Solo un día - Dani Collins - E-Book

Solo un día E-Book

Dani Collins

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Beschreibung

Su reunión en Nochevieja después de cuatro años… podría salvar o romper su matrimonio. Rebecca Matthews tenía un propósito para el nuevo año: divorciarse de Donovan Scott. De modo que quedarse atrapada con él en su casa de la montaña por culpa de una tormenta de nieve no era parte del plan. Especialmente cuando era indudable que la atracción que los había llevado a casarse en secreto seguía más viva que nunca. Van quería saber la razón por la que Becca lo había dejado. Porque estaba claro que había cosas que no sabía. Solo tenían veinticuatro horas antes de despedirse para siempre y aquel era el momento de aclarar la situación de una vez por todas. Pero para eso debían ser capaces de resistirse a un último y explosivo encuentro.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2021 Dani Collins

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Solo un día, n.º 2953 - septiembre 2022

Título original: One Snowbound New Year’s Night

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-012-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LAS NOTAS de un arpa, el sonido de su móvil indicando una llamada entrante, despertaron a Rebecca Matthews de un sueño profundo. Abrió los ojos, desorientada, y miró alrededor. Era de día, las cortinas estaban abiertas y la nieve caía sobre las copas de los cedros.

¿Cómo…?

Ah, demonios. Estaba de vuelta en Canadá.

Cerró los ojos de nuevo y, medio dormida, alargó una mano para apagar el móvil, pero el sonido se interrumpió abruptamente y, en su lugar, escuchó una voz masculina.

–No grites.

Rebecca gritó mientras se incorporaba de un salto, cubriéndose el pecho con una de las almohadas hasta que despertó del todo y se dio cuenta de que era la voz de Van. No estaba en peligro, no era un intruso.

Van no debería estar allí, pero aquella era su casa. O lo sería en cuanto la escritura estuviera solo a su nombre.

Donovan Scott, que pronto sería oficialmente su exmarido, estaba en la puerta de la habitación, con su móvil en la mano. Con unos vaqueros y un jersey de lana, estaba tan atractivo como siempre y su presencia parecía envolverla como una mano invisible, dejándola sin respiración.

No lo había visto en cuatro años. Ni siquiera lo había buscado en internet. Su hermana le había mostrado un par de fotos, nada más. En apariencia apenas había cambiado. Llevaba el pelo más corto, de modo que ya no caía sobre su frente y la sombra de barba acentuaba su mandíbula cuadrada. Y sus ojos dorados eran tan luminosos y penetrantes como siempre.

Todo en él irradiaba energía. Ya no competía, pero su cuerpo seguía siendo puro músculo, con los hombros anchos y las poderosas piernas de un atleta.

Pero había algo totalmente diferente en su actitud. Antes sonreía todo el tiempo, pero en ese momento exudaba recelo y hostilidad mientras la señalaba con el móvil.

–No quería que pensaras que era un intruso.

–Le dije al abogado que vendría a la casa a buscar algunas cosas. ¿No te ha dado el mensaje?

–Sí, por eso estoy aquí –respondió él con sequedad.

Rebecca apretó la almohada contra su pecho. En realidad, querría enterrar la cara en ella. ¿Se daría cuenta de que había estado llorando?

Apenas había dormido unas horas después de aterrizar en Vancouver el día anterior y el viaje hasta Whistler bajo una tormenta de nieve la había dejado agotada. No llevaba maquillaje y varios mechones de pelo habían escapado de la coleta…

Se encogió por dentro al ver la manga de cuadros verdes. Se había puesto una de sus camisas de franela… y la había olido antes de meterse en la cama para llorar hasta que el cansancio se apoderó de ella y se quedó dormida.

–Tenía frío –murmuró, tirando del cuello de la camisa. Pero ya no lo tenía. Al contrario, le ardía la cara de vergüenza porque la había pillado en su cama como si fuese Ricitos de Oro–. Pensé que estabas en Calgary.

–¿Dónde está Courtney? –le preguntó él al mismo tiempo.

Los dos se quedaron en silencio durante unos segundos.

–Su vuelo se retrasó –respondió ella por fin–. Iba a perder el vuelo de conexión y no quería pasar la Nochevieja en Winnipeg, así que le dije que se quedase en casa.

Su mejor amiga se había ofrecido a estar a su lado mientras decía adiós a lo que quedaba de su vida en Whistler. Le había parecido una terrible imposición hacer que Courtney viajase desde Halifax solo para tomar una copa de champán con ella, pero necesitaba tener a alguien en quien apoyarse.

