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Sociedades Trastornadas ensaya un análisis controvertido, y por ello debatible, acerca de algunos trastornos presentes en nuestras sociedades occidentales, en especial acerca de aquellos cuyo impacto podemos reconocer en nuestra vida cotidiana. Abordándolos siempre desde una perspectiva que enfatiza el origen social de todo trastorno, erróneamente denominado por la literatura especializada como "individual", este escrito pone en foco un estado de situación que parece evidenciar un trastorno generalizado de las sociedades en las que vivimos.
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Seitenzahl: 171
Veröffentlichungsjahr: 2022
Fernando Javier Díaz
Díaz, Fernando JavierSociedades trastornadas / Fernando Javier Díaz. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3189-6
1. Ensayo. I. Título.CDD A864
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Advertencia
Prólogo
PRIMERA PARTE
1. Sociedades
2. Reprimir o deprimir
3. Sociedades aburridas
4. Sociedades entretenidas
SEGUNDA PARTE
5. Sociedades trastornadas
6- Tipos de trastornos sociales
TERCERA PARTE
7. Trastornos normalizados
Epílogo
“Desire of ease, and sensual delight, disposth men to obey a common power.”
Hobbes, Leviathen, 1, XI
Dios ha muerto, la libertad ha muerto, el individuo ha muerto; incluso algún día la nada tendrá que morir también.
“Me ocupo de las cifras y los procesos oscuros por dos razones: los procesos políticos y sociales por los cuales las sociedades de Europa occidental se pusieron en orden no son muy evidentes, se han olvidado o se han vuelto habituales. Son parte de nuestro paisaje más familiar, y ya no los percibimos. Pero la mayoría de ellos una vez escandalizaron a la gente. Uno de mis objetivos es mostrar a las personas que muchas de las cosas que forman parte de su paisaje, que para las personas son universales, son el resultado de algunos cambios históricos muy precisos. Todos mis análisis están en contra de la idea de necesidades universales en la existencia humana. Muestran la arbitrariedad de las instituciones y muestran de qué espacio de libertad aún podemos disfrutar y cuántos cambios se pueden hacer.” (Michel Foucault. Entrevista realizada por R. Martin, registrada el 25 de octubre de 1988, en Technologies of the Self, MUP).
“Cuanto más abstracta es la verdad que enseñas, más falta te hace dirigir los sentidos hacia ella” (Nietzsche, Más allá del bien y del mal, 128)
“Actually, of course, in every clinical diagnosis the psychiatrist is measuring off his patient against a social norm (often the psychiatrist’s own).” (La Barre, The Human Animal).
La primera y más fundamental parte de esta advertencia atiende a los riesgos derivados de ubicarse “más allá del bien y del mal” de cualquiera de nuestras sociedades o de cualquier análisis sobre ellas. En general, mi pensamiento está habituado a guiarse acompañado por el de Nietzsche, sí; pero no recomiendo que se establezca un diálogo lineal y automático entre su descomunal pensamiento y esta pequeña obra, obra que intenta un humilde llamado de atención sobre la atención; llamamiento demasiado humano, quizás, de acuerdo a su mirada. Por ello no pretendo aquí, aunque me vea a cada paso tentado a hacerlo, una transmutación de ningún valor que nos coloque en una filosofía que esté más allá del bien y del mal. La apuesta aquí es moral, y se empecina en la búsqueda de verdades con bases lógicas, acostumbradas a ser enunciadas mediante procesos de raciocinio, sin importar que provengan o no de juicios falsos mientras justifiquen verdaderamente un mejoramiento de las condiciones de vida de la mayor cantidad de habitantes del planeta.
El momento de ruptura moral que estableció Nietzsche fue inexorable y definitivo para con una sociedad –muy parecida a la nuestra– que llegó a identificar como enferma, enferma de moral. Nietzsche sabía con exactitud dónde buscar el síntoma, era un experto en ello, ya que era un psicólogo sagaz. Puede que de tanto en tanto nos guíe, nos ayude a andar por ciertos tramos cuando no sepamos adónde dirigir nuestra atención; pero de ningún modo se pretende seguirlo aquí a raja tablas. Por otro lado, la presente advertencia refiere negativamente también a la tentación de establecer una tesis antinietzscheana, y parece demostrar a su vez con ello que aún no estamos preparados más que para algunas pocas especulaciones respecto a su concepción del ser humano. Nietzsche nos advirtió que probablemente pasaran dos siglos para que pudiéramos entenderlo, y los apresurados intentos de entendimiento de su obra parecen haber encontrado serias dificultades hasta el momento.
