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En esta obra se testimonia una época de ardorosa creación de la Cuba posrevolucionaria, en la cual se inserta la del propio autor, Rodrigo Álvarez Cambras (La Habana, 1934), reconocido cirujano ortopédico a nivel internacional. Álvarez Cambras perfeccionó los estudios de ortopedia en el país por mandato expreso del Comandante en Jefe, Fidel Castro Ruz. En este testimonio podemos acercarnos a su familia, a sus vivencias como médico internacionalista, al desarrollo de la ortopedia en la Isla y a sus experiencias con distintas personalidades de diversas latitudes que atendió como pacientes, entre otros detalles.
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Seitenzahl: 475
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición: Pilar Sa Leal y María de los Ángeles Navarro González
Diseño de cubierta: Seidel González Vázquez(6del)
Diseño interior y realización: Elvira M. Corzo Alonso
Fotografía de cubierta: Frank Ruiz Alfonso
Corrección: María de los Ángeles Navarro González
Emplane: Madeline Martí del Sol
© Rodrigo Álvarez Cambras y Mabel Rodríguez Carreras, 2021
© Sobre la presente edición:
Editorial Científico-Técnica, 2021
ISBN 9789590512445
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INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO
Editorial Científico-Técnica
Calle 14 no. 4104, e/ 41 y 43, Playa, La Habana, Cuba
www.nuevomilenio.cult.cu
A la vida por haberme permitido vivir 85 años junto a un pueblo valiente y socialista; por haber podido seguir de cerca momentos trascendentales de mi país y poder expresar en mis memorias lo que representa el valor y la libertad para el pueblo cubano.
A mi familia, a mis hijos y a mi compañera Mabel, quien de forma abnegada me ha acompañado en esta aventura de relatar mi historia: la de un cubano humilde y revolucionario que lleva en su corazón el pensamiento del apóstol, las ideas de Fidel y de todos aquellos que con su sangre regaron el camino de la victoria.
A las editoras María del Pilar Sa Leal y María de los Ángeles Navarro González, quienes me ayudaron a llevar a feliz término la obra que encierra mi vida, así como a todo el equipo técnico que trabajó en el libro.
A la querida Maritza Verdaguer, pues con su ayuda pude descifrar y utilizar los secretos para ilustrar de manera espléndida esta biografía.
En fin, agradezco eternamente a tantas personas amigas que me impulsaron para llevar a cabo esta sencilla, pero sincera historia de mi vida.
¿Cómo resumir en letras lo que no cabe en ellas? En momentos cruciales de su existencia, José Martí expresaba esa preocupación en su epistolario memorable. Ahora me embarga un sentimiento semejante al leer esta obra del profesor doctor Rodrigo Álvarez Cambras. Bajo el título Tal como lo viví, se testimonia una época de ardorosa creación, en la cual se inserta la del propio autor, reconocido cirujano ortopédico a nivel internacional.
A su carácter voluntarioso y vocación genuina por la medicina, se aunó su compromiso con la esperanza de lograr una Cuba mejor, gracias al alumbramiento de una revolución profunda y transformadora. Su disciplina y consagración lo distinguieron cuando, al desempeñarse como joven médico rural, vistió de ropa gris en profunda y clara identificación con los más pobres y olvidados.
Esa facultad de entrega se puso de manifiesto durante su participación en las misiones internacionalistas en el continente africano. Álvarez Cambras contribuyó a esa misión histórica, cuya trascendencia es haber borrado todo vestigio de colonialismo en el mundo, tal y como lo quiso Ernesto Che Guevara. Asimismo, se cumplía una deuda de gratitud con los millones de esclavos negros que contribuyeron a la forja de la nación cubana como una mezcla de sangres y culturas.
Siguiendo la estela dejada por el insigne Joaquín Albarrán en París, cuna mundial de la medicina durante el siglo xix, allá fue Álvarez Cambras a perfeccionar sus estudios de ortopedia por mandato expreso del Comandante en Jefe, Fidel Castro Ruz. A su regreso, asumió la dirección del Hospital Ortopédico Frank País. Desde allí, inmerso en su cubículo, donde atesora diplomas, condecoraciones y reconocimientos, aportó sus conocimientos al desarrollo de la ortopedia y la traumatología en Cuba.
Personalidades relevantes de distintas latitudes del planeta reclamaron su juicio y hábil mano de cirujano en momentos de angustia e incertidumbre. A ellos también brindó el trato psicológico indispensable para lograr el restablecimiento después de las intervenciones quirúrgicas. Capítulo aparte merece la atención al ilustre general peruano Juan Velasco Alvarado, momento en que conocí a Rodrigo y, desde entonces, me ha honrado con su amistad.
En medio de las esperanzas extendidas por lograr el triunfo inequívoco de la justicia social, de cuya utopía posible eran Fidel y Cuba un referente perenne, correspondió a Álvarez Cambras cumplir la tarea de trasladarse al lejano mundo árabe, y brindar allí toda su experiencia como médico y revolucionario. De ahí su designación para presidir la Asociación de Amistad Cubano Árabe (AACA) en coordinación con el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP). Cuidó con esmero a los heridos en la guerra de Afganistán, entre otras misiones de alta responsabilidad.
El deporte cubano en el período revolucionario no puede escribirse sin su nombre. Ha salvado la carrera de centenares de atletas lesionados, entre ellos, varios campeones olímpicos, ofreciéndoles el justo remedio para sus dolencias. Teniendo él mismo alma de atleta, el lema de su vida como médico ha sido servir a la patria cubana con sentimiento de gratitud, más allá de cualquier ofrecimiento o encumbramiento.
El doctor Rodrigo Álvarez Cambras ha honrado las ciencias médicas y su nombre prevalecerá junto a los grandes galenos de Cuba en todos los tiempos. Sin embargo, solo gracias a la Revolución, bajo el liderazgo de Fidel, su amigo entrañable, los servicios médicos más avanzados se convirtieron en un derecho de todos los cubanos y se extendieron a otros pueblos hermanos. En ese resplandeciente contexto, nuestro hombre ha podido escribir simple y sencillamente como título de sus memorias: ¡Tal como lo viví!
Por esas casualidades que tiene la vida, nací en La Habana en lugar de Candelaria, entonces provincia de Pinar del Río, donde vivía mi mamá, María Isabel Cambras Soriano. Ella tenía un embarazo gemelar y en esa provincia no existían condiciones para atenderla, por lo que la trasladaron a la clínica Hijas de Galicia, en la barriada de Luyanó, en la capital.
Mi padre Rodrigo Álvarez Collar era español, de la aldea San Román del Consejo de Candamo, cercano al Consejo de Grado, provincia de Asturias, donde se crearon los primeros grupos para provocar la salida de los árabes de España, por lo cual se la reconoce como la ciudad primada.
En la puerta de su muralla hay una mosca con dos espadas cruzadas, por eso a los nacidos en esa ciudad les dicen moscones.
Con tres años de edad.
