The Empire - João Valente - E-Book

The Empire E-Book

João Valente

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Beschreibung

La historia de The Empire tiene la inusitada cualidad del amor a primera vista. Ese amor que casi nunca sucede, pero que cuando sucede tiene la fuerza de un maremoto y barre con todo a su alrededor. João Valente nos lleva en un viaje nostálgico a través de la vida de cuatro muchachos cuyo deseo de hacer música era más grande que otra cosa en el mundo. La historia de la música rock del siglo XXI recibe a un supergrupo nacido de una curiosa coincidencia. ¿Quiénes eran The Empire? Mário, en voces y guitarra; Ricardo, en la guitarra; Tiago, en la batería; y Eddie en el bajo: cuatro amigos que se conocieron por casualidad y vivieron un sueño poco convencional, que jugaron el juego lo mejor que pudieron y que fueron lanzados a la arena sin saber a lo que se enfrentarían. Durante años trabaron una lucha desigual con el destino, y esta es la crónica de esa lucha. ¿Ganaron? Es momento de hacer rewind.

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La primera década del siglo XXI fue testigo de un huracán que convulsionó el mundo de la música. Bastaron solo once años para que The Empire conquistara el muy codiciado título de «leyenda del rock». Vendieron millones de discos, abarrotaron cientos de auditorios en todo el planeta y recibieron los principales premios de la industria fonográfica. Sin embargo, aun con la enorme exposición que se les dió, hay una pregunta que quedó sin respuesta: ¿Quiénes son en realidad los The Empire?

Para la realización de esta biografía se entrevistó a decenas de personas, incluidos los propios músicos, su familia y amigos; se recabaron cientos de artículos de revistas, periódicos, blogs, sitios web y programas de televisión. Muchas de las fuentes que ayudaron a (re)construir esta historia pidieron permanecer en el anonimato. Este relato pretende ser fiel a esa voluntad. Su interpretación dependerá de cada lector.

PRÓLOGO

La noche del 2 de diciembre de 2003 Ricardo Gomes atravesó una prueba de fuego que no pudo superar.

Acostado en el suelo de una sala sin muebles trataba de acordarse del concierto más reciente de The Empire. Estaba en su casa de Lisboa, pero lo que le rondaba la cabeza era el recuerdo de un escenario cualquiera en Nueva York. Los acordes de «My Conversation With Lady Death» narraban una historia, y él la repetía de forma mecánica, como un trovador. Parecía haber olvidado que la historia que contaba aquella canción era la suya. Ese ritual se repetía desde hacía dos años. Al final de la noche los gritos y las voces del público cantando con diferentes acentos se mezclaban con los olores a sudor, tabaco y cerveza. Pero Ricardo no hacía caso del alboroto en el escenario. La idolatría inmerecida le salía sobrando.

Al poco rato estos recuerdos fueron sustituidos por las voces confusas de quien lo rodeaba. La letra de la canción se volvió premonitoria. Ricardo, perdido en la noche lisboeta, alcanzó a percibir el olor a madera quemada. Frente a él, en lugar de la multitud delirante, estaban los rostros alarmados de los bomberos que lo rescataban de un departamento en llamas. A continuación vinieron las miradas inquisidoras de los vecinos: fisgones, criticones, chupasangres.

—Hello? A Jimmy Duncan se le olvidó que estaba en Lisboa y que debía hablar en su mal portugués— Fuck! ¿Él está bien? Voy para allá. No hablen con nadie. ¡Con nadie!, ¿oyeron?

El escocés saltó fuera de la cama, se puso la ropa arrugada que encontró más a la mano y salió hacia la casa de Ricardo. Las luces de los bomberos y de la policía le dieron la bienvenida. Encontró al guitarrista acostado en una camilla, recibiendo los primeros auxilios. El paramédico le advirtió que no hablaran mucho.

Ricardo percibió lo que seguro pasaba por la mente de su mánager y lo tranquilizó: el incendio había sido accidental, no había intentado suicidarse. Al menos no de manera consciente. Duncan quiso saber si había consumido. «¿Eso qué importa?», le preguntó Ricardo. ¿Acaso no lo habían dejado solo? ¿No era un miserable payaso del circo en el que se había convertido The Empire? Duncan iba a responderle, pero el paramédico lo sacó a empujones de la ambulancia y acabó con la conversación. El mánager se tragó dos Vicodin y sacó la billetera. La policía y los bomberos acordaron declarar un director’s cut de lo sucedido. «Amo Portugal», pensó luego de entregarles un cheque de cinco cifras. Garantizó a los vecinos que todos los gastos serían cubiertos por la Aberdeen Records, y que Ricardo Gomes nunca más regresaría ahí. El comunicado que llegó a los escritorios de los editores de música de las principales redacciones del mundo era un case study de control de daños:

Un cigarro encendido casi acaba en tragedia. Richie Gomez,* guitarrista de The Empire, se encuentra hospitalizado para recuperarse de complicaciones respiratorias y de quemaduras ligeras, resultado del incendio ocurrido el día de ayer por la noche en su casa de Lisboa. La policía reveló que el origen del incendio fue un corto circuito [...]

The Empire era una máquina de hacer dinero que viajaba a alta velocidad directo a un precipicio. Los críticos, que nunca los recibieron de brazos abiertos, afilaban sus cuchillos para el día del ajuste de cuentas. Paul Simpson publicó un artículo en la Sound Machine de diciembre de ese año donde conjeturaba el final de la banda después de la tragedia que los había devastado:

Es posible que nunca se sepa la verdad acerca de los acontecimientos del 24 de noviembre. Tal vez no haya culpables por lo que sucedió, o tal vez nunca salgan a la luz. Sin embargo, los The Empire conocen la verdad y se comportan como si ellos fueran los responsables de la tragedia. El ritual cotidiano de autodestrucción que practican anuncia su disolución. En nuestra memoria quedarán media docena de canciones razonables y un enorme despliegue de fuegos artificiales que hicieron ruido, iluminaron la noche y desaparecerán en un ápice.

Si esos críticos supieran, si tan siquiera soñaran que el incendio en casa de Ricardo fue provocado por la vela que usaba para calentar heroína, y que el guitarrista se había desmayado en el piso de su sala, irían corriendo a esculpir una lápida para The Empire.

¿Qué partida cruel tenía reservada el destino para Ricardo, Mário, Tiago y Eddie? Se había dado a la tarea de suscitar el encuentro casual de cuatro desconocidos. Se había ocupado de que se hicieran amigos. Más todavía: los había convertido prácticamente en hermanos. Después les mostró un sueño irrealizable y les hizo creer que podían vivir ese sueño.

La aventura comenzó en callejones oscuros. Poco a poco las calles mal iluminadas dieron paso a otras, más limpias. Por fin llegaron a las grandes avenidas iluminadas con luces de neón. Cuando se acostumbraron a esa luz artificial que suele encandilar a los recién llegados, el destino, vestido con la capucha del verdugo, les mostró aquello que desconocían: que las seductoras avenidas esconden grandes cañerías deseosas de acoger a quienes tengan el infortunio de caer en ellas. Porque por amplias que sean esas avenidas no hay espacio para todos. Por cada nuevo transeúnte maravillado que llega, hay un peón que ya tuvo su oportunidad y tendrá que partir.

