Tercero en discordia - Perfecto Andrés Ibáñez - E-Book

Tercero en discordia E-Book

Perfecto Andrés Ibáñez

0,0
22,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Con la emergencia del moderno constitucionalismo y su ordenamiento en materia de derechos fundamentales la función del poder judicial, el estatuto del juez y el ejercicio de la jurisdicción han experimentado un cambio altamente significativo. El nuevo diseño conlleva un replanteamiento de las relaciones entre instancias dentro del estado. Pero no por desplazamiento a la judicial de atribuciones propiamente políticas, sino por hacer de ella una suerte de poder otro, que debe ejercerse (solo) desde y conforme al derecho, y frente a todos; lo que le dota de una cierta dimensión de contrapoder. La traslación de este modelo a la realidad institucional suscitó, ya desde el inicio, fuertes resistencias, bajo la forma de una abierta falta de voluntad política de desarrollarlo con coherencia. Y esta, no solo sigue vigente, sino que hoy tiene la mayor visibilidad, que se expresa en esa forma aberrante de huida del derecho que son los mil y un fenómenos de corrupción que se han desbordado sobre los jueces.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 1384

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Tercero en discordia

Tercero en discordia Jurisdicción y juez del estado constitucional

Perfecto Andrés Ibáñez

Prólogo de Luigi Ferrajoli

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

 

 

COLECCIÓNESTRUCTURAS YPROCESOS

Serie Derecho

 

 

 

© Editorial Trotta, S.A., 2015, 2023

www.trotta.es

© Perfecto Andrés Ibáñez, 2015

© Luigi Ferrajoli, para el prólogo, 2015

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-122-5

CONTENIDO

Prólogo: Luigi Ferrajoli

Preliminar

       I. Poder judicial: «dificultad» de la institución y de la función

      II. Algunos hitos en la historia de la judicatura

     III. La jurisdicción, en teoría

     IV. Noticia del juez heredado y de su momento de la verdad

      V. El estado constitucional: implicaciones en materia de modelo de juez

     VI. La independencia judicial: un principio en tensión

    VII. Organizar la independencia. Consejos de la magistratura. El caso español

   VIII. Por la independencia, a la imparcialidad

     IX. Las dos dimensiones del enjuiciamiento

      X. El juez y la cuestión de hecho: formación de la convicción judicial

     XI. El juez en la aplicación de la ley

    XII. Las garantías judiciales en serio

   XIII. Cultura, ética y responsabilidad del juez

   XIV. (Anti)estética de lo judicial

    XV. La jurisdicción y las ilegalidades de los sujetos de poder

  XVI. Jurado: por qué no

 XVII. Jueces asociados

XVIII. El ministerio fiscal: un instituto en la ambigüedad

  XIX. Justicia, publicidad, y medios de comunicación masivos

Índice de nombres

Índice general

Para Rosa

Si el estado se hubiera propuesto de manera deliberada desacreditar maliciosamente a la magistratura ante el pueblo y apagar poco a poco en ella toda confianza en el propio trabajo, tendría que haberse comportado al respecto justo del modo en que lo ha hecho...

Piero Calamandrei

PRÓLOGO

Luigi Ferrajoli

Este libro es la mejor contribución de los últimos años a la reflexión sobre la justicia, la penal en particular y, a la vez, el punto de llegada de la larga trayectoria intelectual de uno de los juristas de nuestro tiempo más cultos y comprometidos con el ejercicio de la jurisdicción. Entre sus muchos méritos está el representado por el constante entrelazamiento de tres dimensiones de la investigación: la reconstrucción histórica del tortuoso itinerario, tanto cultural como institucional, a través del cual ha venido afirmándose en nuestras democracias la actual figura del juez tercero e independiente; la reflexión teórica sobre todos los temas y los problemas de la jurisdicción y la elaboración de sus instituciones conforme a los principios del vigente estado constitucional de derecho; el análisis y la crítica del derecho vigente y de las concretas prácticas judiciales, desarrolladas por el autor también sobre la base de su dilatada y ejemplar experiencia de magistrado.

El hilo conductor que liga e ilumina estas tres dimensiones del texto —la historiográfica, la teórica y la indagación empírica— está representado por el modelo garantista de la democracia constitucional y, en especial, de la jurisdicción, basado en dos valores estrechamente interconectados, con expresión en el célebre artículo 16 de la Declaración de derechos de 1789: allí donde no estén aseguradas la garantía de los derechos y la separación de poderes, no hay constitución. Estos dos valores, sostiene Perfecto Andrés Ibáñez, más allá de sus proclamaciones de principio que acompañan desde el inicio el devenir histórico del estado de derecho, se convirtieron en principios normativos efectivamente vinculantes solo con su constitucionalización. Por un lado con la formulación de los derechos fundamentales en normas constitucionales rígidamente supraordenadas a la legislación ordinaria como sus parámetros y condiciones de validez; por el otro, con la afirmación en las constituciones de la sujeción de los jueces solamente a la ley y de su independencia de cualquier poder.

Andrés Ibáñez recorre analíticamente las etapas de este difícil desarrollo. Primero el lento proceso de diferenciación y separación de la iurisdictio del gubernaculum como dos poderes atribuidos al rey y, sin embargo, diversos al ser uno absoluto y estar el otro, por su naturaleza, sujeto al derecho. Luego la afirmación en la Declaración de 1789 y en las constituciones de la Francia revolucionaria, de los principios de primacía de la ley como expresión de la voluntad general, la sujeción de la jurisdicción a la ley y la separación de poderes, elaborados por la filosofía jurídica ilustrada. Después el que Andrés Ibáñez llama «antimodelo» de organización judicial, burocrático y jerarquizado, inaugurado por las contrarreformas napoleónicas y exportado en el continente europeo junto con el conocido como «proceso mixto», inquisitivo en la instrucción y acusatorio en el juicio oral. En fin, el modelo garantista de la jurisdicción diseñado por las constituciones rígidas de la segunda posguerra y, singularmente, por la Constitución italiana (también por la española), con la afirmación, en el plano normativo, del sistema de las garantías penales y procesales, de la exclusiva sujeción de los jueces a la ley, y la administración de la jurisdicción encomendada, ya no al ejecutivo, sino a instituciones garantes de su independencia.

El aspecto más fecundo de esta reconstrucción histórica y teórica consiste en el constante paralelismo que instituye entre la progresiva afirmación del modelo garantista en la cultura jurídica, en la legislación y en la práctica judicial, y el desarrollo de su lógica interna. El modelo, nos hace ver Andrés Ibáñez, en los diecinueve densos capítulos de este libro, ha ido consolidándose históricamente —frente a múltiples resistencias, incomprensiones y violaciones— gracias también a los nexos lógicos que ligan estrechamente todos sus principios. Su lógica interna tiene como postulado inicial la distinción premoderna entre gubernaculum y iurisdictio, ligada a la naturaleza de dictio iuris de esta última reivindicada en la Inglaterra de los primeros años del siglo XVII por sir Edward Coke frente a Jacobo I y acreditada, más de un siglo después, por la célebre invocación «¡pero hay jueces en Berlín!», que se dice opuso a Federico el Grande un ciudadano víctima de su injusticia. Es a partir de este principio de la exclusiva sujeción de los jueces a la ley, establecido en el artículo 101 de la Constitución italiana y en el 117 de la Constitución española, como Andrés Ibáñez nos guía en el análisis de todos los demás principios del modelo garantista de la jurisdicción, que de él se siguen.