En 1996 me otorgaron el Moscón de Oro, la más alta distinción de la ciudad de Grado, debido que mi familia participó en la lucha contra la invasión franquista. Las hordas fascistas asesinaron al alcalde y fusilaron a sus familiares. El hijo del alcalde, José Abascal, de solo siete años de edad, fue uno de los niños que enviaron por vía marítima a la Unión Soviética, para protegerlo de los fascistas. Este niño se crió en la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) sin tener idea de sus familiares, se casó, estudió y vino a trabajar a Cuba. En un periódico leyó que había una persona que portaba sus mismos apellidos. Investigó y encontró que esa persona era su tío, Isaac Abascal, casado con María de Jesús, prima hermana mía. Así, después de tantos años, este hombre encontró a su familia. La madre que aún vivía en Oviedo viajó a Cuba y se reunió en mi casa toda la familia. Mi padre era el más joven de la familia y junto a dos de sus hermanas, María y Florentina, Flora, emigran a Cuba pues ya se iniciaba la lucha civil en España; allá quedó su hermano Ramón, fusilado durante la Guerra Civil. Según refiere mi padre, su primo Alejandro murió en combate contra los fascistas.
Con cinco años de edad.
Mi padre me contaba que era familiar del piloto teniente Joaquín Collar, quien en 1933 junto al ingeniero y capitán Mariano Barberán, llegaron a Camagüey en un avión procedente de Sevilla. Según lo recoge la historia, fueron los primeros en sobrevolar la mayor distancia sobre el océano Atlántico. Al agotárseles el combustible no pudieron llegar a La Habana y aterrizaron en la ciudad de Camagüey, donde existe un monumento en homenaje a ellos. Después partieron a La Habana, donde les ofrecieron varios homenajes, y más tarde levantaron vuelo hacia México, su destino final, pero desaparecieron en el trayecto y nunca se supo de ellos.
Con José Abascal durante el otorgamiento del Moscón de Oro en la ciudad de Grado.
Mateo Cambras, mi abuelo por parte de madre, era catalán y mi abuela por parte de madre, Isabel Soriano, una típica pinareña, natural de un caserío conocido como Manga Dulce, a la entrada de Candelaria, en la provincia Pinar del Río.
Mi padre fue a trabajar a Candelaria y allí conoció a mi madre. Los españoles acostumbraban a reunirse en grupos: asturianos, catalanes, valencianos, gallegos y en una de esas reuniones se conocieron. Se casaron en La Habana, en 1933, en la Iglesia de Jesús del Monte, debido a que Leonor Cambras, tía de mi madre por parte de padre, estaba casada con un catalán nombrado Agustín Fornaguera y vivían en Luyanó. Fornaguera era negociante con una desahogada posición económica.
Otorgamiento del Moscón de Oro, en Asturias, con la presencia de Javier Sotomayor, quien también lo recibió.
En el panteón de Candamo, Asturias.
Con mi madre, mi padre y mi prima Leyda.
Siendo mi madre jovencita, la tía Leonor la llevó a La Habana para que estudiara en un colegio de monjas nombrado La Domiciliaria, en la Calzada de Luyanó casi llegando a la calle Melones. La tía Leonor tenía el empeño de que sus familiares y descendientes fueran católicos, cristianos. Le decían La Sorda y era famosa en Luyanó, porque andaba con un bastón y con él golpeaba a quien la molestara. La conocí bien.
El párroco de la iglesia de Jesús del Monte, en Luyanó, era familia de mi madre y muy conocido. Le decían “Padre Gasolina”, porque tomaba mucho. Un verdadero personaje y lo recuerdo en mi infancia caminando por la calle Fomento, parando en todas las casas, para darse un trago hasta llegar a la suya, en la calle Concha, al final de la calle Fomento.
Mis padres se casaron y fueron a vivir a Candelaria, donde mi madre se embarazó y cuando estaba en el octavo mes, un médico, de apellidos García Rivera, famoso como obstetra y quien iba a Candelaria solo a dar consultas (en Cuba existían pocos médicos y en ocasiones algunos iban cada quince días a los pueblos a dar consultas pagadas) la examinó y encontró un embarazo gemelar. Como mi madre empezó a hacer hipertensión le recomendó dar a luz en La Habana donde había más condiciones. Por eso mi madre se fue a vivir a casa de tía Leonor y en la clínica Hijas de Galicia tuvo su parto gemelar. La hembra, más pequeña, murió a las pocas horas de nacida y quedé como hijo único, lo cual me marcó mucho en la vida. Nací el 22 de diciembre de 1934, dos días antes del cumpleaños de mi padre, quien nació un 24 de diciembre y anhelaba que yo naciera ese mismo día.
Después del parto, mis padres regresaron a Candelaria. Me inscribieron en La Habana y, por insistencia de mi padre, también en Candelaria, por tanto, creo tener dos registros. En Candelaria estuvimos cerca de tres años hasta que nos trasladamos para La Habana, a casa de tía Leonor, en la calle Fomento 158 entre Municipio y Arango.
Todos los años iba a Candelaria. Recuerdo la casa en Manga Dulce, con techo de guano y piso de tierra. De niño, a los horcones del cuarto les tenía un poco de miedo, porque por ellos pasaban lagartos y jubos. Atesoro los recuerdos de aquel lugar. Ya de mayorcito, iba a pasear a Soroa, a cazar tomeguines, escalar montañas en la Sierra de los Órganos y bañarme en el salto de agua de Soroa.
La mayor parte de mi vida juvenil transcurrió en Luyanó, en casa de tía Leonor. Estudié en una escuelita llamada Colegio-Academia Cueto, propiedad Ana María Cueto, su directora; Agustín, su marido, también era profesor; tenía una cara chupada y le decíamos Agustín calavera. Allí estudié hasta tercer o cuarto grado y me hice de buenos amigos. Entre ellos están Manolo Losa Rodeiro (quizás el mejor de todos), hijo de un asturiano que en la esquina de la casa tenía una pequeña bodega; otro fue Alfredito Paz, que llegó a ser un famoso árbitro del béisbol cubano; César Santana, Cesita, un muchachito muy simpático. Bumba, un negro muy buen amigo mío (a mi padre no le gustaba mucho por el color de su piel, aunque no fue racista ni burgués, tenía rezagos). Yo le tenía mucho afecto a Bumba porque siempre me defendí; era más fuerte que yo, y si en una bronca me iba mal, salía en mi ayuda. Además están Rucho, Julito Santana, Osmany, Pepe Bemba, Fernandito; Olguita, una niña del barrio de ojos claros azules y pelo rubio, quien desgraciadamente falleció muy jovencita. Iba en un taxi con su familia, se produjo un accidente y un cristal le cortó la yugular. Su muerte me afectó tremendamente porque le tenía mucho cariño. En el barrio tuve dos amiguitos más: Mirta y Oscarito, hermanos jimaguas, pelirrojos y muy pecosos. Ese era más o menos el grupo.
Todos los años, el Día de Reyes, a cada uno de nosotros nos hacían un regalito; a unos un carrito, a otros, un bate, pelota, pero algunos no recibían nada porque sus familiares no podían darse ese lujo. En ese tiempo mi tía Leonor me daba algunos regalitos por el día de reyes, además de mi tía madrina Flora, que vivía en Santos Suárez, cerca de la casa y tenía una posición económica más desahogada, así que tuve suerte en ese aspecto, no por mis padres, quienes eran bastante pobres.
