos que de los objetivos últimos de la publicación. Podía por ejemplo insistir en que no se proponían «hacer una revista mexicana para Nueva York y Europa, sino una revista de nivel internacional para Latinoamérica» y a la vez objetar –escribe King, glosando una misiva de diciembre de 1971– «el uso de notas explicativas y el diseño demasiado elaborado de la revista, desde la portada y las ilustraciones hasta la ‘tipografía’. [...] Siempre se opuso a que con [las notas introductorias] trataran de explicar las intenciones del autor, o bien, que se redactaran en alabanza de él o de ella. También le disgustaba la selección de algunas frases extraídas del texto principal para destacarlas en negritas, dando pistas al lector sobre las partes más importantes de la argumentación». Estaba convencido de que esos artificios «periodísticos» no debían usarse en Plural. Otro ejemplo: en una carta de abril de 1974 a De la Colina, que a la sazón era el secretario de redacción, el director «sugiere» que se publique «un pequeño comentario sobre la estatua de León Felipe. ¿Podrías hacerlo? Tú ya conoces mi punto de vista –que creo que es el tuyo». El su se manifiesta asimismo en la abundante presencia de Paz como colaborador principalísimo: su nombre aparece en no menos de la mitad de las portadas de Plural –y me atrevería a suponer que en proporción semejante en las de Vuelta, por más que algunos críticos duden de la validez de los argumentos cuantitativos–, en muchas de las cuales ocupa el lugar protagónico. Es comprensible que quien publica una revista la use como altavoz de sí mismo, sobre todo si, como era el caso de Paz, sus aportes son sustanciosos, pero flaquea de algún modo la necesaria distancia entre el autor y el editor cuando aquél sojuzga a éste.

En la definición de Calasso no está explícita la necesaria generosidad que subyace a la edición, que en su caso y el de Paz es doblemente valiosa, pues cada minuto entregado a crear con las palabras de los demás ha sido tiempo robado a su propia producción literaria. Si un editor es un lector que comparte con el público sus entusiasmos, sólo podemos calificar de munífica la disposición de Paz y los miembros de su atenta redacción a espigar entre sus lecturas para beneficio de los lectores de las revistas. Hoy a nadie sorprende el cosmopolitismo y mucho menos la pacífica convivencia en un mismo paquete editorial de poemas y reflexiones sobre la coyuntura política, narrativa y textos de divulgación científica, reseñas de libros, películas, muestras de arte, y disquisiciones sobre historia, sociología, diplomacia. Habitar el mundo en toda su anchura geográfica y cultural puede parecer sencillo, pero es un espejismo suponer que el diálogo multinacional fue siempre tan fluido como es actualmente. Revistas como las editadas por Paz fueron una ventana doble, por la que uno puede ver el exterior y el exterior puede verlo a uno.

Desde los 17 años, necesitado todavía del apellido materno para configurar su identidad, Octavio Paz supo de la importancia del nombre que ampara a una publicación periódica. Al elegirlo, un editor no busca sólo una palabra o frase eufónica sino que aspira a sintetizar un programa de trabajo, a imantar la aguja que oriente la navegación editorial. Barandal es a la vez un sitio para ver y ser visto, y una protección contra la posible caída. Taller no aspiraba a subrayar las cualidades del oficio literario sino a conformar una «fraternal y libre comunidad de artistas». El membrete de la última revista edificada por Paz –en el que se escuchan ecos de un poema del propio Paz, ése en que la buganvilia es una «morada caligrafía pasional» y en que «el presente es intocable»– fue no sólo un tapaboca al echeverrismo tosco sino una evocación heraclitiana, según insinuó en el número inaugural de Vuelta: «el que regresa es otro y es otro a lo que regresa». Es lo que puede decirse del Paz que junto con Scherer desafió en los años setenta el orden de la cosa pública y el Paz que logró transmitir por Televisa en los noventa el encuentro «La experiencia de la libertad» –con todo y castigo a Vargas Llosa por acuñar el certero mote de «dictadura perfecta» para el priismo en plenitud– y aceptó el copioso financiamiento de algunos de los principales empresarios del país para establecer una fundación con su nombre.