En primer lugar, la independencia de los jueces de cualquier poder, sea interno o externo a la organización judicial. En efecto, la sujeción solo a la ley excluye cualquier diafragma entre la ley y el juez encargado de aplicarla. De aquí la separación del poder judicial de los demás poderes públicos, en particular el político y de gobierno, y por ello su independencia externa que, en democracia, se manifiesta en el carácter contramayoritario de la jurisdicción. Pero de aquí también la independencia interna de los jueces de condicionamientos burocráticos y de carrera. El juez, según una clásica fórmula, al mismo tiempo institucional y deontológica, recordada por Andrés Ibáñez, debe ser sine spe et sine metu: no debe esperar ni promociones en la carrera u otros beneficios, ni temer sanciones u otros perjuicios como consecuencia del ejercicio de sus funciones. Solo así la jurisdicción podrá desarrollar su papel de garantía de los derechos, sobre todo los de los sujetos más débiles que son los más lesionados. Solo de este modo puede consistir en la imparcial aplicación de la ley y conectarse, en democracia, con la soberanía popular de la que la ley es expresión. Solo rechazando las «relaciones peligrosas» con los lugares del poder, añade Andrés Ibáñez, pueden los jueces ser garantes de la igualdad de todos ante la ley y desarrollar su función de control sobre las ilegalidades de los titulares de los poderes, tanto públicos como privados.

Es por lo que el modelo jerárquico y burocrático de organización judicial diseñado por Napoleón y que se afirmó en Europa durante siglo y medio resulta totalmente incompatible con el paradigma constitucional e impone, como sostiene Andrés Ibáñez, un «modelo horizontal de organización que excluye el gobierno político de los jueces» y, más en general, cualquier forma de poder político-administrativo sobre ellos, incluso si encomendado a otros jueces. La misma noción de «autogobierno» generalmente asociada a la actuación de los Consejos superiores de la magistratura resulta justamente contestado por Andrés Ibáñez: la jurisdicción —escribe— no es una actividad que pueda ser «gobernada» y ni siquiera sujeta a algún tipo de dirección política o administrativa. En efecto, pues en materia de jurisdicción «no hay nada que gobernar o que administrar, en el sentido político-administrativo del término». Al contrario, es la independencia la que debe ser organizada y garantizada: con la supresión de cualquier tipo de carrera; la reducción de los poderes de los presidentes de los órganos y con la rotación de estos en las funciones directivas; mediante los automatismos necesarios en la atribución de las causas, en garantía del principio del juez natural; por la extensión de las garantías de independencia previstas para los juzgadores a los magistrados del ministerio público, cuya actuación frente a la corrupción, escribe Andrés Ibáñez, es «el verdadero banco de pruebas de la independencia política de la administración de justicia»; mediante la defensa de la obligatoriedad de la acción penal, en garantía del principio de legalidad, de la igualdad de los ciudadanos ante la ley y de la independencia e imparcialidad de los magistrados de la acusación pública; mediante la institución, en fin, de un Consejo superior de la organización judicial que no sea de designación exclusivamente parlamentaria, como el español, por efecto de la Ley Orgánica del Poder Judicial 6/1985, de 1 de julio, sino mixta y heterogénea, como el italiano, de modo que resulte garantizada la máxima separación del poder político.

Pero, como hace ver Andrés Ibáñez, la exclusiva sujeción a la ley conlleva otro orden de implicaciones, de naturaleza más propiamente epistemológica: el carácter cognoscitivo de la jurisdicción, que está sujeta a la ley como determinación de lo que esta prevé, tanto como la ley está a su vez sometida al principio de estricta legalidad, es decir, al imperativo de la máxima claridad y taxatividad de sus significados prescriptivos. La jurisdicción, precisamente porque consiste en la iuris-dictio, esto es, en la aplicación de la ley a los hechos comprobados por ella, es, por eso, la única función pública legitimada por la «verdad», del hecho y del derecho, de las motivaciones de sus pronunciamientos. De aquí un ulterior fundamento de la independencia de los jueces: la que se exige a cualquier actividad de conocimiento digna de este nombre. Decimos que una sentencia es válida, y, más aún, que es justa, si y solo si consideramos verdaderas y no falsas, fundadas en hecho y en derecho y no infundadas, sus motivaciones. Y, a los fines de la obtención de la verdad, cualquier condicionamiento externo solo puede producir deformaciones y errores. En efecto, ningún consenso o condicionamiento político o burocrático puede hacer verdadero lo que es falso o falso lo que es verdadero. De lo que se sigue otro orden de implicaciones: la necesidad del conjunto de las garantías procesales, de la presunción de inocencia a la carga de la prueba que grava a la acusación, de los derechos de la defensa a la publicidad y la oralidad del juicio hasta el deber de motivación. Estas garantías no son solo límites y vínculos al arbitrio judicial. Consisten en la transposición de las reglas elementales del razonamiento jurídico inductivo en normas jurídicas: la atribución a quien promueve una acusación de la carga de sustentarla en pruebas, el sometimiento a contradicción de la hipótesis acusatoria, los derechos de defensa como derechos a la refutación y a la contraprueba, la paridad entre quien sostiene la hipótesis acusatoria y quien la contradice, la publicidad y la inmediación y con ello la transparencia del proceso a través del cual se llega a la formación de una «verdad procesal» plausible.

Las «garantías procesales en serio» son por eso garantías de verdad, y no solo de libertad y de inmunidad frente al arbitrio. Deben presidir la determinación de las dos verdades que integran la verdad procesal: tanto la verdad de hecho como la jurídica. Y en ambas se detiene la reflexión epistemológica de Andrés Ibáñez. Al problema de la verdad de hecho, indebidamente descuidado por la doctrina, dedica páginas agudas y penetrantes, analizando todos sus rasgos constitutivos y sus condiciones institucionales: en primer lugar su carácter inductivo y así solo probabilista, que excluye como ilusoria la obtención de verdades absolutas y por ello exige siempre de los jueces el hábito de la duda y la prudencia; en segundo lugar, y consecuentemente, la libre convicción del juez, que, en contra de lo que se ha entendido a menudo, no consiste en la convicción autocrática o arbitraria o en alguna intuición inefable y no motivable, sino en la certeza subjetiva sustentada por pruebas como necesario subrogado de una imposible certeza objetiva; en tercer lugar la garantía representada por el principio de contradicción, que, junto con la carga acusatoria de la prueba, comporta, de un lado, el derecho de la defensa a refutar las pruebas y proponer contrapruebas y, de otro, el principio nemo tenetur se detegere, y con él la desconfianza frente a la confesión, que, según Andrés Ibáñez, más que la reina de las pruebas no es ni siquiera una «verdadera prueba»; en cuarto lugar el rechazo de cualquier relevancia de las pruebas ilícitas, es decir, no adquiridas según las formas legales, que no deberían acceder al proceso.

