Teología Pop - Lucas Magnin - E-Book

Teología Pop E-Book

Lucas Magnin

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Beschreibung

La teología del siglo XXI se ve en la titánica tarea de establecer una mediación entre sus certezas fundacionales y las frenéticas experiencias que nos rodean. Como cada generación cristiana a lo largo de la historia, nos vemos ante el desafío de volver a representar -en un escenario nuevo y ante desafíos desconocidos- la antigua historia de la salvación. Teología Pop es el fruto de las búsquedas y los hallazgos de una generación ecléctica, curiosa, hiperconectada. Recupera la polifonía de voces jóvenes que brotan desde los rincones de toda Iberoamérica: 21 ensayos que hablan desde y hacia el siglo XXI. Es un testimonio de la fe de una generación que se siente a gusto por igual entre textos milenarios y pantallas táctiles. La reflexión teológica -escrita por las nuevas generaciones, desde el Sur global y en nuestra propia lengua-está vivita y coleando. Por ser un libro firmado por muchas manos, conviven aquí todo tipo de miradas y preguntas. Esa multiplicidad es el reconocimiento de que el Espíritu sopla donde quiere (y la Iglesia no puede prescindir de esa gracia multiforme).

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Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 Viladecavalls

(Barcelona) ESPAÑA

E-mail: [email protected]

http://www.clie.es

© 2024 por Lucas Magnin, editor general.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.org; 917 021 970 / 932 720 447)».

© 2024 por Editorial CLIE. Todos los derechos reservados.

TEOLOGÍA POP21 ENSAYOS PARA PENSAR LA FE Y LA CULTURA EN EL SIGLO XXI

ISBN: 978-84-19055-87-3

eISBN: 978-84-19055-88-0

Cristianismo / General

ÍNDICE

Prólogo

José de Segovia

Introducción

Lucas Magnin

El drama del discipulado. El arte de ser testigos en tiempos de desencanto

Jonatán Rodríguez Amengual

Entonces, rezo. Reflexiones estético-espirituales sobre un himno de rock

Graciano Corica

Tarantino y la misión mosaica: el ser y el deber ser

Alex Sampedro

Todos somos antihéroes. El cristiano como santo, sufriente y pecador

Ana Ávila

El derrotero de un ideal. Shrek, el buen samaritano y otras yerbas

Paula Muñoz

Cristianos… ¡reuníos! Una promesa olvidada en el tiempo

Joseba Prieto

El infierno son los otros. Avatar: la leyenda de Aang y la empatía cristiana

Edgar Pacheco

Jesús y Neo. El reino de Dios y la Iglesia entre utopías y distopías

Milena Forero

La imagen de Jesús en el siglo XXI. Reflexiones sobre belleza, imperfección y renovación

Sergio Ramírez

Entre la productividad y la nada, elegí la nada

Noa Alarcón

Y tomando sus redes, le siguieron. El desafío de habitar cristianamente el espacio digital

Almendra Fantilli

Legión: una respuesta pastoral a la deformación de “persona” en redes sociales

Shealtiel Durán

Belleza que ilumina. Selfis, cine y vocación cristiana

Jonathan Hanegan

El Dios oculto y el Dios revelado. Rompiendo el sello divino de lo cotidiano

Jesús Rodríguez

¿Es posible que no haya coincidencias? La fe, las señales y la interpretación de la realidad

Abrahan Salazar

Amar, temer y partir. Conversaciones entre Mafalda, Eclesiastés y Laura

David Nacho

Avatar, los árboles y el pueblo gunadule

Jocabed R. Solano Miselis

Modo Mufasa, modo Scar. ¿Y si El rey león tenía razón?

Miguel Ángel Pulido Moreno

Girls Just Want to Have Fun. Las mujeres y la Iglesia

Silvina Repullo

La fe de nuestras abuelas. Una visión renovada para el futuro del pentecostalismo latino

Daniel Montañez

Tiempo suficiente antes del fin. Dimensiones desconocidas de nuestra escatología cristiana

Edgardo Fuentes

PRÓLOGO

José de Segovia

La relación de la Iglesia con la cultura popular ha sido siempre equívoca. Por un lado, hay sectores que todavía desprecian lo que les parece efímero y trivial, elevando el “arte sacro” a la categoría de “trascendental”, ejemplo de “alta cultura” —como vemos en la mayor parte de las iglesias históricas, orgullosas de que su liturgia y arte religioso sean considerados parte de la “cultura clásica”, o inspiración incluso de las expresiones más elitistas del mundo intelectual—. Y por otro, movimientos como el evangélico, que han abrazado la cultura popular hasta convertirla en un modo de adoración e instrumento de propaganda —constituyendo una auténtica subcultura con su propia música, literatura y medios de comunicación que no llegan más que a ellos y sirven solo para su propio entretenimiento—.

A estas alturas, creo que no hace falta mucho esfuerzo para demostrar la importancia que tiene la cultura popular, desde Playboy o Tolkien hasta Star Wars y Los Simpson, no solo en la sociedad occidental, sino en la realidad global en la que ahora vivimos. Es cierto que hay cristianos que han escrito ya de los peligros de la cultura popular, sobre todo en relación con la familia y la moral, pero pocos libros podrá encontrar como este que tiene entre manos. Lucas Magnin ha logrado reunir aquí a toda una serie de jóvenes interesados en la cultura pop, tanto en España como en Latinoamérica, que intentan evitar tanto la moralina de esta literatura como el simple llamado a participar de la subcultura evangélica para producir nuevos músicos, cineastas, escritores y comunicadores que sigan entreteniendo a los cristianos con mayor técnica e inspiración.

Como alguien que se siente unido a la cultura popular desde los años 60 y se ha criado tanto en una iglesia histórica como en el movimiento evangélico más amplio, nunca he entendido cómo separar la fe de mi interés por lo que se sigue llamando “el mundo”. En el colegio me llamaban Cine, música y libros porque no hablaba de otra cosa. Era lo que me interesaba. Cuando empecé a escribir sobre estos temas a finales de los años 70 no podía separar la realidad de mi fe de la experiencia vital que encuentra su expresión en la cultura popular. No es que buscara ilustraciones para hacer el mensaje más actual, como hacen muchos predicadores… es que no puedo concebir la vida aparte de ella. La revista que publicaba en papel a principios de los 80 lleva el mismo nombre que la página web donde escribe ahora una nueva generación de autores cristianos interesados en la cultura pop, Entrelíneas. Este libro es el anuncio de cómo algunos jóvenes, como los que aquí ha reunido Magnin, van a llevar esta perspectiva a una Iglesia todavía confusa al respecto de qué hacer con la cultura pop.

