Texturas 51: 50 razones para no dedicarse al libro (y 1 sola para hacerlo) - Verónica García - E-Book

Texturas 51: 50 razones para no dedicarse al libro (y 1 sola para hacerlo) E-Book

Verónica García

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Beschreibung

En este número de Texturas se pueden encontrar textos de Verónica García, Letras Corsarias, Ana Garralón, Ricardo Artola, Bárbara Mingo, Miguel Aguilar, Catalina Martínez Muñoz, Guillermo Schavelzon, Natalia Zarco, Antonio Iturbe, Joaquín Rodríguez, Javier Marías, Carlos Alberto Scolari, Antonio Muñoz Molina, Maica Rivera, Antonio Mª Ávila, Elvira Marco, José Manuel Anta, Manuel Gil, Maribel Riaza y Matías Maggio-Ramírez.

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Índice

[I]

Razones para no dedicarse al libro (y una sola para hacerlo)

Verónica García

Letras Corsarias

Ana Garralón

Ricardo Artola

Bárbara Mingo

Miguel Aguilar

Catalina Martínez Muñoz

Guillermo Schavelzon

Natalia Zarco

Antonio Iturbe

Joaquín Rodríguez

Siete razones para no escribir novelas y una sola para escribirlas

[2]

Diez tesis sobre la Inteligencia Artificial

La democracia de lo gratuito

Escritor, no llores

[3]

La edición en el área lingüística del español

La internacionalización del libro español

Repensar la distribución

El insostenible coste de las ineficiencias

El audiolibro comenzó a hablar en español (I)

Estampas sobre las librerías. ‘Papel, Libro, Revista’ (1942-1945)

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Recomendaciones

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Comenzar a leer

Créditos

Últimos números www.tramaeditorial.es

Colofón

[1]

Razones para no dedicarse al libro (y una sola para hacerlo)

Los editores

Desde Augusto Monterroso («Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también») a Stephen Vizinczey («No beberás, ni fumarás, ni te drogarás: para ser escritor necesitas todo el cerebro que tienes»), son muchos los decálogos –y anti decálogos– de escritores con los que contamos. Uno que nos gusta especialmente pertenece al difunto Javier Marías, que hace exactamente treinta años, en un congreso literario, se atrevió a hacer una sorprendente proposición titulada «Siete razones para no escribir novelas (y una sola para escribirlas)», donde se atrevía a poner en solfa los lugares comunes del arte de la ficción y soltaba verdades como puños: hoy cualquiera escribe novelas, publicar no da dinero, ni fama, ni inmortalidad, el novelista es un tipo que pasa demasiado tiempo en soledad...

Del texto de Marías nos atrae su valentía a la hora de desmontar los mitos de eso que llamamos «la edición», un ecosistema que por lo general prefiere fabular sobre su cometido antes que quejarse, o que mostrarse tal cual es en la actualidad, cuando, por mucho que aún se estilen los libros de memorias editoriales de otro tiempo, nuestra industria sufre los embates de un correoso mercado laboral, y de un público cada vez más volcado en lo audiovisual. Por eso decidimos preguntar a varios profesionales cuáles serían las cinco razones para no volver a empezar, y qué cosas son las que les hacen renegar de su día a día. En la carta que les enviamos les decíamos:

Aquí vale la ausencia de vacaciones pagadas, si eres autónomo, o lo horroroso que resulta montar reuniones donde no se decide nada, o esas presentaciones de libros a las que no asiste nadie, o el tiempo que aguanta una novedad antes de ser devuelta, o la renuencia de un librero a aceptar apenas dos páginas sobre un título de tu catálogo, porque ya no quiere «papel». Y de ahí al infinito. Tú, mejor que nadie, sabes de los sinsabores y contradicciones de tu día a día. Eso sí, una vez hecho, te pedimos una razón (una sola) que a tu entender justifique tu cometido, que valide el modo en que empleas tu tiempo.

