Sin velo - Yasmine Mohammed - E-Book

Sin velo E-Book

Yasmine Mohammed

0,0

Beschreibung

Las mujeres y los librepensadores de las comunidades musulmanas tradicionales heredan una doble carga. Si quieren vivir en el mundo moderno, deben confrontarse no solo con los teócratas que moran en sus casas y escuelas, sino también con muchos progresistas laicos, cuya apatía, mojigatería y alucinaciones de "racismo" arrojan un velo más a su sufrimiento. En Sin veloYasmine Mohammed responde a ese reto con un coraje inaudito, refutando la peligrosa noción de que criticar la doctrina del islam es una forma de fanatismo. Que su sabiduría y su valentía nos inspiren. SAM HARRIS, autor de El fin de la fe Yasmine Mohammed es una mujer muy valiente y un resplandeciente ejemplo para todas las mujeres que hayan padecido abusos, sea bajo el manto de la religión como del de la cultura. La historia de Yasmine –que este libro relata– es trágica y a su vez persuasiva. Soportó algo que ningún ser humano debería soportar. Su historia es también un relato de tenacidad y coraje, porque "no hay excusas para el abuso". RAHEEL RAZA, autora de Their Jihad, not my Jihad Somos demasiados los que tardamos en darnos cuenta de que las principales víctimas de la indecible crueldad que inspira la ferviente adhesión al islam son los propios musulmanes. Especialmente las mujeres. Este libro de Yasmine Mohammed, desgarrador, valiente y preciosamente escrito, trae esta realidad hasta nosotros de un modo que debería cambiar las mentes hasta de los más desinformados defensores de nuestro bien intencionado mundillo progresista. RICHARD DAWKINS, autor de El espejismo de Dios

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 357

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Yasmine Mohammed

Sin velo

Cómo el progresismo legitima al islam radical

Traducción: Agustina Blanco

Mohammed, Yasmine

Sin velo / Yasmine Mohammed. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Agustina Blanco.

ISBN 978-987-599-898-8

1. Memoria Autobiográfica. 2. Derecho a la Libertad Personal. 3. Islamismo. I. Blanco, Agustina, trad. II. Título.

CDD 808.883

Diseño de portada: Osvaldo Gallese

Diseño de colección: Enric Jardí Soler

Traducción: Agustina Blanco

Título original: Unveiled

© 2019. Yasmine Mohammed

© 2022. Libros del Zorzal

Buenos Aires, Argentina

<www.delzorzal.com>

Comentarios y sugerencias: [email protected]

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723

Para Tiffers

Índice

Dedicatoria | 7

Prefacio | 8

Prólogo | 11

Violencia I | 16

Oración | 22

Sumisión I | 27

Egipto | 37

Honor | 43

Amigo invisible navideño | 49

Abuso | 53

Judíos | 57

Sumisión II | 62

Hiyab | 67

Colegio musulmán | 74

Traición | 77

Madres | 84

Depresión I | 89

Tiffers | 92

Abandonada | 98

Depresión II | 105

Haciendo pie | 110

Casa | 116

Sumisión III | 123

Violencia II | 132

Mi bebé | 144

Al Qaeda | 152

Escape | 161

Arresto domiciliario | 168

Solas | 176

El elefante | 180

Libertad | 189

Duda | 197

Reconstruyendo | 207

Wayne | 214

Doha | 218

Amor | 231

Contraataque | 240

Esperanza | 244

Agradecimientos | 254

Dedicatoria

Este libro es para toda persona que se siente aplastada bajo la enorme presión y las terroríficas amenazas del islam. Espero que mi historia te ayude y te inspire para que puedas liberarte y desplegar tus preciosas alas.

Este libro es también para aquellos que se sienten forzados a demonizar a todos los musulmanes. Espero que comprendan que somos meros seres humanos y que estamos peleando contra nuestros propios demonios.

Este libro es para todos aquellos que sienten que su deber es defender el islam de todo examen y reprobación. Espero que vean que cada vez que erran la crítica están impidiendo que la luz brille sobre millones de personas encarceladas en la oscuridad.

Y por último, pero definitivamente no menos importante, este libro es para mis compañeros guerreros. Mis compañeros exmusulmanes, mis compañeros ateos, mis compañeros librepensadores y mis compañeros agitadores.

Prefacio

Por Rick Fabbro

El 17 de julio de 2018, a las 11:26 de la mañana, sonó mi teléfono. Nunca sé muy bien a qué aplicación corresponde cada timbre, así que comencé a recorrer mis mails, mi Facebook, mi Twitter, los juegos de palabras con los que me entretengo con mis amigos; finalmente, abrí un mensaje de texto.

“Hola Sr. Fabbro. Fui estudiante de teatro suya en primer año de la secundaria, en 1988/89… No sé si se acordará de mí…”.

Al leer esas palabras, mi corazón dio un pequeño salto. Unas silenciosas lágrimas mojaron mis mejillas.

“Yasmine, no solo te recuerdo, ¡sino que he pensado en ti muchas pero muchas veces en estos últimos 30 años!”.

Una vez más, surgió en mi mente con intensa claridad el recuerdo de una valiente niña de 13 años de edad, sentada frente a mí en mi oficina, describiéndome los horrores perpetrados sobre su persona. Actos que desafiaban mi capacidad para creer que un ser humano pudiera ser tan cruel con otro, máxime tratándose de alguien tan desamparado e inofensivo. Ella prometió estar dispuesta a llevar su historia ante las autoridades que fueran a rescatarla de su tétrica vida familiar.

Efectivamente, dimos curso al organismo competente, y nunca más volví a verla. Supuse que había sido trasladada de inmediato a un hogar seguro y que todo habría terminado encaminándose. A finales de aquel año, me transfirieron a otra escuela, y siempre me quedó la duda de cómo se habría desenvuelto el futuro para Yasmine.