Hasta leer las contribuciones de estos nuevos autores, confieso que lo único que creía que muchos evangélicos hispanos podían aportar a la cultura popular eran salmistas, memes y patéticos videos de internet. La superficialidad que todavía transmite gran parte de nuestro “mundillo cristiano” no solo hace dudar de nuestra inteligencia, sino que da una impresión de propaganda barata, solo apta para la manipulación y la promoción de intereses sociales conservadores, cada vez más partisanos a nivel político. En un sentido, parece que hemos ido hacia atrás desde los años 80, cuando la Mayoría Moral se unió al último Schaeffer (que cambió sus charlas sobre Buñuel o Jefferson Airplane por campañas contra el aborto —luego vino el movimiento LGTB, ahora lo trans y mañana cualquier otra causa de las que nos parezca que no somos culpables—). La hipocresía farisea ha convertido el escándalo del Evangelio en una moralina cada vez más asfixiante. Nuestra música es cada vez más cúltica, nuestras películas no hablan más que de “valores familiares” y los libros son simples productos de autoayuda y psicología barata. Tenemos que volver al realismo de la Escritura y hablar el lenguaje de un mundo que no entiende nuestra jerga, sospecha de nuestras motivaciones y desprecia nuestro estilo de vida como puritano y represivo.

Creo que nos hace falta, sobre todo, honestidad —la que caracterizó a Schaeffer y Rookmaaker en los años 60 y 70, cuando hablaban de la esperanza del Evangelio en relación con la cultura popular de los jóvenes de su tiempo—. Necesitamos sinceridad, pero también humildad, ya que fácilmente simplificamos apasionadamente la complejidad de unas obras que expresan luz y oscuridad, gozo y desesperación, bondad y maldad. La vida tiene esa mezcla de gracia e idolatría, como dice mi amigo Ted Turnau en su valioso libro Pop-olegética. Podemos buscar a Dios en la cultura popular, como hace Romanowski, pero lo que encontraremos tantas veces es una realidad tan humana que hace que lo mejor de la cultura muchas veces no sea más que un reflejo del problema que la Biblia llama pecado. No eso que llamamos “el mundo”, sino nosotros —los seres humanos—, que somos tan complejos.

No me queda ahora sino recomendar la lectura de estas páginas y elogiar, si se me permite, la labor de Lucas Magnin. He conocido pocos como él, que unan a su juventud, la madurez de tantas lecturas; su seriedad a su sensibilidad; su iniciativa a su humildad. Lucas es, para mí, un ejemplo de cristianismo equilibrado, santidad mundana, personalidad comprometida con la Iglesia. Los libros que ya ha publicado muestran una originalidad en su expresión y fidelidad al mensaje nada habituales en su generación. Espero que los autores que aquí ha convocado sigan su ejemplo y que pueda ser el inicio de todo un movimiento que, aunque no creo poder llegar a ver, alcance a una generación necesitada de la Luz en medio de tanta oscuridad… ¡Que este libro sirva también para ello!

INTRODUCCIÓN

Lucas Magnin

La cultura popular es el medio ambiente en el que vivimos, nos movemos y somos. Las canciones, películas, series y memes interpretan el pulso de la existencia ante la vista de una audiencia global. Es allí donde se escenifican, como en pocos otros lugares, las liturgias seculares1 que traslucen la cosmovisión, las ideologías y la religiosidad contemporánea. Es una «mitología para la cultura posmoderna»2 en la que se forjan las identidades personales, la memoria colectiva y los futuros posibles. Un laberinto interminable de narrativas donde coexisten la gloria y la miseria (y todo lo demás).

Hay ciertos núcleos temáticos que, en diferentes momentos de la historia, han congregado la discusión y la producción teológica. El cristianismo viene hablando de la Trinidad desde hace veinte siglos, pero nunca con tanta dedicación y con consecuencias tan duraderas como en el siglo IV. Y también de Cristo, de su divinidad y humanidad, pero nunca fue la cristología más centro de atención que en el siglo V. La doctrina de la salvación dominó las conversaciones teológicas del siglo de la Reforma. Y aunque la eclesiología es un tema omnipresente de la teología cristiana desde las cartas paulinas, fue el siglo XX el que se ganó el rótulo de “el siglo de la Iglesia” (por la enorme cantidad de reflexión, debates y decisiones que propició).

Si tuviera que aventurar una hipótesis, me animo a decir que la cultura es el tema teológico clave del siglo XXI.3 Es un asunto que aparece explícitamente en conferencias, sermones, charlas casuales y libros (como este). Pero, más aún, es el dilema que se percibe en el fondo de muchos otros asuntos. Con mayor o menor conciencia, los creyentes no paran de hablar de la cultura; si uno presta un poco de atención a los debates actuales sobre temas como la Escritura, la Iglesia, la ética, el fin del mundo o la misión, puede percibir que la verdadera preocupación detrás de esos asuntos es una cuestión esencial, pero que pocas veces se aborda frontalmente: la doctrina de la cultura.

Creo que esto refleja la experiencia de vivir en sociedades donde la fe cristiana ya no es la hegemonía cultural que fue en el pasado. El cristianismo occidental experimenta cómo se siente vivir en un entorno que no sostiene (más o menos implícitamente) un paradigma cultural y ético conectado con la propia fe. Es una experiencia bastante inusual en Occidente, al menos desde la cristianización del Imperio romano en el siglo IV; en ese sentido, se parece a algunos aspectos de la experiencia religiosa y cultural de los cristianos de los primeros siglos.

Mientras Iglesia y sociedad compartían códigos, instituciones y valores, podía parecer que la visión cristiana se superponía sin mayores esfuerzos con la visión de la realidad misma. Aunque no siempre estaban de acuerdo en las conclusiones, a fin de cuentas, fe y cultura cortaban el mundo con la misma tijera.

Pero ya no. El agotamiento cultural y espiritual se percibe como un viento helado en Occidente. Es una estampida de pesimismo y aturdimiento, fruto del pensamiento débil y la incertidumbre. Habitamos, en palabras de Max Weber, en un politeísmo de valores. Nuestras enciclopedias mentales son cada vez más diversas; los puentes que nos ayudaron a salir del aislamiento individual y a caminar hacia el prójimo se han vuelto cada vez más inestables y poco confiables.

Nada de esto significa que debamos entregarnos a un fatalismo apocalíptico ni abrazar conspiraciones persecutorias. No vas a encontrar esa actitud en este libro. Pero sí implica un esfuerzo por comprender cuáles son los fundamentos del entramado social que enmarca nuestra experiencia como cristianos en Occidente en el siglo XXI.