¿A qué estaba jugando con ellos el destino? ¿Se aprovechaba de la juventud, de la inmadurez y el asombro de cuatro amigos solo para divertirse? ¿Lograrían los The Empire mantener su identidad, su alma y, sobre todo, su amistad, o serían consumidos por las llamas voraces de la fama? El incendio que casi mató a Ricardo era una metáfora de los desafíos que los amenazaban. Ellos jugaban el juego lo mejor que podían, pero desconocían sus reglas. Los lanzaron a la arena sin saber a lo que se enfrentarían. Durante años trabaron una lucha desigual con el destino, y esta es la crónica de esa lucha. ¿Ganaron? Es momento de hacer rewind.

Notas:

* Richie Gomez es el nombre americanizado de Ricardo Gomes. A pesar de que la mayoría de las personas lo conocen por Richie Gomez, decidió mantener su nombre original, excepto cuando la ocasión ameritara su alteración. [N. del A.]

1.

B I G M A M M A,

F A T P U S S Y

1 9 9 8 - 2 0 0 0

Una buena canción de rock comienza siempre con una intro seductora, acordes poderosos, percusiones in crescendo, un saborcito que anuncia lo que viene para llamar la atención de quien escucha.

Entrevista de Richie Gomez para Guitar World:Los ocho momentos de una canción de rock

Grupos de chicos corrían para llegar a la portería del campo de futbol. En las bancas del jardín, en las escaleras y en los muros se agrupaban los muchachos entre montañas de mochilas, chamarras y abrigos.

Cerca del estacionamiento de las motonetas, dos amigos que casi parecían gemelos —vestidos de negro, con el cabello largo, desaliñados— compartían un cigarro, aun cuando estuviera estrictamente prohibido fumar en la escuela. Mientras fumaban trataban de llegar a un consenso acerca de cuál era el mejor disco de Pearl Jam. ¿Sería Ten o Vitology?

El timbre para regresar al salón de clases interrumpió la conversación y les impidió forjar otro cigarro. Mário y Ricardo se entendían bien. Se vestían de la misma manera, amaban la misma música y se pasaban los días fumando y escuchando cassettes o discos de todas las bandas de rock a las que podían echar mano. No eran muy distintos de tantos otros adolescentes que crecían en los suburbios de Lisboa en los años noventa, navegando entre la pobreza y la clase media, con padres ausentes y acostumbrados a hacer de la calle su hogar. Mário Andrade se acuerda de esos tiempos:

Mi walkman era mi mayor tesoro. Fue un regalo de unos tíos que emigraron a Francia. Me lo dieron la única vez que vinieron a vernos para demostrarle a mi padre que tenían mucho dinero. Gracias a él podía escapar de un mundo que no comprendía y que no me gustaba. Era como si tuviera un muro en los oídos que me permitía estar tranquilo, aislado de todo y de todos.

Por esas fechas se pasaba las tardes en la Virgin Megastore de la Plaza de los Restauradores. La enorme tienda le permitía oír los discos en los múltiples puntos de escucha distribuidos por todo el edificio, algo innovador para esos tiempos. Los escuchaba de principio a fin, siempre con el volumen al máximo:

Alcanzaba a percibir todos los detalles de la música, la singularidad de cada instrumento. Era capaz de oír la misma canción cinco o seis veces seguidas para entender una línea de bajo o las entradas de la batería.

Mário era pobre. No hay otra manera de decirlo. Comprar un CD, por ejemplo, era un lujo inalcanzable para él. Grababa horas de música en cassettes y con frecuencia robaba discos. Lo atraparon unas cuantas veces, pero las cosas siempre se resolvieron. Lo llevaban a un corredor de la parte de atrás, donde los de seguridad le daban unos coscorrones antes de sacarlo a la calle a patadas. Nunca llamaban a la policía. Él también prefería que fuera así.

La música se volvió su mejor amiga, alguien en quien confiaba y con quien se sentía a gusto. Mientras se perdía en los solos de guitarra de Angus Young e imaginaba el comportamiento alocado de Steven Tyler en el escenario, se olvidaba de su ropa rasgada, de la televisión sin señal y de las golpizas que no le perdonaba su padre borracho para celebrar la llegada de un fin de semana más.

Aun cuando Mário no lo comprendiera en ese momento, los abusos de los que fue víctima en su infancia tuvieron una influencia determinante en su manera de ser. La constante necesidad de sentirse admirado, la inseguridad ante las críticas o la sucesión de modelos que desfilaban en su cama eran respuestas inconscientes a una época de privaciones materiales y afectivas.

La portada de New Musical Express en que los The Empire se presentaban desnudos en un sillón rojo se volvió mítica. En su interior, la entrevista a la banda ayudó a derribar muchos de los rumores que los rodeaban. Por primera vez los músicos mostraron su versión de la historia. También hablaron de la sombría infancia de Mário:

Ahora entiendo que la música me servía para evadirme del mundo. Todo lo que me rodeaba era una mierda. Es difícil ser feliz cuando tienes hambre. Cuando sabes que tienes hambre porque el cabrón de tu padre se gastó el dinero de tu comida en tragos y putas. Te sientes completamente solo. Mi vida era así… Era pobre, mi padre me pegaba por todo y por nada, me hacían burla en la escuela… Con la música todo eso desaparecía. Durante tres o cuatro minutos era solo yo y la canción. No existía nada más. La música no quería saber si yo era rico o pobre, bonito o feo. Se fue convirtiendo en un vicio. Cuando terminaba una cinta quería otra y otra. Era capaz de pasar los días enteros en esto. Era mi droga.

De aficionado a desear ser protagonista fue un pequeño paso. Comenzó a soñar con convertirse en estrella de rock, con tener frente a él un público de miles de personas, un disco en primer lugar de la lista de éxitos y la vida loca que le estaría reservada. El plan estaba trazado, pero había un detalle por resolver: Mário no sabía nada de música y no sabía tocar ningún instrumento.

El primer día de clases suele ser un acontecimiento importante, sobre todo cuando se tiene 16 años. Mário tenía otras preocupaciones y no percibía la ansiedad de ese día. Sin embargo, deseaba que el tiempo transcurriera lo más lentamente posible. Si fallaba en la escuela su padre tendría el motivo perfecto para ponerlo a trabajar. Acto seguido, lo correrían de su casa. Sabía que había pasado noveno grado por ser considerado un alumno problemático. Su antigua escuela lo quería lejos y enviarlo a décimo era pasar la papa caliente a otro equipo. Dicho y hecho. Su interés por la escuela era nulo. El interés de la escuela por él también.