Mi amigo Cesita, de familia con muy bajos recursos, tenía dos hermanos: Carmita y Julito. Cesita, era el menor. El padre se llamaba Dimas y la madre América. En su casa, la cual frecuentaba, vivían como veinte personas en extrema pobreza. Todos los años en el Día de Reyes, mientras los muchachos andaban con camioncitos o pelotas, Cesita solo tenía una Materva, un refresco grande y muy popular, que costaba cinco centavos, eso le pedía él a los Reyes. Nunca se me va a olvidar, pues lo tomaba desde por la mañana, con pequeños sorbos, y le duraba hasta la noche. Pero llegó un momento que la gente hasta le envidiaba la Materva y se olvidaban de su batecito y del carrito viendo a Cesita con su refresco. Recuerdo esa sensación de lo que representa la pobreza, que él la trataba de aliviar tomando Materva.
En Radio Cadena Suaritos, el refresco se anunciaba así: “Tome refresco Materva, que bien frío sabe a sidra”. Esa emisora de radio era muy popular, pese a que trabajaba él solo. Mi padre lo conocía porque era español. También anunciaba otro refresco, la gaseosa Salutaris, “la gaseosa que calma la sed”; o decía jocosidades: “No es lo mismo ‘¡alto!, ¿quién vive?’, que ‘¿quién vive en los altos?’ o “No es lo mismo dame una gaseosa que dame una Salutaris, la mejor del mundo”. Conocí a Suaritos y era todo un personaje.
En el barrio a veces jugábamos a la pelota, en un terreno grande llamado El Arenal, que llegaba hasta los muelles y donde jugaban hasta diez equipos a la vez. En ese lugar se construyó la refinería Ñico López. Formamos un equipito al que le pusimos Las Estrellas de Fomento. En uno de los partidos nos tiraron una foto en la que aparecemos todos, hasta Ricardo, el hermano de Alfredo Paz, ambos fueron destacados árbitros de béisbol. Ricardo murió en un accidente.
La casa donde vivía mi tía Leonor, propiedad de su esposo, era muy antigua, colonial; fue construida en 1860, con dos plantas y puntal alto. Tenía sótano y un precioso patio grande con una fuente. En la planta baja había dos cuartos y arriba estaba la cocina con tres cuartos más. Ella la dividió para alquilarla. La planta alta se la alquiló a los dueños de la escuelita Academia Cueto. Nuestra familia vivía en la planta baja. La casa tenía un zaguán para la entrada de carruajes. Nunca vi entrar a un animal estando yo allí, pero sí carricoches. El zaguán daba a una escalera que conducía a las habitaciones de la servidumbre en época colonial. Desgraciadamente, la casa se derrumbó.
A Fornaguera, el esposo de mi tía Leonor, no lo conocí. Ella falleció después, de noventa y seis años, siempre famosa por su bastón dispuesto al ataque. La recuerdo con sus piernas viradas y andando por las calles con su palo. Hoy sería un buen caso para hacerle una osteotomía. Sufrió una caída en la esquina de Fomento y Rodríguez y se fracturó la cadera. El lugar se hizo famoso por ser donde se había caído La Sorda.
En Luyanó viví hasta los doce años más o menos. Fue allí donde encontré mis dos primeros amores: Elsa e Isabel. Con Elsa tuve un bello romance. Ella estudiaba en el colegio religioso La Sagrada Familia y vivía en la esquina de Pérez y Fomento, en los altos de una bodega. Desde mi casa la velaba cuando se asomaba al balcón o la iba a esperar en la parada, cuando llegaba en la guagua del colegio. Poco a poco nos fuimos haciendo noviecitos, de esos de conversar un ratico, cogernos las manos en casa de Lolita, amiga de ella. Yo iba a la vivienda de al lado de su amiga y por el muro nos tomábamos de las manos y conversábamos. El primer y único beso se lo di frente a la colchonería Matrex, en la calle Enna esquina a Fomento.
Isabel vivía en la calle Rodríguez, casi esquina a Acierto, muy cerca de Fomento, debido a una poliomielitis no muy grave, tenía una pierna más delgada y caminaba con ligera dificultad. Esa fue mi motivación para ser ortopédico. Era una muchacha preciosa, agradable, muy activa y andaba en bicicleta. Íbamos a los cines Apolo, Dora y Gran Cine, muy cerca de la intersección de Agua Dulce. A veces, Isabelita montaba la bicicleta, y yo me ponía los patines y agarrado de la parrilla trasera, rodaba detrás de ella. Teníamos la costumbre de subir por la calle Fomento. Cuando pasábamos por el puesto de frutas de los chinos en Pérez y Fomento, un muchacho muy fuerte que se creía el jefe del barrio y siempre rondaba por allí, hacía comentarios desagradables sobre nosotros dos. No recuerdo su nombre, quizás por lo mal que me caía. Un día cuando pasábamos, le dijo algo a Isabelita que no me gustó. Me quité los patines en un santiamén, lo enfrenté y tiré al suelo. No se me olvida jamás. Me puse a horcajadas sobre él, y con un coco seco que estaba en la calle lo golpeé en el centro de la cabeza. Yo tenía mucha roña acumulada. Él me arañó mucho la cara con las uñas, pero nunca más nos provocó. Cada vez que nos encontrábamos, al parecer se acordaba del coco y se volteaba para otro lado. Esa fue una de las pocas peleas gordas en que participé, pero sí la que más recuerdo. Me tenía harto. Esa es la historia de Isabelita.
De mi padre se decía que era un gallego arrepentido, no un asturiano, porque había vivido gran parte de su vida en Galicia, aunque había nacido en Asturias. En Vigo estudió para perito mercantil. Era socio del Centro Gallego y de Hijas de Galicia y no de la Covadonga, la clínica de los asturianos.
Íbamos a los juegos de fútbol en La Tropical y en La Polar. A mi papá le gustaban mucho, pero a mí me inspiraba más la pelota. Los equipos Centro Asturiano y Centro Gallego eran los mejores, tenían más práctica, los otros se llamaban Hispano e Iberia, también de españoles, pero me imagino que de otras regiones. Puentes Grandes era el único equipo integrado solo por jugadores cubanos. Mi papá siempre fue partidario de Centro Gallego. Me acuerdo que su portero se llamaba Pepín y el de Centro Asturiano, Pedro Pablo Arozamena. El mejor goleador era Pito, negro prieto increíblemente ágil y dinámico de Centro Gallego. Años después, cuando veía jugar al brasileño Pelé, me recordaba a Pito.
Gracias a la gestión de mi padre, me matriculé en la escuela Champagnat, de los Hermanos Maristas, en San Mariano y Saco, en La Víbora. Resulta que mi abuelo por parte de padre, José Rodrigo Álvarez, era hijo del párroco de la aldea de Candamo y se desempeñaba como barquero en el río Nalón que atraviesa la aldea, trasladando personas y ganado de una orilla a la otra del río. Para eso, con una polea halaba una balsa grande, sobre la cual iban las personas y el ganado, ya que los pastos estaban del otro lado del río. Como no había puentes, se ganaba la vida cobrando por transportarlas.
