Smonk - Tom Franklin - E-Book

Smonk E-Book

Tom Franklin

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Beschreibung

Smonk odia a las cabras y a los irlandeses. Tiene un Winchester y gasta un bastón de empuñadura de marfil con una espada oculta. Lleva cuatro o cinco revólveres repartidos por la ropa, munición de sobra, cartuchos de dinamita y un cuchillo en una bota. Luce varias cicatrices de bala en el hombro derecho, una en cada antebrazo y otra en el pie izquierdo, perdigonazos por toda la espalda y una cuchillada en la tripa. Tiene gota, bocio, gonorrea, sífilis, azúcar en la sangre, neuralgia y fiebres intermitentes. También malaria, tuberculosis, un ojo de cristal y una infinita sed de venganza. Evavangeline odia a los caballos. Es una puta, huérfana y fugitiva, de quince años aficionada al gatillo y al aguardiente. Disfrazada de hombre, huye de una patrulla de fanáticos religiosos a través de un país devastado por la rabia, la sequía y la guerra. Sus destinos coincidirán en Old Texas, un pueblucho perdido y dejado de la mano de Dios en el sudoeste de Alabama, poblado de viudas y niños muertos, que oculta un horrible secreto.

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TOM FRANKLIN (1963) nació y se crio en Dickinson, una comunidad no incorporada del condado de Clarke, en la zona central del sur de Alabama, no muy lejos de Monroeville, hogar de Harper Lee. Alguien le dijo una vez que un pueblo es donde para el tren. En Dickinson no paraba. Apenas 300 habitantes y dos iglesias baptistas, una para negros y otra para blancos. Muchos rifles y cazadores furtivos. Mal sitio si no te gusta matar. Algo parecido al villorrio de Faulkner. Infancia de jugar en la espesura y tratar de huir con la imaginación de las cosas que sangran: cómics de Marvel y DC. Espacio: 1999 y Galáctica Estrella de Combate. Edgar Rice Burroughs y Conan el Bárbaro. Familia muy devota, pentecostales que manifiestan su fe con curaciones milagrosas y hablando en lenguas desconocidas, «todo menos la manipulación de serpientes». Franklin recuerda que para protegerse del pecado, tuvo que arrojar a las llamas su preciada colección de libros de Tarzán. En el colegio y en el instituto, malas notas. Pésimo en álgebra. Stephen King. Luego trabajos duros. Operador de maquinaria pesada en una fábrica de arena. Inspector de residuos tóxicos en una planta química. «Trabajar años como una mula para dueños millonarios de fábricas en Detroit, mal pagado, sudando, respirando polvo de sílice, junto a hombres de espaldas arruinadas que heredaron el trabajo de sus padres y que jamás consideraron la posibilidad de ir a la universidad, hombres muy dados al insulto racista». De noche empleado en el depósito de cadáveres de un hospital, de día asistiendo a clases de escritura creativa en la Universidad del Sur de Alabama. En 1998 conoce a su esposa, la poeta Beth Ann Fennelly. Al año siguiente gana el prestigioso premio Edgar Award por el relato «Furtivos» y publica su primer libro. James Franco ha comprado los derechos para adaptar al cine tres de sus obras. El tren sigue sin parar en Dickinson.

SMONK

o

EL PUEBLO DE LAS VIUDAS

DONDE SE RELATAN LAS AVENTURAS ESCABROSASDE E. O. SMONK

&

DE LA PUTA EVAVANGELINEEN EL CONDADO DE CLARKE, ALABAMA,A PRINCIPIOS DEL SIGLO PASADO…

Tom Franklin

Traducción Javier Lucini

Título original:

Smonk

New York, HarperCollins Publishers, 2006

Primera edición Dirty Works: Noviembre 2022

© Tom Franklin, 2006

© 2022 de la traducción: Javier Lucini

© de esta edición: Dirty Works S.L.

Asturias, 33 - 08012 Barcelona

www.dirtyworkseditorial.com

Traducción: Javier Lucini

Diseño de cubierta: Nacho Reig

Ilustración: © Antonio Jesús Moreno «El Ciento»

Maquetación: Marga Suárez

Correcciones: Fernando Peña Merino

ISBN: 978-84-19288-32-5

eISBN: 978-84-19288-33-2

Depósito legal: B 19868-2022

Impreso en España:

Imprenta Kadmos. P.I. El Tormes.

Río Ubierna, 12 – 37003 Salamanca

Para Barry Hannah.

ÍNDICE

1. EL JUICIO

Llegada – Indumentaria & accesorios – El niño del globo – Fotógrafos – Un alguacil resabiado – El juez – Atrapado – Un proyectil inusual – Una ametralladora – La mula fugada

2. EL TOMBIGBEE

Shreveport, Louisiana – Patrulleros Cristianos – Un presunto acto de sodomía – Una azotaina – Patrullero Gabriel Washington Ambrose – Una casa de huéspedes de Mobile – Tetas – Un bar de mala muerte – La escisión de una excrecencia – Río arriba – Un examen médico de lo más suspicaz – Una discusión junto a la bahía – Una puñalada fatal – Uniformes – Un interrogatorio – Un acto de caridad cristiana – Asesinato & sustracción de una muela – Moradores del río – Fuga – La aflicción del capitán

3. EL GLOBO

Masacre en el hotel – Huida – El renacimiento de McKissick – Un tercer asesino – Ike & el cautivo en el cruce de los tres caminos – Una historia de piratas, loros y cajunes ignorantes – El hijo del alguacil

4. LOS CAZADORES DE CUERVOS

Un cuarteto de veteranos – Violación – Matanzas en el maíz – Phail Walton – Un cherokee– Un recuerdo – Un debate sobre rastreo – El buque varado – Un funeral – Carroñeros – Una escena cartilaginosa – Una palabra acuñada – Un acto de onanismo – Apodos – Lealtad

5. LA PARTIDA

Un encuentro secreto – El recuerdo de una cena de gambas – Una puta china – Una comisión – El herrero – De compras – La señora Tate – Tras la pista – El destino del juez Louver C. Turnbow