En 1991 empezaron a circular las Obras completas de Paz. La iniciativa de reunirlas fue del editor Hans Meinke, de Círculo de Lectores, quien tuvo el cuidado de indicar que se trataba de la «edición del autor». Adolfo Castañón explicó en su momento esa fórmula sintética: «el autor ha decidido qué entra pero sobre todo cómo: ha reformado el orden de los ensayos incluidos en la mayoría de los libros publicados, los ha reagrupado –y no pocas veces revisado, corregido y reescrito– y esa enmienda y recomposición proyecta una nueva luz sobre el conjunto». El resultado de esta «reconfiguración editorial» permite ver «la orgánica, la profunda unidad intelectual que recorre y arma el cuerpo textual». No son pocos los materiales que quedaron fuera (de ahí que constantemente haya quien señale alguna pieza que demuestra la incompletud de esta empresa paciana), acaso porque, como dijo Paz en el último de los prólogos que preparó para este proyecto, «el impulso que me llevó a corregir y suprimir algunos de mis poemas ha sido la insatisfacción ante mis obras y sus defectos. Corregí y suprimí no por sórdidos motivos de ideología política sino por sed de perfección». Pero lo relevante es que aquello que sí fue incluido está en el lugar en que mejor luce: el tapiz tramado por Paz tiene como su base algunos hilos gruesos –libros unitarios como El arco y la lira o Las trampas de la fe– pero la fina urdimbre del resto es un trabajo de artesano editorial, de alguien que sabe que el orden de lectura determina el modo de comprender.

En el ensayo incluido en A treinta años de «Plural» (1971-1976), Gabriel Zaid se pregunta si existe la «creatividad editorial, propiamente dicha» y no sólo responde que sí sino que esboza un retrato hablado: «Es una creatividad que estimula la creatividad de los demás, una especie de animación socrática que sube de nivel la conversación, que sabe a quién darle la palabra, que reconoce lo que está pidiendo nacer: los temas y tratamientos inéditos, las visiones, cuestiones, recuerdos, fantasías, cuya libertad nos contagia, nos aviva, nos saca de la inercia», y «puede tomar la forma de una intervención oral [...] Puede ser una transformación crítica [...] O filológica [...] O empresarial». Durante la mayor parte de su vida eso hizo el editor Octavio Paz.

En muchos sentidos, Paz es inconmensurable, pues no existe vara para medir la calidad y la cantidad de su obra. La que hizo con las revistas permite imaginar una adaptación del sueño de Calasso de entender «una editorial como un único texto formado no sólo de la suma de todos los libros que ha publicado, sino también de todos sus otros elementos constitutivos, como las portadas, las solapas, la publicidad, la cantidad de copias impresas o vendidas». Las revistas que contribuyó a hacer son una creación que está lejos de quedar mal parada al lado de la que lo llevó a ganar el premio Nobel.

ÉL ES UN HOMBRE DE LETRAS[2]

Sí, eso es Fernando del Paso: aunque ha ejercido diversos oficios y tiene aficiones no literarias, su vida ha girado alrededor del «patrimonio más rico del mundo»: las letras de imprenta con que «se fundan y destruyen imperios y famas». Su obra, escueta por lo que toca al número de títulos pero amplia por su extensión y sobre todo por su rica densidad, es testimonio de una vocación sostenida hasta el día de hoy; a pesar de los obstáculos que su salud le plantea, Fernando se afana por completar una triada de volúmenes tan anchos que hacen que sus novelas parezcan meros folletitos. Quiero valerme de un trozo breve de Noticias del Imperio, «Yo soy un hombre de letras», para inventar una suerte de autorretrato del escritor. Él mismo ha subrayado la relevancia de este fragmento de su libro sobre el fallido imperio de Maximiliano, pues su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, de febrero de 1996, no sólo se llamó igual sino que arrancó con una larga cita de ese pasaje.