Hoy presentamos las respuestas de quienes conocen bien la industria: en sus textos se ven reflejadas las agencias literarias y la edición –tanto de un gran grupo como la independiente, tanto la de adultos como la infantil– así como la distribución, la prensa cultural, las librerías, las traductoras, los correctores... Cabe apuntar que en abundantes casos nuestros invitados podrían muy bien compartir «camerino»: así, y por poner dos ejemplos al tuntún, Ricardo Artola es editor de Arzalia y también un autor reconocido, con obras que abordan la Segunda Guerra Mundial o la carrera espacial. Y Bárbara Mingo –que, como Miguel Aguilar, también ha publicado grandes traducciones– domina asimismo el ingrato arte de comunicar novedades editoriales y publica en Caballo de Troya. Es la nuestra una industria resolutiva, donde en cierto modo todos sabemos un poco de todo: recordemos que el mismo Javier Marías fue autor de obra propia y traducida, y editor en el doble sentido anglosajón (esto es, como editor y como publisher).

Las lecciones que obtenemos de esta mirada sobre el sector son sin duda agridulces: en primer lugar, todos nuestros colaboradores suenan cansados. Esto importa: más allá de las consabidas estadísticas –cuyos porcentajes nada dicen en realidad sobre el ecosistema editorial, por mucho que le marquen el tallaje–, nos encontramos con profesionales abocados a trabajar sin descanso, contra viento y marea, para brindar al mundo títulos cuya recepción es casi siempre decepcionante. Ayer y hoy publicar significa difundir, «hacer patente y manifiesto al público algo», pero parece que nunca el público estuvo menos reacio a prestar atención.

En segundo lugar, la edición se nos muestra como un edificio donde las cuitas se comparten y se sufren casi por igual. Así como se dice que el aleteo de una mariposa en Sri Lanka puede provocar un huracán en Estados Unidos, así también las particularidades de cada sector parecen amenazar al todo que compartimos. Y del que vivimos.

Por eso merece la pena ahondar en qué sucede y reflexionar sobre ello. De ahí que sigamos publicando esta revista, Texturas.

Centrada en la industria del libro, Texturas es una revista para la reflexión, pero ¿qué significa «reflexionar»? Expliquémoslo contando una batallita. Para ello, debemos viajar de 2023 a 1983. Porque aquel otoño, en que todos leíamos una novedad titulada El nombre de la rosa, sucedieron dos episodios clave de la Guerra Fría. El primero fue un suceso real y tuvo lugar el 26 de septiembre, cuando un teniente coronel de las Tropas de Defensa Aérea Soviéticas llamado Stanislav Petrov evitó una catástrofe mundial al hacer caso omiso de los avisos de un radar nuclear soviético de alerta temprana, cuyas señales –erróneas– aseguraban que Estados Unidos había lanzado varios misiles balísticos contra su país. Petrov apostó por creer que el ordenador del búnker Sérpujov-15 se equivocaba y, al negarse a dar parte de inmediato a sus superiores, evitó que el mundo llegara a su fin. De no haberlo hecho, no estarías leyendo esto, pero lo hizo y con el tiempo fuimos olvidando su hazaña.

De naturaleza muy distinta, el segundo episodio se relaciona con una obra de ficción y tuvo lugar el 20 de noviembre, fecha en que el canal estadounidense ABC emitió una película titulada El día después. Anunciada como «tal vez el film más importante jamás hecho» y dirigida por Nicholas Meyer, El día después no perdía un segundo en hablar de buenos o malos y se centraba en ver qué sucedería si alguien llegaba a activar el desastre nuclear, para mostrar al espectador cuáles serían las consecuencias directas para la gente de a pie. Nos mostraba cómo más allá de los titulares de los periódicos queda un presente por construir, vengan bien o mal dadas. Aquel domingo cien millones de personas vieron El día después. Con los años, acabaría emitiéndose en el bloque soviético, así como en China o Cuba. Y, por fortuna, desde su estreno han pasado ya más de catorce mil seiscientos días.

Vaya por delante una obviedad: hacer una revista tiene poco o nada que ver con los arsenales nucleares. Sin embargo, nuestra tarea, como la de Petrov, a veces consiste en saber reconocer cuándo se invoca al Apocalipsis demasiado pronto. Porque sí, es cierto que en 2023 la edición no pasa por su mejor momento, pero continúa siendo una industria con cinco siglos a sus espaldas que sigue dando guerra.

