Texturas 53: Un relato de la edición - Antonio Basanta - E-Book

Texturas 53: Un relato de la edición E-Book

Antonio Basanta

0,0

Beschreibung

En este número de Texturas se pueden encontrar textos de Rudyard Kipling y Mark Twain, José Antonio Cordón García y María Muñoz Rico, Guillermo Schavelzon, Julien Lefort-Favreau, Pablo Cerezo, Antonio Basanta Reyes, Joaquín Rodríguez, José Antonio Millán, Martín Gómez, Ana Bustelo, Pablo E. Odell y Henry Odell, Mariana Eguaras, David Soler, Iñaki Vázquez-Álvarez, Manuel Gil, José Antonio Millán, Edgar A. G. Encina y Víctor Sarrión.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 234

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

[I]

Se juntaron Kipling y Twain

[2]

Las nuevas inquisiciones

Los libros no muerden

La independencia en las estanterías de las librerías

No, los libros no nos salvarán

[3]

La voz del editor

Un relato de la edición

Pensar la industria del libro desde la Academia

Contranarrativa de un relato

[4]

La creación juvenil de una biblioteca y su difusión en redes de amistad (años 70)

Fotografías que se vuelven portadas

Una desventaja competitiva para los autores y editores españoles

Publicidad

Recomendaciones

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Comenzar a leer

Créditos

Últimos números www.tramaeditorial.es

Colofón

[1]

Se juntaron Kipling y Twain

Rudyard Kipling

[1865-1936]

En 1889 —año en que viajó a Elmira, en el estado de Nueva York, para realizar esta entrevista—, Rudyard Kipling era un periodista de 23 años nacido en Bombay de padres británicos, que trabajaba para un periódico de Allahabad, India. A decir verdad, en aquel momento Twain no tenía ni idea de quién era su entrevistador, aunque disfrutó conociendo a Kipling. Poco después, sin embargo, Twain se convertiría en un admirador de sus libros, de los que a menudo leía fragmentos en voz alta a la familia y a los amigos. A partir de entonces, ambos escritores se mantuvieron en contacto: cuando sus viajes así se lo permitían, procuraban verse. En 1895, Twain le escribió esto a Kipling:

Me consta que está usted a punto de visitar la India. Esto me ha animado a viajar a ese lejano país para poder descargar de mi conciencia una deuda que tengo pendiente desde hace mucho tiempo. Hace años, como me confesó entonces, usted vino de la India a Elmira para saludarme y siempre ha sido mi propósito devolverle la visita y ese gran cumplido. Por consiguiente, llegaré el próximo enero y debe estar preparado. Vendré montado en un ayah con los colmillos adornados con campanillas y aros de plata y escoltado por una tropa de howdahs nativos, ricamente vestidos, a lomos de una manada de bungalows salvajes. Y usted deberá tener a mano unas cuantas botellas de ghee, porque sospecho que llegaré con sed.

Twain y Kipling recibieron sendos títulos honoríficos en una ceremonia celebrada en Oxford en 1907.

entrevista con mark twain1

Rudyard Kipling

Como grupo, dais pena. Sí, es cierto que algunos ostentáis el cargo de comisariado, y otros el de vicegobernador, y algunos tenéis el V.C., y otros disfrutáis del privilegio de pasear por el Mall del brazo del Virrey, pero en esta gloriosa mañana he sido yo quien se ha reunido con Mark Twain, yo quien le ha estrechado la mano y yo quien se ha fumado un puro —no, dos puros— con él. A decir verdad, ¡he hablado con él durante más de dos horas! Que quede claro: no os desprecio, por supuesto que no. Sólo siento lástima por vosotros, del Virrey en adelante. De modo que, para aplacar vuestra envidia y demostraros que aún os considero mis iguales, os lo contaré todo con pelos y señales.

Al llegar a Buffalo me soplaron que estaba en Hartford, Connecticut, y una vez allí me dijeron «tal vez se haya ido de viaje a Portland», y más tarde un tamborilero grande y gordo me juró que el gran hombre y él eran uña y carne, y que Mark estaba pasando el verano en Europa, información que me alteró tanto que me embarqué en el tren equivocado y el revisor me puso de patitas en la calle a más de un kilómetro de la estación, en mitad de un desierto de vías férreas. ¿Alguna vez, cargados con el abrigo y la maleta, habéis tratado de esquivar locomotoras de mentalidad diversa mientras el sol os ciega la vista? Ah, no, olvidaba que jamás habéis visto a Mark Twain, ¡gente de poca monta!