Como tal vez los lectores tengan presente, Noticias... responde estructuralmente a un programa muy riguroso: si todos los capítulos impares son ventanas para asomarnos a la desolación demente de Carlota, cada uno de los demás está compuesto por tres relatos, algunos de los cuales progresan a lo largo del libro mientras que otros son piezas casi diríamos que autónomas, pequeños cuentos dentro del engranaje mayor de la novela. El texto al que me refiero es la segunda parte del capítulo XII, «Lo llamaremos el austriaco»; por la arquitectura que el autor se autoimpuso, podemos decir que es el centro mismo de la obra: antes hay once capítulos y un tercio, después otros once capítulos y un tercio –¿cumple por ello la misma función que «El puente» en José Trigo: el texto va trepando hasta esa cúspide y luego desciende en estricta simetría?–. Pero más allá de numerologías vanas, en esta decena de páginas hay varias afirmaciones sobre la vida y sobre el oficio de escribir que los lectores podemos fácilmente atribuir al Fernando de carne y hueso antes que al protagonista del relato, un gracioso impresor, redactor de cartas y pintor de rótulos. Sirva de ejemplo la frase inicial: «Yo soy un hombre de letras, señores, y por lo tanto casi pacífico», en la que el modesto casi dinamita el lugar común y nos confirma que Fernando el escritor no es un mero redactor de preciosuras sino alguien dispuesto a golpear la realidad para transformarla, a «poner mis letras al servicio de la República» y pelear «no con el filo de la espada sino con el fulgor de la pluma», como se pudo ver en el discurso que leyó en Mérida al recibir, en marzo de 2015, el premio José Emilio Pacheco.

Como si Fernando –autor de Sonetos de lo diario, publicado en 1958 como uno más de los arreolianos Cuadernos del Unicornio– nos contara su propia vida, el narrador afirma que «Lo primero que fui fue ser poeta y componerle líricas y églogas» a diversas bellezas geográficas y que «Después de ser poeta [...] lo que más quise en el mundo fue hacer una novela». Ahí los caminos se bifurcan: Del Paso maduró como constructor de catedrales –Alejandro Toledo dixit–, mientras que el personaje no pasó de emborronar cuartillas, pues «a cada rato me dejan de gustar unas cosas que ya escribí y me empiezan a gustar otras que no sé cuándo escribiré». Se reintegran en un solo ser cuando nos enteramos cómo el impresor de provincias cayó en el periodismo y cómo lo ejerció: «el escribir novelas, o mejor dicho el no escribirlas, me llevó, no tanto por casualidad, sino por causalidad, [...] a ser periodista: porque en mis panfletos y artículos lo que quiero decir lo digo pronto, y quedó dicho» (quien quiera ver cómo ha practicado Del Paso ese oficio, busque el tercer tomo de obras completas que en 2002 publicaron el fce y El Colegio Nacional: son más de mil páginas preparadas para diarios y revistas, más unos cuantos prólogos, en los que se ve cómo el autor incumplió su propósito de «jamás escribir periodismo, para conservar [...] mi pureza como novelista»). También en veta autobiográfica puede leerse lo escrito por quien ha sido redactor en agencias de publicidad, productor y locutor de radio, traductor, director de una biblioteca: «como simple mortal he tenido que hacerla de todo para irla pasando, y como también se ve que tengo facilidad para el dibujo, lo combiné con mi vocación por las letras», pues «Para eso me pinto solo, o me pinto y me escribo, las dos cosas».

Hay otro posible autorretrato en lo dicho por el falso Fernando: «yo he sido siempre algo así como mitad Quijote y mitad Harún Al-Rashid». Del Paso tendría entonces algo de lector proclive al bovarismo y algo de personaje de ensueño, pero quizá sea más preciso atribuirle otra confesión del atolondrado impresor respecto de su imaginación y las fuentes en que habría abrevado: «esa misma fantasía que yo traigo adentro desde que leí El ingenioso hidalgo y Las mil y una noches». De lo primero puede darse fe con Viaje alrededor de ‘El Quijote’ y de lo segundo con la sensibilidad que uno percibe en Bajo la sombra de la Historia.