Declarar que no existe ni un bien ni un mal definibles en espacio y tiempo como construcción histórica de preferencias culturales quizás implique en la actualidad brindarles peligrosamente una carta blanca a quienes están hoy en posiciones de poder privilegiadas y deciden qué es bueno y qué es malo en cada momento de acuerdo a su propia (y egoísta) conveniencia. Entiendo así que los sectores privilegiados por la distribución de las riquezas de las naciones establecen parámetros acerca de lo que es bueno o malo con el fin de efectivizar y optimizar el control social necesario para sostenerse en ese privilegio, oprimiendo, reprimiendo o deprimiendo a las masas poblacionales que nosotros llamamos pueblos, y que para ellos son simplemente una masa informe, cuyo sostenimiento económico les sirve solo en tanto y en cuanto produzcan riquezas que vayan a parar a sus bolsillos.
Dejo en evidencia así la moral con la que quiero conducir los siguientes análisis, y, para comenzar, cada lector habría de preguntarse y determinar deliberadamente qué es bueno y qué es malo para una sociedad humana, y poder salir entonces a dar una discusión y establecer una lucha que bloquee o al menos aminore los efectos adversos sufridos por la explotación de los pueblos en nuestra comunidad inmediata, efectos provocados por el establecimiento de conductas egoístas, individualistas, destructivas, trastornantes y, en su modo de propagación, aparentemente virósicas. Es mi convencimiento que después de todo análisis moral posible, siempre cabrán muchas preguntas acerca de si existe el mal en sí, acerca de si existe un bien en sí.
Si para nosotros el bien en sí mismo se encontrase por fuera de la vida en comunidad, no nos estaríamos preocupando por tratar a las sociedades como trastornadas. De acuerdo a mi parecer, el hecho de que estemos aquí discutiendo estos asuntos refiere a la necesidad que sentimos de incentivar sociedades que intenten sanear sus prácticas trastornantes, para establecer sociedades que abracen al débil, que atiendan al humilde, que le devuelvan la dignidad a los desposeídos, a los segregados y a los excluidos, para que nadie quede afuera de la posibilidad de utilización de cualquiera de los recursos que se puedan generar en base a la actividad económica global. Ese es el bien planteado aquí para nuestras sociedades. Desde esta perspectiva, una sociedad individualista es una contradicción in adiecto, un ente de razón, un acto de fe, una entelequia de claustro académico, incluso un oxímoron, y lo será siempre a pesar de cualquier intento de justificarla desde la mirada liberal individualista que coloca todo beneficio egoísta por sobre el beneficio de la comunidad toda.
Sanear las sociedades (es decir, intentar hacerlas más sanas) implica una revisión de las prácticas que aparentemente las tornan enfermas. Enfermas en el sentido de que nuestras relaciones sociales no se sostienen sobre su estado óptimo más que esporádica y aleatoriamente. La pregunta sería si es que el “estado óptimo” de las sociedades actuales no es el que irremediablemente vivimos día a día, por pésimo que nos parezca. Pero como decía, prefiero pensar que se encuentran enfermas de exceso de recursos mal utilizados (mal en el sentido de valoración económica del término, entendiendo como máxima universal la lex parsimoniae naturae; o al decir de Byung-Chul Han, enfermas de exceso de positividad); enfermas en el sentido corruptivo de nuestro quehacer cotidiano; enfermas en la exacerbación de un individualismo extremo, en el que la sociedad (y sus relaciones) solo son vistos como medios para el logro de fines “individuales” (léase aquí, subjetivos).
En fin, una sociedad que no trastorne a sus partes implicaría una sociedad verdaderamente social, en la que el fin último sería una optimización constante del uso de los recursos naturales y humanos, con el fin último de atender a la mayor cantidad de miembros, tratando siempre de no dejar a nadie afuera del cálculo de la distribución de la riqueza en un estado social lo más equitativo posible, en tanto que todos los miembros que la integran son partes ineludibles y enriquecedoras de ese conjunto.