“Solo quería darle las gracias. Las cosas no salieron bien. Todo el maltrato que recibí de mi familia fue calificado por el juez como ‘libertad cultural’”.

Mi corazón se hundió. Ahora, en lugar de tan solo querer saber cómo había evolucionado su vida en los últimos treinta años, me carcomían las preguntas. Quedamos en encontrarnos. Nos abrazamos. Hablamos y lloramos. Me pidió que leyera un borrador de este libro.

Sin velo narra la cautivante historia en su totalidad y responde las preguntas. Sobre esta joven, intentaron ejercer su poder fuerzas familiares, fuerzas políticas, fuerzas religiosas y culturales. Este libro relata cómo prevalecieron su coraje y su tenacidad, pese a los momentos en que se sintió derrotada.

Este es un libro importante no solo por el fascinante testimonio personal que brinda, sino también porque su historia no es única. Yas es una voz que debe ser escuchada por cualquier persona que se sienta oprimida por poderes que entorpezcan sus posibilidades de vivir una vida libre.

Siempre me resultó imposible hablar de mis problemas.

No podía hacer frente al bochorno y, de todos modos, carezco del coraje necesario. Toda la valentía que tenía me fue arrebatada cuando era joven. Pero ahora, de repente, tengo una suerte de deseo irrefrenable de contarle todo a alguien.

Roald Dahl, Matilda

Prólogo

El hecho de haber sido criada en un hogar musulmán no debería ser más que un distante recuerdo, pues rompí con aquel mundo en 2004. Pero resulta que aquel mundo traumático en el que nací me ha definido. Está en mis huesos. Corre por mis venas. No puedo escapar de él. Pensé que podría. Empezaría de cero, podría redefinirme y vivir mi vida según mis propios términos. Pero me he dado cuenta de que no puedo huir de mi propio ser. No tengo control sobre las mismísimas conexiones que realiza mi mente ni sobre las reacciones viscerales de mi cuerpo, y no puedo reconstruirme. Por momentos, sí creo que tal vez he superado todo y que seré capaz de vivir una vida “normal”. Pero tan pronto como bajo la guardia, siempre hay algún recuerdo latente que asoma su horrible cabeza.

El suelo en el que crecí, el agua que me nutrió, todo eso estuvo envenenado de engaño, miedo, mentiras, traición, ira, tristeza y mucho maltrato. Por fuera, puedo parecer un árbol sano, pero la verdad está oculta en mis raíces. Me las ingenio para embaucar a todos a mi alrededor. Hay amigos que conozco desde hace años y que desconocen por completo mi historia. Me dicen cosas como “¡Pero si te ves tan normal!”, “¿Cómo puede ser que no te hayas convertido en un tiro al aire?”, “¡Nunca lo habría imaginado!”.

Ni siquiera mi marido logra conciliar los relatos de aquella niña, cuya vida es tan ajena a la suya, con la imagen de la mujer de la que se enamoró. Nos conocimos pocos años después de que yo cortara vínculos con mi familia, y estaba lejos de haber sanado, pero había aprendido a tragarme la pena. No había salida. Nadie lo entendería. Sabía que a la gente le incomodaba hablar del islam, así que directamente dejé todo eso de lado.

Varios años habían pasado de mi ruptura con la religión cuando me topé un día con la página de Facebook de Bill Maher,1 donde leí que un grupo de exmusulmanes estaba comentando la reacción de Ben Affleck ante las críticas de Sam Harris al islam. Sus gritos de “bruto y racista” hoy son legendarios, casi un cliché. Yo ni siquiera había oído el término exmusulmán antes de ese episodio. No tenía idea de que había otros como yo. Guardaba mis sórdidos secretos para mí. Mi vida no es políticamente correcta. No encajo en la narrativa preferida. La historia de mi vida es una verdad incómoda, y la gente prefiere sus cómodas mentiras. Pero aquella reacción de mis pares ante la diatriba de Ben Affleck provocó mis ganas de tomar partido.

Resulta que Sam Harris, neurocientífico y autor de un libro pionero llamado El fin de la fe, fue invitado al programa de Bill Maher en octubre de 2014 y habló sobre el islam en su característico tono imponente, aunque con voz suave. Abordó el tema con el mismo rigor académico que utiliza para cualquiera de sus investigaciones sobre las religiones del mundo. Se refirió a él del mismo modo en el que había hablado del cristianismo, del judaísmo y de muchas otras religiones e ideologías: esgrimiendo hechos.

Sam Harris y Bill Maher iniciaron la conversación lamentando que los progresistas fallaran a la hora de alzarse en defensa de los valores liberales. Bill relató que su audiencia aplaudiría con estridencia en favor de principios como la libertad de expresión, la libertad de culto y la igualdad de las mujeres, las minorías y la comunidad lgbt, pero que ese aplauso se detendría abruptamente si alguien mencionara que tales principios no estaban vigentes en el mundo musulmán. Sam añadió que los progresistas critican de buen grado las teocracias blancas, las teocracias cristianas, pero fallan a la hora de criticar los mismos males si el contexto es el mundo musulmán. Asimismo, aclaró que había que diferenciar entre el islam como religión (como conjunto de ideas) y las personas musulmanas.

Muy a cuento, Ben Affleck, actor que desempeñó el papel de ángel caído en la película Dogma, aparentemente decidió postularse como ejemplo para encarnar la perfecta caricatura del progresista confundido al que Sam se estaba refiriendo, acusando de racistas a Bill y a Sam. Los equiparó con la gente que emplea el término shifty Jew2o que dice cosas como “Lo único que quieren los negros es dispararse entre sí”. Affleck insistió en que los musulmanes “solo quieren comerse un sándwich”,3 ilustrando exactamente la hipocresía que Sam había intentado delinear. ¿Acaso el hombre que había hecho una película específicamente centrada en la crítica y burla del cristianismo creía que esa conversación civilizada y fáctica sobre el islam que estaban teniendo Sam Harris y Bill Maher superaba los límites de lo aceptable?