–Pensé que ibas a pasar las navidades en Calgary con tu hermana, Paisley –dijo Becca.

–Eso había pensado hacer hasta que el abogado me dijo que ibas a venir aquí.

–Solo quería estar unos minutos, pero estaba tan cansada después del viaje.

Rebecca sacudió la cabeza, sin saber qué decir.

Se sentía incómoda, nerviosa, la presencia de Van haciendo que su corazón se acelerase. Por eso había querido ir a la casa cuando él no estuviera. Para no tener que verlo, para no recordar.

–El abogado me había dicho que vendrías en febrero.

–Ya, pero es ahora cuando Courtney tenía días libres y pensé que sería divertido celebrar la Nochevieja aquí, como en los viejos tiempos –Becca tragó saliva, con un nudo en la garganta–. Lo organizamos todo a última hora.

–¿No tienes que trabajar durante las vacaciones?

–Pues… no, ya no trabajo en el bar –Becca se aclaró la garganta–. Trabajé hasta el día de Nochebuena y pasé unos días con mi padre y con Ollie… sabes que mi padre se ha vuelto a casar, ¿no?

–Sí, lo sabía.

–En fin, quería dejarlo todo organizado antes de empezar el curso.

–¿Qué curso es ese? –le preguntó él.

–¿Ayudante de laboratorio?

No había sido su intención formular la respuesta como si fuera una pregunta. Ella no necesitaba su aprobación. Al fin había encontrado algo por lo que sentía cierto interés. No era particularmente excitante, pero significaba mucho para ella.

–Le dije al abogado que podía enviar tus cosas a Sídney. No tenías que venir hasta aquí.

Becca miró la maleta que había dejado en el suelo, pensativa.

–Tengo que cerrar la antigua cuenta corriente y solucionar todo el papeleo.

Para finalizar el divorcio y poner la escritura de la casa a su nombre. Podría haber hecho todo eso a través de su abogado, pero…

Al recordar por qué estaba allí, Becca saltó de la cama.

No quería admitir que se había gastado un dineral en un billete de avión para buscar el sencillo medallón dorado que le había regalado su madre. Wanda, su hermana, no se lo quitaba desde que su madre murió y Becca estaba enfadada consigo misma por haber dejado el suyo allí.

Era culpa de Van, que le había comprado pendientes con piedras preciosas y pulseras y colgantes art déco. Un modesto medallón dorado no pegaba con los vestidos de diseño que le regalaba. De saber dónde lo había dejado le habría pedido que se lo enviase, pero no recordaba la última vez que se lo había puesto.

–Me sorprende que no hayas llevado todas mis cosas a un almacén.

Becca miró la puerta del vestidor. Su ropa seguía colgando de las perchas, donde había estado siempre, aunque todas las prendas estaban guardadas en fundas.

–Estoy en el apartamento en Vancouver casi todo el tiempo –dijo Van.

«Apartamento» era un calificativo muy modesto. En realidad, era un ático fabuloso con vistas al parque Stanley.

Van se acercó a la mesilla e inclinó la botella de vino que ella había abierto por la noche.

–¿Te molesta que la haya abierto?

«La abriremos en nuestro cuarto aniversario», había dicho cuando compraron la botella, mientras visitaban las bodegas Okanagan durante su luna de miel. Era uno de esos vinos selectos que debía ser conservado durante al menos cinco años y había costado doscientos dólares.

–Depende –respondió él, levantando la copa para tomar un trago–. Ah, la espera merecía la pena.

–Solo tomé una copa, pero fue como un dardo tranquilizante –murmuró Becca, entrando en el vestidor–. ¿Te importa bajar esa caja de zapatos de la estantería? Creo recordar que guardé ahí mis viejas gafas y quiero ver qué más cosas hay.

–¿Conservas las gafas?

Becca asintió con la cabeza. La montura era barata y anticuada, la prescripción inútil ya. Debería haberlas donado a alguna organización benéfica después de la operación ocular con láser… que había pagado él.

–Cuando era pequeña mis padres me amenazaban con una muerte lenta y dolorosa si perdía o rompía mis gafas.

Su familia no tenía dinero, nunca lo había tenido. Según su hermana, debería pedirle a Van que le enviase todas sus pertenencias y vender lo que no quisiera, pero la familia Scott siempre había pensado que era una buscavidas y no quería darles la razón.