Años antes, había logrado becar a mi padre en los Maristas de Oviedo, porque no tenía mucha plata, y era de los colegios más baratos. Las escuelas religiosas de los hermanos Maristas guardan memorias de sus antiguos alumnos. Así, aparecía mi abuelo con su hijo (mi padre) en una Memoria que rezaba: “Antiguos alumnos con sus padres”. Solo había unos quince antiguos alumnos. Gracias a eso le cobraron más barato mi matrícula. La situación económica de mi padre había mejorado algo, por la herencia de un tío que le decían Buey de Oro, porque era muy bruto pero tenía mucha plata. Era Oriundo de Candamo, de donde partieron hacia Cuba muchos emigrantes. Al morir dejó una herencia que legó a un grupo de parientes. En realidad, poseía propiedades por Luyanó, Diez de Octubre, Concha. A mi padre le dejó cuarenta habitaciones de un solar llamado Solar de Lariño, con habitaciones simples y los baños y aseos colectivos en el centro del solar; el local de una bodega de abastos, a cuyo propietario le decían Rúa y otro local grande que tenía una tienda de ropas y sastrería, cuyos dueños resultaron ser tres hermanos que llamaban los polacos, aunque, según mi familia, eran judíos.
Con mi padre, para la memoria de la escuela.
Esto le permitió sufragar mis estudios en los Maristas. En su juventud en España, mi padre había padecido de tuberculosis pulmonar, que mantenía controlada, pero en la década de 1950, cuando yo tenía 14 años, desarrolló una diabetes grave, con crisis incontrolables de asma bronquial. Mi madre con parte de la familia dedicó todos los recursos posibles y casi se arruina. Había aparecido la estreptomicina y se le administraba una inyección diaria, cuyo costo era de diez dólares. Posteriormente se supo que ese tratamiento no resolvía el problema y que era mejor la dihidroestreptomicina en grandes dosis. Se vendieron los muebles de la casa y hasta unos solares. Lo vi padecer durante dos años; fue algo horrible. Su sufrimiento junto a las dificultades de Isabelita me motivaron a estudiar medicina. Mi padre quería que estudiara ingeniería en minas y puentes, pero me decidí por la de medicina, con la idea de algún día poder curar la tuberculosis. Al final de su enfermedad, cuando estábamos prácticamente arruinados, empezó a tratarlo el doctor Antonio Pulido Humarán,1 especialista en neumología. Nos ayudó mucho. Había preparado una vacuna con la cual varios casos de tuberculosis2 se curaron. Desgraciadamente era muy tarde, pues las lesiones de mi padre eran irreversibles.
1 Antonio Pulido Humarán nació el 23 de junio de 1908 en Pinar del Río. Hijo de José Pulido Pardo, natural de Orence, España y de Avelina Humarán Gil, natural de Santander, también en España. Estudió en el Instituto de Segunda Enseñanza de Santa Clara. Se graduó de bachiller en Ciencias y Letras en 1925. En ese mismo año comenzó la carrera de Medicina en la Universidad de La Habana. Se graduó en 1934 y ejerció como médico en la antigua provincia de Las Villas. En 1949 sostuvo una polémica médica con el eminente neumólogo y profesor Gustavo Aldereguía. Es de destacar su valor para polemizar en términos científicos con ese gran médico cubano. Lejos estaban ambos de imaginar que lucharían por la misma causa de la Revolución cubana. Hoy ambos científicos son recordados con admiración por sus esfuerzos por su país y la salud del pueblo cubano.
2 Pulido desarrolló unas inyecciones a partir de suero equino que elaboraba en una finca a un costado del Hospital Psiquiátrico (Mazorra). Un familiar de mi madre, Paco Castañé, enfermo de tuberculosis no avanzada, se curó con ese medicamento. A petición nuestra, Pulido trató durante varios meses a mi padre. Venía a nuestra casa todos los días para inyectarle el suero a mi padre y al constatar nuestra precaria situación económica, se negó a cobrar por el tratamiento, lo cual le ganó mi admiración y eterno agradecimiento. Fue de gran ayuda para mí al comienzo de mis estudios de medicina.
Hice gran amistad con el doctor Pulido, quien se portó como un familiar más. Recuerdo que dos días antes de morir, estando yo presente, mi padre le pidió encarecidamente a Pulido que me cuidara para que siguiera adelante en la vida, pues yo era hijo único y me quedaba solo, con mi madre y una economía maltrecha. Pulido aceptó ser mi padrino adoptivo y me demostró su aprecio en los años posteriores hasta el inicio de mi carrera, que desgraciadamente no vio finalizar, al ser asesinado por la dictadura batistiana.
En los Hermanos Maristas terminé el bachillerato. Es bueno aclarar que los hermanos maristas nunca llegan a ser sacerdotes. Uno de los primeros que conocí fue el asturiano hermano José. Me ayudó mucho, porque el inicio fue duro. Había que ir a misa todos los días, a los internos los levantaban a las seis y media de la mañana. Yo no era interno, pero llegaba temprano en la mañana para la misa; después, a media mañana, había que rezar el rosario de pie y eso era duro para los muchachos. La enseñanza la impartían los hermanos, pero el colegio estaba incorporado al instituto de La Víbora, que elaboraba los difíciles exámenes a superar y cuyos profesores nos examinaban.
Con mis padres al inicio de la enfermedad de mi padre.
Antonio Pulido Humarán, quien asumió ayudarme después de la muerte de mi padre. Mentor y compañero de ideales, asesinado por Ventura durante la dictadura de Batista.
En realidad, me formé bien. Era un colegio religioso que daba buena formación científica, pero desde el punto de vista social, casi todos los hermanos tenían una tendencia fascista. Incluso, algunos habían peleado en la guerra española al lado de Franco. Aunque había dos o tres progresistas. Se daban muchas discusiones políticas entre el alumnado y los hermanos.
Al enfermar mi padre, nos mudamos a La Víbora, a una casa en Jorge no. 3 y avenida de Acosta, a continuación de Juan Bruno Zayas, que llegaba al reparto Sevillano. Pasaba mucho trabajo para llegar al colegio, porque tenía que subir la empinada loma por Juan Bruno Zayas para adelantar hasta San Mariano, y de ahí bajar. El recorrido de regreso era el mismo. En ese tiempo desarrollé tremendas piernas.
Me iban a dar de baja en 1948, hasta donde había pagado mi padre, pero como ya tenía 14 años, jugaba en el equipo de baloncesto y, además, tocaba redoblante en la banda de música, me permitieron continuar en el colegio. Disfrutaba el redoblante que es el tambor pequeño que repercute mucho, y después está el tambor. No podía ser batutero porque era muy joven y bajito; pero cuando cumplí 16 años, en 1950, me convertí en el batutero de la banda.
Equipo de baloncesto de los Hermanos Maristas, menores de 18 años,primero a la izquierda..
Siendo redoblante añoraba ser batutero. El uniforme del redoblante llevaba una franja blanca abajo, charretera, banda en el pecho y gorra blanca de tipo militar. La charretera del batutero era larga, con muchos botones, el gorro alto con penacho. Ser batutero significaba ocupar la posición más importante de la banda; al batutero lo llamaban tambor mayor, no batutero. Yo tenía mucha amistad con Nodarse, que era muy bueno como batutero, y cuando terminó el bachillerato, aspiré a sustituirlo, pues había practicado mucho con un palo de escoba: lo lanzaba, le daba vueltas por doquier, en fin, hacía de todo con la escoba. Al quedar la plaza vacante, unos cuantos aspiraron, pero cuando cogí la batuta e hice ejercicios con ella, inmediatamente gané.