6. EL ORFANATO

Tirado – Niños – Una bollera – Una bruja – Un tornado – Una pelea de gatas – Una paja

7. LOS ARRENDATARIOS

La partida tentada – Descansando – Una escopeta – El regreso del ojo – La plantación de caña – Urdiendo una puñalada trapera – Bajo las estrellas – El pasado de Ike – Soñar con un río – Una explosión – La partida se reagrupa – El corazón de McKissick

8. EL REDENTOR

El día del Señor – Una criatura salida de un sueño – Desertores – Un acto infame – Capturada – Un perro rabioso – Una discusión acalorada – En peligro

9. EL OJO

Defecación – Apuesta – Evasión en Hornwall Bend – Un encuentro en el bosque – El saqueo de la cabaña – Gates & Karlotta Criswell – Derribado a traición

10. EL MISSISSIPPI GAMBLER

Sobre la tierra – Una opinión sobre Old Texas – Un intercambio – En las calles – El ciclo femenino – Una entrevista – Un inválido – Volantes – Confrontación de carretas – Diplomacia – Rebelión – Un encuentro espeluznante – La vergüenza de Walton – Capturada – Su amor verdadero – Un francotirador – Brujas en el cañizal

11. EL PUEBLO

Aporreado – Reconociendo el terreno – Reflexiones – Ambrose – Intrusos – Las víctimas del francotirador – La cautiva inesperada – Un abrigo de Kansas City – Un jinete nocturno

12. EL VELORIO

Rescate – Ajuste de atuendo – Ataque de murciélagos – Perdido – El relato de Snowden Wright – Un fisgón – La iglesia

13. EL INCENDIO

En el abrevadero – Una evisceración – Una propina – La otra mano – Un panegírico – Una transformación inquietante – Una escena extraña – Walton – El hombre del saco – Evasión – El detonador – Incendio – Zombis – El sino de los niños – Una última transacción – Memphis – Una oración

«¡Qué solitaria se alza la ciudad populosa!¡Como una viuda ha quedado […]!Llora amargamente en la noche.»

LAMENTACIONES 1:1-2

«–Magnifique! –exclamó la condesa De Coude a media voz.»

EDGAR RICE BURROUGHS, El regreso de Tarzán

1EL JUICIO

Era la víspera de la víspera de su asesinato y se oía música de armónica cuando E. O. Smonk cruzó las vías del ferrocarril a lomos de la mula en litigio y remontó la colina camino del hotel donde iba a celebrarse el juicio. Corría el uno de octubre. Llevaban seis semanas y cinco días de polvo y sequía. Los cultivos estaban muertos. Era sábado y el sol pegaba con fuerza. Las tres y diez de la tarde según las sombras de las botellas del árbol de las botellas1.

En medio de la ristra de caras largas y relinchantes de los caballos amarrados a la barandilla, Smonk se dejó resbalar de la mula hasta plantar los pies en la arena, escupió la colilla del puro y, desde su altura de uno sesenta, echó un vistazo por encima de los hombros de las bestias. Al niño rubio y mugriento que sostenía un globo le dijo que le vigilase a la mula con su silla inglesa y su manta bordada de Brujas, Bélgica. De la funda cosida a la silla asomaba la culata pulida del Winchester con el que, no hacía ni media hora, había despachado a cuatro cabras en el redil de un irlandés, porque si ya aborrecía a los irlandeses, a las cabras irlandesas ni te cuento. La mula iba marcada con un orificio de bala reciente del calibre 22 en la oreja izquierda, la misma marca que lucían las vacas, los cerdos y el sabueso de Smonk, incluso su gato.

Como la mula se escape, le dijo al niño, te quedas sin globo.

Prendió una cerilla con la uña del pulgar y se encendió otro puro. Se fijó en que no había hombres ni en los porches ni en las terrazas, desenfundó el rifle y le quitó el seguro. Apartó a la yegua que tenía delante sacudiéndole un revés en la ijada que levantó polvo (dicen que nunca lo verías caminar por detrás de un caballo), subió pesarosamente los escalones hasta la sombra de la galería y cruzó renqueante el porche del hotel haciendo gemir los tablones del suelo bajo sus botas. El niño lo siguió con la mirada: su complexión de enano gigante, aquellos hombros de oso grizzly y el celemín que se gastaba por cabeza, hundida y ladeada, como si estuviese intentando determinar el sexo de lo que fuera. Tenía manos anchas como palas y unos dedos tan largos que podían haber abarcado el cráneo de un hombre adulto, pero su mitad inferior era más corta, piernas delgadas en forma de herradura y pies pequeños enfundados en unas flamantes botas de piel de becerro color chocolate con los vaqueros holgados y remetidos por dentro. Llevaba una camisa blanca limpia y planchada y cuello con volantes, tirantes, una corbata negra de lazo con un par de dados bordados en el extremo y un chaquetón beis de lona de pato. Iba con la cabeza descubierta, como de costumbre –los sombreros le hacían sudar–, y esas gafas de lentes azules que llevan los sifilíticos, entre cuyas filas se contaba. Del cordón que llevaba al cuello colgaba una jícara de whisky tapada con el corcho de un bote de jarabe.

Tosió.

Aparte del Winchester, llevaba un bastón de empuñadura de marfil con una espada oculta en el eje y una Derringer en la empuñadura. Llevaba cuatro o cinco revólveres repartidos por la ropa, un montón de cartuchos que repiqueteaban en los bolsillos del chaquetón cuando se movía y un cuchillo oculto en una bota. Tenía varias cicatrices de bala en el hombro derecho, una en cada antebrazo y otra en el pie izquierdo. Tenía una docena de perdigonazos repartidos por el montículo peludo de su espalda y el trazo de un cuchillo grabado en la tripa. Su ojo izquierdo hacía ya años que había desaparecido, y lo había sustituido por una bola de cristal blanco dos tallas más pequeña. Por debajo de la barba le abultaba un bocio. Tenía gota, tenía gonorrea, azúcar en la sangre, neuralgia y fiebres intermitentes. Malaria. El pañuelo de seda hecho una bola que llevaba en el bolsillo del pantalón estaba ensangrentado por la avanzada tuberculosis que el médico le acababa de informar que tenía.

