Testimonio de un vida sin fronteras - Rosa Martha Ingelmo C - E-Book

Testimonio de un vida sin fronteras E-Book

Rosa Martha Ingelmo C

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Beschreibung

A finales del siglo XIX y principios del XX, España tuvo un conflicto militar con Marruecos que afectó de manera devastadora a los jóvenes; eso hizo que Iñigo Ruiz, nacido en Colombres, Asturias, quien era un adolescente, fuera enviado a Cuba por sus padres para evitar que fuera enviado a la guerra. Después de dos años de una estancia difícil en la isla llegó a México justo cuando tenía lugar la decena trágica. Sin embargo, la fuerza de carácter y la honestidad que lo caracterizaban, lo impulsaron a salir adelante en esa existencia azarosa. Esta biografía es la historia viva de unos hombres fuertes, como rocas de acantilado, valientes y agradecidos con el país al que llegaron. Testimonio de una vida sin fronteras es, como todos los libros de Rosa Martha Ingelmo, una novela admirable que hay que leer.

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Testimonio de una vida sin fronterasPrimera edición: noviembre 2022 ISBN: 978-607-8773-51-0 © Rosa Martha Ingelmo C. © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com.mx Trópico de Escorpio

Diseño editorial: Karina Flores

HECHO EN MÉXICO

LA CUEVA DEL PINDAL

La niebla empieza a cubrir el panorama, el golpe de las olas contra las rocas se mezcla con el ruido del viento en la costa. El pueblo, callado en medio de las montañas, atestigua el respeto hacia la naturaleza cuando esta dialoga, ni siquiera los animales en los corrales se atreven a interrumpirla. La vida en esa zona del norte de España siempre está atenta a los caprichos del clima, de eso dependen sus cosechas y, en gran parte, la prosperidad de las granjas.

En ese mundo rural de Colombres, Asturias, las campanas de la iglesia rompen el letargo de los aldeanos, quienes apresurados acuden a la misa para orar, algunos por esos hijos que combaten en la guerra al norte de Marruecos y otros por los que aún no han alcanzado la edad para integrarse a las filas del frente. Sus padres, por el temor de lanzarlos a la batalla donde pueden morir o quedar maltrechos por el resto de su vida, prefieren enviarlos a América, donde tendrán que afrontar costumbres distintas y una cultura diferente. Allí les espera un mundo desconocido e incierto, pero también la promesa de vivir y el anhelo de superación.

El paso del joven por la yerba hacia el acceso a la cueva del Pindal, en la explanada que termina en el acantilado, obliga a las aves a emprender el vuelo. Para Íñigo, de 14 años, la decisión de mandarlo a otro continente está tomada, por más que suplicara quedarse recibió un no rotundo, el más obstinado es el padre, a pesar de que a la fecha sigue sin superar la separación de sus tres hijos mayores, quienes viven en la ciudad de México y desde su partida no ha vuelto a verlos; apenas recibe una raquítica correspondencia cada año, y como la situación económica es endeble, la esperanza de volver a reunirse con ellos se agota.

El joven, consciente de lo que significa ese desarraigo, deambula abatido, contempla las olas estrellarse contra las rocas y percibe en su interior una fuerte marejada, desea huir, perderse para siempre en las entrañas de la tierra, en esa su tierra natal que tanto ama.

Primero vacilante y luego decidido se adentra en la cueva iluminándose con una vela, las lágrimas le impiden alumbrar con tino las figuras rupestres pintadas en las paredes de piedra del interior; casi a tientas se sienta y derrama un poco de cera en la roca para colocar la vela a su lado y poder llorar a sus anchas. Esa guerra que lo orilla al precipicio, no le dice nada, solo le infunde un miedo descomunal y una rabia incontenible, desea fundirse en uno de aquellos toros tallados con vehemencia, para adquirir la fortaleza que desbordan a través de los colores rojo y negro; fija la vista en la escena que el autor rescató de su imaginación para crear la obra y hacerla inmortal. En los rasgos percibe esa energía capaz de destruir cualquier obstáculo y salir triunfante para continuar la vida; poco a poco y sin darse cuenta, el lugar lo empuja a absorber en sus entrañas las líneas que representan a los cazadores, parecen hablarle al oído con el potente mandato de enfrentar la realidad con valentía.