Entró al salón de clases y se fue directo al mesabanco más alejado del escritorio del profesor. Tardó algunos minutos en darse cuenta de que en el mesabanco de al lado estaba alguien muy parecido a él: cabello largo, sin peinar y mal lavado, pantalón de mezclilla raído, tenis y camiseta negra. Apenas eran distintos en un detalle: los nombres de las bandas que ostentaban en el pecho. La camiseta de Mário era de los Stone Temple Pilots:

Confieso que en ese tiempo ni siquiera conocía esa banda. Me gustó el dibujo, tenía a un tipo crucificado o algo así. Creo que la compré en una feria y acabé por comenzar a oír la música de los Stone Temple Pilots por causa de esa camiseta. Me sirvió de enseñanza para el futuro: si tu marca está mal hecha es señal de que tienes éxito.

La camiseta del colega era de los Ramones, pero estaba limpia y almidonada. Su interés en oír lo que decía el profesor también parecía nulo. Veía al techo, las paredes, la ventana, se miraba las uñas. De repente Mário notó que aquella gota de tinta china lo observaba. Le regresó la mirada sin temor. Eso bastó para que, a partir de aquel momento, Mário Andrade y Ricardo Gomes se volvieran los mejores amigos.

Ricardo Gomes venía de un medio diferente al de Mário. Su padre trabajaba como consultor y su madre era ortopedista. Su infancia y adolescencia tuvieron lo que a su amigo le faltaba: dinero. Sus padres le exigían aplicarse en los estudios y le llenaban el día de clases de natación, inglés y música. Lo habitual era que llegara cansado a su casa después de cumplir con su saturado horario, solo para encontrarla vacía. Manuela Gomes, la madre de Ricardo, cuenta cómo veía a su hijo:

Era un alma inquieta. Tenía una enorme curiosidad acerca de todo lo que lo rodeaba, pero perdía el interés en poco tiempo. Quería todo y no quería nada: inglés, surf, patineta, ser DJ, ser voluntario en África, enrolarse en el ejército, qué sé yo… Cada semana se encariñaba de forma obsesiva con una cosa diferente, y media docena de días después la cambiaba por otra. Pensamos que con la música sería lo mismo.

Estaban equivocados. La epifanía se dio la navidad de 1997. Un canal de televisión transmitió la grabación de un concierto en solidaridad con la isla de Montserrat. Ricardo vio el espectáculo por casualidad. Durante hora y media, Carl Perkins, Mark Knopfler y Eric Clapton hicieron magia con sus guitarras. Antes de que el programa terminara él ya sabía lo que quería hacer el resto de su vida: imitar a aquellos músicos que lo hacían soñar. Su madre se acuerda del momento en que les dio la noticia:

Al principio pensamos que sería otra de sus obsesiones. De pequeño recibió clases de piano, pero las odió. Creíamos que tenía talento para la música, pero su reacción fue tan mala que nunca más volvimos a tocar el tema. Ahora quería una guitarra. Luís* no quiso comprársela. Estaba harto de sus manías. Esperábamos que desistiera de la idea y le conseguimos un profesor, un amigo de mi marido que había tocado en una banda hacía algunos años, que le enseñó lo básico.

Las previsiones de los padres de Ricardo estaban equivocadas. Manuel Pires dos Santos, el amigo de Luís Gomes, los sorprendió cuando les dio la noticia de que su hijo tenía un talento poco común. Luego de media docena de tardes ya no le quedaba nada más por enseñarle. Hubiera sido un crimen no dejar explorar esa enorme aptitud para la música. De modo que, a pesar de la resistencia que puso el padre de Ricardo, Manuel Pires dos Santos insistió en regalarle una de sus viejas guitarras al chico para que pudiera seguir evolucionando por su cuenta.

A partir de ese momento, Ricardo pasó a hacer únicamente tres cosas en la vida: tocaba, tocaba y tocaba. Se encerraba en su cuarto y buscaba nuevos acordes, líneas de bajo, solos cada vez más elaborados. Y comenzó a oír mucha música. Al contrario de lo que pasaba con Mário, los discos abundaban en aquella casa. Los padres de Ricardo contaban con una extensa colección de los más variados estilos musicales. Ricardo oía de todo, aunque prefería el rock, sobre todo el más pesado. En el extenso borrador que escribió Ricardo Gomes de sus memorias, habla de ese proceso:

Cuando comencé a ensayar mis solos escuchaba monstruos como Metallica, Black Sabbath, Anthrax, y hasta Iron Maiden, que para ese entonces tenían una legión de fans. Me acuerdo de que los metaleros escribían los nombres de estas bandas en los muros de la escuela. Siempre que veía un nombre que no conocía trataba de conseguir alguna grabación de ese grupo. Creía que era posible conocerlo todo.

Una tarde, Manuela Gomes pasó frente al cuarto de su hijo. La puerta entreabierta le permitió ver lo que pasaba. Ricardo ni cuenta se dio de la presencia de su madre, mientras pegaba unos audífonos al cuerpo de la guitarra, y conectaba el cable a la entrada de micrófono del aparato. Al mismo tiempo distorsionaba la configuración del amplificador. Al levantar la mirada vio a su madre de brazos cruzados, mirándolo. «¿Ves, ma? Estoy haciendo una guitarra eléctrica», dijo con una enorme sonrisa de felicidad. Era evidente que aquella no era una pasión fugaz. Era un amor para toda la vida.

Siguiendo el consejo de Manuel Pires dos Santos, Luís Gomes volvió a inscribir a su hijo a una escuela de música, esta vez para que aprendiera a tocar guitarra. Pero a final de mes Ricardo dijo que estaba harto y se escapaba a escondidas de la escuela:

Detestaba las clases. Eran demasiado técnicas, llenas de teoría, solfeo y pautas, claves de sol y de fa. Yo lo que quería era tocar guitarra, cada vez más alto y cada vez más rápido. Pasaba tardes enteras un salón sin tocar un solo instrumento. En las clases de guitarra clásica no hay ídolos, hay maestros. Solo que están muertos desde hace trescientos años. Yo lo que quería era formar una banda con gente viva.

Cancelaron la inscripción, pero el profesor de guitarra pidió hablar con los padres de Ricardo. Los hizo llamar y les dijo que también sentía que su exalumno tenía una relación especial con la música. Sostenía que debían apreciar y proteger ese don. Cuando Manuel Pires dos Santos le dio su opinión a Luís Gomes, este reaccionó como si le hubieran diagnosticado una enfermedad a su hijo. Ahora que recibía una segunda opinión comenzó a aceptar la realidad. Se dio cuenta de que se trataba de talento. De un enorme e irresistible talento.