El relato gira en torno al inesperado uso que supo darle el protagonista a su colección de tipos móviles, algunos de ellos fundidos en plata. Esos caracteres simbolizan la palabra y su poder: «Con estas letras se hacen los periódicos y las leyes, con ellas se hicieron la Revolución francesa y nuestra Constitución [...] Con las letras se da vida a las causas y a los hombres, con ellas se les da muerte». El padre le advierte al narrador que con ellas podrá ayudar «a escribir la Historia de nuestra Patria, así con mayúsculas, y escribirás tu propia historia para bien o para mal, para tu honor o tu vergüenza». No sé si Del Paso recibió una advertencia semejante cuando empezó a cambiar la dentadura durante la infancia, tal como le ocurre a su personaje; de lo que no me cabe duda es de que nuestro hombre de letras las ha empleado para crear su historia personal y alcanzar la máxima honra, literal y literariamente.

DARNTON: REPORTERO DEL PASADO[3]

Son ocho las obras de Robert Darnton que ha publicado el Fondo de Cultura Económica. El lector en español puede hoy, si suma dos títulos más aparecidos en años recientes bajo el sello de casas editoriales afines, leer una decena de volúmenes que dan cuenta de una vida académica ejemplar –en la que tenacidad, astucia y suerte se han trenzado de manera excepcionalmente fructífera–, de una prosa que seduce e informa, de una inteligencia capaz de percibir la médula de un fenómeno –sea el comercio ilegal de libros en la Francia del Antiguo Régimen o los riesgos de un monopolio en los tiempos del libro electrónico–. Pasaron más de quince años entre la publicación del primer libro de Darnton en nuestra lengua y la del segundo, pero pronto se intensificó la traducción de sus obras, pues en la década más reciente llegaron al español siete libros más.

Cuando en 1987 apareció La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, se iniciaba para el Fondo una relación entrañable y productiva con uno de los historiadores estadounidenses más originales del momento actual, relación que se estrechó en 2014 publicando dos de sus volúmenes más recientes: El diablo en el agua bendita o el arte de la calumnia de Luis XIV a Napoleón y Censores trabajando. De cómo los Estados dieron forma a la literatura. (Aprecie el lector, desde ya, el talento bautismal de Darnton: los títulos de cada uno de sus libros son fuertes ganchos que captan la atención del lector y le comunican con precisión el asunto del que se ocupa la obra. La curiosidad sobre cómo intitular libros académicos lo llevó a escribir «La edición: una estrategia de supervivencia para autores académicos», un artículo en que explora, con agradecible sorna, algunas estrategias para decir y no decir, para ensamblar frases pomposas y efectistas que funcionan de maravilla en la mancuerna título-subtítulo; sin duda, esa sensibilidad ante los nombres le ha permitido elegir fórmulas certeras para todos sus trabajos publicados.)

La producción de Darnton es a la vez muy focalizada y muy diversa. El grueso de sus libros y artículos tiene que ver con la palabra impresa, con las personas involucradas en esa metamorfosis radical que lleva un original manuscrito hasta los ojos de muchos lectores, pero al mismo tiempo sería erróneo decir que sus reflexiones se ciñen a un entorno tan acotado, pues en todo momento su mirada está puesta en los efectos más amplios que producen las ideas, los sistemas de producción y comercialización de libros, las manifestaciones físicas del pensamiento. Es difícil determinar el peso que tendrán en la persona madura las múltiples experiencias que se tienen durante la juventud, pero está claro que la fugaz actuación del veinteañero Darnton como reportero de The New York Times influyó en su modo de abordar los problemas de la comunicación. Por un lado, atestiguó cómo día a día se inventa la realidad al dar forma a la primera plana del diario, y cómo en ello juegan un papel importante el diseño editorial y la tipografía, pero sobre todo cobró conciencia de que la batalla por la atención de los lectores se libra párrafo tras párrafo. Quizá también de esa época le venga la intuición de que todo relato necesita un protagonista al cual seguir y en torno del cual puedan exponerse los problemas de una época. Así, por ejemplo, en Edición y subversión. Literatura clandestina en el Antiguo Régimen, que en 2003 apareció en la colección Noema, coeditada por Turner y el Fondo, algunos pillos del bajo mundo editorial conducen al lector hacia las prácticas sórdidas, sumamente riesgosas, de escritores, periodistas, editores en el periodo favorito de Robert Darnton: la Francia dieciochesca.

