Sobrevivir... A la vida y al cáncer - Lucia Blanco Mon - E-Book

Sobrevivir... A la vida y al cáncer E-Book

Lucia Blanco Mon

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Beschreibung

«… me desperté a mitad de la noche y vi cómo por la ventana entraba la muerte… No, no se trata de una broma, no estaba dormida, se trataba de la imagen típica de la muerte, esa que podemos ver en las películas, allí estaba con su capa negra, con su cara desencajada (…) tenía miedo, pero
por alguna razón o algún tipo de conexión neuronal de mi cerebro, de repente el temor se disipó. Me enfadé y dije: ‘¡No es mi hora, aléjate de mí, no voy a dejar que me toques siquiera con un dedo, vete, lárgate o te tiro abajo si hace falta, pero no pienso irme contigo!’». Con la fuerza de sus convicciones, Lu, como la llaman sus seres queridos y sus amigos cercanos, le dio un giro a su destino.
Esta historia relata los obstáculos que debió sortear una joven mujer diagnosticada de cáncer, cuyas relaciones de pareja le habían devuelto solo menosprecio y descalificaciones a su amor incondicional. El calvario del deterioro físico y mental que ella remontó con tenacidad y constancia cuando nadie le daba respuestas ni le resolvía las secuelas que le habían dejado los tratamientos a los que había debido someterse. El modo en que supo recuperar las riendas de su vida poniendo su energía en organizar grupos de sostén e información sobre problemas oncológicos, dedicándose a sanar su cuerpo y su propia autoestima y a explicar a otras personas cuáles son los pasos cruciales para lograrlo. 

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Lucía Blanco Mon

 

 

 

Sobrevivir…

A la vida y al cáncer

 

 

 

 

© 2023 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

 

Curador: Zatsha Emperatriz Contreras

 

ISBN 9791220139526

I edición: Junio de 2023

Depósito legal: M-16389-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sobrevivir…

A la vida y al cáncer

 

 

 

 

 

 

 

 

A mamá, allá donde esté.

 

Agradezco a mamá, la que siempre creyó en mí, la que nunca me soltó la mano.

A papá, por ser el amor más puro que existe.

A mi hermana, por seguir a mi lado siempre.

A Mayita, por su amor incondicional.

A mi familia, la que siempre ha estado.

A los que ya no están y siguen siendo un referente en mi vida.

A los amigos que siempre han estado a mi lado.

A los ángeles que el mundo laboral ha puesto en mi camino y a mis compañeros que tantas veces me ayudaron.

A mis chicas de Chichipodcast, mi fuerza, mi motor.

Y a Elsa, Giselle y Cathy que ahora son estrellas.

A todos los que han formado parte de mi vida aunque nuestros caminos se hayan separado, lo que soy hoy es por lo que he vivido, no os guardo rencor.

A mi Antonio, mi luz, y a su familia, por hacerme sentir en casa aun habiéndonos conocido en el peor momento de mi vida.

A mis inseparables perritas, ojalá fueseis eternas.

 

Prólogo

Al lector.

De lo que esperaba haber sido de pequeñita a lo que soy hoy hay un gran abismo, pero la vida es eso, aceptar lo que viene, adaptarse a los cambios y continuar siempre.

En el año 2013 fui diagnosticada de cáncer de cuello uterino y desde ese momento hasta ahora mi vida ha dado un giro de 180 grados.

Si tuviese que definirme, diría que soy insegura aunque no lo demuestro, pero también soy valiente y sí, me atrevo a decirlo porque soy una roca cuando hay que serlo, pero también tengo mi lado sensible.

Me admiro en ciertos aspectos, detesto como actúo en algunas ocasiones, soy un torbellino de emociones. Pero cuando comparo los dos lados de la balanza, creo que lo he hecho todo lo mejor que he podido.

Esta es mi historia, una historia de aciertos y desaciertos, de amores, de temores, de sentimientos de todo tipo, pero, sobre todo, de lucha.

Quién soy

Soy Lu y podría decirse que he tenido una infancia feliz, ciertamente no todo ha sido perfecto, pero los malos momentos decidí borrarlos o, mejor dicho, guardarlos bajo llave en el baúl de mi memoria. Se cree que cuando un evento no se evoca durante mucho tiempo, se pierde… Yo me he encargado de ocultar o enterrar todo aquello que se me hizo desagradable, sin embargo, estoy segura de que son recuerdos recuperables, como los de la papelera de reciclaje de Windows… Si abres la pestaña, ahí siguen los archivos e incluso si los borras, dejan su rastro indeleble.

La razón fundamental por la que nuestro cerebro bloquea los recuerdos es el trauma, el daño emocional que puede ocasionarse incluso a causa de las palabras más simples. Como aquella vez en que les pedí a mi hermana y a mi madre que jugasen conmigo y se negaron porque decían que yo era una “pesada”, simplemente eso me dejó una marca importante.