Morirá de eso, le había dicho el médico.

¿Cuándo?, preguntó Smonk.

Cualquier día de estos.

Hizo un alto en la puerta del hotel para recuperar el aliento y miró hacia abajo, a su espalda. Salvo el niño encorvado contra el poste con su globo, la pared estomacal inflada de una oveja, no había más niños a la vista, el lugar con menos niños que había visto en su vida. Por todo el pueblo, el puterío de las viejas urracas estaba echando las persianas y cerrando las puertas, algunas se apresuraban por la calle a la sombra de sus parasoles, pero todas miraron por encima del hombro para echarle un ojo a Smonk.

Él simuló inclinarse el ala del sombrero.

Entonces se fijó en ellos, en los dos embaucadores apostados al otro lado de la calzada, junto a una carreta cubierta por una lona. Estaban armando las patas del trípode de una cámara y llevaban trajes de petimetre y zapatos derby que resplandecían al sol.

Smonk, que leía los labios, vio que uno decía: Ahí está.

Dentro del hotel, el alguacil, que había estado soplando la armónica, se la guardó y recompuso la postura al ver quién acababa de llegar, se aclaró la garganta y anunció que no se permitían armas de fuego en el juzgado.

Esto no es un juzgado, dijo Smonk.

Hoy sí lo es, por la gracia de Dios, dijo el alguacil.

Smonk miró hacia atrás como si se dispusiera a marcharse, a mandar al diablo la farsa de la justicia de una vez por todas. Pero, en su lugar, entregó el rifle con los cañones por delante al tiempo que iba depositando, uno tras otro, los pesados revólveres sobre el barril de whisky que el alguacil utilizaba de mesa, miró a aquel escocés demacrado e insolente, con su peto y su gorra de ciclista calada, sentado en un cajón de madera, y el aparador que tenía detrás, con el batiburrillo de las armas de fuego que habían ido depositando los que esperaban dentro.

Smonk estudió al alguacil. Te conozco de algo.

Puede que sí, dijo el hombre. Puede que trabajara como agente suyo hasta que me despidió y mi mujer se fue tras sus pasos y me dejó sumido en una depresión tan grande que mi hijo Willie y yo acabamos perdiendo todo lo que teníamos: tierra, casa, granero, cobertizo del maíz, alambique, arroyo. No nos quedó ni una bendita cosa. Muéstreme lo que lleva por dentro del chaquetón.

Smonk se abrió el chaquetón. Tuviste suerte de que no te matara.

El alguacil señaló con el rifle. Esa de ahí también.

El tuerto se relamió los labios con su larga lengua roja, mordió el puro, se extrajo de la cinturilla una pistola Colt Navy del calibre 41 y la dejó sobre la madera que los separaba.

Procura mantener estos instrumentos a buen recaudo, amigo. Quizá te ganes un centavo si los cuidas bien.

No aceptaría un centavo de usted, señor Smonk, ni aunque fuera el último centavo acuñado en esta tierra.

La tos le impidió oírlo bien. ¿Que tú no qué?

He dicho que si se produjese una crisis del cobre en todo el condado, los centavos se vendiesen a dólar y medio, yo llevase más de un mes sin probar bocado y mi hijo se estuviese muriendo de hambre, ni aun así aceptaría un centavo que viniera de sus manos. Ni aunque me pagasen otro centavo por aceptarlo.

Pero Smonk ya se había dado la vuelta.

Unas notas furiosas de armónica lo precedieron cuando estrechó los hombros para caber por la puerta y acceder al caluroso y humeante comedor con la corbata espolvoreada de ceniza de puro, como si fuese caspa de la barba. Habían arrimado las mesas a las paredes y apilado unas sobre otras con las patas hacia arriba, como ganado muerto. El juez de paz Elmer Tate, el abogado, el banquero, dos o tres granjeros, el caballerizo, el médico que le había atendido consultando el reloj y Hobbs el enterrador, todos diáconos, lo miraron. El charloteo se había interrumpido abruptamente, los hombres callados como sillas. La bola nueve, con el número lanzando destellos a lo largo de la mesa de billar del rincón, no cayó en la tronera, dio a la siete y se quedó congelada sobre el fieltro.

Smonk se apoyó en la pared, que cedió un poco. Tosió en el pañuelo, se palpó los labios y volvió a embutírselo en el bolsillo; las conversaciones y la partida de billar se reanudaron.

Transcurrieron unos instantes en los que nada ocurrió más allá de los chascarrillos de un ruiseñor en la calle y el sonido de la jícara de Smonk al descorcharse. Entonces se abrió la puerta del fondo de la sala y entró en escena el juez del distrito, demócrata, masón y antiguo oficial del ejército, famoso tanto por su afición a la bebida como por sus patillas souvarov. No saludó a nadie al abrirse paso entre los presentes de camino al estrado de madera erigido para la ocasión donde tomó asiento ante la mesa que le habían dispuesto con un vaso de agua, una libreta, una pluma y un tintero. Llevaba traje y sombrero negros, como un predicador, y, a modo de mazo, se sirvió de la culata de un revólver Smith & Wesson Schofield 45 nuevo.

Orden en la sala, reclamó, quitándose el sombrero. Tomen asiento, caballeros. Se encajó el monóculo.

Que todo el mundo tome asiento, reclamó el alguacil. Y descúbranse, maldita sea.

Los hombres se despojaron de sus sombreros y se dirigieron arrastrando los pies hasta las sillas. Al otro extremo de la sala, Smonk seguía de pie. Descapulló la cabeza del puro. Por una vez deseó llevar sombrero para dejárselo puesto. Un sombrero mexicano, por ejemplo.

Veamos. El juez se aclaró la garganta. Encabeza el sumario el pueblo de Old Texas, Alabama, contra Eugene Oregon Smonk.

No lo encabeza, gruñó el acusado. En el sumario no hay más. Hoy yo soy todo el puto sumario.