Si bien tanto Bill como Sam citaron estadísticas del Pew Research Center que indicaban que alrededor del 90% de los egipcios cree que las personas deberían ser asesinadas por abandonar su religión, Ben seguía insistiendo en que tales ideas malvadas solo eran defendidas por una cantidad nominal de musulmanes.

Desde mi perspectiva, era imperdonable que Ben Affleck evadiera la crítica a una ideología que tanto sufrimiento había causado en el mundo. Por lo general, a nadie en Occidente le importaba que las mujeres musulmanas fueran encarceladas o asesinadas en Irán o Arabia Saudita por no cubrirse el cabello. A nadie le importaba que un grupo de blogueros de Bangladesh fuera apaleado a muerte en las calles por atreverse a escribir sobre humanismo. A nadie le importaba que en Paquistán unos estudiantes universitarios fueran aporreados hasta morir por cuestionar el islam. Pero hete aquí que ahora, por fin, la gente común y corriente se ponía a hablar en un canal televisivo común y corriente sobre temas que aquejan al mundo musulmán desde hace mil cuatrocientos años. ¡Y este hombre aparentemente bien intencionado, cargado de culpa blanca, se estaba interponiendo en el camino! Me puse furiosa.

Recuerdo haber sentido el deseo de expresarme. Quería gritar a los cuatro vientos. Quería unirme a Sam Harris en su batalla de ideas. Sin embargo, también estaba aterrorizada. Sentía que estaba frente a un precipicio que sobresalía sobre un vasto océano. Segura, en terreno seco, me había librado de las peligrosas aguas que se agitaban debajo. Pero ahora tenía la abrumadora sensación de querer volver a zambullirme. Quería conocer a otros que hubieran pasado por lo mismo que yo. Quería compartir mis relatos con ellos y con todos. Quería una comunidad de personas que pudiera comprender mis temores, inseguridades y obsesiones latentes.

Era un riesgo enorme. Ninguno de mis allegados conocía mi trasfondo. Nadie. La única persona que sabía de mi derrotero había fallecido años antes, así que no tenía testigos de mi vida anterior. Podía continuar viviendo en paralelo a todos esos tejemanejes y optar por no saltar desde aquel acantilado hacia el mar. Lo mío pasaría completamente inadvertido.

O podía ser valiente. Podía elegir adentrarme, cubrirme de agua salada y algas e inclusive correr el riesgo de ahogarme. Podía elegir compartir mi punto de vista. Podía elegir corregir a mis amigos que insistían en que el islam era una religión de paz. Podía elegir incomodar a la gente con mi historia y lidiar con la reacción negativa, los amigos que se apartarían de mí y las amenazas de muerte.

Una persona más cuerda sencillamente habría dado media vuelta y se habría alejado de aquel océano. Yo sabía qué había en él. Ya había estado allí. Habría sido tan fácil dar media vuelta y continuar viviendo mi vida en terreno seco y seguro, máxime porque ya había arriesgado mi vida en la lucha.

Pero elegí zambullirme.

Violencia I

—¡No, por favor! ¡Por favor, lo siento! ¡Mamá, mamá! ¡Por favor!

Estoy recostada en la cama como me ordenaron, implorando frenéticamente como tantas veces he hecho. Tengo pánico de esa escena familiar, por más que se esté desenvolviendo frente a mis narices. El hombre me toma del tobillo y me arrastra con brusquedad hacia el pie de la cama. Tengo que vencer mis ansias de soltar las piernas. Sé que si lo hago será peor. Lloro tan fuerte que me quedo sin aliento, mientras el hombre utiliza mi soga de saltar para atarme los pies al travesaño.

Levanta su vara de plástico naranja, su favorita, la cual reemplaza los listones de madera que se quebraban una y otra vez. Al principio me alegré por el cambio, dado que la vara no se astillaría. Pero no me percaté de cuánto más me dolería. Por el resto de mi vida odiaré el color naranja. El hombre azota las plantas de mis pies, su punto predilecto, pues las heridas permanecen fuera de la vista de los maestros. Tengo 6 años, y este es mi castigo por no memorizar como corresponde las suras (capítulos) del Corán.

—¿Te parece que podrás memorizarlas mejor la próxima vez?

—¡Sí!

Le suplico a mi madre con la mirada. “¿Por qué no alzas la voz o la mano para protegerme? ¿Por qué te conformas con quedarte de pie junto a él?”.

¿Qué podría estar impidiéndoselo? ¿Acaso le tenía miedo? Ella había sido la que lo había llamado. ¿Entonces, en parte, ella también era culpable? En aquel momento, no puedo aceptar que el único de mis progenitores al que conozco sea capaz de entregarme por propia voluntad para que alguien me amarre y me golpee. El malvado es él, no mi madre. Esa tenía que ser la verdad. ¿Entonces por qué lo había llamado por teléfono y le había pedido que viniera a casa? ¿Por qué?

—La próxima vez que venga, quiero oír las tres suras. ¿Entendido?

—Sí…

—¿A qué tres suras me refiero?

Por una fracción de segundo, dudo. El hombre eleva la mano otra vez; sus ojos destellan un dejo de anticipación.

Cuando no hay piel fresca en la que puedan aterrizar sus golpes, estos caen sobre mis pies ya magullados y ajados. Mi cuerpo está pringoso por el sudor. Mi corazón late a ritmo acelerado. Me cuesta respirar, pero sé que aquello no acabará hasta tanto no encuentre la fuerza necesaria para seguir adelante.

—Al Fatiha, Al Kauthar y… Al Ikhlas. —Tres suras cortas que se exigen para las cinco plegarias cotidianas. Las palabras brotan de mí, rechinando, atragantadas, apenas audibles.