Los enormes cambios en la hegemonía cultural de nuestras sociedades obligan a la Iglesia cristiana a elevar una serie de preguntas muy complejas que, durante siglos, muchos creyentes no necesitaron abordar con urgencia: ¿Qué significa ser humano? ¿En qué se parecen las experiencias de personas de diferentes épocas, regiones y culturas? ¿Acaso esas similitudes son realmente universales o son solo particularidades muy difundidas? ¿Cuánto de lo que soy está determinado por mi contexto? ¿Qué actitud debería tomar ante el entorno cultural en el que crecí? ¿Y ante las culturas diferentes? ¿Es posible nombrar la realidad con cierto margen de objetividad? Y, si se puede, ¿cómo convivo con otros que también piensan que su percepción es la correcta? ¿Considero que la mejor forma de ser cristiano está estrechamente conectada con una experiencia cultural particular (la de cierto país, clase social o grupo demográfico)? ¿De qué manera las teologías —pasadas y presentes, ortodoxas y heréticas, saludables y peligrosas— incorporan o rechazan aspectos de la cultura en la que nacen?

Cultura es una de esas palabras prácticamente imposibles de definir con precisión; se han clasificado unas 250 definiciones diferentes. La etimología nos retrotrae al latín cultus (derivado, a su vez, del verbo colere). El sentido principal de cultus tenía que ver con el cultivo y el cuidado de la tierra: la capacidad humana de interactuar con el ambiente y las técnicas para transformar el mundo.4 La cultura permite que el ser humano «no solo se adapte a su entorno, sino que haga que este se adapte a él, a sus necesidades y proyectos; dicho de otro modo, la cultura hace posible la transformación de la naturaleza»5. En segundo lugar, la palabra también tenía connotaciones religiosas, ligadas a la devoción y el cuidado de lo divino; en otras palabras: la conexión religiosa que existe entre las actividades humanas y aquello que trasciende a la humanidad misma.

Los fenómenos culturales están entonces etimológicamente conectados no solo con un aspecto del cultivo, sino también con una dimensión cúltica. Es una tríada de sentidos que se iluminan entre sí. Culto, cultura y cultivo, en palabras de Justo González; «esto no se debe únicamente a que el cultivo necesita de una estructura ideológica que le sirva de base. Se debe también, y sobre todo, a que el desafío más profundo de toda la vida humana es el tremendo misterio del sentido de la vida y de la realidad toda»6.

Entre las incontables definiciones y matices que esconde el término cultura, nos interesa en este volumen concentrarnos en un aspecto en particular: la cultura pop.

Decimos que es pop porque es popular. De hecho, el primer registro de la palabra pop (que tiene casi cien años) tenía que ver específicamente con aquello que tiene un atractivo popular. Y aquí conviene hacer una aclaración fundamental. Todavía se escucha en algún lugar de la conciencia colectiva una interpretación muy despectiva acerca de la palabra pop y la cultura popular en general. Entre cristianos esto se ve muy a menudo: usar la palabra pop como un sinónimo de pobre, falso, efímero o decadente; pensar que el arte masivo es algo intrínsecamente cutre y de mal gusto; o ver la cultura popular como una producción artística inferior a la música clásica, los textos de Homero o Goethe y las esculturas del Renacimiento.

¿Por qué los cristianos tienden a descartar la cultura pop? William Romanowski, profesor de Comunicación en el Calvin College, propone tres hipótesis.7 En primer lugar, algunos creyentes pueden creer que son inmunes a los efectos de la cultura popular. En segundo lugar, es posible que la consideren como algo tan insignificante que ni siquiera vale la pena pensar en ella. Finalmente, es probable que muchos pasen de largo porque sientan que no tienen herramientas para emprender esa tarea.8

Creo que podría agregar una cuarta: el miedo de algunas personas a quedar expuestas a una maquinaria ideológica tan eficiente que los manipule en lo profundo de su psique y corrompa su sistema de valores sin que se den cuenta. Este temor alimenta una perspectiva muy negativa de la cultura y un atrincheramiento del individuo en su relación con la sociedad; en ocasiones llega a percibir toda forma de arte, pensamiento, creatividad o entretenimiento como meros artefactos de una conspiración global.

Al hablar de la cultura, el adjetivo pop(ular) nada tiene que ver con el valor artístico, la profundidad intelectual, cierto ideal etnocéntrico o la clase social. Tiene que ver con demografía. La cultura popular es una forma de expresión que floreció fuera del jardín amurallado de las élites sociales. Aunque es un fenómeno que explotó con fuerza en Occidente a lo largo del siglo XX, penetrando en todo tipo de clases, territorios y segmentos demográficos, ya mucho antes había indicios que preparaban el terreno.

A lo largo del último siglo, la cultura pop se ha convertido en «uno de los vehículos más significativos (quizás el vehículo más significativo) de la cosmovisión y los valores de Occidente»9. Cuando la industrialización y la economía de masas fueron progresivamente poniendo una mayor cantidad de dinero y de tiempo libre en las manos de nuevos actores sociales, más y más personas pudieron acceder a formas de arte y expresiones culturales —música, literatura, dramaturgia, entretenimiento, etc.— antes resguardadas en algunos espacios sagrados de las clases dirigentes (museos, teatros, cenáculos).

El desprecio por la cultura popular (que se traduce en un uso despectivo de la palabra pop) es heredero de la distinción entre alta y baja cultura. Al menos en teoría, esta distinción estaba relacionada con tres formas de accesibilidad. En primer lugar, económica: una entrada al cine suele ser más barata que una entrada a la ópera. En segundo lugar, educativa: una serie de televisión quiere ser disfrutada y comprendida por una audiencia más amplia que el público objetivo de una muestra sobre el gótico germánico del siglo XVIII. Y, en tercer lugar, de disponibilidad e inmediatez: escuchar una canción a través de una radio o un tocadiscos es bastante más sencillo que depender de la programación de una orquesta sinfónica.

Esa preocupación constante por la accesibilidad es una de las razones clave detrás de ciertas deficiencias, excesos y carencias asociados con la cultura pop. La obligación de conectar con una audiencia amplia, la ansiedad por no dejar a nadie afuera y las exigencias de vivir en sociedades de consumo a menudo convierten a la obra de arte popular en algo excesivamente accesible (y, por lo tanto, fácilmente descartable).

Le debemos la distinción entre alta y baja cultura al libro Culture and Anarchy, publicado por el poeta y crítico literario Matthew Arnold en 1869. Allí decía que la alta cultura estaba dedicada a la búsqueda desinteresada de la perfección humana (algo que, por oposición, la cultura popular nunca podría alcanzar). La distinción de Arnold quedó grabada a fuego en Occidente y contribuyó decisivamente a etiquetar lo popular y lo masivo como formas imperfectas de baja cultura.