Tambor mayor de la banda de los Hermanos Maristas, al centro.
El hermano que dirigía la banda de música era de origen alemán, no recuerdo el nombre. Además, el colegio contrataba a un teniente de la banda de música de las Fuerzas Armadas, al que yo le caía bien. Además jugaba básquet, lo hice en menores de 15 y de 18. No era mal alumno, eso sí, intranquilo, pero sacaba las notas.
Estando en los Maristas me enamoré de Dolores González, quien tenía 15 años y vivía al lado de mi tía, en la calle Vista Alegre. Fue un enamoramiento grande. En su casa vi los primeros programas de televisión que se transmitieron en Cuba. El padre de Dolores fue el pionero en importar televisores Zenith. El Show de la Mañana salía todos los días por el canal 4 de Gaspar Pumarejo, duraba una hora y era muy bueno. Lo veía en casa de Dolores.
Dentro de la historia del colegio hay muchas travesuras, como la del hermano Bouvier, de origen francés. Con Raúl Rodríguez Oliveras le hacíamos numerosas trastadas. El padre de Raúl tenía un centro de apuntación de bolita en la calle San Rafael. Fuimos muy buenos amigos. El hermano Bouvier no hablaba bien el español, así que le equivocábamos las palabras: quienes se portaban bien eran maricones y jodedores. En esto me seguía Callejas, quien tras el triunfo de la Revolución fue funcionario de la Seguridad del Estado en La Habana.
Vistiendo el uniforme de la Banda de los Hermanos Maristas, donde en ese momento era el redoblante. Posteriormente pasé a ser tambor mayor.
El hermano Bouvier solía ponerse frenético y exclamar: “¡El que no quiera atender, que se retire!”. Le hacíamos horrores al hermano Bouvier. Recuerdo el día que estaba haciendo un experimento de física, conectaron la electricidad y al hombre se le erizaron los pelos. En una de esas ocasiones en que estaba muy enfurecido, se presentó el hermano Maximiliano, director del Centro. Ante el alboroto, le preguntó al hermano qué estaba ocurriendo y el hermano Bouvier le respondió que esos muchachos eran una pila de maricones, jodedores. ¡Qué clase de alboroto se armó! El director nos envió al patio, donde estuvimos casi tres horas de pie al sol. Al hermano Maximiliano le decíamos zeppelín, porque tenía la cabeza grande; era muy amigo mío, me quiso mucho y fue quien me becó.
Como basquetbolista fui jefe del grupo de menores de 13 años, ganamos el campeonato y clasifiqué para menores de 14 años. Ganamos las competencias interescolares y pasé a menores de 18 años, Quedamos en segundo lugar, Belén obtuvo el primero lugar y tercero fue para La Salle. Fui presidente de la asociación de alumnos del colegio. Disfrutaba el Día de José Martí. Los colegios llevaban ofrendas florales, yo la portaba por el colegio.
Con el hermano Maximiliano, quien me permitió terminar gratuitamente el bachillerato luego de la muerte de mi padre.
Cuando el golpe de Estado de Fulgencio Batista, el 10 de marzo de 1952, estaba sentado en las escaleras internas del colegio esperando para entrar a clases cerca de las siete de la mañana. Los compañeros llegaron con la noticia del golpe de Estado; como presidente de la asociación de alumnos, empecé a agitar a los muchachos. Fuimos a la casa frente al colegio donde vivía uno de los compañeros y oímos por radio que los estudiantes le estaban pidiendo armas al derrocado presidente Prío Socarrás, quien se decía estaba en el palacio presidencial y que la gente se estaba reuniendo en la universidad, que se estaban organizando contra la dictadura. Cinco o seis del colegio fuimos al Instituto de La Víbora, donde ya se concentraban varios estudiantes. Hice una enardecida arenga contra el golpe y salimos caminando por la plaza, hoy conocida como Plaza Roja, gritando: ¡Abajo Batista! Al rato llegó la policía de la oncena estación, nos golpearon, y a algunos los llevaron a la estación. Estuve preso dos horas, nos tomaron los nombres y nos decían que si estábamos locos. La policía todavía no se había convertido en un órgano de represión, tortura y asesinato. Los agentes nos aconsejaban que no saliéramos a la calle, que la situación se estabilizaría, que confiáramos, pero discutimos con ellos porque no estábamos de acuerdo con el golpe. Dos días después pasé por la universidad, la tensión había bajado. Cuatro meses después del golpe, en julio de 1952, me gradué en los Hermanos Maristas. Toda la vida agradeceré a esa institución la ayuda que me brindaron; la estupenda formación que recibí y su comprensión y ayuda al concederme la beca que me permitió continuar los estudios, a pesar de mi situación económica.
Práctica de Química con el profesor León, en quinto año en los Hermanos Maristas. Aparezco al fondo.
En el último año de bachillerato, fui novio de Cuqui Mauri Simón, hermana de Lala Mauri, que vivía en la calle Figueroa. Conmigo en la misma aula estudiaron, Juan Gualberto Ibáñez, nieto de Juan Gualberto Gómez y Carlos Manuel de Céspedes, bisnieto del Padre de la Patria, sacerdote y presidente del Consejo Ecuménico hasta su fallecimiento. Durante la ceremonia de graduación, recuerdo con cariño y admiración, que cada alumno debía escoger una frase para el Libro de la memoria, que sería la que regiría su vida. Por estar muy comprometido con los Maristas y además con la patria, escribí: “Por la patria y la religión”, que fueron los objetivos de mi vida.
Con mi madre en la graduación en los Hermanos Maristas.
Al graduarme en los Maristas tenía 17 años. No podía matricular en la universidad con esa edad. El esposo de mi tía Flora, Ángel García, quien a su vez era mi padrino, cambió la fecha de mi nacimiento en un juzgado. Así, con 17 años pude matricular. A Fidel Castro le pasó lo mismo y su padre le modificó su inscripción de nacimiento para que pudiera matricular en la universidad con 17 años.
Como lo había decidido tiempo atrás, matriculé Medicina. La escuela de Medicina de la universidad radicaba en la calle 25 entre J e I, donde ahora está la Facultad de Biología. Es una edificación muy linda por dentro, lleva el nombre de Ángel Arturo Aballí, famoso profesor cubano de pediatría. Considero un error su traslado a otro lugar, pues tenía salones de cirugía, salas de disección de cadáveres, de cirugía, de bacteriología y un laboratorio perfecto. Además, por el fondo de la escuela se entraba al Hospital Universitario Calixto García, para asistir a las clases de Fisiología, Parasitología y otras. Podía haberse mantenido como escuela y Girón como instituto de Ciencias Médicas.
La matrícula era de veinticinco pesos, bastante en aquella época. La inscripción se hacía con Goyito, un administrativo que todavía vive. Hasta hace unos años estuvo trabajando en la escuela de Medicina, en Girón.