Era una niña diferente de mi hermana, yo no podía mantenerme quieta durante mucho tiempo, en cambio ella, que era tres años mayor que yo, siempre fue más tranquila; de algún modo podría decirse que no estábamos en la misma sintonía. Para aquella época mi madre, a la que siempre sentí distante, tenía bastante con nuestra realidad; constantemente intentaba secar los charcos de agua que teníamos en la habitación, producto de la humedad, charcos que estaban justo al lado de nuestras camas, pero aquella casa oscura y húmeda, era lo único que mis padres podían costear. ¿Papá? Él trabajaba 18 horas al día para poder pagar aquella mierda de casa.

Una niña pequeña no entiende estas cosas y únicamente sabe que quiere jugar, como una necesidad propia de su edad; eso quería, pero no me quedaba nada más que jugar sola… necesitaba atención, quería atención y qué niño de 5 años no la quiere. Recuerdo que me ponía a hacer el perro, es decir, a actuar como un perrito y es que los perros inspiran ternura, ¿cierto? Pues cuando lo hacía, mi madre y mi hermana me miraban fijo, con desprecio porque “siempre estaba haciendo el mono”, decían. ¡Pero no! ¡Que no era un mono! ¡Que era un perro! Me sentía tan incomprendida y tan fuera de lugar. Para sumarle al hecho, fue tal y como mi madre predijo cinco veces desde que había empezado a correr a cuatro patas diciéndome “te vas a caer y vas a pegar con las narices en el suelo”: ¡zas!, así sucedió con toda la boca o mejor dicho con toda la nariz. Así que se acabó el juego. Me taponaron la nariz con un pañuelo, me llevaron al sofá de la pequeña sala y volvieron a la cocina. ¿Qué recuerdo de aquel momento? Oscuridad -tan solo veía la luz que salía de la cocina entrando por la puerta-, soledad y por supuesto, angustia; aún lloraba porque me sentía tonta, despreciada y con la nariz adolorida. Desde el punto donde me encontraba, podía escucharlas hablando de sus cosas como si nada; los minutos se me hacían eternos y nadie venía a preguntarme cómo estaba. Ni un beso, ni una caricia, ni una palabra bonita hasta que llegó él, papá.

Papá era sin lugar a duda mi salvación y unos años después supe que era recíproco. Ambos llevábamos toda la vida salvándonos sin saberlo. Papá siempre fue

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especial, pero su tiempo era limitado, así que, al llegar a consolarme aquel día, no pudo hacerlo por mucho tiempo porque su tiempo valía oro, si perdía un minuto perdía dinero para darnos de comer, pagar la casa y poder brindarnos un futuro. Así que papá me dio unos mimos y también se fue, porque aquella era su media hora para cenar, después de hacerlo debía irse a su segundo trabajo. Cuando regresara, ya estaríamos durmiendo y al día siguiente, cuando despertáramos para ir al colegio, ya se habría ido de nuevo.

¿Por qué se ha destapado este recuerdo que mi mente había guardado en el baúl oscuro? Quizá porque esa sensación me ha acompañado toda mi vida… Soledad e incomprensión, ¿por qué no me quieren?, ¿algún día me querrá alguien?, ¿y si fuera como mi hermana?, ¿y si fuera más tranquila, más alta, más guapa, más callada?, ¿entonces me querrían?

Vínculo roto

Aun con un vínculo afectivo materno casi inexistente, durante la infancia sobreviví como pude, resguardándome en los momentos que tenía con papá. Pero durante la adolescencia las cosas comenzaron a complicarse un poco más, me di cuenta de que los chicos sí me querían. Un rato, sí, pero para mí era algo. Así fue como encontré una solución rápida y fácil a ese problema, la soledad… Me iba casi con cualquiera que me quisiera… No funcionaba por mucho tiempo, duraba poco y acababa dándome cuenta de que eso que me daban no era amor. Sufrí desprecios una y otra vez, comparaciones … “es que mi ex se ponía tacones” ... entonces a lo mejor si me los pongo me quiere más, … “es que mi ex era muy educada” … a lo mejor si me hago la pija me quiere más. No importa cuánto hiciera, seguía sin funcionar.

Y un día llegó el cáncer. Venga, ¿en serio? ¿Por qué a mí? ¿No es suficiente con llevar toda mi vida arrastrando un sufrimiento encubierto? ¿Me lo merezco? Sí. Porque no es un cáncer cualquiera, es provocado por el VPH, quizá si no hubiera buscado que me quisieran tantas veces, a lo mejor no me habría pasado esto… Así que sí, lo merezco, he sido mala, no he sido una niña modelo… No he conocido a mi futuro marido con catorce años o bueno sí, eso creía, pero resulta que cuando llevábamos un año juntos me puso los cuernos y se me cayó el mundo encima. ¿Cómo podía haberme hecho algo así?