No, dejaría que él dispusiera de sus joyas y su ropa de diseño como quisiera. Se divorciaría de él y renunciaría a su parte de la casa a cambio de una compensación económica puramente simbólica.

Diferencias irreconciliables.

Entre ellos siempre había habido tantas diferencias que era imposible encontrar terreno común, especialmente desde que supo que no podía darle hijos.

Después de aceptar tan desoladora noticia, tenía que dejar de pensar que solo podía conseguir la felicidad siendo esposa y madre. Debía buscar la felicidad de otro modo.

Estaba allí para decirle adiós al pasado. Año nuevo, vida nueva.

Porque reinventarse había salido tan bien en el pasado, pensó, irónica.

El vestidor era tan grande como el dormitorio del estudio que había alquilado en Sídney, pero pareció menguar cuando Van entró tras ella, emanando ese aroma tan masculino.

Sin decir nada, bajó la caja de zapatos y sopló para quitarle el polvo antes de abrir la tapa.

Allí estaban sus gafas, en la funda de tela, junto con el cargador de un antiguo móvil, un fajo de recibos y un collar con varias vueltas de cuentas de colores de la fiesta de Mardi Gras, a la que habían ido poco después de casarse.

«Quiero verlos, es la tradición», la había retado él cuando volvieron a casa, borrachos y excitados.

Ella se había quitado la camiseta y el sujetador antes de sentarse en su regazo, al borde de esa misma cama, y Van había enrollado las tiras del collar alrededor de sus pechos, inclinando la cabeza para chupar sus pezones.

¿Lo recordaría él?

Becca lo miró entonces y estuvo a punto de derretirse bajo el calor de su mirada.

Lo recordaba todo.

El brillo carnal de sus ojos endurecía los ángulos de su rostro, provocando un cosquilleo bajo su ombligo. Era mortificante que siguiera deseándolo después de tanto tiempo, pero no podía evitarlo. Había dejado que él hiciera lo que quisiera con ella esa noche. Muchas, muchas noches, pero esa en particular.

Cuando él la urgió a tomarlo en su boca se había puesto de rodillas, dejando que él acariciase su pelo mientras le explicaba en íntimo y crudo detalle lo que quería hacerle.

Después, antes de perder el control, Van había cumplido su promesa. Le había quitado la ropa, dejándola solo con el collar, y le había dado lo que se había negado a sí mismo, poniéndose de rodillas y enterrando la cabeza entre sus muslos para acariciarla con la lengua hasta hacerla gritar.

Después de un orgasmo increíble, la había tumbado en la cama y Becca había hecho lo posible para que él se dejase ir, pero Van era implacablemente disciplinado, un atleta de talla mundial, con una resistencia sobrehumana. Con voz ronca, le decía lo guapa y sexi que era mientras se enterraba en ella una y otra vez.

Becca arqueaba la espalda, disfrutando del roce de las frías cuentas del collar sobre sus pechos mientras Van inclinaba la cabeza para besarlos, despertando un deseo que la dejó totalmente abrumada.

Nadie le había hecho sentir de ese modo, como una diosa. Irresistible y liberada entregándose a él.

Cuando estaba a punto de explotar de nuevo, Van la colocó sobre su regazo y ella le echó los brazos al cuello, besándolo con abandono mientras él seguía embistiéndola. Las cuentas del collar bailaban por su espalda y ella frotaba sus húmedos pezones contra el duro torso masculino…

Había perdido la cabeza. Desinhibida e insaciable, lo ahogaba con sus besos, apretándose contra él hasta que no era posible saber dónde empezaba uno y terminaba el otro. No decían una palabra, no era necesario. En esos momentos estaban en completa sintonía, hablando con el primitivo lenguaje de un hombre y una mujer que se deseaban el uno al otro.

Terminaron al mismo tiempo en esa ocasión y el orgasmo los llevó a un mundo donde no existía la realidad, solo esa pasión, ese placer exquisito. Un placer que debería haberlos mantenido unidos para toda la eternidad.

Pero no había sido así.

Becca se pasó la lengua por los labios sin darse cuenta y vio que él la miraba con las pupilas dilatadas. El anhelo era como un demonio en su interior…

La caja resbaló de sus manos, el contenido desparramándose por el suelo del vestidor.

Eran como dos imanes encontrando el opuesto y uniéndose de un modo irresistible. Van buscó sus labios y la envolvió en sus brazos sin decir una palabra.