Mário y Ricardo, los pilares de The Empire, adoptaron la música y sus motivaciones de manera diferente. De esas diferencias dependería el futuro de su relación y de la propia banda. Mário soñaba con ser una estrella de rock, quería la pose, los aplausos, quería tener a las multitudes a sus pies. Siempre le disgustó el trabajo de estudio, donde sus deficiencias e inseguridades eran más notorias. Fue en los conciertos donde se convirtió en leyenda. Por su parte, Ricardo quería ser guitarrista. Cuando tocaba, él y el instrumento eran uno solo. Le daba lo mismo estar en su cuarto, en un estudio de grabación o en un espectáculo ante cincuenta mil personas. Tan pronto como comenzaba a tocar, todo a su alrededor desaparecía. Esos rasgos complementarios durante los primeros años acabaron por ser antagónicos y precipitaron el final de todo.

Pero nada de eso importaba aquel día, en el intervalo entre la primera clase del año y la siguiente. Eran tan solo dos amigos enamorados de la música y despreocupados de todo lo que los rodeaba. Fue con Mário que Ricardo descubrió la magia de los cassettes. Acostumbrado a los discos de vinil originales, no conocía esa forma de oír música que exponía nuestra personalidad de manera tan evidente. La sucesión de canciones, bandas y géneros grabados en una cinta podía revelar nuestra forma de ser, cómo nos sentíamos en el momento de la grabación. Un mixtape podía ser un diario personal, un regalo para un amigo o un poema de amor. A cambio, Mário aprendió los primeros acordes, cuando ambos se escapaban de clase para ir a tocar a casa de Ricardo.

Luego de meses de súplicas, Luís Gomes cedió y le compró una guitarra a su hijo. Aprovechó que era su cumpleaños y le regaló una Alhambra clásica, con la madera todavía por domar, que desafinaba las cuerdas a cada rato. Aquella noche Ricardo durmió abrazado de su guitarra, como un niño cuando recibe su primer balón de futbol. Al día siguiente la llevó a la escuela. No podía separarse de ella.

Mário, al ver a su amigo, sintió resabio agridulce en la boca. Por un lado, lo contagiaba la felicidad que Ricardo era incapaz de ocultar, pero al mismo tiempo sabía que él jamás tendría su propia guitarra. Eso le hacía sentir una envidia que lo avergonzaba.

A Ricardo no le pasó desapercibido todo ese torbellino de emociones. Cuando salieron de la escuela convenció a Mário de que fueran a comer juntos, él pagaría por ser el cumpleañero. Mário aceptó sin sospechar las verdaderas intenciones del guitarrista. Entraron a un café que ya conocían porque quedaba frente a una tienda de instrumentos musicales que frecuentaban. Ricardo pidió dos bifanas y dos imperiales.

La tienda al otro lado de la calle se llamaba Woodstock. Tenía de todo: guitarras, baterías, pianos, sintetizadores, sistemas de sonido, material nuevo, de segunda y hasta de quinta mano. Mário y Ricardo la conocían como la palma de su mano. Era frecuente que se quedaran embobados mirando los aparadores. El dueño era un tipo gordo y barbón que se llamaba Lafitte y que aseguraba haber estado en el festival de Woodstock. Ya se había acostumbrado a aquellos mirones e invariablemente acababa por invitarlos a entrar para que probaran algunas de sus novedades. En esas ocasiones aprovechaban para atacar las guitarras eléctricas. «Mucha alma y poca técnica», sentenciaba el dueño de la tienda.

Cuando Ricardo se terminó su bifana tomó su guitarra y le pidió a Mário que lo esperara ahí, iría a la Woodstock a comprar un juego extra de cuerdas. Mário no tuvo tiempo de responder por lo rápido que salió su amigo. También era cierto que no tenía ganas de acompañarlo y verse rodeado de todas esas guitarras que deseaba y que jamás tendría. Su amigo, sin hacer esfuerzo alguno, había recibido una Alhambra nueva y cara, y no se cansaba de exhibirla. Pidió otra imperial y se quedó mirando las burbujas del vaso. Se arrepintió de haber pensado aquello de Ricardo. Era, tal vez su único amigo y no tenía la culpa de… Mário suspiró y poco tiempo después vio a su amigo atravesar la calle con una sonrisa en los labios y dos guitarras, una debajo de cada brazo. Lo que sucedió después sigue vivo en su memoria:

Ricardo entró al restaurante y puso las guitarras en el suelo, al lado de la mesa. Al principio no entendí lo que pasaba, hasta que él, sin voltear a verme dijo: «Esta es la tuya». Yo estaba cada vez más confundido, sin saber qué decir. Ricardo, mientras tanto, se divertía con la cara de susto de su amigo. «Hablé con Lafitte y le cambié mi guitarra por estas dos. No son nuevas y no son Alhambra, pero son dos. Yo me quedo con una y tú con la otra». Me quedé sin palabras. No estaba acostumbrado a que la gente fuera buena conmigo y no sabía cómo responder. Era un territorio nuevo e inexplorado. Lo recuerdo como si fuera hoy: mi corazón estaba a punto de reventar y tuve que hacer un esfuerzo enorme para no soltar ahí mismo el llanto.

A pesar de sus limitaciones técnicas, Mário compensaba sus deficiencias con un alma enorme. Todo lo que cantaba o tocaba le salía de las entrañas, lleno de fuerza e intensidad. Ricardo, por su parte, llenaba las melodías de su virtuosismo en las cuerdas. Tocaban de todo, aunque pronto dejaron el material más pesado y optaron por un rock más clásico y melódico: los Stones, Dylan, Red Hot, Guns N’ Roses, Queen, D.A.D., Gun, Def Leppard, AC/DC… Entre más tocaban, más querían seguir tocando.

En 2007, en una entrevista para la RTP, Mário habló acerca de cómo su pasión por la música eran el plan A y el plan B de su vida:

Andaba para todas partes con la guitarra bajo el brazo. Así, desnuda, porque no tenía ni estuche. Nunca nos separábamos. Era la primera vez que tenía una cosa que podía llamar mía. Aquel instrumento adquirió un valor incalculable. Hasta un día, que estaba en mi cuarto ensayando unas líneas de blues, y mi papá me llamó a la sala. Él solo le hablaba a alguien cuando quería tirarle mierda. Me preguntó dónde había encontrado esa guitarra. Después de contarle la historia me acusó de estar mintiendo. No podía creer que alguien pudiera regalarme una cosa. Estaba completamente seguro de que la había robado, y por lo tanto debía castigarme. Me dio a escoger entre destruir la guitarra y tirarla a la basura o recibir una golpiza. Cuando desperté al día siguiente tenía el labio hinchado y rojo. Apenas pude ponerme en pie de lo mucho que me dolía la espalda. La guitarra, no obstante, estaba intacta. En ese momento me di cuenta de algo: al ser pobre, sin amigos, poco inteligente y sin estudios, mi única tabla de salvación era la música; era mi boleto para salir de la miseria. No se trataba de desear la fama o el éxito. En ese momento todo se reducía a un asunto de supervivencia.