Otras veces nuestra tarea, como la de Meyer, consiste en dejar constancia no sólo de lo que sucede, sino también de lo que puede pasar. Y en transmitirlo con el poder de la palabra para explicar el mundo que disfrutamos, sin negarnos a ver las amenazas que nos acechan. De ahí que, en vez de celebrar los primeros cincuenta números de Texturas, hayamos apostado por el 50+1: es este «número después» el que nos interesa, porque, vengan bien o mal dadas, hoy nos queda un presente por construir. Por eso seguimos reflexionando (del lat. tardío reflexio, -ōnis, o «acción de volver atrás»), para tomar perspectiva, desechar falsas amenazas y ver el efecto de lo que sucede y de lo que puede suceder a pie de calle.

Una última cosa. En esta revista somos muy fans de Billy McBride, el abogado golfo de Goliath, la serie protagonizada por Billy Bob Thornton. En un momento dado, a la hora de dirigirse al jurado, en la primera temporada, Billy recuerda en la sala un viejo refrán africano que reza más o menos así: «Quien piense que es demasiado pequeño para cambiar las cosas, que pruebe a dormir con un mosquito en la habitación». Gracias por seguir siendo mosquitos. Gracias por seguir con nosotros.

Verónica Garcíadistribuidora (machado grupo de distribución)

1. Matar al mensajero: el distribuidor tiene la culpa.

Recibimos cada nuevo libro con ilusión, como una criatura recién nacida y como tal lo tratamos: lo enseñamos, lo ensalzamos delante de los libreros, presumimos de sus atributos y cualidades, nos preocupamos de que esté bien presentado y expuesto, y de que ningún otro semejante le haga sombra o impida que se luzca a la vista de todos. Si nuestro libro tiene éxito, se vende extraordinariamente bien y los libreros no paran de pedirlo, el editor es increíble y tiene un gran olfato, y el autor es un portento. El librero ha hecho un gran trabajo contribuyendo a este éxito, eso es todo.

Por el contrario, si esa obra mimada por el distribuidor, ensalzada y colocada en el mejor espacio posible no se vende bien y no cumple las expectativas puestas en ella, la culpa, obviamente, es del distribuidor, eso es todo.

2. La extraña cualidad del editor.

El editor sufre de una extraña dolencia que le impide ver los libros propios en cualquier librería y, sin embargo, localizar los ajenos a metros de distancia, incluso colocados en lugares recónditos de la misma. Cuando el editor entra en un espacio de venta de libros solamente es capaz de ver los libros de otros editores, especialmente los de aquellos con los que compite en materias, autores y, en definitiva, en catálogo. Todo distribuidor que se precie de serlo ha recibido una llamada de un editor alterado indicando que su importante novedad no está expuesta en tal librería. Después del pánico inicial, las llamadas oportunas al comercial para que corra al lugar a arreglar el desastre y el revuelo ocasionado en la distribuidora, el comercial, ¡oh, sorpresa!, manda una fotografía de la novedad perfectamente expuesta en la citada librería. Parece que la dolencia ha hecho de las suyas.

3. Etiquetas, golpes y otros: qué es un libro defectuoso.

Los libros son frágiles, se golpean en las esquinas, se rayan con el roce, amarillean con el tiempo, se decoloran con el sol, se comban con la humedad... Además, las etiquetas que algunos clientes pegan en sus portadas o contraportadas son casi imposibles de retirar pasado un tiempo. Los distribuidores recibimos devoluciones de una gran cantidad de libros que tenemos que abonar, apartar, colocar, almacenar o devolver al editor. Es complicado decidir libro a libro cuál debe de volver al circuito de venta, cuál almacenarse, cuál no es apto para venderse más...

Se producen situaciones realmente kafkianas como la de recibir una reclamación de un cliente que ha solicitado unos libros cuya última edición databa de los años 80, por considerar que están amarillentos y un poco avejentados.

