Solo somos sombras - Pergentino José - E-Book

Solo somos sombras E-Book

Pergentino José

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Beschreibung

En medio de un brote de viruela que amenaza con diezmar la población de una comunidad zapoteca, Lisnit y Néstor deben luchar para hacer posible el amor que se profesan. Víctimas de la violencia estatal, los amantes lidian con los traumas de la ira infligida sobre sus cuerpos y su memoria. Después de Hormigas rojas, su celebrada colección de cuentos, Pergentino José ha escrito una primera novela en la que el español, inoculado de una lengua a otra –el zapoteco–, adquiere una vitalidad y un ritmo únicos. Construido a partir de elipsis y fragmentos, Solo somos sombras es un libro sobre la opacidad de la memoria, las veladuras que el tiempo corre sobre ella y el destino de evanescencia al que nos condena. Con una estrategia estilística tan arriesgada como precisa, José nos ofrece los contornos de una trama intensa; la sombra en la que, gracias a su densidad y lirismo, somos capaces de reconocer temas urgentes para nuestras sociedades: el pasado colonial, el desplazamiento de comunidades enteras para la extracción de recursos naturales, la aniquilación de cosmogonías no capitalistas y el trauma del despojo y la miseria que estos procesos conllevan.

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DERECHOS RESERVADOS

© 2023

Pergentino José

© 2023

Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

 

Avenida Patriotismo 165,

 

Colonia Escandón II Sección,

 

Alcaldía Miguel Hidalgo,

 

Ciudad de México,

 

C.P. 11800

 

RFC: AED140909BPA

www.almadiaeditorial.com

www.facebook.com/editorialalmadia

@Almadia_Edit

Edición digital: 2023

eISBN: 978-607-8851-36-2

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Hecho en México.

…solo somos sombras que no le hacemos falta a nadie.

Contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

1

Los militares separaron a Lisnit de Néstor, la llevaron hasta un paraje donde había un estanque de agua colocado sobre una base de concreto y ahí la metieron. Al lado, una adolescente platicaba de cangrejos, los distintos colores que tienen. Por momentos intercalaba risas entre sus descripciones y, como si fuera un juego infantil, hacía gestos con las manos, diciendo:

–Amarren esos cangrejos, vamos a pensar que son toros, y unos toros muy bravos, deben amarrarlos bien.

Luego entristecía la voz para decir:

–Los cangrejos sobreviven varios días, yo los llevaba a casa y los metía en cántaros negros de paredes resbalosas, de ahí no podían salirse, les daba de comer restos de tortillas y bejucos secos. El ruido que hacían era como de sonajas y con ese sonido me dormía, porque los cántaros los ponía debajo de mi cama. El abuelo iba por los cangrejos hasta las tierras de calor, en las primeras lluvias de mayo.

Todos estos soliloquios los iba escuchando Lisnit, hasta que la luz bajó su intensidad debido a la neblina que comenzaba a cubrir el paraje y advirtió el trote de caballos que se acercaban. Lisnit sintió que alguien la jalaba del cabello; era la chica que recién hablaba de los cangrejos, en el estanque vecino, diciéndole al oído:

–Acuérdate de los cangrejos, así estamos atrapadas.

Un militar, apoyándose en el borde del estanque hasta quedar a cierta altura de la cabeza de Lisnit, preguntó:

–¿Aceptará la gente de Quelobee prestarnos un lugar para velar a un muerto?

Lisnit, un poco sorprendida por la forma tan directa con la que el militar hizo la pregunta, demoró unos instantes en responder, se dio tiempo para ver cómo sus pies estaban aprisionados en la base de fierro instalada en el fondo del estanque. Con tenerla detenida bastaba, ya la habían separado de su hija y de Néstor, ¿qué ganaban metiéndola en un estanque con agua? Lisnit sabía que alguien más estaba tras esas acciones; el padre de Úrsula, su mirada llena de rabia mientras perseguía a Néstor, y ella corriendo tras él, implorándole que cuidara a Úrsula, diciéndole que era necesario llevarla al hospital de Tepexipana.

