Teresa de Lisieux… Santa - Véronique Gay-Crosier Lemaire - E-Book

Teresa de Lisieux… Santa E-Book

Véronique Gay-Crosier Lemaire

0,0

Beschreibung

Teresa de Lisieux ha sido llamada «la mayor santa de los tiempos modernos» y su influjo se deja sentir por todo el mundo. Sin haber escrito apenas nada más que su diario, ha sido declarada doctora de la Iglesia y «experta en la ciencia del amor» (san Juan Pablo II); sin haber traspasado los muros del convento, es la patrona de las misiones. Esta biografía presenta a Teresa contestando a tres preguntas: por qué quiso ser santa, cómo lo hizo y cómo concebía ella la santidad. A lo largo de estas páginas, podremos seguir paso a paso su itinerario de santidad; la escucharemos hablar sobre las virtudes y las mortificaciones hasta llegar a su punto de convergencia, que es el amor; leeremos las palabras que pronunció sobre los defectos, el abandono y la debilidad de los hombres, que son también puerta de entrada a la santificación, y conoceremos sus enseñanzas sobre la pobreza de espíritu, la perfección y la santidad.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 461

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



«Créeme, nunca esperes a mañana

para empezar a ser santa»

Cronología de Teresa

2 de enero de 1873: nacimiento de Marie-Françoise-Thérèse Martin, llamada Thérèse.

28 de agosto de 1877: fallece su madre, Zélie Martin.

2 de octubre de 1882: Paulina ingresa en el Carmelo de Lisieux.

Del 25 de marzo al 13 de mayo de 1883: «extraña enfermedad» y recuperación de Teresa.

8 de mayo de 1884: primera comunión.

Mayo de 1885: «terrible enfermedad de escrúpulos» y curación gracias a sus «hermanitos del Cielo» en octubre de 1886.

15 de octubre de 1886: ingreso en el Carmelo de Lisieux.

25 de diciembre de 1886: «gracia de Navidad».

Noviembre de 1887: viaje a Roma.

9 de abril de 1888: Teresa ingresa en el Carmelo de Lisieux.

10 de enero de 1889: toma de hábito.

8 de septiembre de 1890: profesión.

Del 8 al 15 de octubre de 1891: retiro predicado por el padre Prou.

5 de diciembre de 1891: muerte de la Madre Genoveva, fundadora del Carmelo de Lisieux.

29 de julio de 1894: muere el padre Louis Martin.

14 de septiembre de 1894: Celina ingresa en el Carmelo de Lisieux.

Enero de 1895: comienza a escribir el Manuscrito A.

11 de junio de 1895: se ofrece al Amor Misericordioso.

15 de agosto de 1895: su prima Marie Guérin ingresa en el Carmelo.

5 de abril de 1896, Domingo de Pascua: comienzo de su «noche de fe».

Septiembre de 1896: redacción del Manuscrito B.

3 de junio a 10 de julio de 1897: redacción del Manuscrito C; Teresa ingresa en la enfermería.

30 de septiembre de 1897, 19:00 h: muerte de Teresa.

1910-1911: proceso informativo ordinario de Teresa.

1915-1917: proceso apostólico de Teresa.

29 de abril de 1923: beatificación.

17 de mayo de 1925: canonización.

19 de octubre de 1997: Teresa es proclamada Doctora de la Iglesia.

Abreviaturas

CEC Catecismo de la Iglesia católica.

CJ Cuaderno Amarillo(Carnet Jaune) de la madre Inés de Jesús.

CSG Conseils et souvenirs recueillis par soeur Geneviève de la Sainte-Face (Céline),

Cerf, París 19962. Consejos y recuerdos recogidos por su hermana Celina, sor Genoveva de la Santa Faz.

CSM Consejos y recuerdos relatados por sor María de la Trinidad.

Cta Cartas de Teresa, numeradas del 1 al 266.

DE Últimas conversaciones (otras últimas palabras de Teresa).

DE/G Últimas conversaciones recogidas por sor Genoveva.

DE/MSC Últimas conversaciones recogidas por sor María del Sagrado Corazón.

DP Últimas palabras a la madre Inés, sor María del Sagrado Corazón, sor Genoveva o sor Teresa de San Agustín.

DS S. De Fiores-G. Tullo (dirs.), Diccionario de Espiritualidad, San Pablo, Madrid 1983.

MsA Primer Manuscrito autobiográfico de Teresa.

MsB Segundo Manuscrito autobiográfico de Teresa. Se corresponde con la Carta 196 con el fin de dar a conocer su «doctrinita».

MsC Tercer Manuscrito autobiográfico de Teresa con vistas a la redacción de su «Circular necrológica».

OC Obras completas de santa Teresa de Lisieux editadas por Monte Carmelo, Burgos 19964 [Todas las obras citadas de santa Teresa, cada una de las cuales tiene su propia abreviatura, están tomadas de esta edición]

Or Las veintiuna oraciones numeradas de Teresa.

PA Proceso de beatificación y canonización de santa Teresa del Niño Jesús y la Santa Faz II: Proceso apostólico 1915-1917, Biblioteca Mística Carmelitana, Burgos 1935.

PN Las cincuenta y cuatropoesías numeradas de Teresa.

PO Procès de béatification et de canonisation de sainte Thérèse de l’Enfant-Jésus et de la Sainte-FaceI. Procès informatif de l’Ordinaire, 1910-1911, Theresianum, Roma 1973 (Proceso de beatificación y canonización de santa Teresa del Niño Jesús y la Santa Faz I. Proceso informativo ordinario 1910-1911).

PS Las ocho poesías «suplementarias» de Teresa.

RP Las ocho Recreaciones piadosas –obras de teatro– de Teresa (Obras recreativas, en Obras completas en Cinco tomos, Centro de espiritualidad San Juan de la Cruz, San José de Costa Rica 1996).

VT Vie thérésienne, Lisieux (revista trimestral, desde 1961).

VS Vie spirituelle, Cerf, París.

Introducción

«Al mostrar que era posible para todos los cristianos, santa Teresa universalizó la elevada santidad»[1].

Los santos son como «delatores». Cada uno de ellos, con su personalidad y sus carismas propios, hace brillar más una parte de la santidad. Teresa del Niño Jesús[2] y de la Santa Faz hizo brillar sobre todo el prisma de la humildad humana. El atributo de Dios que más la conmovía era su amor misericordioso. De ahí que el papa Juan Pablo II le concediera el título de experta en la ciencia del amor[3], que nos sitúa en la interrelación entre la moral y la mística, la «“teología vivida” de los Santos»[4].

Teresa no elaboró ningún tratado sistemático, sino que compartió sus pensamientos, sus intuiciones y su experiencia. Al final de esta obra esperamos que el lector haya quedado cautivado por esta gran «maestra de la vida espiritual»[5].

Vamos a presentarla contestando a tres preguntas: por qué quiso ser santa, cómo lo hizo y cómo concebía ella la santidad. Porque la santificación fue el motor de su vida, pero su empeño sufrió giros inesperados. La seguiremos paso a paso en su itinerario de santidad. Veremos cómo se pregunta por la perfección, que asociará siempre a la santidad. La escucharemos hablar sobre las virtudes y las mortificaciones hasta llegar a su punto de convergencia: el amor. Leeremos las palabras que pronunció sobre los defectos, el abandono y la debilidad humanos, que son también puertas de entrada a la santificación. También nos enseñará sobre la experiencia de su miseria, sobre la pobreza de espíritu y sobre los santos.