4. La devolución: el distribuidor debería evitar que los libros volvieran.

De todos es sabido que la devolución de los libros es el demonio, el malo de la película, lo que nadie quiere tener cerca, pero seamos realistas: es la principal razón por la que podemos mantener nuestro mundo bibliodiverso, nuestra ingente variedad de editoriales independientes que publican títulos con tiradas cada vez más pequeñas.

Las distribuidoras preparamos los libros, los facturamos, pagamos el envío, la recogida, abonamos lo devuelto, lo colocamos y no, no recibimos condolencias por ello, frases como «qué faena», «cómo siento que hayáis trabajado e invertido recursos y esfuerzo para nada»... ¡No se nos ocurrió cerrar la puerta para que no la pudieran entregar!

5. ¡Paremos el almacén, hay una presentación!

Un día cualquiera recibimos una llamada urgente de un editor o de un librero: no tienen los libros de la presentación que tendrá lugar esta tarde, o mañana. Nervios, sorpresa, búsqueda de ese correo electrónico que anunciaba el acto... No, no existe aviso previo, es la primera noticia que tenemos. Preparemos el pedido, hablemos con el transportista para que nos asegure que entrega los libros a tiempo... y crucemos los dedos para que nada falle porque, obviamente, en ese caso la culpa será del distribuidor.

Una razón para volver a dedicar mis esfuerzos a distribuir libros

Encuentro dos razones para volverlo a hacer, una de carácter público y otra personal:

Alguien tiene que ocuparse de convencer a las librerías de la necesidad de tener en sus mesas y estanterías ejemplares de los títulos primorosamente publicados por nuestros queridos editores para que lleguen a los lectores mediante la recomendación de aquellas.

Conocer y compartir proyectos con los compañeros de viaje que tratamos en este mundo de los libros: autores, traductores, libreros, editores... merece cada uno de los sinsabores.

Letras Corsariaslibreros (salamanca)

Vamos a partir de que la vida es así, no la he inventado yo, que aquí se viene llorado de casa y de que vemos el mundo del libro desde un filtro muy determinado: una librería de tamaño medio en una ciudad de tamaño pequeño en un país con un índice de lectura de tamaño mínimo. Bienvenidos a las vicisitudes de la venta al por menor de ese objeto tan gustoso llamado libro. Cinco de cal y una de arena, o al revés, nunca lo hemos tenido muy claro.

Una. Si tu sueño es tener una librería, el sueño de verdad llega cuando la tienes. Obvio, pero no el sueño soñado, sino sueño concreto de todos los días, sueño de ganas de dormir. Qué digo ganas, necesidad verdadera. La pila de libros que has ido acumulando en tu mesilla de noche dice: seis horas son más que suficientes, dormir es de cobardes. No te duermas ahora, hombre, un capítulo más de esa novedad que no puede esperar a mañana, rebaja ya esta columna salomónica o puedes morir sepultado. Es por tu bien. Si quieres tener batería de día, no escuches a la pila de noche.

Dos. El cliente siempre tiene razón. Siempre. Repítelo diez veces mientras cuentas hasta diez. Cuenta despacio, pon cara de nada como Cary Grant y estarás preparado para darle la razón al cliente, porque siempre la tiene, la razón. La autoayuda es psicología, pss. La magufada es ciencia, pff. El revisionismo es historia, ajj. Respira y vuelve a empezar desde diez. ¿Cómo que no tienes libros en inglés y si tienes no son los que yo quiero en este mismo momento? ¿Cómo no tienes libros en portugués con lo cerca que está Portugal? ¿Francés, polaco? ¿Cómo no tienes ese libro que me han dicho cien veces en otras cien librerías que está agotado pero por si acaso te pregunto? No vaya a ser.

Dos B. El cliente ocasional ha escrito un libro y se lo ha autopublicado, y en vista de que es posible que haya otros clientes, ocasionales o no, que puedan ser lectores ocasionales de su libro, quiere hacer un depósito ocasional de nada, diez o doce ejemplares, que, por supuesto, no puede facturar en el hipotético caso de encontrar algún comprador ocasional fuera de su familia y quiere, cómo no, que ocupe un lugar visible y prominente en el escaparate porque no quiere decirte cómo tienes que llevar tu negocio, pero... Pero.