La furia se adueñó del comedor: hasta la bandera del estado, plantada en un rincón, pareció estremecerse, aunque el aire que reinaba en la sala estaba tan inerte como las entrañas de una roca. Desde algún lugar situado más allá de los cañizales secos y polvorientos, llegó el ladrido árido y agudo de un perro rabioso.

Buenas tardes, caballeros. Smonk sonrió. Juez.

Separó los hombros de la pared y se colgó el bastón del brazo, dio una calada al puro y tapó la jícara. Pero ni bien había dado dos pasos hacia la mesa del acusado, cuando se detuvo y alzó la cabeza.

Algo había cambiado.

De alguna manera, el granjero pelirrojo que lo fulminaba con la mirada no era el mismo granjero al que Smonk había golpeado con un rebenque trenzado. El secretario municipal no era el mismo secretario municipal al que había abofeteado en la calle y hundido la cara en el barro antes de birlarle el monedero. De alguna manera, ese de allí no era el banquero al que había estafado treinta hectáreas de tierras bajas por las que discurría un pequeño arroyo. Ni aquel el caballerizo al que le había ganado y arrebatado una hija en una partida de rook2 en el almacén de piensos de la parte de atrás. Hobbs el enterrador era otro enterrador completamente distinto y ese Tate no era el mismo juez de paz blandengue al que Smonk llevaba chantajeando cerca de un año. Eran otras caras, otros hombres.

No los conocía. No los conocía.

El alguacil ya no era un alguacil, sino otro hombre. Se estaban poniendo en pie en tropel y el juez aporreó tan fuerte con la culata que el tintero saltó de la mesa.

¡Orden!, dijo. ¡Me cago en mi vida, he dicho orden!

Pero ya no había ni rastro de orden.

Lo que había eran atizadores de chimenea y fustas. Una pala para cenizas. Había ladrillos, cinturones desenrollados, abrecartas y leños. El tirador de una bomba de hierro. Los cuchillos destellantes del cristal de una ventana rota. Un nudo corredizo empapado, tacos de billar, patas de mesa con clavos torcidos como colmillos, sillas astilladas transformadas en picos y picas.

Los hombres avanzaron de lado hacia él, cautelosos. Smonk esquivó la bola ocho que le lanzaron y que acabó reventando otra ventana. Dejó caer el puro al suelo, ni se molestó en pisarlo, y se quedó humeante entre sus botas. Se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de la pechera, sin prisa a pesar de que los hombres lo cercaban con sus armas, los de delante ya tan encima que veían sus dientes rojos.

A por él, dijo alguien desde el rincón.

Pero Smonk levantó las puntas de los dedos y sus agresores se quedaron congelados. Se echó hacia atrás, aspiró una larga bocanada de aire y la retuvo, como si fuese a decir una verdad que les abriría los ojos.

Aguardaron a que se pronunciara.

Entonces tosió y roció de sangre los rostros de los más cercanos. Y, en ese mismo momento, todos los presentes en la sala de cierta estatura vieron cómo el ojo de Eugene Oregon Smonk se desprendía de su cabeza y salía despedido por los aires.

Durante un segundo resplandeció bajo un rayo de luz que entraba por la ventana, luego el alguacil McKissick lo cazó al vuelo como si fuese una canica.

Abrió la mano y sonrió.

Cuando levantó la vista, Smonk empuñaba una Derringer en una mano y una espada en la otra, y se dirigía hacia el aparador donde reposaban relucientes todas las pistolas y los rifles.

Bueno, pues vamos al lío, aulló, perras hambrientas.

Entretanto, el sol había dado un respingo y se había ocultado detrás de una nube. Afuera, los caballos alineados en la barandilla estaban desabridos y en paz, la mayoría con los ojos cerrados. Hasta las moscas se habían posado. En la acera de enfrente, los dos fotógrafos se habían situado a ambos lados de la carreta, crujiéndose los nudillos y echando vistazos a ambos lados de la calle desierta.

El niño de pelo pajizo había amarrado el globo en el orificio en carne viva de la oreja de la mula y se estaba montando en la silla. Contoneó el trasero. Los estribos, ajustados para la altura de Smonk, pendían demasiado abajo, así que los ignoró, hasta cuando la mula retrocedió por su cuenta y enfiló hacia el este.

Cuando sonó el primer disparo en el hotel, los fotógrafos dejaron caer el trípode, saltaron a la carreta y retiraron la lona verde para revelar una ametralladora modelo Hiram Maxim de 1908 con sistema de refrigeración por agua, atornillada a un caballete metálico. Uno comprobó la manilla de cierre mientras el otro hacía girar tornos y reforzaba la llave de paso.

He oído que mató a su propia madre, dijo.

Y eso solo para empezar, dijo el otro.

El niño de pelo pajizo palmeó a la mula en la cruz y la aguijó con los talones desnudos. Vamos al orfanato ese, dijo, saludando a los artilleros que aguardaban una señal, uno de ellos le devolvió el saludo muy lentamente. La mula empezó a caminar, al rato se puso al trote, el hijo del alguacil no miró atrás a pesar de la tormenta de disparos que se estaba desatando, el globo se mecía en lo alto como un pensamiento de la mula, vacío de historia.

1Si vas conduciendo por Louisiana, o cualquier otro estado sureño, te los encontrarás. Parece ser una tradición importada desde el Congo por los esclavos. Eudora Welty describe uno de estos árboles en el relato «Livvie»: «[…] Aunque Solomon nunca había dicho a Livvie para qué servían, ella sabía que podía tratarse de un hechizo aplicado a los árboles, y desde su nacimiento había oído decir que los árboles con botellas impedían que los espíritus malignos entraran en la casa: los atraían al interior de las botellas, de donde ya no podían salir». Eudora Welty, Cuentos completos. Ed. Lumen, 2009. Traducción de Ignacio Gómez Calvo. (N. del T.)