—Si cometes un error, un solo error, te mostraré qué tanto puedo lastimarte.

Finalmente, el hombre desata la soga, la arroja al suelo y sale de la habitación. Quedo tumbada allí, esperando a que mi madre se acerque y me consuele. Pero eso no sucede. Después de cada golpiza, espero, pero mi madre nunca viene. Siempre lo sigue hasta la puerta, y oigo sus voces y risas mientras se cuentan cosas. Espero jadeante el sonido de la puerta al cerrarse. No puedo relajarme hasta no saber que aquel hombre está fuera del departamento. Me es difícil estabilizar la respiración, mientras observo en el techo el trazo de las luces de los coches que transitan por la calle. Ssss, ssss, ssss. Termino curvando mi cuerpo cual pelota y me meto el pulgar en la boca.

Pese al latido de mis pies y a los involuntarios sollozos que inflan con énfasis mi pecho, me quedo profundamente dormida, en una especie de hondo sueño que solo puede ocurrir tras una lucha que amenaza con destrozar tu mismísima alma.

Me despierto como aturdida en medio de la noche. Debajo de mí, la mancha mojada y fría de siempre. Uno de mis pies la roza, y el ardor es tan insoportable que me fuerza a erguirme. Sé que debo abrirme paso hacia el baño, pero el solo pensar en el dolor de soportar mi propio peso sobre mis pies ajados vuelve a inundar mis ojos de lágrimas.

Con cuidado, dejo caer mis pies sobre el lateral de la cama. Están hinchados y cubiertos de ampollas de sangre. Me mentalizo antes de bajar. Sé que si apoyo todo el peso en ellos, podrían estallar, pero también debo moverme rápido para lavar el orín que está provocando ese ardor en mis llagas abiertas. Camino sobre el canto exterior de los pies para que las pústulas esquiven la alfombra. Rengueo despacio, equilibrándome a cada paso: primero me aferro a la cama; luego, al ropero; luego, al picaporte; luego, a la pared del pasillo. Casi cuarenta años después, todavía tengo un vívido recuerdo de aquella sensación de aplastar algo húmedo a medida que las heridas inevitablemente se abrían a tirones.

Todo este dolor no es nada, estoy segura, comparado con las llamas del infierno que me esperan si no memorizo los rezos. Pero antes de aprender a morderme la lengua, cuestiono.

—Si Alá quemara mi carne, luego la regenerase y volviera a quemarla otra vez por toda la eternidad, ¿al final me acostumbraría a eso?

—No —contesta mi madre—. Alá se cerciorará de que cada vez te duela tanto como la primera.

Yo estaba aterrorizada de Alá, del Día del Juicio Final, de quemarme en el infierno. No eran cosas que ocuparan la mente de un niño promedio (bueno, de un niño promedio no musulmán).

Internet está llena de videos de YouTube en los cuales se ve a niños siendo agresivamente atacados en madrasas, a niñas agarradas de los cabellos y arrojadas al piso por no llevar el hiyab (cubrecabezas), a menores siendo azotados y pateados al caer al suelo. El maltrato que padecí, por más salvaje que fuera, es leve en comparación con otras historias que he oído. Una chica en Somalia me contó que su madre vertió aceite caliente en la garganta de su hermano (atado a una cama) y que ella y sus demás hermanos fueron forzados a presenciar la escena.

De acuerdo a informes recientes, a más del 70% de los niños de entre 2 y 14 años que viven en países de mayoría musulmana de Oriente Medio y el norte de África se los disciplina de modo violento. En países como Yemen, Túnez, Palestina, Egipto, más del 90% de los niños afirman sufrir maltratos y violencia. ¿A qué se debe esto? ¿Por qué esos países tienen semejante incidencia de violencia contra los menores? El denominador común es que todos practican la misma religión. Una religión que les enseña a golpear a sus hijos. Según el Hadiz, registro de los dichos y las acciones de Mahoma, el profeta dijo: “Enseña a tus hijos a rezar cuando tengan siete años y abofetéalos si no lo hacen cuando tengan diez” (clasificado como sahih4 por Shayj al Albani en Saheh al Jami, 5868). También dijo: “Cuelga tu azote allí donde los miembros de tu hogar (tus hijos, tu esposa y tus esclavos) puedan verlo, pues eso los disciplinará” (dicho por Al Albani en Saheh al Jami, 4022).

Queda claro que es responsabilidad de los padres velar por que sus hijos memoricen el Corán, no dejen de realizar la oración diaria y sigan el estrecho sendero que les ha sido trazado. “Cada uno de ustedes es pastor y cada uno de ustedes es responsable de su rebaño. El gobernante es pastor y responsable de su rebaño. El hombre es pastor de su familia y responsable de su rebaño. La mujer es pastora del hogar de su marido y responsable de su rebaño. El sirviente es pastor de la riqueza de su amo y responsable de su rebaño. Cada uno de ustedes es pastor y responsable de su rebaño” (narrado por Al Bujari, 583; Muslim, 1829).

Ergo, cuando los padres golpean a su prole, lo hacen por deber religioso y por temor; deben asegurar que sus hijos sean musulmanes devotos. Si no lo son, los padres habrán fallado y deberán responder por ello ante Alá el Día del Juicio Final. Si sus hijos no son musulmanes devotos, las almas de los padres corren el riesgo de quemarse en el infierno por toda la eternidad.

Los estudios demuestran que un promedio de 7 de cada 10 niños son sometidos a agresiones psicológicas; el índice más elevado corresponde a Yemen (90%). Alrededor de 6 de cada 10 menores sufren castigos físicos; los números más elevados (más del 80%) se registran en República Centroafricana, Egipto y Yemen.