Es destacable también, entre los muy ocasionales, quien viene a una (1) actividad de las ciento y pico que haces al año y al salir te dice: Muy bien, a ver si hacéis más cosas como estas. Cómo no les vas a querer.

Tres. Tener o trabajar en una librería está bien, pero te anula lo mejor que puede ofrecer una librería: la sorpresa, el hallazgo inesperado, la sensación de recorrer estanterías y mesas y encontrarte de repente con aquello que no sabías que buscabas. Ese clic que se siente en un espacio y en un momento concretos, donde intuyes relaciones y caminos llenos de promesas que estás deseando explorar. Esa sensación primigenia que está en la raíz de la decisión de montar una librería: uno no se hace librero leyendo, se hace librero librereando. Si te gusta leer, lees: compras libros, los coges de la biblioteca, los copias a mano, lo que sea. El librero es un coreógrafo de libros, alguien que ha leído, mucho o poco. Cuanto más haya leído antes, mejor. Luego ya se sabe que no da tiempo o que da sueño (véase punto Uno).

Un librero en una librería que no es la suya puede experimentar un abanico de sensaciones que van desde la envidia cochina al reconocimiento de un trabajo o a un llevarse las manos a la cabeza, pero es como un mago fuera de servicio que sabe el final del truco porque lo ha hecho él mil veces, o como Indiana Jones entrando al templo maldito con los planos y un GPS. Está bien, pero no es lo mismo.

Cuatro. Nos gustaría, de verdad, permanecer ajenos a algunas cosas que no puedes pasar por alto si tienes una librería, pero existen, y como existen no tienes más remedio que verlas. Esto corre el riesgo de convertirse en una lista dentro de la lista, pero aquí va:

Escritores con muchos seguidores sociales que romantizan las librerías (¡oh!) y enlazan sus preventas y promociones a esa tienda hipertrofiada de comercio electrónico de la que usted me habla, y luego quieren presentar su popular obra no en el éter ni en el camión de Seur, sino en tu librería. Suena en nuestra cabeza la dulce música de violines estridentes compuesta por Bernard Hermann para una película en blanco y negro muy famosa y con motel solitario.

Esos editores que no romantizan las librerías –los editores ya no romantizan nada salvo, quizá, los licores espirituosos, ahí estamos con ellos–, pero en líneas generales son cómplices en muchas cosas y luego van y te hacen una preventa en su web y te regalan un calzoncillo de felpa firmado por el autor, chapas, láminas, lomo ibérico envasado al vacío, rollos de cinta americana que les han sobrado de secuestrar a algún traductor para que entregue, te hacen descuento a cholón y gastos de envío gratis. Con preventas así quién quiere ventas normales.

Libros. Desearíamos permanecer ajenos a un montón de libros. Muchos. Demasiados. Pero los ves en los boletines de novedades y alguna vez se cuela alguno en una caja si te descuidas, y te da un susto de muerte. ¿Qué tipo de negocio es este en el que, salvo algunas contadísimas excepciones, lo más vendido es algo que libreros como nosotros no quieren ver ni en pintura? Un negocio raro.

Cinco. La temporalidad del negocio. Nos gustaría que fuera de otra manera, pero: Navidad, Día del Libro, ferias (algo) y Día de las Librerías (poco, pero creciendo). El resto del año, al trantrán. Traducción: cuando toca y cuando hay descuento. Los días señaladitos. Pero, oye, dijimos que veníamos llorados de casa, así que lo del cartón, lo que pesan las cajas, lo de mirar más los números que las letras y lo de vivir sepultados en novedades... de eso ya ni hablamos.

La buena, por qué sí nos volveríamos a dedicar a esto. Si quisiéramos cultivar la figura del librero cascarrabias diríamos que porque así nos podemos quejar de todo esto y más. No lo haremos, entre otras cosas porque el librero soñador ha derivado en librero realista y el cascarrabias está ya probando el proceloso mundo de la medicación.