2Juego de naipes similar al bridge creado en 1906 por Parker Brothers, marca comercial fundada en 1883 que, durante sus ciento quince años de vida, llegaría a distribuir más de mil ochocientos juegos de mesa, entre ellos el Monopoly, el Cluedo, el Risk y el Trivial Pursuit. El nombre, rook, grajo, procede de la carta que lleva la imagen de dicho córvido, el naipe más alto del palo de triunfo. A veces se denominan naipes cristianos o naipes misioneros, pues fueron creados como alternativa destinada a los jugadores de tradición puritana y de la cultura menonita, que consideraban inapropiados los naipes de la baraja normal (con figuras humanas), por su asociación con el mundo de las apuestas y la cartomancia. (N. del T.)

2EL TOMBIGBEE

Dos semanas antes, en el estado de Louisiana, había una jovencita flacucha de quince años tostada por el sol que andaba prostituyéndose de pueblo en pueblo e ignoraba que hubiese otras opciones para una chica. Evavangeline era su nombre, el único que conocía. De no más de cuarenta kilos y digamos que de metro y medio, plana, bajita y ligeramente dentuda. Ella misma se había recortado las puntas del pelo rojo porque llevarlo así era más fresco y lucía una larga cicatriz colorada a un lado del cuello. Casi siempre la confundían con un chico y hacía poco la habían expulsado de Shreveport por sodomía y por mantener relaciones amorosas con un miembro de su mismo sexo.

Un grupo de Patrulleros Cristianos bien uniformados había irrumpido en la sofocante habitación del piso superior del hotel donde ambos estaban tramitando sus asuntos a la manera de los perros, y Evavangeline saltó de la cama como eyaculada. Se lanzó por la ventana sin haber cobrado sus servicios, cubriéndose las partes pudendas con una brazada de ropa de hombre.

Los patrulleros cayeron sobre el cofornicador y lo arrastraron, desnudo y vociferante, por los toscos escalones de pino y la calle embarrada, donde lo colgaron de las muñecas y le administraron una buena tunda. A cada latigazo bramaba y pedía a gritos que corrieran a buscarla…

Querrás decir buscarlo, pervertido, dijo el Patrullero Cristiano que lo estaba fustigando.

¡Os juro que era una chica!, gritó el ajusticiado. ¡Era una chica, en serio!

Estaban detrás de la cárcel, se había congregado una multitud de curiosos. La gente señalaba que el flagelado seguía teniendo el miembro en posición estratégica.

¡Le lamí las tetas!, gritó el ajusticiado. El látigo le arrancaba barro de los hombros. ¡Puede que pequeñitas y de marimacho, vale, pero tetas como que hay Dios! ¡Lo juro!

Si eso era una hembra, reprendió el cabecilla de los Patrulleros Cristianos, alto y de mentón prolongado, sonrojándose a lomos de su semental blanco, entonces no tendríamos ningún motivo para perseguirla, ¿no es así? Tal vez una violación del código de vestimenta. O quizá podría poner usted una denuncia por robo, si desea que demos fin a su «griterío» para que pueda rellenar el papeleo y hacer una relación de las prendas robadas.

¡Sí!, gritó el acreedor de la zurra. ¡Un calcetín!, gritó. ¡Un viejo uniforme de la Unión, auténtico! ¡Y una madeja de cuerda!

Siguió vociferando el nombre de cada prenda, con su asta enhiesta y sin perder aplomo.

Jefe, ¿existe eso de la violación del código de vestimenta en esta jurisprudencia?, preguntó Ambrose, el segundo al mando de los patrulleros, un Negro bajito y fornido que sabía leer. Llevaba las mangas de la camisa y los bajos del pantalón remangados para acomodarlos a la longitud de sus extremidades y la pañoleta le abultaba bajo la barbilla. Mire, dijo y señaló la escena que los rodeaba. Criaturas sucias y enfermas de ambos sexos que arrastraban los pies por el fango y vestían con harapos, periódicos, sayal, taparrabos, sacos de arpillera, pieles de animales y perfollas de maíz. Algunos desnudos y peludos como simios.

Vaya y averigüe, dijo Walton, pues tal era el nombre de pila del cabecilla de los Patrulleros Cristianos. «Buscad y encontraréis. Pedid y os será dado.»

Ah. Re-buscar, dijo Ambrose.

Un corpiño, joder, gritó el hombre al que seguían azotando. ¡Una liga roja de encaje!

Primero habría que buscar, antes de poder plantarle el prefijo «re», ¿no cree?, preguntó Walton.

Sería lo suyo, dijo su lugarteniente de piel de ébano. Pero tengo entendido que ahora lo denominan re-buscar. De vez en cuando les da por ahí. Cada pocos años. Cambian una palabra o se sacan de la manga una completamente nueva. Por sus santos cojones, sin ton ni son…3

Patrullero Ambrose, le reconvino su líder. Como vuelva a decir «groserías», le retiro la placa.

Al cabo de una semana, la muchacha Evavangeline se encontraba en un dormitorio de una casa de huéspedes de Mobile, Alabama, en cueros, frunciendo el ceño ante el cactus que tenía por cuerpo. Sus tetas apenas podían calificarse como tales. Los vejestorios que jugaban a las damas en el puerto tenían protuberancias más reseñables. ¡Y la puta cicatriz que le había dejado Ned! ¡Del tamaño de una puñetera moneda de medio dólar! Se escupió en la palma de la mano, con idea de intentar borrársela. Pero no pudo. Por mucho que se la restregara, no se iba, y la verdad es que le gustaba como recuerdo de él. Cuando le picaba pensaba que a lo mejor Ned estaba tratando de decirle algo. O simplemente diciéndole hola. Estoy aquí fuera, en alguna parte.

Se pellizcó los pezones frente al espejo, haciendo que se le empitonaran. Se planteaba quedarse embarazada, porque sabía que así te crecían las tetas. Lo que no sabía era si volvían a encogerse después de tener al bebé. Por lo visto, mientras el bebé mamara se mantendrían gordotas. El inconveniente era que no quería cargar con un puto bebé, solo tetas más grandes. Tal vez después de tenerlo podría deshacerse de él y buscarse un cliente que le mamara la leche. Seguro que había hombres dispuestos a eso. Si algo había aprendido después de tantos años era que existían hombres con toda suerte de apetitos.