Uno de los libros darntonianos que más enorgullecen al fce es El coloquio de los lectores. Ensayos sobre autores, manuscritos, editores y lectores, publicado en 2003 en Espacios para la Lectura, pues es un libro «inventado» por su traductor y su editor, Antonio Saborit y Daniel Goldin, a partir de numerosos ensayos y artículos sueltos, lo que le da un atractivo carácter fragmentario. Caso opuesto en su concepción es el de El negocio de la Ilustración. Historia editorial de la Encyclopédie,1775-1800 (Libros sobre Libros, 2006), sin duda el más ambicioso de sus emprendimientos intelectuales: gracias al cuasi milagroso hallazgo de 50 mil cartas de la Société Typographique de Neuchâtel, imprenta suiza que tuvo su apogeo en el siglo xviii, Darnton pudo emprender la «biografía» de la edición que hizo de la Encyclopédie de Diderot y d’Alembert un libro medianamente popular, es decir poseído –no sabemos qué tan leído– por un público no aristócrata, esa «clase media» por la que necesariamente pasó el Siglo de las Luces.

El diablo en el agua bendita... es fruto de una vocación más de Darnton: la de coleccionista de datos y de ejemplares –el grueso de las ilustraciones de esta obra proviene de su biblioteca personal–. Con ese tino suyo para elegir ejemplos paradigmáticos, Darnton presenta libros, y aun partes de libros, como un grabado en particular o una portada, que sirvieron para menoscabar el poder establecido mediante la difusión de noticias falsas pero creíbles sobre aristócratas, clérigos o funcionarios públicos. Finalmente, Censores trabajando reúne las Panizzi Lectures, dictadas por Darnton a comienzos de 2014. Son tres breves estudios de caso: la Francia borbónica, la India sometida por el Imperio británico y la Alemania oriental con su régimen comunista, en los que Darn­ton se cuida de hacer «denuncias» de cómo se ejerció la censura, pues para él lo relevante es cómo la fuerza del Estado a veces contribuye a perfilar el tipo de obras que se publican. Junto con estas dos novedades se reimprimieron en México dos obras lanzadas en Argentina a finales de la primera década de nuestro siglo: Los ‘best sellers’ prohibidos en Francia antes de la Revolución y El beso de Lamourette. Reflexiones sobre historia cultural, volumen de artículos dispersos entre los que se cuenta «¿Qué es la historia del libro?».

Lejos de ser un ludita, el conocedor del pasado del libro ha querido influir en el modo en que estamos construyendo su futuro. No sólo se opuso a los excesos del programa de escaneo, por parte de Google, de libros cuyos autores o herederos no pueden ser localizados, sino que promovió un modelo, lo más horizontal posible, para edificar en el ciberespacio una biblioteca nacional. Puesta ya en marcha pero con una larga ruta por recorrer, este proyecto demuestra que no por infrecuente la simbiosis entre academia y vida pública puede dar frutos concretos, ambiciosos, esperanzadores. Por todas éstas, y muchas razones más, el Fondo rindió en octubre de 2014 un justo homenaje al gran Robert Darnton.

SEGUNDA ERA[4]

Escribió Marcelo Uribe sobre Jaime García Terrés algo que, ajustando los tiempos verbales, puede decirse de él: «Como muchos poetas que incursionan en otros terrenos, su labor estuvo orientada siempre por la imaginación poética. Aunque estaba presidida también por la ironía, por la generosidad, por la elegancia, por la tolerancia, era el poeta siempre el que cerraba el círculo». Y es que el destinatario en 2013 del Reconocimiento al Mérito Editorial que cada año otorga la FIL es, aunque de ello no dé cuenta de inmediato su hoja de vida, un poeta. Importa poco que formalmente su producción sea magra: quien revise con detenimiento lo hecho en las últimas cuatro décadas por el hoy director de Ediciones Era comprobará fácilmente que detrás de las traducciones, las publicaciones, los ensayos, incluso las gestiones a favor del gremio, está un tejedor de versos.