Sí, porque dirigir una librería te coloca en el centro de una comunidad de intereses a la que afluyen lectores. Algunos lectores compran libros, otros los vendemos y otros los escriben, y sobre esa base nos encontramos todos. Nos permite estar en contacto con algunos de los colectivos e individuos más intrépidos de nuestra ciudad, captamos ideas valiosas que acaban de surgir, tendencias y bifurcaciones que merecen la pena, todo esto sin apenas proponérnoslo, como aquel personaje de Bohumil Hrabal que era culto a pesar de sí mismo.

Estamos a la intemperie de la puerta abierta, pero resguardados por el aura que rodea al libro, como objeto y como concepto. Y entra gente maravillosa todo el tiempo. Una librería es un observatorio y también un lugar desde el que emitir nuestro punto de vista sobre la cultura a través de la selección de libros, de la escritura y de la programación. Arte termita, por citar a Manny Farber.

Y no es de las peores maneras de ganarse la vida, y leemos gratis. Y, bueno, alguien tiene que hacerlo.

Ana Garralónconocedora de la literatura infantil

1. Un clásico: te escribe alguien que desconoces pidiéndote una opinión sincera sobre su cuento. Le dices la verdad (más o menos, que se olvide del asunto). Por el motivo que sea, lo publica en una editorial quizás de cuarta categoría y te lo manda como un triunfo y no sabes si con recochineo. El caso contrario es muy habitual también: muchos ánimos pero el libro es rechazado sistemáticamente. En ambos casos quisiera desaparecer y siento que mi trabajo no vale nada –en ambos casos no se suele cobrar, por cierto–.

2. ¿Se acuerdan del meme del niño que se ahoga mientras la madre aúpa a la niña? Pues eso es lo que pasa con las novedades: en muchas ocasiones se salvan las infumables que parecen bonitas mientras veo cómo el pequeño pero precioso se ahoga. El empuje de las novedades debería considerarse como acoso a los lectores independientes, mediadores, bibliotecarios y hasta docentes. A veces parece imposible elegir con calma. En literatura infantil se suelen publicar unas 8000 novedades anuales; imaginar que algún día recibiré unos 20 libros al día me da escalofríos. Esto se suma al tormento de pensar cada día lo de que todo pasado fue mejor.

3. Razones pecuniarias, por supuesto. Cuando te dicen «te pagamos lo de la otra vez» y la otra vez fue hace cinco años. Cuando haces la factura y tardan meses en abonártela mientras los que organizan los saraos tienen su paga puntual. Cuando no te pagan nada (como en este caso). Esta semana, con brío y sin temor, dije que no a tres «colaboraciones». No es que tenga un caché como la modelo famosa que no se levantaba de la cama por menos de unos miles de euros, pero me resisto a las rebajas permanentes en nuestro sector, sobre todo teniendo en cuenta que sin nuestro trabajo ellos no podrían hacer el suyo. Luego miro con maldad quién aceptó cuando yo he rechazado la participación, es como una pequeña venganza. Cuando te dan el Premio Nacional y te das cuenta de inmediato que no tiene remuneración. Cuando tienes que pelear para que te paguen unos céntimos más mientras la funcionaria de turno te dice: «Eso no lo podemos pagar, no tenemos presupuesto». El enorme papeleo con la administración: recuerdo una vez en la que me pidieron un certificado de la policía.

4. Cuando te invitan a un evento y ni siquiera te van a buscar a la estación pero ves cómo alguien sujeta el cartel de otro invitado. Lo de estar días con la gente que te ha convocado y confundir sus nombres sabiendo que los olvidarás en breve. Aquellos que te encuentran en otra parte y te preguntan si los recuerdas. Los encuentros masivos que no te permiten tener una conversación decente con nadie. Las comidas interminables. Los colegas a quienes no quieres ver porque no te gustan sus libros. La pesadilla de viajar en avión. Que pierdan tu maleta cuando al día siguiente tienes la conferencia y vas con la especie de pijama con el que viajaste. Que haya mala promoción de tu actividad y vengan cuatro gatos. Que te pidan que des «apoyo» al evento grabando un video o difundiéndolo en tus redes sociales.

5. Cuando tienes, por fin, una cita amorosa, y después de explicar con todo detalle lo que haces, te pregunta: «Pero, exactamente, ¿cuál es tu trabajo?»