No menos relevantes son las páginas que Andrés Ibáñez dedica a la verdad jurídica. Ciertamente, afirma, la interpretación no consiste en el descubrimiento de un significado objetivo de los textos normativos, sino que es siempre el fruto de opciones interpretativas que el juez tiene el deber de argumentar y motivar y cuya responsabilidad asume. Sin embargo, rechaza con firmeza dos tesis hoy dominantes en la teoría del derecho: la naturaleza de fuentes del derecho de las sentencias y el valor vinculante de los precedentes, una y otro en evidente contradicción con los principios de la separación de poderes y de exclusiva sujeción de los jueces a la ley. En efecto, no se debe confundir el papel ineludible de la interpretación, conectado con el hecho de que los enunciados legislativos son de por sí mudos, con la creación de derecho nuevo sin anclaje, a través de la interpretación, en el derecho vigente; y tampoco confundir el obvio prestigio (autorevolezza) sustancial de los precedentes, debido a su capacidad de persuasión racional, con la autoridad formal de la ley. Naturalmente, los espacios innegables de discrecionalidad interpretativa, hoy agravados por una legalidad pletórica y confusa, hacen siempre del juicio un saber-poder que inevitablemente se manifiesta en decisiones, aunque sean argumentadas. Pero estos espacios no impiden que las decisiones judiciales sean siempre decisiones sobre la verdad de sus presupuestos, y no sobre otros valores como, por ejemplo, el interés general o la oportunidad que, en cambio, presiden las decisiones de otros poderes. Por eso, hay que añadir que Andrés Ibáñez se manifiesta contrario al jurado como a cualquier forma de elección popular de los jueces: porque la legitimación de la jurisdicción no reside en la representación política o en alguna forma de relación con el pueblo, sino en la verificación o en la refutación, siempre motivadas, de las violaciones de las leyes en las que la voluntad popular se ha manifestado antes de la producción del hecho sometido al juicio.

Pero las leyes no bastan para asegurar el modelo garantista de la jurisdicción penal. Este modelo, según hace ver este libro, supone además una específica deontología profesional: la independencia como hecho no solo institucional sino moral y cultural, y la profesión por parte de los magistrados de los valores constitucionales expresados en los principios de libertad y de justicia que están llamados a aplicar. Solo la asunción de tales valores como constitutivos de su cultura y de su conciencia moral puede reducir la que Andrés Ibáñez llama «natural arrogancia» de los jueces consiguiente al carácter «terrible», según Montesquieu, de su poder. De aquí un largo elenco de máximas deontológicas en orden al ejercicio de la jurisdicción: la honestidad intelectual y la constante reflexión autocrítica sobre el propio rol; la práctica en concreto, y no solo la proclamación en abstracto, de la independencia; la conciencia de los inevitables espacios de discrecionalidad y de los siempre posibles errores en la valoración de las pruebas y en la interpretación de las leyes; la responsabilidad que de ello se sigue y, al mismo tiempo, el hábito de la duda y la conciencia del carácter siempre imperfecto de la legitimación del propio poder; el respeto a las partes del proceso y a sus derechos; el reconocimiento del valor de los derechos de defensa y del imputado al silencio; la máxima claridad y simplicidad de la motivación; el recurso a la prisión provisional limitado al mínimo imprescindible; el rechazo de la espectacularización de los procesos en los media y de toda forma de exhibicionismo y de protagonismo de los jueces; la valoración equitativa, en fin, de las circunstancias singulares e irrepetibles de cada hecho objeto de juicio. Es el respeto de estas máximas deontológicas, bastante más que las diversas formas institucionales de responsabilidad de los jueces, sean civiles o disciplinarias, lo que realmente vale para fundar la responsabilidad política y social de los magistrados.

Semejante deontología profesional, advierte, por otro lado, Andrés Ibáñez, depende del «contexto político-cultural» en el que madura la formación profesional de los jueces. No es, pues, solo un presupuesto, sino también un efecto del constitucionalismo y de los valores constitucionales estipulados. Y es que, ciertamente, aquella no podía desarrollarse en el marco del «antimodelo» del juez burocrático y separado de la sociedad que fue propio del ordenamiento judicial de estirpe napoleónica. Dentro de una magistratura jerarquizada, en la que el juez padece el condicionamiento de la carrera gestionada por el vértice de la organización, es inevitable que tras las proclamadas neutralidad y equidistancia se desarrollen todas las connotaciones del juez burócrata: la adhesión y la homologación política a los modelos culturales dominantes, la gravitación en la órbita del poder y la natural «predisposición a la subalternidad», pero también, escribe Andrés Ibáñez, la «propensión al autoritarismo» en el ejercicio de las funciones, que casi siempre es la otra cara de la falta de independencia. Son todos elementos que, por lo demás, el ceremonial judicial bien ilustrado por Andrés Ibáñez en un sabroso capítulo titulado «antiestética de lo judicial» —la escena del proceso, el carácter ritual y espectacular de su celebración, la pomposa simbología (la balanza, la espada, la venda y el bastón), las togas, las pelucas de la liturgia jurisdiccional— apenas puede ocultar.

La constitución y el constitucionalismo, con sus principios democráticos y garantistas, son los factores que han puesto en crisis este viejo antimodelo. El principio de igualdad, el de igual dignidad social de todas las personas, y los derechos fundamentales constitucionalmente estipulados como normas supraordenadas a la legislación, y por eso a la política de la que la ley es un producto, cambian la naturaleza no solo del derecho sino también de la magistratura, configurándola como una institución de garantía de los derechos de todos, sujeta únicamente a la ley a su vez sujeta a la constitución y por eso institucionalmente separada de los demás poderes. Cambia, en efecto, la relación del derecho con la política, en el plano cultural y no solo en el institucional. Y lo hace en un doble aspecto. No es ya el derecho el que está sometido a la política, como su producto, sino que es esta la que debe someterse al derecho y precisamente al conjunto de los límites y vínculos constitucionales. Y debido a que el derecho al que la política está subordinada consiste en los principios constitucionales de igualdad, libertad y justicia social, la tradicional relación entre derecho y política ha terminado, a menudo, por invertirse. En Italia, por ejemplo, han sido la cultura jurídica y la jurisdicción las que han desarrollado en estos años un papel progresista en defensa y para la actuación de aquellos principios; mientras, por lo general, la política se ha atrincherado en posiciones conservadoras, ignorando o, lo que es peor, violando el proyecto constitucional y sobre todo manifestando, como, por lo demás, ha sucedido en España, su incapacidad de soportar los controles jurisdiccionales sobre las crecientes ilegalidades cometidas por los titulares de los poderes. De aquí se ha seguido un cambio profundo en la cultura de los jueces y en la imagen que han ofrecido de sí mismos: sujetos a la ley y solo a la ley, pero a la ley si y solo si es a su vez coherente con la Constitución.

Del «contexto político-cultural» en el que puede madurar una cultura democrática y garantista de la jurisdicción, Andrés Ibáñez señala, en fin, otro elemento esencial: el desarrollo del asociacionismo de los jueces. En el capítulo XVII recuerda una iluminante entrevista concedida el 23 de agosto de 1909 al Corriere d’Italia por Vittorio Emanuelo Orlando, el más insigne jurista de su tiempo y a la sazón ministro de Justicia, a propósito de la Associazione Generale tra i Magistrati d’Italia (AGMI), fundada en Milán dos meses antes por cuarenta y cuatro magistrados. En esa entrevista Orlando denunciaba dos peligros provenientes, a su parecer, del asociacionismo. El primero es el igualitarismo entre los asociados, que contradice la «constitución rigurosamente jerárquica» de la organización judicial, de la que «la jerarquía constituye la esencia», y que ciertamente resultaría minada por las relaciones entre iguales que son propias de cualquier asociación: baste pensar, añadía, en el daño que para «la dignidad y la autoridad» de un primer presidente de la Casación tendría que derivarse de «una discusión de igual a igual» con un joven juez recién ingresado en la carrera. El segundo peligro denunciado por Orlando, no menos grave, era la «combatividad», que es carácter distintivo e inevitable vocación de cualquier «fenómeno asociativo», por ser «difícil separar el concepto de asociación del concepto de lucha», que a su vez contradice, decía, la naturaleza y el papel de la figura del magistrado.