Para asistir a las clases caminaba por la avenida de Acosta hasta la calzada de Diez de Octubre, para llegar al paradero de La Víbora, allí tomaba el tranvía que me llevaba directo hasta la universidad. Se demoraba, pero era más cómodo. Al pasar por Figueroa o Revolución (en una dirección la calle se llamaba Figueroa y en la contraria Revolución), por donde está el parque Córdoba y el Club Atlético de La Víbora, en uno de los portales, algunas muchachas acostumbraban a decirme cosas cuando caminaba por la acera de enfrente con mi bata de médico. No les prestaba atención y seguía mi camino. Eran los primeros días de septiembre y recién había empezado la carrera.
.Alegría por la asignatura final. En el extremo superior izquierdo y a mi lado, el futuro padre Carlos Manuel de Céspedes y García Menocal.
Mi madre me compró un pantalón de color amarillo huevito. Estaba muy bueno, pero, ¡era amarillo! El día que me puse el pantalón, al pasar por ese lugar, Cuqui, una de las muchachas me dijo: “Míralo, tan orgulloso, si parece una natilla con merengue”. Cuando regresé de la universidad le dije a mi mamá: “Este pantalón te lo pones tú si quieres, yo no me lo pongo más”. Cuqui era preciosa, llegó a ser modelo de reconocidas revistas de modas. Al otro día volvieron a decirme cosas, aunque ya no era natilla. Me molesté mucho, crucé la calle y las enfrenté en el portal donde estaban. Se asustaron muchísimo, porque pensaron que las iba a insultar, pero solo les dije: “Así que natilla con merengue, ¿no?, fuiste tú la que gritaste, flaquita, te voy a decir una cosa, esta natilla con merengue te la vas a comer tú”. Parece que eso las impactó, porque a los pocos días me saludaron de buena forma y conversamos. Me hice novio de Cuqui, en cuya casa se conspiraba contra Batista.
Era una célula del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), de García Bárcena (un abogado perteneciente a la ortodoxia y profesor de la Escuela de Cadetes de Columbia —hoy Ciudad Libertad— desde antes de Batista), quien el 20 de mayo de 1952 organizó el MRN, formado por estudiantes y jóvenes ortodoxos. Josefina Simón, la madre de Cuqui y de Lala, tenía una célula en la editorial Puga, cuya imprenta en Guanabacoa ella administraba. Puga era el dueño. En el fondo de la imprenta se empezaron a tirar los primeros panfletos contra Batista, y donde se reunía la gente de esa célula. Entre los que iban a las reuniones estaban el vicepresidente de la Escuela de Medicina, Antonio Saúd Caram, Arnold, Oscar Rosell, Delio Hernández, Josefina Simón y Armando Fleites; traicionó posteriormente y hoy está en Miami; fue uno de los fundadores del Segundo Frente del Escambray. Todos estaban en el movimiento de García Bárcena; ahí conocí a Faustino Pérez, a Armando Hart, y a René Oltusky. Además de Lala y Cuqui, en esa célula estaba Oscar Rosell, el sargento-armero de la Central de Perseguidoras de la Policía, en Saravia esquina a Borrego, en el Cerro, donde radicaba la motorizada y motos patrulleras de la policía. Oscar Rosell era el marido de Josefina, la madre de Lala y Cuqui.
De esa forma me uní al movimiento de García Bárcena. Asistí con ellos a algunas reuniones en casa de la joven revolucionaria Eva Jiménez Díaz, su ayudante. Según Bárcena, había captado entre 300 y 400 cadetes para alzarse en armas, tomar las postas 6, 7 y 13, para dar un golpe en Columbia. Otros grupos integrados con Bárcena, muchos de ellos de La Habana, Artemisa y Candelaria, se situarían en distintos puntos de la ciudad, cerca de esas postas para que, en el momento en que los cadetes se alzaran, entrar y conseguir armas.
El 5 de abril de 1953, Domingo de Resurrección de la Semana Santa, se suponía que Oscar Rosell con dos o tres más, ayudarían a tomar la estación de policía de Saravia, de ahí el nombre de Conspiración del Domingo de Resurrección. Yo debía dirigirme a la calle Borrego y con un grupo de cuatro o cinco participar en la toma de la motorizada con los compañeros provenientes de Artemisa. Con dos pequeños revólveres y una camioneta, debíamos esperar a que llegaran las armas. De pronto salió de la estación un hombre que estaba en el complot y nos dijo: “¡Oigan, piérdanse, que no llegaron ni los refuerzos de Pinar del Río ni las armas. Esto ha fallado, están apresando a todo el mundo por los distintos puntos, parece que hubo una delación!”.
Años después, Fernández Tabío le hizo una entrevista a Saúd Caram para el libro Historias de la Revolución, donde Caram afirma ser el jefe de este pequeño grupo y que García Bárcena había decidido que si triunfaba, yo sería el jefe de la motorizada. Ciertamente no me imagino con 18 años ser jefe de la policía motorizada de La Habana. No sé si eso es verdad o mentira, aunque lo dijo Caram.
Comenzaron a detener a la gente. Me arrestaron en la calle y después de hacerme algunas preguntas, me dejaron seguir. A muchos los llevaron para La Cabaña donde recibieron las primeras golpizas por parte de los órganos represivos de la dictadura. En el juicio celebrado en La Cabaña se denunciaron todas esas cosas, y al final los soltaron; todavía Batista y sus sicarios no estaban en la etapa de matar y asesinar a la juventud. Lo cierto es que fue el primer intento de asaltar un cuartel, antes del Moncada.
Por indicación del MNR (Movimiento Nacional Revolucionario) y la FEU (Federación Estudiantil Universitaria), el 19 de noviembre de 1955 participé en un acto en la plaza de Los desamparados del Muelle de Luz. Cosme de la Torriente, coronel del Ejército Libertador de la Guerra de Independencia y presidente de la Sociedad de Amigos de la República, lo había convocado, a nombre de los partidos tradicionales de la oposición para llegar a acuerdos políticos y evitar un enfrentamiento armado. En ese acto recuerdo a algunos dirigentes de la FEU: Álvaro Barba, De la Fuente y Jorge Castro. De pronto comenzó una gran alteración del orden. La indicación era impedir ese acto. Todos comenzamos a lanzar sillas de tijera de madera que volaban sobre los asistentes, lo cual detuvo totalmente la actividad. Esa noche terminó para siempre la posición de la oposición ortodoxa y auténtica de resolver el problema por elecciones mientras las fuerzas contrarias y revolucionarias se oponían a esa posición política gritando: “¡Lucha armada, revolución, revolución!”.
A la madre de Cuqui no le gustaba mucho que yo estuviera por su casa. Trabajaba en Guanabacoa y Cuqui se quedaba sola en la casa, un día sentimos abrir la puerta de la calle. La casa era muy larga, con un pasillo central. Era su mamá, pues había solo dos llaves, una la tenía ella y la otra la tenía una hermana que vivía en Santa Fe. Estábamos en el cuarto, al recoger mis cosas olvidé algo. Me escondí en el baño, que era grande, con vigas sobre las que se ponían tablas que formaban una especie de closet abierto para colocar palanganas, maletas viejas y otros trastos y allí me subí. La mamá de Cuqui encontró lo que yo había olvidado en el cuarto y comenzó a buscarme por toda la casa. Me vio y lo único que atiné a decirle fue que estaba esperando la ruta 15. Ciertamente había algo de verdad: yo iba a Figueroa a tomar ese ómnibus en la parada de la esquina, pero antes aprovechaba para ir a casa de Cuqui y después para la parada de la 15. Finalmente, Cuqui y yo establecimos una relación que duró varios años.