Se miró el vientre y se preguntó cómo hacían las chicas para quedarse preñadas. Estaba esquelética y, por más que comiera, no conseguía engordar. Pero si te quedabas preñada, engordabas. Tal vez se hacía con una píldora que había que comprar o con algo que te inyectabas. Seguro que un médico podría decírselo.

La mañana siguió su fatigoso curso y la chica se escabulló por la cañería de desagüe de la casa de huéspedes para no pagar a la señora, encontró una mesa con vistas a la bahía en un bar de mala muerte, bebió ron oscuro, poco a poco se fue comiendo el corcho, escuchó la zanfoña y fumó hachís mezclado con tabaco mientras un sinfín de barcos desfilaban meciéndose ante sus ojos y los cuervos y las gaviotas se zambullían en la brisa. Pidió otro ron. Vio cómo asaltaban a un hombre en el muelle. Se quedó un rato amodorrada y se espabiló pensando en lo mucho que le gustaba el dinero. Vio a un tiburón ensañándose con un pequeño bote de remos. Visitó la letrina y al volver vio a dos ratas fornicando bajo el taburete del piano. El hombre al que habían asaltado seguía tirado sobre los tablones.

Dentro del bar, el humo era tan espeso que era como estar sentado en una cueva angosta. Ninguno de los que entraban tenía pinta de médico, aunque no tenía ni idea de qué pinta tendría un médico. Esperaba que saltase a la vista. Un bolsón negro, tal vez. O uno de esos artilugios en la cabeza. Si alguien recibiera un disparo, rumió, seguro que aparecería un médico.

Pidió otro ron.

El lugar apestaba a pescado y a letrina. Había tantas moscas y mosquitos que el aire que levantaban sus alas era casi un consuelo. Por la ropa y el pelo desaliñado de Evavangeline, una puta escuchimizada de ojos enrojecidos flotó hasta ella y dijo: ¿Invitarías a una chica a un trago, guapetón?

No, gracias.

¿Juegas en el otro equipo?

Juego donde me da la gana.

El marido de la puta, el dueño del bar de mala muerte célebre por su impulsividad, la oyó. Eh, listillo, dijo. No te pases ni un pelo.

De la barbilla le pendía una verruga del tamaño del pulgar de un hombre adulto. Púrpura, casi negra, con vetas rojas, venosa, ligeramente pilosa y descamada, era difícil no mirarla, meneándose como se le meneaba cada vez que hablaba.

La puta de oros, dijo ella. ¿Eso le crece?

Mira, niñato… El propietario la apuntó con una botella de bourbon. Si (A) sigues mirándome la marca de nacimiento y (B) vuelves a hablarle así a mi mujer, (C) te reviento esta botella en la cabeza y (E) te hago pagar los veinticinco centavos que costó y (R) fregar luego el estropicio.

¿Ah, sí?

Sí, así es, guapito.

No me llame guapito.

¿Por qué no? ¿Guapito?

Porque estoy bebiendo. Y no es aconsejable meterse conmigo cuando estoy bebiendo.

¡Con que esas tenemos! Estrelló la mano contra el mostrador. Ahora sí que me has tocado los cojones.

Se llevó la mano al revólver de la cinturilla, pero la muchacha se levantó de un salto empuñando la recortada de un solo tiro, calibre 16, que ocultaba debajo de la mesa. Estallaron varios vasos detrás del propietario, que salió proyectado hacia atrás sin ni siquiera agitar los brazos, y su bombín fue a aterrizar dando vueltas sobre la barra.

Ella aplastó la copa del sombrero con la palma de la mano. Se lo advertí.

Joder que sí, dijo su viuda, sirviéndose un whisky y dirigiéndose a la caja.

Evavangeline saltó sobre la barra, los oídos le pitaban. Se arrodilló junto al hombre y le quitó el revólver de cañón largo de la cinturilla, comprobó si estaba cargado, se levantó y lo amartilló con el pulgar, cerró el ojo izquierdo para afinar la puntería, se mordió el labio inferior, como tenía por costumbre siempre que disparaba, y abrió fuego contra la excrecencia de la barbilla del dueño del antro sin pestañear por el estruendo. Inhaló el humo del cañón, acto seguido recogió la excrecencia que ardía por un extremo y la envolvió en la bayeta del dueño para estudiarla más tarde. A ninguno de los presentes pareció importarle, ni a su mujer, ni al resto de la clientela, ni siquiera a las ratas que ahora perseveraban en el centro del bar, y ningún médico se levantó de su silla. La zanfoña tocaba «I’m a Good Ole Rebel». Evavangeline saltó por una ventana abierta y se lanzó a correr por el muelle empuñando las armas, esquivando las amarras de los barcos e importunando a un judío jasídico que iba cargado de pieles de castor.

Sin dejar de pensar en los médicos, embarcó de polizón en el siguiente buque de vapor que partió río arriba. No tenía ni idea de adónde iba, pero siempre había sido una criatura con mucho instinto, y el norte le parecía apropiado. Dormía en cubierta y se mantenía sobria, por las tardes jugaba a los dados con un grupo de negros. Hacía calor. Sobre todo, en su cabeza. Los negros se sabían mil historias sobre un personaje al que llamaban Snert, o algo por el estilo. Hacía tantísimo calor que casi ni los escuchaba. Cuando el buque atracaba, ella preguntaba a todos los caballeros que embarcaban y desembarcaban si eran médicos.

Nadie lo admitió.

Más adelante, en la bochornosa ciudad fluvial de McIntosh, un irlandés rechoncho que estaba meando por la borda le confesó a Evavangeline que sí, que, en efecto, él era el matasanos del buque, y se ganó aún más su credibilidad cuando le preguntó: ¿Bajo todos esos trapos y esa mugre eres una muchacha?

En su minúsculo camarote prendió una barrita de incienso y una vela que apenas daba luz. Fumó un poco de marihuana sin ofrecerle, encendió el gramófono y, tras unos chasquidos, unos violines rechinantes comenzaron a sonar lentos y tristes. Ella estaba desnuda, con los codos y las rodillas apoyados en el catre y los ojos vendados con la tela de seda que, según el irlandés, exigía el Código Hipocrítico. Acto seguido, se crujió los nudillos, se escupió en el dedo, se lo introdujo en el ojete y lo meneó.