Pues bien, Orlando tenía toda la razón en ambos aspectos. Precisamente, han sido esos dos factores temidos por él como «peligros» en cuanto incompatibles con el antimodelo del juez burócrata los que han cambiado la cultura de los jueces de acuerdo con el modelo constitucional de la jurisdicción. La igualdad de los magistrados, que como dice el artículo 107 de la Constitución italiana «se distinguen entre sí solamente por la diversidad de funciones», es el logro cultural más significativo del asociacionismo de los jueces y representa, con la abolición de la carrera que lleva consigo, la principal condición de su independencia interna. Por otra parte, ha sido precisamente el asociacionismo de los jueces lo que ha producido una reflexión común y una toma de conciencia colectiva en torno a la naturaleza de la jurisdicción y a los problemas de la justicia y ha movilizado a los magistrados en sus batallas por la actuación de la Constitución en el ordenamiento judicial y por la introducción y el desarrollo de las garantías de los derechos constitucionalmente establecidos. Es lo que Andrés Ibáñez muestra eficazmente con su reconstrucción histórica del asociacionismo judicial: desde el nacimiento y el papel desarrollado en Italia por la Associazione Nazionale Magistrati Italiani (ANMI) y, en particular, a partir de los años sesenta del pasado siglo, por el grupo Magistratura Democratica y, en España, por la asociación Justicia Democrática, nacida a finales de los sesenta en oposición al franquismo, y luego por el grupo Jueces para la Democracia.

Este libro ofrece, en suma, un análisis sistemático del garantismo jurisdiccional que solo un juez ilustrado como Perfecto Andrés Ibáñez, dotado de una sólida cultura jurídico-filosófica, de una larga experiencia judicial y de una conciencia y un profundo conocimiento de los problemas de la jurisdicción, podría ofrecernos con tanta claridad y lucidez. Él nos muestra, tanto en el plano teórico como en el práctico, como todos los principios, las dimensiones y las condiciones institucionales, culturales y sociales del modelo garantista se implican y se refuerzan recíprocamente. Sin independencia de la jurisdicción, las garantías procesales corren siempre el riesgo de resultar inefectivas; pero sin garantías de los derechos, en primer lugar las procesales, y la taxatividad de las figuras de delito, la independencia de los jueces se convierte en un privilegio corporativo. Sin rigor descriptivo en el lenguaje legal, en presencia de normas indeterminadas o contradictorias, la sujeción a la ley es una fórmula vacía y carente de sentido; pero sin límites impuestos a las leyes por las garantías penales de la ofensividad del delito, la materialidad de la acción y la culpabilidad del autor, la simple taxatividad puede transformarse en el cauce de un derecho penal autoritario y opresivo. Sin penetrantes derechos de defensa, la carga acusatoria de la prueba y la presunción de inocencia pierden gran parte de su capacidad reguladora; pero, a su vez, los derechos de la defensa solo podrán equilibrar los poderes de la acusación si la presunción de inocencia está asegurada por un sistema probatorio garante de la correcta comprobación de la verdad procesal. En fin, sin una fuerte deontología judicial, como la que puede provenir solamente de un crecimiento cultural colectivo y de un constante compromiso éticopolítico, las garantías constitucionales no bastan por sí solas para asegurar su propia efectividad; pero, a la inversa, son sobre todo los principios y las garantías constitucionales los que tienen un papel performativo de la cultura democrática de los jueces. Así pues, todo se apoya —y es la preciosa enseñanza de este libro— en el sistema de los principios garantistas, ya sean de carácter orgánico, sustantivo o procesal, y en el conjunto de sus condiciones, tanto institucionales como culturales y sociales. Con la consecuencia, que hoy desgraciadamente experimentamos, de que la lesión de cada uno de estos principios acaba siempre por resolverse en la lesión y el debilitamiento del modelo garantista en su totalidad.

PRELIMINAR

Estas páginas tienen detrás una historia personal relativamente larga en su desarrollo pero, por otra parte, bastante sencilla: la de algo más de cuarenta años de ejercicio de la jurisdicción*, en órganos unipersonales y colegiados y en distintos planos de la cadena de instancias. Es lo que, según creo, me ha dado una buena percepción del marco institucional de tal peripecia; por fortuna, transcurrida siempre en un rico entorno de relaciones y con participación en una viva reflexión coral y crítica sobre aquel.

De ese entorno han formado parte activa inolvidables compañeros de Justicia Democrática, la mayoría presentes ya en el recuerdo, un recuerdo profundamente agradecido; y otros de Jueces para la Democracia, en un estimulante recorrido que dura más de treinta años. También de Magistratura Democratica (Italia), donde comencé a militar a finales de los setenta del pasado siglo, hallando una fraterna acogida permanentemente renovada a lo largo de todo este tiempo, que no puedo evocar sin un punto de emoción. Y, en fin, un grupo no pequeño de juristas y jueces latinoamericanos (algunos, además, hoy amigos entrañables), aplicados con admirable coraje a la defensa de los derechos de las personas de carne y hueso y a la construcción de una justicia independiente al servicio de estas, en las condiciones más difíciles, a veces situaciones de altísimo riesgo.

Ese discurrir de mi vida profesional en tan buenísima y plural compañía, aparte una infinidad de momentos muy gratos, me ha dado el regalo consistente en atesorar un sinnúmero de experiencias invalorables, utilísimas en la aproximación al fenómeno aquí considerado, poliédrico y complejo donde los haya. Vivido, además, en una de las etapas más interesantes de su historia.

Para todos los aludidos de esta forma genérica, mi gratitud; que quiero prolongar en algunas referencias más precisas:

A Elías Díaz que, hace tanto que no lo recordará, me dio el empujón que necesitaba para retomar la preparación del ingreso en la judicatura, en un momento difícil.

A Claudio Movilla, compañero, maestro y amigo, tan presente en su ausencia.

A Miguel Ángel García Herrera, por su gran sensibilidad de constitucionalista impegnato y su capacidad de contagio.

A Giuliano Turone, giudice istruttore emblemático, por su ejemplar acreditación de que es posible instruir macro-causas (incluso como la de la logia P2) sin precipitarse en el estrellato.

A Edmondo Bruti Liberati, Franco Ippolito, Livio Pepino, Pier Luigi Zanchetta (†) y Luigi Marini, por su aleccionador compromiso con los valores de la jurisdicción y su admirable rigor en el ejercicio de esta.

A Michele Taruffo, por lo aprendido; y por lo disfrutado en las horas (siempre pocas) de conversación.

A Walter Antillón, Julio Maier, Daniel Pastor y Alberto Binder, procesal-garantistas fervientes e interlocutores sin precio.

A Salvatore Senese, por ser un magistrado paradigmático; por haberme señalado la «diritta via» a la independencia: «trabajar bien y no tener aspiraciones de carrera (judicial, mucho menos aún de otra índole)»; y por su cercanía.

A Manuel Atienza por su estimulante regular reflexión crítica sobre el papel y el quehacer del juez; y por haberme integrado, generosamente, en el cuadro de profesores del Máster de Argumentación Jurídica que dirige, un ya decenal, oxigenante espacio de debate sobre esos asuntos con una pléyade de jóvenes juristas. A esta experiencia ha contribuido también, de manera particular, Juan Ruiz Manero.

A Alfonso Ruiz Miguel, Luis Prieto, Marina Gascón y Juan Carlos Bayón, porque compartir con ellos la traducción de las obras mayores de Luigi Ferrajoli ha sido en lo personal una suerte y culturalmente un lujo, del que asimismo he podido beneficiarme.

A Alberto Jorge Barreiro, por su ejemplo (sine quo non) y por la fraternal proximidad, siempre cálidamente crítica, de tantos años. También por lo mucho que le debe este libro.