A salvo de las fauces de la bestia ferroviaria, vagué sin ton ni son hasta que un extraño me dijo:

—El lugar que buscas es Elmira. Elmira, en el estado de Nueva York, lo que significa que está en este mismo estado y no a trescientos kilómetros de aquí —y añadió, en un comentario que podría haberse guardado para sí—: Apúrate, Kelley, apúrate.

Apurado, monté en un tren de la línea West Shore hasta la medianoche, para acabar en la puerta de un hotel de mala muerte en Elmira. Y sí, allí lo sabían todo sobre «ese tal Clemens», pero a decir verdad sospechaban que no estaba en el pueblo y que sin duda se había largado hacia el este, vaya usted a saber. Sería mejor que hasta el día siguiente me armara de paciencia, pues por la mañana podría buscar al cuñado de «ese tal Clemens», un tipo que al parecer se dedicaba al carbón.

La idea de ir en pos de media docena de parientes por una localidad de treinta mil habitantes para averiguar el paradero de Mark Twain me quitó el sueño. Por la mañana pude por fin ver Elmira, un paraje de calles atravesadas por las vías del tren, cuyas zonas residenciales se especializaban en la fabricación de marcos de puertas y ventanas. Estaba rodeada de pequeñas colinas espesas y agradables, bordeadas de bosques y coronadas de cultivos. El río Chemung, que corría por toda la localidad, acababa de inundar algunas de sus vías principales.

El hotelero y el telefonista me aseguraron que el tan ansiado cuñado también andaba de viaje, de modo que nadie más parecía saber dónde residía «ese tal Clemens». Más tarde descubrí que no había veraneado en aquel lugar desde hacía más de diecinueve años, por lo que, al menos sobre el papel, era un recién llegado.

Un amable policía me contó que el día anterior había visto a Twain o a «alguien muy parecido a él» conduciendo una calesa. Aquello me produjo una deliciosa sensación de proximidad. Imaginad vivir en una población donde puedes ver al autor de Las aventuras de Tom Sawyer, o a «alguien muy parecido a él», recorriendo las calzadas en calesa.

—Vive allá, en East Hill —añadió el agente— a cinco kilómetros de aquí.

Y ahí comenzó la carrera, en un coche alquilado, por una horrenda colina donde los girasoles florecían junto a la carretera y la brisa columpiaba los cultivos, y las vacas de portada de Harper’s Magazine se erguían con brío y cierto garbo, con el trébol cubriéndoles las patas, en una estampa lista para ser transferida al fotograbado. Al parecer, nuestro gran hombre se habría visto acosado por extraños y sin duda decidió huir a la colina en busca de refugio.

Al poco, el conductor se detuvo ante una miserable y pequeña chabola de madera blanca, y preguntó:

—¿El señor Clemens?

«Comprendo que es un pez gordo y todo eso», me explicó mi chofer, «pero de todos modos nunca se sabe qué ideas se les meten en la cabeza a ese tipo de hombres, para acabar viviendo en un sitio así».

Allí apareció una joven que dibujaba cardos y varas de oro, en mitad de una pradera rebosante de ambas especies, y ayudó a nuestra peregrinación a llegar a buen puerto.

—Vive en una bonita casa gótica a mano izquierda, un poco más adelante.

—Gótica mis... —replicó el conductor—. Muy pocos visitantes de la ciudad toman este camino, sobre todo si saben que vienen aquí.

Y me miró con cierta sorna.

Era una casa muy bonita, cubierta de hiedra, aunque todo menos gótica. Estaba situada en una gran parcela y tenía un porche lleno de sillas y hamacas, cuyo tejado era en realidad un amasijo de enredaderas, y los rayos de sol que las atravesaban hacían destellar las tablas del suelo.

A todas luces, este remoto lugar era ideal para trabajar, si es que un hombre podía trabajar entre la suave brisa y el murmullo de los cultivos de cereales.