Lo que se perdió en el proceso fue la conciencia de que Arnold usaba esas categorías como un vehículo de presión social de la moral victoriana. En el fondo (y a veces muy en la superficie), la distinción entre alta cultura y baja cultura deja entrever una perspectiva clasista; pensar que la cultura popular es un arma del mercado con forma de arte de segunda clase es una herencia de la cosmovisión elitista de la Inglaterra victoriana de la segunda mitad del siglo XIX.

La distinción entre cultura alta y baja fue entrando en crisis durante la primera mitad del siglo XX; para la década del sesenta, esa distinción se rompió para siempre. Aunque las vanguardias de los años veinte y treinta dinamitaron la concepción moderna del arte, y las películas de Bergman, Fellini, Hitchcock, Kurosawa, Ford o Buñuel menoscabaron la supuesta superioridad moral y estética de la alta cultura de las élites, fueron el rock y el pop de los sesenta los que terminaron de derribar la pared divisoria.

La publicación de Sgt. Pepper de los Beatles en 1967 fue la gota que rebalsó el vaso; los “guardianes” de la alta cultura ya no podían considerar que todo eso era solo música para adolescentes. «Han convertido al pop en una forma legítima de arte», decía uno; «han salvado la brecha infranqueable que separaba al rock de la música clásica», decía otro; incluso alguien afirmaba «este es un momento crucial en la historia de la civilización occidental». El hecho de que la Academia Sueca haya otorgado el Nobel de Literatura de 2016 a Bob Dylan fue solo el reconocimiento institucional de un movimiento tectónico que ya había transformado la cultura occidental décadas antes.

Si para mediados del siglo pasado, la difusión y popularidad del consumo cultural y artístico a través de medios electrónicos de difusión masiva ya era imparable, la plataformización de la última década ha puesto el acceso cultural todavía más cerca. Ya no hay que ir al cine, ni esperar a cierta hora para ver el programa de TV, ni tener un reproductor de CD, ni levantarse para buscar un libro en el estante de la biblioteca… el infinito mundo de la cultura humana se encuentra ahora en la palma de la mano.

¿Hasta dónde se extiende entonces la cultura pop? Los estudiosos no terminan de ponerse de acuerdo. En la antigüedad la cosa era un poco más sencilla; la categorización clásica de las seis artes10 daba una impresión de totalidad. Pero de pronto se sumó una séptima (el cine), y la fotografía y el cómic también reclamaron su lugar en el panteón de las artes. Una vez abierta la compuerta, ya no hubo vuelta atrás. ¿Cómo clasificamos los videojuegos, las series, las publicidades, los musicales, los monólogos de stand up, el origami, los posters, la moda urbana o el diseño digital? Aunque hay un núcleo duro de fenómenos que innegablemente constituyen la quintaesencia de la cultura pop —relacionados con el arte, el diseño, el entretenimiento y los medios masivos—, la misma vitalidad y constante novedad de la cultura popular hace prácticamente imposibles las clasificaciones que en otros tiempos eran más sencillas.

Pocas cosas tienen el poder de convocar a las personas como una buena historia. «Había una vez…» es la estrategia que los seres humanos venimos usando desde las cavernas para unirnos y crear lazos de comunión y propósito. Antes lo hacíamos alrededor del resplandor de una fogata; ahora lo hacemos iluminados por el magnetismo de la gran pantalla.

Las narrativas nos permiten entender quiénes somos y qué es el mundo; usamos las historias para contar la gran historia de nuestra vida, de nuestro grupo o de la humanidad. Y detrás de cada gran historia se esconde la respuesta a un gran dilema. Jesús eligió contar su teología precisamente a través de relatos. Sus parábolas eran, etimológicamente, algo arrojado (bolé) al margen (para). Las historias arrojan la verdad al margen de los dilemas. Tienen la capacidad de bordear lo imposible, saltear lo indecible, salirse de lo predecible.

Parte del inmenso atractivo que el cristianismo ha despertado a lo largo de veinte siglos se debe a su enorme capacidad para entretejer sus verdades fundamentales en metáforas, símbolos, personajes e historias. En pocas palabras: la habilidad de crear meta-narrativas con las que una multitud de personas, experiencias y contextos diferentes pueden identificarse.

La historia de salvación que cuenta la fe cristiana es polifónica, coral. Justamente por eso, ha logrado calar hondo en geografías, culturas y edades aparentemente incompatibles. El Evangelio ha logrado saltar, como ninguna otra fe, los límites de clase, territorios y épocas para conectar con una experiencia humana común.11 Nunca se conformó la fe de Jesús con ser una isla ni con descartar aquellas partes de la sociedad o la realidad que le resultaban extrañas. Siempre abrazó su vocación universal: el deseo de poder pronunciar la Buena Noticia en todos los mundos existentes.

La razón de este paradigma brota precisamente del misterio de la encarnación. Cristo llevó hasta las últimas consecuencias ese antiguo proverbio de Terencio, que decía: nada de lo humano me es extraño. En palabras de Hebreos, «era necesario que en todo sentido él se hiciera semejante a nosotros, sus hermanos, para que fuera nuestro Sumo Sacerdote fiel y misericordioso, delante de Dios. Entonces podría ofrecer un sacrificio que quitaría los pecados del pueblo» (2:17).

El cristianismo es todoterreno. Es una historia de amor espiritual, pero también una de sacrificio físico. Es un testimonio de los orígenes, del progreso humano y del fin de la historia. Es un retrato de toda la humanidad, de un pueblo, de una familia, de un grupo de amigos, de personas. Es una historia de sabiduría y de honor, de poesía y batallas, de cotidianidad y excepcionalidad, de castigo y comunión, de cruz y festejo.

Toda la experiencia humana —con sus luces refulgentes y sus pantanosas tinieblas— es invitada a la reconciliación en la mesa de Cristo. La explosión de colores y formas de eso que nombramos intuitivamente como ser humano puede identificarse sin pudores con los trazos que propone desde hace dos mil años el Evangelio de Jesús.

Semejante polifonía tiene el potencial de tender puentes para todos los rincones del globo. Y lo ha hecho. Pero arrastra también otra consecuencia: es una riqueza que hace tambalear todas las estructuras provisorias. Es muy difícil hacer entrar una paleta de colores tan grande en un lienzo mental; nuestras cajitas, categorías y marcos conceptuales se sienten apabullados y estupefactos ante semejante explosión de vida e intentan ordenarla.