A él yo le adoraba. Íbamos a casarnos, compraríamos una casa, él era mi familia, mi todo. Íbamos a estar siempre juntos, pero tiró nuestra historia a la basura por un rollete que ni siquiera fue a más.

Después de una experiencia como esa, la mente te juega en contra ¿Tan poco valgo? Pues debe de ser eso, porque traicionar así a la persona que tienes al lado, a la que dices todos los días que quieres, con la que quieres compartir tu vida, tu familia, a mí no me cuadra. Si fuera más guapa, más alta, más simpática, más como ella. Como la chica que consiguió que mi primer novio se olvidara de mí por una noche.

En la búsqueda de respuestas, algo dentro de mí me decía que no merecía eso, algo bueno tendría que haber para mí en algún lugar. ¿Qué hacíamos ahora? No podía continuar con una persona que me había traicionado, que me había hecho sentir otra vez ese vacío, esa soledad, esa amargura, esa incomprensión.

Él volvió a ponerme en jaque respecto a mi valía, no podía permitirlo otra vez… y discúlpenme seres perfectos que han tenido la suerte de conocer al amor de su vida siendo jóvenes, pero yo ya no quería eso para mí. Así se desató el caos, la furia, la rabia, nadie volvería a hacerme sentir así nunca más, o al menos eso pensaba … Lo que te quedaba por ver, pequeña Lu.

He perdido la cuenta de la cantidad de veces que he vuelto a querer sentir eso. Intentar otra vez que alguien me valore, me quiera, me acepte como soy, me haga sentir bien. Lo he intentado, pero nada sucede. Además de todos los intentos fallidos que me han ido robando un poco de mi esencia, también tengo que aguantar que me digan que el cáncer es mi culpa “porque si no hubieras tenido tantas relaciones no habrías tenido VPH” … Pues

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bien, si es mi culpa por no haberme conformado, por no haber seguido con todos los que me han tratado mal, la acepto. Pero por favor, en qué mundo vivimos; todos merecemos amor, valoración, cariño, buenas palabras. Los que habéis tenido la suerte de tenerlas siempre, no sabéis lo afortunados que sois. Yo no sé lo que es eso.

No sé lo que es tener unos padres cariñosos y presentes, no sé lo que es tener una hermana que te apoye, que sea tu cómplice, tu mejor amiga, tampoco he contado con la dicha de tener unas amigas que estén ahí cada vez que llores, que te escuchen y no te juzguen o una familia unida con la que siempre puedas contar. Ni siquiera tuve la suerte de tener una pareja que no me traicionase, que no me hiciera sentir mal o a la que no tuviera que suplicarle amor… Y no sé si algún día lo sabré.

Que felices somos en la ignorancia

Nací en Sandiche, un pueblito de la provincia de Asturias que hoy parece deshabitado, unas pocas casas puestas sin más, sin supermercado y con una estación de tren que no tiene mucho uso. No es una exageración, hasta el año 2015 tenía unos 62 habitantes en total y si buscas información en Google casi ni la encuentras. Pero en mis tiempos, en ese pueblo había dos bares y estaban llenos. La gente cogía el tren para ir a vender en el mercado del poblado vecino. No hacían falta permisos, ni declaraciones, ni tanto papeleo, así que todo era más fácil, pero también más duro. Mi abuela se levantaba de la cama, sabe Dios a qué hora, cogía el goxu (así se llamaba el cesto de paja que utilizaban) se lo ponía en la cabeza y se iba al otro pueblo a vender porque si no vendía, no podría comprar comida. Cómo explicarlo, la leche en un pueblo siempre está disponible, pero las vacas que te la dan también tienen que comer, así que estábamos en las mismas… todo es parte de un ciclo que se repite, claro siempre podrás comer un par de huevos con patatas fritas, aunque eso depende de cuántos hermanos tengas.

Mi abuelo trabajaba en el ferrocarril, mientras que mi padre, sus hermanos y hermanas tenían que “trabajar” si querían comer. Eran muchos, así que esa era una buena forma de decidir quién merecía más la comida… era el que trabaja y así no había dudas, ni peleas, ni discusiones. Todos lo sabían y lo respetaban, así que todos trabajaban, las mujeres a cuidar la casa, las vacas, hacer la comida y alguna afortunada, a lo mejor, podía estudiar un poco. Sí, un poco, porque había un colegio de monjas para niños sin recursos, pero o les pagabas o

no te dejaban estudiar. De algún modo, los pobres eran considerados seres inferiores, gentuza… digamos que para estudiar estaban los ricos. Se conseguía dinero como se podía honradamente, eso sí, había un poco de picaresca vale, pero era para sobrevivir.