El joven deja de llorar y se limpia con la camisa el rastro de las lágrimas, se acuesta con los brazos extendidos y las piernas en tijera en el suelo húmedo, cierra los ojos y relaja el cuerpo como si fuera un ritual, un mandato del más allá en honor a sus antepasados. Inmóvil y con la respiración pausada, se pierde en el tiempo, las voces de un lenguaje indescifrable lo arrullan haciéndole sentir una cálida sensación de bienestar, de repente la adrenalina lo hace abrir los ojos, el humo de la vela le impide ver con claridad el dibujo de un mamut junto a un pez, lo llaman desde su morada recóndita, ahora con mayor claridad comprende que el océano que separa la tierra jamás podrá destruirlo, porque esa distancia se empieza a achicar en su corazón; hunde las manos en la humedad pegajosa y poco a poco se va incorporando, camina despacio en ese lugar que ahora lo hace suyo y le trasmite la calma necesaria para afrontar la decisión de sus padres. Recibe en la cara el golpe de luz que proviene del acantilado y contempla absorto el inmenso espejo de agua y escucha el rugido del mar que provoca la marea al chocar contra los peñascos, eso convierte el paraje en un rincón idílico. Alza el rostro hacia el cielo, entonces más que nunca niega la realidad de pertenecer a una generación de jóvenes sin futuro.

No entiende por qué esa sociedad rural que lo vio nacer, está inmersa en la escasez y la falta de oportunidades, siendo la tierra el motor necesario para impulsar a su país, “sin agricultura todos moriremos de hambre”, ¡si lo ha escuchado ciento de veces en su comunidad!

Piensa en su padre Florencio, trabajador innato, no solo en el campo sino en la construcción, algunas edificaciones emblemáticas de la localidad se le deben a él, que las ha realizado con gran conocimiento y pericia.

De pronto se percata de que las nubes empiezan a ponerse de luto y apresura el paso para volver a su casa. Al principio los truenos se confunden con una voz tenue que empieza a cobrar vitalidad, y cuando se acorta la distancia distingue los gritos de Pilar, su hermana, que lo llama; por más que ella enfatiza su nombre con energía, las sílabas se diluyen en la eufonía del viento y del agua. Al hacer conciencia de ser requerido, el joven se desplaza de prisa por temor de alguna mala noticia en el seno familiar.

Pese a que el bosque es tupido y hay una lluvia tenue, Íñigo distingue a su hermana acercándose afligida.

—¿Qué haces aquí, por qué te escondes? Madre está nerviosa con tu ausencia y a todos nos tienes alterados.

—Eres una tía pesada, nunca me dejas andar a mi aire.

—Mira quién lo dice, tú eres el que siempre nos tiene en ascuas. Además no tengo ganas de discutir con un crío como tú, así que a callar y a obedecer a tu hermana mayor, ya está bien de caprichos. ¡Como sigas así, ya verás…!

Al escuchar la firmeza de Pilar, el joven se para en seco y fija la vista en esa figura casi de piedra frente a él; conoce lo inútil de seguir discutiendo con ella, quien tiene un temperamento enérgico y no permite que la contradigan, y como se sabe desarmado da un paso adelante abrazándola por la espalda.

—¡Qué haces! ¡Déjame en paz!

—No me gusta verte morriña y menos enfadada conmigo. Te propongo una carrera de aquí a casa y quien llegue al último hará un arroz con leche.

Pilar se endereza aún más retándolo con la mirada y una sonrisa burlona.

—Yo te sugiero algo mejor, el perdedor de la competencia doblará toda la colada, así ayudamos a madre con el fastidio de la ropa y quedará muy contenta.

Filomena, impaciente por la ausencia del hijo, está plantada en la puerta principal de la casa restregándose las manos ajadas en el delantal a cuadros blanco y negro. El rictus de angustia se transforma en alegría cuando aparecen corriendo los hermanos. Íñigo, satisfecho y abrazando a su madre, ve de soslayo a Pilar como perdedora. Ahora ella tendrá más trabajo por cotilla, piensa. Filomena lo estrecha, desearía permanecer así por siempre, la idea de la separación la atormenta todo el tiempo y por más que se dedica a las faenas del campo y del hogar, como la mayoría de la mujeres del pueblo, no puede superar tanta pérdida, ni siquiera la compañía de los demás miembros de la familia la consuela. Recuerda el dolor profundo que significó la muerte de su hija Carmen al dar a luz a su primer hijo, de eso hace ya un poco más de siete años y todavía llora el fallecimiento de ambos.

La voz potente de su marido la hace salir de sus cavilaciones.

—¿Qué hacéis aquí apiñados? ¡Parece que estáis perdidos en medio de un mercado!

—Ay, Florencio, es que…

—Nada, nada mujer, ya es hora de cenar. Mañana a primera hora a Íñigo y a mí nos espera un largo camino hacia el puerto.

EL BUQUE ALFONSO XIII

Al día siguiente la madre trata de reprimir las lágrimas mientras, con la ayuda de sus hijas, coloca el equipaje en el carro de mulas. La noche anterior preparó una maleta para su hijo, en ella ha puesto tres mudas y un par de zapatos casi nuevos y ha llenado una caja de víveres.

La partida no se hace esperar, los abrazos hacia el joven expresan un signo marcado de angustia y antes de que el cochero con los dos pasajeros a bordo empiece a arrear a los animales para emprender el viaje, las tres hermanas, Pilar, Ángela y María, acompañadas por Rafael, el pequeño de ocho años, se acercan a Íñigo y cada una le entrega un obsequio elaborado por ellas: un par de calcetines, una boina tejida, un pañuelo bordado con sus iníciales: Rafael le tiende un dibujo de la campiña.