Las más de las veces, los hogares emplean una combinación de prácticas correctivas violentas. La mayor parte de los menores, en una mayoría de países o áreas, están expuestos a modos de castigo tanto psicológico como físico, lo cual confirma que ambas formas de violencia a menudo se superponen y con frecuencia ocurren juntas dentro de un contexto de disciplina. Tal exposición a múltiples tipos de agresión puede exacerbar el potencial daño al niño tanto en el corto como en el largo plazo.

Aunque el maltrato y la amenaza de maltrato me petrificaban, no recuerdo una época de mi vida en la que no haya dado batalla. Escuchar música, por ejemplo, estaba prohibido, pues la música es producto del demonio. Así y todo, cuando no había nadie en casa, yo encendía el radio-reloj, sintonizaba lg73 y escuchaba los hits del día. El príncipe de Bel Air5 estaba en lo cierto: los padres sencillamente no entienden. Pero yo temía la ira de Alá. Cuando cantaba “Imagine”,de John Lennon, me quedaba callada cuando llegaba el verso que decía: “Imagina que no hay religión”. El mero hecho de tararearlo me daba pánico, como si con ello me convirtiera en una apóstata. Ser un apóstata, un kafir (no creyente), es el peor pecado posible para el islam. Punible con la muerte. Recuerdo haberme preguntado cómo podía gustarme tanto el 99% de esa canción y ser completamente reacia a pronunciar esa única línea. Tan reacia que ni siquiera podía hacer playback. ¿Era factible que si Lennon tenía razón respecto del resto de la canción también tuviera razón en ese verso?

Tengo pocos recuerdos como este, instantes en los que la luz centelleó intermitente a través de las grietas de aquel cemento aglutinante de islam que me untaron con abundancia, capa tras capa, a lo largo de toda mi niñez.

Oración

Los musulmanes están obligados a observar los cinco pilares del islam: profesión de fe, cinco rezos diarios, limosna, ayuno durante Ramadán y peregrinación a La Meca. Repetir los patrones rítmicos y gemir hipnóticamente palabras foráneas durante esas cinco plegarias diarias nos mantiene para siempre bajo control. No hay tiempo para apartarse de la buena senda si el próximo rezo es siempre inminente. No hay tiempo para que el cemento se descascare antes de que se le aplique una nueva capa.

Las oraciones son repetitivas hasta el tedio. No hay margen para la más mínima variación. Cada gesto ceremonial y cada palabra son específicos y metódicos, despojando a la umma (comunidad de musulmanes) de toda individualidad. Haz la cola, sigue la manada, no te distraigas. Durante el hajj, la sagrada peregrinación a La Meca, todos los hajjis (peregrinos) son literalmente desprovistos de sus ropas propias y visten unos simples atuendos blancos.

Los preparativos para rezar son tan reiterativos como las mismas oraciones. El primer paso es un ritual de ablución llamado wudu, y cada paso de wudu debe repetirse tres veces: lavarse las manos tres veces, enjuagarse la boca tres veces, sonarse la nariz tres veces, lavarse la cara tres veces, limpiarse los brazos desde la muñeca hasta el codo tres veces, higienizar los oídos tres veces, lavarse los pies tres veces.

En mi caso, como mis piernas eran demasiado cortas para alzar los pies e introducirlos en el lavamanos, debía colocarme sobre la mesada para efectuar el último paso. Después del wudu, estábamos listos para rezar, pero si entretanto uno orinaba, defecaba o despedía un gas, había que realizar todo el ritual otra vez.

Luego seguían los rezos, los cuales traían aparejadas sus propias minucias ritualistas. Había que estar orientado en una dirección específica: hacia la Kaaba, en La Meca, Arabia Saudita. Los varones no debían lucir nada específico para la ocasión, pero las mujeres sí debían cubrir cada ápice de sus cuerpos, excepto rostro y manos. Yo odiaba ponerme calcetines, pero Alá no aceptaba las plegarias de ninguna mujer que estuviera descalza.

Mi hermano comenzaba con la adhan, la llamada a la oración. No parecía ser muy necesario, dado que todos ya estábamos en el living, pero él giraba su cabeza a la derecha y a la izquierda para cerciorarse de que su voz llegara lo más lejos posible.

Luego nos formábamos: los varones adelante y las chicas atrás. En la mezquita a la que concurríamos, los hombres ingresaban por la puerta principal, mientras que las mujeres lo hacían a través de una entrada trasera, justo afuera de la cocina, cerca de los contenedores de basura. La cuestión de la segregación de género en las mezquitas fue puesta de relieve por algunos reformistas musulmanes como Asra Nomani, quien escribió un artículo en TheWashington Post narrando que una vez había ingresado en una mezquita a través de la puerta principal junto a su padre y que ambos habían sido hostigados hasta que ella abandonó el área de los hombres y se unió a las mujeres en el sótano, el sitio que le correspondía. Hoy en día, hay mujeres en Europa que están contraatacando no solo para evitar esta segregación, ¡sino también para que las mezquitas sean dirigidas por imanes mujeres! Desde luego que ese grupo no acude a mezquitas permanentes, sino que suele orar en iglesias que el amable clero abre los viernes para que se pueda rezar con libertad y sin temor a las represalias. Se trata de un pequeño puñado de mujeres, pero está desafiando el apartheid de género ampliamente aceptado por el islam. Cambian de sitio cada semana, por miedo a los fundamentalistas que les envían amenazas por insubordinación. Por lo demás, hay otros grupos de musulmanes que están desafiando a los fundamentalistas, al permitir el acceso de fieles lgbt ¡e inclusive de imanes lgbt! a las mezquitas. Apoyo con todo mi corazón estas iniciativas abiertas a la inclusión y contrarias a la discriminación.

Con todo, por lo general los hombres rezan por un lado y las mujeres, por otro. Si han de estar en la misma sala, entonces ellos ocupan el frente y ellas, el fondo, usualmente con algún tipo de separador entre ambos. En sus respectivas filas, hombres y mujeres se colocan lo más cerca posible uno de otro, rozándose los hombros, rozándose los pies, para que el diablo no pueda escabullirse entre ellos.