Una parte de la familia que se había ido a América mandaba lo que podía. En mi casa, abrigos de piel que mi abuela usaba como mantas hasta que estaban tan estropeados que los tiraba al río. Sí, ese era el cubo de la basura. A lo mejor algún día en algún fondo marino me encuentro una manta de mis antepasados.

La vida en América debía de ser distinta, porque mientras mi abuela y las otras señoras del pueblo bajaban corriendo a recoger el carbón que se caía del tren (si, de vapor) para poder calentarse en casa o venderlo en el mercado, en América vestían abrigos de piel. ¿Eran felices? No lo sé, no había tiempo para planteárselo. Solo había que trabajar, cocinar, dormir, trabajar, cocinar, dormir -sea cual fuese el orden-, esa era la rutina. Mis tíos fueron haciendo su vida como podían porque el ambiente en casa no era muy adecuado para vivir serenamente. Mi abuelo tenía problemas mentales, problema que, sumado a las costumbres de la época, significaba que mi abuela pagaba siempre los platos rotos.

Cuando mis padres llegaron a la adolescencia, hubo algunos cambios positivos con respecto a la que habían tenido de mis abuelos. Por ejemplo, salían los domingos a bailar, no siempre, solo cuando no había que trabajar. Uno, cada dos o cada tres semanas; es así como se conocieron y así fue su “cortejo” durante años. Mi padre trabajaba toda la semana para poder comer, mi madre estudiaba, se encargaba de su hermana pequeña y de los quehaceres de la casa porque mis abuelos maternos trabajaban; así que podría decirse que era una relación de algún domingo de vez en cuando con la oposición de mi abuela, por supuesto.

Supongo que, como toda madre, mi abuela pensaba que su hija, mi mamá, tenía que encontrar algo mejor. Mi padre venía de una familia muy pobre, qué futuro podía esperarle con ese “muñeco”, decía… Y es que papá era muy guapo y muy listo. Mi madre continuó su relación con él, hasta que un día pasó lo que pasaba en aquella época… quedó embarazada, así que mi abuela, que aún no se reponía de la “bendición”, se apresuró a organizar una boda antes de que se enterase Dios, “que es pecado y la gente habla”; así se resolvían las cosas. Menuda boda, mi abuela eligió el vestido, el día, el lugar, dónde iban a vivir, adónde irían de viaje de novios (las tradiciones mandan aun en casa del pobre) y hasta el banquete.

Obviamente, la opción de mi abuela era que viviesen en su casa, no podía ser de otra forma, de esta manera lo tendría todo controlado; pero mi padre siempre fue un rebelde y no olvidemos que tenía 19 años… Bendita juventud, así que muy feliz no estaba. Las normas en casa de mi abuela eran muy claras: ella manda y todo es pecado, no se puede hablar mal, no se puede cerrar la puerta de la habitación, ella decide sobre sus vidas y sobre la vida de la niña que viene en camino, así que no era nada fácil acoplarse a las reglas.

Unos meses después de que mi hermana naciese, mi padre, como era de esperar, no aguantó más y decidieron dejar la casa… ¿Pero a dónde vais a ir, alma de cántaro, si no tenéis una peseta? Pues bien, la alternativa de ir a casa de mis abuelos paternos no era la mejor así que, inicialmente y con sus limitados recursos, encontraron una casita que pagaban a duras penas, pero los gastos comenzaron a ahogarles y tener una niña pequeña les dificultaba tanto la situación que decidieron no arriesgarse, así que acabaron yéndose con ellos. Imaginaos la situación, mi madre se encontró en un pueblo desconocido, con una familia de la que sabía muy poco y con una niña de apenas un año. Mientras tanto, mi padre estaba en la “mili”, el servicio militar obligatorio que había aún en España en los 80, que implicaba irse a otra provincia por unos cuantos meses. Debo decir que por las fotos que tengo y por las historias que me han contado, no parece que mi padre se lo pasase muy mal allí, sin embargo, me imagino que la situación para mi madre era diferente, seguramente ella se sentía sola y perdida. Cuando mi padre finalmente regresó, su vida se centraba en trabajar para conseguir ahorrar y tener un futuro mejor o, mejor dicho, darnos un futuro mejor, porque no tardé en aparecer yo.