A Luigi Ferrajoli, por su obra (epocale en la teoría del derecho y de la jurisdicción) y por su magisterio impagables. También, si no antes, por el ser humano que hay detrás de esos miles de páginas irrepetibles. Sin palabras para expresar adecuadamente tantísimo como le adeudo, en cuatro décadas del intercambio más desigual que pueda imaginarse, siempre en mi beneficio.

Rosa, Elvira y Leonor han sido extraordinariamente generosas al regalarme una buena parte del tiempo que les pertenecía. Y muchas, muchísimas cosas más.

En fin, para con Alejandro Sierra tengo un doble motivo de agradecimiento: por su estímulo, decisivo en la redacción de estas y otras páginas; y por una confianza como editor, que ¡ojalá! no se vea defraudada.

*   Preferentemente la jurisdicción penal, que es la que se tomará siempre como referencia.

I

PODER JUDICIAL: LA «DIFICULTAD» DE LA INSTITUCIÓN Y DE LA FUNCIÓN

Maria Rosaria Ferrarese es autora de un libro excelente en el que, bajo el rótulo l’istituzione difficile1, discurría sobre los rasgos de la magistratura de nuestro tiempo, tomando como referencia la transformación de la italiana durante la segunda mitad del siglo pasado, en su contexto institucional y político; una etapa, por cierto, nada fácil para la jurisdicción. Pero diré de inmediato que tal ingrediente de «dificultad», usado como sugerente hilo conductor o clave de lectura en esa obra, venía de lejos, de un antes ubicado ya en la larga duración. Claro que tras de haber experimentado un sensible in crescendo por efecto del fortalecimiento del poder judicial y su independencia en el marco del constitucionalismo nacido de la segunda posguerra, universalmente mal aceptado en este punto en los medios de los actores políticos.

El aparato judicial italiano, institución poliédrica donde las haya, hábilmente interpelado por la socióloga del derecho, suscitaba inquietudes e interrogantes en la totalidad de sus caras y no se diga de sus aristas. En efecto, pues sustancialmente replanteado por dentro merced a la aludida experiencia constituyente con sus complejos desarrollos legislativos, tales nuevos perfiles, en confluencia con otros factores (jurídicos y extrajurídicos), habían producido un distinto modo de ser y de estar el juez en el marco estatal2. También una funcionalidad y un género de interacciones del mismo en este campo y con la sociedad, fuente de significativas transformaciones en el statu quo ante en la materia.

L’ordine giudiziario, tópica articulación del orden jurídico y obligado generador de seguridad y certeza de esta clase, proyectaba ahora al exterior de manera patente su inédito pluralismo interno, bajo la forma de una jurisprudencia bastante menos uniforme que la tradicional, por progresivamente permeable a otros valores que los endémicos del marco legal recibido del estado monoclase3, tan caros a la magistratura heredada; una proyección que venía a incidir también en espacios públicos y privados antes exentos. Instancia ajena por definición a la política, pero siempre cortada por el patrón de la política oficial en acto, comenzaba a prodigarse en autónomas decisiones incómodas, interferentes con esta. Poder idealmente «nulo» empezaba a confrontarse, con relativa frecuencia, por imperativos de legalidad, con el que era y es poder por antonomasia, en sentido propio y en sentido fuerte, para algunos de cuyos exponentes más cualificados se abrían por vez primera ocasionales desazonantes expectativas de banquillo. A veces, el juez, haciéndose cargo de ciertas demandas sociales, constitucionalmente henchidas de razón pero desoídas en las sedes que correspondería, asumía, asimismo, con buen fundamento legal, en ciertos campos, un rol pronto etiquetado como de «suplencia» de la reprochable falta de iniciativa de otras instancias oficiales con competencias ad hoc, claramente desatendidas4.

Estos novedosos aspectos de lo jurisdiccional situaron enseguida en primer plano el asunto de la legitimidad, en una doble vertiente. La del propio juez como sujeto institucional de extracción ajena a las urnas; y por eso el (peregrino) cuestionamiento de su habilitación para intervenir mediante el derecho, en el espacio configurado por decisiones procedentes de titulares de cargos y funciones que trajeran causa de aquellas. Y la de carácter reflejo representada por el hecho, ciertamente perturbador y rupturista, de que con tal clase de injerencias aquel (a través del proceso penal, sobre todo) asumía el molesto papel de incontrolable dispensador eventual de ilegitimidades a actores políticos ungidos, sí, por el sufragio, pero responsables de graves violaciones del orden jurídico.

En la época de la aparición del libro de Ferrarese el hipotético lector español pudo, quizá, contemplar el objeto de su reflexión con cierto descomprometido distanciamiento; pensarlo como extraño y, además, muy italiano, lo que contribuiría a fortalecer esa impresión de ajenidad. Pero la verdad es que, salvando las distancias que se quiera, en todo caso bastantes, muy pronto ese juicio dejaría de ser pertinente entre nosotros.

Iniciada la andadura posconstitucional, del ahora ya «poder judicial», la victoria electoral del centro derecha aplazó la eclosión y la percepción del aludido factor de «dificultad» en nuestros medios políticoinstitucionales. Fue como un respiro momentáneo, debido al hecho de que, aun bajo la forma de la nueva institucionalidad, se dio una marcada continuidad en la situación de la magistratura debido a su perfil predominante5 y por el masivo trasvase de la jerarquía transfranquista que imperaba en la ella, al Consejo General del Poder Judicial recién inaugurado y fiel trasunto de la primera mayoría parlamentaria de la transición.

Mas no tardando, con el triunfo socialista de 1982, tal estado de cosas resultaría sustancialmente alterado; cuando dentro de la lógica constitucional estricta el tempo y el clima de la política y el de la judicatura dejaron de ser los mismos, imponiendo a la recién estrenada mayoría política de izquierda la convivencia con un Consejo cortado por el patrón de la que acababa de ser derrotada en las urnas. Aun tratándose de un fenómeno propio de la normalidad del sistema, este hecho se reveló enseguida como importante fuente de conflicto. Con una primera expresiva manifestación en el abrupto cuestionamiento, tan oportunista como inconstitucional, de la legitimidad democrática del juez y de la jurisdicción6.

El asunto que, curiosamente, no había generado mayor polémica durante los trabajos de las Cortes Constituyentes, se manifestaría ahora dotado de una insospechada carga explosiva. No soy tan ingenuo como para pretender que el estado de cosas, de relaciones de fuerza, resultante de aquella cita electoral, debiera haber pasado sin tensiones y, menos aún, y dada la fase histórica, en el espacio que nos concierne, que en el vigente modelo constitucional alberga y alimenta en todo caso un cierto fisiológico potencial de conflicto. Por las evidentes connotaciones antimayoritarias de la jurisdicción: lo propio del sistema de frenos y contrapesos del estado constitucional de derecho que, en la muy plástica expresión de Eberhard Schmidt, «desconfía de sí mismo y por eso reprime y compromete su poder»7.

No es, pues, ahí donde apunta esta reflexión. Lo hace al hecho de que la falta de correspondencia, por su composición, entre el «órgano de gobierno» del poder judicial y la nueva mayoría con abrumadora presencia en los otros poderes fue ocasión no de comprensible incomodidad por este dato de la coyuntura, sino de auténtica insumisión de aquella frente al diseño constitucional en la materia, enseguida profundamente alterado merced a la atribución a las Cortes de la elección de todos los vocales, es decir, los judiciales incluidos8, en lo que, en gráfica y ajustada expresión de Díez-Picazo, resultó ser auténtica «represalia política hacia un Consejo General del Poder Judicial que se había mostrado sumamente crítico en varias ocasiones con el gobierno»9.