Para colmo, las imágenes y valores que configuran la narrativa cristiana usualmente esconden tensiones muy profundas entre sí: el amor y la justicia; la imago Dei y la Caída; la sabiduría pseudo-ascética de Proverbios y el disfrute pseudo-nihilista de Eclesiastés; las metáforas de Dios como juez, como esposo y como Padre. Todas esas voces que logran conectar tan bien con las texturas y vericuetos de la experiencia humana también ponen en crisis los edificios que intentan contenerla, ordenarla, categorizarla.

La teología cristiana es una ciudad poblada por cientos, miles, millones de edificios que intentan, de manera más o menos sistemática, encauzar esta polifonía. Algunos son rascacielos que se esfuerzan por agotar cada variante y encajar a la perfección todos los coloridos ladrillos de la revelación. Otros se concentran en un color o dos, y se dedican a explorarlos sin mayor pretensión en algunas habitaciones pintorescas.

Cuanto más dedicado esté un edificio a una sola metáfora o a un único principio regulador —los pactos, la cruz, el reino de Dios, la Ley, el pecado, la predestinación, lo que fuere—, mayor control de la narrativa tendrá. Menos contradicciones y mayor solidez en la estructura. Las tensiones sugeridas por las otras voces de la revelación quedarán desplazadas a un lugar secundario o se explicarán como un detalle insignificante del edificio. Su especificidad teológica se disimulará.

La teología occidental ha tenido siempre una debilidad epistemológica por lograr el corsé perfecto, el edificio sin fisuras. Pero con este éxito vienen al menos tres problemas.

El primero es el aislamiento teológico. De tanto concentrarse en un valor, una metáfora o un tema, otros asuntos quedan descuidados, relegados al olvido o la intrascendencia. Por eso, cuando otros creyentes que le dan importancia a esos asuntos olvidados miran un edificio tan majestuoso y perfecto, pero tan carente de algunos distintivos cristianos que para ellos son fundamentales, no saben cómo explicar que ambas cosas sean “el mismo Evangelio”. El éxito teológico es algo bastante paradójico: cuanto más alto el edificio, menos vecinos alrededor.

El segundo es el aislamiento antropológico. Elegir el camino de la monofonía es una estrategia útil para disciplinar la vida colectiva y generar identidad grupal, pero es poco eficiente para conectar con la polifonía humana. Un cristianismo monofónico construye majestuosas teologías sistemáticas y altísimos templos, pero falla en su misión. Y una era posmoderna, poscristiana, casi poshumana, necesita más misioneros que rascacielos.

Finalmente, la gimnasia intelectual que hay que hacer para meter el Evangelio en un corsé racionalista es bastante agotadora. Esto se ha visto muchas veces a lo largo de la historia. Los apologistas del siglo III que buscaban la plena continuidad entre Platón y el kerigma, las fervientes sendas de Tomás que llevaban a Aristóteles, los titánicos esfuerzos de la escolástica reformada del 1600, todos compartían un mismo deseo: crear una estructura teológica sólida, imponente e invencible. Sin embargo, para llegar hasta ahí normalmente tienen que hacer compromisos con algunos marcos conceptuales y filosóficos que algún día pasan factura a la espiritualidad cristiana (a veces de manera irreversible).12 Y además, de tanto insistir en que «it’s my way or the highway»13, estos proyectos de rascacielos teológicos suelen dejar un tendal de ex-cristianos a su paso.

Somos lo que amamos, ha dicho James K. A. Smith. La fe cristiana entronca la relevancia de su mensaje en los aspectos más esenciales de la existencia humana: esas cosas que determinan nuestros deseos más arraigados y duraderos, nuestro amor y voluntad, incluso cuando exceden todo lo que conocemos, entendemos o podemos nombrar. «Eso que ustedes adoran como algo desconocido es lo que yo les anuncio» (Hch. 17:23), dijo Pablo con incontenible pasión en el Areópago de Atenas.

Con cada respuesta, milagro y enseñanza, Cristo inauguraba nuevos mundos de posibilidad, nuevas conexiones sinápticas, nuevos universos de sentido que cautivaban a su audiencia (y nos siguen cautivando hoy, dos mil años después). ¿Qué tal si nos animáramos a una teología que pudiera predicar, como el mismo Señor, a la inteligencia emocional de las personas? ¿Qué pasaría si dirigiéramos el fascinante Evangelio de Jesús de Nazaret no solo a la racionalidad y el método, sino también a la imaginación, la sorpresa y los deseos?

Las estructuras intocables de la racionalidad moderna tienen muchos problemas para conquistar las mentes posmodernas… mucho menos logran cautivar las imaginaciones. Creo que evangelizar los anhelos es una manera mucho más relevante de hablar de Dios en un contexto secular que una apologética de datos duros. Ver a alguien disfrutar de su propia fe es hoy mucho más convincente que verlo refutar la fe del otro.

Interés es precisamente lo que está entre las personas.14 Donde no hay interés, no hay puentes posibles. Si no hay nada entre vos y yo, ambos nos quedamos encerrados en nuestra propia individualidad. Si no me interesan los anhelos profundos de mi prójimo, si considero que sus preguntas son irrelevantes o vacías, si creo que sus esperanzas son pura ilusión, el diálogo es imposible. No hay nada entre nosotros. Sin capacidad para escuchar las preguntas y problemas que una sociedad considera relevantes, nuestra voz no tendrá relieve: no se distinguirá del resto de la superficie.

¿Por qué debería interesarse la teología cristiana por la cultura pop? Steve Turner, periodista y crítico cultural británico, propone diez razones por las cuales vale la pena el esfuerzo de construir puentes. Cito solo algunas: porque la cultura popular es un regalo en el que vemos reflejada la imagen de Dios en la humanidad; porque tiene un inmenso poder para crear realidades; porque Cristo es Señor de toda la vida (y, por ende, también de esta dimensión); porque es un mapa invaluable al espíritu de la época; porque determina hábitos y perspectivas que son fundamentales para entender y encarar la misión y la vida cristiana en contexto; porque Dios puede usar la cultura pop para encontrarse con nosotros; etc.15

El libro que estás a punto de leer es una polifonía teológica iberoamericana: una muestra de la multiplicidad de voces que coexisten actualmente en la reflexión teológica de la Iglesia evangélica de habla hispana. Los autores y autoras de esta Teología Pop no representan una parcela eclesial aislada ni una tradición teológica uniforme; más bien, manifiestan una variedad de formas, tendencias y estilos. Aunque cada uno escribe desde su propio lugar en el mundo, área de conocimiento y experiencia de Dios, juntos apuntan, en un acto de adoración comunitaria, a la multiforme gracia que existe en nuestra fe.