—A ver, apartaos, ya está bien de tanto mimo; he dicho que os hagáis a un lado, vais a poner nerviosas a las bestias.

Cuando el carro emprende la marcha, las hermanas corren para alcanzarlo gritando el nombre de su hermano, quien sin pensarlo, se estira lo más que puede con la intención de lograr el último contacto con sus seres queridos. El padre observa la escena con amargura y sin poder aguantar los nervios, jala de la camisa a su hijo por temor a que este pierda el equilibrio y acabe en el suelo. Cuando el cochero nota a su pasajero a salvo, apremia a los animales para lograr mayor velocidad; poco a poco los gritos se diluyen, al igual que las imágenes, hasta confundirse con el paisaje.

Con los ojos fijos en el horizonte, Íñigo imagina a los toros de la cueva del Pindal corriendo hacia él para llenarlo de energía, la sensación de vacío que lo acompaña desde el principio se empieza a disipar con las escenas creadas por su mente, que trata de mantener a flote la esperanza.

El aire húmedo de las montañas y el intenso verdor de la naturaleza lo mantienen atento, y aunque el traqueteo del carro lo hace permanecer todo el tiempo sentado junto a su padre, quien a veces le toma la mano, no deja de sentir que vuela a través de los pueblos y caseríos que van dejando atrás.

Para calmarse, Florencio habla todo el tiempo con el cochero: que si a veces el temporal dificulta su trabajo y qué hacer en esos casos, que de vez en cuando las distancias de los trayectos no remuneran el esfuerzo; también hablan de las cosechas y la dificultad para fabricar las carretas.

Por fin llegan a Llanes justo a tiempo para tomar el tren rumbo a Santander. Por fortuna, desde hace cuatro años se inauguró la línea ferroviaria hacia el puerto; además Florencio sabe por buena fuente que la compañía del ferrocarril Cantábrico, en funcionamiento desde 1905, es muy segura.

Cuando la locomotora arranca, ambos, ya sentados, estiran las piernas, el padre rompe el silencio con la intención de animar a su hijo.

—¿Qué te parece este cacharro? ¡En verdad es una maravilla!

—No me imaginé que fuera así de largo. Cuando caminamos el andén pensé que no llegaríamos a nuestros asientos.

—Ahora que no se mueve tanto date una vuelta para que lo conozcas, pero ten cuidado al pasar de un vagón a otro.

Siguiendo las indicaciones de su padre, Íñigo empieza a recorrer el ferrocarril; le llama la atención la variedad de pasajeros y ambientes de una clase a otra: donde el precio es elevado, la decoración y el servicio son exquisitos, en cambio, en clase económica, se percibe una gran austeridad. Se entretiene viendo a los niños correr, y al encargado del orden, con un uniforme impecable, reprimirlos y no solo a ellos, sino también a sus madres.

Después de circular a sus anchas por los interminables pasillos, regresa al lado de su padre. El movimiento suave y continuo del tren lo arrulla hasta dejarlo en un sueño profundo. El silbido intenso de la locomotora anuncia el fin del trayecto para padre e hijo, quienes bajan de prisa con el equipaje en la mano y toman un transporte hacia el muelle.

La compañía Trasatlántica Española tiene ya atracado el Alfonso xiii. Íñigo y cientos de pasajeros cruzarán el océano para llegar a su destino; la inmensa nave alberga cuatro categorías: en la primera clase hospedará a 164 pasajeros, en la segunda a 15, la tercera a 42 y la última a 1,343 emigrantes.

Por suerte, el joven ignora el denso número de viajeros que, como él, ocuparán el mismo espacio en clase económica, de lo contrario el pánico lo dejaría paralizado y sin articular palabra.

El buque anuncia la partida con un sonido estridente, como si fuera un animal inmenso en medio de la selva llamando a su manada; abrazos, lloriqueos, gemidos, gritos de despedida y también algunas palabras de consuelo inundan el espacio de la bahía. Padre e hijo se funden en un abrazo más profundo que prolongado, las lágrimas en ambos rostros revelan lo que significa la separación.

Cuando Íñigo está a punto de avanzar entre el gentío para subir a bordo, Florencio lo retiene y le toma la cara con ambas manos y lo mira condolido unos segundos antes de darle un beso en cada mejilla.

—Cuídate mucho y sé siempre valiente, muy valiente.

Entre empujones, codazos y jalones, el joven logra pasar la barrera humana, sube desganado a cubierta y desde allí trata de ubicar a su padre en medio de la multitud, para un último adiós con el pañuelo que una de sus hermanas le ha regalado. El barco empieza a saturarse de pasajeros, él decide caminar a un lado de la barandilla hasta que el buque empiece a salir del puerto. Media hora después la nave inicia su recorrido, Íñigo camina hacia la clase de emigrantes, donde solo recibe una hamaca y una manta; se queda sin almohada por llegar tarde a la repartición de ese viaje a la Habana, que para él durará casi tres semanas, después el buque seguirá hasta Veracruz.