Es un dólar, dijo ella. Ya se lo dije.

¿Qué tal esto, eh?, preguntó él. Le introdujo otro dedo.

¿Qué tal qué?

Retiró los dedos y se los olisqueó.

¿Qué coño puede saberse con eso, doctor?

Tu contenido mineral, para empezar, dijo. Desprendes un fuerte ardor sulfuroso. Raro. ¿Y qué me dices de esto, eh?

Hubo un revuelo de ropa. Detrás de la venda los ojos en blanco. Aquí viene. La agarró de las caderas, gruñó y le envainó una cosa un poco más grande.

Esta es la técnica ancestral de los druidas para examinar a los pacientes, explicó. Desde la Biblia hasta el catálogo de Montgomery Ward. Soy un lector empedernido. Entrenamos nuestros instrumentos de carne para hacerlos especialmente sensibles, como un termómetro, solo que, con toda modestia, un poco más grande, y por una tarifa de dos dólares podemos dispensar una especie de bálsamo milagroso en el recto y Aaaaaah…

Ella había contraído el esfínter del modo en que le había enseñado Ned; si se hacía bien, era tan eficaz como agarrar a un hombre por la garganta.

El irlandés jadeaba y le aporreaba la espalda.

¿Es su meñique?, preguntó ella, con los dientes apretados.

Se le arrugó dentro de ella. La chica aflojó el cepo y le permitió sacarla. Se incorporó, se sentó con las piernas colgando del catre y se quitó la venda de los ojos. Le dije que un dólar.

Puta. Dio un puñetazo a la pared y el disco saltó. Ya sé lo que te está devorando. Qué enfermedad tienes, quiero decir. Apestas a ella. Y no tiene cura.

¿De verdad es usted médico?

Se rio.

¿Es mortal?

Te reconcomerá la curiosidad durante una buena temporada, ¿eh? Se rio más. Ahora sal de mi camarote, bárbara piojosa, y salta de este buque antes de que les cuente a los demás lo que eres en realidad.

Hirviendo de rabia, la chica regresó a cubierta en busca de otra opinión. Esta vez decidió exigir por adelantado una prueba de conocimientos médicos. La nota que te dan al terminar los estudios en cualquiera de esas escuelas de médicos. No sabía leer, pero confiaba en poder juzgarlo por la calidad del papel. Joder, hasta un sacamuelas le serviría. ¿Qué había querido decir ese tipejo con lo de que ella era en realidad? ¿Qué era ella?

Buscó por la cubierta. Tal vez podría enseñar la excrecencia del dueño del bar de mala muerte célebre por su impulsividad. Si alguien podía identificar lo que era, indicaría conocimientos médicos.

Esperó al sol con los negros que jugaban a los dados. Se contaban sus historias descabelladas. Se mordió el puño. Ese médico irlandés. Médico falso. Lo que quiera que fuese. Se aplastó un tábano en la nuca y lo tiró al agua donde lo esperaba una mojarra roja para succionarlo bajo las olas. Un negro le dijo que las chicas se preñaban acostándose con hombres, pero ella no le creyó. Se sacó la excrecencia del bolsillo y la desenvolvió. La olfateó, la sostuvo por un pelo largo y vio que apuntaba hacia el norte. Se sacó el cuchillo que escondía en la bota y la pinchó. Las partes negras eran más blandas. La rozó con la punta de la lengua.

Pero ninguno de los que cruzaron la pasarela en McIntosh reconoció estar versado en las artes médicas y, al momento, el buque hizo sonar el estridente silbato de vapor, insufló vida a la rueda de paletas y zarparon a trompicones. Un par de cachondos dispararon sus pistolas al aire y, mientras el paisaje calcinado iba quedando atrás como un ejército vencido, Evavangeline se dio cuenta de que iba a pasarse el resto de su vida preguntándose si se estaba muriendo.

Entretanto, unas cuantas putas y varios borrachuzos habían presenciado el asesinato y la mutilación del dueño del bar de mala muerte célebre por su impulsividad.

La tropa pinturera de Patrulleros Cristianos que había flagelado (y luego liberado) al coconspirador sexual en Shreveport había seguido el rastro de la muchacha hasta Mobile y, al cabo de dos días, Walton ya había sobornado a la mayoría de los involucrados y hallado el lugar donde había residido la chica durante su semana en la ciudad portuaria: una casa de huéspedes de la calle Dauphin. De cierta solera. Un ciego que se presentaba al cargo de representante del estado había cenado allí una vez. Y, en otra ocasión, un matador de Atlanta con disentería había utilizado su letrina durante más de media hora. Y, luego, el coup de gras, aquel prolongado debate político sobre populismo que surgió de manera espontánea entre el profesor emeritus R. M. Brutus Theodore «Patch» McCorquodale iv, doctor en filosofía, y Bud Rope. Aquí mismo, sobre estos tablones, tenía por costumbre precisar la propietaria «mestiza» de la casa, golpeando el suelo con su bastón. Si la rebúsqueda de Walton había sido tan precisa como él se creía, la señora era mitad caucásica, mitad india.

¿Por qué diablos habría elegido un lugar tan notorio el sodomita pervertido al que estaban persiguiendo?

Con el oleaje de la bahía batiendo sobre la arena y provocando el asombro perpetuo de los cangrejos más allá del contorno de la luz de la fogata, Walton dirigió un debate entre sus Patrulleros Cristianos una vez estuvieron sentados en buena postura tras haber dado buena cuenta de una cena consistente en hígado y alubias rojas, diseccionando a conciencia el carácter de su presa. A pesar de que los hombres se encontraban un poco flatulentos, el ambiente era de lo más agradable. El líder tenía un atril y una pizarra en la que dibujaba diagramas, gráficos, mapas y monigotes. Escribía palabras y las subrayaba. CLASE. ¿No se sentía su desorientada presa fuera de lugar allí, en la afamada casa de huéspedes? ¿Entre la BUENA (Walton escribió furiosamente) GENTE? ¿Por qué no dormía en un callejón, o en un hotelucho infecto, donde solía alojarse tradicionalmente la BASURA y donde se desataba el PECADO? ¿Se sentía más seguro allí? ¿Destacaba menos? ¿O es que estaba tratando de elevarse por encima de su CONDICIÓN? Y, de ser así, ¿POR QUÉ?