Descendiendo de ese plano macroorgánico y más general al concreto de la jurisdicción y sus prácticas, hay que decir que la entrada en la escena de la nueva institución, la encargada ahora de gestionar el estatuto del juez, supuso la detracción al vértice de la carrera de sus atribuciones en materia de control y disciplinarias. Esto tuvo efectos inmediatos en la calidad de la independencia, que también acusaría positivamente el hecho de ser ejercida en un contexto político-cultural democrático y abierto. De este modo, la dialéctica inaugurada con la emergencia del Consejo General del Poder Judicial y las vicisitudes aludidas, y la apertura de una situación que, con todas las limitaciones que se quiera, franqueaba un nuevo espacio de notable amplitud al desarrollo de los valores constitucionales de la jurisdicción pusieron las bases para el intenso despliegue entre nosotros del coeficiente de «dificultad» en la comprensión y aceptación del papel constitucional de esta última, que no ha dejado de acompañarla. Naturalmente, no todas las actitudes resistentes o de rechazo de decisiones judiciales concretas deben interpretarse en este clave. Es obvio que hay decisiones judiciales perfectamente cuestionables desde una diversidad de puntos de vista. Pero no es este el caso. Me refiero a las cargadas jurídica y constitucionalmente de razón y, sin embargo brutalmente contestadas mediante el despliegue de auténticas estrategias rupturistas de deslegitimación urdidas en sedes del poder político, en supuestos en los que el auténtico blanco fue sobre todo la jurisdicción como instancia. Desde la ofensiva conservadora contra el juez Manglano en el caso Naseiro10; a la patética algarada socialista, verdadera revuelta antiinstitucional, ante la cárcel de Guadalajara, con ocasión del ingreso en ella de Vera y Barrionuevo11; o la acometida, también por parte de la derecha, a la juez Ruth Alonso12, hay todo un florilegio de actitudes de ese género que política y culturalmente no pueden suscitar sino bochorno.

El recién aludido es, sin duda, el marco que hizo posible una actuación judicial tan ejemplar por independiente como la de la titular del Juzgado de Instrucción n.º 3 de Bilbao, María Elisabeth Huerta, en el caso Linaza. Es un asunto que, a mi juicio, simboliza mejor que ningún otro, también por el momento, el cambio de situación en la justicia13 y con él la inflexión en el coeficiente de «dificultad» inherente a la institución, y que por eso merece una consideración más detallada. De un lado, por la entereza moral y profesional y por la pulcritud y la intensidad de la adherencia a la legalidad constitucional de la protagonista, en un supuesto ciertamente difícil14. De otro, porque puso de manifiesto, de la misma forma emblemática, la pésima aceptación de la independencia judicial como valor efectivo por parte de la mayoría política, ahora, ¡ay!, progresista. Repárese: nada menos que en la investigación de un tremendo, evidente supuesto de torturas en un cuartel de la Guardia Civil; y cuando el Partido Socialista en la oposición había hecho del respeto y la garantía de aquel principio constitucional, central de la administración de justicia, toda una seña de su propia identidad hasta muy poco antes15. Desde el poder político se trabajó, con patente insidia, para hacer del caso Linaza el imposible caso Huerta. Fue todo un bochornoso esfuerzo institucional de difusión de la peor cultura infra, más bien directamente anticonstitucional, que contó con la voluntariosa y clarificadora contribución de la prensa más reaccionaria16, que para que no hubiera ninguna duda cerró filas con el gobierno. Pero el tiempo ha puesto a cada quien en su sitio, y, en la más obvia lectura constitucional de aquellas elocuentes vicisitudes, no hay duda: fue la juez Huerta quien concentró toda la legitimidad constitucional y democrática, frente a una mayoría parlamentaria masivamente prevaricadora.

Mucho más cercano en el tiempo y asimismo de un relevante carácter simbólico (igualmente negativo), porque refleja muy bien el actual estado de cultura político-constitucional en la materia, es el caso del trato dado a la sentencia de la Sección 1.ª de Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional n.º 31/2014, de 7 de julio, absolutoria (para todos menos uno) de los implicados en la respuesta a la convocatoria dirigida a «parar» el Parlamento catalán. En el supuesto, fueron de lo más expresivo las reacciones de la prensa. Así El País17 y ABC18, aquí en régimen de coalición de facto, unidos a otros medios en el patético ejercicio de demonización del magistrado ponente, Ramón Sáez19. Opción sin duda motivada por la dificultad de medirse de forma argumentada con la resolución: un texto de rigor impecable, con un examen de las implicaciones jurídicas de los hechos de una, por desgracia, poco común sensibilidad en tema de derechos fundamentales20. Tanto más necesaria cuando, en particular los sociales, están siendo objeto de un tratamiento brutalmente regresivo, si no tendencialmente abolicionista21. Esto en virtud de medidas políticas connotadas de una ilegitimidad esencial22 y en realidad ajenas a los programas electorales sometidos al voto de una ciudadanía que, además, en el caso de la más injustamente golpeada por ellas, carece de otros cauces de expresión efectiva de su profundo y justificado desasosiego que no sean algunas formas de movilización en la calle. Pues bien, la sentencia incluye un matizado estudio de este asunto, sólidamente fundamentado, dirigido a hacer compatible el uso del derecho punitivo con la tutela jurídica de esas formas elementales de participación democrática23, únicas ciertamente al alcance de tales amplísimos segmentos de población atropellada. La denuncia —puro falseamiento del discurso de la resolución— es de un supuesto aval judicial a la violencia de los manifestantes y de una, asimismo supuesta, subversión de los fundamentos de la democracia representativa. Pero no hay tal, en absoluto, sino solo un minucioso estudio y ponderación de los bienes jurídicos y valores en presencia. En él se pone muy claramente de relieve cómo —a diferencia de lo propio del viejo estado liberal, donde el tratamiento jurídico del conflicto social fue materia exclusiva de los códigos penales, y discurrió al margen de las previsiones constitucionales (inexistentes o puramente retóricas en la contemplación de la materia)— en el estado constitucional es el texto fundamental el que debe primar al respecto, orientando la creación y habilitación de cauces practicables para propiciar su razonable y equilibrado desarrollo, evitando con ello su radicalización. De este modo, el ius puniendi ocupará solo el espacio que en el modelo le corresponde. Tal riguroso planteamiento va acompañado de un análisis del cuadro probatorio, verdadero paradigma del buen hacer en la materia. Es claro que ni uno ni otro merecieron el interés de los críticos.

Las circunstancias que acaban de evocarse sirven perfectamente para poner de manifiesto que el factor «dificultad» en la comprensión y más aún en la aceptación del papel de la jurisdicción en el estado constitucional es, según ya se ha dicho, un rasgo que conecta esencialmente con la configuración del propio modelo, que como tal lo suscita24. Prueba de ello es la recurrencia del asunto siempre en idéntica clave problemática, con una diversidad de concreciones empíricas.