Varios elementos correlativos a la santidad influyeron, al mismo tiempo, en su concepción. Todo está relacionado, pero nosotros hemos estudiado por separado los temas, y a menudo hemos tocado otros solo superficialmente antes de ahondar en ellos; de ahí la similitud de algunos títulos.

Antes de entrar de lleno en el tema, ofrecemos algunos detalles sobre la familia de Teresa. Sus padres, Azélie-Marie Guérin y Louis-Joseph-Aloys-Stanislas Martin, tuvieron nueve hijos. Dos de los niños, que llevaban el nombre de José, fallecieron en su primer año de vida, en 1867 y en 1868. Hélène y otra niña llamada también Teresa fallecieron durante su infancia. Al final sobrevivieron cinco hijas, y todas se hicieron religiosas. María (1860-1940) optó por el Carmelo de Lisieux y tomó el nombre de Sor María del Sagrado Corazón. Paulina (1861-1951) siguió sus pasos y eligió el nombre de Sor Inés de Jesús. Leonia (1863-1941) ingresó en las Hermanas de la Visitación en la ciudad de Caen[6] mucho más tarde que sus cuatro hermanas, y tomó el nombre de Sor Francisca Teresa. Celina (1869-1959) emitió sus votos perpetuos en el Carmelo de Lisieux con el nombre de Sor Genoveva de la Santa Faz, seis años después que Teresa (1873-1897), la más joven de todas ellas. Y no podemos olvidar a su prima María Guérin, que ingresó también en el convento carmelita de Lisieux un año después que Celina; su nombre religioso era María de la Eucaristía.

[1]M.-E. de l’Enfant-Jésus, «Docteur de la vie mystique», en AA.VV., Thérèse de l’Enfant-Jésus. Docteur de l’amour, Rencontre théologique et spirituelle, «Centre Notre-Dame de Vie», Éd. du Carmel, Venasque 1990, p. 360.

[2] Teresa casi siempre omitía la conjunción en su nombre.

[3] Cf Juan Pablo II, Carta apostólica Divini amoris scientia.

[4]Id, Carta apostólica Novo Millenio ineunte, n. 27.

[5]Id, Carta apostólica Divini amoris scientia, n. 6.

[6] Su tía materna –sor Marie Dosithée– había sido religiosa en ese convento.

PRIMERA PARTE

INFANCIA, ADOLESCENCIA Y POSTULANTADO

Teresa acababa de cumplir veintiún años. En enero de 1895 empezó a escribir su primer manuscrito autobiográfico. Al año siguiente, entregó el cuaderno a la reverenda Madre Priora, que le había pedido que escribiera sus recuerdos. Estaban muy lejos de ser recuerdos meramente anecdóticos: elaboró un retrato de su «alma» a través de las «gracias que Dios se ha dignado concederme»[7].

Existe el temor de que su narración perdiera precisión, y podríamos preguntarnos dónde está la línea que separa el verdadero recuerdo de la fantasía y la imaginación. Pero no tenemos nada que temer por ninguna de ambas partes. Por un lado, Teresa admite que había recibido una memoria precoz excepcional que su humildad no le impidió reconocer al comienzo de la redacción de su autobiografía: «Dios me concedió la gracia de despertar mi inteligencia en muy temprana edad y de que los recuerdos de mi infancia se grabasen tan profundamente en mi memoria, que me parece que las cosas que voy a contar ocurrieron ayer»[8]. E incluso: «No tenía gran facilidad para aprender, pero sí buena memoria»[9]. La madre de Teresa lo decía ya cuando su hija tenía tan solo tres años: «Es una niña muy nerviosa. De todas maneras, es un encanto, y muy inteligente, y se acuerda de todo»[10]. Por último, Celina tampoco tenía dudas: «Tenía una memoria excelente, y retenía fácilmente todo lo que leía o escuchaba; y sabía sacar provecho en el momento oportuno de las observaciones sensatas y de las curiosidades más pequeñas»[11].

Por otra parte, Teresa no buscó nunca «más que la verdad»[12]. Siempre le horrorizó el «fingimiento»[13]. La mayor parte de su información procede de las cartas que su madre escribió a Paulina y que esta prestó a Teresa cuando estaba redactando sus Memorias. Con una madurez recién adquirida, Teresa citaba textualmente las cartas de su madre, que solía hablar extensamente sobre su «diablillo».

[7]MsA, 4v°.

[8]MsA, 4v°.

[9]Ms A, 13v°.

[10]Ms A, 8r°.

[11]CSG, p. 79.

[12] Todos los textos entrecomillados son palabras textuales de Teresa. Solo indicamos la referencia de los textos más extensos que el lector puede encontrar con facilidad. [Todas las citas, con referencia o sin ella, están tomadas de Obras completas de santa Teresa de Lisieux Monte Carmelo, Burgos 19964 (N. de la T.)].

[13] Expresión típicamente normanda para hablar de la mentira.

Capítulo I

Infancia

Los catorce primeros años de vida de Teresa coincidieron con los dos primeros periodos de su vida, según la división que ella misma hace:

En la historia de mi alma, hasta mi entrada en el Carmelo, distingo tres períodos bien definidos. El primero, a pesar de su corta duración, no es el menos fecundo en recuerdos. Se extiende desde el despertar de mi razón hasta la partida de nuestra madre querida para la patria del cielo […] A partir de esta época de mi vida entré en el segundo período de mi existencia, el más doloroso de los tres, sobre todo tras la entrada en el Carmelo de la que yo había escogido para que fuese mi segunda «mamá». Este período se extiende desde la edad de cuatro años y medio hasta la de catorce, época en la que recuperé mi carácter de la niñez, a la vez que entraba en lo serio de la vida[14].

Los escritos que hemos seleccionado aquí tratan fundamentalmente de la naturaleza moral de Teresa, de su educación y de otros factores resultantes. Su gran «amor propio» fue enseguida contrarrestado por un fuerte deseo de mejorar y un no menos intenso amor por la bondad. Esta relativa ambivalencia desembocó en su opción radical por Dios. Una opción preferencial definitiva que no era ajena a una nostalgia del Cielo avivada por un sentimiento de exilio permanente, alentado, a su vez, por la muerte prematura de su madre. El acontecimiento de su primera comunión le permitirá vivir su primera experiencia mística.

Su naturaleza y su personalidad

Entre el 4 de abril de 1877 y el 2 de octubre de 1886, Teresa redactó veintiuna cartas que no contienen ninguna alusión a la santidad. Pero hay dos cartas que escribió con un intervalo de tres años que llaman nuestra atención.

Pruebas de su deseo de mejorar

La primera carta está dirigida a la madre superior del Carmelo de Lisieux, madre María Gonzaga: «Querida Madre […] Paulina me ha dicho que usted estaba de ejercicios, y quiero pedirle que ruegue al Niño Jesús por mí, pues tengo muchos defectos y quisiera corregirme»[15]. Teresa tenía nueve años. Se lamenta de sus «defectos» –que, como veremos, son la ira, la obstinación y el amor propio, principalmente–. Teresa revela también un motivo que sería un asunto principal en su vida: el deseo de mejorar. Tenía para sí misma grandes ambiciones morales. Este anhelo centró firmemente los impulsos de su alma hacia el Bien; y no le impidió encomendarse a la madre superiora para que orase por ella.

El segundo fragmento nos presenta a una persona cuya naturaleza tuvo inefables consecuencias en el ser y el devenir de Teresa: Luisa Martin.