Y ahora, lo que sí: hago lo que me da la gana. No vendo mi pensamiento. No tengo un solo jefe y logro torear a los temporales. Puedo tomarme un café un miércoles por la mañana con una amiga que viene de visita. Me gusta leer y que mi trabajo tenga que ver con esto. Me invento proyectos. Trabajo en cualquier parte. Aunque parezca raro: vivir en la línea de flotación económica es mejor que estar en el Titanic. Las recompensas provienen de otras partes: colegas queridos, libros publicados, tener una voz propia, elegir mis aspiraciones, encontrar gente maravillosa, haber conocido América Latina. Me invitan a lugares y a hoteles a los que nunca podría ir de otra manera. Mis mejores amistades han nacido con mi trabajo. No sé si será por esto, pero cada día me levanto contenta.

Ricardo Artolaeditor (arzalia ediciones)

La labor de editor está llena de contraindicaciones: afecta a un sector permanentemente en crisis (recuérdese la cita ¡de Diderot! sobre el funcionamiento del negocio editorial) y amarga el disfrute del oficio por su carácter siempre precario y provisional.

La primera razón, pues, para no «dedicarse al libro» es la crisis eterna: no hay nadie que nos haya legado el relato de un mundo editorial donde las correas de los perros fueran de longaniza. Cuando no es una crisis económica con mayúsculas (pongamos 2008 y, sobre todo, los años posteriores), son los bajos ratios de lectura (parece que ahí hemos avanzado bastante) o la enésima crisis americana que se ha llevado por delante depósitos y fortunas.

Precisamente América sería la segunda causa. El espejismo americano, podríamos llamarlo. Antes de averiguar la verdad (muy pronto), todos los que íbamos a aterrizar en el sector pensábamos que, con un continente con el que compartimos un idioma, las expectativas no podían ser mejores. Y, sin embargo, América es un simple complemento para un editor español, un lugar donde poder vender un puñado adicional de ejemplares... y gracias. A menos, claro, que seas una multinacional con sede en media docena de capitales y producción editorial local. Es frustrante no lograr que circulen las letras entre las dos orillas del Atlántico: hablamos el mismo idioma, pero leemos «a los nuestros», salvo contadísimas excepciones.

Pertenecer a un colectivo desconocido para la sociedad. Cuando me presento ante alguien, siempre se produce la siguiente secuencia de diálogo:

–Y tú, ¿a qué te dedicas?

–Soy editor

–Ah, ¡qué bonito!

(Silencio prolongado)

–¿Y qué hace un editor?

Lo que demuestra que la sociedad no sabe qué hacemos, cosa que, obviamente, no ocurre con la inmensa mayoría de los oficios: abogado, médico, astronauta o profesor. No es grave, pero sí molesto.

Lo terriblemente difícil que es ganar dinero haciendo libros. No me refiero a hacerse millonario, algo reservado en nuestro sector a algunos distribuidores y, en su momento, a los editores de libro de texto. Simplemente obtener un modesto rendimiento a lo invertido. En una editorial hay muchos «centros de gasto» y una sola vía de ingresos (simplificando). Recuerdo cómo una correctora de largo aliento me dijo una vez, al entregarme unas pruebas: «Si la gente supiera la cantidad de pasos que tiene el proceso de elaboración de un libro, se quedaría asombrada». Efectivamente, lo hacemos automáticamente porque así lo hemos aprendido y también porque hemos comprobado que es imprescindible, pero hacer un prototipo (luego hay que replicarlo, que es lo más caro) para convertirlo en un libro requiere de muchas manos y de un tiempo considerable. Y claro, hay que pagarlo.

Una de las causas principales para no dedicarse a esto son las erratas. Ya hemos visto la enorme dedicación y cuidado que aplicamos para obtener un texto impecable, y las puñeteras erratas son el enemigo número uno del editor, y por extensión de los correctores, maquetistas o impresores. Nos consolamos pensando que si hay una reimpresión podremos enmendar el error, pero sabemos que menos de un cinco por ciento de todos los libros que se publican en España (y supongo que este porcentaje no será excesivamente distinto al de otros países) no se reimprimen. Una errata es como una patada en la espinilla. Y muchas erratas en el mismo libro son como un infarto que no acaba en muerte.