Corría el primer trimestre de 1999, cuando una compañera de su grupo, con quien hablaban poco, los invitó a que tocaran en su fiesta de cumpleaños. Estábamos en la plaza frente a la escuela, ensayando «Simpathy for the Devil», cuando ella se acercó y les preguntó si la banda podía tocar en su fiesta el sábado siguiente. Ricardo iba a preguntar «¿Cuál banda?», pero Mário lo interrumpió y aceptó la invitación. Su amigo se quedó con la boca abierta. Hacía mucho que pensaban en tener un proyecto musical, pero no pasaba de ser una idea, una ambición. Ricardo ignoraba por completo que Mário había empezado el rumor de que pertenecían a una banda llamada Deadly Machine. Acostumbraba inventar historias que en parte eran verdad, pero que iban mucho más allá. Usaba esa táctica para afirmarse frente a terceros y sobrellevar los complejos de inferioridad que lo asaltaban. La compañera —que pidió no ser identificada en esta biografía— los veía siempre con la guitarra en la mano y los invitó aunque nunca los había oído tocar. Supuso que la historia de era verdad. Mário le siguió el juego y dijo que para ir a la fiesta tendrían que rechazar una invitación para tocar en un bar. Por ser compañeros de grupo, no habría problema, harían una excepción y aceptarían a cambio de una botella de whisky como pago. La historia empezaba a oler raro, cuenta la cumpleañera:

Comencé a sospechar cuando me dijeron que la banda, a final de cuentas, estaba compuesta solo por ellos dos. Y Ricardo tenía un aire como de no saber de lo que hablaba Mário. A pesar de todo, yo no quise hacer más preguntas y cerramos el trato.

Tan pronto como la compañera les dio la espalda, Ricardo encaró a Mário y le dijo que no tenían nada preparado. Él se defendió diciendo que un concierto sería buena publicidad. Había que comenzar por algún lado. Disponían de una semana para ensayar canciones que todo mundo conociera. No sería difícil: «Algún día teníamos que empezar con la banda, yo solo encendí el motor del carro», concluyó. El problema era que el carro nunca antes había ido a ninguna parte, y el motor se ahogó con el primer acelerón.

Pasaron esos días preparando el espectáculo. Escogieron canciones fáciles de tocar en formato acústico y que la gente reconociera de inmediato. Las primeras que eligieron fueron «Knockin' on Heaven’s Door», de Bob Dylan, «Blister in the Sun», de los Violent Femmes. Para cerrar, tocarían las «Parabéns a Você»** en una versión hard rock. No tenían más que dos guitarras acústicas de baja calidad, y experimentaban serios problemas para hacer encajar la voz de Mário. Al darse cuenta de que por primera vez tocaban ante un público, Mário se saltaba acordes por concentrarse en la voz o se le olvidaba la letra por enfocarse en la guitarra. Todo esto hizo que una idea que sonaba perfecta el miércoles, para el jueves pareciera dudosa, delirante para el viernes y una locura el sábado por la mañana.

A pesar de su creciente nerviosismo, se encontraron en un café cerca de la casa de la cumpleañera después de la comida. Había un jardín en frente y podían aprovecharlo para hacer un ensayo general al aire libre. Tan pronto como Mário llegó al café —Ricardo ya estaba ahí— le mostró una cartulina blanca: tenía escrito The Deadly Machine en letras negras y vagamente góticas. El genio de marketing que vivía dentro del vocalista era incontrolable.

Una copa llevó a otra y, en menos de media hora Mário se tomó dos martinis y cuatro imperiales. Ricardo se dio cuenta de que su compañero estaba muy nervioso. Más todavía: tenía miedo. Como era costumbre entre los dos, Ricardo pagó la cuenta y sugirió que salieran al jardín. Se sentaron en una banca. Sentían que el universo conspiraba contra ellos. Por más que lo intentaban no lograban afinar las guitarras, y cuando parecía que lo conseguían, una de las cuerdas subía o bajaba un tono. A Mário se le olvidaban las letras, entraba en un momento equivocado o desafinaba. Ricardo se esforzaba por ayudarlo, pero acababa perdiendo la concentración y también se equivocaba. Las dudas de la cumpleañera volvieron en el momento en que sus compañeros tocaron el timbre:

Abrí la puerta de la calle y ahí estaban ellos. Con la mirada perdida y un tufillo a alcohol. Cada uno llevaba una vieja guitarra y una cartulina doblada bajo el brazo. Comencé a arrepentirme de haberlos invitado. No parecía que fueran a dar un gran concierto, pero les mostré el camino hacia el garaje, donde estaba la fiesta. De un lado había preparado un escenario con dos sillas altas y los llevé hacia allá. Del otro lado había una mesa con el aparato de sonido y enfrente estaba el bar. En vez de dirigirse al escenario dejaron las guitarras y se fueron directo a la mesa de las bebidas. Llenaron de ginebra dos vasos de plástico y me dijeron: «Qué buena fiesta». Ni siquiera se acordaron de desearme feliz cumpleaños. Se quedaron ahí bebiendo y hablando entre ellos hasta las nueve de la noche, la hora a la que debía empezar el concierto.

En ese momento todos se quedaron en silencio y apagaron las luces, solo las lámparas detrás del escenario improvisado permanecieron encendidas. El público aplaudió y Mário, que parecía haberse preparado durante toda la vida para ese momento, dijo: «Buenas noches, nosotros somos los Deadly Machine».

Ricardo tocó la intro de «Blister in the Sun» y siguió. Estaba a la espera de que entrara la segunda guitarra y la voz, pero nada… Levantó la mirada y vio a su amigo: parecía un pescado en la vitrina del súper, con la boca abierta y los ojos sin vida. Intentó tapar el error y anunció con desenfado que tocarían un tema de los Violent Femmes, al tiempo que le dio una discreta patada a Mário. Volvió a empezar, pero no podía contener el vértigo de la humillación. Con el calor y la humedad de aquel garaje lleno de gente las guitarras se desafinaban con facilidad. No se entendían en los ritmos, Mário se equivocaba en las letras y se confundía con el inglés. También Ricardo, con el nerviosismo y el alcohol que habían ingerido, además de la sensación de que todo aquello era una equivocación épica, cometía errores en serie. Después de «Blister in the Sun» y de «Wish You Were Here» de Pink Floyd, intentaron con «Come As You Are» de Nirvana. A media canción Mário se levantó y salió corriendo. Ricardo pidió disculpas, tomó las guitarras, volvió a pedir disculpas y dio por terminado el concierto.

Aquel cumpleaños puede ser considerado como el peor medio espectáculo de la historia de la música, aunque la organizadora de todas maneras lucró con él. Nunca pagó la botella de whisky prometida y, una semana después de que se anunciara la disolución de The Empire, vendió en eBay la cartulina de los Deadly Machine, que había quedado olvidada en su garaje, en nada menos que 4,720 dólares.