Al crecer, veo tu alma

repleta del Dios de amor;

tu santo ejemplo me inflama

y quiero imitarte yo

[…]

imitarte, padrecito,

amar como tú al Señor[16].

Teresa sintió siempre una admiración infinita. Su «Amor de Dios», su «ternura», su «dulzura» y su «bondad» componen el panegírico que compuso Teresa en ocasión de la festividad de «su Rey»[17], de su «padre amado». Teresa amaba estas virtudes porque expresaban claramente la particular ternura de la madre Martin. Con sus cualidades paternales, Teresa encontró un poco de su madre, de quien se había quedado huérfana desde los ocho años, sin recurrir a ninguna «traslación». En este momento Teresa había quedado ya cautivada por esos rasgos de personalidad que ella también quería adquirir para sí misma. Porque tenía temperamento. Era «íntegra». Su naturaleza, «efusiva» y «vivaz» la llevó a dejarse llevar rápida y apasionadamente. Estas breves líneas que escribió su madre lo ilustran bien:

Celina está entretenida con la pequeña jugando a los dados, y riñen de vez en cuando. Celina cede para añadir una perla a su corona. Yo me veo obligada a reprender a esta pobre niña, que coge unas rabietas terribles cuando las cosas no salen a su gusto y se revuelca por el suelo como una desesperada pensando que todo está perdido. Hay momentos en que es más fuerte que ella, y se le corta la respiración. Es una niña muy nerviosa [Y Teresa responde ante estas palabras:] ¡Ya ves, Madre mía, qué lejos estaba yo de ser una niña sin defectos![18].

Su impetuosidad, aunque se fue debilitando con el paso del tiempo, siguió siendo siempre una lucha para ella. Hasta el atardecer de su vida: «¡Cuántas [luchas interiores] he tenido! Tenía un temperamento nada fácil; no lo parecía, pero yo lo sabía muy bien. Y puedo asegurarle que no he pasado un solo día sin sufrir, ni uno solo»[19].

«Lo escojo todo»

Teresa habla de otro acontecimiento que no habría pasado de ser anecdótico y una indicación más de su fuerza de carácter si no lo hubiera acompañado de su propio comentario. El fragmento es muy conocido:

Un día, Leonia, creyéndose ya demasiado mayor para jugar a las muñecas, vino a nuestro encuentro con una cesta llena de vestiditos y de preciosos retazos para hacer más. Encima de todo venía acostada su muñeca. «Tomad, hermanitas –nos dijo–, escoged, os lo doy todo para vosotras». Celina alargó la mano y cogió un mazo de orlas de colores que le gustaba. Tras un momento de reflexión, yo alargué a mi vez la mano, diciendo: «¡Yo lo escojo todo!», y cogí la cesta sin más ceremonias. A los testigos de la escena la cosa les pereció muy justa, y ni a la misma Celina se le ocurrió quejarse (aunque la verdad es que juguetes no le faltaban, pues su padrino la colmaba de regalos, y Luisa encontraba la forma de agenciarle todo lo que deseaba)[20].

Todos accedieron ante la firme determinación de Teresa. Nadie tuvo nada que decir. Pero habría podido ser una ocasión para que la niña de tres años y medio se diera cuenta de que quizá estaba exagerando un poco. No sabemos si Celina –que por entonces tenía siete años y medio– tuvo que reducir sus alternativas. En perspectiva, ¿sintió Teresa ese mismo malestar? Porque parece justificar su acción ante Celina cuando señala –entre paréntesis– que estaba muy mimada. Suponiendo que esto fuera así, este sentimiento se ve equilibrado por su humor. Y, de todos modos, la clave de la conclusión que se entresaca de este episodio parece radicar en lo siguiente: en lugar de decir «Lo cojo todo», Teresa utilizó la misma expresión de Leonia, «Lo escojo todo»: el verbo escoger parece que no connota tanto el acaparamiento y la apropiación de los objetos que les habían presentado. Con ello Teresa estaría manifestando no el tono imperioso de su decisión, sino su inclinación a la totalidad, a la plenitud, hasta llegar hasta el punto extremo. La verdad es que es en este rasgo de su personalidad donde se centra la lección de vida. Sobre todo porque continúa con la siguiente observación:

Este insignificante episodio de mi infancia es el resumen de toda mi vida. Más tarde, cuando se ofreció ante mis ojos el horizonte de la perfección, comprendí que para ser santa había que sufrir mucho, buscar siempre lo más perfecto y olvidarse de sí misma. Comprendí que en la perfección había muchos grados, y que cada almaera libre de responder a las invitaciones del Señor y de hacer poco o mucho por él, en una palabra, de escoger entre los sacrificios que él nos pide. Entonces, como en los días de mi niñez, exclamé: «Dios mío, yo lo escojo todo. No quiero ser santa a medias, no me asusta sufrir por ti, solo me asusta una cosa: conservar mi voluntad. Tómala, ¡pues “yo escojo todo” lo que tú quieres...!»[21].

Este gesto fue, por tanto, decisivo, e incluso premonitorio en varios aspectos. En primer lugar es un signo precursor de la irrefrenable atracción que sentía por la perfección y la santidad. ¿Quién habría adivinado la connivencia entre la opción de coger todos sus juguetes y su aspiración a «buscar siempre lo más perfecto»? Teresa fue incondicional. En cuanto afirmaba o creía algo, se disponía completamente a ello. ¿Exceso? ¿Desproporción? No. A «Su temperamento la llevaba a lo absoluto»[22]. Nunca dudaba al plantear sus radicales decisiones. Que hacía, además, de manera irreversible. Coherente consigo misma, el «nivel» de su perfección solo podía ser el más elevado. Y su santidad tenía que ser plena.

¿Capricho infantil? No. Sino manifestación de la inflexibilidad de su voluntad a sus comienzos, y de lo que tendría que hacer para conformar su voluntad a la voluntad de Jesús.

Además, la disposición de los matices en su comentario no es intrascendente. Habla en primer lugar de «sufrir mucho», luego de «buscar siempre lo más perfecto», a continuación de «olvidarse de sí misma», para, por último, entregar su «voluntad». Estos objetivos de vida no se dieron de manera simultánea en su persona, sino que le sucedieron con la misma intensidad alternativamente. Enseguida, su «lo escojo todo» se convirtió en un «renuncio a todo»: con nueve años, ofreció su libertad; la entrega de la manifestación excepcional de su voluntad orientaría todos sus otros objetivos.

Observemos además que Teresa dio un vuelco a la postura jansenista[23] del nombre de los elegidos. Es una adelantada a su tiempo, convencida de que Dios llama a todo el mundo a la santidad. Somos nosotros quienes ponemos «límites» a nuestra «santidad», porque «¡su límite [de Dios] es no tenerlos!». Asimismo, Teresa respondió a esa llamada divina sin límites de su persona. De ahí los «deseos inmensos» y rigurosamente imposibles que más tarde la invadirían: el de ser sacerdote, aunque ella era mujer; el de ser misionera, aunque estaba enclaustrada, etc. Volveremos sobre ello.

Por último, la radicalidad de su opción por Dios hizo que pusiera –en un primer momento– el sufrimiento en el primer plano de su santificación. Porque para «responder a las invitaciones del Señor» se decidió rápidamente a «hacer […] mucho por Él». Algo que no podrá hacer sin «sufrir mucho» y sin aceptar «los sacrificios que él nos pide». Pero «esto no le asustaba». Ella asumió las consecuencias de su «elección» y plantó las raíces de su estar en el Cielo.