La última advertencia aquí consiste en hacer notar que vivimos hoy en sociedades sobrecargadas de conceptos “auto” (self), híper individualistas, que provocan un conflicto que daña (que enferma) el tejido social (pensemos en todo autorretrato, en la autoexplotación, en la autorreferencialidad, en la conducta autómata, y, en fin, en todo lo autotrastornante de nuestra vida cotidiana).
Este escrito es fruto de variadas lecturas, como lo es cualquier otro escrito. Quizás uno sólo escribe lo que ha leído ya, pero con otras palabras. Algún que otro lector sabrá entender las referencias implícitas, como así seguramente alguno que otro sabrá atender a aquellas mencionadas. De todas formas, de no hacerlo, de nada demasiado específico se perderá quien no ponga su atención en las múltiples referencias.
Como es de esperarse, la provocación de análisis profundos acerca de lo trastornado en nuestras sociedades occidentales surge de una necesidad evidenciada (evidenciada en tanto es psico-socio-somatizada) en aspectos de nuestra vida cotidiana que por un lado se dejan ver con facilidad pero que por el otro se opacan de modo tal que quien los investiga debe disponerse ineludiblemente a hurgar con creciente atención entre ellos para verlos con mayor claridad, a veces revolviéndolos, a veces sopesándolos, a veces obviándolos deliberadamente. Quien ponga su atención sobre los trastornos aquí denominados como sociales hurgará en esos escondrijos del alma colectiva, del alma social, ¿quizás de una mente global, o al menos occidental, de un superindividuo, al decir de Bobbio1?; pues bien, al menos, me referiré a las sociedades que conocemos, esas que tenemos a mano, en y con las que vamos forjando nuestras vidas cotidianamente.
Andar hurgando no es cosa ni fácil, ni gratuita, ni espontánea. Quiero que hurgar signifique todo el proceso de búsqueda de definiciones, desde el tanteo sobre las superficies hasta la penetración de nuestra atención en la realidad para tratar de entender qué pasa dentro del fenómeno, con nuestras subjetividades viéndolo desde afuera: hurgar para penetrar las superficies del fenómeno; pero el fenómeno en este caso es social... Y entonces el viejo dilema, ¿puede ser entendido “lo social” como objeto externo a los sujetos que lo ven, que se preguntan, que hurgan, desde un afuera? ¿Existe la posibilidad de ponernos fuera de la sociedad que analizamos, cuya superficie hurgamos?
Hurgar no es fácil, ni gratuito ni espontáneo, insisto. Hurgar tiene que ver con un intento desesperado por encontrar y arrebatarle a la realidad algo de valor en medio de la marejada de fenómenos que nos envuelven cotidianamente, algo que nos sirva, algo que le dé algo de sentido a nuestro transcurrir diario. Cuando se hurga, se hurga porque hay necesidad de descubrimientos en lo que se esconde en el exterior, en un exterior que ya no es el habituado; un exterior en el que algo cambió y nos desequilibró. Un exterior que nos problematiza. Un exterior que se transforma en algo interno casi inmediatamente, y se manifiestan entonces ciertas preguntas, tales como: ¿qué respuestas efectivas, o al menos qué mecanismos son los compensatorios mejores? ¿Cómo enfrentamos esos desequilibrios? ¿Acaso esos desequilibrios, una vez que ponemos en operación los mecanismos de adaptación al cambio y superamos la situación, dejan algo de angustia, de depresión o de ansiedad una vez sucedidos? ¿Aprendemos algo de todo ello, superados o no los desequilibrios que nuestra realidad nos provoca?
Hurgamos cuando esto sucede, es decir cuando la ansiedad, o la angustia, o la evitación de la depresión, o bien el deseo nos conducen a una reestructuración de nuestras respuestas, de nuestras acciones, de nuestros comportamientos para intentar lograr el equilibrio perdido (o la habitualidad perdida, eso que “ya no molesta” porque se deja asir sin exigirnos respuestas), incluso quizás porque sin esa respuesta que nos brinda un nuevo (y momentáneo) equilibrio no lleguemos siquiera a poder conciliar el sueño por la noche. Si no, no hurgaríamos. Hurgamos porque necesitamos encontrar algo que venga en forma de respuesta, al menos furtivamente.