Las plegarias siguen un procedimiento determinado y una serie de movimientos. Primero, te paras con las manos en el pecho (mano derecha sobre mano izquierda) y recitas un sura específico para esa posición. Luego, colocas las manos en las rodillas y repites otro sura tres veces, te enderezas otra vez, te pones de cara al piso, balbuceas las frases prescritas tres veces y te balanceas hacia atrás sobre las rodillas diciendo las palabras explícitas para esa posición. Luego, cara al piso otra vez y te sientas de nuevo sobre las rodillas. Cada uno de esos ciclos se llama rakat, y el largo de los rezos abarca entre dos y cuatro ciclos. Después de cada oración, hay plegarias extra que son opcionales. Sin embargo, para mí nunca lo eran.

La totalidad de aquel ritual debía suceder cinco veces al día. Y en cada rezo, en cada rakat, se reiteraban, se cantaban, se fijaban a fuego en mi cerebro las mismas palabras. Nunca supe el significado de ninguno de los términos que repetía al menos veinte veces por día. Su significado nunca era discutido. Las frases solo debían tararearse ad nauseam sin razonar. Cuestionarlas no acarreaba más que enojo y admonición.

Por más que la mayor parte del día quedara absorbida por los rezos, la duda siempre encontraba el modo de hacerse camino. Yo deseaba rendirme: después de todo, ese es el auténtico sentido de la palabra “islam”. El buen musulmán es aquel que deja de luchar y se rinde ante el cemento que lo petrifica en su lugar.

Pero lo cierto es que nunca dejé de luchar, y por eso mismo estaba llena de odio contra mí misma. ¿Cómo iba a ser algún día una verdadera musulmana si era incapaz de acallar la duda y rendirme? Mi hermana y mi hermano no parecían tener ningún problema con la fe, aunque de haberlo tenido jamás lo habrían compartido conmigo. Por este motivo, mi madre me atribuyó el apodo de “oveja negra” y afirmaba que era el demonio el que metía la cola para que yo cuestionara mis creencias.

Al crecer, las preguntas se tornaron más difíciles de contestar. Recuerdo un intercambio particularmente revelador con mi madre, en mis años de adolescencia.

—¿Tenía más de 50 años y se casó con una chica de 6?

—¿Cómo dices? ¿Te crees que tú sabes más que el profeta de Alá? ¿Quién eres tú para cuestionar sus acciones?

—¿Era pedófilo?

—¡No! ¡Por supuesto que no! Recién tuvieron sexo cuando ella se convirtió en una mujer, después de su menstruación. Antes de eso, solo hicieron cosas para prepararla y que ella se sintiera cómoda con él llegado el día. Subhanallah, el mensajero de Alá siempre fue así de sensato y considerado.

—Ah, ¿entonces la chica era mayor de edad?…

—Sí, a ojos de Alá era mayor de edad. Cuando menstrúas, te conviertes en una mujer, y todos tus pecados empiezan a ser tenidos en cuenta. Antes de eso, eres una niña y nada de lo que haces queda registrado.

—¿Entonces qué edad tenía?

—Nueve años.

—¿Nueve? ¡Pero a esa edad no eres una mujer! —Para ese momento, yo ya estaba gritando.

Mi madre respondió a mis persistentes preguntas con una bofetada, con palabras groseras y llenas de odio, con recordatorios de que mi cuestionamiento se debía a la presencia del demonio, que estaba entrando en mi cerebro y susurrándome aquellos pensamientos. Shaitán, el diablo, era demasiado fuerte para vencerlo. Intenté entonces tragarme los interrogantes, pero a veces no podía evitarlo. A medida que la batalla ganaba terreno, tuve demasiado miedo hasta de cuestionar cosas en mi propia cabeza, pues Alá iba a leer mi mente y castigarme por dudar de él. Todo lo positivo era gracias a Alá, y todo lo negativo era a causa de mi debilidad y de la influencia del diablo. Por lo tanto, nunca sentí que tuviera control alguno sobre mi propia vida.

Pero por supuesto que no era el diablo, sino que lo mío era fruto de una indagación natural y de un pensamiento crítico.

Esa fue una de las cosas más difíciles de alejarme del islam: tomar decisiones, confiar en mi sentir más íntimo y en mi voz interior, lo cual había sido asfixiado una y otra vez. Ahora debía conjurarlo de nuevo y descifrar cómo hacer para escucharme a mí misma y confiar. A mí nadie me había enseñado a pensar. Es más, me disuadían de hacerlo, porque pensar suponía sanciones. Me enseñaron a acatar lo que se me dijera, y cada ínfimo aspecto de mi vida estaba prescrito. No era dueña de definir nada: cómo utilizar el baño, cómo beber agua, cómo cortarme las uñas, cómo ponerme los zapatos —y todo lo del medio— estaba específicamente delineado. Yo no era otra cosa que un navío creado para difundir la palabra de Alá y, con suerte, para entregar mi vida en esa gesta: ni más ni menos que la vida perfecta de un buen musulmán.

Sumisión I

Jamás estuve contenta con el rol que me asignaron en el reparto. Recordaba la época en que era libre, o sea, antes de que aquel espantoso hombre entrara en nuestras vidas, y entonces luchaba contra cada capa de cemento que querían echarme encima. Recordaba los años antes de que mi madre lo conociera y adoptara un islam radical, comenzara a cubrirse el pelo y tildara todo de haram (prohibido). Recordaba mis clases de natación y mis juegos en el parque. Recordaba no haber tenido que levantarme antes del amanecer para balbucearle a la alfombra. Recordaba que me dejaban jugar con mis Barbies y con los hijos del vecino, que no eran musulmanes. Recordaba celebrar mis cumpleaños, nadar y comer Oreos. Ahora, todas esas cosas y otras tantas estaban proscritas.