El Cielo

El Cielo. Precisamente. En su doble acepción –física y espiritual– desempeñó un gran papel en el pensamiento y en la imaginación de Teresa. Esta palabra aparece seiscientas sesenta y dos veces en sus escritos, a veces con letra mayúscula y otras veces minúscula. Fue también la primera palabra que leyó mientras aprendía a leer.

Desde su más temprana edad Teresa se sentía como una extranjera en el mundo. Sentía una especie de desconexión que ella traducía como un sentimiento profundo y constante de estar «exiliada» en la tierra. La muerte repentina de su madre y las incertidumbres de su vida la inclinaron a perturbarse ante la incertidumbre y la fugacidad de las alegrías terrenales –antes de alejarla definitivamente de ellas–, pero hubo también otros motivos, que hay que buscar en la personalidad de sus padres, en su propia idea del Cielo y en su elección precoz por Dios. Detengámonos un instante en ello.

a) Los padres Martin

El padre había solicitado su admisión entre los canónigos del Gran San Bernardo (Suiza). Se casó a los treinta y cinco años, pero conservó una fuerte inclinación por la soledad y el silencio, que buscaba y conseguía en sus largos paseos junto al río Touques[24], en sus visitas a las capillas y en sus peregrinaciones.

El carácter un tanto monacal del señor Martin influyó en Teresa desde que ella tenía seis años: durante las muchas horas que pasaron juntos en el jardín o yendo de pesca, durante sus paseos dominicales y durante sus visitas diarias a la Eucaristía. Esos momentos dejaron dulces recuerdos a Teresa. Pero también conservó una cierta nostalgia de ellos:

¡Qué hermosos eran para mí los días en que mi rey querido me llevaba con él a pescar! ¡Me gustaban tanto el campo, las flores y los pájaros! A veces intentaba pescar con mi cañita. Pero prefería ir a sentarme sola en la hierba florida. Entonces mis pensamientos se hacían muy profundos, y sin saber lo que era meditar, mi alma se abismaba en una verdadera oración... Escuchaba los ruidos lejanos... El murmullo del viento y hasta la música difusa de los soldados, cuyo sonido llegaba hasta mí, me llenaban de dulce melancolía el corazón... La tierra me parecía un lugar de destierro y soñaba con el cielo... La tarde pasaba rápidamente […] Entonces la tierra me parecía aún más triste, y comprendía que solo en el cielo la alegría sería sin nubes...[25].

Teresa heredó también su naturaleza soñadora y meditativa. En presencia de su padre podía desarrollar su marcada predisposición a la contemplación, al tiempo que un penetrante bienestar se apoderaba de su alma ante la irresistible belleza de la creación. La inmensidad del mar y la suntuosidad de la naturaleza la sumergían en arrebatos de felicidad y en profundidades muy religiosas, porque, «sin saber lo que era meditar, [su] alma se abismaba en una verdadera oración». La munificencia de la Creación concordaba tanto con su precariedad como con su dimensión sagrada.

Si alguna vez buscaba un poco de evasión y el olvido de las cosas terrenales, lo que a Teresa le gustaba, sobre todo, era lo que podía alimentar su retiro. Por ejemplo, «Me había instalado en el cuarto de pintura de Paulina […] En esta habitación me gustaba pasarme horas enteras, estudiando y meditando ante el hermoso panorama que se abría ante mis ojos...»[26]. Ante la vida y ante la armonía de la creación, deducía la existencia de un Dios Bueno, Hermoso, Creador y Providente: «¡Cuánto bien […] hicieron a mi alma todas aquellas maravillas de la naturaleza [como las montañas de Suiza que había contemplado] derramadas con tanta profusión! ¡Cómo la hicieron elevarse hacia Quien quiso sembrar de tanta obra maestra esta tierra nuestra de destierro que no ha de durar más que un día...! […] La contemplación de toda esa hermosura hacía nacer en mi alma pensamientos muy profundos. Me parecía comprender ya en la tierra la grandeza de Dios y las maravillas del cielo...»[27].

Su madre, por su parte, sintió inclinación por las Hermanas de San Vicente de Paúl antes de conocer a su futuro esposo. Perder cuatro hijos de corta edad probablemente acabó por grabar en ella una ferviente inclinación hacia el Cielo.

¡Pero no pensemos por ello que su familia vivía hundida en el pesimismo o en el total abandono! La madre Martin tenía «el don de alentar la generosidad. Su táctica consistía en sacar provecho de lo que había ocurrido durante el día para enseñar a sus hijas a vencerse […] proponiéndoles, con el de provocar su fidelidad, motivos esencialmente sobrenaturales: convertir a un pecador, consolar a Jesús, ganarse el Cielo. Es lo que luego se llamaría, según sus palabras –este término tuvo mucho éxito en su casa– «poner perlas a su corona»[28].

La poderosa atracción que sentía por el más allá se comprende, entonces, en la perspectiva abierta por Cristo. La sensación de destierro no se confunde con el desprecio por la vida. Lo que se vive en la tierra no está «perdido» ni es «en vano». Al contrario, prepara para algo mejor: para el Cielo, con C mayúscula. Así, en los «excesos de amor» de sus cuatro años, Teresa «deseaba la muerte» de sus seres queridos, porque quería que fueran al cielo.

Volveremos de vez en cuando sobre su ir y venir constante entre la vida terrenal y el Cielo. Un importante acontecimiento la animaría a ello.

b) La tierra como antecámara del Cielo

Este acontecimiento fue la muerte prematura de su madre. Su muerte empañó la alegría de vivir de Teresa, y la afectó profundamente, tanto a nivel afectivo como a nivel emocional:

Tengo que decirte, Madre, que a partir de la muerte de mamá, mi temperamento feliz cambió por completo. Yo, tan vivaracha y efusiva, me hice tímida y callada y extremadamente sensible […] El corazón tan tierno de papá había añadido al amor que ya tenía un amor verdaderamente maternal... Y tú, Madre, y María ¿no erais para mí las más tiernas y desinteresadas de las madres...? No, si Dios no hubiese prodigado a su florecilla esos sus rayos bienhechores, nunca ella hubiera podido aclimatarse a la tierra, pues era todavía demasiado débil para soportar las lluvias y las tormentas, y necesitaba calor, el suave rocío y las brisas de primavera. Nunca le faltaron todas esas ayudas, Jesús hizo que las encontrase incluso bajo la nieve del sufrimiento[29].

Teresa tenía tan solo cuatro años y medio y regresaría con regularidad a ese momento. La inesperada desaparición de su madre desencadenó en ella un conjunto de impresiones perpetuas y determinantes. Se fortaleció, ante todo, su idea de que la vida es la antecámara del Cielo; la espera, a veces exacerbada, del encuentro con Dios. Pero la vida terrenal era también una tierra de exilio.

Como contrapunto, Teresa cinceló una verdad que siempre se repetía desde el fondo de su alma: el Cielo es la perfección del amor. Celebraba los encuentros con todos aquellos a los que había amado en la tierra, y esto le permitió una unión total con Jesús. El Cielo significa una felicidad infinita, pero en la tierra solo se puede anticipar ese mundo invisible con los ojos de la fe. Como recompensa, el Cielo da sentido y profundidad a la vida sobre la tierra; al igual que la tierra da fondo y consistencia al Cielo, también conduce a él. A fin de cuentas, es el dilema del cristiano que siempre se repite: vivir en el mundo sin ser del mundo (cf Jn 17,14-16). Teresa lo solucionó entregándose por entero a Jesús.

c) «No alejar nunca mi alma de la mirada de Jesús» (1877)

Gracias a su opción precoz por Dios, superó su división entre el Cielo y la tierra. Una opción que corrobora con su «resolución» de «no alejar nunca [su] alma de la mirada de Jesús para que pueda navegar en paz hacia la patria del cielo». Esta paz la inundará y ya no la dejará cuando franquee el claustro del carmelo de la calle Livarot[30].