Teología Pop es el fruto de las búsquedas y los hallazgos de una generación ecléctica, curiosa, hiperconectada. Es una forma de dar el micrófono a muchas de las preguntas, ideas, necesidades, propuestas y desafíos que comparten las nuevas generaciones de la Iglesia.

Necesitamos esas voces. No podemos darnos el lujo de prescindir de los creativos, artistas, intelectuales y pensadores que desafían la rutina, los lugares comunes y las explicaciones de manual. Siempre la Iglesia ha necesitado esas figuras, pero creo que en estos tiempos de crisis institucionales, de fin de la hegemonía cristiana en Occidente y de aventurarnos constantemente como sociedad a territorios desconocidos, esa vocación se vuelve cada vez más necesaria. Porque si nuestras estructuras expulsan a sus elementos más creativos, más incómodos, más desafiantes y menos obsecuentes, no nos quejemos después de tener comunidades chatas, acomodadas, rutinarias, sin jóvenes, ni fuerza vital, ni propuestas comprometidas y valientes. Lo que sembramos, cosechamos.

Participan de este volumen 21 autores jóvenes de diferentes partes de Iberoamérica; son teólogos, artistas, biblistas, escritores, influencers, pastores, comunicadores intelectuales y divulgadores que hacen teología profunda y relevante en nuestro propio idioma y desde el sur global: Abrahan Salazar (Perú), Almendra Fantilli (Argentina/España), Alex Sampedro (España), Ana Ávila (México/Guatemala), Daniel Montañez (Estados Unidos), David Nacho (Bolivia/Canadá), Edgar Pacheco (México), Edgardo Fuentes (Puerto Rico), Graciano Corica (Argentina), Jocabed Solano (Panamá), Jonathan Hanegan (Estados Unidos/Argentina), Jonatán Rodríguez Amengual (España), Joseba Prieto (España), Jesús Rodríguez (México), Miguel Pulido (Colombia), Milena Forero (Colombia), Noa Alarcón (España), Paula Muñoz (Argentina), Sergio Ramírez (Colombia), Shealtiel Durán (México) y Silvina Repullo (Argentina).

Aunque cada uno de los 21 ensayos de esta Teología Pop trata sobre distintos asuntos y usa estilos diferentes, todos comparten un mismo método. Pivotan siempre sobre los tres mismos pilares. A partir de una referencia a la cultura pop, se propone una meditación bíblica o teológica sobre algún tema fundamental que responda a las realidades y preocupaciones actuales de las iglesias y los creyentes de Hispanoamérica. Cada ensayo, entonces, analiza creativamente un fenómeno de la cultura pop —película, filmografía, serie, canción, disco, cómic, meme, happening, pintura, etc.—, mientras dialoga con la Biblia, la historia de la Iglesia y las doctrinas fundamentales en un esfuerzo por dar sentido y respuestas a la experiencia cristiana contemporánea.

Los lectores atentos podrán reconocer, detrás del artificio literario de cada ensayo, un esfuerzo intelectual compartido. Entre medio de las películas de Marvel y las de Tarkovski, de los dibujos animados, los Funko Pop y las canciones de rock, lo que late es una especie de teología sistemática. Los autores hablan de cristología, escatología, eclesiología, antropología y pneumatología, de la Creación, el pecado y la imago Dei, de la Trinidad, la hermenéutica bíblica, la experiencia mística y la salvación. Pero esta no intenta ser una dogmática tradicional.

Haciendo un paralelismo pictórico, aquí no se ensaya una teología sistemática hiperrealista, sino una de estilo impresionista. Como dice Óscar García-Johnson,16 las teologías sistemáticas del norte no crecen con naturalidad en el sur global; en este “nuevo mundo” brotan más bien las teologías rizomáticas que logran integrar, de manera compleja, pero reconciliadora, las diferentes ramas del conocimiento sobre Dios y la experiencia espiritual de los creyentes. Más que definir inequívocamente cada recoveco de la revelación, nuestros/as autores/as sugieren, evocan, despiertan nuestro asombro y nos animan a descubrir el misterio de Dios con nosotros.

Lejos de ser meros escapes de la realidad, el arte, la cultura pop y el entretenimiento son poderosísimas formas de conectar con los anhelos más íntimos de la humanidad. El arte es un puente espiritual, un eco que nos conecta con algo más profundo que nosotros mismos.

La teología del siglo XXI se ve en la titánica tarea de establecer un diálogo entre sus certezas fundacionales y las frenéticas experiencias que nos rodean. Con valentía y criterio, con capacidad para leer entrelíneas, sin ceder al miedo paralizante, ni a las evaluaciones en bloque, ni a la resignación sin esperanza. Como cada generación cristiana de la historia, nos vemos ante el desafío de volver a presentar —en un escenario nuevo y ante desafíos desconocidos— la vieja historia de la salvación.

Que su fuerza nos acompañe.

Bibliografía recomendada

Cobb, K. (2005). The Blackwell Guide to Theology and Popular Culture. Wiley-Blackwell.

Crouch, A. (2010). Crear cultura: Recuperar nuestra vocación creativa. Sal Terrae.

Cuche, D. (2002). La noción de cultura en las Ciencias Sociales. Nueva visión.

De Segovia, J. (2003). Entrelíneas. Consejo Evangélico de Madrid.

Detweiler, C. & Taylor, B. (2003). A Matrix of Meanings: Finding God in Pop Culture. Baker Academic.

García Canclini, N. (1989). Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Grijalbo.

García-Johnson, Ó. (2022). Introducción a la teología del nuevo mundo. El quehacer teológico en el siglo XXI. Editorial CLIE.

González, J. L. (2014). Culto, cultura y cultivo. Apuntes teológicos en torno a las culturas. Ediciones Puma.

Long, D. S. (2008). Theology and Culture: A Guide to the Discussion. Cascade Books.

Lynch, G. (2005). Understanding Theology and Popular Culture. Wiley-Blackwell.

Magnin, L. (2016). Arte y fe. Un camino de reconciliación. Ediciones Kairós.

Romanowski, W. (2001). Eyes Wide Open. Looking for God in Popular Culture. Brazos Press.

Rookmaaker, H. (2009). Arte moderno y la muerte de una cultura. Editorial CLIE.

Smith, J. K. A. (2016). You Are What You Love. The Spiritual Power of Habit. Brazos Press.

Staglianò, A. (2020). Pop-Theology 2: Appunti per una riflessione epistemologica. Edizioni Santocono.