El deseo de la pasión perdida encendió la chispa que siempre había estado ahí. Siempre. Van la besaba y ella se entregaba, echándole los brazos al cuello, apretando sus pechos contra el torso masculino mientras él la abrazaba con tal fuerza que casi le hacía daño.

No le importaba, no sentía dolor, aunque el abrazo casi la dejaba sin respiración. Era como si estuviese sujetándola al borde de un precipicio en el que había estado a punto de caer.

«Sujétame fuerte, no te apartes».

La besaba saqueando sus labios, como si también él hubiera estado hambriento y desesperado durante esos cuatro años. Apretaba su espalda, su trasero, empujándola contra su entrepierna mientras la consumía con su lengua como había hecho tantas veces.

Ese deseo instantáneo y vehemente los había unido desde el principio. Era algo salvaje y magnífico, una tormenta que rugía, excitaba y apartaba cualquier obstáculo.

Una tormenta que había dejado desolación a su paso.

Dejando escapar un gemido de alarma, Becca dio un paso atrás, trastabillando cuando pisó las gafas.

Van la sujetó con una mano y se pasó la otra por el pelo.

–No quería hacer eso –murmuró antes de darse la vuelta.

Temblando, Becca se inclinó para volver a guardarlo todo en la caja. Esa era la razón por la que no había querido volver a la casa.

Tenía el corazón acelerado y un nudo en la garganta. ¿Por qué tenían que doler tanto los sentimientos?

Van nunca le había hecho daño deliberadamente, pero estar con él había sido una herida detrás de otra y seguía siendo así. Le dolía mirarlo, sentir que despertaba a la vida con un solo beso. Le dolía anhelar el placer de sus caricias sabiendo que no había futuro para ellos.

Le dolía estar separada de él mientras seguía llevando su apellido. Por eso iban a divorciarse, se recordó a sí misma. Por eso había pensado ir allí, encontrar el medallón y dejarle una nota de despedida.

Quería dejar atrás el pasado. Dejar de preguntarse cómo podría haber sido y olvidar las decepciones y el sentimiento de culpa. No iba a llevarse a casa nuevas recriminaciones.

Conmocionada, salió del vestidor y tomó la copa de vino con manos temblorosas, poniendo los labios donde habían estado los de Van.

«No lo pienses».

Pero era demasiado tarde. Su cuerpo estaba encendido al recordar todos los sitios en los que había puesto su boca mientras estaban casados…

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

«Maldito seas, Van».

 

 

«Maldita seas, Becca».

Van salió al porche, intentando controlar los salvajes latidos de su corazón.

Había olvidado lo fácil que era para ella hacerlo pasar de cero a cien en un segundo. Tal vez lo había olvidado deliberadamente porque era humillante perder una pelea tan rápidamente y de forma tan clara. Una pelea contra sí mismo.

Había sido un error ir allí. El divorcio estaba a punto de finalizar, pero se había quedado sorprendido por el correo de su abogado diciéndole que Becca iba a ir a la casa en Nochevieja.

Había subido a su todoterreno, diciéndose a sí mismo que iba a proteger lo que era suyo, a comprobar que solo se llevaba sus cosas. Ya no era tan ingenuo como para creer que la gente cercana a ti no te haría daño.

Aunque Becca nunca se había aprovechado de su dinero. Al contrario, siempre había parecido sentirse incómoda.

«Eso es lo que quiere que creas», le había dicho su padre.

Qué ironía que hubiese defendido a Becca con vehemencia ante un hombre que, al final, lo había traicionado más que ella.

En realidad, no sabía cuál de las dos traiciones era más grave. Cuando ella le dijo que su matrimonio había sido un error y que iba a quedarse en Sídney, el golpe fue devastador, pero unas horas después descubrió que su padre se había marchado, llevándose el dinero de la empresa.

Van había vuelto a casa para lidiar con la situación, dejando que su matrimonio muriese de abandono, para intentar salvar cientos de puestos de trabajo, un multimillonario proyecto de viviendas y los dividendos de los que dependían su madre y su hermana.

Había conseguido evitar el escándalo durante una semana, pero que Becca no lo hubiese llamado siquiera cuando todos los periódicos hablaban del desastre económico de la empresa dejaba bien claro por qué se había casado con él.

Siempre había temido que fuera así. Tal vez era puro cinismo por su parte, pero estaba convencido de que cualquiera podía traicionarte. De hecho, confiar en la gente era una invitación a ser engañado.

Desde entonces, había esperado que Becca mostrase su auténtica cara. Había esperado otro cuchillo en la espalda en cualquier momento.