Desde ese momento comenzó a surgir el vínculo entre el Cielo y la santidad, sin que ella lo supiera todavía. Teresa no se deleitó nunca en una especie de tristeza desilusionada, ni en una «melancolía» romántica, en busca de una respuesta postergada a las decepciones de este mundo y a las insatisfacciones de su vida. La sed de Dios la habitaba desde su más tierna edad, y solo podía saciarla su decisión de vivir solo por Jesús. Inesperadamente, fue la muerte de su madre lo que lo hizo posible.

Más adelante Teresa plasmó su impulso hacia Dios en la poesía, precisamente por medio de una imaginería celestial. De modo que plasmó por escrito la certeza de que el Cielo formaba parte de su destino terrestre, al prolongarlo y al orientarlo.

Al final, el movimiento de su ser no era volverse hacia el Cielo para encontrar allí refugio y huir de la realidad o de la molestia de la compañía de los demás; aunque la perspectiva del Cielo ofreciera los medios para afrontar la realidad, en toda su dureza. El movimiento es inverso. En cuanto tenía un momento, sus pensamientos se dirigían instintivamente hacia el Cielo: hacia su Dios, que «conoce sus deseos» y le procura la quietud de su alma. Con ello se unía a la tradición mística, en particular a san Agustín y su célebre «Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[31].

d) «¡Cuántas almas llegarían a la santidad si fuesen bien dirigidas…!»

«Los santos perfectos desde su nacimiento surgen de las novelas, no de la historia ni de la realidad. Su espontaneidad virtuosa es fruto de una larga conquista. Los santos son santos como lo somos cada uno de nosotros, es decir, llamados a serlo»[32].

Teresa subrayó también la influencia decisiva de una buena educación al narrar su experiencia personal y al dar testimonio de su propia educación.

Su experiencia

Cuando era adolescente dio, por casualidad, catequesis a unos niños de los que solo sabemos que debían vivir cerca de la familia Martin.

Antes de abandonar el mundo, Dios me concedió el consuelo de contemplar de cerca las almas de los niños. Al ser la más pequeña de la familia, nunca había tenido esta suerte. He aquí las tristes circunstancias que me la depararon. Una buena mujer, pariente de nuestra sirvienta, murió en la flor de la edad, dejando tres niños muy pequeños. Durante su enfermedad, trajimos a nuestra casa a las dos niñas pequeñas, la mayor de la cuales no tenía todavía seis años. Yo me encargaba de cuidarlas durante todo el día, y era para mí un auténtico placer ver con qué candor creían todo lo que les decía. Tiene que dejar el santo bautismo en las almas un germen muy profundo de las virtudes teologales, ya que aparecen ya desde la infancia, y basta la esperanza de los bienes futuros para hacerles aceptar los sacrificios […] Les hablaba de las recompensas eternas que el Niño Jesús daría en el cielo a los niñitos buenos. La mayor, cuya razón empezaba ya a despertarse, me miraba con ojos resplandecientes de alegría, me hacía mil preguntas encantadoras […] Viendo de cerca a estas almas inocentes, comprendí la desgracia que supone el no formarlas bien desde su mismo despertar, cuando se asemejan a la cera blanda sobre la que se puede dejar grabada la huella de las virtudes, pero también la huella del mal... Comprendí lo que dice Jesús en el Evangelio: «Mejor sería ser arrojado al mar que escandalizar a uno solo de estos pequeños». ¡Cuántas almas llegarían a la santidad si fuesen bien dirigidas...![33].

¡Cuántas almas llegarían a la santidad si fuesen bien dirigidas...! Esto demuestra la necesidad de acompañarlos bien desde el principio de la formación de su personalidad, y antes de que la razón «comience a desarrollarse». En retrospectiva, Teresa explica que «Dios no tiene necesidad de nadie para realizar su obra. Pero así como permite a un hábil jardinero cultivar plantas delicadas y le da para ello los conocimientos necesarios, reservándose para sí la misión de fecundarlas, de la misma manera quiere Jesús ser ayudado en su divino cultivo de las almas»[34].

Se nos remite aquí a nuestra capacidad de educar en la vida cristiana. Dios fecunda nuestra alma al plantar en ella las semillas de las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y de las cuatro virtudes cardinales (prudencia, justicia, fuerza y templanza) infundidas en el bautismo, pero solo germinarán si son regadas y cuidadas de manera objetiva[35]. «De la misma manera hay que saber reconocer desde la infancia lo que Dios pide a las almas y secundar la acción de su gracia, sin acelerarla ni frenarla nunca».

Hablaremos más ampliamente sobre el bautismo, pero aquí podemos fijarnos ya en la exclamación de Teresa: «Tiene que dejar el santo bautismo en las almas un germen muy profundo de las virtudes teologales, ya que aparecen ya desde la infancia, y basta la esperanza de los bienes futuros para hacerles aceptar los sacrificios». Sin la participación de la gracia[36], es mucho más difícil inculcar el «espíritu de sacrificio», que tan indispensable es para la vida social (y no solo para la cristiana). Hemos olvidado su sentido; Teresa nos recordará a qué precio.

Por último, Teresa alude al «candor» de los niños pequeños, una cualidad que agrada especialmente a Dios[37]. No se trata de credulidad, de la que alguien podría aprovecharse, sino de una perfecta disponibilidad en la recepción y acogida de las enseñanzas: «Como los pajaritos aprender a cantar escuchando a sus padres, así los niños aprenden la ciencia de las virtudes, el canto sublime del amor de Dios, de las almas encargadas de formarles para la vida»[38], especifica aún más. En cuanto al aprendizaje moral, se puede ayudar a los pequeños a tejer su vida con las «virtudes» y en el «Amor Divino».

La educación recibida

La fe fue el eje esencial de su vida familiar. Sus padres deseaban que sus hijos fueran santos. La «oración que se pronunciaba sobre cada recién nacido: “Señor, que os sea consagrado. Tomadlo antes que dejar que se pierda”»[39], confirma este estimado anhelo. Dado que su «amor propio» tenía tendencia a dominar todo su ser, Teresa admitía con humildad que «si mi corazón no se hubiese elevado hacia Dios desde su primer despertar», no habría podido emprender tan rápidamente el camino de la santidad:

Con una forma de ser como la mía, si hubiera sido educada por unos padres sin virtud, o incluso si hubiese sido mimada por Luisa como Celina, habría salido muy mala, y tal vez hasta me habría perdido... Pero Jesús velaba por su pequeña prometida y quiso que todo redundase en su bien; incluso sus defectos, que, corregidos a tiempo, le sirvieron para crecer en la perfección... Como tenía amor propio y también amor al bien, en cuanto empecé a pensar seriamente (y lo hice desde muy pequeña), bastaba que me dijeran que algo no estaba bien para que se me quitasen las ganas de hacérmelo repetir dos veces... Veo con agrado que en las cartas de mamá, a medida que iba creciendo, le daba mayores alegrías. Como no tenía más que buenos ejemplos a mi alrededor, quería seguirlos como la cosa más natural del mundo. Esto es lo que escribía [su madre] en 1876: «Hasta Teresa quiere ponerse a veces a hacer prácticas»[40].