SANTIAGO DE CUBA

Cuando se empieza a perder la tierra en el horizonte, Íñigo siente una fuerte opresión en el pecho, la falta de aire lo hace ponerse más tenso, decide permanecer en cubierta para recuperar la calma, está tan alterado que no tiene ganas de ver ni hablar con nadie, algunos jóvenes se le acercan con la intención de conversar, él contesta de manera escueta. Al saberse solo, camina de un extremo a otro del barco con la mirada fija en el piso, luego va a las bodegas en el casco, espacio asignado a los emigrantes. El escándalo de los ahí reunidos lo ataranta, pero con el alma atenazada cuelga la hamaca para intentar dormir. Al principio solo halla consuelo en la nostalgia de los recuerdos. Algunos pasajeros cantan acompañados de guitarras y armónicas y otros, irritados, tratan de callarlos sin éxito, la tertulia que han montado contrasta con la tristeza del desarraigo. En medio de esa fiesta forzada, poco a poco… a Íñigo lo vence el sueño, pero un rato después se sacude y hace movimientos bruscos por el torrente de pesadillas que lo aquejan y lo exponen a terminar en el suelo. Esa primera noche es infernal. Según pasan las horas el ruido va cesando y cuando la oscuridad se manifiesta por completo, las ratas empiezan a circular en medio de un silencio sin tiempo que se apodera del ambiente.

Cuando la luz del amanecer entra por las claraboyas a ese espacio saturado de humanidad, el joven viajero se levanta con los párpados pesados y calambres en las piernas, resultado de las malas posturas en esa larga noche, se estira y flexiona el cuerpo entero varias veces y va a formarse en la fila para recibir, como desayuno, un vaso de leche rebajado con agua y una hogaza de pan que devora, no tanto por el hambre, sino por el deseo de alejarse cuanto antes de ese sitio asfixiante.

Ya en cubierta, la soledad lo invade en medio de la multitud y no logra reprimir el llanto, esto lo hace refugiarse en un rincón y esconder la cara en la camisa abierta, desea perderse en sus emociones, sobre todo en aquellas que representan la estrecha unión hacia su “tierrina”, como él y los suyos la califican.

Lo único que lo reconforta es el viento de altamar. Decide caminar la cubierta y sentir la sensación de libertad, aunque su recorrido sea un solitario camino. Las horas pasan y llega la hora de la comida. El menú para los emigrantes se compone de papas cocidas sin pelar. Por la noche recibirá un caldero de lentejas, entonces decide brincarse la comida y mejor saciar el hambre con las lentejas de la cena.

De noche el mar se agita en segundos hasta formar montañas de agua, los pasajeros temen que pueda hundirse el barco, a cada movimiento fuerte del vapor, como muchos lo llaman, se escuchan las jaculatorias implorándole a Dios sosegar el océano; no falta el mareado que vomita sin reparo y algunos, con la angustia por alcanzar la cubierta, deponen en la escalera.

Al día siguiente los males crecen por el mar alborotado, la gente se encuentra intranquila, además, el olor pestilente a vómito, orines y excremento no los deja respirar.

A partir de esa tormenta que parecía no tener fin, Íñigo se ha sentido asqueado al ver a tantas personas indispuestas, pero sobre todo por tener que soportar ese ambiente nauseabundo. Los días transcurren y ya se acerca el arribo, la situación se compone y el inconveniente del principio se desvanece.

Él continua ensimismado, de hecho está reacio a delatar sus emociones, lo único que le permite algo de sosiego es contemplar el amplio espacio del horizonte, el cual se confunde con el cielo, en esas está cuando a lo lejos descubre un grupo pequeño de delfines, la presencia de esos magníficos ejemplares lo entusiasma, esa agilidad y belleza que los caracteriza al hacer piruetas lo tienen embelesado y sin proponérselo, se le viene la imagen de los toros pintados en la cueva con esa gran fortaleza, al igual que esos animales danzando sobre el agua… a los pocos minutos y sin previo aviso se pierden en el apacible oleaje. Con la esperanza de volver a disfrutarlos, escudriña el vasto panorama y sus ojos se topan con una franja extensa de tierra, a la vez que a sus espaldas escucha casi vociferando.

—¡Tierra, tierra, ya se ve la isla! ¡A Dios gracia hemos llegao!

EL TÍO PACO

Íñigo y muchos compatriotas sienten el clima asfixiante de la isla al desembarcar, según avanzan, el sudor hace que la ropa se les pegue al cuerpo, la sensación de humedad constante es un agobio, como lo es también el excesivo alboroto del muelle; no están acostumbrados a tantos gritos y menos con ese acento peculiar. Desde el altavoz les piden a los pasajeros formarse con papeles en mano para poder pasar migración. Al principio, los codazos y empujones caldean los ánimos, pero enseguida vuelve el orden.