Solo hace falta una razón para dedicarse al libro: cumplir el sueño de que te paguen por hacer lo que más te gusta, leer, pero también todas las demás actividades que desarrolla un editor y que no siempre se ponen en valor, además de ser desconocidas para el público: tener una idea para un libro, buscar un autor para que la lleve a cabo, editar el texto cuando llegue, redactar unos buenos paratextos, participar en el proceso de realización de una cubierta, vender, vender y vender el libro a todo el que se ponga por delante (director editorial, jefes de marketing y promoción, comerciales, libreros, periodistas o hasta tu frutero, si se deja). Y tantas otras tareas apasionantes, aunque a veces también frustrantes y tediosas, que van aparejadas con el oficio de editor.

Hace tiempo descubrí algo que me llamó la atención: aquellos que han aterrizado en el sector de manera más o menos accidental, que procedían en origen de otra actividad productiva, con poco que ver con la nuestra, sin embargo, se aferran a la edición casi sin excepciones. Quedan por saber los motivos, que seguramente serán variados y diversos según la persona, pero sí me permitió formular, tentativamente, este «principio»: nadie que haya llegado al sector editorial lo abandona voluntariamente... algo tendrá el agua cuando la bendicen.

Para terminar, una siempre socorrida cita de Churchill: «El éxito no es definitivo, el fracaso no es fatal: lo que cuenta es tener el coraje para continuar». Pues eso, a seguir.

Bárbara Mingocorrectora

He quedado con los editores de Texturas en escribir un artículo sobre el oficio de la corrección de textos, y ahora me pregunto si encontraré algo interesante que decir. Pero acabo de abrir una factura que todavía no he cobrado, para comprobar la fecha de emisión y calcular cuántos días me faltan aún para cobrarla, y muy interesante no sé si es, pero ahí ya he encontrado una manera de comenzar. El dinero es tan poco que me ha dado como una cosa aquí en el estómago, entre la desazón y la furia. Así que lo primero que diré es que la corrección se paga muy mal. Luego pienso que a veces los anticipos que reciben los propios autores de los libros son más bajos que lo que cobran sus correctores, y ya no sé qué sentir.

Para seguir con los ingresos, lo cierto es que muchos de los problemas de los correctores los padecen por ser autónomos. Pero no es sólo la tardanza en cobrar cantidades exiguas, sino también los horarios disparatados, la insensatez de aceptar todos los trabajos que se te ofrecen, la ilusión de que podremos recurrir a la bilocación, el cálculo de plazos que siempre se hace mal, y al cabo la sospecha recurrente de haber tomado, en algún momento, una decisión equivocada.

Para trabajar a toda prisa y que la tarifa por palabra valiera la pena, muchas veces he aceptado libros que me parecían muy básicos. «Me lo hago con la gorra», me decía. Pero aceptar la corrección de un libro que no respetas es un error, porque siempre se complica: el libro se venga. La distancia emocional con el libro es también intelectual. En casos así me ha costado mucho entrar en la mente del autor, he tardado demasiado en entender lo que quería decir con una frase que me parecía más bien un anacoluto. Menos mal, por un lado, te dices, que saben que alguien tiene que repasar este libro. Pero echas de menos un corrector intermedio que hubiese corregido lo que hay que corregir antes de enviar el libro a corregir. Los correctores, muchas veces, son las únicas personas que se leen los libros enteros, de modo que forman una pequeña sociedad con el autor. Pero qué gran satisfacción cuando el editor, y en ocasiones el autor, se da cuenta de las mejoras que has hecho.

Recuerdo ahora que muchas veces he pensado cuán conveniente sería que el autor, el editor y el corrector se reuniesen para hablar del libro antes de que el último se pusiese con su tarea, para estar todos seguros de lo que se pretende. Pero no merece la pena, no hay tanto dinero en juego ni tanto tiempo para hacer las cosas, y casi siempre lo que todo el mundo quiere es liquidar el asunto cuanto antes.