Lisnit sabía que el militar que ahora la interrogaba era tan solo un eslabón en la cadena de mandos: todos los militares eran culpables de lo que le había pasado. Nada sabía en ese momento de Néstor; asumiendo los riesgos posibles, dijo:

–Sí, seguramente, aun con todas las desgracias que nos ha traído la viruela, más de una familia aceptará prestarles su casa.

El militar abrió una especie de compuerta para vaciar el agua del estanque mientras se puso a decirle que un enjambre de avispas había matado a su compañero mientras exploraba uno de los senderos que rodeaban el campamento. Estaba muy agitado, repitiendo:

–No permitiré que a mi amigo lo entierren en cualquier paraje, como seguramente querrán los mandos superiores, y que los animales carroñeros lo desentierren y se lo coman, su espíritu nunca descansará en paz. ¡No! Eso jamás sucederá, quiero enterrarlo en el panteón del poblado más cercano.

Estaba realmente inquieto, el militar; Lisnit veía cómo el estanque se vaciaba rápidamente. Luego, el militar se acercó al otro estanque; la chica que estaba atrapada dentro seguía hablando:

–Los mazuntes son unos cangrejos muy rojos, creo que ese color les roba su sabor, o más bien son unas mujeres vestidas de rojo, antes que cangrejos.

No parecía estar desesperada, como si no se enterara de lo que estaba pasando afuera. Hasta que el militar vació el agua del estanque y la liberó.

El militar comenzó a encender una fogata de hojas verdes para pasar humo sobre el cuerpo de su compañero muerto; no podía contener el llanto mientras, muy quedamente, decía:

–Efrén, Efrén, sabía que un día me ibas a dejar: ¡solo! ¡solo! ¡solo!– Se comportaba como si nadie lo estuviera mirando.

Un viento helado cruzó el paraje donde se encontraban. El militar se fue calmando de a poco y cuando Lisnit se dio cuenta le comentó que tenían que caminar hacia Quelobee. La chica que hablaba de cangrejos caminó hasta perderse entre los árboles de madroño. El silencio de la tarde se fue ahogando en cantos de jilgueros y saltos de ardillas, que como piedras resbalaban de las ramas de los árboles.

2

Poco a poco las casas de Quelobee se fueron vaciando, los funerales con música de banda fueron silenciándose. En uno de esos días, cuando recién comenzaba la temporada de lluvia, en el mes de mayo, murió el cura del pueblo. La noticia se dispersó por todos los poblados de los alrededores, ¿kuand njuand rei, mplo mbro yatii ndakè nzísna?, ¿qué es esto, de dónde salió esta desgracia que nos persigue?, era la expresión en zapoteco que más se repetía. Algunas mujeres, guiadas por un diácono que había sustituido al cura en las labores que hacía en el templo, organizaron procesiones que partían de la iglesia hasta el panteón, a la hora en la que va declinando el día, siguiendo una antigua costumbre, con la creencia de que esta práctica ahuyentaba a la muerte; pero la viruela no cesó.

3

Mientras Lisnit conversaba con Néstor en la sombra de los guayabales, Úrsula jugaba sola, se hincaba en el piso para soplar suavemente en unos hoyos de polvo fino para buscar un insecto que en zapoteco se llama nyeg; cuando lo encontraba, se levantaba e iba corriendo a enseñárselo a Lisnit, y con cierta timidez miraba a Néstor. Luego, Úrsula regresaba corriendo al patio donde había encontrado al insecto para devolverlo al polvo y que el bicho comenzara a cavar su escondite en forma de cono invertido.

Lisnit le pidió a Néstor que se acercara al corredor de la casa para que le mostrara algo. Eran dos piezas de barro que Lisnit tenía guardadas en una caja de madera: una especie de hombre pájaro y un músico tocando una trompeta. Parece un personaje de Martín Ramírez, pensó Néstor al ver la pieza del hombre con la trompeta ovalada.

–Estuve en Tepexipana hace algunos años –dijo Lisnit.

Y como Néstor se le quedara mirando, tratando de hacerse una idea de cómo había sido la vida de Lisnit en Tepexipana, ella agregó:

–Fue difícil trabajar y cuidar a mi hija.