Tres años después de mi hermana, nací yo. Siempre pensé que había sido ella quien me había pedido a la cigüeña, siempre creí que yo había sido buscada conscientemente; hasta que un día, cuando ya tenía 20 años, a mi padre se le escapó que a la primera no la quería y a la segunda, tampoco… Vaya, mi gozo en un pozo, yo también llegué sin querer. De alguna forma lo entiendo… ¡sorpresa, otra boca que alimentar, otro gasto, otra preocupación! Para colmo de males, mi hermana, que siempre había sido muy tranquila, también se vio afectada con mi llegada… la pobre sabía que cuando yo dormía debía permanecer callada, no podía despertarme. Pues vaya plan, ella que quería una hermana para jugar y terminó sin poder expresarse, digamos, agobiada por las circunstancias.

Por alguna razón, de esa época guardo muy pocos recuerdos, parece injusto que también se borren de la memoria los que pudieron ser los mejores. Sin embargo, mi madre, que tenía que salvaguardar su salud mental manteniéndose ocupada se pasaba el día haciéndonos fotos, grabándonos en cintas de casete y escribiendo en una libreta todas nuestras ocurrencias. La llamamos “la libreta de las tonterías”. Nuestra vida era jugar, estar todo el rato en la calle, lloviese o nevase. Íbamos a casa de mi tía a buscar la leche y era toda una aventura; solo en eso ya pasábamos la mañana. Luego era comer, dormir la siesta y otra vez afuera, a ver qué se nos ocurría para jugar por la tarde. Jugar debería ser la normalidad para cualquier niño, pero cuando te haces adulto entiendes que no todos corremos con la misma suerte.

Esa era nuestra realidad, mi realidad; la de mi madre en cambio era diferente. Ella nos mantenía fuera de esa casa el mayor tiempo posible para no escuchar los gritos de mi abuela, para no ver a mi abuelo tirado en el banco de la cocina, arrepentido por lo que hacía y diciendo que nadie le quería. Un poco también para que no nos diésemos cuenta de que por las ventanas de nuestra habitación entraba el agua, para que no notásemos que para poder bañarnos en invierno tenía que coger la nieve y derretirla porque las cañerías se congelaban y no teníamos agua corriente en casa, en conclusión, para mantenernos en la ignorancia y evitarnos el sufrimiento.

De hecho, nosotras éramos felices. Dormíamos los cuatro juntos en una habitación hecha por mi abuelo con unos cuantos ladrillos, mi hermana y yo en literas y mis padres, en su cama pegada a nosotras. Qué intimidad para una pareja, ¿verdad? Esa circunstancia, como muchas otras, me hicieron pensar siempre que más que una pareja fueron compañeros de batalla, pero no me adelantaré a los acontecimientos.

Momentos felices pero fugaces

Recuerdo pocas cosas de mi infancia, pero no olvido los domingos por la mañana cuando papá estaba en la casa. Me despertaba en mi litera, me tocaba la de arriba y como buen perico que soy, miraba hacia abajo y allí estaba él, entonces sin pensarlo dos veces, me le lanzaba encima y pensaba (en mi inocencia) que el grito y la mueca de dolor que hacía eran una broma.Hoy entiendo que no lo era y que le dolía, pero así era yo; me lanzaba a por mis mimos, que luego no tenía más hasta el siguiente domingo y es que mi hermana y mi madre no eran nada cariñosas, mi abuela tenía muchas cargas que sobrellevar y a mi abuelo lo veíamos poco, así que papá era mi refugio.Toda mi infancia me pregunté por qué no me querían. Recuerdo que, cuando deseaba un beso o pedía un abrazo, me decían que era muy pegajosa y muy pesada. Así que cuando llegaba papá me iba corriendo a sus brazos a decirle que eran unas perras, que me trataban mal. Perdón por la palabra, pero es que en mi pueblo no había filtros. Fue, de hecho, una de mis primeras palabras.

Cuando cumplí tres años nos mudamos. De aquello solo recuerdo haber ido en una furgoneta con nuestra lavadora de Otsein y haber aparecido en una casa entera para nosotros cuatro. Teníamos hasta un patio para jugar, ¡qué lujo! Los charcos de la habitación por la humedad no me importaban, teníamos una cocina, una salita y ¿¿os he dicho que teníamos un patio?? ¡un patio! Era felicidad pura, aunque los motivos que nos llevaron a ella no lo fuesen. El hecho que había motivado a mi padre a mudarse fue que una de las locuras de mi abuelo fue en contra de mi hermana que para aquel entonces tenía seis años, no hubo violencia física, pero el hecho fue suficiente para que en papá surgiera su lado de león protector y nos sacase de allí. Ese día también se acabó el vivir entre gallinas, conejos, vacas y naturaleza, algo que disfrutaba, pero de todas formas ese año me tocaba empezar el colegio, así que no tendría tanto tiempo libre como hasta entonces, mi hermana, en cambio, había iniciado el colegio tres años antes. El tiempo que ella estaba en clase era mi tiempo de hija única, mi tiempo de tener a mamá solo para mí. Lástima no recordarlo.