Después del fracaso del complot de García Bárcena nos dispersamos. Algunos se agruparon con Aureliano Sánchez Arango, con la Triple A, con la OA (Organización Auténtica) y con la Juventud Auténtica. Aunque decían que conspiraban contra Batista, en realidad eran unos farsantes.
Cuando comprendí que todo aquello era una mentira y una farsa, me vinculé al movimiento estudiantil, a la FEU y a José Antonio Echeverría. En la Escuela de Medicina llegué a ser dirigente de la FEU, participé en las elecciones y en todas las manifestaciones, creo que no falté a ninguna, trabajé con José Antonio, hice una buena relación con él y me asignó varias misiones. En la huelga del diferencial azucarero, en 1955, hubo una reunión en la FEU donde él nos orientó apoyar el paro, porque ese movimiento que empezó porque los azucareros querían que les pagaran el diferencial, se convirtió en una huelga política y hasta dos de ellos, Conrado Bécquer y Conrado Rodríguez, realizaron una huelga de hambre en las escaleras del Capitolio. José Antonio nos orientó ir a la Cuban Electric Company, para hacer un mitin de repudio. Allí, sobre una mesa, hice una arenga y repartimos octavillas. El periódico Ataja especializado en crónicas roja y amarilla, sacó en primera plana una foto mía con el título: “Los estudiantes agitan y se meten en la Compañía de Electricidad”. Me comienzan a buscar, pero me escondí y no me encontraron.
Como señalé, en 1955 se produjo un movimiento obrero de protesta, porque se negaron los directivos de la industria azucarera y los funcionarios del Estado se negaron a pagar algo que se había establecido mucho tiempo atrás: el diferencial azucarero, una compensación a los trabajadores azucareros de su salario por las dificultades que afrontaban, sobre todo al final de la zafra. En todo el país comenzaron las protestas de los obreros azucareros apoyados por dirigentes sindicales y en muchos lugares las Fuerzas Armadas agredieron a los trabajadores. El movimiento fue ganando fuerza hasta alcanzar niveles nacionales y la FEU y algunos grupos políticos, al ver cómo iba evolucionando, se dieron cuenta de que una demanda económica podría transformarse en un movimiento nacional contra el régimen opresor de Batista.
José Antonio Echeverría orientó que el movimiento estudiantil apoyara con actos de calle a los azucareros. Durante una reunión de la FEU se analizó la posibilidad de tomar la Asociación Nacional de los Colonos, sitio de la dirección de la burguesía azucarera, hacer una protesta violenta y provocar un escándalo político que repercutiera a nivel nacional y se convirtiera en un movimiento no solo de reclamaciones obreras, sino de lucha contra la tiranía del dictador Batista.
Nos ofrecimos dieciséis compañeros, entre ellos el glorioso mártir de la revolución, el querido Fulgencio Oroz. Se decidió la acción de tomar el local de la Asociación Nacional de Colonos, que estaba al frente del Teatro Martí.
Edificio grande, de cuatro plantas, de piedra, con rejas gruesas en las ventanas y puertas sólidas. Lo estuvimos vigilando varios días. Así supimos que al mediodía la gente salía para almorzar y cerraban la puerta porque nadie quedaba dentro del inmueble. Ese 24 de diciembre de 1955, los dieciséis compañeros formamos dos grupos: cada uno se ubicó en las esquinas del Teatro Martí.
Cuando salió todo el mundo y el portero iba a cerrar las puertas, lo encañonamos con una pistolita, lo sentamos en una silla y le dijimos que no se moviera de allí. Este hombre se asustó al punto que parecía morir. Cerramos con trancas y empezamos a subir a los pisos, a la azotea y tirar muebles y panfletos para la calle que decían: “Viva el diferencial azucarero, abajo Batista”. Así estuvimos como dos horas, la policía rodeó el edificio, pero no pudieron abrir la puerta. Ese inmueble es inexpugnable. Yo estaba en el tercer piso, tirando sillas, gavetas y papeles cuando de pronto sentí que me halaron y veo a un policía de piel oscura. Habían entrado por el fondo del edificio que daba a la calle por donde están los bomberos y con una de sus escaleras para actuar contra incendios lograron entrar al edificio por la azotea sin saberlo nosotros.
El policía era mayor, muy corpulento y canoso. Me agarró por el cinto y me dijo: “Abajo están dando leña, hay gente a las que le han dado golpes en el patio, ya abrieron la puerta y hay policías por todos lados, tú tienes la edad de mi nieto, si te estás tranquilo, sin alterarte, te llevo para la estación de al lado. Si no, te van a dar leña, hay compañeros que hemos decidido tener esta actitud, nosotros somos nobles”. Cuando llegamos a la planta baja del edificio, se estaban llevando a los compañeros esposados o agarrados por la cintura para la Tercera Estación de Policía que quedaba al lado del edificio. Conmigo habían ido hasta allí dos compañeros del movimiento de La Víbora, Enrique Delgado Mayoral, Pipo y Jorge Castro. A ellos yo les había indicado que no penetraran y se quedaran viendo la evolución de los sucesos y avisaran a la familia y a otros compañeros sobre lo sucedido. Al salir los vi parados en la acera del Teatro Martí. Me miraban con tristeza y preocupación. Les hice seña para que se tranquilizaran. Ellos se encargaron de avisar a compañeros de La Víbora y a mi madre, lo que me daba tremenda tranquilidad. En uno de los periódicos del siguiente día publicaron una lista de los apresados donde aparecía, entre otros, mi nombre y el de Fulgencio Oroz.
Éramos quince en una celda muy estrecha como de metro y medio. Cerca de las once de la noche llegó Tatica Hernández, quien había sido estudiante de derecho y compañero de Fidel, abandonó la carrera y se hizo policía. Era el capitán de la Tercera Estación y entró gritando como un desaforado: “¡Desgraciados, yo iba a cenar con mi familia, mis hijos, mis padres, me han jodido la noche, tuve que venir para acá. Como esta noche explote una bomba en mi demarcación, los mato a todos!”. Decía horrores, gritaba, tenía un palo de policía en la mano y lo pasaba por toda la reja para golpear las manos de quien las tuviera puestas en la reja. Con nosotros estaba Mirringa, un joven de piel negra que participaba en todas nuestras manifestaciones y, por supuesto, en broncas. Era de pequeña estatura y llevaba en el corazón la revolución. Al escuchar la amenaza de Tatica, Mirringa exclamó con voz atiplada: “Capitán, yo me tiro unos pedos que parecen bombas, y morir por un pedo es muy triste”. La cara de Tatica nunca se me olvida, nos miró como paralizado y salió como un bólido. Ahí le empezamos a decir a Mirringa: “¡Coño, cabrón”, capaz de que hubiera sacado la pistola y nos matara a todos este loco!”. En la estación nos retuvieron hasta el día siguiente, cuando nos liberaron después de abrirnos expedientes sobre los hechos ocurridos.