Turnau, T. (2016) Pop-ologética. Cómo acercarnos a la cultura pop desde la fe cristiana. Publicaciones Andamio.

Turner, S. (2013). Popcultured. Thinking Christianly About Style, Media and Entertainment.

1.Cf. Smith, 2016.

2.De Segovia, 2003, p. 119.

3.Para muchos intelectuales, otra gran candidata es la pneumatología, la doctrina del Espíritu Santo.

4.En este mismo sentido, por ejemplo, hasta nuestros días seguimos hablando de agricultura.

5.Cuche, 2002, p. 5.

6.González, 2014, p. 46.

7.Romanowski, 2001, p. 31.

8.Ojalá este libro sea una respuesta para esos buscadores. Al final de esta introducción hay una bibliografía sugerida que también puede iluminar el camino.

9.Turnau, 2016, p. 30.

10.Pintura, escultura, arquitectura, música, danza y literatura.

11.En muchas ocasiones, con métodos totalmente anti-Evangelio. A esto también hay que decirlo.

12.Esto es lo que pensaba Lutero al respecto de la constante intromisión aristotélica en la teología de su tiempo («sin Aristóteles no se convierte uno en teólogo», decían sus colegas escolásticos).

13.Lit. “es a mi manera o la autopista” (o sea, si alguien no está dispuesto a aceptar la idea del otro, no tiene más opción que irse). Patrick Swayze dixit.

14.Del latín interesse: inter (entre) y esse (ser).

15.Cf. Turner, 2013, pp. 13-26.

16.Cf. García-Johnson, 2022.

EL DRAMA DEL DISCIPULADO

El arte de ser testigos en tiemposde desencanto

Jonatán Rodríguez Amengual1

Martin Scorsese adaptó a la gran pantalla la novela Silencio, de Shusaku Endo, en 2016. Ambientada en el Japón de mediados del siglo XVII, narra el viaje de dos jóvenes sacerdotes en búsqueda de su mentor, el padre Ferreira. Al llegar a la Nación del sol naciente, los peores rumores se confirman: el misionero ha sido torturado y ha apostatado de la fe.

La trama de Silencio se ubica en un periodo de la historia japonesa conocido como sakoku o “nación cerrada”, un tiempo de persecución en el que el cristianismo quedó reducido a un rebaño disperso y silenciado. Durante su peregrinaje, los sacerdotes encuentran pequeñas comunidades cristianas que, a pesar de la amenaza, han preservado la llama de la fe. Tal vez la escena más efectiva de la película sucede cuando el líder de los samuráis (conocido como “el Inquisidor”), encargado de perseguir a los cristianos, toma a los líderes religiosos de la comunidad, los cuelga en una cruz sumergida en el mar a media altura, hasta que, tras cuatro días de agonía, mueren ahogados ante la vista de todos.

Silencio me hace pensar en lo que Gregory Perry llama el drama del discipulado.2 Asumiendo que el camino exigido por Jesús ha sido, es y será exigente, Pablo nos anima a “tener los mismos sentimientos que Cristo” (Fil. 2:5), es decir: abrazar la kénosis del llamado, la negación de sí mismo y la propia cruz (Mt. 16:24). «Todo el que da testimonio de la verdad», escribió Orígenes, «bien sea con palabras o bien con hechos o trabajando de alguna manera en favor de ella, puede llamarse con todo derecho: testigo»3.

La teología y la espiritualidad cristiana han sido sabias al respecto de este lento y prolongado proceso, conscientes de que «un hombre se hace cristiano, no nace así»4. En las siguientes páginas quiero justamente proponer un itinerario lento, pero seguro para dramatizar correctamente el discipulado. En un contexto pluralista y secularizado, tal vez la belleza de la vida cristiana sea el último lenguaje capaz de comunicar con credibilidad la verdad, bondad y belleza del Evangelio.5 Puede que de ello hablara Pablo cuando escribió: «Porque según pienso, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte; pues hemos llegado a ser espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres» (1 Co. 4:9).

El estado dramático del discipulado

Dallas Willard afirma que, al ignorar la Gran Comisión —«Id, y haced discípulos…» (Mt. 28:19)— hemos incurrido en una gran omisión. La Iglesia evangélica no ha elaborado una teología del discipulado, «carece de una enseñanza clara sobre cómo lo que sucede en la conversión continúa sin interrupción hacia una vida cada vez más plena en el reino de Dios»6. Alan Hirsch también sostiene que «en la Iglesia occidental hemos perdido en gran medida el arte de hacer discípulos»7. Esto se debe, entre otras cosas, a haber reducido el discipulado a la asimilación intelectual de ideas, al impacto del cristianismo cultural o cristiandad (Kierkegaard) y a la influencia del consumismo en la cultura de muchas iglesias, fuerzas que operan radicalmente en contra de un verdadero seguimiento de Jesús.

Tal vez nadie ha diagnosticado mejor que Dietrich Bonhoeffer la causa fatal de nuestro estado. El cristiano, señala, ha renunciado al costo del discipulado entregándose a la gracia barata, «la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado»8. La única solución para ello, sostiene Bonhoeffer, es la gracia cara, que «es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador»9. Aunque sus palabras son elocuentes —y, a juicio de los especialistas, las más bellas de la teología del siglo XX—, lo que las respalda es el testimonio de quien, entre los gruesos muros de la prisión, confió su vida al escándalo de la cruz sin declinar en el seguimiento. Bonhoeffer, con treinta y nueve años, fue ejecutado un 9 de abril de 1945.

La misión de la Iglesia: dramatizar el discipulado

Paradójicamente, muchas propuestas que abogan por la recuperación del discipulado lo hacen en contra de la Iglesia. Eso no debería extrañarnos, pues el mismo testimonio de la Iglesia la ha inhabilitado muchas veces para pronunciarse al respecto. Sin embargo, es precisamente la Iglesia —aunque ello suponga una paradoja— la que ha recibido de parte de Jesucristo el mandato y el ministerio del discipulado (Mt. 28:16-20). C. S. Lewis expresó esto con una potencia y claridad insuperables:

La Iglesia existe exclusivamente para atraer a los hombres a Cristo, transformándolos en pequeños Cristos. Si las iglesias no están haciendo esto, todas las catedrales, clérigos, misiones, sermones y hasta la propia Biblia son apenas un desperdicio de tiempo. Dios no se volvió hombre con otro propósito que este. Quién sabe si incluso todo el universo no fue creado para este fin.10

La tarea de la Iglesia contemporánea consiste en re-presentar, de forma creativa y concreta, la acción comunicativa encarnada en Jesucristo: continuar, en términos relevantes para hoy, en el mismo camino, verdad y vida decretados en las Escrituras. El discipulado se forja en un diálogo de binomios indispensables: oír y practicar, instruir las mentes y formar hábitos, escuchar la Escritura y también la doctrina, el individuo y la Iglesia, la narrativa bíblica y el contexto cultural.11

Para una tarea como esta, que compromete el futuro de la misión, es necesario mirar al pasado. Y aunque este planteamiento se vea con sospecha en el mundo evangélico, nos atrevemos a proponer que «lo mejor del protestantismo siempre ha estado en lo profundo de la historia»12. Nos subiremos a hombros de gigantes para proponer tres itinerarios (o dramas) que, articulados entre sí, pueden contribuir a nuestros peregrinajes como discípulos: la espiritualidad, la doctrina y la comunidad.