Tan solo con poner un pie en tierra firme continua la pesadilla, empezando por la presencia de los negros, porque sus rasgos se pierden con el anonimato del color y causan temores en los recién llegados. Nunca antes los habían visto, algunos ni siquiera sabían de su existencia; además, el temor que les infunden se basa en la certidumbre de la agresión, si se acercan a esas personas de tinte oscuro, estos van a arremeter contra ellos.

También los tiene alterados la noticia de la segregación, las regulaciones migratorias y aduaneras establecen que todo expatriado, apenas llegar, debe permanecer en cuarentena, para poder controlar cualquier enfermedad contagiosa, incluso, los migrantes que no hayan sido reclamados por alguna institución, o persona establecida en esa isla del archipiélago del Caribe, capaz de responder por ellos, quedarán hacinados sin dinero ni trabajo.

Cuando pierden de vista el barco donde han hecho la travesía desde España a Cuba, descubren cómo la llave del nuevo mundo se esfuma ante sus ojos y aparece en su lugar la llave del encierro.

Íñigo observa cómo se desenvuelve ese mundo desconocido, el intenso calor exalta los ánimos y provoca una atmósfera de gritos y aspavientos, siente que el miedo lo atrofia, camina tenso y a cada paso pierde el equilibrio, trata de avanzar hacia el transporte que lo llevará al campamento Triscornia, en su trayecto tiene la sensación de un constante movimiento; no sabe si puede aguantar más ese temblor que le pone los nervios de punta, no solo el mareo es el motivo de su malestar, sino la cantidad de coches y el tranvía; nunca antes había visto tantos automóviles juntos, jamás había tenido una experiencia de esa naturaleza, de notar cómo se mueve la tierra y sentir que su vida se encuentra en constante peligro. Además lo aqueja la incertidumbre de quedar confinado en ese sitio desconocido, lleno de extraños y sin entender el habla de los cubanos. Por un segundo cierra los ojos para atraer la imagen de los toros pintados y adquirir fuerza… es inútil, las figuras se desvanecen como las nubes con el viento, no así ese miedo que tanto lo afecta.

Esperan en una fila interminable para abordar las lanchas y emprender la marcha hacia el campamento situado en la playa, la mayoría llega exhausta, justo al atardecer. Un cielo apretado de estrellas será el refugio para todo aquel que añore su tierra.

Cuando por fin los van acomodando en esos albergues de tela a lo largo de la arena, Íñigo percibe un olor penetrante que le produce náuseas, trata de averiguar su origen sin éxito, no es sino hasta la hora de la cena cuando descubre que la causa de ese olor desagradable emerge de los hombres de color, encargados de servir los alimentos. Abandona el lugar sin probar bocado, camina hasta donde le permiten los guardias y se acuesta en el suelo arenoso para encontrar consuelo. Sin proponérselo, la imagen de la madre lo acosa, entre dientes suplica su presencia, entonces el llanto lo hace temblar de pies a cabeza.

Los días pasan y él procura andar a la sombra, el sol le causa llagas en la piel; mata las horas bañándose en el mar. Como allí no existen los retretes, todos hacen sus necesidades a la orilla del océano; asqueado y con el ferviente deseo de distanciarse lo más posible del excremento ajeno, siempre se aleja hacia mar adentro, hasta que uno de los guardias con potente silbato y fuertes ademanes lo hace volver cuanto antes, de regreso no soporta ver a algunos compatriotas, quienes después de lavarse las manos en el agua salada, las tallan con la arena para quitar residuos de heces en las uñas.

Por las noches continúa el calvario, mosquitos y piojos hacen de las suyas, dejándolos cubiertos de piquetes. A Íñigo se le notan mucho las ronchas por su color de piel; antes de que el sueño los venza, unos a otros se entretienen espulgándose las cabelleras, para atrapar y comprimir con las uñas esos insectos escondidos en el pelo; también esa actividad genera apuestas, el más veloz y que acumule mayor número de insectos muertos, tendrá una recompensa, el que no lo logre, se quedará con más bichos en su cabeza por toda la noche. Las risas, alegatos y carcajadas hacen que los guardias estén alertas y refuercen las rondas.

Los días sórdidos del campamento van dibujando rostros saturados de orfandad, cuando se cumple el plazo, la gran mayoría sale de allí llena de expectativas, tienen el deseo y la necesidad de abrirse camino asegurando un futuro próspero para cumplir el sueño insular. Otros, sin la misma suerte, deberán permanecer encerrados por una cuota de 20 centavos al día, su estancia se prolongará hasta ser reclamados por alguien o hasta la obtención de un trabajo por parte de las autoridades, si el tiempo se alarga más de lo normal.