Apareció de repente una señora bregada en estas lides, acostumbrada a tratar con forasteros alborotadores:

—El señor Clemens acaba de salir para el pueblo. Está en casa de su cuñado.

De modo que ahí lo teníamos, a tiro de piedra, por lo que la carrera no había sido en vano. Pusimos pies en polvorosa y el conductor, girando el volante y maldiciendo a un volumen audible, nos llevó al pie de aquella colina sin mayores percances. Fue en la pausa que aconteció entre el instante en que toqué el timbre del hogar del cuñado y el instante en que obtuve respuesta cuando se me ocurrió por primera vez que Mark Twain bien podría tener compromisos distintos a entretener a lunáticos fugados de la India, por muy llenos de admiración que estuvieran. Para colmo, en casa ajena... ¿qué había venido yo a hacer o a decir? Supongamos por un instante que el salón hubiera estado lleno de gente, o mejor supongamos que hubiera habido un niño enfermo, ¿cómo iba yo a explicarle que sólo quería estrecharle la mano?

Entonces sucedieron algunas cosas, y en este orden. Vi un gran salón en la penumbra, una butaca enorme, un hombre con ojos, una melena canosa, un bigote castaño que cubría una boca delicada como la de una mujer, una mano fuerte y recia que estrechaba la mía, y la voz más pausada, templada y sencilla del mundo que me decía:

—Vale, de modo que usted cree que me debe algo y ha venido a decírmelo. Eso es lo que yo llamo saldar una deuda de forma pródiga.

¡¡Puff!! Tomó una calada de una pipa de mazorca (siempre he dicho que una pipa de espuma de mar de Misuri era lo mejor que se podía fumar en el mundo), y en menos que canta un gallo Mark Twain se había acurrucado en el butacón y yo fumaba reverentemente, como corresponde a quien se encuentra en presencia de un superior. Lo primero que me llamó la atención fue que se trataba de un anciano; sin embargo, tras meditarlo un instante, cambié de opinión, pues tras cinco minutos de mirarme con aquellos ojos vi que las canas eran de hecho un accidente de lo más trivial y que a decir verdad parecía bastante joven. Nos estrechamos la mano. Ahí estaba yo, fumando un puro y oyendo hablar a ese hombre, al que había aprendido a adorar y admirar a veintidós mil kilómetros de distancia.

Al leer sus libros me había esforzado por hacerme una idea de su personalidad, pero pronto descubrí que todas mis nociones preconcebidas eran erróneas y no le llegaban a la suela del zapato. Bienaventurado el individuo que no se desilusiona cuando se topa cara a cara con un venerado escritor. Era aquel un instante para el recuerdo: ni la captura de un salmón de seis kilos habría estado a la altura. Me acababa de reunir con Mark Twain, y él me trataba como si, bajo ciertas circunstancias, estuviera en presencia de un igual.

Entonces caí en la cuenta de que estaba debatiendo el asunto de los derechos de autor. Esto es, por lo que recuerdo, lo que dijo. Prestad atención a las palabras del oráculo transmitidas a través de este indigno médium. Jamás podréis imaginar el espléndido y pausado trajinar de su voz, la mortal gravedad de su semblante, el pintoresco encogimiento de su cuerpo, con un pie apoyado en el brazo del butacón y la pajiza pipa apretada en la comisura de la boca, mientras con la diestra se acariciaba despreocupado el cuadrado mentón...

—¿«Derechos de autor»? Algunos hombres tienen principios y otros tienen... en fin. Vamos a suponer que todo editor es una persona. No nace así: lo crean las circunstancias. Algunos editores tienen principios. Al menos, los míos los tienen. Me pagan por las producciones en lengua inglesa de mis libros. Cuando usted oiga parlotear a alguien, asegurando que hay quien piratea obras de Bret Harte y de otros autores e incluso mis propios libros, aconséjele que se cerciore de estar en lo cierto. Creo que descubrirá que mis libros se pagan. Siempre ha sido así.