Ricardo salió con las guitarras sobre los hombros como si fueran espadas y encontró a Mário fumando un cigarro, sentado en el bordillo de la banqueta. Se sentó junto a él convencido de que aquel episodio sería la lápida sobre la tumba de los Deadly Machine. Sin embargo, Mário necesitaba demasiado a la música para desistir a la primera desaveniencia. Se dio vuelta para encarar a su amigo y, con el índice alzado en el aire le garantizó que de ahí a veinte años todos esos «retrasados mentales» —esa era la expresión que usó— guardarían un disco de los Deadly Machine en su librero. En seguida usó los dedos de esa misma mano para enumerar la lista de tareas que tenían que resolver: encontrar un baterista, un bajista, arreglar sus instrumentos y comenzar a escribir sus propias canciones. Se dieron cuenta de que estaban viviendo un momento crucial en sus vidas. Más allá de la borrachera y de la humillación a la que se vieron expuestos, a pesar del miedo al futuro y de una infancia desdichada, Mário hablaba en serio. Ricardo abrazó a su amigo y selló su compromiso. Formaban una banda y no se detendrían hasta alcanzar todos los sueños posibles. Se levantaron y se dispusieron a terminar con la empresa que habían interrumpido momentos antes, pero no se referían al concierto de cumpleaños —eso ya había desaparecido por completo de su mente—, sino a la borrachera descomunal que apenas estaba a medio camino.

A partir de aquella noche, Mário comenzó a tocar puertas en busca de trabajo. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal que le pagaran. En su casa decía que iba a la escuela. Ricardo no podía hacer lo mismo, sus padres de inmediato se dieron cuenta de lo que pasaba, por eso el vocalista fue quien se encargó de conseguir el dinero que necesitaban para comprar los instrumentos, y al guitarrista le tocaría encontrar a los integrantes que faltaban para formar la banda. Mário le cayó bien al dueño de un bar ínfimo e inmundo en la calle de la Woodstock. Durante una semana tuvo que trabajar como loco sin recibir medio tostón, solo para demostrar que era responsable y aplicado. Acabó por contratarlo y, al cabo de un mes, se pasaba los días lavando platos, trapeando el suelo y limpiando las mesas de dos cafeterías y de un restaurante, situados entre la escuela y la tienda de música. Hasta la hora de la comida estaba en las cafeterías, y por la tarde lavaba los platos y los vasos en el restaurante. Ganaba en total 12 mil escudos por semana y podía desayunar y comer gratis. Adoptó una regla de oro: todos los viernes le entregaba la mitad del dinero a Ricardo, quien lo escondía en su cuarto. Mário no podía guardarlo en su casa, si su padre lo encontraba, con toda seguridad perdería sus ganancias y sacaba boleto directo al hospital. Después se gastaba la otra mitad en discos usados, una botella de Vat 69 y un poco de hierba.

Cuando todos los caminos son posibles, el destino es quien se encarga de escoger aquel que llamaremos Historia. Con los The Empire fue eso lo que pasó. El insospechado Luís Gomes fue quien, sin saber y sin hacer nada para propiciarlo, dio el empujón decisivo para la creación de la banda. Una noche calurosa en que el padre de Ricardo celebraba su cumpleaños con su familia y sus amigos encontraron a un baterista que no lo era.

El episodio se puede contar fácilmente. Ricardo, como cualquier buen adolescente, huyó de la fiesta y de la gente y se encerró en su cuarto. Escuchó que tocaban su puerta: era Tiago, un primo de su edad, quien también buscaba un refugio de las conversaciones de los adultos que colmaban la sala. A pesar de ser parientes, y de vivir cerca uno del otro, no se frecuentaban. Pero se entendían bien y se sentían a gusto uno con el otro. Ricardo dejó que Tiago entrara, y actuó como si continuara solo en su cuarto. Se acostó en la cama, volvió a ponerse los audífonos y se puso a leer distraído el booklet de un CD. Tiago cerró la puerta y miró en derredor. La habitación era muy distinta desde la última vez que había estado ahí. Ahora era un pequeño museo del rock and roll, repleto de carteles, discos, libros de partituras y cuerdas de guitarra desparramadas por el suelo. Tiago recuerda bien lo que pensó al entrar ahí:

Luego de un rato le pregunté qué era lo que estaba oyendo, pero ni siquiera me contestó. Toleraba que estuviera ahí por pura solidaridad entre adolescentes, pero no quería que lo fastidiaran. Como yo estaba aburrido, tomé la guitarra. En el acto él se levantó como resorte y gritó: «¡No la toques, la vas a desafinar!». Yo le contesté de broma: «Tranquilo… Con lo bruto que soy, preferiría tocar la batería, no guitarra».

La frase provocó en Ricardo un reflejo pavloviano. No dejó ir a su primo durante el resto de la noche. Sentía que había descubierto al baterista que buscaban y quería convencerlo de que se uniera al proyecto. Tiago nunca había estado siquiera al pie de una batería, y mucho menos pensaba en ser músico, pero aceptó a participar en uno que otro ensayo porque le parecía simpática la idea.

Los padres de los primos se vieron sorprendidos por esa súbita amistad. En pocos días, la complicidad entre Tiago, Mário y Ricardo era tal, que aun cuando ni siquiera se imaginaba cómo se desempeñaría con las baquetas en las manos, ya se consideraba miembro oficial de una banda que no existía.

El interés de Tiago estaba bien marcado desde temprana edad. Al ser hijo de un veterano jugador de rugby, ocupaba su tiempo libre en los entrenamientos del Belenenses y en el gimnasio. Tiago sobresalía entre la multitud: era casi siempre el más alto de todos. A pesar del furor que despertaba en las chicas, no les mostraba demasiada atención. En la escuela era un alumno promedio. Además del rugby, tenía un amor enorme por un pastor alemán que había crecido con él desde bebé; se llamaba Ramsés y, a falta de hermanos, era como su hermano sustituto. Andaban siempre juntos y bastaba con una mirada para que se entendieran. Ramsés murió semanas antes de la noche en que le propusieron entrar a la banda. La rapidez con la que aceptó la invitación y la voracidad con que se empeñó en ese proyecto fueron inesperadas. Es muy probable que se hubiera enrolado en ese nuevo interés en busca de un paliativo para el dolor de su pérdida. Estaba tan entusiasmado, que contó a sus amigos la noticia incluso antes del primer ensayo:

Si les decía que quería ser músico se iban a burlar de mí. Pero ser baterista de una banda era diferente: en el fondo, pasaría la vida golpeando cosas con palos. Parecía lo suficientemente básico para obtener la aprobación de todos. Sería aceptado, aunque con algunas reservas.

Al principio, los padres de Tiago no pusieron objeciones a las nuevas amistades de su hijo. Aun cuando Ricardo y Tiago eran primos, tenían personalidades distintas. Si el guitarrista era tímido y retraído, el baterista era extrovertido. Hablaba en voz alta y le gustaba ser el centro de atención. Era una especie de niño grande. Todo el tiempo estaba rodeado de muchachos corriendo de un lado para otro, cayéndose y derribándose unos a otros. Es difícil pulir un diamante en esas circunstancias. Sus propios padres sentían que su hijo vivía en un círculo demasiado cerrado. No hablaba con quien no perteneciera a la caja donde se había acostumbrado a vivir, no por timidez, sino por desinterés. Esta extensión de los horizontes del hijo les agradaba. Además, el eslabón que lo ligaba a esa nueva pasión era nada menos que Ricardo, lo conocían bien y podían —por lo menos era lo que ellos creían— mantener controlada esa pasión.