Pienso, entre otras, en una famosa, y jugosa, polémica sobre el control jurisdiccional de la discrecionalidad administrativa, en el nuevo marco de estado social y democrático de derecho, donde una de las posiciones enfrentadas hacía particular hincapié en esta última dimensión del mismo como (supuestamente) generadora para el ejercicio de la administración de un espacio connotado por la primacía, más bien autonomía de la política y, por ello exento, si no del todo sí en muy relevante medida, de la fiscalización de un poder extraño a las urnas25. El debate produjo intervenciones sumamente interesantes26, a las que aquí, es obvio, no cabe referirse en detalle27. Pero entre ellas se cuenta una de carácter periodístico de Sánchez Morón, uno de los autores implicados, que, a mi juicio, por su tono expresionista, sirve muy bien para ilustrar la cuestión subyacente a la importante confrontación de fondo. Escribiendo sobre «Democracia y judicialismo» identificaba una posición sobre el poder judicial, convirtiéndola en (diría que demasiado fácil) blanco de su crítica. Era la propia de quienes, amputando al vigente modelo de estado las connotaciones de «democrático» y «social», estarían postulando su conversión en «“estado de justicia” cuyo oráculo sería el juez ordinario», ungido de una «(prácticamente ilimitada) independencia», por el respaldo de «una legitimación democrática superior a la de los políticos electos». Aclaraba el autor que no era tal el ideario de la mayoría de los jueces. Pero no cabe duda de que lo beligerante de su diatriba solo podía responder a la inteligencia de que el punto de vista de ese modo contestado contaba con una presencia relevante en esos y otros medios; por lo demás, en absoluto documentada.

Pienso asimismo en el encendido conflicto suscitado con ocasión de la negativa del gobierno a entregar a un juez los entonces conocidos como «documentos del CESID», con datos relativos al posible uso de fondos reservados para financiar operaciones antiterroristas de corte incuestionablemente delictivo28. Un conflicto tratado como supuestamente «jurisdiccional», a pesar de no existir en él más que un único polo de esta índole; ni otra alternativa constitucional que la de vaciar en el juzgado las inmundicias de algún archivador, mudo testigo de esa gubernamental guerra sucia. Y que fue resuelto en sentido contrario, por el tribunal de ese nombre29, como si lo realmente en juego hubiera sido la procedencia o improcedencia de desclasificar aquellos documentos; y no la decisión de cubrir con un manto de impunidad conductas criminales gravísimas cometidas en un marco político-administrativo plenamente sometido a la ley y al derecho (art. 103.1 CE). Conductas sin la más remota relación de funcionalidad con la seguridad del estado constitucionalmente entendida, y para las que, a tenor de la situación, no quedaba otro posible tratamiento que el jurisdiccional estricto, en régimen de exclusividad (art. 117.3 CE). El Tribunal de Conflictos diría, rehusando afrontar el aquí realmente planteado, haberse limitado a «modular restrictivamente la utilización de determinados medios probatorios», con el fin de «tutelar otros intereses o valores que el ordenamiento quiere proteger». Todo un eufemismo evasivo, en vista de que lo efectivamente amparado frente a la jurisdicción, en contra de ese ordenamiento invocado tan en vano como pretexto, fue la seguridad, sí, pero del para-estado o de una indefendible articulación criminal intolerablemente surgida del interior (nunca mejor dicho) de un aparato estatal. Y un lamentable olvido de la inobjetable admonición de Kelsen: «el estado no puede perseguir ningún fin sino bajo las formas del derecho»30; y de un dato empírico, ampliamente contrastado, que también recuerda el insigne jurista, a saber, la inveterada tendencia a «eliminar de este sector [el político-administrativo] los molestos vínculos de la ley»31.

En la misma línea de vicisitudes útiles para ilustrar las posiciones frente a la jurisdicción, a las que vengo refiriéndome, se inscribe el intento de recuperación de la categoría de los «actos de gobierno», que transitó por el Ministerio de Justicia entre 1994 y 1995, con el propósito explícito de reforzar la «excepción de acto político» para evitar que con sus intervenciones en ese campo el poder judicial pudiera llegar a ocupar «una posición de vértice superior»32; estrategia oportuna y eficazmente denunciada por García de Enterría33.

Aunque, tratándose de ilustrar ese peculiar ingrediente de «dificultad» de comprensión/aceptación del papel de la jurisdicción en el estado constitucional, quizá nada resulta más expresivo que la aparatosa cadena de intervenciones legislativas, marcadas siempre por la oportunidad, de las que se ha hecho objeto al Consejo General del Poder Judicial, desde el momento de su entrada en la escena. Como habrá ocasión de referirse a ellas más en detalle, baste aludir a la, ciertamente elocuente, del pintoresco viaje de ida y vuelta del ministro Ruiz Gallardón, amagando primero, obviamente por razón de principios, con el retorno a la opción constitucional en la formación electoral del órgano, para retroceder, como si tal cosa, sobre sus pasos, y asumir la posición, antes siempre tachada de inaceptable por él mismo y su propio partido. Un modo de propinar el definitivo golpe de gracia a la malhadada institución, no obstante haber proclamado en innumerables ocasiones —con vehemencia digna de mejor causa— la disposición a retrotraerla a los términos previstos en el texto fundamental.

El vigente constitucionalismo, un paso significativo en la dirección ideal del mítico «gobierno de las leyes», con su tratamiento del poder judicial, conlleva cierto replanteamiento de las relaciones de poder en el interior de la geografía estatal. Esto, obviamente, no por la atribución a los jueces de algún papel de gobierno en el de la polis34, como con tanta demagogia como grosería intelectual se ha argumentado a veces, sino por la sujeción a la ley de todos los momentos de poder, con la consecuente previsión de un control jurisdiccional, desde esta, de los incumplimientos, en particular, de los más graves. Un control desde el derecho, siempre en última instancia y a iniciativa de parte, naturalmente ex post, sin interferencias, por tanto, en el desarrollo regular de las actuaciones propias de las instituciones de la democracia representativa. Pero control dotado de un potencial de efectividad como nunca hasta ahora. Y en esto, es decir, en el fortalecimiento del papel de la legalidad —una legalidad que ha resultado ser en gran medida insoportable en muchos aspectos de las prácticas de aquellas— radica el problema, esto es, la «dificultad» en torno a la que han girado las precedentes reflexiones.

Lo demuestra el hecho de que desde que por imperativo constitucional y legal la jurisdicción comenzó a ocuparse, siempre con incontables dificultades, de la delincuencia de los sujetos públicos, se ha abierto camino un discurso (transversal, dado que como la corrupción misma no depende del color político), en clave decididamente antijurisdiccional. Este, más allá de los casos concretos y, con la mayor frecuencia, en presencia de decisiones judiciales irreprochables, eleva regularmente el tiro contra la propia jurisdicción como instancia35, nunca bien digerida por una política partitocrática que, está demostrado, necesita de una alta tasa de ilegalidad para permanecer y reproducirse en sus constantes.

Tal es, no importa insistir, la clave de la «dificultad», pura y simple falta de aceptación del papel constitucional de la instancia judicial, mayor aún, si cabe, en esta hora aciaga, fatal para los derechos. Se trata de algo directamente debido a su naturaleza antimayoritaria36, y a la consiguiente posición de independencia; que han posibilitado intervenciones judiciales inobjetables capaces de dar respuesta desde el derecho a las peores perversiones de la política, de tanto arraigo en nuestros países37. Además, la jurisdicción, que tiene el encargo constitucional de garantizar con eficacia los derechos fundamentales de todos, tampoco es funcional a unas políticas como las actuales, únicamente orientadas a dar satisfacción a las exigencias de los mercados38. En efecto, pues, como ha señalado justamente Luigi Marini, el hecho de que «ha[ya]n saltado muchos lugares de mediación y la ausencia de recursos y de políticas activas está situando en el centro de la escena a la intervención judicial, a la que se demanda reconocimiento y tutela de los derechos inactuados»39; contribuyendo con ello a reforzar el carácter particularmente incómodo de su papel. Así, a casi un siglo y medio de distancia, sigue siendo válida la sentencia de Bonasi: «el orden judicial ejerce un ministerio no solo de tutela, también de resistencia»40. Y no por ser el poder bueno, en un contexto de poderes perversos. No. Su virtud constitucional consiste en ser el poder otro, desde el derecho. Por eso «en discordia». Es la alternativa constitucional al totum revolutum, al todo revuelto/todos revueltos, con expresión de emblemáticas carreras judiciales políticamente sobredeterminadas, con singulares itinerarios y escalas fuera y dentro de la jurisdicción, tan frecuentes en estos años.