      

 

      

La dura realidad

Para la mayoría el colegio es de las mejores experiencias. No fue mi caso. Sinceramente el cole era una mierda: yo no quería jugar con los demás niños, no quería estar con todos aquellos desconocidos, así que estaba tras la profesora todo el rato. Para mi desgracia ella también me decía que era una pesada y que me fuese a jugar. Pero yo no quería jugar, quería ir con mi madre a por la leche, quería ir a ver las vacas, ir a coger los huevos al gallinero del vecino, quería volver a mi normalidad, pero eso se había acabado; ahora tenía que estar en un aula encerrada todo el día con un montón de niños desconocidos. Además, por la tarde en casa, el tiempo no daba para mucho. Salíamos de la escuela a las 16:30 y en el invierno a las 18:00 ya era de noche, ¿qué podíamos hacer?

Los fines de semana tampoco tenían mucha gracia, pero sin duda era una opción mejor que ir al colegio, los sábados íbamos a la misa porque si no mi abuela se enfadaba y, aunque en mi padre ella no tenía ningún efecto, en mi madre seguía mandando. De hecho, los domingos íbamos a comer a su casa, sin duda la mejor carne guisada con patatas redondas. ¡Nunca habrá un plato más rico en la vida! Mi abuelo materno era un grandullón simpático y cariñoso, yo siempre estaba sentada en sus rodillas y él siempre tenía una sonrisa. Mi abuela, en cambio, nunca me quiso… ni a mi madre, que mi madre había sido su oveja negra, cómo decirlo, las otras dos hijas, sus hermanas, habían estudiado, pero mi madre suspendía matemáticas y para rematar se quedó embarazada a los veinte años. Una pecadora, sentenciada de por vida…

Los adultos piensan que no notamos ciertas cosas, pero yo, a mi corta edad, sabía que a mi madre no la trataban nada bien y yo en aquella época únicamente quería estar con mi madre cuando salíamos de casa. El resto de las personas estaban fuera de mi zona de confort y además me parecía demasiado a mi padre y mi padre era un rebelde que no obedecía a mi abuela, así que yo también estaba sentenciada. A diferencia de mí, mi hermana era de tez clara y pelo castaño. Yo era de la “otra raza” como decían ellas, más bien morena como mi padre y también rebelde por no someterme a ellas. No olvido un día en que mis padres asistieron a una boda y nos dejaron al cuidado de mi abuela, en particular recuerdo la sensación de abandono al ver a mi madre salir por la puerta… Estuve llorando hasta que volvió y mi abuela no quiso quedarse conmigo nunca más; mejor, yo tampoco quería permanecer con ella, porque a mi hermana la adoraba, pero era muy evidente que por mí no sentía lo mismo.

¿Y el resto de la familia? Pues bien, de las hermanas de mi madre, mi tía mayor no hablaba mucho, no mostraba ningún sentimiento ni por nosotras ni por nadie, parecía que se sentía superior a mi madre. Mi tía pequeña en principio parecía diferente, pero con el paso de los años se fue transformando hasta formar parte de su juego. Imaginaos el aquelarre, mi abuela a la cabeza, ellas detrás y finalmente mi hermana. ¡Sí, a mi hermana consiguieron convertirla! Por razones más que obvias mi padre no pisaba aquella casa ni de broma, así que mi madre y yo quedábamos solas ante esa jauría y todo el rato que estábamos allí solo escuchaba cosas malas sobre mi padre. Es increíble cómo la energía de algunas personas puede consumir a la de otras. Mi abuelo no podía defendernos porque ellas eran mayoría. De esta manera y poco a poco se fue apagando su alegría. ¿Cómo podía yo querer a personas que trataban tan mal a mi padre y a mi madre?

Por el lado de mi padre, mi abuela, años después de irnos de su casa del pueblo, fue “rescatada” por una de mis tías, pero a pesar de todo lo vivido, era una señora tan buena, tan alegre, tan cariñosa. Con ella sí me sentía querida, pero mi madre, por sus problemas con mi padre, no quería pasar tiempo con su familia porque se sentía juzgada por lo cual no pasábamos tanto tiempo con ellos.

Sin duda las relaciones de familia son complejas, podría decirse que un poco extrañas. A estar con la familia de mamá íbamos obligados por ella, aunque ni ella estaba cómoda allí, mientras que con mi familia paterna las visitas eran forzadas por mi padre, pero claro él tenía muy poco tiempo, así que las visitas eran muy reducidas, esto hacía que los miembros de su familia fuesen casi unos desconocidos para nosotras.