»Recuerdo a un editor sin principios, tremendo. Quizá ya haya muerto. Solía llevarse mis relatos cortos; digo «llevarse», porque no puedo manifestar que los robara o que los pirateara. No, lo suyo era de no creer. Cogía mis relatos de uno en uno y los convertía en un libro. Si yo escribía un ensayo sobre odontología o teología o cualquier cosita de ese tipo —un ensayo así de largo (indicó unos tres centímetros, haciendo un gesto con el dedo), un ensayo de cualquier tipo—, aquel editor me lo corregía y mejoraba.

»Acto seguido, conseguía que otro le escribiera algo más o que lo recortara exactamente como lo requerían sus necesidades. Y luego, con ese pequeño ensayo y algunas cosas ajenas que metía de relleno, publicaba un libro titulado La odontología de Mark Twain. Y con la teología hacía otro libro, y así sucesivamente. Aquello jamás me pareció justo. Era una afrenta. Pero ahora está muerto, creo. No lo maté yo.

»Se escuchan muchas majaderías sobre los derechos de autor internacionales. La forma correcta de abordar los derechos de autor es equiparándolos en todo a los bienes raíces. Y en todos los sentidos.

»Sólo así se dilucidará el asunto que nos ocupa. Si el Congreso estadounidense promulgara una ley para que la vida de un hombre no se prolongara más allá de los ciento sesenta años, nos partiríamos de risa. Dicha ley no afectaría a nadie. Nadie se sometería a la jurisdicción del juzgado. Pues bien, ponerle fecha de caducidad a los derechos de autor viene a ser tres cuartos de lo mismo. Ninguna ley puede hacer que un libro viva o muera antes de que le llegue la hora.

»Tottletown, en California, era una localidad de nuevo cuño, con una población de tres mil habitantes, con bancos y parques de bomberos, con edificios de ladrillo y todas las mejoras de la vida moderna. Un municipio que existió, que floreció y que a la postre desapareció de la faz de la tierra. Hoy, ningún hombre encontrará ningún vestigio de Tottletown en California. Se ha extinguido. Pero Londres sigue existiendo. Digamos entonces que Bill Smith, el autor de un libro que apenas se leerá el año que viene, es un solar en Tottletown y que William Shakespeare, cuyas obras se leen a mansalva, es un inmueble en Londres. Dejemos que, al igual que el difunto señor Shakespeare, Bill Smith tenga un control tan completo sobre sus derechos de autor como el que tendría sobre sus bienes inmuebles. Que se lo juegue a los dados, que se lo beba o que lo done a la iglesia. Y que sus herederos y cesionarios adopten un mismo proceder.

»De vez en cuando debo viajar a Washington para asistir a una de esas comisiones encargadas de transmitir este tipo de puntos de vista al Congreso. Porque el Congreso refina su postura en contra de los derechos de autor internacionales tomando argumentos de fuentes que se lo dan todo mascado, aunque a decir verdad no resulta muy contundente. Por tanto, le expuse a uno de los senadores mi analogía con el sector inmobiliario. Me dijo:

—Supongamos que un hombre ha escrito un libro que durará toda la eternidad.

—Ni usted ni yo viviremos para verlo —aduje entonces—, pero vamos a suponer que sí. Vale, ¿entonces qué?

—El caso es que quiero proteger al mundo contra los herederos y cesionarios de ese hombre —repuso él—, digo, por seguir usando su teoría.

—Usted piensa que el mundo carece de sentido comercial. Pero ese libro que durará hasta la eternidad no podrá mantenerse artificialmente con precios inflados. Siempre habrá ediciones muy caras y muy baratas publicándose a la vez.

»Pensemos, por poner un ejemplo, en las novelas de Sir Walter Scott —continuó Mark Twain, volviéndose ahora hacia mí—. Cuando estaban protegidas por los derechos de autor, yo compraba las ediciones más caras que podía permitirme, porque me gustaban. Sin embargo, la misma editorial también vendía ediciones al alcance de todo hijo de vecino. Dado que contaban con aquellas propiedades inmobiliarias y no tenían un pelo de tontos, sabían que una parte de la parcela podía explotarse como mina de oro, otra como huerto y otra como cantera de mármol. ¿Lo ves?»