En primer lugar, las malas inclinaciones de Teresa son corregidas a tiempo. No para sesgar su carácter, sino para permitirle «crecer en la perfección». Estas correcciones fueron premiadas: el empleo del verbo en condicional –«me habría convertido» y «me habría perdido»– demuestra que el riesgo de equivocarse no se materializó. La bondad de su familia compensó enormemente la exigencia del combate de Teresa contra sus defectos. La niñita de tres años no se había asfixiado bajo una capa moral. Su entorno tenía unos objetivos educativos muy elevados, y esto la ayudó a intensificar su vida virtuosa. Una vigilancia discreta pero estrecha, cariñosa pero constante, «una educación familiar fuerte y suave, que apelaba a la conciencia y a lo sobrenatural, la disciplinó»[41] y la alentó hacia la vida buena.

En segundo lugar, fue «el amor al bien» lo que animó a Teresa a no hacer «lo que no estaba bien». Pero necesitaba conocerlo. Así que, en cuanto se le informaba de que algo no estaba bien, ya no había que repetírselo. Lo asumía con una seriedad sorprendente para alguien de su edad. Su amor propio coexistía ya con un amor mayor del bien (¡del bien por sí mismo!) en el que tanto habían insistido sus padres y hermanas mayores. Dado que el sentido del bien se le proponía y se le imponía como primordial, Teresa lo saboreó y lo asimiló. Esto es lo que le dijo a su madre, que sabía que estaba enferma:

Esta criatura constituye nuestra felicidad. Será buena, se le ve ya el germen: no sabe hablar más que de Dios, y por nada del mundo dejaría de rezar sus oraciones […] [Y Teresa respondía:] Madre mía querida, ¡qué feliz era yo a esa edad! Empezaba ya a gozar de la vida, se me hacía atractiva la virtud y creo que me hallaba en las mismas disposiciones que hoy [con veintitrés años], con un gran dominio ya sobre mis actos.

Antes de saber y asimilar lo que está bien, hay que tener una idea sobre lo que es. Teresa lo vio en hechos.

a) El poder del buen ejemplo

Los ejemplos de virtudes que la rodeaban favorecieron el precoz despertar de su conciencia. También consolidaron su carácter, que ya era esencialmente «bueno» y desafiante contra el mal. Su hermana María estaba de acuerdo con ello: Teresa, que tenía cuatro años y medio, «es muy sensible, y cuando dice una palabra de más o hace alguna tontería, se da cuenta enseguida y, para corregirlo, la pobre bebé recurre a las lágrimas y luego pide perdón sin cesar. Aunque le digamos que la perdonamos, llora de todos modos»[42].

Gracias a los esfuerzos de Teresa, su amor propio fue perdiendo progresivamente terreno. El padre De Ena añade que vivió lo «que constituye casi la “marca registrada” de los santos del Carmelo: el orgullo-vanidad […] Así que ella obra bien tanto por el amor al bien como por su propio orgullo. Es necesario tener ese orgullo, ese sentido de honra del bien, el orgullo, como dice san Pablo citando libremente a Jeremías: “Quien se enorgullezca (o se glorifique) que se enorgullezca en el Señor” (1Cor 1,31)»[43]. Hemos de convenir también que «esa densidad de “vocaciones” en el seno de la familia no podía dejar de influir irresistiblemente en la más pequeña»[44] y que, en circunstancias tan buenas, pudo ser intensamente iniciada en su ser-cristiana. En definitiva, Teresa heredó de sus padres y hermanas un gran patrimonio de virtudes y de santidad, recibió ayuda para tender a la grandeza, a lo que está bien y a «agradar» a Jesús, ty ambién fue iniciada en el arte de la renuncia desde que tenía tres años[45].

Por tanto, el ambiente familiar le ofreció una atmósfera propicia para una verdadera emulación entre los diversos miembros de la familia. Bien rodeada, Teresa llegó a desear «naturalmente imitarlos» en sus buenos hábitos. Por ejemplo, observa que se pone con gusto a «hacer prácticas». El «rosario de prácticas» era el primer medio ascético con el que se adornaban sus hermanas mayores para cumplir el mayor número posible de actos de virtud o de renuncia; al ver que actuaban así durante todo el día y un día tras otro, Teresa, naturalmente, quedó cautivada por ello desde que tenía tres años. Con determinación y convicción.

b) Un ambiente litúrgico

Teresa observó que sus buenas disposiciones se habrían desaprovechado si su madre y sus hermanas –Paulina y María– no se hubieran dedicado a cultivarlas, por turnos, con una devoción continua y atenta.

Ha habido discrepancias sobre los beneficios de la educación familiar de los Martin. Suponemos que Teresa no se vio reducida a un entorno provincial, pequeñoburgués, sobreprotegido y cerrado. La comunión familiar era tal que Teresa se vio como envuelta en la inclinación unánime de sus miembros hacia Dios, inmersa en un clima de oración permanente, litúrgico. Teresa tenía ante sí un ideal concreto y que toda la familia compartía, lo que puso a su disposición una gran variedad de opciones que la convenció para que se vinculara sobre todo a Jesús como persona. Al irse, no hizo más que abrir los ojos ante el comportamiento de su entorno, y sus oídos a sus enseñanzas. Evolucionó en una especie de «liturgia de amor […] Lejos de las neurosis de las que la acusaron, la familia Martin fue, por el contrario, un ejemplo excepcional de desarrollo humano bajo la moción de la gracia»[46]. Teresa insiste en ello: fue «una niña mimada y rodeada de cariño como pocas en el mundo, sobre todo entre las niñas huérfanas de madre»[47].

Porque la señora Martin falleció el 28 de agosto de 1877 a consecuencia de un cáncer de pecho. Tenía cuarenta y cinco años. Teresa, que entonces tenía cuatro años y casi ocho meses, entra en su «segundo periodo», el «más doloroso»:

Estábamos juntas las cinco [de menor a mayor: Teresa, Celina, Leonia, María y Paulina], mirándonos entristecidas. También Luisa estaba allí, y al vernos a Celina y a mí, dijo: «¡Pobrecitas, ya no tenéis madre!». Entonces Celina se echó en brazos de María, diciendo: «¡Bueno, tú serás mi mamá!». Yo estaba acostumbrada a imitarla en todo; sin embargo, me volví hacia ti, Madre mía [su hermana Paulina], y como si el futuro hubiera rasgado ya su velo[48], me eché en tus brazos, exclamando: «¡Pues mi mamá será Paulina!»[49].

Celina dijo que Tres le había «dicho más tarde que había actuado de ese modo para que Paulina no tuviera pena y no se creyera desatendida»[50]. Es posible, pues el vínculo de Teresa era tan grande que parece que la quiere sustituir enseguida.

Sin embargo, en perspectiva, Teresa discernía también aquí la inclinación particular que tenía inconscientemente por su hermana mayor, Paulina, cuya influencia sobre ella es innegable. Veinte años después Teresa le confesó en su autobiografía: «Tú eras mi ideal, yo quería parecerme a ti, y tu ejemplo fue lo que me arrastró, desde los dos años de edad, hacia el Esposo de las vírgenes…». Teresa no cree que vaya a sorprender a su hermana, que ya es su madre superiora, porque añade luego: «Madre querida, […] A ti, que sabías comprenderme tan bien; a ti, a quien bastaba una palabra o una mirada para adivinarlo todo!».