El drama de la espiritualidad

Parafraseando a Karl Rahner, podríamos decir que el discípulo del futuro será místico o no será. Sin duda, una de las tareas fundamentales del cristianismo contemporáneo ha sido retomar el cultivo de la espiritualidad. Practicar el drama de la espiritualidad exige disciplina y esfuerzo: «Ejercítate para la piedad» (1 T. 4:7), le decía Pablo a Timoteo usando el término griego gymnazō (de donde proviene gimnasia).

La historia de la Iglesia, de Oriente a Occidente, nos ha legado las disciplinas espirituales.13 Aunque estas por sí mismas no logran nada, pueden situarnos en un lugar donde la obra divina es más propensa a producirse; su objetivo último es que podamos ofrecer nuestra vida entera como sacrificio vivo y agradable para Dios (Ro. 6:13). El método para esta transformación implica asumir un yugo fácil, tomando a Cristo como modelo que guíe y transforme nuestro ethos o estilo de vida. El corazón, la mente y el cuerpo están invitados a orientarse hacia Dios y cooperar con él.

La situación dramática del discipulado nos lleva a reconocer que el estado de nuestro interior está quebrantado; en palabras de Pablo, «no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí» (Ro. 7:19-20). Silencio transmite esta condición contradictoria del discípulo a través del personaje de Mokichi, un pobre pescador que lucha con el alcohol. Se le plantea en la película la misma pregunta que escuchó Pedro: «¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?» (Jn. 18:7), a la que responde del mismo modo: «No lo soy». Mokichi experimenta una transformación similar a la del apóstol tras el diálogo con Jesús: «¿Me amas? Y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas» (Jn. 21:17). Pedro y Mokichi dejan de ser pescadores para convertirse en apóstoles: enviados a transmitir con su vida el escándalo de la cruz, el infinito amor de Dios, que es más fuerte que el pecado.

Las disciplinas espirituales pretenden reparar nuestros amores desordenados y dirigirlos a Dios. El filósofo reformado James K. A. Smith realiza una sugerente propuesta para el discipulado, que presta especial atención a las disciplinas y liturgias que conforman nuestra cotidianidad y revelan lo que hay en nuestros corazones.14 Para ello, se remonta a una antigua concepción de la antropología cristiana, sintetizada por Agustín en una conocida sentencia de las Confesiones: «Nos hiciste, Señor, para ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Agustín, sostiene Smith, nos enseña que el drama de la espiritualidad tiene que ver principalmente con nuestros amores.

Como ejemplo, Smith propone pensar los centros comerciales como espacios litúrgicos. En ese “espacio sagrado secular” aprendemos a ser consumistas y a practicar una ética materialista. Lo interesante es que no lo aprendemos cognitivamente, sino de forma afectiva. No nos convertimos en personas consumistas por comprender aspectos del marketing o el comercio, sino por medio de una serie de hábitos, peregrinaciones comerciales y anhelos moldeados.

Lo que amamos incide directamente en lo que pensamos y creemos. Nuestros amores nos forman y moldean cognitivamente. Esta comprensión del discipulado sopesa el énfasis desmedido de una teología reformada, racionalista y moderna, que comprende al ser humano en términos puramente cartesianos: cogito ergo sum o, en otras palabras, eres lo que piensas. Pero a su vez supone una respuesta a otros modelos de discipulado (fideístas o neopentecostales) que tienden a afirmar que somos lo que creemos o declaramos. Smith propone que los discípulos son seres pensantes y creyentes, sin duda, pero son principalmente seres amantes.

La sabiduría bíblica llama nuestra atención sobre esta realidad a través de un término hebreo que aparece 858 veces en el Antiguo Testamento: leb, que suele traducirse como “corazón”. Esa es la sede donde se encuentran la dimensión cognitiva y la sensitiva. De nuestros amores se derivan nuestras prácticas; del corazón mana la vida (Pr. 4:23). Tomás de Aquino también reconocía que los hábitos y virtudes son leyes de amores internalizados; aunque preceden a nuestras ideas y hábitos, esos amores sustentan e informan el resto de las realidades que nos conforman.

Los hábitos tienen un poder inaudito. Nuestra espiritualidad, señalan los grandes maestros, se enhebra y construye a través de los hábitos y las disciplinas que adoptamos. Por eso no podemos ser ingenuos: la formación espiritual es algo que está ocurriendo todo el tiempo. Somos moldeados por hábitos y liturgias seculares de forma ininterrumpida; o, como diría Vanhoozer, la cultura se dedica a tiempo completo a hacer discípulos.15

Ante la proliferación de liturgias seculares, es necesario retomar liturgias de la tradición cristiana que puedan favorecer hábitos alternativos (contra-liturgias, en palabras de Smith). La misión del discipulado no es solo explicar ideas o conceptos sobre la fe, sino también ofrecer hábitos y prácticas que moldeen nuestros amores, cuerpos e intelectos. Serán esos hábitos, vividos de forma genuina, los que educarán secretamente al creyente en su corazón y contribuirán en su formación práctica. Si, como sugería Jonathan Edwards, «la verdadera religión consiste principalmente de emociones santas»16, necesitamos poner en práctica disciplinas y liturgias que contribuyan a ese fin.

El drama de la doctrina

La idea de abrazar la doctrina como un camino para convertirnos en mejores discípulos es arriesgada en el marco de las sociedades occidentales, que sospechan de palabras como esta y la asocian con actitudes totalitarias y ofensivas. A pesar de la distancia histórica y cultural, Silencio presenta un panorama bastante parecido. Las autoridades japonesas de mediados del siglo XVII justifican su rechazo de la fe cristiana con estas palabras: «Padre, la doctrina que nos ha traído, quizá valga en España y Portugal. La hemos estudiado cuidadosamente, dedicándole mucho tiempo. Decidimos que no resulta útil ni de valor en Japón. Y creemos que es un gran peligro».