Lo que yo veía, tan claro como el agua, era cómo Mark Twain se sentía obligado a defender la sencilla proposición de que un hombre tiene tanto derecho al trabajo que realiza devanándose los sesos (¡pensad en la herejía que supone esto!) como al trabajo que realiza con sus manos. Cuando el viejo león ruge, los cachorros gruñen. Y así gruñí yo, asintiendo, y la conversación se prolongó, fluyendo ahora de los libros en general a los suyos en particular.

Envalentonado, y sintiendo que tenía el apoyo de varios cientos de miles de personas, le pregunté si Tom Sawyer se había casado con la hija del juez Thatcher y si alguna vez íbamos a oír hablar de él como hombre adulto.

—Aún no lo he decidido —comentó Mark Twain, levantándose, llenando la pipa y caminando de un lado a otro de la habitación, calzado con unas pantuflas—. Se me han ocurrido dos formas distintas de escribir la secuela de Tom Sawyer. En una lo haría granjearse honores y asistir al Congreso, y en la otra lo ahorcaría. Así los amigos y los detractores del libro podrían elegir con cuál se quedan.

Aquí perdí por completo toda consideración y desestimé cualquier teoría que implicara algo así: al menos en lo que a mí respecta, afirmé entonces, Tom Sawyer es real.

»Sí, por supuesto que es real —repuso Mark Twain—. De hecho, es la suma de todos los muchachos que he conocido o que recuerdo, pero no hay duda de que ésa sería una buena manera de terminar el libro —comentó, para añadir luego, dándose la vuelta—, porque, cuando se piensa en ello, ni la religión, ni la formación, ni la educación sirven para frenar el embate de las circunstancias que zarandean a toda persona. Supongamos que tomamos los siguientes cuatro años, o las siguientes dos décadas, de la vida de Tom Sawyer, y agitamos un poco las circunstancias que lo controlan. Como es lógico, a resultas de darle un meneo en una dirección u otra acabará siendo o un gañán o un ángel.

—¿Está usted seguro?

—Sí, creo que sí. ¿No es así como se denomina al azar?

—Vale, pero usted no puede darle dos meneos y mostrar el resultado, porque ya no es de su propiedad. Ahora nos pertenece a todos.

Se echó a reír, con una carcajada grandiosa y saludable, para acto seguido disertar sobre cómo a todo hombre le asiste el derecho a hacer lo que le venga en gana con las creaciones de su propia cosecha —perorata que, por ser un asunto de mero interés profesional, omitiré aquí misericordiosamente.

Volviendo a sentarse en el butacón, y abordando el tema de la verdad en la literatura, afirmó que la autobiografía era la única obra en la que un hombre, incluso contra su voluntad y a pesar de todos sus esfuerzos por ocultarlo, se revelaba al mundo tal como es.

—Pero buena parte de su vida en el Misisipi es autobiográfica, ¿no? —le pregunté.

—Tan autobiográfica como puede mostrarse un hombre al escribir para un libro y sobre sí mismo. Aunque creo que, en el caso de una autobiografía legítima, es imposible que una persona logre decir la verdad sobre sí mismo, igual que es imposible que evite impresionar al lector con la verdad que afirma exponer.

»En una ocasión realicé un experimento. Tomé a un amigo mío, un hombre muy dado a decir la verdad en todo momento, un tipo al que no se le ocurriría jamás soltar una trola, y le animé a escribir su autobiografía, para su propia diversión y la mía. Así lo hizo. Aquel manuscrito habría ocupado un volumen en octavo, pero, siendo el hombre bueno y sincero que era, lo cierto es que en cada detalle de su vida que yo conocía resultó ser también, al menos sobre el papel, un mentiroso formidable. No podía evitarlo.

»Escribir la verdad sobre uno mismo no está en la naturaleza humana. Aun así, todo lector se lleva una impresión general de una autobiografía y decide si el individuo en cuestión es un cantamañanas o un buen hombre. Dicho lector no alcanzará a poder explicar por qué se ha forjado esa opinión, igual que uno no acierta a explicar por qué una mujer le ha parecido encantadora cuando ya no recuerda ni su pelo, ni sus ojos, ni su dentadura, ni su figura. En todo caso, la impresión que se lleva el lector es siempre correcta.

—¿Se le ha pasado por la cabeza escribir una autobiografía?