En 1987 el Fondo publicó Las delgadas paredes del sueño, un muy breve volumen con versos largos y melancólicos. Debieron pasar más de dos décadas para que Uribe diera a las prensas, ahora las de Almadía, otro libro suyo, igualmente escueto: Última función, en el que se reúnen casi setenta poemas, casi todos de pocos versos. En ellos se manifiesta ese ojo que mira con agudeza lo no evidente, que atrapa la anomalía entre tanta cosa común y la revela con economía de recursos.

Para los que hemos trabajado en el Fondo, Marcelo es uno de los nuestros, pues en los años setenta y principios de los ochenta tuvo a su cargo la edición de La Gaceta, dirigida a la sazón por Jaime García Terrés, quien «decidió confiarme la secretaría de redacción de esta Gaceta cuando yo tenía 22 años. Este acto, en buena medida irresponsable de su parte, contribuyó a definir el camino de mi vida hasta el día de hoy, casi treinta años después. Durante cinco años exactos, hice mes con mes La Gaceta al lado suyo, un privilegio que siempre me acompañará. Fui aprendiz en su taller». Escrito en 2003 para un número de aniversario de esa publicación, Uribe volvía a su estrecha relación con ese gran director del Fondo que fue don Jaime, de quien Marcelo preparó una antología de poemas con el propósito de mantener viva su voz entre los lectores de hoy: De piedra en piedra (Conaculta, 2006).

También ha traducido para el FCE. En 1983 se publicó su estupenda versión de La herida y el arco, libro de ensayos de Edmund Wilson en el que se logra el frágil milagro de que el texto, erudito y penetrante, cargado de sutilezas, parezca concebido en nuestra lengua. También se ocupó de poner en castellano Sueño del camino maya: el chamanismo ilustrado de Yucatán, de Richard Luxton y Pablo Balam, obra que ya no está disponible en el mercado. Tras dejar el Fondo, Marcelo emprendió estudios de literatura en la Universidad de Maryland, donde además fue investigador. «Cuando decidí irme de México [...] García Terrés me reprendió suavemente. Para él no era el momento, aunque yo estaba seguro de que debía aceptar la oportunidad que se me abría», recordó en La Gaceta el editor homenajeado.

Ya de regreso en México, Uribe se sumó a las filas de Ediciones Era, otra ocasión para hacer de aprendiz, ahora bajo la tutela de Neus Espresate y Vicente Rojo (y al lado de Paloma Villegas). No es fácil gestionar un sello con esa prosapia y esa inventiva, pero Marcelo ha sabido aprovechar las inercias y generar nuevo ímpetu para seguir picando en las piedras literarias de nuestra lengua, de donde no dejan de salir minerales valiosos, y para extender, adaptadas a los tiempos que corren, las ideas políticas que han animado a Era. Convicciones profundas sobre el carácter transformador de la palabra impresa, tanto en lo individual como en lo colectivo, subyacen a la creación de esa empresa, que nació aprovechando los tiempos muertos de la Imprenta Madero. En un ensayo sobre la edición independiente aparecido en Libros de México, Marcelo sintetizó su credo sobre lo que esa casa editora y muchas otras afines a ella han hecho y pretenden hacer: «Casi todos los proyectos editoriales en el mundo han surgido como iniciativas individuales de dar a conocer libros, de difundirlos. Es preciso reconocer que la enorme mayoría de estas iniciativas surge de esa necesidad: dar a conocer algo, difundir algo, desde luego como un negocio que se sostenga, pero con un propósito que lo antecede».

En Era seguimos encontrando la obra de escritores de vanguardia, no porque necesariamente sean experimentales sino porque representan la primera línea de la creación literaria, como el eficacísimo Eduardo Antonio Parra, Ana García Bergua o el innovador Martín Solares, ahora en su faceta de teórico literario por la vía del garabato. Asimismo, en su catálogo encontramos a pensadores que cuestionan los valores aceptados, como el heterodoxo Robert Brenner, autor de La economía de la turbulencia global, o académicos penetrantes como Adolfo Gilly. Hay también un perdurable interés por los libros ilustrados, en los que suele intervenir, sea de manera directa o como inspiración, el propio Rojo, tan juvenil y creativo como cuando ideó la editorial.