Paulina, pues, sustituyó –si es que algo así es posible– a su madre. Y se encargó también de su educación. Fue ella quien, desde ese momento, ocupó un lugar preponderante en la formación moral y espiritual de Teresa: «Eres tú, Madrecita querida, la que Dios me ha enviado, eres tú quien me educó, eres tú quien me ha traído al Carmelo; todas las grandes gracias de mi vida las he recibido a través de ti»[51].

Paulina demostró una gran imparcialidad en su actitud hacia su pupila: tanto en su condición de hermana mayor como en su condición de madre superiora del convento de Lisieux. Seguramente midió el potencial del espíritu elegido de su hermana pequeña[52]. Paulina no fue rigurosa, pero sabía en lo profundo de su corazón que debía cumplir lo mejor posible su nueva responsabilidad, porque ya albergaba para sí misma aspiraciones religiosas auténticas. De todos modos, Teresa no dejaba de agradecer los cuidados que Paulina le prodigaba: «A veces me pregunto cómo pudiste educarme con tanto amor y delicadeza, y sin mimarme, pues la verdad es que no me dejabas pasar ni una sola imperfección. Nunca me reprendías sin motivo, pero tampoco te volvías nunca atrás de una decisión que hubieras tomado. Tan convencida estaba yo de esto, que no hubiera podido ni querido dar un paso si tú me lo habías prohibido. Hasta papá se veía obligado a someterse a tu voluntad»[53]. Paulina nunca tuvo reparos en hacer valer su autoridad, tan desacreditada hoy pero que es útil para establecer límites que no se pueden sobrepasar, para rectificar cuando es necesario la trayectoria de un alma hacia Dios y, sobre todo, para hacer madurar[54].

Ayudantes

En un entorno familiar tan afortunado, y con una naturaleza permeable a Dios, hubo otros ingredientes ayudaron a la eclosión de su deseo de santidad.

a) Los «días de cielo»

Sor San Francisco de Sales, que fue su «profesora de enseñanza religiosa», da testimonio de que ya en el colegio «era habitual que pensara en Dios, y todos sus estudios la llevaban a ese pensamiento […] [, por ejemplo,] en sus breves redacciones de estilo, donde siempre introducía un matiz sobrenatural»[55]. De igual modo, la menor ocasión que pudiera llevar a Teresa hasta Jesús la llenaba de alegría; sobre todo, las fiestas religiosas:

¡Cómo me gustaban las fiestas...! Tú, Madre querida, sabías explicarme tan bien todos los misterios que en cada una de ellas se encerraban, que eran para mí auténticos días de cielo […] Si bien las grandes eran raras, cada semana traía una muy entrañable para mí: «el domingo». ¡Qué día el domingo...! Era la fiesta de Dios, la fiesta del descanso […] Recuerdo que mi felicidad era total hasta Completas. Durante esta Hora del Oficio, me ponía a pensar que el día de descanso se iba a terminar, que al día siguiente había que volver a empezar la vida normal, a trabajar, a estudiar las lecciones, y mi corazón sentía el peso del destierro de la tierra... y suspiraba por el descanso eterno del cielo, por el domingo sin ocaso de la patria...[56].

Para la mayoría de los cristianos, la tierra y el Cielo solo se unen los días de fiesta. Pero, para Teresa, la clásica frontera entre lo profano y lo sagrado se había desvanecido. Siempre mantuvo una estrecha y constante relación con ambas realidades: en un primer momento, viviendo en la tierra como si viviera en el Cielo; y, al final de su vida, con la certeza de que su Cielo lo pasaría en la tierra hasta el fin del mundo.

También estaban los domingos, que Teresa escribía siempre con D mayúscula. Ese día concreto la ayudaba a superar la brecha entre el cielo y la tierra: libre del estudio, podía consagrar todos sus pensamientos a Dios. Abrimos aquí un breve paréntesis: Teresa no tenía que hacer grandes esfuerzos intelectuales, pero sabía que no todo el mundo tenía la misma opinión sobre estas capacidades: «Me iba muy bien en los estudios y era casi siempre la primera. En lo que más descollaba era en historia y en redacción. Todas mis profesoras me tenían por una alumna muy inteligente. Pero no sucedía lo mismo en casa de mi tío, donde pasaba por ser una pequeña ignorante, buena y dulce, sí, pero poco capaz y torpe...»[57]. Sin embargo, su vivacidad entusiasmaba a su hermana María: «Si supieras lo traviesa y poco boba que es [Teresa]. Admiro este pequeño conjunto»[58]. Por su estilo literario, muy sencillo, a algunos les podía parecer que Teresa era sensiblera. La imaginería popular tuvo también su parte de responsabilidad, pues durante mucho tiempo se la representó bajo una apariencia ingenua e infantil, y se la redujo a sus milagros de los pétalos de rosas[59]. Pero el lector ya tiene bastante como para afirmar que era petulante, apasionada y con carácter. ¡Era un verdadero «diablillo»!

Dios estaba en su horizonte desde siempre, por eso no es de extrañar que recordara la primera comunión de su hermana Celina, el 13 de mayo de 1880:

Conservo en mi corazón el dulcísimo recuerdo de la preparación que tú, Madre querida, le hiciste hacer a Celina. Todas las tardes la sentabas en tu regazo y le hablabas del acto tan importante que iba a realizar. Yo escuchaba, ávida de prepararme también, pero muy frecuentemente me decías que me fuera porque era todavía demasiado pequeña. Entonces me ponía muy triste y pensaba que cuatro años no eran demasiados para prepararse a recibir a Dios... Una tarde, te oí decir que a partir de la primera comunión había que empezar una nueva vida. En ese mismo momento decidí no esperar a ese día, sino comenzarla al mismo tiempo que Celina...[60].

A los siete años, Teresa se preparaba ya interiormente y en secreto para recibir a Jesús: ya no estaba a su lado, ¡sino dentro de ella! Aún tendría que esperar, pero ya obtuvo las primicias de lo que la aguardaba: «Me parecía que era yo la que iba a hacer la primera comunión. Creo que ese día recibí grandes gracias, y lo considero como uno de los más hermosos de mi vida...».

b) Lecturas adecuadas

Otro factor decisivo fue la contribución de las lecturas, sabiamente dirigidas. Teresa era sociable, pero dedicaba gran parte de su tiempo a la lectura. Era muy aficionada a ella[61], y solo leía las obras que contaban con la aprobación de sus hermanas:

No sabía jugar, pero me gustaba mucho la lectura, y me hubiera pasado la vida leyendo. Afortunadamente tenía unos ángeles de la tierra que me elegían unos libros que, a la vez que me distraían, alimentaban mi espíritu y mi corazón […] Me sería imposible decir el número de libros que pasaron por mis manos; pero nunca permitió Dios que leyera ni uno solo que pudiera hacerme daño[62].