Y eso que vivíamos en Canadá. Mi madre ni siquiera había sido criada así en Egipto. Qué envidia me daba mirar las fotos de la boda de mis padres. Mi madre lucía como una chica Bond con su vestido de novia a la rodilla. Llevaba un peinado colmena, y sus ojos tenían un pronunciado maquillaje con enormes pestañas postizas curvas. En cada una de las fotografías, aparecía una espléndida y elegante bailarina del vientre. Yo solía observar esas imágenes y quedar atónita frente a aquel mundo del cual provenía mi madre, completamente distinto del mío.

Había tantas cosas dentro de ese marco de 10 x 15 que eran haram. Las piernas de mi madre estaban al desnudo; su vestido era ajustado; las mangas solo le llegaban al codo; estaba maquillaba y llevaba el cabello descubierto. Inclusive su peinado estaba prohibido para el islam. Había alcohol, música y baile: todo eso es haram.

Pero probablemente mamá jamás hubiera oído la palabra haram en su crianza. Había tenido una vida afortunada. El tío de su padre fue el primer presidente de Egipto, así que su familia era millonaria y poderosa. Mi abuelo ya estaba casado y tenía tres hijos cuando su tío se convirtió en el hombre con más poder del país. Sin embargo, decidió sacarle el jugo a su incipiente celebridad y conseguirse una esposa de tez clara. Era menester que su mujer trofeo tuviera rasgos y tonalidades europeos, pero aun así debía profesar la religión indicada. Ergo, se consiguió una joven de Turquía como segunda (y simultánea) esposa.

Cuando mi abuela llegó a Egipto, ni siquiera hablaba árabe, pero fue recompensada con creces por sus esfuerzos. Se mudó a una inmensa mansión con múltiples sirvientes y procedió a parir hijos: siete, para ser exactos. Cuando Nasser llegó al poder, el tío de mi abuelo devino en persona non grata y fue puesto bajo arresto domiciliario. Esto fue demasiado para mi abuelo, que ya se sentía abrumado con un total de diez hijos y dos esposas; decidió entonces mudarse a Arabia Saudita. He oído a miembros de mi familia especular con que mi abuelo no estaba forzado a irse; su mudanza habría sido una mera excusa para alejarse de sus obligaciones familiares. Desde la distancia, sin embargo, enviaba dinero a sus dos familias. Obviamente, como no iba a quedarse solo por la vida, se casó por tercera vez.

Pero no se mudó hasta que mi madre no ingresó en la universidad. No había duda de que mamá era su favorita. Como primera de siete hijos, ella y su hermana melliza habían sido las únicas a las que efectivamente él había criado. Ninguno de los demás niños tuvo esa suerte; algunos apenas recuerdan a su padre. Mi madre tuvo niñeras toda su vida y nunca tuvo que levantar un dedo. La broma (que en verdad no era broma) era que cuando se casó con mi padre ni siquiera sabía cómo hervir agua. Asistía a distinguidos colegios católicos privados. En aquellos días, la gente en Egipto era mucho más laica que ahora. Eran los tiempos previos al surgimiento de los Hermanos Musulmanes.

Ahora, lamentablemente, cientos de egipcios cristianos son asesinados mientras rezan en sus iglesias, e inclusive los musulmanes no considerados lo suficientemente observantes por los extremistas sunitas, como los sufíes, son asesinados mientras rezan en sus mezquitas. Todo Medio Oriente y el norte de África se han vuelto más extremos, y esos extremismos se están esparciendo también por Europa y América del Norte. Hay sectas de musulmanes que ni siquiera son toleradas. Un comerciante de la secta ahmadi fue asesinado en el Reino Unido por un extremista sunita por desear “Felices Pascuas” a sus clientes. La mayoría de los musulmanes (alrededor del 90%) son sunitas, y los chiitas representan la segunda secta más importante (casi el 10%). Las sectas restantes apenas reúnen el 1% de los creyentes. En líneas generales, cuando en este libro me refiero a los “musulmanes”, estoy aludiendo a la abrumadora mayoría de musulmanes sunitas, pues esa es mi experiencia. En la época de mi madre, era común que la gente se identificara vagamente como musulmana, pero no se tomaba la religión tan a pecho. Las mujeres no llevaban el velo, la gente bebía, y el islam era tan informal como es hoy la religión para la mayor parte de los cristianos. Las cosas han cambiado de un modo significativo.

Me enojaba que mi madre hubiera podido vivir una vida tan glamorosa mientras que yo era obligada a estudiar surasdel Corán y se me prohibía andar en bicicleta por miedo a que perdiera la virginidad o aprender a nadar porque los trajes de baño dejaban demasiada piel al descubierto. ¿Por qué ella no quería que yo gozara de las mismas libertades de las que ella había gozado? Ella había tenido amigos cristianos, pero a mí ni siquiera me permitía jugar en el hall de entrada con mis amigas, Chelsea y Lindsay, porque eran kuffar, no creyentes. Todos los días las chicas tocaban la puerta de nuestro departamento.

—¿Podemos entrar a jugar con Yasmine?

—No, ahora no —respondía mamá. Yo me quedaba en el pasillo, estrujándome las manos, ansiando desesperadamente que cediera.

—¿Puede venir a nuestra casa?

—No, está ocupada.

—¡No estoy ocupada! —trinaba yo.

—¡Vete a tu cuarto!

A menudo me pregunto qué tan distinta sería yo si nuestras vidas no hubieran sido arruinadas por esa bomba atómica que cayó un día en nuestro hogar.