Pero nada. Cuatro años de silencio.

Unos meses antes, por fin había llegado la petición de divorcio. Quería venderle su parte de la casa, que estaba a nombre de los dos, por una compensación simbólica, nada más. No reclamaba dinero ni parte de su empresa. Ni siquiera le había pedido que le enviase sus pertenencias. Iría ella misma y se llevaría lo que quisiera tras la firma del divorcio.

¿Pero para qué había ido allí? ¿Para llevarse las joyas que le había regalado? ¿Los cuadros, que tenían cierto valor, pero no eran grandes obras de arte? ¿El descapotable, que costaría una fortuna enviar a Australia?

Había dado muchas vueltas a todo eso mientras conducía bajo una tormenta de nieve, pisando temerariamente el acelerador en su prisa por llegar a la casa.

Cuando llegó allí, pensó que ya se había ido. No había marcas de ruedas en el camino de entrada, solo algunas huellas cubiertas de nieve y era imposible saber en qué dirección iban. Había puesto el todoterreno en punto muerto y había dejado que se deslizase por la pendiente hasta el cúmulo de nieve que tapaba la puerta del garaje.

Cuando entró en la casa vio un sobre sobre la mesa del comedor y lo abrió. Solo era una tarjeta en blanco. Ni siquiera contenía uno de esos tópicos mensajes de felicitación.

No entendía por qué eso había arañado el hueco en su pecho hasta dejar una marca donde debía estar su corazón, pero se sintió tan vacío como esa tarjeta…

Hasta que vio un abrigo y unas botas de mujer al lado de la puerta.

Becca seguía allí.

La había buscado por toda la casa y, por fin, la encontró dormida en la habitación. Verla allí fue como una patada en el pecho. Y más abajo. En fin, si era sincero consigo mismo, su libido había despertado a la vida incluso antes de salir de Calgary.

No estaba desnuda o tumbada en una postura seductora. Al contrario, llevaba una de sus camisas de franela y, aparte de un pie enfundado en un grueso calcetín, solo podía ver su pelo castaño y las pecas en su nariz, que asomaba por encima de la sábana.

«Chica de verano» la había llamado cuando se apretaba contra él, quejándose de que hacía frío. Y Becca gritaba cuando metía las manos heladas bajo su camisa.

«Éramos demasiado diferentes. Fue un error».

Eran unos críos cuando se casaron en secreto cinco años antes. No sabían nada de la vida, aunque él debería haber sabido algo. Los fracasados matrimonios de su familia le habían enseñado que para que una pareja funcionase hacía falta algo más que un impulsivo: «Sí, quiero».

Van podía tolerar los errores, lo importante era aprender de ellos, recuperarse y hacerlo mejor la próxima vez. Cometer un error no significaba que uno debiera rendirse. Mientras siguieras intentándolo, no tenías por qué fracasar. Tal vez él no había ganado todas las carreras en las que había participado, pero tampoco había fracasado porque seguía insistiendo hasta que ganaba.

Sin embargo, mirando a Becca dormida en su cama después de tanto tiempo sintió el amargo sabor del fracaso.

«Dale la vuelta a la situación» se había dicho a sí mismo.

«Termina con esto de manera amistosa y piensa que el divorcio ha sido un éxito».

Tal vez podría serlo, pero su erección seguía empujando obstinadamente contra la cremallera de los vaqueros, a pesar del viento helado que lanzaba copos de nieve contra su cara.

Así era como había terminado casándose sin pararse a reflexionar y por eso el matrimonio había fracasado. Becca le hacía perder la cabeza con una sola mirada, pero era hora de dejar todo eso atrás.

Estaba mirando por la ventana cuando ella apareció al final de la escalera. Se había quitado la camisa de franela y ahora llevaba un cárdigan largo sobre los vaqueros. El suave cachemir, de color frambuesa, se pegaba a su fantástica figura….

Van tragó saliva mientras tiraba del cuello de su camisa.

Becca miró alrededor y dejó escapar un suspiro de irritación mientras se inclinaba para tomar la bolsa del supermercado que él había dejado en el suelo, al lado de la puerta.

Seguía siendo igual que antes. La leche no iba a estropearse por estar cinco minutos fuera de la nevera, pero Becca no soportaba que dejase las cosas tiradas.

Van abrió la puerta y ella se volvió, asustada.

–¿Otra vez? Por eso te he despertado, para que no te asustases al verme. Vivo aquí, Becca.