Una selección de libros muy beneficiosa, pues le permitiría descubrir su misión.

c) Los «relatos caballerescos» y el detonante

Hubo un estilo literario que captó enseguida la atención de Teresa, ya impregnada del espíritu de grandeza de alma y del espíritu de sacrificio. Se trata de los «relatos caballerescos» y de los «relatos de actos patrióticos de heroínas francesas». Su tono épico, que presentaba a personajes impulsados por sentimientos generosos y dedicados por completo –a costa de su propia vida– a una gran causa, la conmocionaron durante mucho tiempo:

Es cierto que, al leer ciertos relatos caballerescos, no siempre percibía en un primer momento la realidad de la vida; pero pronto Dios me daba a entender que la verdadera gloria es la que ha de durar para siempre y que para alcanzarla no es necesario hacer obras deslumbrantes, sino esconderse y practicar la virtud de manera que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha... Así, al leer los relatos de las hazañas patrióticas de las heroínas francesas, y en especial las de la venerable JUANA DE ARCO, me venían grandes deseos de imitarlas. Me parecía sentir en mi interior el mismo ardor que las había animado a ellas y la misma inspiración celestial[63].

Cómo no recordar aquí a san Ignacio de Loyola o a la Madre española (santa Teresa de Jesús), que devoraban una gran cantidad de libros de caballería cuando eran jóvenes. En un primer momento era la imaginación de Teresa la que ardía. Pero enseguida la invadió un «ardor» que suscitó su «deseo de imitar» a esta gran figura femenina: «Me parecía que el Señor me destinaba también a mí a grandes cosas»[64].

Teresa no escapa de los clichés de la santidad y de los alicientes de la gloria. Lejos de apaciguar su entusiasmo, Dios la movió en otra dirección. En lugar de «obras asombrosas» que ella deseaba también realizar, Teresa presintió enseguida que más bien se le pediría que «se ocultara y practicara la virtud».

En realidad Teresa saca a la luz lo que se oculta tras el resplandor que subyuga al hombre y que aún no ha extinguido del todo en sí misma: «Por entonces recibí una gracia que siempre he considerado como una de las más grandes de mi vida, ya que en esa edad no recibía las luces de que ahora me veo inundada. Pensé que había nacido para la gloria, y, buscando la forma de alcanzarla, Dios me inspiró los sentimientos que acabo de escribir. Me hizo también comprender que mi gloria no brillaría ante los ojos de los mortales, sino que consistiría en ¡¡¡llegar a ser una gran Santa...!!!»[65].

d) «¡¡¡Llegar a ser una gran Santa...!!!»

Teresa tenía ocho o nueve años. Fue el «shock de la santidad»[66]. Su inclinación a la oración y al recogimiento, unida a su amor por el bien, agudizaron su inclinación a la grandeza, orientándola hacia Dios: hasta el estallido concreto de su deseo de santidad. El entusiasmo que sintió por Juana de Arco fue un primer anuncio.

Teresa tenía ambiciones para sí misma. Pero Dios se deslizó por esta falla para revelarle lo que le ocurriría a su «vocecita». ¿La gloria la fascina y los hechos elevados la cautivan? ¿Su vehemencia y su fogosidad naturales encuentran eco en ellos? ¿No es pusilanimidad, sino heroísmo, lo que subyuga su alma? ¿Su admiración por personalidades fuertes y alegres la lleva a desear parecerse a ellas? ¿Le maravilla y cautiva su vitalidad? Pues bien, ella también tendrá su «gloria». Y será la de la santidad.

En cuanto surgen sus generosos impulsos, se reajustan para adoptar un tono sobrenatural; e incluso dan un nuevo giro, porque se siente llamada a una vertiente de la santidad que los cánones difundidos entre los cristianos no honraban en absoluto. Su gloria «no parecería serlo a los ojos de los mortales». Sino que florecería en lo secreto («esconderse») y consistiría en «practicar la virtud». «En este sentido, nunca se insistirá lo suficiente en el valor esencial del deseo de santidad en la vida espiritual. Es a la vez fuerza y orientación para encaminar al alma a su más elevada realización. Dios se basa en este deseo. Apoyarse en este deseo es apoyarse en Dios»[67]. Además, «tener un ferviente deseo de Santidad es el primer paso para alcanzarla […] Desear es buscar, y quien busca, encuentra»[68]. Y Teresa encontró.

e) «La certeza de una llamada de Dios» (verano de 1882)

Tras los pasos de este esencial descubrimiento Paulina anunció oficialmente su intención de entrar en el Carmelo. Su partida estaba prevista para el 2 de octubre de 1882. Era el día que Teresa volvía al colegio, y la pilló totalmente desprevenida:

Un día, yo había dicho a Paulina que me gustaría ser solitaria, irme con ella a un desierto lejano. Ella me contestó que ese era también su deseo y que esperaría a que yo fuese mayor para marcharnos. La verdad es que aquello no lo dijo en serio, pero Teresita sí lo había tomado en serio. Por eso, ¿cuál no sería su dolor al oír un día hablar a su querida Paulina con María de su próxima entrada en el Carmelo...? Yo no sabía lo que era el Carmelo, pero comprendí que Paulina iba a dejarme para entrar en un convento, comprendí que no me esperaría y que iba a perder a mi segunda Madre... ¿Cómo podré expresar la angustia de mi corazón...?[69].

Paulina estaría a unos pocos kilómetros de la casa de los Buissonnets. Pero lo que inquietaba a Teresa no era su alejamiento en sí. La «angustia» que constreñía su corazón, y que ella no dudó en comparar con el sufrimiento de la Virgen María cuando oye el anuncio de Zacarías, resultaba un triple dolor. En primer lugar, la pilló «por sorpresa». En segundo lugar, ese nuevo desarraigo imprevisto iba en contra de su decisión conjunta de esperarse (algo que ella escribe dos veces en cursiva) la una a la otra. Por último, Teresa perdía a su «segunda Madre»: Jesús le arrebata a su mamá querida, a su Paulina, a quien tan tiernamente ama…!».

Pero la marcha inesperada de Paulina colocó una nueva señal en el camino de santidad de Teresa. Porque, en el fondo, Teresa no se sintió conmocionada. Su decisión personal de hacerse religiosa, que se remontaba a cuando tenía dos años[70], tenía ya la hondura y la fuerza de una resolución libre y definitiva: «Oía decir con frecuencia que seguramente Paulina sería religiosa, y yo entonces, sin saber lo que era eso, pensaba: Yo también seré religiosa. Es este uno de mis primeros recuerdos, y desde entonces ya nunca cambié de intención...»[71]. Su deseo, aún sin definir por completo, de esconderse para estar solo con Jesús, entra en consonancia con el de su hermana mayor. No era su pálido reflejo, sino que existía por sí mismo; gracias a Paulina este deseo se vio validado, plenamente esclarecido y perfectamente definido. La convicción latente de Teresa cedió el paso a un fulgurante crecimiento de su deseo de ser carmelita:

Siempre recordaré, Madre querida, con qué ternura me consolaste... Luego me explicaste la vida del Carmelo, que me pareció muy hermosa. Evocando en mi interior todo lo que me habías dicho, comprendí que el Carmelo era el desierto adonde Dios quería que yo fuese también a esconderme […] No era un sueño de niña que se deja entusiasmar fácilmente, sino la certeza de una llamada de Dios: quería ir al Carmelo, no por Paulina, sino solo por Jesús […] Después de escuchar mis importantes confidencias, la Madre creyó en mi vocación, pero me dijo que no recibían postulantes de nueve años, y que tendría que esperar hasta los dieciséis... Yo me resigné[72].

Teresa acató el alejamiento físico y –ella creía– el afectivo de su segunda mamá. No tenía elección. Y no intentó compensarlo buscando una tercera mamá; sería ella quien viniera a Teresa.

f) Las «enseñanzas» de María y su «hoja de renuncias» (1882)