Los tres amigos pasaban su tiempo libre en la Woodstock de Lafitte. Necesitaban instrumentos para ensayar y aprovechaban los artículos de segunda mano que se vendían ahí. Fingían tener un ligero interés en comprarlos y se pasaban tardes enteras probándolos sin terminar de decidirse. El dueño de la tienda los toleraba con una sola condición: que lo escucharan. Lafitte era un repositorio de historias de rock y de viajes increíbles. Era difícil distinguir entre la verdad y la ficción. Comenzaron a salir cada vez más tarde de la tienda y a instalarse en una sala que había en la parte trasera. Ensayaban, platicaban, bebían, fumaban y escuchaban las novedades que les tenía Lafitte. Con todo y su precaria economía lograron juntar más de veinte mil escudos que Ricardo y Tiago ahorraron del dinero que les daban para la escuela, y compraron una imitación de Fender Stratpara Mário y una Gibson Les Paul decadente, parchada con cinta adhesiva, para Ricardo. Añadieron dos amplificadores que casi funcionaban y Lafitte todavía les consiguió un platillo, una tarola y un bombo de segunda mano que costaban ochenta mil escudos, que ellos se comprometieron a pagar en abonos. Acordaron que podían tocar la batería ahí, pero no saldría de la tienda sin que la pagaran en su totalidad. Se beneficiaron todavía de un extra: Lafitte le enseñó a Tiago a dar sus primeros golpes y, para sorpresa de todos, reveló una aptitud innata. El propio Tiago era el más sorprendido:

Nunca había tocado en mi vida. Y cuando te equivocas en las percusiones todo el mundo se da cuenta, no se puede ocultar. Es algo intimidante. Pero tuve la suerte de comenzar con poco —plato, tarola y bombo—. Comencé desde cero y dejé que la imaginación hiciera lo suyo para multiplicar los sonidos que lograba sacar. Este inicio acabó siendo una excelente escuela para el resto de mi vida.

Con el final de las clases, las vacaciones de verano se extendían por meses y el trío se sentía capaz de comerse el mundo. Entraron en una fase experimentalista. Tocaban muy mal, pero no les daba vergüenza equivocarse. Practicaban mucho y lo intentaban todo. Como los instrumentos eran de calidad dudosa, su mal sonido tenía que ser compensado con una mayor creatividad. Cualquier novedad o acontecimiento era motivo de festejo. Durante las semanas siguientes ensayaron con ahínco en el cuarto de atrás de la tienda de instrumentos musicales. Le pusieron por nombre «Dramático». Fue Lafitte quien los obligó a bautizar el lugar donde ensayaban. «Todas las grandes bandas están asociadas a un estudio o a un lugar. Este será su Abbey Road, solo tienen que darle un nombre», explicó. A Mário se le ocurrió llamarlo Dramático en homenaje a la sala de Cascais por donde pasaron Nirvana y Pearl Jam. El nombre sería promesa de lo mucho que estaba por suceder.

Ensayaban mientras Lafitte se sentaba a oirlos hasta bien entrada la noche. Además de tocar covers comenzaron a desarrollar sus propias composiciones y a escribir algunas canciones, pero las letras eran un problema. Querían cantar en inglés, como las bandas de rock que idolatraban. Sin embargo, cuando se ponían a escribir el resultado sonaba muy básico, casi ridículo, como Mário afirma:

Las letras eran una mierda, llenas de shine a light y de into the night. Sin relación con el mensaje que queríamos transmitir. Decidimos dejarlas procesar a fuego lento y concentrarnos en la música.

Cuando se dieron cuenta de que no eran buenos letristas, el dueño de la Woodstock estrechó la relación con sus inquilinos. Les prestaba discos, libros y revistas viejas. Con él aprendieron los principios básicos de acústica y afinación, así como las diferencias entre el sonido en estudio y en vivo. Lo conmovían aquellos muchachos, su ímpetu, su alegría, su entusiasmo. Acabó por acostumbrarse a ellos. En verdad quería a ese trío. Los consideraba los hijos que nunca tuvo, y que por suerte habían nacido ya adolescentes. El afecto era recíproco, él se convirtió en el padre espiritual de la banda. Al poco tiempo las cosas de Mário fueron llenando el cuarto de la trastienda. Lafitte se daba cuenta de que alguien las había dejado ahí, pero no decía nada. Hasta que cierto día Mário llegó al Dramático con una ceja abierta y una leve cojera. Le preguntaron qué le había pasado y él trató de minimizar las lesiones. Era evidente que no quería hablar del asunto. Lafitte estaba convencido de algo: debía ser algo demasiado grave para querer olvidarse de ello. Después de que los amigos se fueron del Dramático le dijo que se quedara. Mário le contó lo sucedido entre lágrimas. Su padre había llegado a la casa, borracho como siempre, y fue hasta la cama donde él dormía y comenzó a golpearlo. Sin razón alguna, sin explicación. Al final lo azotó contra la pared con tanta fuerza que casi le rompe una pierna.

La imagen de chico rudo, acostumbrado a la calle, desapareció. Frente a Lafitte estaba un niño que lloraba sin entender por qué lo golpeaba su padre. Que estaba viviendo una pesadilla y quería despertar de ella, pero se encontraba atrapado en un círculo de desesperación. Lafitte, siempre impasible, tomó una copia de la llave de entrada de la Woodstock y se la dio a Mário. Le dijo que podía quedarse ahí a dormir siempre que quisiera. Era un muchacho, por muy precoz que fuera, y ningún muchacho merecía ser víctima de una pesadilla como aquella. Mário se sintió profundamente agradecido, y por eso a la fecha afirma:

Era ahí donde mejor me sentía. Estaba acostumbrado a dormir en el suelo. En casa de mi familia nadie me echaba en falta y yo los detestaba. Esa misma tarde fui hasta allá —sabía que no habría nadie— y llené una mochila con mis pocas pertenencias. Fue la última vez que tuve relación con mi familia biológica.

A pesar de esos avances, sin encontrar un bajista y sin letras para las canciones, la banda navegaba sin rumbo. Intentaron de todo: pegaron anuncios en escuelas de música, en las paredes del Pingo Doce***, en los cajeros automáticos. De vez en cuando aparecía un candidato y lo ponían a prueba en el Dramático. Mário recuerda lo mucho que les costó completar el cuarteto:

La mayoría de los candidatos estaban por debajo de nuestro nivel y ni siquiera perdíamos el tiempo en escucharlos. Solo cuando aparecían chicas —y llegaron más de lo que imaginábamos— intentábamos extender las audiciones hasta la noche. Quien acostumbraba zafarse era Tiago. Ellas le babeaban encima. Recuerdo que una vez llegó un tipo con formación de conservatorio. Tocaba maravillosamente, pero su lugar estaba en una orquesta, no en un escenario. También nos dejó impresionados Carlos Tiago, el actual bajista de los Cup of Coffee, quien llegó a hacer audición con nosotros. Le ofrecimos el lugar, pero él lo rechazó.