—Si lo hago, será para emular a los que me precedieron en la pretensión de hacerme pasar por el mejor hombre posible, al narrar cada minucia en la que de veras se me haya visto el plumero. Y como a ellos, a mí también me saldrá el tiro por la culata a la hora de intentar colar a mis lectores algo que no sea la pura verdad.

Como no podía ser de otra manera, esto nos llevó a abordar el tema de la conciencia. Y aquí Mark Twain afirmó, con poderosas palabras que conviene recordar:

»La conciencia es un incordio. La conciencia es como un niño. Si le haces carantoñas, si juegas con ella, si le consientes cualquier capricho, se convertirá en una mimada y a partir de ahí no dejará de meter la nariz en todos tus regodeos y en la mayoría de tus penas. Uno debe tratar a su conciencia como haría con cualquier otra cosa. Cuando se te suba a las barbas, dale unos azotes. Sé severo con ella, discute con ella, impídele que venga a jugar contigo a todas horas. Así te asegurarás una buena conciencia, es decir, una conciencia domada y educada. Una conciencia consentida te amargará todo placer a tu alcance. En mi caso, creo que la he llamado al orden. Aunque a decir verdad hace tiempo que no sé nada de ella. Tal vez la haya rematado, al mostrarme severo en exceso. Está mal matar a un niño, aunque, a pesar de todo lo que acabo de afirmar, lo cierto es que una conciencia difiere de un niño en muchos aspectos. Quizá sea mejor que haya pasado a mejor vida.

Aquí reflexionó —en la medida en que un individuo puede abrirse a un extraño— sobre sus primeros años y sobre su educación, y sobre cómo el ejemplo de sus padres había sido una buena influencia. Hablaba siempre a través de los ojos, que bajo las pesadas cejas arrojaban un destello de luz, y al poco rato cruzaba la habitación con paso ligero, como el de una muchacha, para mostrarme algún que otro libro, para acto seguido reanudar su paseo de un lado a otro de la estancia, dando caladas a la pipa de mazorca. Yo hubiera dado un brazo por tener el arrojo necesario para exigirle que me regalara aquella pipa, cuyo valor de compra no pasaba de cinco centavos. Comprendí entonces por qué ciertas tribus salvajes deseaban ardientemente conservar el hígado de los hombres valientes muertos en combate. Aquella pipa me habría aportado, quién sabe, un indicio de su aguda percepción del alma de los hombres. Pero como no la soltaba no había forma de birlársela.

En un momento dado me puso la mano en el hombro y fue como si me hubiera otorgado la enseña de la Estrella de la India, con su seda azul, sus trompetas y sus joyas de diamantes, todo al completo. Si en lo sucesivo, en los vaivenes y azares de esta vida mortal, me arruino sin remedio, le contaré al superintendente del albergue que Mark Twain me puso una vez la mano en el hombro, y él me asignará una habitación para mí solo y una ración doble de tabaco para indigentes.

—Nunca leo novelas —afirmó—, salvo cuando una persecución popular me obliga a ello, cuando la gente me acosa para indagar qué opino del último libro que está leyendo todo hijo de vecino.

—¿Y cómo le afectó la última persecución?

—¿Te refieres al libro de Robert? —preguntó.

Asentí con la cabeza.

—Lo leí, por supuesto, por su brillante factura. Eso me llevó a pensar que había descuidado las novelas durante demasiado tiempo, que en las estanterías podría haber muchos libros con un estilo tan elegante, así que empecé a leer novelas otra vez. Ahora lo he abandonado, porque a decir verdad no me divertía. Pero en lo que respecta a Robert, el efecto que me produjo fue exactamente el mismo que si un cantante de baladas callejeras escuchara una excelente música de órgano en una iglesia. No te paras a preguntarte si la música que acabas de escuchar es legítima o necesaria. La escuchas, y te gusta lo que oyes. Aquí hablo de la elegancia y la belleza del estilo.

»Verás —prosiguió—, para sus adentros, cada hombre tiene una opinión formada sobre un libro en particular. Pero ésa es mi opinión privada. De haber vivido al principio de los tiempos, antes de condenar abiertamente a Caín me habría preocupado por saber cuál era la opinión popular sobre el asesinato de Abel. Como es natural, tendría mi propia opinión sobre el tema, pero me cuidaría muy mucho de difundirla a los cuatro vientos. De modo que ahí tienes mi opinión privada sobre el libro en cuestión. Eso sí, desconozco cuál es exactamente mi opinión pública sobre el tema. Tampoco creo que se caiga el mundo por ello.