De los esfuerzos y las carencias

En toda familia existen capítulos de abundancia y de sequía económica, al menos eso creo. En nuestro caso la situación económica y el afán de mi madre por ahorrar (empeño que en aquel momento no entendía) hacían que nuestra vida después del colegio no fuese interesante. Yo recuerdo que todos los niños de mi escuela celebraban sus cumpleaños en casa o en la hamburguesería e invitaban a toda la clase. No era nuestro caso, nosotras ni siquiera podíamos ir a sus fiestas porque no había dinero para hacerles el regalo, que era la entrada obligatoria. Nuestros cumpleaños eran con la abuela y con la tarta de galletas hecha por mi madre, nuestra única invitada era Elilia, una señora cubana vecina de mi abuela que vivía con su marido y no tenían hijos ni casi familia aquí.

Mi abuela, como buena samaritana con los de afuera, siempre la incluía en las celebraciones familiares y nos obligaba a ir de visita. Recuerdo su casa llena de elefantes y de símbolos budistas, era otro mundo para nosotras, qué gente más rara, pensaba yo de pequeñita, pero era muy aburrido. Ir a visitar a una señora a sentarte dos horas en un sofá de piel y escucharlas hablar de la vida de adultos. ¡Qué pena no haber podido disfrutarlos de mayores! no haber podido preguntarles sobre su interesante vida, no haber sabido ser unas buenas nietas para ellos que estaban solos y nosotras habríamos ganado dos abuelos. Pero las cosas en la vida suceden cuando suceden y no podemos cambiarlo. Elilia falleció cuando éramos muy pequeñas, tanto como para casi no sentir pena, solo una sensación extraña porque una persona había muerto en la vivienda de al lado de mi abuela.

Tampoco había dinero para actividades extraescolares, no había dinero para una mochila como la que llevaban las otras niñas, ni para unos playeros bonitos, la ropa era heredada de alguna prima y si nos quedaba grande se remangaba. Pienso que por esta razón en el colegio éramos marginadas, yo quizá un poco más que mi hermana, porque en su clase había más igualdad económica. Siempre he pensado que a mí debió tocarme la clase de las ricas, todas mis compañeras iban a gimnasia rítmica (yo no porque no había dinero ni para un maillot ni para ir a las competiciones), todas celebraban sus cumpleaños, todas iban a las excursiones… la excepción era siempre yo, y en esa dinámica crecí.

Era diferente en todo…

No se trataba únicamente de una cuestión monetaria (aunque no sé si eso influyó) o si es que yo era realmente diferente en todo. Por ejemplo, todas llevaban melena y yo no podía porque mi madre no me lo permitía… Luego era “imposible desenredarnos el pelo”, decía; así que toda la vida de coleta y ni en eso podía rebelarme, hasta en eso tenía que ser diferente. No sé cómo, pero todas tenían alguna aventura que contar los lunes. Iban a competiciones de gimnasia, iban a algún sitio con sus padres. Yo iba a misa a escuchar a un señor que todos los sábados nos contaba lo mismo. Hoy día aun os podría dar una misa entera porque me la sé de memoria. Quiero aclarar que nunca sufrí ningún tipo de violencia, sin embargo, eso no fue necesario para que desde muy chica me sintiera fatal. Se reían de mí, me apartaban en las actividades del colegio. Sí, fui víctima de bullying.

No todo era terrible, menos mal que tuve a Carla, mi única amiga. A diferencia de mí, ella sí tenía dinero; era la hija de la profesora, así que solíamos tenernos la una a la otra. Podría decirse que ella era excluida del resto por ser hija de quien era, pero para mí Carla era mi salvación. Lo mejor de todo es que rara vez faltaba a clase, salvo por alguna gripe y entonces ese se convertía en el peor día de mi vida. ¿Apego emocional? Sin duda… recuerdo que le suplicaba a mi madre que me dejara quedarme en casa cuando ella enfermaba, pero claro, no colaba. Muchas veces me pregunté ¿qué más da no ir un día, si era buena estudiante?, además era la preferida de los profesores porque atendía a la clase y no abría la boca en toda la mañana, lo que me hacía ser aún más odiada por mis compañeras, pero para mi madre que yo quisiera quedarme en casa era solo un capricho, ella no entendía que ese día que pasaba sola se convertía en un infierno, solo la ansiedad de estar pensando que al día siguiente tenía que estar en el colegio sin Carla me consumía, además sabía que estaría sola en el recreo porque los profesores te obligaban a salir. Nadie podía quedarse en el aula y esa media hora de receso se me hacía eterna, el patio era como una jungla, las niñas de mi clase jugaban a perseguir a los niños que escapaban. Perdón, pero no lo entendía, ¡qué juego más absurdo! Yo quería jugar a las canicas, a las muñecas, a pintar con tiza y solo Carla me entendía. Lo positivo era que los niños no me trataban mal, solo ellas (un grupito). El resto de la clase era como un planeta desconocido y me generaba miedo.