La historia es diferente contada por Carlos Tiago:

Me acuerdo de ese episodio. Respondí a un un anuncio, creo que lo vi en el Blitz, y me dieron la dirección de una tienda de música. Me condujeron a un salón en la parte trasera, con una ventana diminuta. Estaba lleno de ropa, restos de comida y latas de cerveza. Comencé a tocar, ellos me acompañaron y ahí quedó la cosa. La gente todavía me molesta diciendo que soy el tipo que se negó a entrar a los Beatles. Pero para ser sincero, yo ni siquiera pienso mucho en eso. Mi lugar no estaba ahí.

Mário se especializó en el rescate de artículos abandonados en los contenedores de basura, mientras que Tiago se las ingeniaba para repararlos y darles nueva vida. Cuando el vocalista llevó al Dramático una televisión miniatura y una videocasetera decrépita nadie creyó que volverían a funcionar. Sin embargo, con una paciencia infinita, el baterista trabajó en ellas durante días y logró lo imposible. Decidieron conmemorar de la mejor forma que pudieron: un festival de cine dedicado a los clásicos del porno. Unas semanas antes Mário había encontrado una bolsa llena de películas VHS. Los estuches de los cassettes eran de películas de Disney, como Blancanieves, Fantasía o El Zorro y el Sabueso,pero las grabaciones eran de películas pornográficas. Tenían la estética típica de los años ochenta y la imagen estaba llena de rayaduras que delataban el intenso uso que les habían dado.

Durante una de esas sesiones de cine comenzaron a oír los agresivos acordes de un bajo. El sonido provenía del interior de la Woodstock. Sigilosos fueron hasta la puerta y vieron, sentado en un banquito, un muchacho de piel muy blanca, cabello rubio y rizado. Probaba uno de los bajos en exhibición y parecía divertirse. ¿Era él a quien buscaban desde hacía tanto? Rodearon al chico y comenzaron a hablar todos al mismo tiempo de tan emocionados que estaban. El desconocido comenzó a sentirse incómodo, como era comprensible. De forma atropellada trataron de explicarle que estaba a punto de convertirse en el bajista de una de las bandas más importantes de Portugal, y con tiempo, del mundo. Cuando por fin se callaron, el bajista rubio se limitó a sonreír. Les dijo que no tenía intenciones de entrar a una banda. Él lo que quería era comprar un bajo y nada más. Solo quería probar los modelos disponibles.

Su manera de hablar era extraña. Su portugués era gramaticalmente perfecto, pero su pronunciación tenía un dejo distinto, difícil de identificar. Lo único que quería Eddie Steppleton era salir de ahí:

Me tomaron por sorpresa. De pronto vienen tres tipos vestidos de negro y con un aire ligeramente amenazador, cuando yo solo había entrado a la tienda a probar uno de los bajos. Cuando me invitaron a pasar al Dramático —y que conste que solo acepté a entrar en aquel salón porque estaba presente el dueño de la tienda, que me inspiraba confianza— me encontré con una zona de guerra. Ropa y restos de comida por aquí, estuches de CD por allá. Había un video de porno vintage en una televisión destartalada. Ellos cavaron un agujero en el suelo arrastrando la basura que lo cubría para invitarme a que me sentara y me ofrecieron una cerveza.

Mário percibió que el muchacho tal vez aceptaría si lograban llevarlo al Dramático. Le explicaron que necesitaban un bajista para completar la alineación y le propusieron un ensayo. Si les iba mal, todo quedaba ahí. Pero tenían la sensación de que él era la pieza que les faltaba desde hacía mucho.

Lafitte, con su infinita paciencia, llevó al Dramático un bajo y un amplificador, los instaló y se cruzó de brazos. Tiago dio inicio a una pieza clásica, pero tocada con velocidad, y Mário comenzó a tocar una melodía en mi. Ricardo se le unió soltando unos riffs sobre los acordes de Mário. En seguida, gritó «¡Adelante, mademoiselle!». Bastaron treinta segundos para que el sonido quedara aprobado. El bajista le brindaba ritmo y versatilidad al conjunto, y al mismo tiempo señalaba nuevos caminos para las guitarras. Cuando pararon, Lafitte fue el primero en hablar y ratificó el hallazgo con entusiasmo. El único que no estaba seguro era Eddie, el candidato electo. No los conocía y desconfiaba de ellos.

Por pura curiosidad les preguntó si tenían listas algunas canciones que él pudiera escuchar. Le respondieron que no. Les faltaban las letras porque querían cantar en inglés y lo que escribían era muy malo. Nadie se dio cuenta, pero fue en ese momento cuando Eddie bajó la guardia. Sonrió disimuladamente y sugirió que se vieran la tarde siguiente para conocerse mejor. Pensaron que tal vez sería una manera de disculparse para huir, pero aceptaron la idea. Solo cuando lo vieron regresar a la Woodstock fue que respiraron aliviados: habían encontrado a su bajista. Sin embargo, y sin que lo sospecharan, habían obtenido mucho más que eso. Tan pronto como se acercó a ellos, Eddie les entregó un puñado de hojas escritas a mano. Eran poemas en inglés. Los acompañó de una explicación: se llamaba Edward Steppleton —aunque podían decirle Eddie—, era inglés de nacimiento y escribía poesía. Su padre, también súbdito del Imperio, era un alto ejecutivo de una empresa de telecomunicaciones. Con frecuencia tenía que cambiar de casa, amigos y país. Habían llegado a Lisboa un año antes. Su madre, nacida en Newcastle, no trabajaba. Dividía su tiempo entre la pintura, la ayuda voluntaria y la investigación de diversos métodos de meditación trascendental. Muchas veces con ayuda de sustancias cuya legalidad se encontraba a la espera de autorización.

Lafitte, que estaba sentado con ellos, escuchando, se dio un golpe con las palmas en las rodillas, se puso de pie y se fue rumiando hasta la caja registradora: «Buen bajista, inglés y sin amigos. Es perfecto para ellos. Y como este sí tiene un techo donde dormir, no será otro parásito. Es perfecto también para mí». Decía aquello porque ahora la tienda era la residencia permanente de Mário. Dormía en el suelo del Dramático y pagaba la renta limpiando la Woodstock cuando regresaba del restaurante. Después comía con Lafitte y se quedaban platicando, oyendo música y fumando hasta bien entrada la noche. Muchas veces Ricardo, Tiago o algún amigo de Lafitte pasaban por ahí. Convivían con motociclistas, hippies, beatniks… Había de todo. Gente inconstante que aparecían un día y desaparecían al siguiente.