¿Cuál es nuestra condición, señor Walton?, inquirió un patrullero alto de una sola oreja que tenía la camisa por fuera. Había levantado la mano.

Walton escribió: A-R-I-S-T-Ó-C-R-A-…, pero se detuvo. ¿Por qué lo pregunta? ¿Bobo, verdad? Y, por favor, diríjase a mí como capitán.

Bueno, dijo el patrullero, la cosa va así, al menos para mí. Yo prefiero un burdel a una casa de huéspedes. Prefiero dormir en el suelo que en una cama. ¿Eso me convierte en basura?

Por supuesto que no, dijo Walton. Patrullero Ambrose, explíqueselo.

Ambrose parecía desconcertado. Se rascó su peinado «afro», del que sobresalía el mango de un cuchillo. Se acercó a Walton y, de puntillas, le susurró: Yo sí creo que es basura, señor Walton.

¿Qué ha dicho el negrillo mierdoso?, preguntó Bobo a su compañero.

Chorradas. ¡Nada más que chorradas! Walton se sacudió el polvo de tiza de los guantes. En virtud de mi condición de «yanqui», anunció, por la presente os considero dignos a todos.

Alzó la mano refinadamente.

Muy bien, dijo. ¿Algo más?

Más al norte, el buque de vapor remontó la franja parda del Tombigbee, reducido a la mitad por la sequía, estrechez que dificultaba el paso de las embarcaciones con el peligro añadido de los tocones que asomaban debido a la escasa profundidad del caudal. A bordo, Evavangeline estaba sin blanca. A eso de la medianoche, afanó de la cocina una jícara negra de tequila y se la bebió entera. Dejó que un irlandés flaco y atildado con un sucio gorro blanco de cocinero la condujera a un lugar ciego de la cubierta, detrás de unos barriles de whisky vacíos con musgo seco entre los listones.

Es un dólar, dijo ella, dándose la vuelta para procurarle acceso.

Me gusta el pelo, susurró él. En los sobacos. Me gusta oler sobacos.

¿Le he dicho ya que –¡auuu!– es un dólar?

Él le había metido las manos por dentro del pantalón y estaba hurgando, la había alzado de la cubierta y le colgaban los pies.

¿Dónde está tu miembro? Su lengua era una sanguijuela caliente en su oído.

¿Mi qué? ¿Y mi dólar?

Tu pollón verbenero. Quiero mamártelo, querido.

Sucio pervertido. La chica se giró y lo empujó hacia las sombras más oscuras de los barriles. Se subió el pantalón y se sacudió las mangas como para desempolvarse de su desviación.

Te la voy a meter por el culo, dijo el cocinero. Se acercó a ella gruñendo desde lo más hondo de la garganta, convertido ahora en una especie de doguillo, el destello de un cuchillo de mondar a la luz de la luna. Pero ella, aun borracha, esquivó la hoja y no llegó a traspasarle ni la camisa. Él se cambió el cuchillo de mano, como un navajero avezado, y volvió a intentarlo, pero, de pronto, ella estaba a su espalda, atenazándole el cuello con el brazo y con un cuchillo de hoja curva enganchado en sus entrañas.

Ah, dijo él. Me has matado.

La chica miró a su alrededor, pero el vigía se había desplomado en cubierta como un saco de mierda.

Mientras arrastraba el cadáver del pervertido hacia la barandilla, le escudriñó los bolsillos. Un dólar de plata y una pata de conejo, obviamente defectuosa. Lo arrojó por la borda, seguido del amuleto, y luego se dirigió tambaleante bajo cubierta, hacia el camarote del médico o falso médico. Se cayó encima de un hombre desnudo que se había quedado inconsciente por la melopea. El tequila le chapoteaba en la cabeza. El gusano le horadaba el cerebro. No está bien, eso que ha hecho, le dijo al estrecho pasillo corcoveante. Tropezó con un niño dormido. Cuando encontró la puerta del camarote del médico o falso médico, la rompió a patadas y se desplomó en una lluvia de astillas.

El tipo se incorporó en la cama, llevaba un vestidito de mujer. Las velas ardían. El gramófono crepitaba.

¡Espera!, gritó. Llevaba pintalabios.

¿Qué demonios…? Ella apartó la bacinilla con el pie y no pudo sacar el revólver que llevaba a la cintura. Se había enganchado.

El hombre suplicaba, decía que le había tomado el pelo, que en realidad no iba a morir.

Para hacerlo callar, Evavangeline arremetió con la cabeza, le arrancó un trozo de cuello de un bocado y lo escupió sobre las sábanas como si fuese una ostra. Él se quedó mirándola embobado y, al momento, se puso a gritar. Ella logró liberar por fin la pistola, lo agarró de la papada, le metió un tiro en el ojo derecho, luego le estabilizó la cabeza y le metió otro en el izquierdo, y luego otro más por la nariz, mientras sus labios seguían formando palabras. Acto seguido, girándole la barbilla hacia ambos lados en busca de ángulo, le descerrajó una bala en cada oído de tal forma que apenas le quedó nada por encima de la mandíbula inferior, la mitad superior del cráneo vencida hacia atrás como un capuchón de pelo. Con la cara llena de salpicaduras sanguinolentas, se dio cuenta de que la dentadura inferior permanecía intacta. Retiró la sangre, le extirpó una muela de oro con el cuchillo y, al soltar el cadáver, la cabeza se desangró sobre el catre como una lata de pintura volcada. Retrocedió unos pasos y recargó. La pólvora le había quemado la membrana entre el pulgar y el índice. Volvió a poner en su sitio la aguja del gramófono que había derrapado y, entonces, por un breve instante en su vida, mientras el humo se enroscaba en el aire, escuchó las cuerdas de Haendel.

Un poco más tarde. Un día hermoso y lozano. El sol y las nubes altas serraban el cielo.