Este ensayo ensaya ese tipo de consideraciones. Ensaya una aplicación arbitraria y lega de conceptos provenientes de la sociología, la psicología social, la psicología, la psiquiatría y el psicoanálisis a una situación que parece evidenciar un trastorno general de las sociedades. El término trastorno (disorder) refiere a disfuncionalidades de la personalidad que hacen que el sujeto experimente excesiva e incontrolable ansiedad, depresión, angustia o deseo de modo tal que sus respuestas más satisfactorias son solo mecanismos compensatorios, y por lo tanto insuficientes, frente a situaciones dadas. Si esto sucede en lo intrapsíquico, en lo psicogenético a nivel ontológico, ¿qué sucede en el orden social, o mejor, en los órdenes sociales? Esto no es nuevo ni en psicología ni en sociología y hay suficiente material de referencia como para sostener que existen paralelismos evidentes (e inevitables) entre lo inter y lo intrapsíquico.
Por otro lado, en este ensayar se advierte que es arriesgado sostener que lo que “me pasa a mí” pueda pasarle a todo el complejo de relaciones de una sociedad en la que habito. Proyectar mis angustias, ansiedades y depresiones sobre todo un conjunto (casi siempre amorfo y por lo tanto con muchos aspectos que son imaginados y proyectados) de seres humanos que conforman lo que entendemos como “sociedad” parece ser una simplificación, un intento desesperado por ver en la “realidad” un reflejo de lo que desde la psicología tradicional se mantuvo como un campo de estudio específico, esto es, lo intrapsíquico. Pues bien, la tesis aquí es que lo intrapsíquico, siguiendo a Vigotsky, es una construcción proveniente de la interacción sociocultural mediada por signos. El modo de análisis que se emprende aquí refiere a que todo lo verdaderamente atendible como fenómeno social se da indefectiblemente primero en el entramado de nuestras relaciones y luego en el plano subjetivo. Sostendré así que los trastornos detectados y medicalizados en nuestras sociedades (recuerden, esas que tenemos al alcance de la mano) en términos subjetivos hallan plena correspondencia con trastornos de órdenes sociales que fomentan su aparición, la de los trastornos personales, erróneamente denominados “individuales” por la literatura especializada.
Será la tesis del presente ensayo que las sociedades despliegan, deliberadamente o no (deliberación que no será abordada aquí), una batería de dispositivos que trastornan la vida cotidiana, dando lugar a una disminución del potencial creativo y de innovación de los sujetos culturales que las integran. Como respuesta inmunologizante dentro de la propia cultura, los sujetos quedan limitados a un estado de disfuncionalidad funcional, útil para el desarrollo de la economía que tal sociedad requiera, lo cual se da siempre a costa de una enorme presión intrasubjetiva que toma por lo general alguna forma de trastorno.
Trataré en este prólogo un tema crucial que, de acuerdo a mi criterio, es indispensable para entender el lenguaje que utilizaremos de aquí en adelante: el marco de lo que se intenta analizar está dado ya por todas y cada una de las simples pero pretenciosas frases esbozadas hasta el momento; un marco que nos deje entrever cómo la dis-funcionalidad social que se in-vestiga y veri-fica en estas líneas opera desde lo más alto de las relaciones y situaciones (que nunca dejan de ser posiciones relativas, y por lo tanto modificables) de poder, y se ven reflejadas en el uso cotidiano del lenguaje. Un lenguaje que, como el español, posee raíces, prefijos y sufijos y que entonces merece ser desmembrado en esos términos. Quienes sepan los rudimentos del latín y del griego podrán desarmar las palabras utilizadas aquí para entender mejor aún los conceptos. Quienes no, podrán hacerlo siguiendo el fluir del discurso. Recomiendo ambos procesos, en lo posible. De todas maneras, es la intención de este ensayo –como debería serlo de cualquier otro escrito– ser lo más claro posible, de modo que espero que con el correr de las páginas nuestra mirada y percepción del asunto se vea amplificada y proyectada hacia interpretaciones propias y ajenas novedosas, con el intento de echar luz sobre el fenómeno aquí ensayado.