De la FEU pasé al Directorio Revolucionario (DR) y participé en todas las manifestaciones. Bajábamos de La Colina hacia Infanta con José Antonio al frente. La policía nos golpeaba y disparaba. Algunos estudiantes ripostaban con sus pistolas y uno de ellos fue Espinosita. En las primeras manifestaciones hirieron a un estudiante de arquitectura que era técnico de laboratorio del Calixto García, que por coincidencia de la vida llevaba el nombre de un hijo de Batista: Rubén Batista Rubio. Lo llevaron muy grave a la Clínica del Estudiante del hospital Calixto García, varios compañeros lo estuvimos atendiendo hasta que a los pocos días falleció. Fue el primer mártir estudiantil en la lucha contra la dictadura.
En otra manifestación hieren a Camilo Cienfuegos. Nosotros no lo conocíamos. Corrimos, pero no pude evitar los golpes y cuando voy por la parte derecha de la escalinata una bala de calibre bastante grande choca contra el muro de piedra, a la altura de la oficina de la FEU, y me golpea fuertemente la base del peroné derecho. Me llevan para el Calixto García, a la sala Gálvez de Ortopedia, me acuestan en una camilla y desde ahí veo a estudiantes curando heridos y poniendo yeso, siento que lo mío no es grave, me bajo de la camilla y comienzo a ayudar a los estudiantes que trataban los heridos. Es ahí donde empiezo a conocer la ortopedia, porque me metía en las salas del hospital para ayudar a los ortopédicos y a los técnicos. Estaba cursando el segundo año de la carrera, cuando en 1956 la dictadura cierra la Universidad.
Seguí en el Calixto y me uní al Movimiento 26 de Julio porque había una célula muy fuerte en la sala Gálvez: estaba de jefe de ortopedia Julio Martínez Páez y de ese hospital surgieron seis comandantes: Julio Martínez Páez, Oscar Fernández Mell, José Ramón Balaguer, Ibieta Torres Mendía, Gilberto Cervantes y Bernabé Ordaz que era anestesista. Todos vivían en el internado. Existían dos o tres células y yo me integré a una de ellas, recuerdo como miembros de estas a Roberto Pereda Chávez que después muere en un accidente en el malecón; Gustavo Mesta quien llevó a los prisioneros capturados tras del ataque mercenario por Playa Girón, para entregarlos al Gobierno de Estados Unidos (años más tarde se fue en una lancha siendo primer teniente del Ejército); Vasallo, Miguel Grau, Isis Capetillo y Alfonso Mesta (sobrino de Gustavo). Nuestra tarea era buscar instrumentos quirúrgicos y medicinas para enviarlas a la Sierra Maestra y atender subrepticiamente a revolucionarios heridos.
Con la experiencia recibida como estudiante, al ser ayudante de ortopedia en la sala Gálvez dirigida por el excelso profesor José Ignacio Tarafa, también director médico del Instituto de Rehabilitación Roosevelt, frente al Colegio de Belén, hoy Instituto Técnico Militar (ITM), abrimos un departamento de fisioterapia en el consultorio de mi padrino adoptivo, Antonio Pulido Humarán, situado en la esquina de las calles 21 y M, en El Vedado. Éramos revolucionarios que trabajábamos en la sala Gálvez del hospital Calixto García: Miguel Grau López, Rigoberto Padilla Albert, Roberto Pereda Chávez. Con el pomposo nombre de Instituto de Terapia Física y Rehabilitación Muscular, comenzamos a atender numerosos pacientes del cercano hotel Capri y a atletas del Club Cienfuegos de pelota, cuyo jefe médico era el profesor Méndez Campiño.
Consultorio del Dr. Pulido, en 23 y M, El Vedado. En la planta baja montamos una consulta de fisioterapia para atender peloteros, huéspedes del hotel Capri y un centro de atención a revolucionarios heridos, perseguidos y torturados por la dictadura. El apartamento fue registrado por los sicarios de Ventura sin encontrar nada.
Aparte de mejorar económicamente nuestra situación, en ese local atendíamos a pacientes heridos en la Sierra y la lucha revolucionaria, escondíamos armas y organizábamos reuniones del Movimiento 26 de Julio, a las cuales mi padrino no era ajeno. Pulido estableció relaciones con grupos de oposición a la dictadura de los antiguos gobiernos auténticos, entre ellos, los grupos de la Organización Auténtica y Triple A. También con Pulido establecimos relaciones con compañeros del MNR de García Bárcena y del Directorio Revolucionario. Incluso intentamos trasladar desde La Habana hacia Miami a Tony Varona. Para lo cual, Delio Hernández y yo, deberíamos apoderarnos del balandro de vela y motor Lidy, atracado en los muelles de la playa de Baracoa, propiedad de Mario Molina, amigo de mi madre y jefe de la zona fiscal de occidente. Habíamos hecho una copia de las llaves del Lidy. No se logró el objetivo por la delación de una joven amiga de la familia llamada Ela, la cual sin saber el fin de la salida del barco, lo notificó al sargento de la Marina del puesto de mando de la playa de Baracoa, quien bloqueó la salida de la bahía. Ela se encargaba junto a su esposo de la limpieza y mantenimiento de la embarcación. Al ser interrogados, adujimos que queríamos salir a navegar y pescar con unas amigas. La embarcación quedó retenida por la Marina de Guerra de la playa de Baracoa. Así se frustró el objetivo de exiliar a Tony Varona y a otros líderes auténticos.
En el buró de Pulido Roberto Pereda Chávez, gran amigo y Rigoberto Padilla Albert, quien me inyectó después de mi larga incursión en el tanque de agua.
En la madrugada del 26 de octubre de 1957, los esbirros al mando de Esteban Ventura, detuvieron a Pulido en su casa ubicada en Santa Catalina y Figueroa, en La Víbora y se lo llevan con rumbo desconocido, sin explicaciones, ante su esposa Gloria y sus dos hijos de 10 y 12 años. En ese momento como alumno oficial, yo vivía en el internado del Calixto García, en la habitación 9, que compartía con dos estudiantes de medicina: Eladio Lam Chui, de ortopedia y J. Chiang, de anestesia. Ese mismo día, cerca de las tres de la madrugada tocaron a nuestra puerta. Escucho a Pulido decir: “Abre y no te asustes, que me llevan preso y quieren registrar mi consulta, no encontré la llave del dispensario y hace falta utilizar la tuya”.
Al abrir la puerta entró Pulido vestido meticulosamente de blanco y sombrero, como siempre, seguido por cuatro sicarios del grupo de Ventura Novo, armados con ametralladoras. Me obligaron a vestirme, me pidieron las llaves de la consulta y registraron la habitación. No encontraron nada comprometedor ni los bonos del 26 de Julio y del Directorio por valor de unos cuantos miles de pesos que yo tenía debajo de un pesado armario sin patas.
Al descender las escaleras del internado hacia las calles internas del hospital, vi al compañero Ávila, quien controlaba a los residentes del internado. Le habían preguntado por Kiko Álvarez y para ayudarme, había dicho que yo no estaba en ese momento. Alfaro, que iba al frente de los esbirros, le dio un buen golpe a Ávila mientras le decía: “¡Desgraciado, así que Kiko no estaba!”.