1.  Maria Rosaria Ferrarese, L’istituzione difficile. La magistratura tra professione e sistema politico, Edizioni Scientifiche Italiane, Nápoles, 1984.

2.  M. R. Ferrarese escribe al respecto: «mientras en el pasado [la magistratura] aparecía confinable en el ámbito de las interacciones estatales, tanto como para poder ser conceptualizada esencialmente como un órgano estatal, hoy parece haber conquistado un explícito derecho de ciudadanía en las más complejas interacciones del llamado “sistema político”» (ibid., p. 17).

3.  Aludo a los valores de los que se seguía la rigurosa homogeneidad del derecho legislativo (y consecuentemente de la jurisprudencia) del estado liberal, obtenida mediante la neutralización de las fuerzas políticas y sociales antagonistas, cuyas demandas e intereses carecían de expresión en la ley. Tal «monopolio político-legislativo de una clase social relativamente homogénea [había determinado] por sí mismo las condiciones de la unidad de la legislación» con el resultado de que tal «coherencia» fuera considerada no como el efecto de una política, sino como un «rasgo lógico del ordenamiento» (Gustavo Zagrebelsky, El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. cast. de M. Gascón Abellán, Trotta, Madrid, 102011, p. 32). Esta (falsa) conciencia del intérprete, que constituye una de las particularidades caracterizadoras más relevantes del positivismo ideológico, impregnó e impregna aún de manera profunda la cultura de los jueces. Ahora bien, hay que decir que hoy ya no lo hace del modo universal en que lo hacía en la época (en torno a la mitad del siglo pasado) a que aquí se alude.

4.  Un caso emblemático al respecto es el de los fanghi rossi de la Montedison di Scarlino, que producía bióxido de titanio y vertía diariamente al mar de Liguria importantes cantidades de ácido sulfúrico y de metales pesados. Pues bien, en contraste con la pasividad de la administración, el pretore de Livorno, Gianfranco Viglietta, en 1973 abrió una causa sonada, que acabaría en condenas. Esta actuación, ciertamente innovadora, irreprochable en el plano de la legalidad, mereció el aplauso de, entre otros, el Consejo de Europa, e incluso fue incorporada por el escritor brasileño Jorge Amado a su novela Tieta do Agreste (trad. cast. de M. Mira, Tieta de Agreste, BSA, Barcelona, 1996; la referencia puede verse en las pp. 47 y 62 de esta edición). La iniciativa de Viglietta se integra en el marco de la nueva cultura de la jurisdicción que alumbraría la jurisprudencia llamada «alternativa», por oposición a la conservadora tradicional, dotada de un consistente sentido de las garantías y de fuerte adherencia a los valores constitucionales, tantas veces contestados de facto por la magistratura tradicional. Al respecto, puede verse, últimamente, Giovanni Palombarini y Gianfranco Viglietta, La Costituzione e i diritti. Una storia italiana. La vicenda di MD dal primo governo di centro-sinistra all’ultimo governo Berlusconi, con prólogo de Stefano Rodotà, Edizioni Scientifiche Italiane, Nápoles, 2011, pp. 101 ss.

5.  Predominante, que no monolítico. En efecto, pues había conocido la existencia de Justicia Democrática, un significativo grupo de jueces, fiscales y secretarios judiciales, organizado en la clandestinidad, internamente muy plural, y cohesionado por el convencimiento de la necesidad de un marco de estado de derecho como ambiente imprescindible para el desarrollo de los valores de la jurisdicción. De otro lado, aparte de los integrantes del movimiento hay que hablar de un cierto porcentaje de aquellos profesionales con actitudes equivalentes, pero reacios al encuadramiento, que, además, bajo el franquismo era una forma de delincuencia. He tratado de este asunto en «Poder judicial y estado de derecho: la experiencia de Justicia Democrática»: Sistema 38-39 (1980), ahora en Perfecto Andrés Ibáñez, Justicia/conflicto, Tecnos, Madrid, 1988, pp. 59 ss.

6.  La muerte de Montesquieu; a los jueces ¿quién los ha elegido?; legitimidad constitucional pero no legitimidad democrática... fueron algunas de las patéticas fórmulas infraculturales en las que se concretaron esos cuestionamientos, tan claramente expresivos de una mala aceptación de la democracia constitucional.

7.  Eberhard Schmidt, Los fundamentos teóricos y constitucionales del derecho procesal penal, trad. cast. de J. M. Núñez, Editorial Bibliográfica Argentina, Buenos Aires, 1957, p. 24. Tal es, dice el autor, «la gran idea del estado de derecho».

8.  A través de la asunción de la conocida como «enmienda Bandrés», verdadera reforma implícita del artículo 122.3 CE. Esto, cuando el artículo 131 de la «Enmienda a la totalidad del Proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980», conocido como Texto alternativo socialista, decía: «Los doce vocales de procedencia judicial serán elegidos entre jueces y magistrados pertenecientes a todas las categorías judiciales, en los términos establecidos en la presente ley» (en Congreso de los Diputados, Poder Judicial. Documentación preparada para la tramitación del Proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial, 28 [II], octubre, 1984, p. 781).

9.  Luis María Díez-Picazo, Régimen constitucional del Poder Judicial, Civitas, Madrid, p. 140.

10.  Luis Manglano, juez instructor de Valencia, en 1990 instruyó una causa por posible delito contra la salud pública. Las interceptaciones telefónicas acordadas dieron como fruto la emergencia de gravísimos indicios de delito, relacionados con la financiación ilegal del Partido Popular, con la implicación de algunos relevantes exponentes de este, como Naseiro, Zaplana, Palop y Sanchís. La reacción del partido fue de una extraordinaria agresividad y se concretó en una estrategia, de éxito indudable, dirigida a convertir el caso Naseiro en el caso Manglano. Secundada por la prensa conservadora, en particular ABC, que en una de sus ediciones abriría con una portada en la que el juez, vestido con traje de luces soportaba de mala manera la embestida de un miura. Al fin, la Sala Segunda del Tribunal Supremo (mediante un auto de 18 de junio de 1992) anularía las escuchas, sentando una jurisprudencia, ciertamente correcta, pero francamente innovadora, que benefició a los imputados. Una jurisprudencia, naturalmente, no mantenida después con la coherencia que sería de rigor. Me ocupé de este asunto en el artículo «El caso Naseiro en el país de las garantías», en El País, 26 de junio de 1992. Allí escribí: «No hace mucho que mostraba en estas mismas páginas mi preocupación por el que veía como “mal tiempo para los derechos”. Celebraría infinito poder hablar, a partir de ahora, de “buen tiempo para las garantías”. Y no necesariamente —que ¡ojalá!— por una —imposible— reconversión global del sistema a tan viejos como inactuados principios; sino ya solo por contar con la seguridad de que quienes tienen la más alta responsabilidad en lo jurisdiccional-penal están dispuestos a mantener para todos —contra viento y marea, que los habría— el espíritu del auto del 18 de junio de 1992».

11.  Condenados por el secuestro de Segundo Marey —cf. al respecto, Juan Igartua Salaverría, El caso Marey. Presunción de inocencia y votos particulares