Esa bomba atómica era el hombre que convirtió a mi madre en su segunda esposa, el “tío” Mounir. Su entrada en nuestras vidas fue realmente explosiva. Sin temblores, sin advertencias, sin cambios de viento. De golpe, un violento sociópata avanzó con rapidez e irrumpió en nuestra casa como si fuera el dueño, con su barba desaliñada y sus manos callosas. Rara vez interactuaba conmigo, a menos que fuera para atarme los pies a la cama. Yo no tenía idea de que mi madre era segunda esposa de nadie. Lo llamábamos “tío”, y él tenía su propia mujer y sus propios hijos. Recién cuando ingresé en la escuela secundaria mi madre me reveló la verdad. Como la poligamia infringe las leyes de la democracia liberal canadiense, no quiso confesarnos a nosotros, sus hijos, esa información condenatoria. Poco sabía ella entonces que el Estado suele hacer la vista gorda respecto de los musulmanes que tienen múltiples esposas. Al contrario, se canalizan millones de dólares para brindar apoyo a esos hombres que incumplen con la ley. Si un musulmán no puede solventar los gastos de todas sus mujeres, simplemente las persuade de que soliciten una ayuda social en calidad de madres solteras, ¡y listo! Problema resuelto. Mi madre era una de esas mujeres. Al estar casada con él según la ley islámica y no civil, podía beneficiarse de fondos de asistencia social, pues el Estado desconocía que ella estuviera casada con aquel hombre; cuestionarlo hubiera sido un acto racista o algo por el estilo.

Aunque técnicamente Mounir fuera mi padrastro, nunca lo llamé así y nunca tuvimos una relación padre-hija. Era simplemente el hombre que nos pegaba y que ocasionalmente tenía sexo con nuestra madre (de esto me enteré luego).

A veces, al regresar de la escuela lo encontraba en casa.

—¿Qué hice esta vez? —Hasta donde yo sabía, el único propósito de sus visitas era golpear a alguien.

—Nada. Vete a jugar a tu cuarto —me ahuyentaba mi madre.

En una oportunidad, me dirigí al baño y los oí juntos en la ducha. Nada de qué preocuparse. Mi hermano y yo solíamos bañarnos juntos en aquellos tiempos. Más tarde, frente a su esposa (no recuerdo por qué), se me ocurrió mencionar el episodio.

—¿Qué? ¡Eso no es cierto! —Él y mi madre lo negaron con vehemencia.

—Sí, fue así. Oí que se estaban duchando juntos. —Inexplicablemente, insistían en que estaba equivocada, y yo no lograba entender por qué.

Es una sensación rara percatarte de que tu madre está mintiendo. No la creía capaz de eso, pero ellos afirmaban una y otra vez que la que estaba errada era yo. Al final, terminé dándole la razón a ella, por más que eso contradijera lo que tenía frente a mis narices. Dejé de ver lo que había visto, dejé de oír lo que había oído, porque ella me decía lo contrario y yo debía creerle. Después de todo, era mi madre. Confiaba en ella más que en mí. Así que cedí y acepté que no estaban juntos en la ducha y que mi impresión había sido un error.

El mismo sentimiento tuve cuando me dijo que hablaría con Mounir para pedirle que dejara de golpearnos. Le creí. Por más que al día siguiente la acción se repitiera. ¿Cómo podía saber él que no habíamos cumplido con todos los rezos, si ni siquiera estaba presente? Pero de algún modo las palabras que mi madre pronunciaba tenían el poder de invalidar la realidad.

Antes de que él invadiera nuestro hogar, vivíamos una vida mucho más serena. En nuestro edificio, teníamos una piscina exterior, y yo estaba aprendiendo a nadar bajo el agua. Aún no me sentía segura con el crol, pero estaba decidida a aprenderlo. También teníamos un patio en el que jugaba durante horas, andaba en bicicleta y jugaba a las Barbies con mis amigas. Mis hermanos y yo teníamos mucha libertad y éramos demasiado jóvenes para reconocer que en verdad esa libertad era negligencia. Para nosotros, ser libres significaba que podíamos quedarnos afuera y jugar tanto como quisiéramos. Cuando todos mis amigos se habían ido a cenar y ya no quedaba nadie con quien jugar, subíamos las escaleras. Pero la cena nunca nos estaba esperando en la mesa.

—¿No tendrías que irte a tu casa? —me preguntaba la mamá de mi amiga.

—No, me puedo quedar aquí todo lo que quiera.

—¿A qué hora te duermes?

—¡En mi casa no hay hora de dormir! —respondía yo orgullosa.

—Qué suerte tienes —me decían mis amigas.

Mamá pasaba la mayor parte del día mirando telenovelas y comiendo semillas de girasol. Me iba a la escuela por la mañana y cuando regresaba la encontraba en el mismo sitio; la única diferencia era que el montículo de cáscaras era más alto. Cada tanto, me gritaba para que le cambiara el canal.

En retrospectiva, creo que probablemente estuviera deprimida. Mis padres se conocieron en la universidad, en Egipto, y se trasladaron a Estados Unidos juntos. Los días de paz y amor hippie en la San Francisco de la década de 1960 terminaron pasándole factura a su vida matrimonial. Por eso se mudaron a Vancouver, Canadá, pero de todos modos la pareja se desmoronó.

Mi madre se encontró sola en un nuevo país, sin red de apoyo y con tres hijos. Buscó desesperadamente una comunidad, algún esquema de contención, y por desgracia esa búsqueda la condujo a la mezquita local, donde se topó con ese monstruo que se ofreció a desposarla, brindarle plenitud y costear económicamente su vida y la de sus tres hijos. Se debe de haber sentido tan sola, tan abandonada. Además, debía descreer de su capacidad de acción como mujer, debía desconfiar de su aptitud para valerse por sus propios medios, sin un hombre. Se veía a sí misma como un parásito buscando un anfitrión. Se colgó de aquel hombre que era inferior a ella —según el sistema de clases egipcio— y que golpeaba a sus hijos, pero sintió que su única opción era encogerse de hombros y aceptar lo que le tocaba en suerte.