Lo duro que es crecer

Cuando tenía seis años finalmente nos mudamos de aquella casa que, aunque para mí no tenía nada de malo, no era de lo más habitable a causa del agua que bajaba por las paredes y dejaba charcos en toda la habitación. Gracias al esfuerzo de mis padres y sus ahorros, pudieron comprarse un piso nuevo más cerca del colegio… y el esfuerzo fue muy grande porque a pesar de que el piso costaba 4 millones de pesetas oficialmente y les concedieron hipoteca, el constructor pedía otros dos millones en “B”. Y si no podías pagar, entonces era tu problema, ya habría otro que sí podría.

Inicialmente, mi hermana y yo compartíamos habitación y teníamos una habitación más pequeña para los juguetes. Sí, teníamos muchos juguetes porque mi tía mayor, que tenía una buena posición económica, era la que nos compraba los juguetes en navidad todos los años. Recuerdo que en aquella época pensábamos que era rica porque hacía cosas como irse de vacaciones con su pareja, algo impensable para nosotras. Todo lo que pedíamos, lo tuvimos gracias a ella. Ese cuarto de juguetes era la leche, pero mi hermana ya era “mayor”. Yo tenía seis añitos, ella nueve y quería independizarse de mí. Ya no quería que nos bañasen juntas, ya no quería dormir conmigo, así que la habitación de los juguetes pasó a ser la suya y me dejó sola.

Por primera vez desde que había llegado a este mundo tenía que dormir sola… Puedes imaginar cómo me sentía… pues el mundo se me hizo oscuro, frío, temeroso. Llegaba la noche y por ende la hora de ir a la cama y sentía terror, me era imposible dormir y me era imposible explicarlo. Me invadían miedos absurdos ¿Y si alguien entraba en casa? ¿y si algo entraba por la ventana o si había alguien debajo de la cama? Os juro que sentía todo el terror con una realidad indescriptible. Comencé a pasar las noches en vela y cada vez que me despertaba, iba a la habitación de mis padres a suplicarle a mi madre que se quedase conmigo hasta que me durmiese. Obvio, lo conseguía, pero me volvía a despertar, volvía a estar sola y todo comenzaba de nuevo.

Mi madre quería llevarme a un psicólogo porque ya no sabía qué hacer conmigo; pero los psicólogos no estaban para esas cosas y además costaban dinero, así que la opción fue descartada… quizá de algo habría servido. Yo no dormía, pero mi madre tampoco y así fue desde los seis hasta los once años. No me preguntes cómo o por qué, pero de la noche a la mañana mi miedo desapareció. Creo que de algún modo entendí que nadie iba a salvarme, creo que me di cuenta de que, o me valía yo por mí misma o no sobreviviría en ese ambiente hostil y es que no os creáis ni por un segundo que mi madre venía a consolarme cuando la despertaba llorando porque tenía miedo, ¡no! Se levantaba, me decía que qué me pasaba ahora, me recordaba que estaba harta y me ordenaba ir a dormir. A regañadientes, ella terminaba viniendo conmigo a la cama, pero no sin antes hacerme sentir mal por algo que ni yo misma entendía.

Mi madre nunca me dijo alguna palabra cariñosa, nunca me tranquilizó. Y mi hermana, que cada año se volvía más distante conmigo, tampoco me ayudó nunca, al contrario, venía a mi habitación antes de dormir y empezaba a hacer su show de mirar abajo de la cama para ver si había algo, miraba detrás de la puerta, y me decía que mi habitación sería la primera en la que entrarían (en caso de que algún extraño entrase) porque estaba justo enfrente de la puerta de la casa. A esta situación abrumante, sumemos el bullying en el colegio y una familia que no te aceptaba por ser “de la otra raza”. Mi único apoyo era papá, pero estaba ausente por trabajar dieciocho horas al día. ¿Qué me quedaba para sobrevivir? Las amigas de la calle…

Un respiro

Cuando nos mudamos de piso hice algunas amigas y aunque el colegio seguía siendo un infierno, al menos por las tardes y los fines de semana ya no estaba sola en el mundo, tenía una vía de escape. ¿Cómo pasábamos las horas? Nos pasábamos las tardes en la calle, con las bicicletas, pintándonos las uñas de colores o inventando mil juegos. Apenas pasaban coches, así que no había peligro; siempre éramos las últimas en irnos a la casa porque hasta que no se iba la última no le hacíamos caso a mi madre cuando nos llamaba por la ventana. Al volver a casa era otra vez lo de siempre, despreciada por mi hermana, por mi madre, terror cuando llegaba la noche y aguantar en el colegio un día más. Quizá por esta razón la calle se convirtió en mi vía de escape, un lugar donde me alejaba por un momento del horror que vivía en la escuela por las mañanas y en casa a la noche.