Dos días después de la cuarentena, Íñigo es solicitado por un tío político, esposo de una prima hermana de su madre. Por el alta voz el joven escucha su nombre, el cual se extiende con las ondas suaves del viento a lo largo de toda la playa, de inmediato y con una sonrisa en el rostro, emprende la carrera hacia la entrada; sin embargo, cuando se encuentra al supuesto pariente, quien ni siquiera se acerca a abrazarlo y solo menea la cabeza en señal de saludo, el joven no sabe qué hacer. El tío lo observa con detenimiento, su mirada es fría, quizá está decepcionado al notarlo demasiado escuálido, carente de la fortaleza necesaria para desempeñar el trabajo que le quiere asignar en su negocio.

—Ya he escrito a tus padres para decirles que venía por ti, ahora puedes estar tranquilo.

—Gracias, señor.

—Dime tío Paco, que por algo lo soy: mi mujer es prima de tu madre.

—Sí, tío Paco.

—Venga, ve por tus cosas que ahora mismo nos marchamos.

Ya con maleta en mano, Íñigo aguarda las órdenes del tío, quien lo vuelve a ver con una mueca.

—¿Qué llevas ahí? ¡Huele a los mil demonios! Ale, vamos a aquel rincón.

Se apartan y encima de un mostrador lo hace abrir la valija amarrada con unas cuerdas.

Al comprobar el deterioro del equipaje: el cartón grueso y el cuero están desgastados por la humedad, le ordena tirarla a la basura; la ropa, aunque se le ha pegado ese tufo insoportable, lo hace meterla en uno de los costales tirados en el piso y pide autorización a los guardias para llevárselo.

Con el bulto a la espalda, el joven sigue al tío por las calles hasta la estación de trenes, para abordar el Ferrocarril Central que recorre toda la extensión de la isla. Ya en el andén y a la espera de abordar, el adolescente pregunta sobre su próximo destino.

—Vamos a Santiago de Cuba, ahí trabajarás conmigo en unos almacenes de mi propiedad. Y para que te enteres, a mí no me gusta que me interroguen y menos un chaval de tu edad; pero será posible… a dónde hemos llegado hoy en día. Date de santos que te he rescatado de esa especie de cárcel o campamento, me da igual, para el caso es lo mismo. Tienes que agradecer lo que hacemos por ti.

El muchacho inclina la cabeza para esconder los ojos vidriosos por las lágrimas que están a punto de brotar, en ese momento su único deseo es regresar con los suyos, aunque sea nadando. Hace un gran esfuerzo para reprimir sus sentimientos y con la voz entrecortada agradece.

EL ALMACÉN

Íñigo tiene la vista nublada por los vapores de la estación, pero sigue al tío hacia el tren dando zancadas y con el corazón agitado hasta subirse al vagón, Paco le indica su lugar junto a la ventana. La locomotora arranca a los pocos minutos. Los pasajeros que permanecen de pie, equipaje en mano, pierden el equilibrio, uno de ellos cae sobre otro sentado a la orilla del pasillo y se hacen de palabras, el joven sonríe con disimulo. Cuando la locomotora gana velocidad se reanuda la calma. El joven decide abstraerse, la naturaleza discreta va revelando su exuberancia, los diferentes tonos y formas revisten un mundo pleno y desconocido para quien observa por primera vez ese panorama.

El tiempo pasa sin prisa, el constante zarandeo del tren le causa un ligero mareo, recuesta la cabeza en el respaldo de madera, cierra los ojos y se abraza a sí mismo con la intención de disminuir la angustia, respira pausado varios minutos y se empieza a alejar de esas voces escandalosas e incomprensibles de los cubanos. Poco a poco siente la fuerza del mar, la brisa en el acantilado le refresca la cara, las gaviotas en su vuelo agitan el aire limpio de su provincia, el olor a pino lo reconforta, la nostalgia se incrementa con el sonido de los cencerros de las ovejas; aprieta los ojos para ver si se presenta algún familiar muy querido, es inútil, su visión queda en blanco y vuelve a escuchar ese lenguaje ajeno. Se abraza con más fuerza, como si quisiera sentirse arropado por su madre, al cabo de unos segundos advierte un pequeño golpe en las costillas y una mano firme intenta enderezarlo.

—¡Joder, chaval! Llevas horas dormido. Aquí tienes este bocadillo; come para que no te debilites más de lo que estás.

Íñigo muerde el pan con chorizo con desgano y de reojo ve al tío en silencio, no se atreve a preguntar nada. Las horas desfilan con naturalidad, al término de la oscuridad aparece la luz del día. Al joven lo aquejan un sinfín de dudas, a veces recorre los pasillos del tren con la intención de estirar las piernas. Piensa que la alegría del principio, al escuchar su nombre por el altavoz en el campamento, se ha opacado por la actitud áspera de quien dice ser su pariente político.

Durante el trayecto apenas prueba alimento, solo duerme y circula un poco por los vagones, a veces observa el paisaje colmado de vegetación. Después de dos días de un largo viaje, por fin llegan rendidos a su destino.