Las alturas a las que nos referimos recién en relación a las posiciones relativas de poder (con las que se carga todo el peso semántico que refiere la idea de altura como una situación privilegiada en sintonía con la idea de hegemonía) están conformadas en el presente, y desde hace al menos tres siglos, por quienes acumulan el capital generado en base a la explotación de los recursos naturales y de la fuerza de trabajo –capital variable acumulado en tanto plusvalía en el sentido marxista más exacto– por personas, clanes, elites y familias que se posicionan y sostienen por coerción y consenso en las cúspides de aquellas decisiones, decisiones que refieren a cómo distribuir y en qué invertir esa plusvalía, que es a mi entender el capital en su sentido más abstracto en tanto potencial de acumulación, ya que no es el capital constante sino el que es producido por el trabajo y que es acumulado una vez que el capital constante acumulado originariamente se ha puesto en juego. Las decisiones acerca de cómo conviene invertir y reinvertir esa plusvalía se ven influenciadas las más de las veces por la labor de los intelectuales de más alto rango —filósofos, científicos, creadores en general– ya que se les paga para que investiguen (es decir, para que trabajen) por –esto significa al mismo tiempo para– los poseedores de capitales, brindándoles resultados que prometan generar aún más plusvalía, es decir, más capital. ¡Oda al ejército de intelectuales liberales, y a los que no lo sean explícitamente pero que sirven a la causa de los poderosos de todas maneras también! (Y aquí ya cabría una serie de preguntas oportunas, basadas en pretéritas y recurrentes sospechas, que sería algo así como ¿para qué sirven en los intelectuales e investigadores semejantes disquisiciones?, y, en fin, ¿para qué sirven los intelectuales e investigadores?, que es lo mismo que preguntar ¿a quién sirven?).
Es así que la holgazanería –salvo contados casos, es difícil encontrar un oligarca que se dedique a un trabajo intelectual profundo, esto es, que sea creativo e innovador– obliga a la contratación, por parte de quien administra la plusvalía, de aquellos sectores intelectuales de la sociedad que pasan a posicionarse en relaciones de poder– o sea, en relaciones de acceso al material de trabajo y su distribución– cada vez más encumbradas, recibiendo de seguro migajas materiales y prestigio social proporcionales a esa distribución respecto a lo que producen como material (materia prima intelectual) utilizado para establecer y sostener las leyes (civiles y científicas) que garanticen la permanencia, acumulación o derivación de tal plusvalía a manos de quien vaya a pagar sus honorarios y sueldos. No tan lejos materialmente del resto de los trabajadores, por más que les pese, se ubican estos intelectuales; y espiritualmente no muy lejos de los oligarcas, u holgazanes, decía, que dan cuenta a las claras de que pre-tenden...
Pretenden ciencia sin consciencia
Pretenden información sin formación
Pretenden pericia sin experiencia
Pretenden presencia sin esencia
Pretenden lectura sin inteligencia
Pretenden presión sin comprensión
Pretenden vivir sin convivencia
Pretenden vestigios del saber sin investigaciones
Y además,
Pretenden poder sin haber trabajado
Pretenden respuestas sin haber formulado las preguntas.
La intención de este escrito consiste en poner en debate los dispositivos, estrategias y mecanismos que las sociedades en las que habitamos ponen en juego al momento de definir qué sea un trastorno y qué no. Se propone aquí pensar en sociedades trastornadas cuando podemos constatar que por cada trastorno subjetivo (denominado “individual” por la literatura especializada) hay un correlato en las prácticas cotidianas que culturalmente propone tal o cual sociedad en la que se manifiestan esos trastornos. El trastorno social opera masivamente, y es solo cuando llega y se expresa en el plano subjetivo que cada trastorno es tratado como tal, haciendo cargo al “individuo” (sujeto) de tal ocurrencia, evitando así cualquier tipo de referencia directa a las prácticas sociales habituales que los sustentan, incentivan e incluso inoculan, deliberadamente o no.
La disyuntiva que quedará planteada pero suspendida aquí es si los dispositivos que nos trastornan, sean de características masivas, simbólicas o aquellos que tenemos a mano en nuestro entorno inmediato y concreto, son instrumentalizados (explotados) y ofrecidos al mercado sobre la presunción de que los trastornos sociales ya están operando en el seno de la sociedad de forma permanente, quizás automática, o si su ocurrencia deviene de una planificación social que incentiva deliberadamente los trastornos subjetivos en base a una implantación y normalización de los trastornos sociales que se analizarán en adelante.
1 Bobbio, Norberto. Igualdad y Libertad. Paidós, 1993, p.55.