Se recostó en la butaca y cambió de tema.

»Paso nueve meses al año en Hartford. Hace tiempo que me convencí de que durante esos nueve meses no lograré jamás acabar nada. La gente viene y llama a la puerta. Llaman a todas horas, para interesarse por todo lo habido o por haber. Un día se me ocurrió hacer una lista de las interrupciones que sufría. Empezaba así:

Llegó un tipo que se negaba a ver a nadie que no fuera el Sr. Clemens. Era un agente de reproducciones en fotograbado de cuadros del Salón. El caso es que rara vez uso fotos del Salón en mis libros.

Acto seguido, otro hombre, que también se negaba a ver a nadie más que al Sr. Clemens, vino a obligarme a escribir a Washington sobre un tema concreto. Lo recibí. También recibí a un tercer hombre, y luego a un cuarto. Para entonces ya era mediodía. Me había cansado de llevar la cuenta. Deseaba descansar.

Pero el quinto hombre era el único de todos con tarjeta de visita. Me la hizo llegar. La tarjeta decía: «Ben Koontz, Hannibal, Misuri». Yo me crié en Hannibal. Ben era un viejo compañero de escuela. En consecuencia, abrí la casa de par en par y me abalancé con los brazos abiertos sobre un hombre grande, gordo y grueso, que no era el Ben que yo había conocido, ni nada que se le pareciera.

—¿Eres tú, Ben? —le pregunté—. Has cambiado mucho en los últimos dos años.

—Bueno, no soy Koontz exactamente —respondió el gordo—, pero lo conocí en Misuri, y me pidió que por favor le llamara, y me dio su tarjeta, y [aquí representó una pequeña escena para mi beneficio] si es tan amable de esperar un minuto hasta que pueda sacar los prospectos, aunque no soy Koontz exactamente, sí viajo con el modelo de pararrayos más completo que ha visto jamás.

—¿Y qué pasó? —pregunté, encandilado.

—Bueno, le di con la puerta en las narices. No era Ben Koontz, no exactamente, no era mi antiguo compañero de escuela, aunque yo le había estrechado ambas manos por amor, y... un tipo que vendía pararrayos se me acababa de colar en mi propia casa.

»Como te iba diciendo, en Hartford trabajo muy poco. Vengo aquí tres meses cada año, y trabajo cuatro o cinco horas al día en un estudio que hay en el jardín de esa casita de la colina. Por supuesto, no me opongo a dos o tres interrupciones. Cuando un hombre está en plena actividad, estas minucias no le afectan. Aunque ocho, diez o veinte interrupciones sí retrasan la tarea.»

Yo me moría de ganas por hacerle todo tipo de preguntas impertinentes, como cuál de sus obras era su preferida, etcétera, pero, atento a su mirada, no me atreví. Volvió a hablar y, humillando la testa, le escuché atentamente.

Lo que estaba sobre el tapete era un asunto de ingenio mental y aún sigo preguntándome si quiso decir lo que dijo.

»Si he de ser sincero, nunca me ha interesado la ficción, ni los libros de relatos. Lo que me gusta leer son datos y estadísticas de cualquier tipo. Aunque sólo sean datos sobre la cría de rábanos, me interesan. Ahora mismo, por ejemplo, antes de que entraras por esa puerta —y ahí señaló una enciclopedia que había en la estantería—, estaba leyendo un artículo sobre matemáticas. Sobre matemáticas perfectamente puras.

»Mis conocimientos de matemáticas no van más allá del ‘doce por doce’, pero he disfrutado inmensamente de ese artículo. No he entendido ni una palabra; pero los datos, o lo que un hombre cree que son datos, resultan siempre apasionantes. Ese matemático creía en sus datos. Yo también. Primero consigue unos datos, y acto seguido [aquí, su voz se fue apagando hasta convertirse en un silbido apenas audible] podrás distorsionarlos a tu antojo.»