Es medio día, el aire húmedo de la costa les da la bienvenida; el joven sigue al tío sofocado por el caluroso ambiente y con un pañuelo va limpiando las constantes gotas de sudor que le irritan los ojos. Al fin llegan al muelle repleto de barcos, una variedad de olores desagradables impregna la atmósfera, Íñigo se para en seco y hace una mueca de rechazo.

—Menudo señorito me has resultado, más vale que te acostumbres porque aquí empezarás a trabajar mañana.

Él siente un fuerte nudo en el estómago, sus ojos acuosos revelan su aflicción.

—¿Ves aquella bodega de enfrente?, pues de los barcos saldrá la mercancía para almacenarla allí.

Con la boca apretada y a punto del llanto, el joven mueve despacio la cabeza en señal de aprobación.

—Ven para que te la enseñe, y de una vez mostrarte tu dormitorio allí mismo.

Va encorvado, sin ver a los lados cruza la calle para entrar a ese inmenso espacio sin ventilación. Al fondo y en la esquina se destaca lo que será, a partir de esa noche, su hogar.

—Date de santos que aquí a un lado, como ves, he mandado construir un retrete. Ahora, si me preguntas por la ducha, esa la tomarás allá afuera, en el baño público más cercano, está como a dos calles, pero eso será solo una vez por semana, te lo mostraré ahora que vayamos a casa a saludar a tu tía Irene. Bueno, chaval, di algo.

—¿Por qué la ducha una vez por semana?

—¿Solo eso quieres saber? Muy sencillo, no me gustan los holgazanes y tu horario de trabajo no te da pa' más, pero eso ya te lo diré más tarde. Ahora deja aquí el equipaje y vamos a casa a que veas a la pariente.

Ni el mar ni la montaña que lo vieron nacer le inspiran la suficiente fortaleza para asumir la precaria situación que se le presenta de golpe y que a partir de ese momento debe vivir. Siente como si le hubieran colocado un costal de piedras en la espalda a la hora de ascender por uno de los picos de Europa; fija la vista en el piso apretando las mandíbulas, desea huir, pero a dónde… no le queda más remedio que la resignación.

Irene los recibe con alegría, le planta dos besos al marido y a Íñigo le toma el rostro con ambas manos, lo observa unos segundos.

—Por lo que veo no te pareces a mi prima, y a tu padre… quizás lo ponga en duda.

El joven aprieta los puños y su tez transparente se incendia de rabia, desea replicar, con gran esfuerzo se contiene.

—¿Por qué pones esa cara? Todavía eres un crío para enfadarte por cualquier cosa. Venga ya, iros a lavar las manos y venid a comer porque si no todo se enfría.

La mujer menuda los espera con los codos en la mesa, moviendo los pies sobre el tapete, el marido se sienta a su lado, le toma la mano y le da un beso.

—¿Y, qué tal el viaje?

—Todo bien, aunque yo vengo hecho polvo.

—Se te nota, te ves agotado, come algo y ve a descansar.

En el momento en que el joven lleva a la boca el primer bocado, Irene lo interroga respecto a su prima y a la familia en general, la gente y las actividades del pueblo, la vida y situación actual de España. Íñigo va respondiendo de manera escueta, con la mirada distraída; para él el tema de los chismes siempre está descartado, de hecho lo irrita que alguien se atreva a inmiscuirse en la vida ajena. Cuando la tía y el sobrino se quedan solos, ella ahuyenta el silencio.

—Ahora que Paco está dormido quiero decirte que por ti se armó un follón inmenso.

—¿¡Por mí!? ¿Por qué?

—Yo quería que vivieses aquí con nosotros y él se ha empeñado en no aceptarlo. Por eso has notado una situación tensa, pero no te preocupes, ya sabes que cuentas conmigo, por algo somos parientes.

A Íñigo se le opaca la visión, no se atreve a responder por miedo a que el llanto lo delate, solo encoge los hombros y mueve la cabeza afirmando, toma un trago de agua y respira profundo.

—¿Ya te ha dicho Paco cuál será tu puesto?

—No, tampoco sé cómo se llama el negocio.

—¡Ah qué Paco, es un pelmazo! La empresa es la Internacional Importadora para Europa y América Latina S.A. en comandita. Se exporta azúcar y ron a Europa, Estados Unidos y Argentina. No me hagas mucho caso, pero creo que tú vigilarás a la cuadrilla que descarga los barcos y debes cerciorarte de que la mercancía llegue a la bodega, a veces estarás en la tienda del malecón. Esto no lo comentes, mejor espera que mi marido te informe.

—Sí, gracias.

El tío aparece en el comedor bostezando, aún sigue aletargado, se estira y sacude los brazos en el aire, por un instante se queda viendo a la pareja como si fueran un par de desconocidos, ellos a su vez lo miran con extrañeza.

—¿Qué os pasa, por qué me miráis así?

—Eso mismo te pregunto.