No agregó más detalles, como si hubiera percibido que estaba cometiendo alguna imprudencia, haciendo confesiones apresuradamente; y como si fuera parte de la conversación, Úrsula comenzó una ronda imaginaria, fingiendo que no estaba sola, sino jugando con un grupo de niños.

–Muy cerca de aquí de la casa fue de donde tomé la tierra para hacer estas piezas –decía, mientras sacaba de la caja de madera al hombre tocando la trompeta–. Fue mi abuela quien me enseñó a moldear comales de barro, tantas veces hice comales con ella, que de ahí tomé el gusto por hacer otro tipo de piezas. Un día de estos te presento a mi abuela.

Néstor notó cierto brillo en los ojos de Lisnit al sostener esas piezas, brillo que seguramente estaba asociado a lo que representaban esos objetos para ella.

Las horas de la tarde transcurrían, el sol rojizo del atardecer iba cambiando de tonalidad hasta volverse una mancha oscura, y desde el corredor de la casa donde conversaban se podían mirar a las primeras luciérnagas que empezaban a brotar en el bosque.

Lisnit le contó a Néstor que le gustaba la estación Miraflores del metro de Tepexipana, porque seguramente era una de las estaciones que más escalinatas tenían para llegar hasta los andenes. Luego, entró un momento a la casa y al regresar trajo una veladora con la que encendió un cigarrillo, y le pasó la cajetilla a Néstor. Siguió platicando.

–Tenemos un bonito parque, este es el clima ideal para los guanacaxtles, te diré que cuando sus frutos maduran, en la temporada de calor, los tejones llegan del bosque a comérselos. Hasta los perros de Quelobee han aprendido a convivir con los tejones.

Mientras Lisnit continuaba conversando, Néstor pensaba en que no muy lejos de esa casa la viruela se movía silenciosamente, lista para atacar, como en el inicio de una confrontación bélica donde el teatro de operaciones está demasiado lejos y los habitantes de aldeas o ciudades escuchan las noticias de éxodos masivos, pero pocos imaginan que, aun viviendo en el mismo país, esa guerra, lenta e inexorablemente, los alcanzará algún día.

4

El militar fallecido fue trasladado en un camastro que unos hombres de Quelobee armaron con trozos de bambú. Una abuela preparó siete tortillas pequeñas con un agujero en medio para los Señores Mbdand y otras siete para el Señor Mbsiand, las deidades a las que había que presentar la ofrenda mortuoria, mientras los músicos afinaban sus instrumentos en el patio de tierra. La noche iba extendiendo sus sombras; un búho comenzó a cantar y los abuelos empezaron a explicar las razones por las que un búho canta cerca de la casa. Bañaron al militar fallecido con agua tibia dentro de la casa de madera; le pusieron una camisa blanca y pantalón de manta, como se acostumbra hacer por estos lugares. Los señores pidieron mesas en las casas vecinas para acomodar a los invitados al funeral; cerca de la medianoche se encendieron velas; el olor del copal fue inundando la casa y comenzaron los rezos. Los abuelos congregados para el velorio hablaban de cuando había águilas de alas tan grandes y fuertes que podían levantar a un niño; no dejaban gatear a los bebés en el patio de las casas. Las águilas vivían en las cuevas altas de Roatina y ningún hombre de Quelobee se atrevía a caminar hasta ese cerro; el chiflido seco de las aves era aterrador, las madres escondían a sus hijos, mientras la sombra de las águilas sobrevolaba las casas. Antes de que amaneciera, unos señores comenzaron a fermentar panela en cántaros de barro para preparar tepache; otros hombres fueron a los parajes cercanos al arroyo a recolectar hojas de tabaco y tallos secos de guarumbo para hacer cigarros.

5

Me encerré en mi departamento, sabía que nadie vendría a visitarme esa noche en Tepexipana; mi corazón destilaba cierta tristeza por la despedida con Lisnit. Esa tarde habíamos platicado bajo la sombra de los guayabales en el patio de su casa, mientras escuchábamos los ritmos fúnebres entonados a lo lejos por una banda de música. Desde esa tarde ya han pasado varios días; en cuanto pueda debo regresar a Quelobee.

6