—Nada, mujer, nada, que sigo con la resaca del viaje. Íñigo, despídete de tu tía que nos marchamos.

La luna llena ilumina la costa, el joven desea volar hacia su tierra y refugiarse al lado de los suyos; entra cabizbajo al local y espera las órdenes del tío.

—Aquí tienes la llave de tu habitación, mañana a las 7 estaré por ti y te explicaré lo que harás, buenas noches.

Se recuesta con un nudo en el estómago y aunque escucha voces incomprensibles de la calle, en ese espacio el mundo se le presenta hueco, de un intenso oscuro, como si el sol, cansado de alumbrar, hubiese emigrado a otro planeta. Con un total vacío, el adolescente se sume en un abismo interminable.

LARIO

Íñigo empieza con el puesto que Irene le había anunciado, supervisa tanto a los cargadores como el destino y la distribución de la mercancía, y diario por la noche le reporta a Hilario, el capataz, el volumen de cajas almacenadas.

Lario, como todos lo llaman, también llegó de España, como él, pero veinte años atrás, y con base en un gran esfuerzo y tenacidad logró el cargo que ahora desempeña.

—¡Oye, chaval! ¿Ya sabes que al primer error con el conteo de bultos en el almacén es un día de castigo, y si la falta aumenta las jornadas también?

—Sí, ya lo sé, no tienes por qué recordarme.

—Te lo digo para que después no vengan las sorpresas.

Por las noches se estira en la cama, está rendido, pero al principio no quiere dormir por temor a las pesadillas, que siempre lo dejan aún más exhausto. Incluso ahora, que han pasado varios meses, las lágrimas siguen siendo sus fieles compañeras, no así los pensamientos, que como cometas fugaces lo envuelven en un sopor cansino hasta dejarlo hundido en un sueño profundo, arropado por unas sábanas empapadas de sudor.

Con los primeros rayos del sol y la intención de recuperar el ánimo, ha hecho la costumbre de ir a la playa cada mañana a correr un poco y a tirarse a nadar en el mar, el contacto con el agua cálida no solo le da bienestar sino una auténtica sensación de libertad; esa inusual actividad es un respiro contra la constante asfixia de su vida en la isla, de hecho, para él es impensable dejar a un lado el océano, porque lo ha convertido en un tesoro invaluable que contrarresta las vicisitudes de cada día, empezando con la aversión por la comida: arroz, frijoles y una guayaba de postre, de vez en cuando un trozo de carne de puerco. Desde luego, la hora sagrada de los alimentos la comparte con todos esos hombres sudorosos y pestilentes que trabajan a marcha forzada junto a él; a veces es tan fuerte el olor quizás a vómito y caño que le pica la nariz, y de inmediato se amarra un pañuelo como bozal y deja a un lado su comida que después los perros devoran. Además, solo tienen veinte minutos para el refrigerio y siempre bajo la supervisión de Lario, quien a distancia y con su reloj de pulsera a la vista mide el tiempo con exactitud.

El único motivo por el que también se suspende la actividad laboral durante una hora, es la llegada de los barcos cargados de mercancía que se acomodan en el muelle, en raras ocasiones tardan un poco más en realizar las maniobras por la falta de pericia.

Agobiado por el clima, a veces el adolescente aprovecha ese receso para bañarse con cubetas de agua y jabón, esa acción le molesta a Lario, quien primero siente cierta antipatía por él, le recuerda a los señoritos engreídos de su tierra, y aunque le causa pesar verlo tan chico en el desamparo e imagina que la soledad lo deprime, no puede apartar la idea de ese lazo de unión familiar entre él y su patrón. El sentimiento de envidia empieza a crecer y la reacción es estar al acecho, como un lince, vigilando todos los movimientos que hace Íñigo en su trabajo.

—¡Chaval! Ven aquí ahora mismo.

El adolescente lo ve de reojo y hace como si no lo hubiera escuchado, más bien ignora su presencia, teme cualquier pretexto por parte de Lario para quitarle el único día de descanso al mes, siempre el último domingo.

Además, ya ha hecho amistad con otros dos jóvenes que, como él, corren de madrugada en la playa y con quienes ha quedado para ir al teatro en su día descanso, donde también esperan conquistar a alguna mujer y así calmar sus deseos adolescentes.

—¿Qué no me oyes? ¡Te he dicho que vengas, joder!

—No hay por qué gritar, aquí estoy.

—Mira, chaval, me he estado reprimiendo todo este tiempo y no he querido meter cizaña con don Paco, pero mi paciencia ya no da para más y no he tenido más remedio que hablar con él.

—No entiendo ¿de qué me está hablando?

—De todas las faltas que has cometido y te he pasado por alto. Ya hablé con tu tío y no ha querido quitarte el domingo que tienes de descanso, así que hemos acordado que a partir de mañana descargarás la mercancía de los barcos como escarmiento, pa’ ver si así espabilas y te pones a trabajar como Dios manda.